El 5 de febrero de 1613, Luisa de Marillac contrajo matrimonio con Antonio Le Gras, hombre —al decir de su esposa cuando murió— que «hacía mucho tiempo, por la misericordia de Dios, no tenía ningún afecto por las cosas que pueden llevar al pecado y que tenía gran deseo de vivir devotamente». El día anterior, habían firmado ante notario las cláusulas del contrato matrimonial. Cuatro puntos debemos resaltar en este contrato: Se indica que es hija natural del noble Luis de Marillac; su esposo desciende de Auvemia, como los Marillac; es secretario de Commendement de la reina regente María de Médicis. Pertenece, por lo tanto, al igual que los Marillac y los Attichy, al clan de la Reina madre. Aparece en el contrato una lista de los bienes de Luisa que ya se conocían por otros documentos; pero también, aparece una respetable dote de 6.000 libras que no se sabía que poseyera Luisa de Marillac.
Da la sensación de ser un matrimonio de alianza política. El señor Antonio Le Gras entraba a formar parte de la clientela de una gran familia, los Marillac, abriéndosele así muchas puertas en la sociedad y en la misma corte; podía esperar gratificaciones y apoyos en su avanzar hacia la nobleza. Por su parte, los Marillac necesitaban al señor Le Gras en la familia: El 10 de mayo de 1610, Enrique IV moría asesinado, el 15 el Parlamento declaró regente a María de Médicis, madre del pequeño Luis XIII de diez años. A la muerte de Enrique IV, los Marillac quedaron unidos a la reina madre. María de Médicis dejó gobernar a una camarilla dominada por dos advenedizos italianos, su hermana de leche, Leonor Galigai, y su esposo Concini, al tiempo que marginaba a la antigua nobleza, que contemplaba a unos aventureros extranjeros colmarse de poder, títulos y riquezas. Despechada, la nobleza comenzó a agitarse.
Con María de Médicis en el poder, los Marillac se sentían seguros en la política: Miguel se adentraba en el gobierno, su hermano Luis avanzaba en el ejército, su cuñado Octavio Doni de Attichy, casado con Valence de Marillac, se afianzaba en la hacienda. Necesitaban a alguien en la secretaría. Se fijaron en Antonio Le Gras, pero no era noble, y por eso, ninguna Marillac podía casarse con él. Recordaron entonces a otra Marillac, marginada por ser ilegítima, y que deseaba hacerse capuchina. Intervinieron para que la rechazaran, le dieron una buena dote y en unos meses arreglaron el matrimonio. «Fue contra su voluntad y solamente por obedecer a sus parientes por lo que se casó», sigue contando Sor Bárbara Bailly. Así, se ve cómo en el contrato los Marillac-Attichy-Hennequin, familiares de Luisa, firman: «todos amigos comunes de dichos futuros esposos». Así, se comprende que Luisa de Marillac se lo echara en cara al Conde de Maure, esposo de Ana de Attichy-Marillac: «Usted que tiene el lugar de aquéllos que con su conducta me hicieron abrazar esta forma de vida que me ha puesto en el estado en que ahora estoy». Así, se explica, acaso también, que, rechazada en las capuchinas, no intentara entrar en otra congregación religiosa.
Desde 1613, cuando Luisa tenía 21 años, la vida se le fue aclarando. Hasta 1617, fue una época feliz para el matrimonio Le Gras. En octubre, nació su hijo único, Miguel Antonio. Progresan en la escala social; sus nietos acaso lleguen a ser nobles.
Pero Concini, de orgullo despótico, se hizo odioso al pueblo cada vez más descontento. Al joven rey Luis XIII, marginado en la soledad, nadie le hacía caso. Privado de afecto, de carácter inquieto y voluble, celoso en extremo de su grandeza, organizó un complot para recuperar su poder. El 24 de abril de 1617, fue asesinado Concini a las puertas del Louvre, el palacio real, y su esposa Leonor fue ajusticiada, como bruja, el 8 de julio. Luis XIII, hambriento de afecto, depositó su confianza y el poder en su maestro de caza, Luynes. Alejó del gobierno a su madre y la exilió a Blois. Fueron años malos para los partidarios de la regente. Rechazados e inactivos, pasaron a una situación de espera. Entre ellos, los Marillac, Attichy y Le Gras. Habían caído en desgracia del rey con todo lo que esto significaba en el siglo XVII.
