Siempre tuvo la humildad un puesto de preferencia en las manifestaciones religiosas. Así es como G. v. d Leeuw la empleó como uno entre otros criterios para la clasificación de las religiones. En el siglo XVII el tema de la humildad conoció una extraordinaria fortuna. Frangois Guilloré (m. 1648) advierte que la humildad está de moda y escribe que muchos tienen por tarea principal buscar términos que expresen esa verdad, pero cuando hacen frente día tras día a las dificultades que la práctica de ella envuelve, se muestran incapaces de reacción.
La humildad que afecta revestir sus pensamientos o palabras de un exterior modesto es siempre una máscara que deja intacto el orgullo, la hybris del hombre, salvo en los casos excepcionales, cuales son precisamente los santos.
A finales del otro siglo y comienzos de éste prodújose una viva reacción, fácil de comprobar en los autores que sostuvieron polémicas al respecto. Con todo, no se encuentra en ellos una respuesta que revalúe el aspecto positivo de la humildad.
En los medios católicos se propone una distinción entre virtudes pasivas y activas: sólo estas últimas serían aptas para modelar, entre otras, la personalidad; las primeras, por el contrario, y entre ellas la humildad, se definen como defensas psicológicas de la persona.
El mensaje de Santa Teresa de Lisieux (m. 1897) fundía el amor y la humildad en el concepto de infancia espiritual, en el que el amor misericordioso de Dios se unía a la nada de la criatura. Esta es convocada a un amor nupcial y a una disponibilidad total ante la acción de Dios. Esta forma de hablar era entonces objetivamente nueva y capaz de activar energías profundas, como lo demuestra la prerrogativa de patrona de las misiones con la que se honra a la santa.
La experiencia espiritual del Padre de Foucauld (m. 1916) terminó asimismo heroicamente: al elegir el último puesto descubría un singular camino de fecundidad espiritual.
Más recientemente se ha acometido el estudio de la humildad con métodos científicos y positivos, merced a la contribución de filósofos como M. Scheler (m. 1928) y de psicólogos como C. G. Jung (m. 1961) y de teólogos y moralistas.
La humildad en los estudios más recientes de la espiritualidad vicenciana
La humildad es, naturalmente, uno de los centros de interés más vivos para quienes han hecho de San Vicente un objeto de estudio. Maynard, con exageración manifiesta, pretendía que ningún santo llegó a alcanzar la humildad de San Vicente. Bremond, quien hace valer las reiteradas protestas del santo, estima que la humildad le es en cierto modo connatural. D’Agnel coincide en ver en la humildad la virtud dominante de San Vicente; éste es como un instrumento en manos de Dios, según Delarue, función vinculada por un estrecho lazo a la humildad. En efecto, existía el riesgo de disponer las virtudes en forma de lista con un nexo puramente extrínseco y partiendo de hechos y dichos de muy poco relieve.
Con Calvet y Dodin franqueamos una barrera cualitativa. El primero pone la acción como pivote de la espiritualidad vicenciana y propugna una lectura dinámica de la humildad. La vida del cristiano está al acecho de la voluntad de Dios y, llegado el momento, el cristiano acometerá la acción con todas sus fuerzas. Mas la acción nace del amor, y el orgullo, que vicia su contenido, amenaza en todo momento, «dirige el fin de la acción, que no puede ser sino Dios, al hombre».
La humildad de San Vicente fue una humildad de acción y, asimismo, una humildad de inteligencia. Merced a la primera ejerce el papel de instrumento, a disposición de la acción divina. La segunda purga el alma de los rectos de una obstinación intelectual que tiende a subordinar la mística al éxito personal.
Dodin, atento a la evolución en la vida del santo, elude la idea de conversión y señala, entre 1613 y 1616, un proceso de estructuración, de re-creación, efecto de la gracia, uno de cuyos momentos decisivos es la acusación de robo. San Vicente no se subleva contra la pública humillación que «le obliga a entrar en la comunidad de los pobres; éstos apelan a Dios por encima de todas las sentencias y dictados de los hombres».
