Vicente de Paúl comenzó su actividad como formador y educador en edad muy temprana, alrededor de los 16 años (si aceptamos la cronología que nos da Abelly, libro 1°, cap. 3, p. 10), en la casa y, como preceptor de los hijos del señor de Commet, quien parece ser la persona que le orientó hacia una carrera sacerdotal. Poco después, ya en Toulouse y siendo estudiante de teología, volvió a ejercer una actividad similar, aunque esta vez por iniciativa propia, en lo que parece era una especie de pequeña residencia-pensión para muchachos. En ambos casos, sobre todo en el segundo, la escasez de medios económicos fue el factor determinante para introducirse en esta actividad en edad tan temprana. Y en ambos casos el joven Vicente ejerció su actividad de educador con excelente aceptación por parte de los padres de sus propios pupilos, según atestigua el mismo Abelly. Los títulos universitarios conseguidos en 1604 podían haber sido para el joven Vicente (tenía 23 o 24 años) el comienzo de una carrera académica si eso hubiera entrado en sus planes y si lo hubiera permitido su situación económica. Pero por lo visto sus ambiciones iban por otro camino, y sin él esperárselo lo llevaron por senderos extraños y aventuras aún más extrañas por Burdeos, Marsella, Túnez, Aviñón, Roma y, finalmente, París. No propiamente París, la ciudad-luz, sino uno de los suburbios más pobres de París, donde se encontró sin dinero y sin trabajo a los 28 años de edad, ocho años después de su ordenación sacerdotal.
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En una pequeña aldea no lejos de las murallas de París, en Clichy, volvió a ejercer Vicente a los 32 aros su actividad de educador, que no había ejercido en los ocho años anteriores. Aunque su estancia en Clichy fue breve, algo más de un año, Vicente parece que encontró tiempo para formar un grupo de jóvenes con inclinaciones sacerdotales, entre los que se encontraba Portail. Aquí no entraban ya consideraciones económicas. En cuanto a su éxito como educador en esta ocasión, no podemos definirlo pues no tenemos datos, excepto en lo que se refiere a Portail, de quien hablaremos más adelante. Al año siguiente de su toma de posesión de la parroquia de Clichy tuvo que abandonar Vicente esta primera experiencia pastoral en su vida de sacerdote para dedicarse una vez más a la educación de niños, como lo había hecho a los 16 años, en la casa de Commet, esta vez en una casa mucho más noble, la mansión de los Gondy. Su dedicación fue ejemplar; los resultados, esta vez, más bien medianos. Y si consideramos el caso del menor de los tres hermanos, el que iba a ser con el tiempo notorio cardenal de Retz (recién nacido cuando Vicente entró en casa de los Gondy, y de edad de cuatro años cuando Vicente la abandonó para escaparse a Chátillon), podríamos decir que en este caso la labor formadora de Vicente fue un rotundo fracaso. Unos veinte años más tarde volvió a caer el menor de los Gondy en manos de San Vicente, pero tampoco mejoraron mucho las cosas. Ni podían mejorar. El cardenal de Retz dejó bien claro en sus Memorias que, clérigo sin vocación, se sometió muy contra su voluntad y por guardar las apariencias a los programas de formación sacerdotal de San Lázaro. San Vicente tuvo siempre un cariño marcado por este extraño cardenal, y de él solía decir que, aunque no era muy piadoso, no estaba lejos del Reino de Dios. Tal vez el ejemplar comportamiento del cardenal en los últimos años de su vida fuera el fruto de las semillas de educación cristiana plantada en su alma por el señor Vicente en los años tempranos de su infancia y de su juventud.
