Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 12

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Author: Monseñor Baunard · Translator: Salvador Echavarría. · Year of first publication: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo XII: El doctorado en Letras

«Dante y la filosofía católica».—Sustentación de la tesis.—Muerte de su madre.

1839

El viaje a Italia de 1836 y la estancia en Florencia que lo había coronado había puesto a Ozanam en presencia de Dante. Mas la figura del gran poeta no era aún para él sino una de esas cosas vis­lumbradas que sentía la necesidad y el deseo de volver a ver más de cerca. Así se expresaba en una carta, dos años después de su regreso:

«No podemos pasar por ninguna parte sin dejar jirones de nues­tros afectos, como los corderos dejan su lana en las espinas. Duran­te el breve viaje que hice hace dos años a Italia, comprobé de sobra esta fatalidad de nuestra naturaleza. Todas las bellas cosas que contemplé allí me causaron menos alegría, en esa primera visita, que tristeza al tener que dejarlas. Entré en Roma bostezan­do, salí con los ojos llenos de lágrimas. Roma, Florencia, Loreto, Milán, Génova, todos esos lugares han conservado algo de mí mis­mo; y cada vez que pienso en ello, me parece que debo regresar para llevarme ese algo que quedó allí».

Una de esas cosas entrevistas por él, pero aún inexplicadas, es el amplio lugar que ocupaba en su memoria, no sólo la patria ita­liana, sino la propia Iglesia, ese Dante de quien vio la cabeza co­ronada de laurel por el pincel de Rafael surgir de entre la asam­blea de los pontífices y de los doctores, en su célebre cuadro de la Disputa del Santo Sacramento.

«Cuando —escribe— realizando una peregrinación en que se ha soñado mucho, va uno a visitar Roma y sube, estremecido de piadosa curiosidad, la gran escalera del Vaticano, después de haber recorrido las maravillas de todas las épocas y de todos los países del mundo, reunidas en la hospitalidad de esa magnífica morada, se llega a un lugar que puede llamarse el santuario del arte cristiano: son las Loggias de Rafael.

«El pintor representó en una serie de frescos históricos y sim­bólicos las grandezas y los beneficios del catolicismo. Entre esos frescos, hay uno en que el ojo se detiene con más amor, ya sea por la magnificencia del tema o por la afortunada ejecución. El Santo Sacramento aparece sobre un altar elevado entre el cielo y la tie­rra. El cielo que se abre deja ver en su esplendor a la Trinidad divi­na, a los ángeles y los santos; en tanto que la tierra está coronada con una numerosa asamblea de pontífices y doctores. En medio de uno de los grupos, distínguese una figura notable por la originali­dad de su carácter, ceñida la cabeza, no con una tiara y una mitra, sino con una guirnalda de laurel. Y, si recapacita uno, bajo esos rasgos poderosos y graves, reconoce a Dante Alighieri.

«Entonces se pregunta uno con qué derecho la imagen del poeta ha sido introducida entre la de los venerables testigos y defensores de la fe en ese divino Misterio, pintado a la vista de los papas y en la propia ciudadela de la ortodoxia».

Esa cuestión, una vez planteada en el espíritu de Ozanam, no le dejó punto de reposo hasta que encontró su respuesta explícita en la vida y las obras del gran florentino. Ese día Dante y él ce­lebraron una alianza.

Un estudio literario, filosófico, histórico, que introduciría al es­critor en plena Edad Media, con sus creencias, sus santos, sus ins­tituciones, sus costumbres, su poesía, sus artes no era para desagra­dar a un joven y apasionado discípulo de aquella escuela arcaica de 1830 que, con Montalembert, Río, Overbeck, Víctor Hugo, re­sucitaba en todas partes sus monumentos olvidados, despreciados y hasta mutilados. De la Edad Media, Ozanam escribía poética­mente a .Janmot que «esos tiempos lejanos le daban la impresión de esas islas encantadas de que hablan los poetas, en que se cogen frutas y se bebe en ríos que hacen olvidar la patria, con el encanto de las hazañas, de las leyendas, de las tradiciones y la opulenta ri­queza de los monumentos.

«En cuanto a mí —añade— sé que mis estudios sobre Dante me inspiraron algo parecido a mi viaje a Roma. Esa servidumbre dulce y voluntaria que se adueña del alma entre las ruinas hace que también se complazca en medio de los recuerdos. ¿ Y qué son los recuerdos sino otras ruinas más tristes y al mismo tiempo más cautivadoras que aquellas que cubren la hiedra y el musgo? ¿ Y no es tan piadoso estudiar las leyendas y las tradiciones de nuestros ma­yores como ir a sentarse sobre los escombros de los acueductos y de los templos con que la antigüedad ha sembrado el suelo?»

No era aún sino el encanto intelectual. Mayor era para Ozanam el interés religioso de un estudio que iba a ofrecerle una amplia y bella materia para la exposición doctrinal e histórica de la acción de la Iglesia católica a través de las edades obscuras que se propo­nía iluminar con la luz verdadera. Fue lo que lo decidió en primer lugar, como lo escribía a Janmot desde noviembre de 1836: «Creo que ya te dije que una de mis tesis versa sobre la filosofía de Dante. Esto me llevó a un largo estudio de este poeta. Estudio también su época; y, esforzándome de ahondar un poco algunas cuestiones obs­curas, no me canso de admirar la acción de los papas en la Edad Media». He aquí para la historia.

