En 1840, Francia cuenta con treinta y cuatro millones de habitantes, y el capital del país se encuentra en manos de doscientos mil propietarios. Los burgueses constituyen la nueva aristocracia, y esta aristocracia trata más de enriquecerse que de ocuparse del mundo obrero. En París, un habitante entre doce es indigente.
Balzac nos describe esta triste verdad en su Comédie humaine; para él la monarquía de Julio «es una carrera a los puestos, al poder, a la riqueza». Ozanam no escapa a este juego de complacencia, de influencias y de intrigas políticas, hecho sistema. Para alcanzar aquello a lo que tiene derecho, es decir, un puesto acorde a su talento y aspiraciones, necesita no sólo ponerse en cola y mostrar su competencia, sino pasar por el mecanismo complicado de las visitas y de las cartas de recomendación, exhibir su erudición y sus méritos, todo atado con cintas como un presente. Conociendo el carácter tímido de Federico, se supone cuánto debía mortificarle este ceremonial; nos llama la atención grandemente que este ritual estuviera tan enraizado en las costumbres de la época que Ozanam, sin complacerse en ello, lo encontrara natural.
Por eso apenas ha comenzado a desempeñar la cátedra de derecho comercial, emprende a instancias del Sr. Soulacroix, rector de la Academia, una serie de diligencias con el fin de obtener en Lyon el puesto de profesor de literatura extranjera, que ha dejado vacante la marcha de Edgar Quinet.
En las vacaciones de Pascua, Federico irá a París para verse con el ministro de Instrucción Pública, Victor Cousin. Éste profesa a Ozanam gran amistad y admiración; le considera como un pupilo. Por ello aconseja a Federico que se presente a las pruebas de agregado de la Facultad de letras de París. «Si pasáis este examen, le dice, me será fácil nombraros en Lyon».
Si bien la obtención de los puestos necesita un tráfico increíble de influencias, un vistazo global al sector de la enseñanza en la Francia del siglo pasado nos convence de que las cátedras universitarias y las de los colegios de enseñanza superior no se entregaban a la ligera. Una criba y pruebas serias se ocupaban de que los puestos fueran a parar a manos de extrema competencia. Era, por decirlo así, un patronato de calidad.
Federico regresa a su ciudad, decidido a probar suerte. La apuesta es de categoría. Tiene que repasar el griego y el latín, familiarizarse con la gramática española, estudiar las literaturas inglesa y alemana, poseer un buen conocimiento de las lenguas orientales. Ozanam tiene sólo quince semanas para prepararse. Llegará a trabajar dieciséis horas al día sin abandonar sus clases de derecho, ni las organizaciones que le son queridas.
Pauline Jaricot había fundado en Lyon, en 1822, la obra de la Propagación de la fe, destinada a sostener a los misioneros y extender el evangelio por todo el mundo. Federico tendrá parte activa en ella, como redactor de los Annales, durante más de diez años. Sigue asimismo fiel a las Conferencias de caridad de la Sociedad de San Vicente de Paúl.
Sin buscar en absoluto la notoriedad, Ozanam, tanto por sus escritos como por su personalidad, comienza a llamar la atención del mundo intelectual y del mundo religioso. En París, Madame Récamier, cuyo salón literario es célebre por la presencia de los Chateaubriand, Ballanche, Jean-Jacques Ampére y Montalembert, se interesa de modo particular por las obras de Ozanam. El libro de Federico sobre «Dante y el catolicismo en el siglo XIII» obtiene, desde hace unos meses, un éxito notable en Italia. Montalembert y Louis Veuillot, redactores de l’Univers, le piden constantemente artículos y ensayos. Escribirá también para le Correspondant, L’ U niv e rs it é catholique y les Annales de philosophie chrétienne.
El nombramiento de tres nuevos obispos, Monseñor Affre para el arzobispado de París, de Bonald para Lyon y Gousset para Reims, deja entrever un espíritu de renovación. Parece que los laicos comprometidos hallarán en estos hombres excepcionales, partidarios de un catolicismo liberal, el apoyo de sus ideas y de sus esperanzas.