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Todos estos aspectos conocidos pertenecen, por así decirlo, a la prehistoria de la verdadera vida de san Vicente, que realmente comienza en 1617, a sus 37 años, en Chátillon. Este es el Vicente que vamos a intentar diseñar en este trabajo, y de él, ya de entrada, podemos anticipar una idea tomada de Abelly que quiere ser la clave que explique nuestra visión de san Vicente de Paúl como formador:
«Vicente de Paúl, aunque provisto de doctrina con abundancia, podía haber tomado como suya la divisa del Apóstol, y podía haber dicho como él: «No he estimado el saber ninguna cosa, sino a Jesucristo, y c Jesucristo crucificado». Esta era su ciencia principal y su sabiduría más alta; éste era el libro que tenía siempre abierto delante de los ojos de su espíritu, y del cual sacaba conocimientos y luces mucho más elevados que los que hubiese extraído de las otras ciencias, aunque buenas y santas, que él había adquirido en el curso de sus estudios» (I. 1°, cap. 3, p. 13).
Este fue, desde sus 37 años hasta su muerte a los 80, el alimento de su propio saber y el alma de su alma de formador. De sus manos recibieron este mismo alimento cientos de misioneros, hermanas, sacerdotes y seglares. De su éxito como formador puede hablar con elocuencia la historia posterior. Y también esta reunión de discípulos suyos, que, más de 300 años después de su muerte, creen, y no se engañan, que aún hoy se puede aprender algo de quien fue un excelente formador de hombres. Vamos ahora a intentar describir su figura en este aspecto.
Tres sacerdotes diocesanos firmaron con san Vicente el documento que según creemos debe considerarse el hecho fundacional de la Congregación de la Misión el 4 de setiembre de 1626, la llamada Acta de Asociación (XIII 203-205 / X 242-244). La Salle tenía en el momento de la firma 28 años, Du Coudray, 40 (seis menos que san Vicente), Portail, 36. Los tres eran pues personas adultas cuando en el texto del Acta prometen y se obligan a cumplir los fines de la nueva fundación y a obedecer al señor Vicente y a las reglas que se redactaren en el futuro. Los tres tenían una experiencia previa de trabajo pastoral misionero en compañía de san Vicente.
El más joven de los tres, Jean de La Salle, moriría trece años después de firmada el Acta, pero en tan corto tiempo demostró ser «un gran misionero» (XII 293 / XII 4 579), en palabras de san Vicente, que se dedicó a misiones y ejercicios a ordenandos, además de haber sido el primer director del seminario interno de San Lázaro en 1637. Los otros dos vivieron más años. Portail en concreto hasta unos pocos meses antes de la muerte del mismo fundador. Vamos a seguir con cierto detalle la trayectoria de estos dos hombres para tratar de descubrir algunas de las ideas y algunos de los aspectos de la práctica de san Vicente en la formación de sus misioneros.
Comencemos con Portail. Se le podría definir como hombre tímido, muy callado, temperamentalmente poco dinámico, muy influido por san Vicente, a quien Portail pretendía imitar sobre todo en su humildad, como dice Collet característicamente (tomo PD, p. 118). En una carta escrita a santa Luisa desde Roma, en 1647, dice el padre Portail que «soy mucho peor por haber estado tanto tiempo alejado de nuestro querido padre, pero me consuela la esperanza de tener pronto el honor de volver a él y de ser recibido caritativamente como otro hijo pródigo» (Notices sur les prétres, clercs et fréres défunts de la Congrégation de la Mission, París, 1881, tomo 1°, p. 58). En suma: un hombre de carácter dependiente que parecería poco adecuado como compañero de un hombre como san Vicente para la vida dura y movida de misionero ambulante, y que, sin embargo, llegó a convertirse en «un tesoro para la compañía y para san Vicente, de quien fue el brazo derecho en todo lo que emprendió» (Notices…, tomo 1º, p. 9). En efecto: Portail llegó a ser el primer asistente del fundador, su delegado para visitas a las comunidades en provincias y en Italia, encargado de la dirección de las Hijas de la Caridad. Portail era hombre de formación eclesiástica sólida, y buen artesano de la pluma. A él se debieron los resúmenes de sermones de misiones y pláticas («grands catéchismes») usados en las misiones hasta mucho después de la muerte del fundador (XII, 292 / XII 4, 578), así como una traducción, en reedición aumentada, de las famosas meditaciones de Busée, que en una forma u otra han estado en uso hasta hace no muchos años.
