I. La hospitalidad
Cuando estaba en el seminario, se nos enseñaba lo importante que era predicar y preparar las homilías. Una de las reglas era: no comiencen por el Jardín del Edén del primer capítulo del Génesis. Ahora voy a romper esta regla e iré mucho más lejos del primer capítulo del Génesis. Déjenme volver a escribir la primera frase de la Biblia y decir: “En el principio estaba la hospitalidad”. Sumergiéndonos en las brumas de la eternidad, gracias a las luces de nuestro conocimiento primero, podemos decir que al principio estaba la hospitalidad, la hospitalidad de Dios. Gracias a la luz de la Revelación, ahora sabemos que cuando celebramos el misterio de la Santísima Trinidad, celebramos que la vida de Dios es una vida de intercambio. Una vida de hospitalidad: el Padre da la hospitalidad al Hijo, el Padre y el Hijo la dan al Espíritu y el Espíritu la da al Padre y al Hijo. Y esto para toda la eternidad. Desde el inicio del Credo, profesamos nuestra fe en el misterio de la Santísima Trinidad.
Con el tiempo, Dios amplió el círculo de la hospitalidad, pues deseó que nosotros, seres humanos, obras de sus manos, lleguemos a gozar de la hospitalidad de esta Trinidad de personas que él disfrutó toda la eternidad. El creó el Cielo y la Tierra y a continuación, a nosotros, los hombres. Para darnos acceso a la hospitalidad de la Trinidad “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”, (Jn 1,14).”A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). Todo esto fue posible cuando María de Nazaret consintió en dar la hospitalidad en su seno – en primer lugar en su alma y en su corazón-, a Dios quien por intercesión del Ángel Gabriel le pidió: “Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1,14)
La primera experiencia de la hospitalidad, todos la hacemos en el seno de nuestra madre. Lo mismo para el Verbo eterno de Dios quien pidió la hospitalidad en el seno de la Virgen María. De todos los miembros de la especie humana decaída y pecadora, Ella es la que mejor nos puede hacer comprender el significado de la hospitalidad en los bautizados y se encuentra de forma especial en la persona de los pobres.
Es con la Palabra de Dios que nuestra fe cristiana continua pidiendo la hospitalidad en todo ser humano nacido en este mundo. De hecho, podríamos decir que el fundamento de todo apostolado misionero en la Iglesia es el de proclamar la Buena Noticia de la hospitalidad de Dios en el seno de la Iglesia y al final de nuestras vidas, para toda la eternidad, también la hospitalidad en su propio corazón afectuoso. Él nos aseguró que « Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”. (Jn 14,23) y en el Libro del Apocalipsis, Nuestro Señor se nos presenta como diciéndonos: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”. (Ap 3,20).
¿Se han dado cuenta que a menudo en las parábolas Nuestro Señor insiste sobre lo que nosotros asociamos a la hospitalidad: una comida festiva? Si invitamos a alguien a nuestra casa, inmediatamente le ofrecemos alguna cosa para beber y comer. Esto es lo mínimo de la hospitalidad. Alguna vez alguien dijo que al leer el evangelio de san Lucas, podemos tener la impresión que Nuestro Señor fue de mesa en mesa. Jesús, a menudo aceptó invitaciones a cenar. Es muy probable que él mismo haya recibido alguna vez. Sabemos seguro que en una ocasión memorable, él mismo ofreció una comida a más de 5000 personas. Estoy seguro que ese día, había entre sus huéspedes muchos pobres, enfermos y disminuidos. Está claro que pidió y aceptó con frecuencia la hospitalidad en el hogar de Marta y María.
Sí, es una de las grandes verdades de nuestra fe con la que Cristo pide la hospitalidad de nuestros corazones, no sólo en tiempo de Navidad sino todos los días del año. Quizá se acuerdan de la hermosa lectura, sacada del Cantar de los Cantares, propuesta por la Iglesia, algunos días antes de Navidad. El pasaje forma parte de una historia de amor. Se nos presenta al amado como si estuviera fuera de la casa de su amada: “Vedle ya que se para detrás de nuestra cerca, mira por las ventanas…Empieza a hablar mi amado, y me dice: Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente”. (Ct 2,9-10).
Es una imagen de la relación entre Dios y la Iglesia, entre Dios y el alma individual. Nuestro Señor, a menudo, se dirige a nosotros con las palabras del Cantar de los Cantares: “Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz” (Ct 2,14). Sí, es esto: muy a menudo, nos replegamos sobre nosotros mismos, en las grietas de nuestras preocupaciones egoístas; evitamos la mirada del amable rostro de Cristo y nos hacemos los sordos a su voz. “No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles” (Hb 13,2).
Cuando las tres personas de la Santísima Trinidad vienen a pedir la hospitalidad en nuestros corazones, no vienen con las manos vacías. Las dos veces que he visitado a la familia vicenciana de Polonia, me ha sorprendido una costumbre que imagino existe aún en otros países. Cuando alguien visita una casa, el invitado lleva un pequeño regalo. Parece ser que en Polonia es típico un ramo de flores. Cuando nuestro Huésped divino se presenta, él aporta también sus regalos. A veces pienso que es una de las verdades más infravaloradas de nuestra fe católica: que toda persona bautizada es en el fondo de ella misma, una morada del Espíritu de Dios. Al leer las dos cartas de san Pablo a los Corintios, -entre ellos había muchos pobres y personas sin educación-, habrán podido apreciar que al menos por seis veces, apenado por las recaídas de sus conversos en la inmoralidad, el Apóstol les pide: ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? (1 Cor 4,14 ; 6,19). El día de Pentecostés, la Iglesia saluda al Espíritu de Dios como « Dulce Huésped del alma”.