La Sociedad de San Vicente de Paúl está en pleno vigor y extiende cada vez más sus ramas. El segundo domingo después de Pascua, Federico tiene la satisfacción de ver reunidos, en el gran anfiteatro de l’Univers en París, a cerca de seiscientos miembros. El Sr. Bailly, además de las actas, da lectura a cartas venidas de quince ciudades de Francia, por donde florecen numerosas conferencias. La Sociedad cuenta con más de dos mil jóvenes entregados a la bella aventura de la caridad. «En esta época turbulenta en que estamos, escribe a su amigo Ferdinand Velay, uno se siente feliz al ver formarse, al margen de todos los sistemas políticos y filosóficos, un grupo compacto de hombres determinados a usar de todos sus derechos ciudadanos, de toda su influencia, de todos sus estudios profesionales para honrar al catolicismo en tiempo de paz y defenderlo en caso de lucha».
Las semanas transcurren rápidamente, los exámenes se acercan, y Ozanam siente que la angustia le invade. Sus rivales tienen ya la experiencia de cátedras de literatura; este pensamiento le obsesiona hasta tal punto que piensa en retirarse. Escribe a su amigo Jean-Jacques Ampére para pedirle consejo. Éste último conoce bien a Federico, sus capacidades así como su espíritu atormentado, por eso le tranquiliza señalándole que su erudición poco común sabrá paliar muy bien su escasa experiencia.
Por su parte, Alfonso, de regreso de un corto viaje por Italia, le estimula y anima.
A primeros de setiembre de 1840, Federico se desplaza a París para afrontar el temible examen de agregado.
Los siete candidatos se encuentran reunidos en una sala de la Sorbona y allí, bajo llave, deben redactar en ocho hora s una disertación en lengua latina sobre el tema: «Las causas que detuvieron el desarrollo de la tragedia entre los Romanos».
El tiempo pasa, y Federico, poco habituado a componer rápidamente, se ve obligado a entregar, pasado el tiempo, un triste borrador. La misma experiencia al día siguiente para la
disertación francesa que versa sobre el valor histórico de las oraciones fúnebres de Bossuet.
En los días que siguen, Federico debe comentar oralmente textos latinos y franceses cuyo tema se le entrega con veinticuatro horas de adelanto. Sigue el interrogatorio sobre las literaturas extranjeras. De ello sale satisfecho. Quedan otros dos textos sacados a suertes. Federico debe glosar durante media hora sobre la Historia de los Escoliastas griegos y latinos. No conoce bien esta especialidad filosófica: se lo cuenta a Lallier.
Llegué más muerto que vivo al momento de tomar la palabra. La misma falta de esperanza en mí mismo me hizo realizar un acto de esperanza en Dios como nunca lo hice y nunca tampoco me encontré mejor.
Ozanam habló de los Escoliastas con una seguridad que le produjo admiración a sí mismo durante siete cuartos de hora y logró sin trabajo impresionar a su auditorio. El último examen lleva por tema: «De la crítica literaria en el siglo de Luis XIV». Ahí Federico se mueve mucho más cómodamente.
El escrutinio definitivo, calculado por la media de los niveles obtenidos en las diversas pruebas, le coloca en primer lugar.
Ozanam apenas puede creerse el veredicto pues tan grande es su alegría. De pronto todo se ilumina, y su vocación, hasta entonces en tinieblas, se le presenta repentinamente como un camino de luz.
Aquí tenemos pues a Antonio Federico Ozanam agregado a la Facultad de letras de París. Se apresura a comunicar los resultados del concurso al rector Soulacroix que le ha animado tanto.
A partir del 9 de octubre, un decreto ministerial le encarga de la suplencia del profesor Claude Fauriel en la cátedra de literatura extranjera de la Sorbona.
Esta suplencia confía a Federico la responsabilidad del curso de literatura alemana en la Edad Media, durante el año 1841.
Ozanam, en un arranque de celo, emprende un corto viaje por la Alemania renana. Pasa sucesivamente por Aix-la-Chapelle, Colonia, Mayence, Francfort y Worms, visitando lo que él llama la Germania de Tácito y de César. A ratos se le representa este rápido recorrido como una locura, «una temeridad de folletinista que parte a descubrir Alemania o más bien una satisfacción mezquina ofrecida a mis escrúpulos, escribe a Lallier95, una especie de hipocresía para decir a mis auditores este invierno: ¡Señores, yo he visto!» Igual que cuando era pequeño y mojaba la punta de los dedos en agua para poder responder a mamá sin mentir: «Me he lavado».
Federico, en previsión del concurso de agregado, había multiplicado las visitas al rector Soulacroix, pensando por entonces acumular las cátedras de derecho comercial y de literatura en la Academia de Lyon. Entre los dos hombres se habían establecido primero sentimientos de estima que pronto se convirtieron en verdaderos lazos de afecto.
