El 30 de mayo de 1647, comentando a las primeras Hermanas su regla de vida, Vicente de Paúl «exclamó dulcemente» —es la expresión que emplea la secretaria que toma los apuntes, Sor Isabel Hellot—, es decir, con admiración, como contemplando y al mismo tiempo dando gracias:
«¡Ah!, ¡qué hermoso título!, hijas mías, ¡qué hermoso título y qué hermosa cualidad!… sirvientas de los pobres, es como si se dijese sirvientas de Jesucristo, ya que El considera como hecho a Sí mismo lo que se hace por ellos, que son sus miembros…» (Conf. esp. n.° 535).
Por su parte, Luisa de Marillac recuerda de continuo a las Hermanas que son siervas: por ejemplo, a Bárbara Angiboust le escribe: «El recuerdo de su con-dición de siervas de los pobres es muy necesario a las Hijas de la Caridad para mantenerse fieles a su deber», y por el hecho de ser sierva, Sor Bárbara tiene que aceptar el no tener demasiada prisa en la consecución del Hospital de Bernay… «Las cosas que se hacen lentamente, se hacen con solidez», le dice también Luisa de Marillac (Corr. y Escr. C. 475, pág. 444)
Esta palabra, siervas o sirvientas, se encuentra con mucha frecuencia en los labios o en la pluma de ambos fundadores. ¿A qué se referían al emplearla? Indudablemente, a Cristo Servidor, a María, Sierva del Señor: éste es el fundamento teológico de la vocación de siervas de los pobres, y la primera cita que acabamos de hacer —la de San Vicente— recuerda el Evangelio de Mateo, capítulo 25. Pero es muy probable también, y así lo parece al menos, que en su carta a Bárbara, Santa Luisa se refiera asimismo a una realidad social. El contexto lo indica: las Hijas de la Caridad tienen que asemejarse a las sirvientas de su tiempo.
Por lo tanto, nuestra reflexión va a dividirse en tres puntos:
- ¿Quiénes eran las sirvientas en el siglo XVII?
- Las Hijas de la Caridad: unas sirvientas para los Pobres.
- Interpelaciones para nosotras, hoy.
I – Las sirvientas en el siglo XVII
Poco nos dicen los libros de Historia acerca de esta categoría social. Las sir-vientas pertenecen a la masa de la «gente humilde», de la que no se habla: se encuentra entre la servidumbre de los ricos: ayudas de cámara, lacayos, coche-ros, jardineros…
En «La Historia económica y social de Francia en el siglo XVII», Pierre CHAUNU y Richard GASCON les consagran una página que lleva por título: «Los criados: esos olvidados de la Historia». El título ya de por sí es sugestivo; su contenido lo es también. «A nivel del pueblo bajo —y por lo mismo al margen de la sociedad— la servidumbre doméstica constituía una categoría numerosa». Los autores citan un censo llevado a cabo en Lyon en 1709. En aquella época los criados formaban del 13 al 26% de la población: eran, pues, unos 15.000 de los 86.000 habitantes de la ciudad. Se trata de un censo no muy fiable a causa de la proximidad existente entre el exiguo taller y la vivienda, lo que hace difícil distinguir entre el trabajo doméstico y el trabajo profesional. La falta de precisión en los contratos de alquiler (de estos criados) demuestra que su «estatus» estaba mal definido: «Alimentado a boca», «se le proporciona fuego y cama», es decir se le proporciona alojamiento; pero ¿en qué condiciones? Con un sueldo siempre escaso, el criado debe servir a su amo «a cualquier hora».
Ambigüedad y precariedad son las características de la condición de criado. Alimentado y alojado, puede escapar a la miseria, pero tiene que estar a la merced del carácter de su amo y de su situación económica. Si lo despiden, se encontrará siendo un pobre más entre los pobres, privado de toda seguridad (Cf. «Histoire économique et sociale de la France, au XVIle siécle», p. 423).
Contemplemos ahora más de cerca a las sirvientas.
Encontramos tipos bastante representativos de «sirvientas» en las comedias de Moliére, gran pintor de las costumbres del siglo XVII. Sin duda, a sus sirvientas: Martine, Toinette, Nicole, Dorine… les asigna la «parte bella» o digamos el papel simpático, en contraste con la imagen poco seductora que atribuye a sus amos: nobles o más bien burgueses enriquecidos, hinchados de estúpida vanidad o de hipocresía.
Pero no hay que ver en toda comedia simplemente una caricatura. Es también reflejo de una realidad social. Pues bien, resulta que las sirvientas de Molió- re vienen a tener unas características constantes que nos permiten suponer que Martine, Toinette, Dorine y Nicole no eran únicamente personajes de ficción.
¿Quienes son esas sirvientas?
En su mayoría, muchachas del campo, aldeanas —los campesinos constituían en aquella época del 80 al 85% de la población — que habían ido a la ciudad para ganarse la vida… Eran pobres de dinero y de cultura… Seguían usando el traje y la manera de hablar de su región:
«No habemos estudiao como usté
y hablemos sin remilgor como en nuestro lugar..»
responde Martina a sus ridículas amas, que se pagan de su exquisito lenguaje.
Desempeñan los trabajos humildes y duros en la casa, no retroceden ante ninguna dificultad y no les falta ni la inteligencia ni la iniciativa. Pero son sumisas a sus amos, que tienen poder para abofetearlas o despedirlas en cual-quier momento.
Poseen un buen sentido espontáneo, que expresan con franqueza y buen humor, un humor a través del cual se descubre a veces la ternura, el afecto… porque esas sirvientas son verdaderamente personas de casa, de la familia, adictas a sus amos, atentas y fieles.
Su filosofía es sencilla: condenan la hipocresía y la falsa grandeza y se empeñan en hacer triunfar lo que es sencillo y verdadero.
Por eso merecen la confianza y aun las confidencias de sus señores… Pers-picaces y listas, son ellas las que facilitan el matrimonio de los jóvenes enamorados a los que se contraría en su amor por la locura de un padre o de una madre.
Estas dos fuentes de información, documento de historia y teatro, nos permiten tener una idea acerca de la personalidad y de la condición social de las sir-vientas del siglo XVII… Pobreza, trabajo, sumisión, dependencia, fidelidad, son sus rasgos característicos.
II – Las Hijas de la Caridad, unas sirvientas
Ya conocemos la historia de nuestros orígenes.
En 1617, viendo las miserias de su tiempo, Vicente de Paúl funda las Cofradías de la Caridad, que, después de la de Chatillon, se van multiplicando por las provincias y también en París. Ocurre con frecuencia que, debido a sus obliga-ciones sociales y a su posición, las señoras de las «caridades» no pueden cum-plir de manera permanente los «servicios bajos y penosos» de que necesitan los pobres. Para sustituirlas, envían a sus criados, que no responden a lo que se pretende.