La convicción que el Espíritu de Dios vive en las profundidades de nuestro ser, para fecundar sus dones y madurar los frutos plantados en nuestras almas, hace decir a Thomas Merton, el conocido escritor cisterciense americano: “Parece ser que no hay ningún modo de hacer comprender a la gente que se pasean radiantes como el sol”. ¡Y sin embargo nuestra fe católica es así! En mi vida, cuantas veces Cristo ha debido soplar a mi oído las palabras dirigidas a la Samaritana en el evangelio de san Juan: « Si conocieras el don de Dios… Si conocieras el don de Dios…» (Jn 4,10).
Es una verdad de nuestra fe que el Espíritu Santo aporta dones, siete dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fuerza, ciencia, piedad y temor de Dios. Quizá deberíamos cada día, después de la Comunión, pedir al Espíritu de Dios que activase, a lo largo de nuestro trabajo diario, los dones que Él nos ha dado.
El Espíritu de Dios, como recuerda San Pablo a los Gálatas, nos enriquece también con frutos: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, confianza en los otros, mansedumbre, dominio de sí”. (Gal 5,22-23). Nuestra oración diaria podría ser la de pedir al Espíritu Santo llevar un nuevo grado de madurez a nuestra caridad, nuestra paciencia, nuestra dulzura y nuestro domino de nosotros mismos.
La santidad puede medirse en la medida que una persona colabora con el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo resucitado. La historia de nuestras vidas será la historia del florecimiento de estos frutos del Espíritu Santo en las actividades de nuestros apostolados. Como miembros de un equipo de animación, están invitados por Cristo resucitado a ser transmisores de los frutos del Espíritu a otras personas en la variedad de servicios que ofrecen a los peregrinos de todos los países y de todas las lenguas. Están llamados a ser sacramentos del Amor de Dios, de su paz, de su paciencia, de su dulzura, de su domino de sí. “Vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios”. (1 Cor 3,23).
Hemos reflexionado sobre esta verdad eterna: que la vida de Dios es una vida compartida; vivir, para la Santísima Trinidad, es vivir para ofrecer la hospitalidad, primero entre ellas y después para ofrecerla a sus criaturas. La segunda gran verdad que hemos contemplado es el hecho de que Dios ha pedido hospitalidad a mi pobre espíritu y a mi pobre corazón. Por el bautismo, yo abrí la puerta de mi corazón a la Santísima Trinidad: Jesús le respondió: « Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”. (Jn 14,23). Si en nuestra toma de conciencia y nuestra estima profundizamos este gran misterio de la hospitalidad que comenzamos a vivir, ofreceremos más fácilmente nuestra hospitalidad a los miembros de Cristo que nos vendrán a solicitarla. En un segundo momento de reflexión, pondremos nuestra atención en algunas consecuencias prácticas de nuestra vocación de ofrecer la hospitalidad a todos los que nos la pedirán. Déjenme concluir con una oración de santa Luisa, tan atenta a la morada del Espíritu de Dios en su alma:
¡Oh Divino Espíritu! opera tal maravilla en este sujeto tan indigno por la unión amorosa que desde toda la eternidad tienes con el Padre y el Hijo… ¡Oh Divino Espíritu! sólo tú puedes hacernos comprender la grandeza de ese Misterio que parece, si se puede hablar así, manifestar la impaciencia de Dios… ¡Oh hombres cegados por bagatelas, y yo más que ninguno! Elevemos nuestro espíritu no por encima de lo que somos en los designios de Dios, porque eso es imposible, sino por encima de nuestra inclinación natural procedente de la corrupción del pecado, para que en todas nuestras acciones podamos honrar a Nuestro Señor por el testimonio que quiere demos de Él haciendo las mismas acciones que El hizo en la tierra, a las que por su amor aplicará el mérito de las suyas; queriendo por este medio que todos los cristianos tengan, ya en esta vida, la unión con Dios que Él nos ha merecido.
(Correspondencia y Escritos E.98 (A.26) Pág. 809-810).
II – La acogida a los peregrinos
En la zona rural de mi país existe una antigua costumbre: la víspera de Navidad, al anochecer, se pone una vela encendida en una de las ventanas de la casa. Esto es una manera de desear la bienvenida a la Sagrada Familia, por si acaso tuviera que buscar donde alojarse. En efecto, durante la primera noche de Navidad, María y José, tuvieron que hacerlo y no encontraron nada. Esta costumbre de poner una vela encendida en una ventana, ahora se ha extendido a los pueblos y ciudades de nuestro país. Ha sido adoptada en otros. En algunos lugares, sólo forma parte de los adornos de Navidad: se ha convertido en una moda.
Por Navidad, paseando por las calles de Dublín, al ver las velas en las ventanas, me pregunté: ¿Qué pasaría si llamase a una puerta y pidiera una habitación para pasar la noche? Podrían responderme: “¡Oh, Padre, lo siento! No sabíamos que iba a venir. No tenemos ninguna habitación preparada. Puede encontrarla fácilmente en una de estas casas que anuncian Desayuno y cama”. (En Irlanda, hay particulares que ofrecen a los viajantes y turistas, por un precio modesto, una cama por una noche).