El Sr. y la Sra. Soulacroix tenían una hija, Amelia, y dos hijos más jóvenes, Carlos, estudiante de escultura, y Teófilo, a quien una enfermedad en la infancia había condenado a la silla de ruedas.
El abate Noirot conocía muy bien a la familia Soulacroix y, como sabemos, todavía mejor a Federico de quien es amigo y confidente. Un día habló al rector Soulacroix de una alianza posible entre Ozanam y Amelia cuya frescura y espontaneidad, unidas a una sólida cultura, le habían llamado la atención hacía tiempo.
El señor Soulacroix acogió favorablemente la idea, conquistado como estaba ya por la personalidad y el futuro prometedor del joven profesor. Fue entonces cuando el abate Noirot puso tímidamente a Ozanam al corriente de sus diligencias secretas y amistosas. ¡Federico se quedó boquiabierto!
Pegado a su mesa de trabajo, poseído por sus estudios, prisionero de las exigencias de la eventual agregaduría, nada había visto, y nada había imaginado.
Ante un abate Noirot confuso, que le enumera todas las cualidades de Amelia, desde su belleza hasta sus talentos de pianista sin olvidar su cultura y bondad natural, Federico se queda desconcertado, asombrado, estupefacto.
Sí, claro que le han presentado a la joven, ¿cómo es? ¿Rubia, morena? Trata de unir sus recuerdos.
¡Oh! Federico, ¡incorregible intelectual, cerrado a los placeres de la amistad femenina, insensible a la gracia de las jóvenes de su siglo! Sin embargo, ¿existe cuadro más seductor que una cara fresca, encuadrada en bucles locos? ¿O un talle modelado en un vestido de seda radiante, henchido por tres faldas de encaje?
Federico, al principio divertido, cede pronto a la curiosidad. Con toda suerte de pretextos, corre a casa del rector para fijarse un poco en aquella que le destinan. ¿Se trataría pues de esta bonita joven de rasgos regulares, de ojos azul porcelana, de sonrisa enigmática, de cabello rubio partido en dos, que cae en ligeros bucles por la nuca? ¿Se trataría de esta personilla graciosa y frágil? El nombre sigue sonando en sus oídos: ¡Amelia, Amelia Soulacroix!
Federico se siente conmovido interiormente, y sin embargo los libros mandan, pues este barullo inesperado se produce inmediatamente antes del examen. ¿No será que el amor naciente le haya ayudado a encontrar en su momento las ideas y las palabras mágicas? ¿No habrá sido la clave que decidió su destino? Apenas se atreve a creerlo…, todo ha ido tan de prisa.
Al regreso, el sueño se convierte en realidad. Parece que Amelia, por su parte, no habla más que de Federico. Espontánea como es, no oculta sus sentimientos; admira al joven de quien su padre le ha hablado tan bien, le seguiría hasta el fin del mundo, le ama, ¡eso es todo!
El desarrollo rápido e imprevisto de estos sucesos trastorna los planes de la carrera de Ozanam. Federico sigue siendo titular de la cátedra de derecho comercial, y todo hace pensar que el puesto de Edgar Quinet le será ofrecido en breve plazo… El joven abogado entra de nuevo en un período de indecisión y de tormento ¿Puede dejar Lyon y aceptar en París una simple suplencia de un año, con unos honorarios bien inferiores a los que cobra en la actualidad? Y si fuera a tomar mujer, ¿no sería imponerle un destierro más penoso que atractivo? Y Carlos, y Guigui, ¿cómo resignarse a dejarlos?
Una vez más le comunica sus inquietudes al profesor Ampére, uno de los que han presidido las sesiones del concurso. Este último, afortunadamente, pone fin a todas sus dudas; el puesto de Federico está de verdad en París donde se abre para él un futuro brillante y útil.
Ozanam anuncia pues su decisión al señor Soulacroix quien se apresura a concederle la mano de su hija. Federico se encuentra como a la deriva.
Alfonso refiere que, como el mayor de la familia y a falta de la presencia de los padres que tanto se habrían congratulado con su hijo, se fue a presentar con solemnidad a Federico a su futuro suegro.
Nos esperaba en su gabinete. La entrevista fue muy cordial; en su mirada brillaba una bondad tan noble como sencilla. Después de unas palabras afables, nos rogó que pasáramos al apartamento donde nos esperaba a su vez, con una conmoción fácil de comprender, Madame Soulacroix y su hija que se iba a convertir en la prometida de Federico. Después de intercambiar felicitaciones mutuas, íbamos a retiramos cuando el señor Soulacroix, a ejemplo de los antiguos patriarcas, con el corazón lleno de gozo, tomó las manos de los dos futuros esposos, las unió entre las suyas consagrando así este nudo que debía ser estrechado para siempre, un poco más tarde.
