Félix de Andreis (1778-1820) (II)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros Paúles, Congregación de la Misión, Félix de AndreisLeave a Comment

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Autor: Desconocido .
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CAPITULO IV

Viaje de Roma a Burdeos. — Lo que trabajó en esta ciudad. — Viaje de

Burdeos a Baltimore.

Salió de Roma con tres aspirantes al sacerdocio y el pres­bítero Sr. Busieres, que se les unió en Viterbo. Era tal el concepto que de la santidad y perfección del Sr. De An­dreis habían formado, que no se atrevían a despegar sus la­bios, hasta que a los tres días de tan absoluto silencio pensó el hombre de Dios que estaban tristes por abandonar su pa­tria; mas uno de ellos le dijo la causa verdadera de su silen­cio, que no era otra que el respeto con que le miraban. En­tonces, todo confuso al ver que él era la causa de nuestro re­traimiento, se excusó de mil maneras; quiso abrazarnos, procurando de este modo quitarnos el vano temor que en nosotros había, y desde entonces nos proporcionaba distrac­ciones recreativas a fin de endulzar nuestras fatigas. En los diversos acaecimientos del viaje no perdió nada su piedad, porque jamás olvidaba las cosas espirituales; hacía cada día en alta voz, y con gran contento de todos, su meditación, «y su palabra pía y apostólica animaba y fortificaba nues­tros corazones», — dice un compañero de viaje.

Tardaron doce días en llegar a Plasencia, donde el señor De Andreis tuvo el consuelo de volver a saludar, en la Casa que él había habitado, a sus antiguos condiscípulos y a sus queridísimos profesores. Siempre les conservó en su alma profundo agradecimiento, así por el cuidado con que perfeccio­naron su entendimiento, como por lo que le indujeron a la piedad.

Salió el 30 de Diciembre y llegó a Turín el 2 de Enero de 1816. Fue uno de los viajes más expuestos y peligrosos a causa de lo crudo del invierno.

Todo lo que hacía le era motivo para apartarse de las co­sas del mundo y acercarse más a Dios. Llegaron a Valence los piadosos viajeros el 13 de Enero, y después de celebrar la santa Misa en la catedral, veneraron las reliquias de Pío VI, fallecido durante su cautiverio en esta ciudad. El obispo de Montpeller les recibió en su Seminario el día 17, donde es­tuvieron detenidos tres días deseando saber la suerte de los primeros misioneros que habían sido embarcados en Ripa Grande el 21 de Octubre; y después, pasando por Carcaso­na, Castelnaudary, Tolosa, Agen, la Reole, llegaron por fin a Burdeos el 30 de Enero de 1816.

El Excmo. e Ilmo. Sr. De Sancy, arzobispo de Bur­deos, que había pasado el tiempo de la revolución adminis­trando los santos Sacramentos y consolando a los pobres de su diócesis de Viena en las montañas del Alto Forez, trajo a Burdeos, si no las mismas fuerzas corporales, a lo menos el mismo celo. De aquí es que, apenas vio al Sr. De Andreis, conoció el celo apostólico de su alma; y como aprovechaba todas las ocasiones que tenía de predicar a sus feligreses la fe, no quiso despreciar la presente. Dejemos hablar al señor Rosati, testigo ocular del bien practicado en cuatro meses y medio, porque él nos referirá hechos muy edificantes. «Visitaba el siervo de Dios las cárceles, y en ellas consolaba a los presos, siguiendo en esto los ejemplos y consejos de nuestro fundador San Vicente. Les celebraba los días festivos el santo sacrificio de la Misa, y les explicaba el Evange­lio y sus principales obligaciones. Les dio los santos ejerci­cios, y en ellos se confesaron y comulgaron muchos». Lla­maban las Hijas de la Caridad al misionero italiano, que así le apellidaban, para que asistiese a los pobres, y de paso se aprovechaban, ya pidiéndole que les dirigiese su palabra en las conferencias, ya también confesándose con él. Es cierto que el Sr. De Andreis huía toda gloria mundana en todas las obras, y que no buscaba más que el no ser conocido; pero también lo es que, a pesar de sus esfuerzos, adquirió gran reputación y que tuvo relaciones amistosísimas con  los Vicarios generales, con los canónigos, párrocos y sacer­dotes de los alrededores, que le llevaban a Burdeos sus más arduos negocios.

El amor filial que la religiosa ciudad de Burdeos profesa al Soberano Pontífice, movía a sus hijos a preguntar al se­ñor De Andreis por la situación, sufrimientos y cautividad de Pío VII. Un día, después de haber hablado sobre los ins­titutos religiosos de Roma e Italia, hizo algunas reflexiones acerca de una devoción practicada ya en la América del Sur por un sabio y santo Padre de la Compañía de Jesús, e intro­ducida en Italia bajo el nombre de «Las tres horas de la ago­nía del Salvador». No cayeron en tierra árida las palabras del Sr. de Andreis, porque con el beneplácito y aprobación del Sr. Arzobispo preparó lo necesario para la conmovedora función, de la cual había conversado con algunos sacerdotes.

Se verificó en la pequeña capilla de la Comunidad, don­de fue imposible dar cabida a todos los que deseaban asistir. Predicó el misionero un sermón de las siete palabras que ha­bló nuestro Redentor desde la cruz, y produjo tal impresión en los corazones de los oyentes la fervorosa oración del mi­sionero, que apenas se movieron para nada en todo él. Esta práctica, establecida por vez primera en Burdeos, se extendió, algunos años después, a otras muchas iglesias de Francia. Como viese el Excmo. e Ilmo. Sr. Arzobispo de Burdeos el fruto que él mismo sacaba de las instrucciones dadas a los eclesiásticos por el Sr. De Andreis, deseó encargarle los ejer­cicios de los seminaristas y de los ordenandos. Resistióse el piadoso misionero al principio, alegando su falta de ejercicio en la lengua francesa; pero el Prelado insistió  y a pesar de los defectos del lenguaje, lleno de giros y frases italianas, hizo mucho bien entre los aspirantes al estado eclesiástico.