Podría aún preguntarme: ¿Cuál sería la reacción si, con esta demanda de alojamiento, yo me presentara vestido pobremente? Quizá la respuesta podría ser más brusca e impaciente: “¡lo sentimos! Vaya a uno de esos albergues preparados a propósito para pasar la noche sin pagar. ¡Buenas noches!… ¡Feliz Navidad!” Después podría oírse un portazo seco y fuerte; la vela continua encendida como señal de bienvenida. En lugar de beneficiarme de una bienvenida luminosa y calurosa, habría sido acogido con frialdad…
A nuestro Señor le gustan las palabras “Bienvenida” y “Bienvenido”. Le gusta que la gente sepa –y esto a todos, no sólo a los profetas y a los buenos- que ellos son los bienvenidos cerca de él, todos, sin excepción. San Lucas dijo: “los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos”. (Lc 15, 2). Esta es la bienvenida para las personalidades. Vean la reservada a los hijos : «Tomando un niño lo puso en medio de ellos y abrazándolo les dijo: “ El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado. » (Mc 9, 36-37). ¿Y nos permitiremos olvidar todo lo que Nuestro Señor predijo para el Juicio Final, en el capítulo 25 de san Mateo: “era forastero, y me acogisteis”?
Los dos grandes mandamientos de la Ley, ¿no son un programa para dar la bienvenida? Acoger a alguien como bienvenido, es hacerle a esta persona un sitio en nuestro corazón. Simón, el fariseo, invita a Nuestro Señor a su casa, le ofrece una comida, pero en su corazón no lo mira como bienvenido. Su bienvenida no es sincera y generosa; Nuestro Señor y Simón lo notan. Nosotros también, ya podemos decir palabras amables a la gente que si no dejamos un espacio en nuestro corazón, nuestras palabras suenan vacías: tras la luz de nuestra vela, se esconden la frialdad y la dureza. En cambio, cuando perdonamos las injurias y arrancamos de nuestro corazón todo resentimiento, entonces readmitimos de verdad a la gente en nuestro corazón. Está claro que el mandamiento nuevo de la caridad dado por Nuestro Señor, depende principalmente de nuestro corazón, de la manera como nuestro corazón da la bienvenida a la gente.
Y san Vicente y santa Luisa adquirieron con el paso de los años, una capacidad maravillosa para acoger a la gente, sobre todo a los menos atrayentes: los pobres, los marginados, los enfermos, los disminuidos mentales. En su corazón, el espacio no cesó de crecer, de tal manera que no sólo hubo sitio para los pobres, sino también para todas las personas que se esforzaron por mejorar la situación de los pobres. Los dos santos no dejaron de alentar continuamente a otros cristianos y cristianas a unirse a ellos, para ocuparse de cualquiera que tuviera necesidad, aunque fuera un vaso de agua cuando no había nadie más para dárselo. “Para ello debemos ayudarnos mutuamente, escribió san Vicente, soportándonos unos a otros y buscando la paz y la unión; porque ése es el vino que alegra y robustece a los viajeros en ese camino estrecho de Jesucristo. Es lo que le recomiendo con todo el cariño de mi corazón. (Sígueme, IV, Pág. 254)
Invitar a alguien como bienvenido en nuestro corazón, es practicar la hospitalidad. Cuando nos mostramos hospitalarios, irradiamos el ágape de Dios recibido en nuestro bautismo y llamado a lucir cada vez más gracias a cada uno de nuestros encuentros, en los sacramentos con Cristo resucitado.
Su ministerio aquí, en este centro activo de devoción a la Virgen María y a su Hijo, puede ser comparado a la atmósfera que envuelve el globo de la Tierra. Sabemos que la atmósfera fragmenta la deslumbrante luz blanca del sol y así nos procura la variedad de colores que alegran nuestros ojos. Los carismas y los ministerios en la Iglesia son como la paleta de colores que vemos con nuestros ojos. Muchas veces, durante mis visitas a la Capilla de la calle del Bac, he estado en la tribuna contemplando la marea de peregrinos. Entre ellos, siempre habrá jóvenes y mayores, ricos y pobres, personas de piel blanca y de color. Habrá rostros serenos y otros marcados por la angustia.
Los peregrinos van y vienen, pero ustedes, miembros del equipo de animación, se quedan aquí, para irradiar el amor de Cristo que les acoge como bienvenidos. Las preguntas hechas por los peregrinos, son numerosas, como los granos de arena a orillas del mar. Sus necesidades son muchas. Algunas personas son muy educadas, otros no lo son tanto. Con todas estas personas y sus problemas, ustedes están llamados, cada día a ser pacientes, amables, simpáticos y compasivos. A lo largo de la jornada, tendrán que responder cien veces a la misma cuestión hecha por tantos peregrinos distintos. Tienen el desafío de vencer su humor cambiante para ser, en todo momento, lo que san Pablo llama “el buen olor de Cristo” (2 Cor 2, 15). Consciente de las dificultades para alcanzar este ideal, san Pablo inmediatamente pide: “¿y quién es capaz para esto?” e inmediatamente responde: “Ciertamente no somos nosotros como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios. ¡No!, antes bien, con sinceridad y como de parte de Dios y delante de Dios hablamos en Cristo”. (2 Cor 2, 16-17).
Si, ustedes han sido enviados por Cristo; han recibido una misión de la Comunidad, de la Iglesia, para ser los sacramentos de la hospitalidad de Dios. Representan a Cristo en toda su generosidad. Dan la bienvenida que su Madre deseaba a todos lo que venía a su casa, en Nazaret.
Intenten siempre, mirar esta Capilla como un lugar donde muy a menudo, hay personas en el pasillo central con preguntas en sus labios aún sin formular. Como los peregrinos griegos que abordaron al Apóstol Felipe; en el evangelio de Domingo de Ramos, pidieron: « Señor, queremos ver a Jesús. » (Jn 12, 21).