El trabajo de escribir en la soledad de su cuarto se le daba bien, pero el predicar desde el púlpito ante las gentes era algo que superaba las fuerzas de su profunda timidez. Cuando por fin se decidió a hacerlo, en 1630, ocho años después de su ordenación, san Vicente no pudo evitar el celebrar el evento con alborozo y con un cierto deje de chanza: «Bendito sea Dios porque ha subido usted al púlpito… Ha comenzado usted tarde, pero lo mismo le pasó a san Carlos» (Borromeo) (I, 88 / I, 151). Pero no parece esperar san Vicente que ello fuera el comienzo de una fulgurante carrera de predicador, pues unas líneas más abajo en la misma carta dice que ruega a Dios le conceda la gracia a Portail, de la que éste había hablado en carta anterior, la gracia de «ser ejemplar… en la santa modestia, la dulzura, y el respeto en las conversaciones», virtudes todas en las que llegó Portail a ser efectivamente modelo dentro de la compara. Su primera misión tuvo lugar sólo cinco años después de su primer sermón (I, 294 /I, 319). No era él la figura principal, el predicador de los grandes sermones. Estos correspondían a Antoine Lucas, brillante predicador y controversista, mientras que Portail se encargaba de las instrucciones catequísticas. Ni siquiera este trabajo secundario como predicador debió de ejercerlo con excesiva brillantez, o por lo menos eso le pareció a él mismo, pues san Vicente tuvo que escribirle una carta larga para consolarle y animarle: «Qué bueno es que se haya sentido usted humillado… De esa manera prepara Nuestro Señor a aquellos de los que se quiere servir… Y cuánto fue humillado él mismo desde el comienzo de su misión» (ibid.).
Dadas sus escasas cualidades para una activa vida del tipo de misionero que quería, y que era, san Vicente, Portail acabó convirtiéndose bajo la dirección del fundador efectivamente en su brazo derecho para mil otras funciones más calladas que exigían las dos comunidades recién nacidas. Casi en los comienzos de la Congregación, en 1631, a los seis años de su fundación, aparece Portail como superior de una comunidad de dos en la que el otro miembro era el vigoroso y dinámico padre Lucas. Hay una carta de san Vicente al padre Portail de no fácil lectura, que nosotros interpretamos así. Portail es un hombre de celo, muy virtuoso, muy amigo del buen orden, y se encuentra con un compañero sobre el que tiene autoridad, quien por alguna razón (posiblemente por su «vivacité» de carácter; cfr. Notices… t. I, p. 135) no se acomoda a la idea que tiene Portail de lo que debe ser el comportamiento de un misionero. El tímido apela en este caso a su autoridad posiblemente en términos ásperos y excesivos (en una reacción compensatoria muy conocida en sicología) que más bien complican que arreglan una situación de fricción entre los dos misioneros. La solución de san Vicente es totalmente sorprendente, pero está muy en la línea del largo proceso que siguió san Vicente en la formación del padre Portail: «Como es usted el de más edad, el segundo de la compañía y el superior, sopórtelo todo, repito: todo, del buen padre Lucas; repito otra vez: todo, de manera que cediendo usted en su autoridad se una a él en la caridad… Tolere su humor; no le contradiga nunca de momento, pero después adviértale con cordialidad y humildad» (I, 112-113 / I, 174).
El padre Portail debió de aprender pronto y para siempre la lección, pues a pesar de haber tenido que intervenir en años posteriores por delegación de san Vicente en varios asuntos espinosos de diversas comunidades, gozó entre los misioneros de un gran cariño y una gran aceptación. También entre las hermanas era el padre Portail muy popular y muy querido, y ello se debía tanto a su notable espíritu de sacrificio en el servicio de las hermanas cuanto a saber aceptar con sencillez las opiniones, aunque fueran discrepantes de las suyas propias, de la fundadora, quien en sus relaciones con el padre Portail se atrevía a salir adelante con su propia opinión un poco más que cuando no coincidía del todo con las de san Vicente.