Mientras se ocupaba en las obras arriba mencionadas, no olvidaba un punto sus compañeros de viaje; reanimaba su celo con frecuentes exhortaciones, representándoles al vivo los peligros que les esperaban, no menos que el gozo de obrar por amor de Dios y, sobre todo, el honor incomparable de ser sus apóstoles.

Así pasaron cuatro meses, sin que se disminuyese nada el fervor de la Comunidad bajo la sabia dirección del Sr. De Andreis, pero siempre anhelando por el día de su marcha. Así permanecían cuando llegó una carta del Ilmo. Sr. Du­bourg que echaba por tierra todos sus planes, puesto que ya no se iban a establecer en Nueva Orleans, sino en la Alta Luisiana, cerca de San Luis, donde razones de prudencia habían movido al Obispo a fijar la Sede episcopal.

No se desanimó por esto el humilde sacerdote de la Con­gregación de la Misión; antes bien, como le hubiese dicho el Sr. Obispo que le era necesario aprender el francés e inglés para el ejercicio de las misiones, comenzó a estudiar inme­diatamente ambas lenguas, y exhortó eficazmente a sus com­pañeros a que hiciesen lo mismo. En todo esto veía el Sr. Ro­sati el cumplimiento de la profecía hecha por el Sr. De Andreis algunos años antes. Ocupados se hallaban los misioneros en el estudio de las lenguas arriba mencionadas y en la salva­ción de las almas, cuando llegó a Burdeos, el día de la Ascensión del Señor a los cielos, el Ilmo. Sr. Dubourg, acompa­ñado de algunos jóvenes aspirantes al sacerdocio. Fácilmente se comprende el gozo que experimentaron en esto los que por espacio de cinco o seis semanas desearon vivísimamente  la hora de ofrecer el sacrificio de dejar su patria. En una car­ta del 28 de Mayo, dirigida por el Sr. De Andreis al Vicario general de la Congregación de la Misión, refiere las señales de aprecio que les dieron, tanto el Ilmo. Sr. Obispo de San Luis como el clero de la población, y añade que las Hijas de la Caridad los trataron como verdaderos hermanos. Y continuando su carta, dice: «No puedo menos de adorar los designios de la divina Providencia, la cual derrama tantas bendiciones sobre nuestra misión, que él solo considerar mi ineptitud para ella hace que me ruborice. Debemos encami­narnos a Filadelfia o a Baltimore, y de allí, andando 800 leguas, llegarnos al término de nuestro viaje, a San Luis, colo­cado en la Alta Luisiana. Nuestro establecimiento será fácil y muy ventajoso, porque San Luis es el centro del comercio entre los europeos y los salvajes, y el clima es muy saluda­ble. En cuanto a mí, podré decir que me hallo en una con­tinuada alegría y admiración viendo los caminos tan mara­villosos e inexplicables por los que se ha dignado cumplir la divina Providencia los deseos ardientes que ella misma ha­bía comunicado a mi corazón. Me parece que estamos todos decididos a ser verdaderos misioneros y a no buscar nada de este mundo, más que a Dios y a las almas por Él resca­tadas».

En estas últimas palabras está retratada el alma de un Apóstol. Dios, que le había comunicado estos deseos, hizo que pusiese sus ojos en la América. Debió embarcarse en un na­vío americano el 28 de Mayo; pero se ofrecieron nuevas di­ficultades, que fueron el sello de la protección divina; por­que combatido el navío por una horrible tempestad desenca­denada a corta distancia de Burdeos, no fue posible salvarlo.

Diéronse a la vela por fin en un navío apellidado Bo­deur, el 12 de Junio. Acompañó hasta el puerto a la misión el Ilmo. Sr. Dubourg, que se quedaba en Francia por asun­tos de su diócesis. Les despidió muy cariñosamente, exhor­tándoles a obedecer al Sr.De Andreis, constituido por su Superior y nombrado Vicario general de la diócesis de Nueva Orleans.

Celebró el Sr. De Andreis el santo sacrificio de la Misa, y se embarcó con los señores Rosini y Aquaroni , presbíteros de la Congregación de la Misión; Careti y Ferrari , de la diócesis de Puerto Mauricio, en la ribera de Génova ; algu­nos seminaristas, Francisco Javier Dahmen, José Zichitoli, León Deligs y Casto González, de naciones diferentes. El Ilmo. Sr. Dubourg, que los había juntado, era francés, natu­ral de Cap, en la isla de Santo Domingo; los demás el prime­ro alemán, el segundo español y los otros dos italianos. A todos los anteriores se unieron el hermano coadjutor Martín Blanca y otros tres legos que iban a ser admitidos en la Congregación: Francisco Moranviller, Medardo de Latre y Juan Flegifont.

Iban casi solos en el buque, y gracias a las buenas cuali­dades del capitán pudieron ordenar todo del mismo modo que se hace en comunidad, para cuyo fin dispuso tan bien el Sr. De Andreis las ocupaciones en el reglamento que hizo; que parecía se encontraban en una Casa-misión. Había fijado la hora de levantarse, de hacer la oración, oír la santa Misa, rezar y hacer lectura espiritual; practicaban el más riguroso silencio fuera de las horas destinadas a la recreación, en las que se interrumpía la monotonía ordinaria. Entre día esta­ban ocupados, ya en conferencias de moral, ya estudiando la Teología, procurando disponerse los jóvenes para lo que les aguardaba.