Esta Capilla de las Apariciones y sus alrededores son un nuevo Nazaret, convertido en sagrado por la presencia de Jesús y su Madre y ustedes, son la puerta para acoger como bienvenidos a todos los que se presenten e intentar que se sientan en ellos en la casa de su Madre, casa compartida con su divino hijo Jesús.
“No olviden la hospitalidad” escribe el autor de la Carta a los Hebreos (Hb 13, 2), y san Pedro, por su lado, propone un ideal muy alto: “Sed hospitalarios unos con otros sin murmurar” (1 Pe 4, 9). En una de las recientes traducciones inglesas, se dice: ¡“Sed hospitalarios los unos con los otros, pero sin desear, secretamente, no serlo”!
Probablemente es un ideal muy exigente, sobre todo cuando están llamados a escuchar una larga historia de alguien más bien molesto. Entonces san Pablo les recuerda: “Ciertamente no somos nosotros como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios. ¡No!, antes bien, con sinceridad y como de parte de Dios y delante de Dios hablamos en Cristo”. (2 Cor 2, 16-17).
“Jesucristo, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte”. (Fl 2, 7). A imitación de Nuestro Señor, nos tenemos que despojar, liberarnos de algunas formas habituales de pensar, sentir y actuar. Así no hace muchos años, hemos aceptado el desafío de inculturar el carisma de nuestros Fundadores en los países y en los medios donde el Espíritu de Dios no lo había implantado desde nuestros orígenes. Pusimos mayor atención a los pueblos en vía de desarrollo. Vimos a los misioneros cada vez más sensibles, más respetuosos hacia las culturas indígenas del país donde iban a proclamar El Evangelio de Jesucristo. Así tomamos conciencia de la profunda “kenosis” que a veces puede exigir tal sensibilidad.
Esto fue ayer. Después de unos años, se espera de nosotros una nueva kenosis, de todos los que sin dejar su país de origen, quieren servir a los pobres hoy. Particularmente pienso en el gran número de inmigrantes que en pocos años, como un gran río, han ido a los países de Europa occidental.
Tomo el ejemplo de mi país. Desde la admisión de 10 países de Europa oriental, al menos 100.000 inmigrantes llegaron sobre las playas de mi país cuya población es de 3 millones de habitantes. Estos inmigrantes vinieron para buscar una vida mejor. Algunos son altamente cualificados y encuentran trabajo. Pero a menudo, son obligados a aceptar empleos bajos para llegar a vivir. Demasiado a menudo, algunos se hacen explotar. Si esta gran inmigración es una experiencia nueva para nuestro pueblo, pasa lo mismo aquí en Francia: han tenido que afrontar este desafío desde hace muchos años.
A nosotros, que intentamos vivir el ideal cristiano de la hospitalidad, se nos dirige una nueva llamada. Se nos lanza el desafío de inculturar el carisma vicenciano en circunstancias nuevas, algunas son muy difíciles. ¡No olviden la hospitalidad! Esta llamada es una urgencia nueva para todos nosotros, en los países de Europa occidental.
La vela en la ventana, la vigilia de Navidad, se ilumina al anochecer. Es una llama muy pequeña. Hace poco por disipar la oscuridad de la noche pero ella es pura luz. No hace sombra. Que nuestros pequeños gestos de bienvenida, de acogida de unos y otros, puedan ser puros y ofrecidos, según la expresión de san Vicente “¡con Dios sólo a la vista”! en una palabra, que nuestros gestos acogedores puedan reflejar la auténtica luz de Cristo, para iluminar el mundo.
III – La acogida en el evangelio
En nuestra reflexión de hoy, quisiera centrar nuestra atención sobre dos episodios traídos de nuevo por los Evangelios, en los cuales Nuestro Señor, acepta la hospitalidad y ofrece hospitalidad. Ayer les hablé de la hospitalidad en términos generales, hoy, pondremos la atención en dos episodios de la vida de Nuestro Señor, que tratan de la hospitalidad recibida y ofrecida. Los dos episodios están escritos por san Lucas. Pienso que su evangelio ejerce un atractivo especial en nosotros, miembros de la familia vicenciana.
He oído a alguien hacer esta pregunta: “Si entrara en una iglesia para recibir el sacramento de la reconciliación; si hubiera cuatro confesionarios con los cuatro evangelistas como confesores, ¿a cuál iría usted?” No podemos decir nada sobre el temperamento y los gustos. Sin duda, cada uno de nosotros se sentiría atraído por uno más que por los otros tres. Suele decirse que las comparaciones son injustas. Si, aunque hayamos escogido uno, podríamos sentirnos contentos de haber tenido a nuestra disposición cada uno de los cuatro evangelistas. Si ustedes fueran san Juan de la Cruz, escogerían a san Juan evangelista, como el teólogo más profundo entre ellos. Me imagino que un miembro de la familia vicenciana interesado por el servicio a los pobres, iría al confesionario de san Lucas. Sería mi elección. De hecho, me acuerdo que en uno de sus libros, el Padre Maloney consagró varias páginas a la teología del evangelio de san Lucas.
Hace mucho tiempo que San Jerónimo dijo de san Lucas que era “el escritor de la dulzura de Cristo”. Es el evangelista que parece poner más de relieve el rasgo de la dulzura. Esta era una característica del carácter de san Francisco de Sales, que san Vicente admiraba tanto. San Lucas es el evangelista profundamente impresionado y conmovido por la compasión de Cristo. Es él, el evangelista que hace resaltar luminosamente la compasión de Cristo por los pobres. Estos ocupan un lugar privilegiado en las páginas de su evangelio. Y si san Lucas estuviera hoy entre nosotros, nos recordaría una vez más, la notable colaboración que las mujeres aportaron a Nuestro Señor, a lo largo de su ministerio de la proclamación de la Buena Nueva a los pobres. Y por supuesto, le estamos profundamente agradecidos por habernos presentado, en las páginas del comienzo de su evangelio a “María, una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David”. Cuando revisamos todas estas aportaciones de san Lucas, nos damos cuenta cuanto le debemos sobre los Misterios del Rosario.
