Revitalizar el carisma de San Vicente, trescientos cincuenta años después

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Joaquín González · Fuente: Anales españoles, 2010.
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A lo largo de este año jubilar por la celebración de los 350 años de  la muerte de San Vicente y de Santa Luisa, todos los vicencianos

estamos sintiendo, fuertemente, una llamada a una profunda renova­ción para ser fieles a la gracia de los orígenes. A lo largo de este año, hemos mirado nuestro pasado y nuestro presente. Y, una vez más, nos hemos dado cuenta de que la garantía de tal renovación está en la fi­delidad a la herencia recibida y en la búsqueda de la configuración cada vez más plena con el Señor. Sólo Él puede mantener constante la frescura y la autenticidad de los orígenes y, al mismo tiempo, infundir el coraje de la audacia y de la creatividad para responder a los signos de los tiempos.

Son muchos los estudios de las distintas Congregaciones e Institu­tos en esta línea de actualizar el carisma recibido de los fundadores. También entre nosotros. Pero, como dice un experto en vicencianismo, «a quien intente hoy revivir el espíritu vicenciano original no le basta­ría con releer la letra para tratar de revivirla; tendría que tratar de ex­traer el espíritu; es decir, tratar de extraer de la experiencia original los elementos fundamentales que, después de todos los cambios y revolu­ciones que se han dado en la sociedad y en la Iglesia, puedan seguir siendo significativos para que nuestra experiencia espiritual-cristiana pueda seguir considerándonos hoy legítimamente como vicencianos».

Otro estudioso de San Vicente nos dice «que ningún tiempo pre­sente es definitivo y nadie entre nosotros es tan sagaz que se invente fórmulas valederas para todas las gentes de la tierra y hasta el fin del mundo. Si es cierto que las instituciones corren el peligro del desgas­te espiritual y apostólico, ahí tiene la recurrencia a las fuentes del evan­gelio y de la inspiración carismática fundacional el remedio para su sa­lud completa».

Después de trescientos cincuenta años de carisma vicenciano, es muy oportuno mirar hacia el futuro asentando bien las bases de la nue­va presencia que tenemos que llevar a cabo, hoy, como Familia Vicen­ciana. Por supuesto, no soy tan ingenuo como para pensar que voy a re­solver esa preocupación. Y tampoco soy tan atrevido como para pensar que voy a establecer unas bases definitivas e infalibles. No es muy di­ficil hacer una lista de propuestas, más o menos generales, para actua­lizar el carisma vicenciano. Lo dificil es bajar a propuestas muy con­cretas.

Ahora bien, siempre hay ciertos elementos que nunca podremos de­jar de lado, que un vicenciano jamás podrá olvidar en su ser y actuar, si quiere manifestarse como tal. En este escrito quiero enunciar breve­mente algunos puntos que, pienso, nos pueden ayudar, hoy, a actuali­zar y revitalizar el carisma recibido de San Vicente hace 350 años: el carisma de la caridad y la misión.

 

I. FIDELIDAD CREATIVA Y GOZOSA

Estamos llamados a testimoniar una gran fidelidad en estos momen­tos delicados y duros, no exentos de tensiones y de pruebas, pero llenos, también, de grandes posibilidades. Todo ello es necesario, si queremos re­producir con audacia y creatividad el carisma vicenciano. Sólo reencon­t rando el primer amor seremos fuertes y audaces, pues sólo ese amor pue­de infundir valor y osadía, en tiempos como los nuestros.

He ahí, entonces, la llamada más urgente que a todos los vicencia­nos nos viene del Evangelio y de nuestra condición de discípulos y misioneros: una profunda conversión del corazón y una vuelta constante hacia el Señor. No podemos olvidar que es Dios el que hace fecundo y fértil el terreno de la misión evangelizadora. Es El, y sólo Él, quien hace crecer la semilla (cf. Mc 4,27). Caridad-misión es, ante todo, obra e la fuerza de lo alto.

«Acuérdese, padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte en esucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucris­to, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Je­sucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesu­cristo»3. Estas palabras de una carta de Vicente de Paúl al P. Portail, nos ponen en la pista de esta primera actitud vicenciana. Porque está meridianamente claro que el espíritu vicenciano tiene a Cristo como principio, como camino y como meta.