Se confesaban cada ocho días y tenían alguna breve ins­trucción moral, que dirigía y animaba el Sr. De Andreis. Los domingos cantaban su Misa de canto llano, y en ella exponía el Superior el Evangelio con mucho fruto de los oyentes, y con esta solemnidad celebraron la fiesta de San Vicente.

Era muy poco lo que adelantaban por tener vientos con­trarios, y algunos temían que se acabasen las provisiones, cuando el Sr. De Andreis, fiándose de la piedad de San Vicente, propuso a todos la idea de hacer un voto en honra del Santo; esto es, celebrar la fiesta de su muerte, preparándose con una novena y ayuno de la víspera. Acogieron todos con mucho gusto la feliz idea, y procuraron realizarla. Al poco tiempo cambiaron los vientos, y con su ayuda llegaron a ver tierra el 12 de Julio. Entraron en la bahía de Chesopeake, y el 26 llegaron a Baltimore, donde, apenas tomaron tierra, cantaron una Misa en acción de gracias por la protección que Dios les había dispensado.

CAPÍTULO V

Baltimore: generoso recibimiento que les hizo el Sr. Bruté. —Badstown:

permanencia en el Seminario de Santo Tomás.

Era Baltimore la ciudad más católica de los Estados Uni­dos. En la ciudad y Estado de Maryland, fundados por lord Baltimore y una colonia de católicos huidos de Inglaterra, reinaba la fe a pesar de las inicuas y satánicas leyes promul­gadas por los protestantes. Allí se cobijaron los sacerdotes de San Sulpicio, expulsados de Francia en la revolución de 1792: fundaron un gran centro de enseñanza, colegio y Seminario, donde formaban en la Religión cristiana multitud de jóvenes. Contaba Baltimore 151.000 habitantes en 1815, y hoy es una de las mejores poblaciones: tiene 350.000 almas.

Veamos los sentimientos que experimentó en Baltimore el Sr. De Andreis: «No puedo manifestar, — dice este se­ñor, — la admiración que en todos nosotros produjo la vista del puerto y ciudad de Baltimore; difícil me parece el creer que haya en todo el mundo cuadro tan encantador. Lo pri­mero que se nos ocurrió  al saltar a tierra, fue el ponernos de rodillas y besarla; pero la multitud que ocupaba el lugar -donde salimos nos detuvo el hacer semejante acción. Apenas entramos en la población, conocimos cuán diferentes son éstas de las europeas; porque aquí son las calles largas, las casas muy bajas, y con frecuencia se hallan fuentes abundantísimas. Tuvimos que atravesar la población entera para lle­gar al colegio, dirigido por Padres de San Sulpicio, donde el Superior, Sr. Bruté, nos recibió con el mayor afecto posible. Todo me admira en él: es uno de los hombres más sabios, más piadosos y más afables que conozco».

Las palabras transcritas nos dan una idea de lo que era Baltimore a principios de este siglo; pero hoy no serían más que una sombra de lo que verdaderamente es.

El Sr. Bruté, de quien habla el Sr. De Andreis, sucedió al Ilmo. Sr. Dubourg en la presidencia del colegio de Santa María. En efecto: el obispo de Nueva Orleans, natural de la isla de Santo Domingo, había estudiado en el Seminario de San Sulpicio de París. Cuando la Revolución cerró todas las casas de educación eclesiástica, se vio precisado a refu­giarse en Burdeos, habitando con su familia, de donde vino a España, permaneciendo en ella dos años. Como no le pa­recía encontrar libertad más que en América, dirigióse allí, juntándose con sus maestros de San Sulpicio en 1796, y en cuya religión entró y fue colocado muy pronto al frente del Seminario de Santa María de Baltimore.

Mucho prosperó el establecimiento bajo su hábil direc­ción; pero viendo el Ilmo. Sr. Caroll que no podía admi­nistrar tan bien como querría la vastísima diócesis de los Es­tados Unidos, confió In 1812 la Luisiana al celo del emi­nente sulpiciano.

Sólo cuatro años hacía que dejó la Comunidad el ilustrí­simo Sr. Dubourg, al que amaba tiernamente su sucesor Sr. Bruté ; de aquí que no es extraño el afectuoso recibi­miento que hizo a los misioneros enviados por aquél.

El Sr. Rosati refiere del modo siguiente el recibimiento que les hizo: «Los sulpicianos de Baltimore, a quienes ha­bíamos sido recomendados por carta del Ilmo. Sr. Dubourg, recibieron al Sr. De Andreis y demás compañeros suyos como si fuesen hermanos. El Ilmo. Sr. Bruté, Superior del colegio, que se encontraba solo en casa, se afanaba prepa­rando habitaciones para él y para sus doce compañeros, manifestándose en todo lo más atento y afable posible; se en­cargó de nuestro equipaje y de los gastos del transporte. Cuando llegaron al Colegio los otros sulpicianos, se apre­suraron a darnos la bienvenida, y cada cual se esmeraba en servirnos en algo. ¡Oh, cuán hermosa es la caridad cristia­na! ¡Qué bien le cuadra el nombre de católica! Ella no dis­tingue, nación, lengua ni personas: no ve más que una fa­milia en todos los hombres. No perdió un momento el señor De Andreis, — prosigue el Sr. Rosati; — en seguida comu­nicó al Vicario general de la Congregación de la Misión en Roma la feliz llegada. Escribió al mismo tiempo al arzobis­po de Baltimore, que se hallaba en Georgetown, para pe­dirle los poderes necesarios, y al Ilmo. Sr. Flaget, obispo de Bardstowm, en Kentucky, amigo íntimo del Ilmo. se­ñor Dubourg y encargado por éste de la instalación de la misión».