Entonces, se presenta Margarita Naseau, que mostrará el camino a las demás, y tras ella, María Joly, Enriqueta Gesseaume, Bárbara Angiboust, Juana, Genoveva, Isabel… y muchas más.
Luisa de Marillac las reúne y las forma para el servicio.
A. ¿Quiénes son?
Son aldeanas, muchachas sencillas. Algunas han servido como criadas: tal es el caso de Juana Lepintre, en casa de la Sra. Goussault, el de Juana Dalmagne, en San Germán en Laye (Conf. esp. nn. 312, 315), probablemente también el de María Joly…
El «Señor Vicente» se complace en recordárselo para incitarlas a la humildad y a la acción de gracias: «Pobres aldeanas, porqueras, como yo… tenéis la dicha de ser las primeras llamadas a este santo ejercicio, vosotras, pobres aldeanas e hijas de artesanos…» (Conf. esp. n. 37/39).
«Hijas mías, procedemos de familias humildes, vosotras y yo. Yo soy hijo de un labrador, me han alimentado muy pobremente… Hermanas mías, acordémonos de nuestra condición…» (Conf. esp. n. 1769)
«¡Ay! ¿qué somos nosotros sino pobres gentes? Somos unos pobres, vosotras y yo; vosotras sois, si no todas, al menos la mayor parte, unas pobres aldeanas…» (Conf. esp. 2096).
Y cuando se presenten también jóvenes de ambientes más desahogados —familias de labradores propietarios o del primer escalón de la burguesía de las ciudades—, tendrán que tener las mismas señas exteriores e iguales disposicio-nes interiores que las sirvientas: tal es su identidad.
«Ninguna distinción, ninguna diferencia…» (Conf. esp. n. 144).
Su nombre de «hijas» (o jóvenes o muchachas, traducción de «filles) indica un estado de vida y una condición social. No son ni señoras ni señoritas. Llevan la indumentaria de las campesinas de la región en torno a París. Margarita Chétif quisiera modificar el tocado porque los feligreses de Arras no dejan de mirarlas en la iglesia. El Señor Vicente se opone a ello y le pide que «soporte con paz esa humillación» (Síg. VI, 110). En cambio, no oculta su alegría cuando ve a Hermanas «por la calle, con el cesto a la espalda» (Conf. esp. n. 1411.
Los documentos oficiales de la Compañía: súplica, aprobación… estipulan que, siendo las sirvientas de los pobres de humilde condición… sean empleadas en las cosas más bajas que hay que hacer con esos enfermos…» (Síg. X, p. 771-12), y los Fundadores recuerdan en su correspondencia esa relación esencial que existe entre la condición y el servicio.
Como las sirvientas, las primeras Hermanas tienen que trabajar.
«Sor Ana… ¿qué hace usted? —escribe Santa Luisa — Si no se encuentra bien, le diré lo que otras veces le he dicho: que hay que trabajar, porque la holgazanería fomenta el pecado en el alma y la indisposición en el cuerpo…» (Corr. y Escr. Coste, 622, p. 568).
Pero los Fundadores establecen siempre una diferencia entre el «empleo», es decir, el servicio a los pobres y el trabajo para ganarse la vida: lavar ropa, hacer dulces, cría de animales a pequeña escala, hilar o tejer…
«…Trabajo manual quiere decir lo que hacéis fuera de las horas en que estáis ocupadas con los enfermos», explica San Vicente en la Conferencia del 30 de mayo de 1647 (Conf. esp. n. 536); y en la de 28 de noviembre de 1649, sobre el amor al trabajo, enumera las razones que existen para que se dé ese trabajo manual: ganarse la vida, ayudar a la formación de las Hermanas jóvenes, permenecer en el estado de sirvientas, sin olvidar los propios orígenes: «La mayoría de nosotras estaríamos obligadas a ganarnos la vida si estuviéramos en el mundo…» (Conf. esp. n. 801).
En el servicio a los pobres, la situación de las Hermanas es con frecuencia delicada y la sumisión que deben mostrar hacia las personas que las han pedido
sobre todo las Señoras de la Caridad— exige de ellas mucha humildad.
«No me extrañan todas sus dificultades con las señoras; es corriente allá donde hay Hospitales unidos con la Caridad de las parroquias que se vean desavenencias; sin que haya culpa por parte de unos ni de otros…
escribe Luisa de Marillac a Lorenza Dubois, en Bernay—. Lo que tiene usted que hacer… es ser muy humilde… pensar que está sujeta a todos, que es la última de todos y que no tiene ningún poder… En lo que se refiere a las cuentas que tiene que rendir, hágalas siempre con la mayor exactitud y lo más humildemente que pueda…» (Corr. y Escr. Coste, 622, p. 567).
Ya las Hermanas de Montreuil s/Mer, Ana Hardemont y María Lullen: «Acuérdense, queridas Hermanas, de ser siempre las más pequeñas y las últimas en el Hospital… Me alegro de la determinación que han mostrado esos señores de elegir una superiora para el Hospital — no una Hija de la Caridad —: obedézcanla en todo lo que puedan y no piensen que por humillarse van a ser objeto de desprecio» (Corr. y Escr. Coste, n. 214, p. 222).
No obstante, a veces la situación de las Hermanas se hace imposible y Luisa de Marillac trata de poner remedio:
«¿No se podría dar una orden —escribe a Vicente de Paúl — para que nuestras Hermanas de San Sulpicio no estuvieran tan recargadas en tener que llevar medicinas? Tienen que llevárselas a enfermos que no son atendidos por la Caridad. Hay cinco o seis personas que les dan órdenes; esto añadido a los desprecios que les hacen y las sospechas que de ellas se tienen, las desanima mucho. ¿No podrían también cambiar de habitación?» (Corr. y Escr. Coste, 171, p. 79).
En Angers existe el mismo problema, y escribe al Abad de Vaux: «Nuestra Sor Magdalena (Magdalena Mongert, la Hermana Sirviente) me hace ver las faltas de que se las acusa, de modo que veo muy difícil que puedan hacerlo mejor, ya que hay demasiadas personas para mandarlas…; con mucha frecuencia, lo que uno manda, otro lo prohibe… ¿No habría medio de proponerles que… sea uno sólo, por turno, el que ordene…» (Corr. y Escr. Coste, 42, p. 54).
Sea como quiera de esas situaciones difíciles, lo que los Fundadores temen más que nada es que las Hermanas se alejen o desvíen de su identidad de sirvientas, terminando por dejar la vocación.