Federico se siente transformado súbitamente, querría tomar a esta joven en seguida, llevársela hoy, mañana, como antaño los valientes caballeros se llevaban a su bien amada en su montura. Pero las realidades, las conveniencias son muy otras, por eso debe resignarse a poner en regla sus asuntos, a confiar su curso de derecho comercial a Accarias97, a saludar a sus amigos, a sus consocios vicencianos, a asumir en París sus nuevas responsabilidades.
La fecha de la boda queda fijada para las grandes vacaciones. Hasta entonces, ¡de qué paciencia deberá armarse, Dios santo, para no morir de tedio!
Escribe a Lallier: «Me encontraréis tiernamente enamorado pero, ni me oculto, si bien a veces no puedo por menos de reírme. Y yo me tenía de corazón curtido…»
Será el propio Federico quien se confiese vencido por «los encantos delicados y sensibles del amor». ¿Qué edad tiene este joven abogado que sentía ver a sus amigos caer tan temprano en las «redes» del matrimonio? Pues bien, tiene veintisiete años. En efecto es el profesor más joven con puesto en la Sorbona.
En París, desde mediados de diciembre, Ozanam vive en casa de Bailly, calle de Fossés-Saint-Jacques. Separado de su amada durante los próximos meses, Federico sostendrá con ella y su familia una correspondencia seguida. El estilo de sus cartas es precioso y muy romántico. ¿Cabe imaginarse hoy a un hombre llamando a su prometida «Mademoiselle» y firmar: «Vuestro humildísimo y obediente servidor»? Las etiquetas tienen ese triste papel de enmascarar a veces los más bellos arrebatos del corazón.
¡Por fin, Federico ya no está solo! «A veces este feliz cambio en mi destino me parece tan maravilloso que temo estar soñando», escribe a Amelia.
«Entonces, retirado en mi habitación discreta, extraigo de mi pecho la preciosa joya del día de la partida; se entreabre bajo mis dedos y me deja contemplar el bonito rizo encerrado en el círculo de oro».
La noticia de su felicidad parece haberle precedido en París. Los Bailly son los primeros en alegrarse, seguidos de toda la pequeña columna de los vicencianos. El señor Ampére se entera por el señor Montalembert, en casa de Madame Récamier. Con dolor del alma y cierta decepción se entera el Padre Lacordaire del suceso. Acaba de entrar en Francia para implantar la Orden de santo Domingo, y cuando está pensando en atraérselo a su lado, al seno de la naciente comunidad, la Providencia decide otra cosa.
Pero volvamos a Federico que trabaja frenéticamente preparando su curso. Ya se siente presa de la angustia y del nerviosismo; casi no duerme ya, temiendo no estar a la altura… Jean-Jacques Ampére pasa cada día para tranquilizarle, reanimar sus fuerzas. Federico no olvidará nunca esta amistad cálida, sincera, incansable.
El día de la primera lección, 9 de enero, a la una de la tarde, Ozanam, pálido y temblando, se sienta en el sillón universitario. El anfiteatro de la Sorbona muestra un lleno total; se cuentan más de trescientas personas. Un miedo pánico se apodera de Federico desde el principio de su discurso. Se diría que las palabras se le quedan en la garganta. Gracias a que Ozanam, en el preámbulo, ha reclamado indulgencia y el auditorio ha respondido con aplausos. Entonces el joven profesor recobra su aplomo; las oraciones de Amelia y el apoyo de sus consocios en la sala ayudan a que la alocución resulte menos penosa, y Federico puede continuar así hasta el fin.
Abrumado de cansancio, mi sistema nervioso debilitado hasta la risa y hasta las lágrimas, me encontré en brazos de numerosos condiscípulos y colegas; me aseguraban que había triunfado.
A medida que pasan las semanas, Ozanam se expresa con más facilidad; los oyentes siguen afluyendo, algunos incluso deben permanecer en el exterior. La influencia de Amelia comienza a dejarse sentir. En sus cartas frecuentes le urge para que se distraiga y acepte las invitaciones prestigiosas que se le ofrecen. De esta forma Ozanam volverá a ver al señor Chateaubriand y al señor Lamartine; sin embargo, rechaza presentarse en el baile.