En la carta dirigida al Sr. Siccardi retrata el Sr. De An­dreis su alma. Después de hablar de los progresos de la re­ligión, del fervor de los católicos, de las buenas disposicio­nes en que se hallaban los protestantes, manifiesta la espe­ranza de producir mucho fruto entre la gente del pueblo. «Gozamos todos, — prosigue, — de salud envidiable a pe­sar del viaje y del cambio de régimen, porque lo que más daño me hacía en Roma no me causa aquí la menor mo­lestia; para que se vea cómo la divina Providencia sabe dis­poner las cosas mejor de lo que ordinariamente pensamos. En Roma era, contra mi voluntad, pesado y estorbo para mis queridos hermanos; no era digno de estar en su compa­ñía por mi excesivo orgullo y amor propio, que a pesar de mis esfuerzos no he podido arrojar todavía de mí; y por esto me ha colocado el Omnipotente entre los salvajes, con los que, hasta el presente, estoy muy contento, y con la firme resolución de vivir y morir completamente olvidado de las criaturas. Ya no deseo más que la muerte; cuanto más tarde en venir, más suspiraré su llegada. Nuestro Señor se ha dig­nado concederme tranquila paz en medio de mis empleos».

El Ilmo. Sr. Flaget escribió a los misioneros diciéndoles que partiesen cuanto antes pudiesen a Pitzburg, antes que entrase el invierno, prometiéndoles su ayuda en todo lo que pudiese. Recibir la carta y ponerse en camino fue una mis­ma cosa. «Preparado todo lo necesario, — escribe el Sr. De Andreis,—salieron de Baltimore y a pie, el 3 de Septiembre, el hermano Blanca, seminarista, y dos postulantes más con nuestro equipaje. Los demás salieron el 10 en un carruaje público alquilado para el efecto, aunque a un precio muy subido. Era una especie de diligencia muy incómoda y ex­puesta a la intemperie, llamada stage, en la que se acomoda­ron ocho personas. El primer día todo fue bien; dormimos en Chambersburg, que es parroquia o congregación dirigi­da por el Sr. Trochi, quien habita en otro lugar, llamado Taneytowm. Al día siguiente comenzó a llover y no paró en cuatro o cinco días, en los que tuvimos que atravesar los caminos más horrorosos, en los que más de una vez tuvi­mos que sacar el coche de los barrancos. Nos acaecieron dos casos muy particulares, al parecer milagrosos. El primero fue que, como se hubiese separado de nosotros el señor Aquaroni con otros dos más y tomado un camino más corto por entre los árboles, anduvieron perdidos medio día, y a pesar de esto nos encontramos sin saber cómo. El segundo caso que voy a referir, y del cual fui testigo ocular, es que habiéndose separado un grande pedazo de piedra, rodado desde el alto de la montaña y caído al camino por donde íbamos en el instante del tránsito de dos compañeros nuestros, parece imposible que no hubiesen perecido, o al menos recibido un grande golpe, lo cual no experimentaron porque pasó la piedra tan cerca de ellos que apenas distó cinco pasos».

En medio de las molestias del viaje, guardaba el siervo de Dios la regularidad más constante en los ejercicios de piedad y en el estudio. Cuando conocía que se cansaban sus compañeros, los distraía con cuentos y cosas por el estilo. Sólo una vez se entristeció en vista de las fatigas y asperezas del viaje y de los agudísimos dolores que padeció. Cuando se veía perdido en un desierto, y en una vida inactiva, se acordaba de las iglesias de Roma, de la vida y el apostolado que allí practicara. Pero no duró mucho la tentación; se animo poniendo sus ojos en Dios, y supo contenerla en sí tan bien que no pudieron conocerlo sus compañeros.

Continuaron su viaje pasando las aldeas próximas al Ohío y al Mississipí; unas veces a caballo, otras en carruajes al­quilados a precios muy subidos, no pocas en lanchas dispues­tas de improviso, en una de las cuales debían ir a Luisville, donde estaba el Ilmo. Sr. Flaget. En Gallipolis había cua­renta familias católicas francesas sin sacerdote ni iglesia; tan sólo las visitaba alguna que otra vez el Padre dominico Fen­wik, muerto más tarde en Luisville, y a las que no pudieron socorrer nuestros misioneros.

Llegaron, finalmente, a Luisville el 19, y gracias a la di­ligencia del Ilmo. Sr. Flaget, los recibió en su casa uno de los católicos.

El Obispo dijo al Sr. De Andreis que deseaba estar con él en Bardstown antes de ir al término definitivo de su viaje. Allí le representó el Sr. Obispo la imposibilidad de poder ser establecidos inmediatamente en San Luis. «No están avisa­dos, — decía el Obispo, — los habitantes por el Sr. Dubourg, de vuestra llegada; os será moralmente imposible encontrar habitación y guardar todo el orden de Comunidad. Necesita usted tiempo y dinero para el primer establecimiento; pero lo que os debe mover a seguir mi consejo es que ni Ud. ni sus compañeros conocen el inglés lo bastante para el ejercicio de sus ministerios; por tanto, os es necesario quedaros en Kentucky. Si quieren Uds. participar de mi pobreza y de la de mis sacerdotes, podrán familiarizarse con la lengua y costumbres del país, y tomarán las medidas oportunas para asegurar sus trabajos en la diócesis de Nueva Orleans».

Aunque esta medida era muy penosa para el celo de los misioneros, tuvieron que adoptarla, quedándose en el Semi­nario de Santo Tomás; que está contiguo al palacio epis­copal.