Mas, en el poema de Dante, lo que se había observado menos hasta entonces era su filosofía. Y, de la Edad Media, lo más descuidado, despreciado y por ende ignorado aun de los católicos es esa filosofía escolástica considerada como abstrusa, abstracta, árida, vacía y de una sutileza rayana en puerilidad. Ahora bien, esta filosofía se despliega en Dante en toda su amplitud y altura: amplio sistema de ideas que abarcan en su seno todos los conocimientos di­vinos y humanos; filosofía que culmina en teología; sabiduría de la naturaleza que llama la sabiduría de la gracia y la sabiduría de la gloria; cadena apretada y sublime que va de la tierra al cielo y que liga al tiempo con la eternidad.

Tal es su grandeza, tal es su esplendor en Dante. Ahí, el inmenso sistema floreció en poema. La idea se manifestó bajo símbolos, encarnada en vivientes personalidades. El pensamiento se revistió con los colores más ricos de la naturaleza creada, reflejo de la na turaleza increada. Henos aquí frente a la cosa más rara: una fi­losofía poética y popular y una poesía filosófica y sabia; una filo­sofía alada y una poesía armada. Se expresará en cambio en la lengua más melodiosa de Europa, que es también el idioma popu­lar que comprenden las mujeres y los niños. Sus lecciones son can­tos. Liberada de las fórmulas de las escuelas, esa lengua se compla­ce, en Dante, en mezclarse a los más dulces misterios del corazón, a las luchas más ruidosas de la plaza pública. Presentada en tal forma por su vate, nos reconciliará con quienes fueron sus maes­tros: y los nombres de Alberto Magno, de Santo Tomás de Aquino, de San Buenaventura volverán a ser bellos nombres.

«Entonces, será preciso confesar —concluye Ozanam— que ya se conocía el arte de pensar en aquel tiempo en que todavía se sabía creer y rezar. Tributaremos nuestro homenaje a esa hermosa ado­lescencia de la humanidad cristiana hacia la cual, en nuestra época de tormentosa debilidad, necesitamos volver la mirada.

«En fin —dice— otro sentimiento nos ha sostenido mientras re­cogíamos los hechos y las ideas que se leerán: el de la piedad filial. Eran otras flores para adornar las tumbas de nuestros padres que fueron buenos y grandes; unos granos de incienso que ofrendar so­bre los altares de Aquel que los hizo buenos y grandes para sus designios».

«Franqueando los límites del espacio y del tiempo para entrar en el triple reino cuyas puertas abre la muerte, el Infierno, el Pur­gatorio y el Paraíso, Dante coloca primero la escena de su poema en el infinito». Es cierto; pero la acción del poema es humano. No, nadie de nosotros visitó jamás, si no es en sus meditaciones, ese triple lugar del remordimiento y de la condenación, del arrepenti­miento y de la expiación, de la misericordia y de la eterna felicidad. Mas, detrás de esa ficción, bajo los velos simbólicos y el lenguaje a menudo apocalíptico en que se envuelve el pensamiento de Dante, una realidad palpita en el corazón de este poema: es el hombre expresado en toda su vida moral. El misterio del alma humana con sus aspiraciones, sus luchas, sus fallas, sus derrotas, sus regresos, sus divinos auxilios y sus fines eternos, tal es el espectáculo íntimo que se desprende de esa prodigiosa acumulación de incidentes, episo­dios, descripciones, disertaciones sin fin en que se corre el peligro de perderlo de vista, pero que al fin y al cabo se coordinan en esta psicología, como en el objeto central que los liga y les confiere o restituye su unidad.

Sin embargo, el hombre en escena no es aquí el hombre abstrac­to e imaginario de una ficción novelesca. Este poema es una his­toria, una historia vivida, y vivida por el mismo que la escribió. El poeta no se inclinó sobre esos abismos del mal y del dolor, de la expiación y del perdón, de la redención y de la esperanza, sino para rememorarse, después de los días del extravío, el retorno a esa paz perdida en el pecado, solicitada en el arrepentimiento, recuperada a los pies del Cristo misericordioso y en la cual va a reintegrarlo para siempre esa mensajera bajada del cielo y cuyo nombre amado implica ya la idea de beatitud.