En 1619, María de Médicis huyó a Angulema, ayudada por el duque de Espernon, gobernador de la ciudad. Aterrada la Corte por el escándalo que ocasionaría entre los católicos una guerra entre el rey y su madre, se procuró negociar. Buscaron la intervención de los amigos y partidarios de la Reina Madre y se firmó el tratado de Angulema en abril de 1619. Sus partidarios ya no eran unos proscriptos. En junio, estalló la guerra entre madre e hijo, que concluyó con el tratado de Angers: María de Médicis podía volver a París y visitar al rey. Sus partidarios ya no eran rechazados en la corte. En enero de 1622, María de Médicis entró de nuevo en el Consejo del Reino y sus aliados fueron rehabilitados, entre ellos los Marillac y Le Gras.
Los cinco años que van de 1617 a 1622 tuvieron una importancia y una trascendencia impensables para la señorita Le Gras. A María de Médicis, sólo pudieron acompañarla al destierro un número determinado de oficiales, entre ellos Villesavin, como secretario de commendement, Richelieu, Miguel de Marillac,… Pero Antonio Le Gras quedó en París. ¿Por qué? Seguramente, por órdenes de Miguel de Marillac. Debía sacrificarse por la familia. Políticamente, no era un sacrificio arriesgarse por un noble que, con toda certeza, volvería a ser poderoso.
En enero de 1614, había muerto Octavio Doni de Attichy y, en enero de 1617, su esposa Valence de Marillac. Dejaban siete hijos: Aquiles era jesuita y Luis mínimo; Genoveva estaba casada con Scipion de Aquaviva y Aragón, duque de Atri; pero quedaban cuatro menores: Ana, futura condesa de Maure, tenía 17 años y aún no estaba emancipada; Enriqueta, Magdalena y Antonio, que no había cumplido cuatro años.
El tutor legal de estos cuatro menores era Miguel de Marillac, pero, dedicado a la política en aquellos delicados años, lo fue de hecho Antonio Le Gras, que vivía en el palacio de los Attichy. Y el señor Le Gras se preocupó más de los bienes de sus sobrinos que de los propios, hasta llegar a decir su esposa años más tarde: «Mi difunto marido consumió todo, su tiempo y su vida, cuidando de los negocios de su casa (Attichy), abandonando enteramente los suyos propios». Y la señora de Marillac, nuera de Miguel, confesó que el señor Le Gras había hecho grandes servicios a Genoveva de Attichy. A pesar de la labor sacrificada en favor de sus sobrinos, Luisa debió sentirse más de una vez humillada en aquel palacio prestado; le parecía ser una recogida agraviada por el sobrino Aquiles (el 1 de octubre de 1619 entrará jesuita), que le echó en cara sus oscuros orígenes.
La condesa de Richemont, y después de ella Baunard, Coste y Calvet, afirman que el matrimonio Le Gras había gastado en 1619 dieciocho mil libras en arreglar una vieja casa a la que habían ido a vivir. De ninguna manera se puede admitir esto. Y no sólo porque los Le Gras salieron del palacio de sus parientes hacia el año 1622, sino porque ninguna persona sensata se hubiera atrevido a gastar esa fortuna en una vivienda, cuando vacilaban las expectativas de un futuro risueño. Y menos aún una familia sin muchos recursos económicos. Hay que tener en cuenta que esta situación no era repentina, la estaban sufriendo desde hacía dos años.
La condesa de Richemont se apoya en un borrador de carta escrito por el constructor encargado de hacer las obras. Aunque no lleva fecha, ella lo supone del año 1619, dirigido a Luisa de Marillac, para acomodar la nueva vivienda del matrimonio. Más bien, esa carta se refiere a las obras que San Vicente y Santa Luisa mandaron realizar en 1657 y 1658 en la Casa Madre de las Hijas de la Caridad en el barrio de San Lorenzo.