En definitiva, si Cristo no impregna todo nuestro ser humano, cris­tiano y vicenciano, todo lo que hagamos y vivamos no tendrá ningún fundamento ni sentido. No podemos proyectar nuestra vida desde otras instancias, por piadosas que parezcan, sino desde Cristo.

Y es necesario subrayar que el Cristo al que aman y siguen San Vi­cente de Paúl y Santa Luisa de Marillac, y que nos dejan como legado, es el Cristo que evangeliza y sirve a los pobres. Ellos se fiaron absolu­tamente de este Jesucristo con tanta confianza que no se dejan disua­dir por nada ni por nadie.

Todos los vicencianos estamos llamados a acoger el compromiso de nacer de nuevo (cf. Jn 3,3) para acoger, personal e institucional­mente, el Evangelio de Jesús, el mismo que acogió y abrazó Vicente de Paúl como estilo y forma de vida, sin ceder a la constante tentación de domesticar sus exigencias más radicales para adaptarlas a un cómodo estilo de vivir.

 

2. MIRADA POSITIVA Y AGRADECIDA

Por todos y cada uno de los seguidores de San Vicente debemos dar gracias a Dios. Su vida y su trabajo son signos de bendición. No esta­mos orgullosos de lo que somos, sino agradecidos a los que han hecho posible todo lo bueno que ahora disfrutamos. No formamos una fami­lia de perfectos, sino de mujeres y hombres que caminan hacia la ple­nitud. Todos deberíamos estar en esta dirección, pero, por desgracia, no es así.

Al echar una mirada positiva y agradecida a nuestro pasado y a nuestro presente, no tenemos que ocultar las sombras y las infideli­dades, el cansancio y las rutinas que a menudo han acompañado nues­tro caminar a lo largo de estos 350 años de historia. No es de extra­ñar, entonces, que en esta familia, como en cualquier árbol, encontre­mos hojas que languidecen y caen o ramas que se secan. Todo esto, a la hora de revitalizar el carisma, nos debe interpelar, nos tiene que ha­cer vigilantes y nos debe ayudar para que no llegue a aplicársenos la palabra del Señor: «Os di una tierra por la que no habíais sudado, ciudades que no habíais construido, y en las que ahora vivís; viñedos y olivares que no habíais plantado, y de los que ahora coméis» (Jos 24,13).

Necesitamos una mirada de orfebres para apreciar, amar y dar ca­lor a lo más diminuto de cada jornada, y una mirada larga de centine­las para ver el horizonte hacia el que nos dirigimos, pero que va ya dentro de lo pequeño. Hablamos de una mirada contemplativa que arriesga incluso en lo que aparece como pérdida, que nos permite in­tuir .juntos lo que ya es esa nueva vida que está brotando, aunque no lo notemos, y pide ser nombrada y acompañada. La mirada que nos nace caminar juntos y en la misma dirección, aunque nos equivoque- nos o tengamos que rectificar. La parábola de la semilla nos recuerda que hemos de aprender a mirar ese dinamismo imparable que atravie­sa todo lo que existe y lo encamina hacia la plenitud. El programa del cristiano, el programa de un vicenciano, es un «corazón que ve».

 

3. ESPIRITUALIDAD PROPIA

Bernardo de Claraval solía decir que, en materia de espiritualidad, cada uno debe «beber en su propio pozo». Y del pozo vicenciano bro­ta un agua fresca que no se ha estancado ni se ha agotado con el paso del tiempo.

En todas las Órdenes y Congregaciones han existido tentaciones de acudir a otras espiritualidades distintas de la suyas propias. También ha podido ocurrir esto en nuestra Congregación a lo largo de la historia.

Sin embargo, es necesario insistir, una vez más, en que la clave de nuestro «ser» está en la espiritualidad propia, sustentada, desde San Vi­cente, en lo que hemos llamado el «Cristo vicenciano». Si la Familia Vicenciana quiere ser significativa, tiene que transparentar su existen­cia con el sello peculiar de su propia espiritualidad. San Vicente nos di­ría a los paúles que esa espiritualidad propia tiene que ser «el alma de la Compañía».