Dodin pasa de ahí a la exposición sistemática de la doctrina del santo y pone la fuente de su humildad en la imitación de Cristo. El Hijo de Dios manifiesta su amor al Padre en el anonadamiento de la Encarnación, de la muerte, de todas las acciones de su vida. Del absoluto de ese amor fluye el desprecio por los bienes de la tierra, los placeres, los honores, las opiniones del mundo. El hombre que camina hacia Dios debe vivir en un clima de anonadamiento, en cuanto que la humildad es «la fuente directa de todas las virtudes y el origen inmediato de todo bien». Así, «del mismo modo que Cristo está en el centro de su perspectiva dogmática, la humildad es el esfuerzo preferido de su ascesis». De ella brota una acción que no se dispersará. Quien va en pos de Cristo, se reviste de espíritu de pobreza. Así es como el Cristo pobre podrá evangelizar a los pobres sin que deba evadirse del mundo. Por el contrario, está todavía más presente a él «con su amor, su humilde silencio, y nos recuerda que no hay más vida que la de Jesús, el Cristo de los pobres, eterna delicia de ángeles y hombres».
La humildad de San Vicente según el juicio de Saint-Cyran
En un texto inédito que publicaba recientemente Jean Orcibal, Jean Duvergier de Hauranne (1581-1643), más conocido como el abad de Saint-Cyran lanza un ataque violento contra San Vicente. Escribe Saint-Cyran pocos meses antes de su detención, con motivo de haber sido visitado por San Vicente, quien le ha expuesto las razones de su discrepancia doctrinal. El comportamiento era insólito, pues, en general, las sospechas que se abrigaban contra un presunto hereje traducíanse en acusación formal a la autoridad. Esta, por su parte, observaba una línea de conducta que miraba más a obtener la retractación, que a esclarecer la verdad.
San Vicente y Saint-Cyran tenían una misma edad. Sus relaciones habían comenzado en 1629 y duraban ya algunos años. En realidad parecían uno el complemento del otro; Saint-Cyran era más cultivado, San Vicente era humanamente más rico; sobre todo, se adaptaba más para la movilización de las mejores energías del catolicismo francés en favor de una acción de promoción humana y de un programa de evangelización. Imperceptiblemente sus caminos se habían ido separando, y entre ambos se había abierto un foso muy difícil de rellenar. Una causa de discordia era probablemente el giro que debía tomar la restauración del ideal sacerdotal. El discípulo de Bérulle estaba por un sacerdocio contemplativo ante las verdades eternas, mientras que San Vicente acentuaba más que nada los lazos entre clero y pueblo, de donde una formación ascética y pastoral parecíale una posibilidad de salvación para la iglesia de Francia.
Pese a haberse entibiado su trato bajo otros varios aspectos, el encuentro fue cortés en extremo; ahora, Saint-Cyran tenía extensa materia de disensión en cuanto a la sustancia de los puntos doctrinales sujetos a discusión. San Vicente veía interpretar en un sentido radical y extremo, y con expresiones equivalentes a la ruptura, un pensamiento ortodoxo, si se lo sabía leer en el contexto de la vida y de la experiencia cultural de su autor. Por toda respuesta, SaintCyran compuso un escrito) que comunicó a sus discípulos, Antoine Le Maitre (m. 1658) y Claude Lancelot (m. 1695).
Hablando de la humildad espiritual, Saint-Cyran fundamentaba dicha virtud en una consideración que nacía del radicalismo agustiniano referente a la salvación de la «massa damnationis». De ahí la necesidad de una reconversión de valores y la adopción de una actitud dócil y sumisa, pues todo es gracia.
La humildad se relaciona, naturalmente, con la voluntad divina y es —así lo explicaba— «la única forma de no dar a quienes nos consultan más que aquello que hayamos recibido de Dios».
A partir de ahí, entraba en ciertas digresiones que tenían como blanco a San Vicente. Consecuente con la humildad, quienquiera ostente autoridad en la iglesia o en una comunidad, debe dar pruebas de prudencia, cuando manifieste su parecer en asuntos que rebasan su competencia. Pero cuando se ha adquirido una cierta reputación de prudencia o piedad, sin mérito particular alguno y sin la ciencia y dotes necesarias para el gobierno de una casa, no es rara la tentación de erigirse en maestro. Está erizada de peligros la reputación de director de almas, y es casi imposible que uno no ceda a un solapado orgullo. Tal situación comienza a preocupar cuando, como en el caso de San Vicente, hay que dirigir a los ordenandos sin una vasta preparación teológica.
El escrito no estaba destinado a la imprenta, y San Vicente, claro es, no lo conoció; sin embargo, contribuyó a reforzar, en el ambiente de Port-Royal, la leyenda de la ignorancia del santo. Este replicó, indirectamente, durante el proceso instruido contra Saint-Cyran: depuso en favor del amigo y le libró de una severa condena, que se habría pronunciado, si el superior de la Misión se hubiese mostrado implacable. En cuanto a sí mismo, el santo demostraba que una humildad vivida sabe envolver a sus adversarios en una luz positiva y rodearlos de perdón y olvido.