Cuando María de Médicis entró en el gobierno (1622) y los Marillac avanzaban en la grandeza, acaso meses antes, no se sabe, Antonio Le Gras cayó enfermo y todo se hundió34. Enfermo de muerte, ya no era necesario a los Marillac. El matrimonio, con su hijo, abandonaron el palacio de los Attichy y se instalaron en una vivienda alquilada de la calle Courtau-Villain. Durante cuatro años la señorita Le Gras cuidará de su esposo y de su hijo. La angustia y el temor se apoderaron de ella. Los pocos documentos encontrados nos presentan a un ser atribulado en lo sobrenatural y atormentado en lo humano. Desde Belley su director, el obispo Camus, la consolaba con cariño cristiano: «¡Oh, Dios, mi queridísima hermana, qué asalto a su corazón! El esposo amadísimo se ha sentido morir y este malvado padre que le escribe no irá a París este invierno… ¡Oh Jesús, el amigo de nuestras almas, conservadme a mi querida hija, bendecid con vuestra dulce mano a ella, a su esposo, a su hijo y a su casa!». Un año más tarde, Camus sabe que la enfermedad es mortal y la anima: «La compadezco por el abandono de espíritu en que está por la enfermedad de su querido esposo. Ahora bien, he ahí su cruz. Y ¿por qué he de sufrir viéndola sobre los hombros de una hija de la cruz?».
El sufrimiento, humanamente inevitable, de la señorita Le Gras conmovió también a su amiga Ana Catalina de Beaumont, superiora de la Visitación, que la consolaba con el único alivio que puede recibirse en los dolores, el de Dios: «Tenga coraje para soportar con paciencia lo que se le ha dado con tanto amor… Una su voluntad a la del Padre celestial para hacer y sufrir todo lo que le plazca».
Noche mística
Ayudada por sus directores, penetró hondamente en la oración al estilo de los espirituales renanoflamencos o mística abstracta. La oración la puso en contacto con Dios y Dios la llevó a desvanecer la pesada nube de su nacimiento y a superar el sufrimiento en la enfermedad de su marido. La oración será la dinámica para caminar en esta tierra.
Durante quince años, se esforzó en la oración en forma de meditación y el 20 de enero de 1622, con los inicios de la enfermedad de Antonio Le Gras, Dios se le presentó sin que ella lo reconociese. Se le presentó duro y terrible para purificarla de todo lo que ella sola no podía erradicar de las entrañas de su vida interior. Era la noche pasiva de la que hablan los místicos. Este Dios, al estilo de San Juan de la Cruz, entre claridad y oscuridad, la purificará hasta junio de 1623 y, de una manera más suave, hasta diciembre de 1625, terminando con la muerte de su marido.
En las navidades de 1621-1622, la noche se hizo horrible. Las frases que usó Luisa para narrar esta experiencia purificadora estremecen. Ella lo recordará años más tarde: «Tales penas llegaron a tal punto que, si las hubiese dicho y hubiese hecho lo que ellas me impulsaban a hacer, yo creo que se habría juzgado…» A Santa Luisa, le dio miedo terminar la frase. En marzo de 1623, no podía más de tanto dolor y acudió a su tío Miguel. Nunca sabremos lo que le decía, pero la respuesta perfila lo hondo de su dolor: «Señorita, no puedo decirle en pocas palabras lo que pienso sobre lo que me ha escrito».
La noche mística avanzó hasta llegar a su explosión en los meses de mayo-junio de 1623. Dios se sirvió de la enfermedad de su esposo que infundió en su espíritu herido un complejo de culpabilidad:
«En el año 1623, el día de Santa Mónica, Dios me hizo la gracia de hacer voto de viudez, si Dios se llevaba a mi marido.