Y esa espiritualidad —sintetizada en las cinco famosas virtudes— tie­ne que vivirse en unas coordenadas de «ojos abiertos». Porque no se trata de una espiritualidad ascética o de privacidad espiritualista. Es una espiritualidad de encarnación liberadora en el mundo de los pobres y desheredados, de «sacramentalidad del pobre», de solidaridad sama­ritana, del principio-misericordia. Una espiritualidad misionera y apos­tólica. Una espiritualidad que se vive en la historia de cada día.

En la espiritualidad vicenciana todo debe estar referido a los pobres y todo debe desembocar en la liberación integral de los pobres, nada tiene sentido ni razón sin los pobres y todo se hace creíble y certero desde los pobres, con los pobres, para los pobres y por los pobres.

Para terminar este punto, me viene a la mente aquel cuentecillo ti­tulado Hacer beber al burro que no tiene sed. ¿Qué hay que hacer para que beba un burro que no tiene sed? Salvando las distancias, ¿qué ha­cer para devolver la sed y el gusto por lo vicenciano a quien lo ha per­dido? ¿A bastonazos? El burro es más testarudo que nuestro bastón. Además, este método no ha funcionado. ¿Hacerle tragar sal? Aún peor, por lo que tiene de tortura. ¿Cómo hacer beber, pues, a este burro res­petando su libertad? Sólo hay una respuesta: encontrar otro burro que tenga sed y que beba mucho delante de su congénere, con alegría. Y esto no para darle buen ejemplo, sino ante todo porque tenga sed, por­que de verdad tenga sed, simplemente sed, perpetuamente sed. Un día, quizás el otro burro, lleno de envidia, se pregunte si no haría mejor me­tiendo también él su hocico en el cubo de agua fresca.

Hoy hacen falta hombres y mujeres con sed de Dios, hacen falta mujeres y hombres dispuestos a meter el hocico en las aguas vicencia­nas. A dar sana envidia a los demás, a contagiar ilusión y esperanza, a invitar a otros, a convocar savia nueva, a decir con convicción: «venid y veréis» (cf. Jn 1,38-39).

 

4. PASIÓN POR LA EVANGELIZACIÓN DE LOS POBRES

La misión evangelizadora no es para nosotros una actividad más, sino que es nuestra definición pues, de hecho, los vicencianos tenemos que ser misioneros en el corazón del mundo, con el corazón vuelto ha­cia el Señor.

No voy a entrar en todo lo que encierra este enunciado. Voy a su­brayar solamente el primer término: «apasionados». Porque estamos hablando de actitudes fundamentales y la «pasión» por la evangeliza­ción de los pobres tiene que ser algo innato en el «ser» de un vicen­ciano. Sin esta «pasión» no puede haber ni presencia creíble ni signi­ficatividad alguna.

Un apasionamiento que significa poner toda nuestra vida al servi­cio de una causa que nos fascina. Nuestro ser, nuestras cualidades, nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestro tiempo, nuestra ilusión, nuestro gozo y nuestro sufrimiento al servicio de la evangelización de los pobres. Un apasionamiento que es una mezcla de celo e impulso, de aguijón y convicción que nos hace exclamar como a San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizare!» Es sentirlo como lo único necesario, como nuestra única razón de ser. Y, por eso, gozosos e identificados si lo estamos siendo, y frustrados y desidentificados si no lo somos.

Vicente de Paúl nos transmite su pasión por evangelizar a los po­bres (que es una dimensión del celo) cuando nos dice: «Hay que acu­dir a las necesidades de los pobres como se acude cuando hay fuego, porque no socorrer es matar»; o «si la caridad es el fuego, el celo es la llama»; o «si preguntásemos a Cristo «a qué viniste al mundo», nos respondería: «a evangelizar a los pobres», si volviésemos a pregun­tarle «a qué viniste al mundo», otra vez nos respondería: «a evangeli­zar a los pobres»».

El celo o apasionamiento por la evangelización de los pobres es el fruto o la consecuencia necesaria de una experiencia personal y profunda tutela Cristo, de haberle aceptado cada uno de nosotros como «bue­na noticia», como salvación, y, desde esa experiencia, sentir la necesi­dad de que otros la compartan.