Aceptaron con alegría la noticia que les trajo el Sr. De Andreis, y se unieron a los 20 clérigos que bajo la dirección del Sr. David de San Sulpicio, más tarde obispo de Muni­castro y coadjutor de Bardstown, se dispusieron para las Órdenes sagradas.

La casa donde se hallaban era de tabla; entre un tablón y otro habían echado tierra arcillosa, que se hace tan dura como la piedra cuando se seca. La parte más alta, cubierta de planchas en forma de tejado, servía de dormitorio común. La parte destinada al señor Obispo había sido construida de nuevo. En lo demás de la casa había una habitación que servía de clase y de refectorio; dieron otras dos a los señores De Andreis y Rosati. Para el Sr. Obispo habían destinado una pequeña habitación antecámara, que le servía de recibimien­to, y en él tenía la biblioteca, el cual fue convertido en apo­sento de uno de los Padres.

En medio de esta pobreza no cesaba el Sr. De Andreis de dar gracias a la divina Providencia por haberle concedido la dicha de aprender la vida del misionero en este país de maestros tan experimentados como el Sr. Flaget y el señor David. El mismo Sr. Rosati conocía, a ejemplo de su maes­tro, lo muy útil que les era la experiencia de los demás. «He­mos aprendido, — decía, — muchas cosas, cuya ignorancia hubiera sido muy perjudicial, tanto para nosotros como para los demás. Se nos advirtió, por ejemplo, que no combatié­semos ciertas costumbres del país, porque no son en sí malas ni contrarias a la ley de Dios, sino muy distintas de las europeas».

Vamos a dar a conocer los sentimientos del Sr. De Andreis citando un trozo de sus soliloquios, titulado: Ad quid venis­ti? «Me habéis preparado, Dios mío, en este Seminario de Bardstown una piscina probática, en la que debía experi­mentar, aunque en otro género, las maravillas de vuestra gracia. En vano querría explicar las comodidades y las uti­lidades de cuerpo y alma que aquí hemos hallado. Es de todo punto imposible expresar los sentimientos que habéis infundido en mi corazón, todas las coyunturas, todos los sucesos humanamente inexplicables por los que habéis ma­nifestado vuestra voluntad. Finalmente, nos habéis procu­rado aquí una verdadera escuela de nuestra futura misión por el estudio de las lenguas y costumbres del país, por la experiencia de los ministerios, por la gracia del retiro, con el lugar tan a propósito para disponernos para las funciones, con el descanso, la tranquilidad y disposición tan ordenada en el nuevo género de vida».

Dividió el tiempo en el estudio de las lenguas y de la Teología y en las prácticas de piedad. Mucho bien hubiera he­cho el Sr. De Andreis enseñando la Teología; pero él, como simple y dócil estudiante, daba sus lecciones de inglés al se­ñor David, quien le decía amigablemente: «¡Qué dichoso soy enseñando a Ud. el inglés! porque participaré de sus trabajos apostólicos: Ud. predicará la palabra divina, y yo, en algún modo, hablaré por su boca».

CAPITULO VI

Ocupaciones de los misioneros durante su permanencia en el Seminario de

Santo Tomás, de Bardstown. — Aspiraciones del Sr. De Andreis.

Las ocupaciones del Sr. De Andreis en el Seminario de Santo Tomás, en Bardstown, eran más regulares y más con­formes a sus deseos que las en que se había ocupado desde su salida de Roma. Comenzó a predicar y confesar en inglés, ejerciendo todas las funciones de su santo ministerio siempre gozoso de poder procurar más y más la gloria de Dios y la salud de las almas. Tradujo al inglés sus sermo­nes, que en parte estaban ya traducidos en francés, y sus traducciones eran excelentes, como que para el estudio de estas lenguas había procurado leer a los autores más clásicos en ellas. Siempre que salía a paseo con sus alumnos, conver­saba con ellos en inglés, exigiéndoles le corrigiesen todas las veces que advirtieran alguna expresión incorrecta.

Entre sus libros tenían lugar preferente los de los mejo­res autores ascéticos, como las obras de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa, de San Francisco de Sales, del P. Surín, de Baudran y otros muchos, los cuales eran sus delicias, por­que en la sublime perfección que en ellos se enseña hallaba el término objeto de sus aspiraciones pareciéndole que su amor hacia Dios crecía con las santas inspiraciones que de los mismos sacaba ; pero donde más enardecido del divino amor quedaba su corazón era en sus ejercicios de piedad, en las meditaciones y en las frecuentes y fervorosas visitas que hacía al santísimo Sacramento del altar.

Sentía el más tierno afecto hacia sus misioneros, y ha­cia todos y cada uno de los que vivían con él. Velaba por su salud y consolábalos en sus penas. Cuando notaba que al­guno de ellos estaba triste, procuraba ganarse su confianza a fin de disipar de su espíritu las nubecillas que le tornaban sombrío, y cuando los había reunidos a su alrededor les animaba a poner su confianza en Dios, o bien les entrete­nía con alguna anécdota recreativa. Como todos experimen­taban los efectos de su paternal solicitud, todos depositaban en él los más íntimos sentimientos del corazón y casi todos deseaban tenerle por confesor.