El día de la Ascensión siguiente, caí en un gran abatimiento de espíritu por la duda que tenía de si debía dejar a mi esposo como lo deseaba insistentemente, para reparar mi primer voto y tener más libertad para servir a mi prójimo.
Dudaba también si el apego que tenía a mi director no me impediría tomar otro, ya que se había ausentado por mucho tiempo y temía estar obligada a ello. Y tenía también gran dolor con la duda de la inmortalidad del alma. Lo que me hizo estar desde la Ascensión a Pentecostés en una aflicción increíble.
El día de Pentecostés, oyendo la Misa o haciendo oración en la Iglesia, en un instante, mi espíritu quedó iluminado acerca de sus dudas. Y se me advirtió que debía permanecer con mi marido, y que llegaría un tiempo en que estaría en situación de hacer voto de pobreza, de castidad y de obediencia, y que estaría en una pequeña comunidad en que algunas harían lo mismo. Entendí entonces estar en un lugar para el servicio del prójimo, pero no podía comprender cómo podría ser, porque debía haber idas y venidas.
Se me advirtió también que debía permanecer en paz en cuanto a mi director, y que Dios me daría otro, que me hizo ver, según me parece, y yo sentí repugnancia en aceptarlo; sin embargo, consentí, pareciéndome que no era todavía cuando debía hacerse este cambio.
Mi tercera pena me fue quitada con la seguridad que sentí en mi espíritu de que era Dios quien me enseñaba todo lo que antecede, y que, existiendo Dios, no debía dudar de lo demás.
Siempre he creído haber recibido esta gracia del Bienaventurado Monseñor de Ginebra [San Francisco de Sales], por haber deseado mucho, antes de su muerte, comunicarle esta aflicción y por haber sentido después gran devoción y recibido por este medio muchas gracias; y en aquel entonces, tuve algún motivo para creerlo, del que ahora no me acuerdo.
Todo el escrito da la sensación de encontrarnos ante un complejo de culpabilidad del que se vale Dios para purificarla y revelarle, al mismo tiempo, la misión que le reservaba, como una parte del carisma que había comenzado a darle a los dieciséis años:
Sucede un hecho desgraciado: en un momento trascendental para el porvenir económico de la familia, el esposo cae gravemente enfermo. Dios castiga a la familia, es el primer pensamiento de la mujer que tiene miedo a Dios. La causa es algo malo que han hecho, algún pecado que han cometido. Y Luisa hace un raciocinio de una lógica incuestionable: Su marido es bueno y su hijo, un niño de nueve años, es inocente. Ella se siente la culpable por no haber cumplido su «primer voto» de ser religiosa, por el contrario, se casó. Y ahora, Dios la castiga quitándole al esposo. Inmediatamente, brota en ella el deseo de aplacar a Dios, de borrar el pecado, haciendo lo contrario, para que Dios vuelva a ser su amigo: «Yo debía abandonar a mi marido».
Junto con estas penas físicas y sicológicas, aparecen las espirituales. Su afectividad y su inseguridad la llevan a apegarse entrañablemente a su director que debe alejarse de París por mucho tiempo, y surge en ella una lucha: por un lado, sabe que debe buscar un nuevo director, y por otro, «teme estar obligada a ello». Piensa que debe, pero no quiere, y sufre.
Finalmente, echa la vista atrás y ve sus 16 años de oración sincera, ha sentido la dulzura del encuentro con Dios en la oración y, de golpe, la oscuridad negra de una noche; se ve pecadora y hundida; todo ha sido una ilusión y una mentira; Dios se ha burlado de ella. ¿O es que Dios no existe, ni el alma es inmortal? ¿Todo se acaba en la tierra con la muerte? Esta duda es terrible para una mujer que ama a Dios de verdad, aunque ahora sea de noche.
Dios mismo la sacará de la Noche en una presencia mística. Todas las señales lo indican: Los verbos están todos en pasiva: «fue esclarecido, fui advertida, se me aseguró, me fue quitada». Es decir, ella es pasiva y hay un Otro que es el activo. Luisa tiene el convencimiento y la certeza de que este Otro que actúa es Dios: «Dios me daría la seguridad que sentí en mi espíritu de que era Dios quien me enseñaba».