Muy otro fue el proceso de formación que san Vicente siguió con el otro cofundador de la compañía, el padre Francois du Coudray. También Du Coudray prestó grandes servicios a la compañía, entre los que hay que destacar las laboriosas negociaciones que en nombre de san Vicente tuvo que desarrollar en Roma para obtener la aprobación pontificia de la Congregación de la Misión en 1633. De ello dejó constancia san Vicente en una carta al padre Portail en la que le anuncia la muerte de Du Coudray: «Ha parecido bien a Dios disponer del señor Du Coudray en Richelieu… Usted sabe muy bien las obligaciones que tiene la compañía con él. Le recomiendo de una manera especial a sus oraciones y a las de la comunidad. No sé cómo han sido las circunstancias de la muerte del señor Du Condray». (III 418 / III 382).
Sorprende el laconismo de la noticia, la ausencia total de palabras laudatorias para un hombre de mérito que era además uno de los primeros miembros de la Congregación. La muerte de Du Coudray sucedió en 1649. No se vuelve a hacer mención de él ni en cartas ni en conferencias en los años posteriores.
Parecería que se quiere extender sobre su memoria un tupido velo. Tres años antes de la muerte de Du Coudray, san Vicente estuvo seriamente pensando en despedirlo de la compañía (III, 97 / III, 95). Sin embargo Du Coudray era un hombre brillante, y por eso sin duda lo eligió san Vicente para conseguir en Roma la aprobación de la Congregación. Era además un misionero muy activo, un hombre de responsabilidad a quien se encargó la fundación de varias casas, la distribución de los auxilios de guerra en la Lorena, los inicios de la presencia de la compañía en el norte de Africa. La asamblea de 1642 le nombró además miembro de la comisión encargada de redactar las Reglas de la Congregación. Al entrar en la compañía Du Coudray venía provisto de títulos académicos que atestiguaban unos estudios brillantes de Escritura en la Sorbona. En suma: se trata de una verdadera personalidad en todos los aspectos. San Vicente le trata, aunque con firmeza, con suma deferencia, e incluso en una ocasión le escribe una larga carta dándole toda suerte de explicaciones y excusas tratando de despejar de la mente de Du Coudray la sospecha de que san Vicente tenía prevenciones contra él (merece la pena leerse la carta entera: I, 283-285 / I, 309-310). Como en el caso del padre Lucas, y posiblemente por la misma razón de «vivacité» de carácter, san Vicente aconseja a Portail, quien le había consultado previamente sobre el particular, que su trato con Du Coudray sea, aunque sin miedo, con dulzura y humildad (II, 620 / II, 530; III, 70 / III, 71). Du Coudray parecía inclinado a salirse por su cuenta y riesgo de lo acostumbrado en la compañía como superior. La correspondencia entre san Vicente y Portail sugiere claramente que el primero se encuentra ante Du Coudray con un carácter fuerte, de opiniones y modos de obrar muy personales, a quien san Vicente intenta traer al buen camino no por la imposición, sino por la persuasión. Aunque no parece que san Vicente tuviera mucho éxito en esta empresa.