En lo sucesivo, el ardor de la polémica condujo a San Vicente a adoptar una actitud mucho más negativa con respecto a Saint-Cyran, y a interpretar como heréticas las antiguas afirmaciones de aquel colega suyo.
Teoría y práctica de la humildad, según San Vicente
Sería arriesgado y del todo simplista guiarnos aquí por una antología sin relieve: erraríamos las estructuras fundamentales del pensamiento y de la experiencia de San Vicente, que no se emplazarían en un estudio genético de su espiritualidad. El camino a seguir iluminará ante todo la evolución de la experiencia espiritual de San Vicente. En él las eventuales filiaciones literarias adquirirán el sentido y la profundidad de su emplazamiento originario, pues estarán enmarcadas en un cuadro firme y lógico.
No se olvidarán tampoco los condicionamientos concretos que rodearon la vida del santo. Este fue arrollado en un torbellino de acción que tenía por meta la evangelización y la promoción humana. No fue él hombre de estudios, y hubo de dar a sus intervenciones un carácter provisional y de urgencia inmediata. Nunca cuidó de multiplicar sus lecturas y, tras un período de gestación, los préstamos eran asimilados o rechazados, según que fueran afines o contrarios a su síntesis.
Por estas razones debe prestarse la máxima atención al estudio de los primeros años de «conversión», entre 1609 y 1620.
San Vicente no tenía un temperamento humilde y sumiso: era ambicioso, emprendedor, como lo prueba su intento de abrirse paso hacia el éxito. Primero aconteció aquel «asunto que mi temeridad no permite que mencione», y a continuación sobrevino el deseo de materializar el sueño de «un honroso retiro». El contacto con Bérulle fue decisivo para su transformación apostólica y para su humildad. Algunos años antes, Bérulle se había medido con este tema en un breve, mas sustancioso opúsculo: el Bref Discours, adaptación francesa del Breve compendio intorno alla perfezione cristiana, del jesuita italiano Achille Gaglíardi (m. 1607). Esta obra había tenido un notable éxito: nueve ediciones. Juana de Chantal, en una carta del 12 de mayo, 1622, recomienda su lectura a la Visitación de París, de la que San Vicente acaba de ser nombrado director (entre el 21 de septiembre, 1621 y el 22 de diciembre, 1622).
Mirando bien las fechas y las disposiciones de alma, puede afirmarse convincentemente que San Vicente entró en el área de influencia del Breve Compendio, y ello no sólo en virtud de una lectura directa, sino también a través de la obra de Bérulle, que estaba a punto de rebasar las perspectivas de Gagliardi. En 1607 Bérulle había tenido la revelación del carácter central de la Encarnación, cuya cuestión no se plantea en Gagliardi. San Vicente asimiló ambas lecciones, la de Gagliardi y la de Bérulle: las dos envolvían una estima muy escasa de las cosas creadas, una «desapropiación» del amor de sí y una estima muy profunda de Dios. De donde tres consecuencias:
- Necesidad de humillarse hasta el punto de hacer el vacío dentro de uno mismo y matar el amor propio.
- Reserva ante los éxtasis y fenómenos extraordinarios que, por serlo, constituyen un peligro sutil, pero real, para la humildad.
- Conformidad con la voluntad de Dios y confianza en la Providencia: ahí culmina la «desapropiación de sí», hasta el punto de adoptar el alma las razones y puntos de vista de Dios.
San Vicente sigue a los dos maestros, pero sin entrar en su esquematismo: en ésa, como en otras materias, fue muy personal. Comparte la necesidad de «desapropiación». Toma de Bérulle la actitud cristocéntrica por la que se establece una relación directa entre los misterios de la vida terrestre de Cristo y su actual estado glorioso y con la iglesia. Los misterios de Cristo son como los principios de Cristo en nosotros. El hombre es convocado a «adherirse a los estados de Cristo».
Esos estados constituyen una disposición permanente que instaura en el alma un principio operativo nuevo. Se habla así de estados de abandono, de pena, de aridez, de pobreza, de vida escondida, de caridad, de penas, de contradicciones, de fatiga, de «in-acción». Nuestra vida debe recoger todos estos elementos «honrándolos», o sea, participando en ellos con todo nuestro ser. De ahí fluía la predilección de San Vicente por los últimos, por los pobres, en la convicción de que los valores humanos se inviertan en la kénosis, de suerte que los pequeños son promovidos a grandes en el Reino de Dios.