Vamos a reproducir la carta que el Sr. De Andreis escri­bió a Roma, desde su residencia de Bardstown, dando algu­nas noticias de su colonia; en ella, no sólo se añaden algunos interesantes pormenores a lo que llevamos dicho, sino que también se hace mención de muchos sucesos que se han omi­tido en lo que precede. Está dirigida al Sr. Siccardi y fechada en 29 de Abril de 1817:

«Aprovecho la ocasión que me ofrece el Rdo. Padre Vi­cario general de los jesuitas de América , que va a visitar la capital de la cristiandad, y a quien agradezco su atención, por más que no tengo el honor de conocerle más que por cartas, para escribirle algo de lo que sucede por aquí. Si Ud. tiene la bondad de contestarme, puede hacerlo con el mismo Pa­dre a su regreso a ésta. Estas buenas ocasiones son tan raras que es preciso aprovecharse de ellas.

El cambio de clima, de alimentos y demás me ha dado que padecer algo el invierno pasado. En cierta ocasión el frío fue tan intenso que estando celebrando caí al suelo sin conocimiento, costándome trabajo el volver en mí. Por aho­ra estoy bien, y desde principios de Cuaresma predico y confieso en inglés. El Sr. Rosati hace lo mismo, y los otros tres sacerdotes se disponen a seguir nuestro ejemplo. El señor Rosati se halla ausente desde Pascuas, dando misiones con un sulpiciano; han ido los dos años a un pueblo muy pobre que se llama Fort-Vincennes, cuyos habitantes son de ori­gen francés y a quienes sólo dos o tres veces en el año suele visitar un sacerdote. De un día para otro espero volverá el señor Rosati.

La vida del misionero es muy trabajosa en este país; para visitar a los enfermos y llevar algún socorro a las parro­quias distantes verse obligado a viajar siempre en caballerías, buscando caminos y veredas a derecha y a izquierda, entre inmensos montes, florestas, etc., haciendo a veces una ca­minata de diez o quince leguas. A las parroquias llaman aquí congregaciones. La gente habita en chozas construidas con troncos de árboles plantados unos junto a otros y lle­nando los huecos de arcilla; por eso se comprende que tales paredes dejan que el viento y la lluvia penetren sin difi­cultad. Nuestras iglesias están construidas de la misma ma­nera, no tienen cuadros ni ornamentos; sólo hay un pobre altar de madera. Se hallan diseminadas en medio de flo­restas, y en su recinto se reúnen los días de fiesta los ca­tólicos, y también a veces los protestantes, que acuden de lugares que distan cuatro y cinco leguas, Todos vienen a caballo, y es cosa muy  curiosa ver atadas a los árboles que rodean la iglesia las cabalgaduras con sus ricos jaeces, como si un regimiento de caballería estuviera acampado en su con­torno. Gran parte de la mañana se emplea en oír confesio­nes; sigue la Misa rezada o solemne con sermón u homilía; a continuación se administra el santo bautismo, por lo re­gular a gran número de personas; se visita a los enfermos, etcétera, etc., y, por último, el pobre sacerdote, fatigado por el ayuno, el cansancio, el viaje, el frío o el calor, va a mendigar su sustento entre sus feligreses. La comida se compone ordinariamente de pan, beefsteak (carne asada), agua, sin vino, vinagre, aceite y sopa. Algunas veces se ve precisa­do a decir dos Misas y predicar en varios puntos por hallar­se los habitantes muy diseminados, con objeto de cultivar sus tierras. Allí no se ven pueblos, ni aldeas, ni labrado­res, ni caseros; todo lo trabajan los esclavos negros, que abundan mucho.

Una tarde me enviaron a visitar a un enfermo a un lu­gar distante unas siete leguas de aquí. Cuando menos me percaté me hallé solo en medio de grandes árboles, sin guía y sin caballo; éste habíase escapado por un bosque apenas pusimos pie en tierra; mi guía corrió tras él largo tiempo sin poderlo alcanzar. A pesar de todo, el bien que se hace y el que esperamos se hará nos sirve de gran consuelo. La semana pasada me llamaron para visitar un pobre enfermo, que por toda habitación tenía una miserable cabaña, donde vivía con toda su familia. Como allí no había local para mí y el caballo que llevaba, un acaudalado protestante, que vivía a unos doscientos pasos de allí, vino a ofrecerme su casa, en la que encontré buena compañía. Tocáronse varios puntos de controversia, quedando mi huésped tan satisfecho de mis respuestas a sus objeciones que me prometió hacerse católico. Los protestantes tienen, por lo general, mucho respeto a los sacerdotes, y hasta se honran mucho en tratar­les con toda la urbanidad y generosidad posibles; pero los sacerdotes escasean mucho para trabajar en su conversión. ¡Ojalá pudieran atender a las necesidades de los católicos! ¡Cuántos mueren sin la asistencia de un sacerdote y son en­terrados sin ninguna clase de funerales! ¡Cuántas parro­quias pasan meses enteros, y aun las más solemnes fiestas del año, sin tener Misa ni ver a un sacerdote!

En esta diócesis tan vasta, que comprende el Kentuc­ky, el Tennessee y el Ohío, apenas habrá doce sacerdotes, in­cluso el Obispo, quien siempre está de viaje, de una parte para otra, como el más joven de los misioneros. Va a caballo, solo, sin ninguna señal de su dignidad, y sólo se distingue por tomar para sí lo que más difícil y penoso se halla en el ministerio. Los sulpicianos hacen muchísimo bien. Debe­mos estarles muy agradecidos por los muchos favores y aten­ciones con que nos tratan en Tolosa, en Burdeos y aquí, en Baltimore y en el Seminario, en que al presente vivimos. Llenos de celo, de religión y piedad, trabajan con fervor in­cesante en el desempeño de sus ministerios, son afectísimos a la Santa Sede e irreprochables en la doctrina que enseñan. Los dominicanos trabajan también mucho en favor de la Iglesia en estos países. Tengo el honor de conocer personal­mente al P. Tenwick, que los introdujo en esta comarca, y a otros muchos de ellos.