En el capítulo 10 de su evangelio, vemos a Nuestro Señor gozar de la hospitalidad en el hogar de Marta y Maria. Esta condición de huésped invitado es de lo más humano que existe. Si, Nuestro Señor era tan humano que tenía necesidad de descansar y de relajarse con sus amigos. Todo esto lo encontró en el hogar de Betania. Es allí donde se refugió con frecuencia en la última semana de su vida, cuando las sombrías nubes del sufrimiento y de la muerte comenzaban a presentarse en su alma. En el episodio contado por el evangelista, las reacciones de las dos hermanas de la casa nos parecen también muy humanas. María, persona profundamente contemplativa, prefiere el estar a la acción; tiende a estar más que actuar, mientras que Marta es activa y práctica. Podemos casi oírla cuando la tensión entre las dos hermanas comienza a subir, en el momento en que Marta se muestra cada vez más impaciente al ver a María inactiva. Puedo equivocarme pero, en esta impaciencia, quizá hubiera una brizna de celos. Estos pueden aplicarse como una buena capa de maquillaje para camuflar sus feas arrugas.
En este episodio, hay aún otro trazo muy humano. ¿Se han dado cuenta que en el momento en que la contrariedad de Marta se desborda, va contra María pero sin dirigirse a ella: « Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? » (Lc 10, 40)? Un acto inconsciente por parte de Marta, ¿verdad? Nuestro Señor estaba como invitado. Marta lo implica en un asunto doméstico y de reparto de tareas entre ella y su hermana. Cuando nos contrariamos o perdemos la paciencia, a menudo nos ocurre que decimos cosas que no tardamos en arrepentirnos. ¿Tengo razón en detectar un fallo en la intervención de Marta? Me parece que al dirigirse a Nuestro Señor, insiste, se apoya en el “Tu”: “¿A ti esto no te importa?” Nuestro Señor, siempre atento a los demás, ahora parece desinteresarse de estos esfuerzos solitarios de Marta en la cocina, encargada de preparar mesa y comida. ¡Pobre Marta! Puede ser que su acogida habitual a los amigos se encuentre, en este momento, mezclada de debilidad y cansancio.
¿Cuál es entonces la reacción de Jesús? En seguida se ve un cambio en la atmósfera, desde que Nuestro Señor vierte el aceite de la dulzura sobre las aguas agitadas. Le sería más fácil contestar a Marta de forma natural: “Veamos, ¿por qué la tomas conmigo? Yo no soy quien para dar órdenes en esta casa”. No nada de eso. Hay frascos de bálsamo en la forma en que Nuestro Señor la calma: “¡Marta, Marta!” Podemos casi sentir como la dulzura y la comprensión hace drenar fuera de Marta sus tensiones y su impaciencia. En la respuesta de Nuestro Señor no hay irritación, sólo comprensión y aprecio por su dedicación. Podemos pensar que una vez restablecida la calma, los tres, contentos, se pusieron a la mesa y disfrutaron los buenos platos cocinados por Marta.
Nuestro Señor aceptaba con gusto la hospitalidad que le ofrecía la familia de Betania. Existe todo un arte de aceptar y de dar. Somos muy conscientes de la importancia del arte de dar. Desde nuestra infancia y más tarde en comunidad, hemos sido formados para dar, para ser generosos y conservamos este arte de dar. El arte de aceptar tiene también su importancia y es necesario cuidarlo. Muchos de nosotros, sobre todo los hombres, quieren ser independientes de los demás. La independencia puede ser santa, pero oculta una falta de humildad. Aceptar con gracia lo que alguien me ofrece, puede exigir la represión de mi ego, de mi yo. Esta exigencia está estrechamente unida a la virtud de la humildad. La auténtica humildad es una condición para poder encarnar siempre el amor de Cristo. No podemos amar a una persona, rica o pobre a partir de una posición de superioridad. Tal es la enseñanza de san Vicente: “Trabajemos en la humildad; porque cuanto más humilde es uno, tanto más caritativo será para el prójimo. El paraíso de las comunidades es la caridad. Ciertamente, la caridad es el alma de las virtudes, y la humildad la que las atrae y las guarda. Existen Compañías humildes como los valles, que atraen sobre ellas todo el jugo de las montañas. En cuanto estemos vacíos de nosotros mismos, Dios nos llenará de Sí mismo, porque no puede sufrir el vacío”. (Abelly Libro I c.22, p.108).
El Papa Benedicto expresa una idea parecida en su homilía de la Misa de Nochebuena, dice: “Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan poderoso que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso para que podamos amarlo. Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, se nos comunique y continúe actuando a través de nosotros”. Esta es la línea de conducta de un vicenciano.
A menudo pienso que es triste ver las vocaciones de Marta y Maria reducidas a desempeñar funciones opuestas, como si una excluyera a la otra. Se ha hecho de María la representante de la vocación contemplativa y de Marta de la vocación activa. En realidad, hay una dimensión contemplativa en la vocación activa igual que hay un dimensión activa en la contemplativa. Sus Constituciones subrayan esta dimensión contemplativa.