Pero mucho más que el contacto o la lectura de Bérulle, orientó a San Vicente su experiencia, en el camino autónomo hacia la santidad y, por consiguiente, en la humildad. No entra en el Oratorio (fundado en 1611), sino que realiza el experimento pastoral en Clichy; luego entra en casa de los Gondi.
Sus dos experiencias de 1617 fueron decisivas en el descubrimiento de su misión precisa: ser pobre con los pobres que tienen hambre —Chátillon— y con los privados de evangelización —Gannes-Folleville.
El descubrimiento de su llamada a los pobres llena el corazón de San Vicente de una necesidad de servicio y de una caridad heroica, que hacen un servidor de todos de quien, entre todos, se hace el último: la humildad es «una disposición para servir», dice Max Scheler. El servicio se manifiesta en toda su extensión como la obra por la que el hombre se reconstruye, adueñado de sí en un esfuerzo de dignidad, cuando ha obtenido el perdón de Cristo y aceptado las propias deficiencias. Se comprende, a esta luz, el sentido de frases como «amar el desprecio, desear el envilecimiento…, alegrarse de que éste sobrevenga, por amor a Jesucristo». No hay en ello masoquismo. Según San Vicente, vaciarse de sí es condición indispensable para dar vida a las virtudes y para juzgar según las miras de Dios. Este compromiso arraiga en una espiritualidad bautismal, la cual despoja del hombre viejo y permite vivir los dos movimientos de «religión hacia el Padre y de caridad hacia los hombres». El despojo se convierte en una desapropiación de sí, pero también en un revestimiento de Cristo, en una participación en su ministerio, en una prolongación de su encarnación, en una presencia actual de Cristo en el hombre.
San Vicente capta el hondo sentido de esta orientación y destaca sus dos términos: evangelizador-evangelizado. El primero es el Cristo pobre que evangeliza a los pobres. En esta referencia a Cristo se preserva a la humildad de todo forma de racionalismo. El «ne quid nimis» de la sabiduría antigua, que fluía de un conocimiento objetivo y crítico de sí, podía muy bien conducir a la aceptación de los límites de un ser mortal, y a rehuir la hybris, el necio orgullo, el reto que un hombre lanza a los demás. Pero la humildad cristiana es algo más, en cuanto que su verdadero arquetipo está en Cristo, y en cuanto que el mismo Hijo de Dios la enseñó y practicó, por su encarnación, pasión y muerte. «Fue crucificado por ti, para enseñarte la humildad».
La kénosis de Cristo no se reduce por eso a un sentimiento psicológico, sino que consiste en haberse abajado el Hijo de Dios a la condición humana para hacerse limitado y mortal, y es como un estatuto de inferioridad, sólo captable para una inteligencia muy atenta a la economía y al dinamismo de la Encarnación.
El llamado de Cristo a la humildad consistía, para San Vicente, en vincularse a la Encarnación: «Las acciones humanas se convierten en acciones de Dios porque son efectuadas en El y con El» (SV XII, 183). He aquí lo que escribe al Padre Portail en 1635:
«Recordad que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que debemos morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida debe estar escondida en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que para morir como Jesucristo, tenemos que vivir como Jesucristo. Echados estos fundamentos, démonos al desprecio, al sonrojo, a la ignominia y desmintamos los honores que se nos tributen, la buena reputación y los aplausos que recibamos, y nada hagamos que lleve a ese fin» (I, 295).
«La vida de Nuestro Señor… es como un acto ininterrumpido de estima y afecto por el desprecio: su espíritu estaba repleto de ello: y si alguien hubiese examinado su anatomía, como a veces se hizo con santos a los que se abrió para ver qué tenían en su corazón…, en el corazón de Jesús se habría hallado la santa humildad particularmente grabada, y puede que no me exceda, si digo que con preferencia a todas las demás virtudes» (XII, 200).
Si la vida de Cristo fue un continuo ejercicio de humildad, activa y pasiva, por ella debe configurar el misionero la suya. La carta al Padre Portail proseguía: «El sacerdote debiera morir de vergüenza, si aspira a la reputación en el servicio que hace a Dios; aquél muere en su lecho, mientras ve a Jesucristo premiado con el oprobio del patíbulo» (I, 294). «Unid vuestro espíritu —escribe a Luisa de Marillac (1630)— a los desprecios y malos tratos sufridos por el Hijo de Dios, mientras a vos se os estima y honra» (I, 98).