La presencia mística de Dios queda confirmada con dos fenómenos místicos: todo es de repente, sin que ella lo provoque ni pueda impedirlo, «en un instante». Y este Otro la llena de paz, en calma y tranquilidad.
Ni cuando acaeció esta escena ni en los años inmediatos Luisa de Marillac comprendió el sentido místico ni la importancia que tenía en la espiritualidad y menos en su vida contemplativa. Tampoco se imaginó que en ese momento Dios empezaba a mostrarle su carisma. Debió considerarlo como una de tantas realidades espirituales comunes a todas las personas que buscan a Dios sinceramente. Es normal, por lo tanto, que nada escribiera sobre aquella Noche en el Acto de Protesta, en la Oblación a la Virgen o en el Reglamento de Vida.
La redacción de la Noche purificadora, conocida como «Luz de Pentecostés», debió hacerla unos veinte años más tarde, cuando, metida de lleno en la contemplación y en el gobierno de la Compañía de las Hijas de la Caridad, comprendió los estados de la mística y la naturaleza de los carismas.
La muerte de Antonio Le Gras
La Noche mística, prueba atroz, la fortaleció y la convirtió en una mujer fuerte, preparada para recibir el 21 de diciembre de 1625 el golpe duro de la muerte del esposo al que amaba. Con una paz y una serenidad que admira y conmueve al mismo tiempo, le escribió a un primo de Antonio Le Gras, al cartujo Hilarion Rebours. Le contó que estaba sola aquella noche, que su marido —enfermo seguramente de tisis— tuvo seguidos siete vómitos de sangre y que al séptimo expiró, diciéndole: No puedo más, pide a Dios por mí.
No se sabe a qué hora murió, pero sabernos que la señorita Le Gras pasó la noche sola con el cuerpo muerto de su marido y con su hijo de 12 años, huérfano ya, rezando. De madrugada, fue a la parroquia, se consoló con el cura, se confesó y comulgó.
Tampoco sabemos si Vicente de Paúl, su director desde hacía un año, estaba en París o misionando por los pueblos. Sí nos quedan dos cartas de su anterior director, J. P. Camus, consolándola: «Oh, Dios, querida alma, es en esta hora cuando debe abrazar y apretarse a la cruz, pues ya no tiene otro apoyo sobre la tierra; es ahora cuando debe decirle a Dios que se acuerde de su palabra». En la otra carta la anima: «¡Ánimo, mi querida hermana! Yo no sé por qué se turba su espíritu y cree estar en tinieblas y en abandono. ¿A propósito de qué? Ya no está dividida. Ahora, pertenece toda entera al esposo celeste, no teniendo ya esposo terreno. Desde hacía mucho tiempo, estaba decidida a no querer a nadie más que a El, y ahora que ha roto los lazos y que debiera sacrificarle una hostia de alabanza ¿se asusta?».
Aunque Luisa nombra poco a su difunto marido, cuando lo hace, lo recuerda con sentimientos de emoción, como de haber sido feliz a su lado. A su hijo, lo recuerda en su testamento: «Ruego a mi hijo que se acuerde con frecuencia de pedir a Dios por el descanso del alma de su padre y de traer a la memoria su buena vida, pues era muy temeroso de Dios y exacto en ser irreprochable y, sobre todo, de su paciencia en sufrir los grandes males que le sobrevinieron en sus últimos años, en los cuales practicó muy grandes virtudes».
Antonio Le Gras y Luisa de Marillac parece que formaron un hogar dichoso y cristiano. Dios estaba en medio de la pequeña familia. «Seis semanas antes de su muerte —escribe Luisa— tuvo una fiebre alta que puso su espíritu en gran peligro. Pero Dios, haciendo aparecer su poder por encima de la naturaleza, lo puso en calma; y, en reconocimiento de esta gracia, se resolvió totalmente a servir a Dios toda su vida.