En La Fére, Sor Juliana enseña el catecismo de una manera un tanto llamativa y brillante… Luisa escribe en sus notas: «Habiendo Dios escogido a jóvenes aldeanas para el establecimiento sólido de las siervas de los Pobres Enfermos, y siendo esta forma de instruir llamativa y brillante, puede resultar que… una vez entrenadas (las Hermanas)… pretendan que se les exima de otros trabajos y hasta el trato con las que en ellos se emplean, lo que, al negárseles, pronto las empujaría a salir de la Compañía…» (Corr. y Escr. E. 108, n. 284, p. 285).
Veamos el retrato que hace Santa Luisa de Margarita Chétif, escribiendo al P. Ozenne, Superior de Varsovia. A Margarita se la había escogido como Hermana Sirviente de la pequeña Comunidad que había de partir para Polonia: «…lo único que temo es que no está acostumbrada al ambiente de la corte, ni mucho tampoco a los cumplidos mundanos. Obra buenamente; aunque no le faltan ni la inteligencia ni el criterio, tiene toda la prudencia necesaria y sabe hacer uso de ella; en una palabra, parece actuar en todo dentro de una gran sencillez» (Corr. y Escr., Coste, 501, p. 467).
Es el retrato de una sirvienta. En 1660, a la muerte de Santa Luisa, Margarita Chétif será la Superiora General de la Compañía.
B. ¿Sirvientas para quién?
En 1630, las primeras jóvenes se confían a las Señoras de las Cofradías para desempeñar los empleos humildes al servicio de los pobres. Las Señoras les indican cada día lo que tienen que hacer y les piden que les den cuenta de ello: pero su vocación está clara: no están al servicio de las Señoras.
En 1636, tres años después de la fundación de la Compañía, María Dionisia y Bárbara dan la misma respuesta a la Duquesa de Aiguillon, que desea tener en su casa una Hija de la Caridad: «Señora, he salido de casa de mis padres para servir a los pobres, y usted es una gran dama, rica y poderosa. Si usted fuera pobre, señora, la serviría de buena gana» (Cf. esp. n. 2242).
¡Extraordinaria novedad! ¡Inversión de valores por causa del Evangelio! Estas jóvenes escogen deliberadamente servir a los pobres en vez de a los ricos. Vicente no pudo por menos de añadir al referir esto a Luisa de Marillac: «¿Qué le parece, Señorita? ¿No le entusiasma ver la fuerza del Espíritu de Dios en esas dos pobres jóvenes y el desprecio que les inspira del mundo y su grandeza?» (Síg. I, p. 358).
Y cuando hay peligro de que se difumine esta prioridad, por causa de diferentes circunstancias, los Fundadores la recuerdan con energía:
Vicente de Paúl escribe a Sor Ana Hardemont, que está en Ussel: «Las Hijas de la Caridad están únicamente para los pobres enfermos que no tienen a nadie que les atienda, y no para las señoras que tienen medios para hacerse servir…» (Síg. VII, 388).
A Sor Francisca Ménage, en Nantes: «La práctica de la caridad, cuando es necesaria, como la de asistir a los miembros afligidos de Nuestro Señor, es preferible a cualquier otro ejercicio» (Síg. VI, 459).
Y Luisa de Marillac a Lorenza Dubois, en Bernay: «…Dios no ha llamado a nuestra vocación para ayudar a las señoras en el servicio a los pobres y por consiguiente somos las servidoras de unas y otras» (Corr. y Escr. Coste, 588, p. 539).
C. Sirvientas de los pobres, ¿Por qué?
A siete Hermanas enviadas a misión a Hennebont, Montmirail y Nantes, Vi-cente de Paúl puntualiza: «…si os llevan a ver al Sr. Obispo de esa región, le pediréis su bendición… Si os pregunta quiénes sois… decidle que sois unas pobres Hijas de la Caridad que os habéis entregado a Dios para el servicio a los pobres…» (Conf. esp. n. 906-7).
Animadas por la Fe y el Amor a Dios, aquellas sirvientas de un tipo nuevo ven a Jesucristo en el pobre que sufre, quienquiera que sea ese pobre y dondequiera que se encuentre. Comentando el pensamiento expresado por una Hermana en la conferencia sobre el amor de Dios, San Vicente insiste: «…Como ha dicho una Hermana… al servir a los pobres se sirve a Jesucristo. Hijas mías ¡cuánta verdad es esto!… Id a ver a los pobres condenados a galeras, en la cadena, y en ellos encontraréis a Dios… servid a esos niños, y en ellos encontraréis a Dios… Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontraréis a Dios. ¡Oh, hijas mías!, ¡a cuánto agradecimiento nos obliga esto!» (Conf. esp. n. 414).
Fortalecidas con tales convicciones, las sirvientas consideran a los pobres como a sus amos, que tienen derecho a ser exigentes: Sor Bárbara recoge con toda mansedumbre la sopa que un forzado a galeras le ha tirado a la cabeza, y le muestra un rostro afable (Conf. esp. n. 2243). Juana Dalmagne escogía el pan más tierno para dárselo a los pobres, diciendo: «A Dios no se le puede dar más que lo que es bueno» (Conf. esp. n. 305). Enriqueta Gesseaume suplicó a Vicente de Paúl que la enviara a Calais a tomar el puesto de las que habían muerto cuidando a los soldados heridos en la batalla de las Dunas (Síg. XI/3 p. 353).
Jesucristo es a la vez el pobre a quien se sirve con amor y el modelo deteni-damente contemplado en la oración: «…tenemos que tener continuamente ante la vista nuestro modelo, que es la vida ejemplar de Jesucristo, a cuya imitación estamos llamadas no sólo como cristianas, sino también por haber sido elegidas por Dios para servirle en la persona de sus pobres» (Corr. y Escr. Coste, 257, p. 259).
D. Sirvienta de los pobres, ¿Cómo?
Si el servicio a los ricos resulta difícil, el que se presta a los pobres no lo es menos, por el sufrimiento continuo que tienen. Escuchemos a San Vicente: «Jua-na, pronto verás que la caridad pesa mucho… Tú eres la humilde sirvienta de los pobres, siempre sonriente y de buen humor. Ellos son tus amos, unos amos terriblemente susceptibles y exigentes: ya lo verás. Entonces, cuanto más feos sean y sucios, cuanto más injustos y groseros sean, tanto más tendrás que darles tu amor. ¡Sólo a cambio de tu amor te perdonarán los pobres el pan que les des! (según la película: Monsieur Vincent).
Entre las numerosas exigencias del servicio a los pobres, vamos a detenernos en tres: la proximidad o cercanía, la competencia y la obediencia.
• La proximidad
Estar cercano a alguien lleva consigo connotaciones de trato, de semejanza, de comprensión. Estar cercano a alguien no significa «ser como», sino «estar con».