La joven le incita en sus cartas a expresarse con mayor naturalidad, a entregarse más, a contárselo todo; tres meses más tarde, Federico se atreverá a firmar tímidamente :»vuestro prometido que os ama de todo corazón, A.F. Ozanam».
El deseo más íntimo de Federico, cuando los días son largos y sin alegría, lejos de la que ama, sería adelantar la boda a las vacaciones de Pascua. La familia Soulacroix se muestra reticente; los jóvenes se conocen poco, ¿esta larga vacación no les servirá más bien para apreciarse mejor? Así escribe a Amelia:
Fijaos, ya se acercan estos escasos días que nos da el buen Dios. Él nos los escoge entre los más bellos de su primavera: todo sonríe a nuestro alrededor como nos sonreímos el uno al otro… permitidme que os tome esta mano querida y me la lleve al corazón; dejad por un momento que nos amemos un poquito…
Por fin en Lyon, Federico pasa todo el tiempo con Amelia, nunca le pareció tan bella, tan atractiva. Hablan durante horas enteras. La joven había recibido, durante el invierno, lecciones de literatura y de italiano, por lo que el placer de sus intercambios resulta centuplicado. Hacia el atardecer, Amelia se sienta al piano y ejecuta para su prometido un rondó de Mozart, una sonata de Scarlatti, o algún nocturno de este músico que causa furor en París y que se llama: Federico Chopin.
Ozanam pasa a gusto el tiempo en esta casa donde todos le acogen con ternura y afecto. Dos días antes de los veintiocho años, el 21 de abril, Federico vuelve a París y prosigue sus lecciones en la Sorbona. Para redondear el presupuesto, ha aceptado incluso dar tres lecciones de retórica en el Colegio Stanislas.
El peso de la separación, sin embargo, le resulta cada vez más penoso. Una vez más encuentra alivio y consuelo en la Conferencia de caridad. El domingo del Buen Pastor, una de las cuatro fiestas oficiales de la Sociedad, se dirige a la capilla de la calle Sévres para escuchar al Padre de Ravignan, predicador solicitado, de gran reputación. Gran parte de los asistentes reciben la santa comunión, y, por la tarde, se reúnen todos en el anfiteatro de la calle de la Estrapade. Veinticinco Conferencias de París están representadas. Animado por Bailly a tomar la palabra, Ozanam repite a sus consocios su exhortación de costumbre: «Una sola cosa podría detenernos y perdernos, declara a los asistentes después de resaltar los logros admirables de la Sociedad, y esa sería la alteración de nuestro primer espíritu y sobre todo olvidar la humilde sencillez que presidió en un principio nuestras citas, nos hizo amar la oscuridad sin buscar el secreto y nos valió quizá el crecimiento ulterior. Dios se complace ante todo en bendecir lo que es pequeño e imperceptible, el árbol en la semilla, al hombre en su cuna y las obras buenas en la timidez de sus principios».
En los últimos días de mayo, sin duda debido al abuso de sus fuerzas, Ozanam es presa de dolores fuertes de garganta que le preocupan y obligan pronto a tomar unas vacaciones forzadas.
Los médicos le condenan a guardar silencio. Este contratiempo doloroso le hace triste y taciturno, pero Amelia le asegura que el descanso y la felicidad futura darán cuenta de estos males tan duros. Y más sabiendo que después de la boda, la joven pareja pasará una temporada en la montaña antes de dirigirse a Italia por donde viajarán varias semanas.
Antes de su regreso a Lyon, Federico se afana en preparar los regalos de boda, escogiendo en las grandes joyerías las joyas que el futuro esposo destina a su prometida. Esta costumbre va rodeada a menudo de consultas indirectas y misteriosas a fin de colmar los gustos de la amada quedando a salvo el efecto sorpresa. Los mismos paseos para la compra de la levita, del sombrero de copa nuevo y de los zapatos finos que el casado llevará solemnemente el día de la boda, fijada para el 23 de junio.
¡Bello entre todos este miércoles soleado en el que el órgano de la vieja iglesia de Saint-Nizier celebra con sus más festivos acordes la unión de Federico y Amelia! El coro irradia luz; hay flores por todas partes. Federico llega con un cuarto de hora de adelanto. Guigui y las primas Haraneder han dado el último toque; la levita le cae bien, los cabellos, por una vez, están disciplinados, los zapatos brillan como espejos, el alfiler de la corbata sujeta bien el nudo de seda gris. El tío Luis hace de padre para su sobrino. Federico, de rodillas, trata en vano de recogerse. Hasta el ruido que producen los invitados, al colocarse en los bancos, tiene esta mañana algo de insólito, de agradable.