En el capítulo 4 de san Juan, observamos un cuadro sorprendente en el que Nuestro Señor, por así decirlo, es el invitado de una mujer de Samaria. La Samaritana es su huésped. Es la mujer quien puede procurar a Nuestro Señor el agua que apagará su sed. Parece ser que la Samaritana también tenía sed, pero a un nivel de profundidad que no sospechaba. Así en el capítulo 4 de san Juan, somos testigos del encuentro de la sed de Cristo con la sed de una mujer anónima.
Toda oración se vive como un encuentro de la sed humana con la sed divina. Claro está, la sed que Dios tiene de nosotros, es mucho más intensa que la nuestra. Dios tiene mucha más sed de nosotros que nosotros de Él. Es en medio de terribles sufrimientos que Cristo, desde lo alto de la Cruz, lanza su grito: “Tengo sed”. Según los santos, había mucho más que la sed física de su cuerpo. Era un grito de amor pidiendo la respuesta de nuestros corazones. Cuando rezamos, su sed de nuestro corazón es mucho más intensa que la nuestra, pues ella brota de un corazón sabio y amante hasta el infinito. Dios conoce a fondo nuestro corazón humano y comprende nuestra sed. Cuando rezo, le hago conocer mi sed presentándole mis necesidades, expresándole mi tristeza y arrepentimiento por mis faltas presentes y pasadas. En la oración apaciguo mi sed de adorar a mi Creador y de darle gracias por su amor inagotable y su infatigable bondad.
Para mi corazón la sed de Dios, es de una pureza absoluta. Su sed emana del puro amor, porque “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8). No es siempre el caso de mi sed. Imaginemos un niño con mucha sed a la orilla del mar. Si se apresura por beber del mar el primer trago, aprende que esa agua no está hecha para apagar la sed. Yo soy un niño, debería saber, pero a veces me ocurre que intento beber el agua del mar. Entonces, al ir al encuentro de mi sed, en su amor por mí, Dios velará por darme sólo el agua viva de su amor puro. El Espíritu de Jesús, que vive en nosotros, que reza en nosotros con palabras inefables, llega poco a poco a purificar y clarificar todos nuestros deseos.
Presentemos a Nuestro Señor y démosle a conocer nuestros deseos, nuestra sed, con la sencillez de un niño. Cuando estemos purificados y transformados por el deseo que tiene Dios de hacernos felices, estaremos renovados por esta agua viva que brota para la vida eterna “Oh Dios tu eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal. 62, 2).
Lo que les voy a ofrecer es un pensamiento de san Agustín, tal y como está citado en el Nuevo Catecismo, al comienzo de la sección sobre la oración. “La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la nuestra. Dios tiene sed de que tengamos sed de El”. (Cf. San Agustín, quaest. 64, 4).- (Catecismo § 2560).
Volvamos a la casa de Betania. Nuestro Señor se encuentra allí invitado. Recibe la hospitalidad de la familia de Marta, Maria y Lázaro. Es muy importante que con toda confianza, demos a conocer nuestras necesidades a nuestro Padre del cielo. Estamos animados a hacerlo, compartiendo la convicción de santo Tomás de Aquino, de que la oración nos hace exponer nuestros deseos a nuestro Padre Celestial, con el fin de que Él pueda llenarlos.
En la oración, ¿no puede ocurrir que hablamos demasiado? Todos sabemos por experiencia, como es de aburrido, si en una conversación entre dos personas, la palabra la monopoliza una sola. A veces me pregunto, si le hablo demasiado exponiéndoles mis ideas, mis necesidades. Entonces Dios puede tener dificultad para hablarme. Él sabe escuchar, es buen oyente. Y yo, ¿se escucharle?
Pedimos para recibir. Quizás dejo demasiado espacio al primero de los dos verbos en la recomendación al Señor: “Pedid y se os dará” “Pedid y recibiréis”. Haría bien deteniéndome un poco más sobre la palabra “recibir”. A menudo, cuando rezamos por alguien o por nosotros mismos, pedimos, de hecho, que nuestros corazones estén preparados para recibir lo que Dios quiere ofrecernos. Puede suceder que nuestros corazones y los de las personas por las que rezamos, no estén preparados a recibir los favores de Dios. Por eso es bueno reflexionar a menudo sobre “el recibid” de la frase “pedid y recibiréis”. Cuando nuestras oraciones no reciben la respuesta que deseamos, podemos pensar que “la Hora” del Señor no ha llegado todavía.
En su homilía de la Misa de Nochebuena en San Pedro de Roma, el Papa Benedicto XVI nos lo recuerda. Permítanme hacerles oír sus propias palabras: “Formulemos mejor la pregunta: ¿Quiénes son los hombres a los que Dios ama y por qué los ama? ¿Acaso Dios es parcial? ¿Es que ama sólo a determinadas personas y abandona a las demás a su suerte? El evangelio responde a estas preguntas presentando algunas personas concretas amadas por Dios. Algunas lo son individualmente: María, José, Isabel, Zacarías, Simeón, Ana, etc. Pero también hay dos grupos de personas: los pastores y los sabios del Oriente, llamados reyes magos. Reflexionemos esta noche en los pastores. ¿Qué tipo de hombres son? En su ambiente, los pastores eran despreciados; se les consideraba poco de fiar y en los tribunales no se les admitía como testigos. Pero ¿quiénes eran en realidad? Ciertamente no eran grandes santos, si con este término se alude a personas de virtudes heroicas. Su vida no estaba cerrada en sí misma; tenían un corazón abierto. De algún modo, en lo más íntimo de su ser, estaban esperando algo. Su vigilancia era disponibilidad; disponibilidad para escuchar, disponibilidad para ponerse en camino; era espera de la luz que les indicara el camino. Esto es lo que a Dios le interesa. Él ama a todos porque todos son criaturas suyas. Pero algunas personas han cerrado su alma; su amor no encuentra en ellas resquicio alguno por donde entrar. Creen que no necesitan a Dios; no lo quieren. Otros, que quizás moralmente son igual de pobres y pecadores, al menos sufren por ello. Esperan en Dios. Saben que necesitan su bondad, aunque no tengan una idea precisa de ella. En su espíritu abierto a la esperanza, puede entrar la luz de Dios y, con ella, su paz”.