Genoveva Doinel se ha quedado cierto tiempo sola en Chantilly cuando recibe una nueva compañera que le envían. Con esta ocasión, Luisa de Marillac le escribe: «…Le ruego sea usted para ella ejemplo de verdadera Hija de la Caridad, que es de Dios para el servicio a los pobres y que, por consiguiente, tiene que estar más con los pobres que con los ricos…» (Corr. y Escr. Coste, 690, p. 622). Con frecuencia encontramos esta recomendación en las cartas de Santa Luisa, porque de sobra sabe la tentación tan fuerte que resulta para las Hermanas el conversar con personas acomodadas.
Al igual que los pobres, sus amos, las Hijas de la Caridad han de vivir pobre-mente; así lo prescribe con firmeza el reglamento de Angers: «Cuidarán de los bienes de los pobres como si fueran de Dios…; para vivir, vestir y dormir, se contentarán con lo que se les dé; en resumen, se acordarán de que han nacido pobres, de que tienen que vivir como pobres, por amor al Pobre de los pobres, Jesucristo Nuestro Señor…» (Síg. X, p. 681).
Vivir pobremente es ahorrar, aceptar vivir con restricciones, escoger lo menos bueno, dar lo mejor a los pobres: día tras día y al filo de los acontecimientos, Luisa de Marillac invita a las Hermanas a que acomoden su estilo de vida al de los pobres. Sor Ana Hardemont ha hecho un pedido de medicamentos demasiado abundante. Estos correrían el riesgo de echarse a perder: «Recuerden que es a los pobres a quienes sirven y que es el dinero de ellos el que emplean ustedes, por lo que tienen que ahorrarlo al céntimo para tener la conciencia tranquila» (Corr. y Escr. Coste, 214, p. 222).
Con frecuencia, la asignación prevista en los contratos de fundación para el servicio a los pobres y el sostenimiento de la Comunidad, no se abona a tiempo: las Hermanas se ven entonces en aprietos; tal es el caso de Arras. Luisa escribe a Margarita Chétif: «Le ruego, querida Hermana, que me diga cuándo necesita dinero, porque no quiero que les falte lo necesario para alimentarse y vestirse, como si estuvieran en la Casa…» (Corr. y Escr. Coste, 717, p. 648).
Sin embargo, para el alimento y el vestido, las sirvientas de los pobres deben preferir, cuando de ellas se trata, lo menos bueno: «Le agradezco de corazón, querida Hermana (Sor Genovena Doinel)… el hermoso pescado que nos ha enviado: si hubiese sido posible devolvérselo con prontitud, le hubiera rogado diera usted con él un festín a sus pobres enfermos, porque bien sabemos que nuestra Compañía no se regala de ese modo…» (Corr. y Escr. Coste, 573, p. 527). Sor Juliana Loret, que ha tenido el detalle de enviar hermosa fruta a la Casa Madre, y a su vez Sor Bárbara, sidra de Normandía, recibirán la misma respuesta.
En Bernay, las señoras de la Caridad están buscando un alojamiento para las Hermanas. Luisa escribe a Sor Bárbara: «…Pienso, Hermana, que cuando se trate de buscarles alojamiento definitivo, tendrá usted cuidado de elegir una vivienda propia para unas pobres muchachas…» (Corr. y Escr. Coste, 475, p. 445). Pero resulta que la casa escogida es demasiado hermosa para unas sirvientas, y Luisa no vacila en adoptar un tono severo: «Y ¿qué le diré de esa hermosa casa en que habitan ustedes? Su profesión de pequeñez y pobreza, ¿no le hace sentir a veces como oleadas de temor? (Corr. y Escr. Coste, 553, p. 508).
Pobreza de bienes y pobreza de corazón son inseparables. El sufrimiento, la enfermedad, la humillación, constituyen «la fortuna» de los pobres. ¿Por qué no habría de serlo también la de sus sirvientas?
La guerra civil de La Fronda ha causado estragos en Angers. Luisa escribe a Sor Cecilia Angiboust, Hermana Sirviente del Hospital: «La lectura de todas las aflicciones y calamidades ocurridas en Angers me ha causado honda pena por todo lo que los pobres tendrán que sufrir; suplico a la divina bondad los consuele y les dé el socorro que necesitan. También ustedes, queridas Hermanas, han tenido gran trabajo y dificultades; pero, ¿han pensado que era justo que las siervas de los pobres sufriesen con sus amos?… (Corr. y Escr. Coste, 404, p. 382).
Al hacer los envíos a misión, San Vicente no oculta a las Hermanas lo que tendrán que sufrir: «Otro medio para humillaron serán las ocasiones que podréis tener para ello por parte de las mismas personas a quienes queráis ayudar. Hijas mías, podéis esperarlo así… y podrá suceder, quizá, que el desprecio con que os traten sea tan grande que toda la Compañía tenga que sufrir alguna censura…» (Conf. esp. n. 1523 – envío de dos hermanas a La Fé re).
Esta semejanza con los pobres, querida y buscada, hace que las Hermanas estén atentas a sus necesidades, envuelto todo ello en gran respeto: «No sé si tienen ustedes la costumbre de lavar las manos a los pobres; si no lo hacen, les ruego se acostumbren a ello» (Corr. y Escr. Coste, 331, p. 324). ¡Cuánta delicadeza encierran estas palabras!: «…les ruego’ hagan por sus pobres todo lo que puedan, especialmente en relación con el servicio espiritual que les deben ustedes…» (Corr. y Escr. Coste, 241, p. 243).
Hay una expresión que solemos encontrar frecuentemente en la correspon-dencia de Luisa de Marillac: «los pobres vergonzantes»; con ella designa a los pobres que se ocultan, que no se atreven a manifestar o mostrar su pobreza. El objetivo de las Caridades era la visita a los pobres, al enfermo, en su propia casa: la relación personal, el descubrimiento de sus necesidades. Ahora bien, en diferentes lugares las señoras de las cofradías preferían abrir un hospital. En ese caso, ¿qué suerte les esperas a los pobres vergonzantes? Luisa pone en guardia a las Hermanas:
A Sor Bárbara, en Bernay: «…Ya verá usted cómo los pobres vergonzantes van a verse privados del socorro que era para ellos la comida ya preparada y las medicinas, y que la pequeña cantidad de dinero que se les proporcionaba ya no se empleará en sus necesidades… Estamos obligadas… a impedir que esto ocurra…» (Corr. y Escr. Coste, 553, p. 508). Igualmente es la advertencia hecha a Sor Francisca Carcireux, en Narbona.
Por todas partes, la vocación de sirvientas implica que las Hermanas sean la voz de los que no tienen voz. Luisa escribe a Sor Bárbara Angiboust: «…gozan ustedes la dicha de tener ahí, en Fontainebleau, a nuestra bondadosa Reina; si Su Majestad quiere hablarle, no ponga ninguna dificultad… no dejen de hacerlo también (exponerle las necesidades), con toda verdad, con las de los pobres.» (Corr. y Escr. Coste, 241, p. 243).