Alfonso bendecirá el matrimonio, asistido de Carlos, un tanto estirado con su sobrepelliz de encaje. Ambos parecen nerviosos y echan por turno un vistazo al pórtico. A los compases de la marcha nupcial, Federico se levanta. La etiqueta no le permite volverse para ver de lejos a su amada; en ese instante se le ve sacar de la chaqueta espontánea- mente el reloj de oro. Al formar un ángulo con él, el metal refleja el cortejo que avanza con solemnidad por el pasillo central. Federico sólo tiene ojos para Amelia, deslumbrante del brazo de su padre. Camina despacio con la cara oculta bajo un velo vaporoso sostenido por una corona de flores de naranjo.
Federico no puede más, se vuelve para acoger a su amada y, saltándose todas las formalidades, levanta el velo para contemplar el hermoso rostro de rosa por la emoción.
Durante la ceremonia, Federico piensa en sus padres que allá arriba también deben de alegrarse. Todos sus amigos están con él, sus hermanos de San Vicente de Paúl, sus tíos, sus tías, sus primas, la familia Soulacroix. Estremecido coloca el anillo en el dedo de Amelia, dejándose invadir por no sé qué de dulce, de vibrante. «Apenas lograba contener las gruesas pero deliciosas lágrimas, y sentía descender sobre mí la bendición divina con las palabras consagradas…»
Al día siguiente de la boda, Federico escribe a los que le son queridos: «Al cabo de cinco días que estamos juntos, me permito ser feliz. No cuento ni los momentos ni las horas. El paso del tiempo no cuenta para mí… ¿Qué me importa el futuro? La felicidad en el presente, es la eternidad, yo comprendo el cielo…».
Durante estos placeres íntimos, sin embargo, el dolor de garganta persiste, y Arthaud le aconseja seriamente las aguas d’Allevard, no lejos de Grenoble, donde una cura de unas semanas debería acabar con estos males, más molestos que preocupantes. Allá en las montañas, celebrará Federico los veinte años de Amelia. Ha preparado una pequeña fiesta,my como su joven esposa, a pesar de su dicha, echa de menos a su familia a la que abandona por primera vez, Ozanam satisface sus deseos ofreciéndole un bonito medallón de oro (comprado en secreto por Alfonso) que contiene cabellos de su madre, de su padre, de Carlos y de Teófilo.
Esta pequeña joya, acompañada de un poema y de un magnífico ramo de flores, hace maravillas, y Amelia recobra pronto su sonrisa y su alegría. Ozanam seguirá fiel a esta delicada atención; en el aniversario de su boda, el 23 de cada mes, donde quiera que estén, Amelia recibirá un ramillete, con el amor y la ternura de su amado.
Federico y Amelia aprovechan su estancia en los Alpes para visitar los alrededores a pie o a caballo. Por las cartas que dirigen a sus respectivas familias se sabe que la salud de Federico hace progresos. Después de una breve parada en Lyon, emprenden por tierra y por mar viaje a Italia que durará del 19 de septiembre hasta el 17 de noviembre de 1841.
Federico y Amelia conservarán un recuerdo inolvidable de este largo periplo. La joven tiene el mejor guía en el viaje. El itinerario los llevará a Marsella y a Génova, luego sucesivamente a Nápoles, a Mesina y a Palermo, en Sicilia, y por fin a Roma y a Florencia. En Roma, sin duda debido a los preciosos servicios que Ozanam ha prestado a la obra de la Propagación de la fe, la joven pareja será recibida por Gregorio XVI en audiencia privada, exenta de toda etiqueta.
Si es bonito ver al Soberano Pontífice en medio de las pompas sacerdotales, el día de Pascua, bendecir a la ciudad y al mundo, tal vez no sea menos conmovedor ver a este anciano apostólico, sólo y sin aparato, extender las manos sobre los dos jóvenes y oscuros viajeros.
Federico y Amelia llegan a París el 11 de diciembre, y en los primeros días de enero de 1842 se mudan al 10 de la calle Grenelle, «en el centro de nuestras relaciones y conocidos», precisará Ozanam. Allí es donde encontrará refugio su joven felicidad.
Amelia se adapta muy rápidamente a esta nueva vida entre dos, lejos de su familia y en una ciudad que no conoce aún. Con la ayuda de una joven sirvienta de Lyon, María, toma las riendas de la familia con rara seguridad. Todo lo vigila, la decoración, el menú y, lo más a menudo, se encarga ella misma de las compras.