Así cuando rezamos por la gente o por nosotros mismos, pedimos al Señor abrirle nuestros corazones pare recibirle, junto, con sus dones destinados a enriquecernos. En última instancia, la oración es un asunto de corazón. “Oh Dios, crea en mi un corazón puro” (Salmo 50): así era la oración de David en su gran acto de contrición, parte principal del salmo 50. La hospitalidad dada o recibida es también un asunto de corazón. Aprendamos pues a ser humildes invitados de Dios y de cada uno de entre nosotros, los unos de los otros. Aprendamos igualmente a ser buenos huéspedes. Reflexionaremos sobre esto en nuestra próxima meditación.
IV – Convertirse en buenos huéspedes
Los recursos humanos de los que Jesús disponía para ofrecer la hospitalidad, eran más bien pocos. Seguramente la palabra hospitalidad recuerda inmediatamente a los de mesa y casa. Al reflexionar, constatamos que la hospitalidad, como lo he dicho antes, es un término de muy rico contenido. Jesucristo es el primero en decir que El mismo, no tenía ni una piedra donde reclinar su cabeza. Su estilo de vida es el de un predicador itinerante. Tres de los cuatro evangelistas presentan el grupo de mujeres de Galilea que siguen a Jesús y utilizan sus recursos para cubrir sus necesidades materiales. Queriendo vivir pobremente, Jesús fue formado para aceptar humildemente y agradecido los servicios del prójimo, comenzando por los de su madre, María y su padre José. “No olviden la hospitalidad”. Los últimos gestos de Cristo, al final de su vida, fueron gestos de hospitalidad. Fue un gesto de hospitalidad confiar su madre, María a Juan. Hizo un gesto de hospitalidad confiando a su discípulo amado y en él, a cada uno de nosotros el cuidado de María. El ladrón arrepentido, en los últimos momentos de su vida, recibió la hospitalidad de Cristo. De lo alto de la cruz, Jesús le asegura: “En verdad te digo, desde hoy estarás conmigo en el paraíso”. Así, en los momentos más dolorosos de su vida, Jesús no olvidó la hospitalidad.
La más hermosa manifestación de la hospitalidad de Cristo se pone en evidencia en la celebración de la última cena, en la Sala Alta, menos de 24 horas antes de volver al Padre, en una última expresión de su amorosa obediencia.
En la decisión de Nuestro Señor de dejarnos el sacrificio de la misa bajo forma de una comida, hay algo emotivo, tierno y profundamente humano. Una buena comida puede hacer maravillas en una familia o en una comunidad. En las celebraciones de jubileos ofrecemos una comida de fiesta. Estas comidas ayudan a curar antiguas heridas, a reducir tensiones entre los miembros de una comunidad o de una familia. Un día, uno de mi cohermanos me dijo que para él, uno de los mejores animadores, es el vino embotellado. Sin duda: cuando estamos alrededor de la mesa de una comida de fiesta, intentamos olvidar nuestras diferencias y alegrarnos. Los jubileos y los cumpleaños pueden ser momentos de reconciliación y de una aceptación más sincera de los demás miembros de la comunidad.
Es una lástima que el gran misterio de nuestra fe, la misa, sea percibido por mucha gente bajo su aspecto de obligación moral, sobre todo cuando el domingo es de regreso. Es también un poco triste oír decir a los jóvenes de hoy que ir a misa les aburre.
A propósito de los jóvenes, a veces se dice que nosotros, mayores, no hablamos el lenguaje de los jóvenes de hoy. Quizás sea cierto. Podemos en esta ocasión preguntarnos cuál es el lenguaje de Dios. Mi vida es un aprendizaje: debo desarrollar mi habilidad por hablar el lenguaje de Dios. El lenguaje de Dios es la fiesta. “Al atardecer de la vida, os examinaré sobre el amor” escribió san Juan de la Cruz. La verdad más importante que Dios nos ha revelado sobre El mismo, se encuentra en tres palabras en los escritos de san Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). El no escribe: “Dios tiene el amor, escribe: Dios es amor”.
El auténtico amor siempre cuesta. Un hombre puede amar a su mujer, una mujer puede amar de verdad a su marido, los padres ¿pueden amar a sus hijos, sin que su amor sea un sacrificio? Aunque no empleen la palabra “sacrifico”, su amor verdadero siempre cuesta. Si Dios nos ama, como creemos que lo hace, entonces el amor generoso y el sacrificio están en el corazón de su amor por nosotros. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Dios no sólo tiene sentimientos de amor hacia nosotros. Su amor dio y da todavía. Tal es la naturaleza del amor. Bajo las apariencias de pan y vino, Cristo resucitado habla el lenguaje del amor. Escuchemos las palabras de la institución de la eucaristía: “este es mi cuerpo entregado por vosotros; esta es la copa de mi sangre que será derramada por vosotros”. El amor de Cristo cuesta.