• La competencia
Como las sirvientas de su tiempo, las primeras Hermanas son, en general, pobres de cultura, pero no carecen ni de inteligencia ni de buen juicio, ni de perspicacia, y los Fundadores no dudan en confiarles pesadas responsabilidades. Así tenemos a Juliana Loret Directora del Seminario a los 25 años, y a los 26, reemplazará a Santa Luisa durante sus viajes, como Hermana Sirviente de la Casa Madre.
Varias de ellas asumirán la función de Hermana Sirviente muy poco después de su ingreso en la Compañía, y aunque la Fundadora no dejará de seguirlas muy de cerca, tendrán que enfrentarse con toda suerte de dificultades: con los admi-nistradores, el Párroco, las Señoras —y salir adelante día tras día.
La buena voluntad y la intuición no siempre bastan: el servicio a los pobres exige una verdadera competencia esto es cuestión de justicia. Enriqueta Gesseaume es una excelente boticaria y prepara los medicamentos con gran competencia. Por eso, antes de que se la llame del Hospital de Nantes, la Hermana Sirviente tendrá que cuidar de preparar a otra Hermana en esos empleos. «…Le ruego me diga lo más pronto posible si no podría usted acabar de enseñar a una Hermana que ya sepa hacer remedios, a que haga las preparaciones de los medicamentos, porque ahora nos sería difícil enviarle una ya for-mada» (Corr. y Escr. Coste, 286, p. 283).
El nivel de instrucción en las escuelas primarias no era muy alto, que digamos; pero por lo menos había que saber leer y escribir para enseñarlo a las niñas. Sor Bárbara tiene setenta alumnas en Fontainebleau, y puesto que ha llegado a nuestro poder el documento oficial permitiendo la apertura de una escuela en la Casa Madre, en la feligresía de San Lorenzo, ¿por qué no pensar que servía de escuela de prácticas para las Hermanas jóvenes que habían de aprender para enseñar? «Hay que pensar un poco en la manera de enseñar a sus hijas a llevar la escuela…», le escribe Vicente a Luisa (Síg. I, 446).
Para este aprendizaje, las primeras Hermanas podrán ir a casa de las Ursulinas, que están más especializadas en la enseñanza. Después, utilizarán los mismos métodos pedagógicos. Con relación a la enseñanza a los Niños Expósitos, en Bicétre, Luisa escribe: «Me gustaría tuviésemos esos carteles alfabéticos que pondríamos en las paredes: es el método que tienen las Ursulinas en algún lugar…» (Corr. y Escr. Coste, 210, p. 217).
En lo tocante a las enfermeras, es muy importante que sepan hacer sangrías y administrar los remedios, ya que en ello va la salud de los enfermos. Tienen que poner también gran atención en cómo proceden los médicos, e instruirse mutuamente. «Todo esto es muy necesario —dice el Sr. Vicente— y haréis mucho bien cuando estéis instruidas en todo. Es conveniente que tengáis algunas charlas sobre este tema» (Conf. esp. n. 363). Hay que tener en cuenta también que las cartas de Luisa de Marillac están llenas de consejos acerca de los cuidados que hay que dar a los enfermos, de recetas para preparar medicamentos y pociones eficaces… recetas que se transmiten de unos a otros.
La enseñanza del catecismo es una de las prioridades de la Iglesia en el siglo XVII: la ha recomendado el Concilio de Trento para poner remedio a la ignoran-cia del pueblo. En las escuelas, en las parroquias, en las salas de los hospitales, las Hermanas «enseñan la doctrina». Para ello es necesario que adquieran una formación (véase la conferencia del 16 de marzo de 1659: Conf. esp. n. 2212 y ss.). En el Consejo del 22 de marzo de 1648, se dio un hecho significativo. Luisa de Marillac se da cuenta de que ha enviado a Sor Turgis el catecismo de Belarmino, pero teme que esta obra no sea adecuada para las Hijas de la Caridad, que deben permanecer en humildad. «Nuestro venerado Padre respondió: Señorita, no hay ningún catecismo mejor que el de Belarmino; si todas nues-tras Hermanas lo supieran y lo enseñaran, no enseñarían más que lo que deben enseñar, ya que les toca a ellas instruir a los demás, y sabrían lo que tienen que saber los párrocos» (Sig. X. p. 792).
¿Y qué decir de la formación psicológica y espiritual de las Hermanas Sirvientes que, alejadas de la Casa Madre, deben cuidar de la buena marcha de una comunidad?
Creo que se puede asegurar que, para el servicio a los pobres, y gracias a sus fundadores, las Hijas de la Caridad tenían una formación superior a las de las mujeres de su clase social.
• La obediencia
Tenemos ocho conferencias de San Vicente dedicadas a este tema: cuatro tratan de la obediencia propiamente; otras cuatro, de la «indiferencia», es decir, la disponibilidad. Van surcando, por decirlo así, la historia de la Compañía de 1642 a 1659. Con esto queda dicho, a la vez, la necesidad de la obediencia y sus difi-cultades.
Obedecer: ¿por qué? Para imitar a Jesucristo: «…la Hija de la Caridad, que tiene que formarse sobre el modelo de Jesucristo, ¿querrá hacer algo distinto de la voluntad de Dios? (Conf. esp. n. 850).
y para servir a los pobres: ¿Qué pasaría si alguna se atreviese a desobedecer?… ¿Quién iría a esos pobres condenados a galeras? ¿Quién serviría a esos pobres enfermos de las aldeas? ¿Quién visitaría a los que están sin asistencia en sus habitaciones, en esos pajares?… ¿Podría realizarse todo esto si no se os pudiese mover de un lugar?… (Conf. esp. n. 856).
Estas jóvenes que van y vienen por las calles para el servicio, «tienen por clausura la obediencia». Por eso, no podrán emprender nada por propia voluntad suya: los fundadores se muestran firmes y exigentes en este punto.
Vicente escribe a Sor Maturina Guérin, que está en La Fére: «Le ruego que una vez que reciba la presente, se disponga a venir en el primer coche; se ha presentado la apertura de un establecimiento importante, en Bretaña (era Belle-Isle), para el que la necesitamos. Dé las instrucciones que crea necesarias a la Hermana que está con usted, para que se haga cargo de las cosas hasta que le hayamos enviado una Compañera…» (Síg. VIII, 383).