Pero no fue este aspecto el que estuvo a punto de apartarle de la compañía, sino su saber teológico y escriturístico. Conseguida ya la aprobación de la Congregacíon Du Coudray quiso prolongar su estancia en Roma para «trabajar en la traducción de la biblia siríaca al latín (I, 251 /I, 286). Vicente de Paúl muestra por el tono vivo de su carta que éste es un punto en el que no puede ceder. Como todo miembro de la Congregación, y la Congregación misma en su conjunto, también Du Coudray «ha sido elegido desde toda la eternidad por la providencia de Dios para ser nuestro (de los pobres) segundo redentor… Tenga piedad de nosotros… que, si nos falta su ayuda, nos condenaremos infaliblemente» (ibid. 252 / 286). Du Coudray tuvo que volver a París y renunciar, por lo que sabemos, a su proyecto de traducción. Años más tarde aparece en la correspondencia de san Vicente como sospechoso de opiniones poco ortodoxas que san Vicente atribuye a «la curiosidad de la lengua hebrea y de los rabinos (que) le han llevado a esas extravagancias que mantiene» (III, 97 / 95). Esto es lo que mueve a san Vicente a pensar desprenderse de él y apartarlo de la compañía. No lo hizo, sin embargo, pero cuando Du Coudray murió, algo más de dos años después, no mereció de san Vicente más que el terso y escueto obituario que hemos mencionado arriba.
Portail y Du Coudray: dos hombres muy diferentes que reciben de san Vicente, como misioneros, dos estilos de formación muy diversos, y con resultados dispares. Por sus cualidades humanas Portail apenas se prestaba para convertirse en el tipo de misionero dinámico que era san Vicente mismo y que tan elocuentemente describe en diversos lugares de sus cartas y conferencias. Pero san Vicente hizo de él, aprovechando al máximo sus cualidades y limitaciones, una de las piezas fundamentales en el funcionamiento de dos comunidades, muy dinámicas, de reciente fundación. En cuanto a Du Coudray, que era posiblemente el elemento más brillante, en cuanto a preparación intelectual y capacidad humana, en la primera generación de misioneros, san Vicente no supo o no pudo (expresamos esta opinión con cierto temblor, pero así nos parece) dirigirlo por caminos que enriquecieran la historia original de la Congregación de la Misión con aspectos de posibilidad creativa que san Vicente mismo tal vez no tuviera, aunque fuera tan creativo en tantos otros aspectos.
San Vicente fue un líder de personalidad muy rica y muy creativa. Fue también un gran formador, como seguiremos viendo a lo largo de este trabajo. El caso de Du Coudray parece sugerir, sin embargo, que no fue tan acertado en la formación de hombres con una personalidad casi tan fuerte como la suya propia. Nos referimos a la formación de líderes dentro de la misma Congregación. Porque fuera de ella, sí, fue capaz de formarlos tanto entre las hermanas como entre los sacerdotes (recuérdense los muchos obispos de primera clase que salieron de las Conferencias de los Martes) y los seglares. También formó líderes entre los miembros de la Congregación, pero hacia fuera, como pastores y rectores del pueblo de Dios a imagen de la figura del sacerdote diseñada por el concilio de Trento.
Hemos escogido estos dos casos sólo como ejemplos de la flexibilidad de san Vicente y su capacidad de adaptación en la formación de misioneros. Merecería la pena hacer un estudio más detallado que cubriera más casos. Pero un tal proyecto desborda los límites impuestos a este trabajo. Vamos ahora a intentar resumir lo que nos parece fue el pensamiento y la práctica de san Vicente en el terreno de la formación misionera.
Lo primero que necesita el formador es estar formado él mismo. «Y para ello (para formar bien a los seminaristas «en la piedad sólida») debemos estar primero provistos de ella, pues sería casi inútil darles instrucción y no darles ejemplo. Debemos poseer este espíritu que queremos anime a ellos, porque nadie da lo que no tiene. Pidámoselo a Nuestro Señor, y démonos a El para aprender a conformar nuestra conducta y nuestras acciones a las suyas» (IV, 597 /IV, 555; VI, 61 / VI, 64). Esto es sólo posible cuando el formador ha aprendido la ciencia fundamental de su propia vida en el libro abierto de Jesucristo, según la expresión gráfica que Abelly aplica a san Vicente en la cita que veíamos arriba. La vida y la actividad del misionero son un conjunto muy complejo de realidades que deben estar centradas, más aún si es formador de misioneros, en un punto que dé sentido a todo lo que hace. Ese punto es Jesucristo visto desde la perspectiva de su misión al mundo como evangelizador de los pobres. De manera que la formación de eclesiásticos, de la Congregación o extraños a ella, debe también verse en esa perspectiva, porque «nuestra obligación principal es la instrucción de las gentes del campo, y el servicio que prestamos al estado eclesiástico está subordinado a eso («n’en est que l’accessoire», cfr. XI, 133 / XI, 3, 55). Por esa razón contribuimos a formar buenos eclesiásticos…, no para abandonar las misiones, sino para conservar los frutos que se consiguen en ellas… Los seminaristas… aprenderán mejor las funciones… eclesiásticas viendo… a los nuestros evangelizar a los pobres» (IV, 42-43 / IV, 46).