Sus padres y Federico le han ofrecido, como regalo de boda, un piano Pleyel, y todas las noches, después de cenar, interpretará para su marido las piezas que él prefiere.
Federico arde en deseos de presentar a su joven y bonita esposa a sus amigos parisinos. Así inicia con Amelia las tradicionales visitas de rigor para mantener vivo el recuerdo de los diputados, de los–ministros y de las grandes personalidades del momento, aunque este ritual cansado venga en detrimento del tiempo que desearía dedicar a la preparación de sus lecciones y de sus artículos.
En este año de 1842, Luis Veuillot toma la dirección de l’Univers Catholique. Este hijo de tonelero, que no tuvo la suerte de seguir estudios superiores, pone su talento y su verbo al servicio del periodismo de combate. Después de su conversión entra de lleno en la prensa católica. Luis Veuillot será uno de los defensores más aguerridos del catolicismo ultramontano, y no existe fácil explicación al hecho de que Montalembert, partidario del liberalismo, haya ido a buscar a este joven león que se dedica a machacar al enemigo, sin paliativos ni componendas. Su celo intempestivo no era del agrado fácil de todos los católicos. Ozanam mismo no escapará a los zarpazos de este panfletario impenitente.
Federico colabora con regularidad en l’Univers. Con todo, hace algunos años que no oculta sus reticencias frente a las tomas de posición del periódico. Sería demasiado prolijo analizar aquí la política sobre la libertad de enseñanza, pero es interesante notar que la Universidad (entiéndase aquí el gobierno) dirigía entonces todo el sector de la enseñanza en Francia. Veuillot había entablado una lucha a muerte con este monopolio.
Ozanam se halla pues en conflicto de intereses, ya que es a la vez colaborador de l’Univers y profesor de la Sorbona. A propósito de una de las andanadas virulentas de Veuillot contra la Universidad, escribe a Madame Soulacroix, su suegra: «Nunca haré uso de esa política amarga que me desagrada en mis amigos de l’Univers y que me impide firmarlo». Algo más tarde añadirá»: «No me gusta la polémica de l’Univers pero los que la redactan no son unos malvados, y menos, envidiosos: son hombres entregados que ni siquiera son pagados, que tienen otros puestos, que no tienen ningún interés personal en la querella, y a pesar de ello se dejan arrastrar a extremos deplorables. A este respecto me mantengo a una distancia prudente separando la amistad de la solidaridad literaria». Nótese la moderación y dignidad que emplea Federico al opinar sobre la orientación del periódico. Este paréntesis sobre l’Univers y sobre Veuillot en particular, nos da la idea del papel que Ozanam será llamado un día a jugar en esta polémica del monopolio de la enseñanza, que seguirá ocupando la primera página de los periódicos y revistas durante más de cinco años.
Pero volvamos a Federico, el hombre, el marido amante, que se preocupa, entre otras cosas, por los bellos cabellos de Amelia que se han tenido que cortar para robustecerlos. «Esto nos da una cabeza infantil, graciosa a su modo y como un pequeño querubín», refiere a su suegra. Ozanam está muy orgulloso de su joven mujer cuyos modales exquisitos no pasan desapercibidos en los salones. Se siente doblemente orgulloso porque, desde hace algunas semanas, ¡qué dicha!, Amelia lleva la promesa de un niño… ¡No es maravilloso!
El 23 de mayo, sin embargo, por consejo del médico, Amelia debe guardar cama…, se teme un accidente. Federico se siente enloquecido e impotente. Redobla las ternuras y las atenciones, pasa noches enteras a la cabecera de la que es para él tan querida, tan indispensable.
A pesar de la prudencia, y de todos los cuidados, Amelia tendrá un aborto y al mismo tiempo perderá muchas fuerzas. Federico está trastornado. «Mientras duró la duda, le confía a Lallier, mientras a pesar de las garantías de los médicos yo temí algún peligro por la que quiero por encima de todas las cosas, una especie de energía me sostuvo. Pero ahora con el tiempo para pensar y sentir, me sumerjo en un profundo abatimiento y en un vacío inmenso. El corazón se había expansionado por estas noticias y ternuras inauditas de padre que comenzaba a abrigar; ya no le queda nada para llenarlo».