En agosto de 1651, Sor Enriqueta Gesseaume, que está en Nántes, recibe la siguiente carta del «Señor Vicente»: «Siento una gran alegría al tener la oca-sión de encomendarme a sus oraciones, como ahora lo hago, y de señalarle la voluntad de Dios que la llama a usted a Hennebont. Le he pedido a nuestra Hermana Ana Hardemont que vaya a Nantes a trabar en el hospital de ustedes; a usted le ruego que vaya a ocupar su puesto para ser Hermana Sirviente, y que consiga de los Señores Padres de los Pobres (los Administradores del Hospital) que acepten esta decisión, como lo espero» (Síg. IV, 232).
Pero Sor Enriqueta no se distingue precisamente por su docilidad, y es, por otra parte, la mejor boticaria. Como el efecto no sigue a la carta, recibe otra el 1.° de octubre: «Recibo su carta con gran alegría al verla dispuesta a marchar donde la Providencia la llame… Le ruego, sin embargo, que me indique si tiene usted más inclinación a quedarse en Nantes… o si sigue usted deseando que la saquemos de ahí. En este último caso, hemos decidido la Srta. Le Gras y yo enviarla a Hennebont por algún tiempo, según nuestro primer plan, y le ruego que vaya allá, una vez recibida la presente…» (Síg. IV, 251-52).
A veces la obediencia consiste en permanecer en una situación difícil: Es el caso de Ana Hardemont y A. Vigneron, en Ussel: están lejos de la Casa Madre, no tienen suficiente ocupación, la Duquesa de Ventadour no acaba de concretar cuál va a ser su ocupación. Luisa comprende su sufrimiento y las invita a una mirada de Fe: «…Mis queridas Hermanas: Si queremos contentar a este buen Dios, no hay que mirar tanto a lo que nosotros queremos hacer como a lo que El quiere que hagamos. Desde que su amor las llamó a su servicio, bien sabía El que serían enviadas a Ussel y lo que en los comienzos tendrían que hacer ahí, y de antemano aceptó la sumisión de ustedes a su divino agrado…» (Corr. y Escr. Coste, 642, p. 583-84). Y unas semanas después: «Menester es amar el beneplácito divino en todos los acontecimientos que dispone su Providencia; es verdad que están ustedes en grandes dificultades y penas… Sometámonos a Dios desde este momento… para querer todo lo que plazca a su bondad…, hagan lo que buenamente puedan con gran paz y tranquilidad para dejar lugar a las disposiciones de Dios sobre ustedes…» (Corr. y Escr. Coste, 654, p. 593).
En Angers va a darse un cambio importante: dos Hermanas van a reintegrarse a la Casa Madre, y Luisa prepara a la Comunidad para este acontecimiento que va a ser doloroso para ella: «En cuanto a los traslados, suplico a la bondad de Dios la guarde a usted lo mismo que a todas nuestras queridas Hermanas, de desearlo formalmente… ¿Quiénes somos nosotras para querer escoger libremente nuestros caminos? Dejemos que Dios actúe» (Corr. y Escr. Coste, 245, p. 247).
Preciso es creer que las primeras Hermanas trataron de dejar que Dios actuara. Para algunas de ellas —y estoy pensando en María Joly, Francisca Carcireux, Marta Dauteuil y otras— la obediencia no debió de ser cosa fácil; pero una rápi-da mirada al perfil histórico de su vida nos las muestra ágiles y disponibles.
Veamos algunos ejemplos: Bárbara Angiboust asumió doce traslados en vein-ticuatro años de vida de comunidad; Ana Hardemont, once en veinte años; Mar-garita Chétif, diez en cuarenta y cinco; Isabel Turgis, siete en doce años; Isabel Martín, siete en trece…
A pesar de los obstáculos interiores y exteriores, estas Hermanas albergaban en lo íntimo de su corazón un deseo profundo de correr en servicio de los pobres. Desde Sedán, Sor María Joly envía cartas en las que describe los sentimientos de los pobres en aquella región devastada por la guerra: «Les he leído a nuestras Hermanas (de la Casa Madre) todo lo que podía servirles de estímulo al ver su ejemplo —escribe Luisa de Marillac a Vicente de Paúl—. Me parecía verlas como dicen que se ponen -los soldados cuando oyen el toque de alarma» (Corr. y Escr. Coste, 56, p. 66).
¿No es ésta la actitud de la sirvienta?
E. Sirvientas en comunidad y en una Compañía
Esta dimensión es, evidentemente, nueva en relación con lo que hemos dicho acerca de la condición de los criados en el siglo XVII, ya que entre ellos no existía ninguna solidaridad organizada; más bien se daba el individualismo y acaso la rivalidad por temor a perder el puesto. Nueva también en relación con las congregaciones religiosas femeninas de la época, las que en su mayoría estaban formadas por señoritas de posición elevada que aportaban una dote y vivían en un monasterio: Carmelitas, Capuchinas, Hijas de la Visitación… y otras.
Vicente de Paúl no oculta su admiración al pensar en el designio de Dios sobre aquellas muchachas del campo: «Vuestra institución no es obra de los hombres; por tanto, podéis decir con seguridad que es de Dios. Y ciertamente, una Compañía ordenada para una misión tan agradable a Dios, tan excelente en sí misma y tan útil para el prójimo, no puede tener por autor más que al propio Dios. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de semejante obra antes de hoy?… Sólo Dios puede hacer esto… El ha querido esta Compañía de Hermanas de diferentes países para que todas ellas no fuesen más que un sólo corazón. ¡Sea por siempre bendito su santo y adorable nombre!» (Conf. esp. n. 404, 406).
Esta expresión «no fuesen más que un solo corazón» se refiere, probablemente, en el contexto de esta conferencia, al espíritu y a la finalidad de la Compañía; pero también a la manera de vivir de cada una de las Comunidades locales.
A mi juicio, una lectura ordenada, seguida, de la correspondencia de Luisa de Marillac, deja dos impresiones en lo que a la vida comunitaria se refiere:
Por una parte, su preocupación constante y prioritaria por el acompañamiento de cada Hermana y de cada Comunidad;
Por otra, la marcha difícil, en pugna con cantidad de obstáculos, de esas comunidades.
Esta doble impresión nos lleva a preguntarnos:
¿Por qué la vida comunitaria?
En los comienzos, las primeras aldeanas que llegan a París para servir a los pobres, se dispersan por las diferentes Cofradías. Pronto, sin embargo, Vicente y Luisa ven la necesidad de reunirlas para proporcionarles un apoyo, para guiarlas. Poco a poco, van formando un grupo distinto del de las señoras, bajo la dirección de Luisa de Marillac, que las envía de dos en dos, o a veces tres, a los lugares donde las piden. Y así nace la Compañía.
«Tenéis que pensar con frecuencia que vuestro principal negocio, las dice Vicente, y lo que Dios os pide particularmente es que pongáis mucho cuidado en servir a los pobres, que son vuestros señores… Para eso os ha puesto juntas y os ha asociado Dlos; para eso ha hecho Dios vuestra Compañía…» (Conf. esp. n. 196).