La humildad se convertía en una estructura de evangelización: el vacío que ella causó se nos transforma en espacio de Dios, en disponibilidad del instrumento y de la carne de la Encarnación; la «in-acción» del hombre en condición para la acción de Dios.
El misionero debe revestirse de este espíritu, del espíritu de Cristo que es espíritu de humildad y de sencillez, para que pueda ser instrumento del amor de Dios. Dios bendice a los humildes, y no a los que «repican y publican nuestro committimus» (II, 314).
La estima y aprobación de la autoridad y de los grandes son obstáculos, escribe a R. Sergis, en 1638 (I, 496). San Vicente reacciona con fuerza, cuando ve a B. Codoign comenzar la misión por las tierras del cardenal: «Dios nos guarde de hacer cosa alguna con tan bajas miras» (1642, II, 281). En realidad, no debe explotarse el bien. Cuando uno es elegido para una misión que pide una particular entrega de sí, «la humildad, señor, es la única capaz de sustentar esa gracia» (a C. Nacquart, 22 de marzo, 1648, III, 279).
Si se considera el término de la evangelización, la razón para ir al pobre es, de nuevo, la humildad. El hombre recluido dentro de sí mismo es incapaz de ver el misterio del pobre. La caridad nos abre al amor efectivo, y no sólo al afectivo. San Vicente tomó este concepto de San Bernardo (33) y de San Francisco de Sales (34). Este último, a su vez, renovó la cuestión vinculando la humildad a la «generosidad de espíritu». La humildad, sin dejar de recordarnos la nada que es el hombre, nos pone frente por frente de nuestra realidad, o sea, de los bienes que el Señor ha puesto en nosotros. Por eso podemos decir: «Lo puedo todo en quien me da fuerza» (VI, 75 s.). El término de este movimiento se enriquece de posibilidades nuevas: se considera al pobre como al misterio de una presencia, o sea, la presencia de Jesucristo (IX, 252, 324; X, 680; XI, 32).
De áhí se deduce la buena cimentación del dejar a Dios por Dios, y la correlación entre pobreza y humildad. El pobre no está apegado a los bienes de la tierra, es disponibilidad absoluta, está cerca de Dios; pero se convierte, además, en polo de atracción, en término de una acción promotora, que no consiste en la presentación de un ideal, banal por su mundanidad.
San Vicente quiere invertir las jerarquías y alistar a los ricos para que sirvan a los pobres y marginados. Un plan orgánico de subversión social cae, por cierto, fuera del pensamiento de San Vicente, pero su experiencia le había impulsado hacia la clase pobre y le había inducido a consagrar a ella, de por vida, todos sus servicios; ponía así en marcha una antropología nueva. Era una manera de ver al hombre que le hacía poner su ideal, no en la riqueza o el poder, sino en la pobreza y humildad, lo que le ponía muy por delante de su tiempo.
El despojo, el amor propio reducido a la nada, se convierten en condiciones para la perfección de la caridad, envuelven la plena aceptación del otro. Por lo demás, esta disposición no es una repulsa del progreso. La afirmación de San Vicente, «Estimad todos los estados y todas las santas órdenes de la Iglesia…», no paraliza al cristiano en una indiferencia pasiva. Los criterios de discernimiento en y por la humildad se hacen realidades, pues ponen todas nuestras energías al servicio de nuestros hermanos.
Los grados de la humildad
San Vicente fue siempre adverso a esos esquematismos, confusos y complicados, que quiebran la unidad de la vida y la tornan artificial e insegura. Para la humildad, se sirve de una tipología bastante accesible y, en sustancia, muy simple que, en sus manos, es un instrumento dúctil y se beneficia de su experiencia. En la tipología de los grados de la humildad, tema presente en todos los autores que la traten, pero con divergencias más o menos pronunciadas. San Vicente depende de A. Rodríguez, quien a su vez se inspira en David de Augsburgo (m. 1272) y en San Bernardo.