La vida entera de Cristo nos habla el lenguaje de un amor desprendido. Su ministerio: curar, enseñar, consolar era un derrame continuo de energía costoso para él mismo. Hoy y cada día, invita a cada miembro de su Cuerpo, la Iglesia, a verter en el cáliz del ofertorio de la misa, sus sufrimientos, sus alegrías, sus esperanzas, sus energías dedicadas a los pobres. Si fuera de la misa, no hablo y no vivo este lenguaje del amor que cuesta, entonces no estaré en armonía con la música de la sinfonía que conocemos como Sacrificio eucarístico de la misa. El corazón y el centro de cada celebración de la Eucaristía es la renovación viva y actual de la ofrenda que Cristo hizo de él mismo en el Calvario.
Uno de los momentos más emotivos y acertados de la película “La pasión de Cristo” es cuando en medio de grandes violencias causadas a Nuestro Señor: un repentino flash nos sumerge por unos instantes en la paz de la Sala Alta. La escena de la crucifixión, con Jesús en las angustias de la agonía, está entrecruzada con momentos de paz de la Ultima Cena. En el Calvario Jesús dio sin reserva, en sacrificio: su cuerpo y su sangre; lo había dado ya a sus discípulos como pan y vino, durante la cena pascual. A continuación pidió a los Doce que hicieran esto en memoria suya, hasta que su vuelta. Otro flash de la película de tres o cuatro segundos, nos muestra a Cristo haciendo alusión, en medio de las violencias que soporta, a la supremacía del amor que espera de todos los que quieren ser sus discípulos. Los dos flash duran solamente algunos instantes, pero nos recuerdan esta verdad que cada celebración de la eucaristía es una renovación de la ofrenda de Cristo en la Cruz, ofrenda de amor en la que, participamos ahora. Se cuenta que cuando nuestro recordado Santo Padre, Juan Pablo II vio el film de Mel Gibson, hizo sólo un lacónico comentario: “Es como fue”.
“No olviden la hospitalidad”. No, Cristo no la olvidó nunca. “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”. (Hb 13, 8). La Eucaristía es una alianza eterna. Cristo resucitado nos invita a hacer la experiencia viva de su hospitalidad, en la eucaristía, día tras día. Ninguna de nuestras necesidades no será demasiado grande para ponerla en la patena. Es la celebración que según las palabras de la 4ª plegaria eucarística, “aporta la salvación al mundo entero”, lo reconozca o no. Me gusta la convicción de un sacerdote capuchino italiano inválido y encorvado. Este sacerdote parecía no haber podido realizar ningún servicio para su comunidad, salvo estar sentado todo el día en el confesionario y celebrar su misa diaria. Este fue el único ministerio que San Leopoldo pudo ejercer. Tenía la costumbre de decir que no había nada demasiado grande para pedir una misa, viendo la grandeza de Aquel a quien le ofrecía y de lo que él ofrecía. El Padre Leopoldo murió en 1942 y el Papa lo canonizó hace aproximadamente veinte años de esto.
Cada día el celebrante de la Eucaristía nos invita: “Proclamemos el misterio de la fe”. El misterio de la fe es, que Nuestro Señor crucificado y resucitado, en la celebración de la Eucaristía, es a la vez huésped y víctima.
Después de haber hecho la experiencia de la hospitalidad de Dios en la celebración de la Eucaristía, nuestro Señor compasivo nos pide dar hospitalidad a todos los que nos encontremos a lo largo del día. Una vez experimentada la hospitalidad de Dios en la invitación que el Señor nos hace en las últimas palabras de la misa: “Podéis ir en la paz de Cristo” o en la versión inglesa: “id en paz para amar y servir al Señor”, por estas palabras, estamos invitados a acoger como huésped bienvenido al “Cristo total”. Hemos sido recibidos por el huésped divino como sus invitados. Ahora somos nosotros los huéspedes para acogerle en la persona de los que encontraremos después de la celebración de la Eucaristía. De momento puede ser difícil porque Nuestro Señor se presentará bajo disfraces distintos, a veces atractivos, otras repugnantes. Tenemos que acoger a cada uno, especialmente a los pobres, pero también a las personas que puede que no sean pobres, porque como dijo el poeta jesuita Hopkins: “Cristo brilla en 10.000 sitios, bello en los ojos y los miembros que no le pertenecen». La dificultad de aceptar siempre al “Cristo total”, está bien expresado en el poema que va a concluir nuestra reflexión.
El problema con las Epifanías
Un día, Jesús llegó a mi despacho y se esperó de pie.
Me enfadé mucho, pues tenía mucho trabajo que hacer.
No me hubiera molestado si hubiera sido un disminuido: a éstos, sé cómo tratarles.
Pero él, se quedó ahí, de pie, contento de sí mismo y de su condenada guitarra.
No le ofrecí asiento: se hubiera quedado hasta la tarde.
Seamos honestos, sencillos y francos: en ese momento, como en otros, ¡me he sentido como descuartizado, crucificado, no sabiendo que hacer de bueno ni por Dios ni menos aún por cualquier otro!
Después de un largo rato, para finalizar, he terminado por preguntarle: “¡bueno! ¿Qué le pasa? ¿Qué quiere usted?”
Él se echó a reír simplemente, y me respondió: “estaba de paso y pensé decirle ¡Hola!”.
“¡Genial!” aplaudí, bromeando.
Ha dicho hola… y se ha eclipsado.
Cuando marchó, me encontré tan furioso conmigo, que no pude ni escuchar la radio. Fui a tomar un café. ¡El problema con Cristo es que viene siempre en el peor momento!
Jean L’heureux
“No olviden la hospitalidad, practíquenla, los unos hacia los otros, sin murmurar”, sin desear por lo bajo ¡“con tal que yo no lo tenga que hacer!”