«Servir mejor a los pobres todas juntas» (Corr. y Escr. Coste, 110, p. 114), es decir, poder así discernir mejor las necesidades y darles una respuesta, poder sostenerse mutuamente, ponerlo todo en común, como hacían los primeros cris-tianos, y revelar, así también, el amor de Dios.
Los Fundadores no cesan de repetírselo a las Hermanas, de explicárselo a medida que la vida les proporciona ocasión para ello: «Así, pues, hija mía, hay que hacerlo así, y que no pase nada, ni se haga nada, ni se diga nada, sin que lo sepáis la una y la otra. Hay que tener ese trato mutuo (esa «mutualidad») (Síg. X, p. 773), dice Vicente de Paúl a Ana Hardemont antes de su partida para Montreuil, con María Lullen. Y Luisa de Marillac, en las instrucciones que les da con el mismo motivo insiste: «…las verdaderas Hijas de la Caridad, para cumplir lo que Dios pide de ellas, deben ser como una sola… debemos, para asemejarnos a la Santísima Trinidad, no ser más que un corazón y no actuar sino con un mismo espíritu, como las tres divinas Personas…» (Corr. y Escr. 5. 55 n. 178, p. 759).
Pero, en tiempo de los Fundadores, como hoy, la vida comunitaria ¡es una aventura que requiere audacia! Cuando se intenta estudiar la historia de algunas Comunidades locales de los orígenes, se las ve en pugna con toda clase de obstáculos, procedentes, unos, de las mismas Hermanas, otros, de diversas situaciones: relaciones con los administradores, con las señoras, el clero.
En Chars, el párroco, jansenista, humilla a las Hermanas en público.
En Montreuil-sur-Mer, nombran a una superiora para el hospital elegida entre los miembros del personal, poco después de la llegada de las Hermanas (Ana Hardemont y María Lullen) y, al fallecer el Conde de Lannoy, que había solicitado la fundación, la situación se hace imposible, hasta el punto de que hubo que retirar a las Hermanas a los tres años de estancia allá.
En Narbona, para responder a la petición del Obispo Francisco Fouquet, Vicente ha escogido Hermanas de grandes cualidades, entre ellas Francisca Carcireux, que es la Hermana Sirviente, muy competente en el servicio y antigua en la Compañía. Pero no tienen trabajo suficiente, no les han proporcionado aloja-miento a las tres juntas… La vida comunitaria se resiente y, encontrándose solas, tan lejos de la Casa Madre, hacen confidencias a personas externas, descuidando el servicio a los pobres… (Corr. y Escr. cf. Coste, 713, p. 642-43).
En Angers, a pesar de las visitas de los fundadores y del seguimiento de las Hermanas que hace el Abad de Vaux, surgen numerosos problemas entre la Co-munidad y los administradores y también entre las mismas Hermanas… Ello da lugar a numerosos traslados.
En Nantes, la cosa es todavía peor. Conflictos comunitarios, amistades con externos, mala inteligencia con el confesor, calumnias, traslados, salidas de la Comunidad… Merece la pena leer la extensa carta escrita por Vicente de Paúl en 1647 (Síg. III, 159) y el informe de la visita hecha por el P. Lamberto, Sacerdote de la Misión (Síg. III, p. 191).
Tenemos pocos documentos relacionados con las pequeñas Comunidades de París: lo más probable es que hubiera una en cada parroquia, vinculada con la Cofradía de la Caridad. Al estar cercanas a la Casa Madre, las Hermanas podían ver con frecuencia a los Fundadores, asistir a las conferencias, y sin duda eran más manejables.
Así, lentamente, con altos y bajos, pero con seguridad, va transcurriendo la marcha de las comunidades de vida fraterna y, juntamente con ellas, la construcción de la Compañía… Las dificultades no detienen el designio de Dios que «escribe derecho con renglones torcidos».
• Más que entresacar, en las conferencias y correspondencia, las motivaciones y medios que indican los Fundadores, leamos sencillamente dos cartas especialmente significativas (por supuesto, se podrían encontrar muchas más).
— Luisa de Marillac a Sor Bárbara Angiboust y Sor Luisa Ganset, en Richelieu, el 26 de octubre de 1639 (C. y E. C. 15, p. 31).
Hace apenas un año que han sido enviadas, a petición del Cardenal, a aquella ciudad acabada de construir, para atender a los enfermos e instruir a los niños pobres. Después de unos comienzos felices, la situación se ha deteriorado, y Luisa interroga a las Hermanas acerca del testimonio que están dando: «…son (ustedes) causa de que Dios sea ofendido… el prójimo escandalizado, y dan ustedes pie a que no se estime como antes el santo ejercicio de la Caridad…».
A cada una personalmente y luego a las dos juntas, Luisa invita a una revisión comunitaria.
Sor Bárbara, la Hermana Sirviente, demasiado autoritaria, tendrá que recordar la humildad que exige su cargo. Luisa de Marillac le señala el remedio: «Pón-gase ante la vista sus faltas, sin excusarlas… excite en su corazón un gran amor por nuestra querida Sor Luisa… arrójese a sus pies y pídale perdón por sus sequedades…».
Sor Luisa, por su parte, no practica la pobreza ni la obediencia: «Querida Sor Luisa… creo… que la causa de la mayor parte de las faltas que comete es que maneja usted dinero… póngalo todo en manos de Sor Bárbara… excítese al amor de la santa pobreza para honrar la del Hijo de Dios… arrójese también a los pies de Sor Bárbara…»
Luisa se culpabiliza igualmente a ella misma, reconoce sus fallos de los que pide perdón y da la siguiente motivación a su carta, dura indudablemente: «…es el amor que Dios me da por todas ustedes el que me hace hablar así…».
Después, en una postdata de gran importancia, indica los pasos concretos que tienen que dar una y otra: estar juntas lo más posible, decirse mutuamente las cosas, que empleen bien el tiempo en el servicio a los pobres… con esta mag-nífica conclusión: «Una verdadera humildad lo arreglará todo».
— Vicente de Paúl a Ana Hardemont, Superiora en la ciudad de Ussel, el 4 de enero de 1659 (Síg. VII, 369).