No dudo, mejor dicho, estoy segurísimo de que, ape­nas nos establezcamos en regla, tendremos muchos estu­diantes; esperamos a nuestro Prelado para el próximo vera­no, y con él iremos a nuestro destino. Gracias a Dios, expe­rimentamos cuán verdaderas son aquellas palabras de San Vicente: Quien se entrega en brazos de la divina Provi­dencia, prosperará seguramente.» ¡Qué hermoso es no in­quietarse por nada, y ver que Dios lo hace todo a medida de nuestros deseos! Por lo que a mí toca, veo por una parte mi incapacidad para cumplir las obligaciones de Superior, y por otra no puedo dejar de ver que todo va bien y aun mejor que cuanto pudiera yo desear si fuera el más dispuesto de los hombres. Y es que Dios lo hace todo por sí mismo, y yo no tengo más que anonadarme en su divina presencia y seguir ciegamente su voluntad adorable, que tal es el único fin y blanco que me he propuesto.

En otras cartas os he dado noticias de nuestra colonia. Desde hace seis meses estoy de profesor en el Seminario, Tengo diez alumnos, de los cuales cuatro son de los nues­tros, los demás del Kentucky.

El Sr. Rosati hace prodigios, y no cabe dudar que Dios leha llamado a esta misión. Su salud es excelente; progresa con rapidez en el estudio del inglés; ha comenzado a predicar antes que yo, teniendo que humillarme profundamente a sus pies, como es justo, viendo que el Todopoderoso de­rrama sobre él luces y gracias que me niega a mí, con justi­cia, a causa de mis pecados, de mi ingratitud e invencible orgullo.

Por eso y por otras razones que no tengo tiempo de ex­poner, me creo sinceramente que debéis encargarle el ofi­cio de Superior, nombramiento que será acogido con gene­ral aplauso y que seguramente atraerá las bendiciones del cielo sobre esta misión y aun sobre toda la Compañía. He escrito en el mismo sentido al Ilmo. Sr. Dubourg, con moti­vo del cargo de Vicario general. Mi orgullo y amor propio necesitan estar bajo la dirección de un Superior, amén de que me creo muy incapaz e imperito piloto para dirigir un navío como el nuestro. Yo trabajaré como hasta ahora, pero mis penas no tendrán consuelo ni alivio hasta que reciba de Ud. el permiso de tomar el yugo de la obediencia. Le ase­guro que no hay nada en el mundo que tenga tanto atracti­vo para mí, pues miro la vida como un peso y no deseo más que la muerte. Conozco bien que debo temer y temblar por mis muchos pecados, pero al mismo tiempo confío en la infi­nita misericordia de Dios. Todos nos recomendamos a las fervorosas oraciones de todos ustedes».

Véanse algunos otros pormenores en la siguiente carta que el siervo de Dios dirigió, en 5 de Enero de 1817, al Vi­cario general de la Congregación de la Misión, residente en Roma:

Con mucho contento mío tomo la pluma para dar a vuestra Reverencia algunos pormenores acerca de esta misión y de los miembros de nuestra Congregación que se hallan en estos países, y lo hago con tanto mayor gusto cuanto que es­toy en la mejor disposición de informar a Ud. más circuns­tanciadamente acerca de nuestros futuros destinos, puesto que estamos en vísperas de llegar a él. De aquí a San Luis habrá como unas cien leguas de distancia: el viaje puede hacerse fácilmente en una semana a caballo y sin que sea preciso embarcarse sobre el Mississipí.

Es preciso estar ciego para no ver ostensiblemente la mano de Dios en esta empresa; ella aleja y deshace los obs­táculos, dispone los corazones a favor nuestro, abre el cami­no delante de nosotros, nos preserva de todo peligro, y por vías y medios imprevistos provee con abundancia a nuestras necesidades en un país en el que, como en Inglaterra, todo va carísimo. En todas partes, gracias a Dios, somos tan bien acogidos como pudiéramos esperarlo de nuestros queridos hermanos de Europa o de nuestros más cercanos parientes. Los gastos de habitación, cama, manutención y transporte para 12 personas, todas ellas jóvenes y con buen apetito, son naturalmente muy considerables, y, sin embargo, os asegu­ro que de ello no me ocupo más que si estuviera en Monte Citorio. Nuestro Señor provee a todo, si bien todos estamos muy dispuestos a sufrir los efectos de la pobreza, tesoro el más precioso de los hombres apostólicos.

Nuestro Seminario tiene algunos puntos de semejanza con las casas de los trapenses o cartujos; nos hallamos en medio de un bosque, en una pobre choza. El Superior de él es el señor Obispo, si bien casi siempre está ausente visitan­do los diferentes distritos donde hay católicos.

No lejos del Seminario hay una casa de Hermanas de la Caridad establecida por el celoso pastor de la diócesis; observan la regla de San Vicente; pero a fin de acomodarse a los usos del país, han cambiado algo en la forma del hábi­to y algunas prácticas, y además hacen votos perpetuos.

Fuera de casa llevamos un sobretodo, corbata y som­brero redondo; pero en el Seminario vestimos la sotana, lo cual, sabido en la población, ha excitado la curiosidad de muchos, que vienen a ver, según ellos dicen, un sacerdote romano vestido con traje de mujer.

Aquí no bebemos más que agua, excepto por la mañana que tomamos un poquito de café, y por la tarde te con un trozo de pan. Algo se resiente mi estómago con este régi­men alimenticio; pero no puedo menos de exclamar: Feliz necesidad que nos obliga a aspirar a cosas mejores.