El pobre es lugar teológico del encuentro con Dios. Y como todo encuentro con el Salvador salva, así cuando llevamos la Buena Noticia a los pobres, son ellos quienes nos dan la Buena Noticia, y al pretender evangelizarlos, son ellos los que nos evangelizará. Dios ha deposi­tado la esperanza en el corazón de los pobres. Nuestra tarea será servir las esperanzas de los pobres y sus posibilidades. Es necesario aprender a descubrir esta esperanza a través de sus expectativas. La cuestión está en cómo servirla y darla a conocer a los mismos pobres, quienes pue­den ignorarla o rechazarla.

Somos bien conscientes de que la misión que nos espera es ardua. El terreno en el que hemos de sembrar la semilla del Evangelio, el co­razón del hombre, está lleno de obstáculos, como nos recuerda la pa­rábola del sembrador (cf. Mt 13,3). Pero somos igualmente conscien­tes de que la fuerza germinativa de la semilla de la Palabra de Dios no ha disminuido. Si hoy las misiones populares no sirven, inventemos otros métodos, otros nuevos estilos de evangelizar. Vivimos en un mo­mento de crisis, pero, a su vez, lleno de grandes posibilidades.

Si no vivimos ese celo apasionado, tendremos que preguntarnos, con total sinceridad, qué experiencia de Cristo tenemos los vicencianos, cómo está el fuego de nuestra caridad que ya no produce esa llama.

 

5. NUEVA «IMAGINACIÓN DE LA CARIDAD»

La caridad, nombre de Dios y amor al prójimo, es siempre un cri­terio de discernimiento de la calidad de nuestra acción evangelizadora. La acción evangelizadora tiene hoy un criterio de credibilidad en el ejercicio de la caridad en el nombre del Señor. El amor y su expresión sociocaritativa es siempre un signo indicativo de la vitalidad de nues­tra acción social.

El papa Juan Pablo II nos decía que la vivencia del amor y la prác­tica de la caridad «hoy requieren mayor creatividad»6. Para conocer las nuevas formas de pobreza, para escuchar las voces de los pobres y los débiles, de los que nadie se acuerda, para actuar con métodos y formas nuevas, rigurosas y eficaces. «La presencia de obras de caridad, por en­cima de lo normal, tiene que hacer hoy en el proceso de evangelización el papel semejante al que hacían los milagros de Jesús en el conjunto de su misión evangelizadora».

Toda la Familia Vicenciana tendríamos que convertir en «profecía de futuro» nuestros ministerios de evangelización y trabajos sociales. Y siempre alentados por un quehacer comunitario. El hombre de hoy está deseoso de autenticidad y de gestos concretos, siente más fuerte­mente la exigencia de ver que la de escuchar, y verificar en lo vivido la autenticidad de las cosas escuchadas. Hoy se aprecia más a los tes­tigos que a los maestros. Nosotros debemos ser las dos cosas: «maes­tros» que educamos en la caridad a los seglares, acompañando el vo­luntariado, y, también, «testigos» implicados en proyectos concretos de atención y servicio a los más pobres.

Y, juntamente con la creatividad, la organización coordinada, siem­pre en las entrañas mismas de la caridad vicenciana. Y al lado de la or­ganización siempre ha caminado la preparación adecuada, la forma­ción continua y actualizada. Ojala fuésemos capaces los vicencianos (le suscitar grupos y abrir foros para estudiar y profundizar las causas que generan las situaciones de miseria y marginación. El Documento de consulta para la Asamblea General de la Congregación de la Misión, que se ha celebrado el pasado mes de julio, en París, habla de la posi­bilidad de establecer un «Observatorio de la caridad» que exprese in­ternacionalmente el punto de vista vicenciano actual bajo la mirada y el método de San Vicente. Sería de desear que propuestas de este tipo lleguen a una feliz concreción.

 

6. MISIÓN COMPARTIDA

Federico Ozanam, fiel intérprete de San Vicente, dijo en una oca­sión: «Me gustaría abrazar el mundo entero en una red de caridad». Y en el Congreso Nacional de la Familia Vicenciana, celebrado el pasa­do mes de marzo en Madrid, nos decía uno de los conferenciantes: «Llevamos muchos años, desde el Concilio Vaticano II, hablando de la participación, de la colaboración, de la implicación de los laicos en la misión de la Iglesia. Y llevamos también muchos años hablando de la misión de la Familia Vicenciana. Es la hora de tomarse en serio la mi­s»compartida».