San Vicente habla de la humildad en el cap. 2 de las Reglas, que constituye la Magna Charta de la espiritualidad de la Congregación. Vincula la humildad a la mansedumbre, que es una propiedad de la amistad, una disposición a obrar con suavidad, en un abandono completo a Dios, opuesto a la violenta acción de los orgullosos, de los fuertes y poderosos:
«… la humildad que Jesús tan a menudo nos recomienda de palabra y con el ejemplo, en cuya adquisición debe trabajar la Congregación con todas sus fuerzas, tiene tres manifestaciones, de las que la primera es considerarnos con toda sinceridad dignos de desprecio; la segunda alegrarnos mucho de que los demás conozcan nuestras faltas y nos desprecien; la tercera ocultar el escaso bien que Dios haga en nosotros o por nosotros, vista nuestra propia bajeza y, si eso no es posible, atribuirlo totalmente a la misericordia de Dios y a los méritos de los demás. Este es el fundamento de la perfección evangélica y nudo de toda la vida espiritual. Quien posea esta virtud, fácilmente adquirirá las otras; el que no, se verá privado aun de las que parece tener, y vivirá en continua zozobra».
El primer grado de la humildad para San Vicente es considerarse uno digno de desprecio. Comparte este concepto con San Bernardo, David de Augsburgo, J. – J. Olier. La conciencia de nuestra condición de pecadores señala un límite al exceso de la tradición délfica del «conócete a ti mismo», sin incurrir por ello en el pesimismo extremoso, de cuño agustiniano o portroyalista, que caracterizó al siglo XVII, aunque toda época está marcada por la realidad del hombre pecador.
El segundo grado de humildad debe inducirnos a sentir alegría por que nuestras imperfecciones sean conocidas de otros, y éstos nos desprecien. Este grado, tomado de David de Augsburgo, se complica en Rodríguez, quien introduce en él cuatro subdivisiones. San Vicente añade a David de Augsburgo la idea de la alegría, que también mencionan Rodríguez y San Bernardo. San Bernardo distingue tres maneras de recibir las humillaciones: la primera con rencor, y es un pecado; la segunda con paciencia, y es una señal de inocencia; la tercera con gozo, y es el signo de la auténtica humildad. J. – J. Olier se separa de San Vicente distinguiendo entre la conformidad con la noticia de nuestros defectos, y el deseo de ser tratados en consecuencia. En la práctica, no llegaba al último grado, que constituye el complemento al proceso de despojo de sí en el hombre.
El último grado envuelve, para San Vicente, la exigencia de ocultar el bien obrado por Dios en el hombre, o por lo menos de referirlo a Dios y a los demás. Este grado lleva consigo un riesgo, pero también una ventaja. El riesgo es que permanezca ignorada la acción de Dios y que el cristiano se ancle en una pasividad quietista. No falta aquí cierto componente de pesimismo, que procede de una antropología pronta a resaltar lo negativo en la acción humana sobre lo positivo en la acción de Dios. Dado que San Vicente puso esta fase como cumbre de la humildad, corrijamos un juicio excesivamente estrecho sobre la apertura de su espíritu y sobre los defectos de esa actitud, para que se revele su experiencia, tan rica en realizaciones.
«La humildad introduce en el alma todas las demás virtudes; y, de pecador que uno era, al humillarse uno, se hace agradable a Dios… Por caritativo que uno sea, si no es humilde, no tiene caridad; y sin caridad, aunque uno tuviese tanta fe que transportase las montañas y diese sus bienes a los pobres y su cuerpo a las llamas, todo sería inútil».
La unión de humildad y caridad genera la sumisión a la voluntad divina y concentra todas nuestras fuerzas para que sirvamos a nuestros hermanos, sin la rémora del amor propio, por encima de la barrera de nuestra cortedad, en la conquista de una misión de fe que dilata el corazón del hombre y lo asemeja al de María de Betania, quien «quanto humilius sedebat, tanto amplius capiebat».
La humildad de la comunidad
El aspecto bajo el que más se manifiesta la originalidad de San Vicente es el del modo de concebir la humildad para la Congregación. Como hombre de experiencia que era, también aquí se dejaba guiar por la observación. No daban, en este dominio, muchos ejemplos positivos los religiosos de aquel tiempo, sobre todo a nivel comunitario, dejando aparte el nivel personal. Había numerosos santos, pero las comunidades ofrecían un espectáculo poco edificante, ante todo porque faltaban a lo que exigía su papel en la Iglesia.
Había, pues, viva hostilidad hacia los religiosos. Procedía de dos focos: el primero de naturaleza eclesiológica. Los religiosos, con su exención y con los superiores residiendo en Roma, representaban el centralismo romano y encarnaban un ideal eclesial en el que el obispo jugaba un papel subordinado y no tenía otros poderes que los que le concedía el Papa.