Entre todos los de esta casa, sólo cuatro pertenecemos a la Congregación. El hermano Blanka se porta bien, aun­que tiene que trabajar mucho, pues tiene que cuidar de to­dos con la sola ayuda de dos postulantes y ocuparse de nues­tro mobiliario, que no es pequeño trabajo. El Sr. Acquaro­ni cumple bien con su oficio de procurador, supliendo en esto la destreza que nos falta al Sr. Rosati y a mí. El Sr. Ro­sati hace rápidos progresos en el inglés; su celo, su salud y sus excelentes cualidades dan motivo para creer que produ­cirá mucho bien en estos países. En cuanto a mí, miserable como soy e indignísimo de ocupar el puesto de Vicario general, espero satisfacer algunas de mis muchas deudas que tengo con su divina Majestad trabajando y sufriendo sin ce­sar hasta la muerte.

Hemos celebrado las fiestas de Navidad con gran pom­pa: ha habido Misa pontifical, solemnidad casi nunca vista aquí, y a la que por lo mismo ha asistido mucha gente. El único sulpiciano que lleva sobre sí todo el peso del Semina­rio, que se compone de 20 alumnos, ha predicado, demos­trando muy bien la veracidad de la Iglesia romana, toman­do ocasión y motivo de nuestra llegada a este país.

Conozco claramente que nuestro Señor se digna hasta ahora tratarme con misericordia, enviando unas tras otras cruces y humillaciones muy propias para abatir mi amor propio. Os ruego me ayudéis con vuestras oraciones y con las de los otros, a fin de que le dé las debidas gracias por ello, pues os confieso ingenuamente que no conozco mayor ni más excelente gracia que recibir tales joyas, prendas se­guras del paraíso.

Tal como se presentan las cosas, tenemos como cosa cierta y segura el establecimiento de nuestro Seminario, y con mucha probabilidad puede asegurarse para más adelante el establecimiento de nuestra Congregación en diferentes provincias, y prueba de ello es el ejemplo de los jesuitas y dominicos. He tenido una entrevista personal con el Padre Tenwick, Superior de los dominicos, y correspondencia con el buen P. Grassi, italiano, Vicario general de los jesuitas, que es poco más o menos de mi edad y sujeto dotado de excelentes cualidades. Siento no conocerlo personalmente a pesar de haberlo procurado de mi parte, porque le soy acreedor a socorros importantes y a muy generosas ofertas.

Experimento en mí grande inclinación a consagrarme muy en particular a la conversión de las tribus indias habi­tantes al otro lado del Mississipí. Aquí no hay datos ni ras­tros de su existencia; pero el Mississipí, que constituye como la frontera de los Estados Unidos a la entrada de un inmenso desierto que se extiende hasta el Océano Pacífico, atraviesa a San Luis, que es como un punto central en medio de naciones salvajes donde todavía no ha penetrado la luz del Evangelio, aun cuando, por otra parte, se hallen muy bien dispuestos para recibirla. Cuando el Seminario quede del todo arreglado pienso dejarlo al cuidado del Sr. Rosati, marchándome yo in nomine Domini, y costeando el Mississi­pí y el Missouri, a predicar el Evangelio a esas pobres gen­tes. Antes de partir de San Luis haré que me traduzcan un Catecismo en la lengua de esos pueblos, lo cual creo me será fácil con la ayuda de los indios que vienen de cuando en cuando a San Luis, sirviéndome también de algunos habi­tantes de aquí que conocen bien aquello. Estoy bien infor­mado por personas experimentadas de las dificultades que se me presentarán y de los medios para vencerlas; pero con la ayuda de Dios la empresa se me hace tan fácil como si la viera llevada a feliz cabo. Mucho tendré que sufrir, mas eso no me arredra; hasta aquí me he ocupado mucho en mí mismo; en adelante no quiero ocuparme más que en Dios y en los intereses de su gloria.

Los indios, es verdad, son salvajes, feroces, fieros y muy inconstantes; llevan, por lo general, una vida muy dura; pasan algunas veces muchos días sin probar alimento; pero si llegan a coger algún búfalo o ciervo, se lo comen todo, y muchas veces crudo. Casi siempre van desnudos, y castigan sus cuerpos para agradar al Gran Espíritu. Los an­cianos, las mujeres y los niños viven en sus chozas; los de­más andan siempre a caza de fieras, cuyas pieles preparan con mucha habilidad, vendiéndolas luego a los americanos a cambio de comestibles y licores fuertes, a los que son tan aficionados que esta inclinación constituye uno de los ma­yores obstáculos con que ha de luchar el misionero en la obra de su conversión. El venerable Sr. Obispo, en cuya casa habitamos, y todos los de por aquí, miran nuestra venida como el precursor de una era de misericordia para estos pue­blos, y hasta yo mismo participo de la misma opinión. Sin embargo, las obras de Dios, — como dice San Vicente, — tienen su principio, sus progresos y su fin, y nosotros debe­mos seguir a la divina Providencia paso a paso, sin preten­der turbar, prevenir ni retrasar su marcha. Os suplico ten­gáis la bondad de encomendarnos a Dios para que con toda fidelidad sigamos tan importante máxima.

A pesar de las alteraciones y accidentes diversos a que hemos estado y estamos aún sujetos todos los días, no he te­nido el menor momento de disgusto o tristeza por haber de­jado mi patria; antes bien mi corazón rebosa de gozo que aumenta cada día, y no deseo otro que morir a fuerza de trabajos. Para nosotros ha desaparecido el mundo; todos nos consideramos como víctimas sacrificadas por la gloria y por la salvación de las almas, y jamás ha existido en nues­tra mente la idea de volver a Europa.

Tomado de Anales Españoles, Tomos I-II y III. Años 1893, 1894 y 1895.

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