Este aspecto no lo perdió nunca de vista san Vicente en sus relaciones con el clero secular. Aunque las Conferencias de los Martes reunían a lo más selecto del clero de París, san Vicente consiguió inspirar en ellos un sentido profundo de dedicación pastoral a los pobres. El célebre sermón de Bousset (uno de los hombres más «aristocráticos» de las Conferencias) sobre la eminente dignidad de los pobres. El célebre sermón de Bousset (uno de los hombres más «aristocráticos» de las Conferencias) sobre la eminente dignidad de los «…Tiene como fin honrar la vida de Nuestro Señor Jesucristo, su sacerdocio eterno, su santa familia, y su amor hacia los Pobres (XIII, 128 / X, 143).
La convicción profunda de la grandeza del sacerdocio (pues el sacerdote es continuador de la misión de Cristo; cfr. por ejemplo XII, 85 / XII 3, 391) lleva a san Vicente a una actitud de auténtica humildad: la grandeza de la tarea de formación supera la pequeñez del formador. No es que no sea digno de formar sacerdotes; no es digno de serlo él mismo. Porque «si hubiera sabido lo que es el sacerdocio cuando tuve el atrevimiento de entrar en este estado… hubiera preferido quedarme a trabajar la tierra antes que comprometerme con un estado tan tremendo» (V, 568 / V, 540). Sólo puede ser instrumento de Dios para formar continuadores de la misión de su Hijo quien se conoce y reconoce como indigno de serlo. El único motivo que justifica la dedicación a una tal empresa, que supera con mucho la capacidad del formador, es la voluntad de Dios que «ha llevado a la compañía a este trabajo, no lo hemos elegido nosotros. Sin embargo nos exige una dedicación seria, humilde, devota, constante y que responda a la excelencia de la obra» (XII, 84 / XI, 3, 390).
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Por todo ello el trabajo de formación exige una actitud que lleve al formador a considerarse en situación de formación permanente, como se dice hoy. Esta idea la tenía muy viva san Vicente desde el comienzo mismo de la compañía, y aún antes de que ésta existiera, pues aparece ya claramente expresada en el contrato de fundación firmado con los Gondy (XIII, 201 /X, 240). Esta fue, de hecho, una de las grandes obsesiones de su vida en relación a los sacerdotes seculares (no otra cosa que un programa de formación permanente eran las Conferencias de los Martes), pero sobre todo en relación a los miembros de la Congregación. Un año antes de morir (5 de agosto de 1659; (XII, 288-298 /XI, 4, 575-582) instaura en San Lázaro, «a fin de que todos estén instruidos en la manera de actuar en los seminarios», un programa impresionante de formación de los padres que incluía «instrucciones» sobre teología moral, catecismo, predicación, controversia, administración de sacramentos. No incluyó el canto y las rúbricas porque «temo que no tengamos tiempo suficiente» (ibid. 290 / 576). Y anticipando posibles objeciones de misioneros maduros y formados, añade: «Aunque tal vez sepamos ya estas cosas, es bueno refrescarlas en la memoria; y además puede que no sepamos todo lo que debemos saber» (ibid. 293 / 579).