Si ni en el concilio de Trento se había resuelto la cuestión de los poderes del papa, la práctica, o sea, la aplicación de la Reforma, estaba en manos de la Curia. Esta había sufrido una gran renovación y, en general, era eficaz, pero inclinaba la balanza del lado de Roma. En la cuarta década del siglo XVII había llegado a debatirse la posibilidad de un lazo directo entre Roma y un territorio, sin intervención del obispo. Es cuando aparece, bajo el pseudónico de «Petrus Aurelius», un escrito de Saint-Cyran que lleva la polémica al terreno de las relaciones entre los estados de vida.
Ahora, el sacerdocio en cuanto participación en el sacerdocio de Cristo, que imparte instrucción religiosa y administra los sacramentos, eleva a los sacerdotes un punto por encima de los religiosos, pues los votos son un acto puramente humano que deja al hombre a merced de todas sus crasas imperfecciones y pecados.
Otro foco de hostilidad hacia los religiosos anidaba en la concepción del carácter privado de los votos, de la vida religiosa y de la búsqueda de la perfección. El individualismo había tenido repercusiones profundas, no sólo en la vida social y económica (capitalismo), en el pensamiento filosófico (nominalismo), en las doctrinas políticas (nacionalismos opuestos al universalismo medieval), sino también en la vida espiritual y en la teología.
La «Devotio moderna», con su pronunciado universalismo, con su modo de acentuar únicamente la salvación personal, creaba una situación peligrosa. Así como la iglesia estaba ausente en los horizontes de la Imitación de Cristo, del mismo modo quedaba aquí gravemente comprometido el celo apostólico. Era, pues, fácil juego para Saint-Cyran, cuando se preguntaba si no era lógico concluir, puesto que la ley evangélica se funda en la caridad, que el celo apostólico es superior a la búsqueda de la perfección, la cual, en este sentido, se hacía egoísta.
No debe, por consiguiente, extrañar el marcado desfavor que se muestra a los religiosos: se les disputan sus privilegios, tolerados de mala gana, y también su propensión a hacer entre sí causa común. En particular, el debate que hoy aparece retórico y ya extinguido, pero que entonces era vehemente y accidentado, sobre los estados de vida, comparaba a éstos entre sí y a menudo ponía la condición religiosa por encima de la del sacerdote secular. Los seglares venían en último lugar, según dictaba entonces una concepción de la antropología espiritual; se planteaba, pues, la sola cuestión de cuál de los dos restantes estaba en mejor condición para ganar la cumbre de la perfección, los sacerdotes seculares o los religiosos devotos.
No importan mucho, en esta disputa, los argumentos esgrimidos, sino el que se insinúe una discriminación entre la adquisición de la perfección y el celo apostólico. Eso indica lo bajo que había caído la idea de la vida religiosa, y revestía tanta mayor gravedad, cuanto que afloraban ahí las contiendas entre unas órdenes y otras. De otro lado, la falta de pluralismo en el interior de cada orden constituía a éstas en bloques y exacerbaba aún más la lucha. De ahí que ciertas doctrinas se impusieran hasta convertirse en caballo de batalla, mientras la libre investigación y el juicio crítico eran lastrados por preocupaciones extrañas. Así, cuando los franciscanos adoptaban la doctrina de la Inmaculada Concepción de María, rechazábanla los dominicos, quienes desechaban también el molinismo, aclimatado entre los jesuitas tras algunas vacilaciones iniciales. La Compañía de Jesús se caracterizaba por su estructura monolítica, y descollaba por la agresividad con que propugnaba sus teorías, lo que la exponía tanto más al ataque de los adversarios, y se ilustra en la cuestión del regicidio y en la casuística.
Corto era el camino a recorrer para que los religiosos se demostrasen como un obstáculo y un elemento poco favorable a la formación de un hombre sensible a los valores morales universales de la comprensión de los demás, de la grandeza y de la libertad de espíritu. Guy Patin hacía este comentario: «La superstición triunfa hoy en Francia, sobre todo en las grandes ciudades, y es obra y trabajo de los monjes».