Es verdad. Nos falta pasar a la realidad, es decir, a trabajar más y mejor en equipo, a gestionar proyectos en común, de igual a igual. A mí me gusta recordar a aquel autor que decía: «El reino de Dios se pa­rece a una sinfonía que está compuesta por muchas notas diferentes. Cada nota es necesaria y tiene su momento, intensidad y duración. Si suena en exceso, quita vida a las demás. Si se inhibe por temor, la sin­fonía entera sufre. Cada nota recibe su valor del conjunto armonioso que la precede y del que la sigue. Todas las notas bien orquestadas crean y son la belleza de una sinfonía original».

La «misión compartida» por parte de todas las ramas del árbol vi­cenciano exige conocimiento mutuo, colaboración sin prejuicios ni protagonismos, apertura sincera, cambio de esquemas, comunión leal, formación conjunta, fortalecimiento del carisma vicenciano, unión sin confusión. Podemos decir que todos los esfuerzos que se están reali­zando en la actualidad para llevar a cabo la misión compartida respon­den a la herencia que hemos recibido de Vicente de Paúl y de Luisa de Marillac. Juan Pablo II nos alentó en este camino un 22 de agosto de 1997, en la Catedral de Notre Dame de París, a toda la Familia Vicen­ciana, reunida con ocasión de la Beatificación de Federico Ozanam: «Queridos discípulos de San Vicente de Paúl, ¡os encarezco a poner en común vuestras fuerzas, para que, como deseaba aquel que os inspira, los pobres sean siempre más amados y mejor servidos!»

Participar del mismo carisma requiere estrechar la comunión en el conocimiento, la relación fraternal, la fe compartida y en la gestión de proyectos concretos a favor de los pobres. Qué importante será seguir potenciando la Coordinadora Nacional de la Familia Vicenciana, así como las Coordinadoras provinciales o zonales. Y creo que ha llegado el momento de reconfigurarnos de otra manera. Todo esto con una in­tención: revitalizar el carisma.

 

7. MISERICORDIA FRENTE A LA INSENSIBILIDAD SOCIAL

Dios escucha hoy el grito de las gentes sedientas de alegría, de paz, de justicia, de amor; necesitadas de gozo y de perdón; abandonadas como en pasadas generaciones; escucha a grandes espacios de la humnanidad afectados por la desolación y la miseria, por la soledad y la violencia, por el maltrato y la injuria despiadada; el subdesarrollo se extiende a gran parte de la tierra; la tristeza del emigrante se encuen­tra bien cerca de nosotros… ¿Cuál es la mirada de Dios sobre nuestro mundo? ¿Cómo reaccionan nuestras entrañas de misericordia ante el valle oscuro por el que transitamos?

Jesús recuerda que la verdadera felicidad está en el ejercicio de la misericordia: felices los misericordiosos porque ellos hallarán miseri­cordia (Mt 5,7) y Pablo exhorta a los cristianos de Colosas: revestíos de entrañas de misericordia, de agrado, humildad, sencillez, toleran­cia, conllevaos mutuamente y perdonaos (Col 3,12-13).

Si queremos revitalizar, es decir, dar vida al carisma recibido de San Vicente no podemos olvidar esas entrañas misericordiosas que le caracterizaron siempre. Enuncio ahora algunas actitudes que me pa­rece que nos pueden ayudar a los vicencianos a presentar, hoy, un ros­tro compasivo y misericordioso a los hombres y mujeres de nuestro mundo:

  1. Frente a los criterios habituales del mundo: ruptura por parte de aquellos que sin ser inicialmente pobres optan por serlo.
  2. Frente a la divinización de la riqueza, la comodidad, la seguri­dad: encarnación, entrar en el mundo del pobre y asumirlo como propio.
  3. Frente a la indiferencia y a la pasividad desesperanzada: com­promiso con la liberación del pobre, defensa activa de sus dere­chos y rechazo de toda injusticia y marginación.
  4. Frente a la idolatría del bienestar: austeridad. Vivir la pobreza evangélica para ser libres frente a las cosas y poder optar por el pobre. Estar disponibles para estar al lado de los que sufren y es­cuchar su dolor, transformar nuestro corazón y descubrir la Vida.
  5. Frente al desarrollo inhumano: defensa de la persona. La digni­dad del ser humano por encima de su utilidad o su eficacia.
  6. Frente a la cultura individualista: solidaridad. Crear otra cultu­ra, otra sociedad, cambiar las estructuras injustas que generan la pobreza y la marginación, construir la nueva humanidad, y no desde la filantropía sino desde el Evangelio, optando por un compromiso de vida y no por actuaciones pasajeras que tran­quilicen nuestras conciencias, comprometer la persona entera en el servicio a los que sufren. El cambio sistémico nos puede ofre­cer un cauce apropiado para actuar hoy como verdaderos vicen­cianos.
  7. Frente a la insensibilidad social: misericordia. Ofrecer amistad, escucha, cariño, comprensión, ternura, no somos funcionarios del Evangelio que tienen que cumplir una ley o un horario, sino testigos de un Amor que nos roba el corazón y que nos impulsa a Amar como hemos sido amados.
  8. Frente a los ídolos de este mundo: los valores del Reino, frente al tener, el compartir, frente al valer y al sobresalir por encima de los demás, la fraternidad que nos hace uno; y frente al poder, el servicio.

 

8. CONFIANZA EN EL ESPÍRITU EN TIEMPOS DIFÍCILES

Estamos llamados a vivir el presente y el futuro como tiempo del Espíritu. Continuamente nos tenemos que preguntar: ¿qué hemos de hacer, hermanos? (cf. Hch 2,37) De San Vicente surgió el consejo de preguntarse qué es lo que nuestro Señor haría en una circunstancia de­terminada y ante un problema concreto para conformar nuestra con­ducta al comportamiento de nuestro Señor.

El momento que nos ha tocado vivir es delicado y decisivo. Pero hemos de ser bien conscientes de que este es el tiempo de Dios y, en cuanto tal, revela nuevas oportunidades, purifica, despierta potenciali­dades, desvela signos de futuro y de resurrección. Se hace necesario entrar en una constante actitud de discernimiento, examinándolo todo, para quedarnos con lo bueno (cf. 1 Ts 5,21). De ahí, la importancia de los encuentros y distintos foros vicencianos. El reciente Congreso Na­cional de la Familia Vicenciana, celebrado en el mes de marzo en Ma­drid, ha sido una verdadera gracia para todos nosotros. Y cuánto bien haría un Centro de Formación para toda la Familia Vicenciana a nivel nacional.

Hace falta abordar el proceso con el Espíritu del Cuerpo universal: todos responsables, todos buscando el bien de la Congregación, de la Compañía, de las distintas Asociaciones. Todos en la misma dirección para que se avive el carisma, para que continúen la misión, para que se revitalice la vida evangélica. Como actitud de base, hemos de creer en el proyecto vicenciano y en la capacidad de cada uno de los grupos- asociaciones. Y, siempre, teniendo muy presente que «quien gobierna el mundo es el Señor, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro ser­vicio en lo que podemos y hasta que él nos de fuerzas».

Junto a ésta, otra actitud de discernimiento y elección: Dios habla en la historia. Hoy nos sigue hablando. Necesitamos estar atentos para des­cubrir los signos de los tiempos. El mismo Jesucristo nos recuerda, de una y mil maneras: «Os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis con un her­mano mío, de esos más humildes, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,35). Y haciéndose presente, en medio de nosotros, nos repite: «Sabed que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

 

CONCLUSIÓN

He intentado aproximarme a lo que me parece fundamental, en el presente y en el futuro, para cimentar bien nuestra presencia significativa. Comprendo que es sólo un esbozo. Pero sirva lo dicho como ho­menaje a tantos Paúles, Hijas de la Caridad y seglares de la amplia Familia Vicenciana, muchos de ellos anónimos, que dejaron su huella santa y verdaderamente evangelizadora a lo largo y ancho de estos tres­cientos cincuenta años. Y que nos han legado una herencia que no po­demos ni debemos dilapidar.

 

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