El señor Bailly poseía, en la calle Madame, un delicioso chalet, una especie de castillo rodeado de verde. Se lo prestó a la joven pareja para facilitar la convalecencia de Amelia y evitarle los extremos calores. A finales de julio, Amelia irá a Lyon con su familia.
Parece que en el siglo pasado, las consecuencias de un mal parto llevaban consigo serios peligros, y las convalecencias se prolongaban durante meses.
Con dolor deja Ozanam partir a su mujer por no poder acompañarla; le escribirá todos los días:
Sus cartas son a la vez un grito de amor y una larga queja.
Fíjate en mí, amada mía: no me ves arrodillado, como muchos días por la mañana, junto a tí, con la cabeza apoyada en tu hombro y en busca de una de esas miradas de bondad que me iluminan todo el día…111. Me he despertado esta mañana con estas melancolías que tú sabes, pero más profundas. Luego las he llevado al único lugar donde pueden desahogarse, he oído misa y allí, poco a poco, las emociones se han calmado, las lágrimas han vuelto, me sentía aliviado a medias…
Realiza él solo las visitas a los pobres que tenía por costumbre hacer entre dos, el domingo por la mañana, y cuenta a su familia cómo le parece cada vez más penosa la miseria de los demás.
Dulce amiga mía, déjame darles algo por tu fiesta. Este será un regalo bien modesto que yo te destino, a fin de que ese día 15 de agosto, estas ocho criaturas, que Dios ama porque son inocentes y sufren, recen por ti, por nosotros, para alejar de nosotros en lo futuro las desdichas de este año y obtenernos un angelito que espera nuestra casa.
Al fin, Federico se reunirá con su mujer el 13 de agosto, y se adivina el gozo del reencuentro después de tres largas semanas de separación. Se quedará con ella, en el campo, un poco más de un mes, pero regresará solo a París, el 24 de setiembre, donde le esperan sus obligaciones en la Sorbona.
De nuevo, Federico escribirá fielmente cada noche a su amada. Sin embargo, bien pronto esta separación no sólo se le volverá dolorosa sino insoportable. Suplica a Amelia que vuelva. «Sé generosa, deja tu pequeño paraíso de Oullins donde estás tan bien pero donde yo no estoy. Ven a mí. Que me excusen en tu casa pero no lo puedo sufrir más. ¡Me sentiría tan agradecido si partieras el 10! ¡Todo me parecerá tan largo hasta entonces!».
Escribirá a sus suegros:
Me aburro hasta el marasmo. Compadeceos un poco de mí, considerad que estoy completamente solo, sin padres, sin amigos y devolvedme a la que lo es todo para mí.
Y de nuevo a Amelia:
¿No te das cuenta que te amo infinitamente? ¿No sientes que es mucha separación, que es demasiado? ¡No ves que ante el pensamiento de poseerte una vez más, mis manos se tienden, mi corazón se estremece, mi pecho querría abrirse y mi alma entera dilatarse para rodearte de ternura y que, en fin, experimento un desfallecimiento de felicidad!
Uno se pregunta cómo Amelia puede resistir a esta llamada tan apasionante, tan sincera, tan convincente. Ella acaba de comenzar sesiones posando para su hermano Carlos, el escultor, y el busto dista mucho de estar terminado…
Ozanam se siente tan contrariado, el pobre, que toma la resolución de ir él mismo a buscar a Amelia a Lyon, y, en carta a su suegro, apenas puede disimular sus sentimientos de impaciencia y de acritud bajo fórmulas de cortesía y de conveniencias. Federico, por su parte, se arrepentirá pronto de este gesto tan impulsivo, tan natural dadas las circunstancias, y se excusará ante sus suegros. «Yo he cedido a un egoísmo disfrazado bajo el nombre de amor»15, les escribirá, poniendo de manifiesto qué indispensable se ha vuelto Amelia para él, y cómo le resulta imposible, sin ella, proseguir sus investigaciones serias, ni siquiera entregarse a sus ocupaciones diarias.
Al fin, la amada vuelve a París el 21 de octubre. La casa es un jardín de flores.
Al volver a ver a Federico, al sentir en sí la mirada gris, llena de amor, de ternura y emoción, Amelia no puede contener las lágrimas. En lo hondo de su corazón surgen mil pesares a la vez: el de haber obrado como una niña, el de haberse entregado a la vida fácil de Oullins, sin pensar en el sufrimiento de su marido, el de haber pensado en sí, en sus caprichos de niña mimada, el de… pero pronto el cálido abrazo de Federico borra todos estos pesares; no queda más que la dulzura palpitante de una dicha recobrada.