San Vicente supo tomar medidas para que sus comunidades no quedasen presas en este espíritu de conjura. Así da por consigna a las Hijas de la Caridad, con motivo de reunirse una vez el Consejo, que la gloria de Dios debe anteponerse a los intereses de la comunidad: «Hay bastantes congregaciones que no miran más que a sus propios intereses, pues son tan grandes, que encierran en sí los intereses de Dios. En cuanto a mí…, veo que estos últimos merecen considerarse antes que todos los demás» (XIII, 629 s.).
En una carta (20 de julio, 1659) a la superiora del segundo monasterio de la Visitación de París, San Vicente la pone en guardia contra la tentación en la que caían muchas comunidades: construir edificios suntuosos. «Dios no gusta de hermosos edificios» (á A.-M. Guérin, VIII, 41), pues son desproporcionados a la condición de religiosos. Pudiera aquí pensarse en una justa dosis de buen sentido, pero San Vicente afirma que la humildad es una facultad del alma de la Misión (XII, 298-311; Reglas, c. 2, 14). Debe también aplicarse a la comunidad la definición de la humildad como «anonadamiento ante Dios y destrucción de sí mismo, para que Dios tenga su puesto en el corazón» (XII, 304).
Hallándose la Congregación todavía en sus comienzos, temía él un desarrollo excesivo (a A. Portail, 16 de octubre 1635, I, 312) y, por espacio de veinte años, no osó rogar por la propagación de una obra a la que la Providencia debía bastar. Más tarde, las necesidades de las obras emprendidas y su propia liberación interior le persuadieron de que la humildad de una comunidad podía armonizarse con su expansión (a E. Blatiron, 12 de noviembre. 1655. V, 463; cf. XI, 324; VII, 541, 613). Pero durante las tormentas que atravesaba la Misión, es firme en exigir una espera llena de fe (a A. Le Vazeau, junio de 1652, IV, 393). Aconseja de todas suertes a sus misioneros que se alegren cuando vean la fundación de otras comunidades (IV, 348, 363, 399) y cuando tropiecen con ellas en el propio campo de apostolado (VII, 468; VIII, 189, 308) y su éxito sea mayor que el propio (VI, 400).
Acontecíale recomendar que se tuviese más estima por otras comunidades que por la Misión (II, 274: XI, 114 s.; XII, 204, 438) y que nunca se hablase en contra de ellas (III, 168). Hay un episodio significativo: en 1653, se ruega a San Vicente abra una misión en Normandía. De momento no tiene personal disponible, pero todo podría arreglarse a finales de año. Esperaría uno como respuesta la idea de ganar tiempo. Por el contrario, San Vicente contesta a su corresponsal: «Existen muchas santas comunidades en París que son preferibles a nosotros» (V, 35).
Daba a sus comunidades el mismo trato que a sí mismo: las humillaba, las llamaba malas y necias, hablaba de los misioneros como de «los pobres bribones de la Misión» (VI, 34; VIII, 22). En una carta a Juana de Chantal (15 de agosto de 1639, I, 574) declara que «una reputación demasiado grande daña mucho», y concluye: «Si conocieseis nuestra ignorancia y la poca virtud que tenemos, mucho os apiadaríais de nosotros.»
Típicamente, San Vicente vacila en permitir la publicación de escritos que arrojen luz sobre la Congregación. Por eso no quiere que se impriman las relaciones que los misioneros de Madagascar a veces remiten, pues teme los movimientos de complacencia ocasionados por la publicación de las gracias de Dios (a F. Get. 14 de julio, 1656, VI, 31). Se comprende la reacción del santo, cuando se imprime un opúsculo que expone las características del instituto.
«Tengo un dolor tan grande, que no os lo puedo expresar, pues es algo muy opuesto a la humildad, publicar lo que somos y hacemos. Si algún bien hay en nosotros y en nuestro modo de vivir es de Dios, y El lo manifestará, si lo juzga conveniente. Pero nosotros, que somos pobre gente ignorante y pecadora, debemos ocultarnos como inútiles para bien alguno, y como indignos de que se piense en nosotros. Por eso, señor, me ha concedido Dios la gracia de resistirme hasta ahora a que se imprima nada que conduzca al conocimiento y estima de la Compañía, pese a lo mucho que se me ha instado, en particular para ciertas relaciones venidas de Madagascar, Berbería y las Hébridas; y menos aún hubiese yo permitido la impresión de algo que toca a la esencia y espíritu, nacimiento y desarrollo, funciones y fin de nuestro Instituto» (a G. Delville, 7 de febrero, 1657, VI, 176 s. cf. ib., 592, 9 de noviembre, cuando comienza a oscilar).