Hace siete meses que se encuentran en Ussel para dar respuesta a la petición de la Duquesa de Ventadour, amiga de Luisa de Marillac, y servir a los pobres en aquella pequeña ciudad perdida en el departamento de Corréze, y tanto Sor
Ana Hardemont como su compañera están aburridas y hastiadas, por lo que pi-den su traslado al Sr. Vicente, sin poder desechar el pensamiento de que Luisa de Marillac las ha enviado allá para deshacerse de ellas. Para colmo, no se entienden entre sí. La situación es inquietante. Vicente les responde con realismo y firmeza no exenta de bondad, y va tomando punto por punto los elementos de la situación:
El comportamiento de Sor Ana es inadmisible: …»una Hija de la Caridad, de las más antiguas en la Compañía, a la que la Providencia ha conducido al Limousin… que se quiere volver por pura fantasía… A ello le respondo, Hermana, que a nadie le gusta vivir en países extraños… ¡Cuántas mujeres hay que se han casado con personas de lejos y que no están contentas con el sitio en que vi-ven ni con su marido: Pero no por eso se vuelven a casa de sus padres…»
Para servir a los pobres: «…no tiene suficiente tarea… Haga bien lo poco que tiene que hacer… vaya a visitar y servir a los pobres, turnándose con su Hermana o juntamente con ella; ese es un medio para no aburrirse…»
En cuanto a la vida comunitaria, Vicente recomienda un afecto recíproco, apoyado en el respeto mutuo: «amándose como hermanas, apreciándose y respetándose como hijas de Nuestro Señor… soportándose en sus pequeñas debilidades como les gustaría a cada una que la soportasen… Su Hermana debe seguir sus consejos, ya que lleva usted la dirección, pero también debe usted por su parte mandar con humildad, con amabilidad y con prudencia.
Vicente establece una relación entre la perseverancia en la vocación, el amor a la Compañía y el trato con los superiores: «(hay almas que se pierden por no someterse a las personas que Dios ha establecido para dirigirlas… no debe usted perder la confianza que tiene en la Señorita. Ella es su Madre que tiene derecho a darles las instrucciones… ha recibido la gracia de Dios para darlas».
La carta termina con estas palabras: «Dios no las da (las gracias) más que a los humildes y sencillos. Pido a su divina bondad que la haga a usted de ese número. Soy en su divino amor, Hermana, su afectísimo hermano y servidor.
Las cartas de Vicente a Sor Ana casi siempre terminan así. Probablemente esa amistad fraternal era la que permitía al Fundador hablar con tanta firmeza y sin rodeos.
Son muchas las cartas que hacen alusión a acontecimientos gozosos, a mo-mentos de paz y alegría comunitarias: «Alabo a Dios con toda mi alma por el sincero afecto que su bondad les comunica una hacia otra, eso es lo que mantiene la unión y la tolerancia que las Hijas de la Caridad han de mantener entre sí…» (Corr. y Escr. Coste, 545, p. 502).
He querido, sin embargo, poner de relieve esa certeza que queda inscrita en los textos de los orígenes: es decir, que la Compañía está compuesta de Comunidades en marcha en seguimiento del proyecto de Dios, con Fe y Amor. Es una búsqueda que viene durando hace más de tres siglos… y nosotras nos hallamos en ese camino. En eso consiste la fidelidad.
III – Interpelaciones para nosotros, hoy
Las interpelaciones que han dejado huella en mí durante esta reflexión, pueden reunirse bajo un solo título:
Invitadas a la Fe y a la Esperanza
«¡Oh hija llena de Fe!», exclamó San Vicente en la conferencia sobre las virtudes de Sor Juana Dalmagne. Efectivamente, les fue necesaria una Fe muy sólida a aquellas sirvientas para poder dar cumplimiento al proyecto de Dios.
Contemplar la vida de nuestras primeras Hermanas nos interesa, nos encanta, nos maravilla, pero de muy poco nos serviría esto si no nos hiciera sacar mo-tivos para vivir como Hijas de la Caridad, hoy. Nuestros orígenes no son un mu-seo ni un álbum de recuerdos, sino un manantial.
Me parece que la fidelidad no consiste ni en reproducir ni en transponer, sino en inventar para hacer algo nuevo, cimentado en el espíritu de los orígenes, en el carisma de los Fundadores: Vicente, Luisa, las primeras Hermanas… porque también ellas fundaron nuestra Compañía: fueron las «piedras fundamentales».
Escuchemos lo que decía Madre GUILLEMIN: «Si queremos ser fieles a esos grandes innovadores que fueron nuestros santos Fundadores, habremos de que tener en cuenta las situaciones concretas que se presenten a nosotras y reencontrar en su pureza original la llama creadora y santificadora del espíritu primitivo.
A. Invitadas a la Fe
Invitadas a la Fe para seguir creyendo. Enfrentadas hoy a diversas dificultades, especialmente al escaso número de vocaciones, corremos el riesgo de dejar que crezca en nosotras y en nuestras Comunidades una excesiva inquietud. «Hijas mías, Dios es fiel… —nos dice San Vicente— «¡Fiaos de El!»… «Esta confianza es toda la riqueza de las Hijas de la Caridad y su seguridad…» (Conf. esp. n. 149).
A través de los acontecimientos, el Señor nos pide que contemos con El y que nos sostengamos mutuamente en esta confianza, cualesquiera que sean nuestra edad y nuestro servicio.
Invitadas a la Fe para escuchar las llamadas de nuestro tiempo, con un corazón disponible… «dóciles y manejables bajo la guía de la divina Providencia» (Conf. esp. n. 150).
Invitadas a la Fe para contemplar nuestra vida y la vida de nuestras Comunidades, sin miedo y sin ceder a la tentación de huir. ¿Tenemos el fervor de los orígenes? ¿En qué aspecto nos desafía la vida de nuestras primeras Hermanas?
B. Invitadas a la Esperanza
para discernir y poner en práctica nuevas respuestas, para dejar al Espíritu Santo que convierta nuestro corazón y transforme nuestra vida, para saber maravillarnos de lo que se da en nosotras y a nuestro alrededor.
Ser fieles es mirar hacia el futuro. Nuestro Dios no se deja detener por nuestras limitaciones. Nos llama a que nos pongamos en marcha, a que nos atrevamos.
El dinamismo y el entusiasmo de los comienzos, tenemos que conservarlos o reencontrarlos, hoy. En la oración sacaremos fuerzas para ello.
Llamadas a la misma vocación que las primeras Hermanas, tenemos que vivir esa vocación en el contexto actual social y religioso, en nuestro tiempo.
Nuestra Fe y nuestra Esperanza tendrían que ser tan vigorosas que llegaran a traslucir en nosotras y a transfigurarnos.
El 13 de febrero de 1646, San Vicente decía: «…vuestra Compañía, como entonces (en los comienzos, trece años antes) no era lo que actualmente, hemos de creer que tampoco es ahora lo que será luego, cuando Dios la haya situado en el puesto en que la quiere; porque, hijas mías, no es preciso que creáis que las comunidades se hacen de un solo golpe…» (Conf. esp. n. 403).
Estas palabras se nos dirigen a nosotras, hoy.