De hecho san Vicente quería que la Congregación de la Misión formase un tipo de misionero apto para todos los trabajos de la compañía (VIII, 278 / VIII, 270), en particular apto para trabajos tan dispares como la formación de eclesiásticos y las misiones. En estos tiempos nuestros que claman por la especialización, esa exigencia nos parece inalcanzable en la práctica y poco conveniente aún en teoría, pero también lo parecía por lo visto a muchos misioneros de su tiempo, pues san Vicente tuvo que combatir permanentemente la tendencia de algunos miembros de la Congregación a especializarse en uno de los dos ministerios. No es fácil saber si tuvo éxito total en su pretensión, aunque parece que no, pues sólo un par de años escasos antes de morir seguía insistiendo en la misma idea en la conferencia que trata del fin de la Congregación (XII, 85 / XI, 3, 391).
San Vicente quiere hombres bien preparados, profesionales auténticos para la diversidad de funciones que ofrece el trabajo en la Congregación. Pero, como vimos en el caso de Du Coudray, se muestra más bien opuesto a que el misionero dedique su tiempo a otros tipos de saber que tienen poco que ver con los trabajos propios de la compañía. Esta actitud firme de san Vicente se expresa en múltiples ocasiones a lo largo de su vida, y encuentra su formulación más densa en el texto de las Reglas Comunes que dice (XII, 8): «Todos, pero sobre todo los estudiantes, vigilarán con cuidado para que no invada sus corazones la desordenada avidez por saber, aunque no dejarán de dedicarse con cuidado a los estudios necesarios para desempeñar bien los trabajos propios de un misionero».
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Permítasenos un pequeño excursus para hacer una breve referencia a la historia posterior de la compañía. Fuera de ella se llegó a crear una imagen falsa de un san Vicente bueno, pero más bien ignorante. Brémond atribuye (Hist. Litt. du sent. rel. en France», A. Colin, París, 1967, t. III, p. 218) este hecho al mismo Vicente, quien, como se sabe, hizo muchas alusiones a su ignorancia y falta de escuela. También contribuyó a ello la leyenda jansenista, a partir sobre todo de un juicio violento de Saint Cyran sobre su ex-amigo Vicente de Paúl. Es fácil creer (así lo piensa Brémond) que esta falsa imagen fue luego introyectada en la comunidad por la misma Congregación. Sólo que en este caso no había excusa para mantener la falsedad, pues la Congregación tenía en sus manos las cartas y conferencias de san Vicente que prueban hasta la saciedad que su fundador, si bien no era un especialista de primer rango en ninguna de las ciencias, ni eclesiásticas ni profanas, de su tiempo, era un hombre de una cultura eclesiástica, e incluso profana, más que notable. Pero si en el ambiente de la comunidad queda flotando la imagen de un fundador no muy ilustrado por un lado, y no muy amigo por otro de que sus misioneros adquieran ideas que no sean estrictamente necesarias para modestos oficios del mundo clerical, entonces se puede llegar a la aberración de mantener que para instruir a gentes sencillas basta con saberse el catecismo. Podemos estar seguros de que san Vicente se hubiera horrorizado ante tal afirmación.
En la vida que escribió de san Vicente (tomo II, pp. 371-372) el padre Coste ha querido dejar esto bien claro, sin duda para disipar las falsas opiniones que él sabía eran corrientes entre sus cohermanos: «Aunque san Vicente tenía el espíritu orientado hacia la práctica, tenía en alta estima a la ciencia y a los sabios. Sus diplomas de bachiller en teología y de licencia en derecho canónico, sus relaciones con doctores de la Sorbona y de Navarra, tales como André Duval, Jean Coqueret y Nicolas Cornet, y aún más sus escritos contra las novedades de su tiempo, son una prueba evidente de ello, contra la cual se estrellarán siempre las calumnias jansenistas». (Véase también el admirable artículo de A. Dodin en «Vincentiana», 1976, 5-6, pp. 264-284, «Théologie de la charité selon S. V. de P.», en particular pp. 269-273). Esperemos que se estrellen también las ambigüedades que puedan quedar aún en este punto dentro de la Congregación que él fundó.
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San Vicente, nos dice Coste, tenía el espíritu orientado hacia la práctica. Admiraba el tipo de seminario de Bourdoise en Saint Nicholas-du-Chardonnet, dirigido a formar pastores, no doctores, y esa misma era la idea que animaba su propio programa de formación. Por ello prefería que los estudiantes acudieran a un centro externo universitario para los estudios teóricos («la scholastique»), mientras que en casa se les proveía más bien de conocimientos ordenados a la práctica pastoral (XIII, 185 /X, 227). La misma idea está detrás de su insistencia en que el profesor enserie sobre la base de un manual reconocido y evite la enseñanza por dictado o por apuntes hechos por el mismo profesor (II, 212 / II, 179). Se trata además en este caso de que la enseñanza que se imparta sea, no sólo plenamente ortodoxa, sino que refleje la opinión corriente entre los autores, evitando con cuidado toda novedad doctrinal que no hace más que alimentar la curiosidad y poner en peligro la necesaria uniformidad (Reg. Com. XII, 7). Eso le lleva también a insistir en que se eviten las opiniones controvertidas. Es bien conocida la oposición de san Vicente a las «novedades» jansenistas. Sin embargo no quiere que los misioneros pierdan el tiempo en sus ministerios predicando contra ellas. Al padre Gilles, que mostraba un celo excesivo antijansenista en sus retiros a ordenandos, después de varias advertencias infructuosas, lo destinó a otra casa (III, 328, nota 52 / III, 302-303, nota 31). Al profesor que le sucedió en San Lázaro, el padre Damiens, que mostraba por el contrario inclinación por las opiniones de los jansenistas, lo retiró igualmente de la enseñanza (IV, 355-356 / IV, 337).
La orientación más bien práctica que teórica de la enseñanza se complementa con el ejercicio real de funciones ministeriales. Por eso, a pesar de que la Congregación evitaba con cuidado desde su fundación el trabajar pastoralmente en las ciudades, san Vicente se mostraba muy en favor de que, junto al seminario, se estableciera una parroquia para que en ella se ejercitaran los futuros sacerdotes, en el estilo del seminario de Bourdoise (VII, 253-254 / VII, 220). O bien ocasionalmente enviaba a algún seminarista, por el mismo motivo de entrenamiento práctico, a participar en los trabajos de las misiones rurales.
El número de los formadores en los seminarios que conoció san Vicente era más bien pequeño, cuatro o cinco misioneros, pero san Vicente cuidaba de que en el equipo formador hubiera una sabia mezcla de hombres con talante netamente pastoral junto con los de inclinación más académica (IV, 43 / IV, 46).
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Hubiera merecido la pena estudiar también la figura de san Vicente como formador de otras clases de gentes, hermanas, sacerdotes, seglares. Pero un tal proyecto hubiera traspasado los límites de este trabajo. Para terminar, recordemos una idea que se dijo arriba brevemente, pero que constituye la clave, no sólo de las ideas y práctica de san Vicente como formador, sino como persona, como santo, como fundador y como figura histórica. Su rica personalidad, su compleja personalidad, tiene un centro sobre el que gira todo y que da vida a todos los aspectos de su ser, de su hablar y de su obrar. Este centro es la figura de Jesucristo evangelizador de los pobres. «Nuestra formación debe orientarse en un proceso continuo a que, los miembros de la Congregación de la Misión, animados por el espíritu de san Vicente, lleguen a ser capaces de cumplir la misión de la Congregación», dicen las Constituciones en el número 115. Hoy las técnicas y los medios de formación pueden ser otros que en tiempo de san Vicente, como otros son los tiempos, otros son los pobres y otro es el rostro de la Iglesia. Formar vicencianamente hoy no puede sin embargo basarse en otro centro que en el del mismo san Vicente, si se quiere ser fiel a su espíritu.