La vida del Dante, que forma el tema de uno de los capítulos de Ozanam, nos lo representa primero enamorado, desde su juventud, del más puro ideal viviente de inocencia y de belleza, en la persona de una niña que simboliza para él la virtud y que se la inspira: «Eran —escribe Ozanam— sueños celestiales en que Bea­triz se mostraba resplandeciente; era un deseo inefable y tímido de encontrarse a su paso. Era un saludo de ella, una inclinación de su cabeza en que cifraba toda su felicidad; eran temores y esperanzas, que ejercitaban y depuraban su sensibilidad hasta una suma deli­cadeza y lo apartaban poco a poco de las costumbres y de los cui­dados vulgares; más tarde, bastaba el pensamiento y la mirada de Beatriz para dar al joven florentino la energía del bien y reducir el mal a la impotencia. Rodeada de sus compañeras, mostrábase a él como una inmortal bajada entre las mujeres de este mundo para honrar su debilidad y proteger su virtud. Arrodillada al pie de los altares, la veía, ceñida de una aureola, asociada al poder bienhe­chor de los bienaventurados, mediadora en favor de los pecadores, y sentía la oración fluir de sus labios más confiada y más fácil». «Cuando la noble mujer atravesaba las calles de la ciudad —sigue escribiendo— aquellos a quienes se acercaba eran presa de un sen­timiento tan honesto que no se atrevían a levantar los ojos. Se en­volvía en su humildad y su pudor como en un velo, pues parecía que no advertía esas atenciones. Y cuando había pasado, muchos exclamaban al retirarse: ‘Esta no es una mujer, sino uno de los más bellos ángeles del cielo’.»

Más tarde —es la segunda fase de esa vida, la mala— Dante, sobre todo durante los años de su destierro, no teniendo ya la tute­lar presencia de Beatriz, cae en el vicio y se hunde en él. Lo confesó en su poema. Al llegar a la cumbre del Purgatorio, se representa abatido, confundido, contrito ante esa Beatriz que se hace recono­cer y que, desde ese elevado lugar, dice de él en presencia de la asamblea de los ángeles y de los santos: «Este hombre cayó tan bajo, que ya todos los medios de salvación eran impotentes, excepto el de hacerle ver al pueblo de los condenados. Por eso he venido hasta la puerta de los muertos, con mis oraciones y mis lágrimas, acercándome a él». Mientras habla así, el gran acusado se repre­senta «humillado, llorando, cabizbajo, como un niñito a quien se castiga y que reconoce sus faltas».

Era poco. En el gran jubileo finisecular cuyos esplendores des­cribe, Dante se trasladó a Roma; y allí, postrado ante la omnipo­tencia de la mano que abre o cierra el reino de los cielos, recibió piadosamente la absolución de sus faltas. Se complace en describir uno por uno, en su poema, los actos o partes de ese sacramento de la penitencia, como otros tantos peldaños que ha subido sucesiva­mente. La Dama del cielo le había dicho: «¡Id, allí está la puerta: Andate lá, quivi é la porta!» Era la puerta del perdón. Beatriz ya no dejará al Dante hasta que lo haya introducido en el paraíso.

Ahí culmina, en el poema, la triple peregrinación de ultratumba. En la penitencia y la gracia de Dios termina Dante su tempestuosa existencia, pidiendo, ya cerca de expirar, que se le deje revestir la cogulla de los Hermanos Menores de Rávena.

¿Qué es, en el fondo, ese poema en su razón de ser, en su trama y en todo el propósito del autor? Es el poema de la expiación y de la Redención.

Porque así fue, el apóstol lo amó e hizo de él, primero el tema de su tesis y luego de su enseñanza; y es seguro que, en efecto, na­die contribuyó más que él a sacar a Dante del olvido y del despre­cio en que lo habían dejado, en Francia, los tres siglos anteriores. Es preciso reconocer también que ese extraño poema presenta tan­tas oscuridades mezcladas con tan sublimes bellezas que no debe uno sorprenderse de los desprecios o antipatías que sufrió mucho tiempo, en particular por parte del gusto francés. Es característica del arte medieval ser a la vez infantil y sublime; lo propio ocurre con la Divina Comedia, como los pórticos y los claustros de esas catedrales en que se mezclan a las figuras inspiradas y aureoleadas de los ángeles y de los santos las monstruosidades y las brutales gro­serías de los capiteles o de las gárgolas.

Por otra parte ¿no exageró Ozanam el papel del simbolismo en su interpretación de la gran obra dantesca? Además, aunque es cierto, ciertísimo que Dante supo exponer en una hermosa luz la filosofía cristiana que fue la de su siglo ¿ es esto una razón para hacer de él un rival de Platón y de Aristóteles y un precursor de Bacon, de Descartes o de Leibnitz? ¿ Había visto o siquiera vislum­brado Dante todo esto? Muchos se lo han preguntado. Y el joven filósofo ¿ no prestaba a su héroe la extensión de sus conocimientos y la amplitud de espíritu de que lo había dotado a él mismo el cielo?

En el orden político, Ozanam descubre en el orgulloso patriota florentino un representante y un profeta de la democracia. ¿No cede en esto a las tendencias y preocupaciones personales de su propio espíritu? Sea lo que fuere, no se confunda la democracia güelfa y católica de Dante con la democracia de los «sin Dios ni amo» de nuestra época. Ozanam viene a protestar aquí con su más elocuente energía: «En cuanto a Dante, no divinizó a la humani­dad, representándola como si se bastara a sí misma, sin otra luz que la razón, sin otra regla que su voluntad. No la encerró en el círculo vicioso de sus destinos terrenales. No colocó a la humanidad ni tan alto ni tan bajo. Vio que no está toda ella en el mundo, y le da cita en el otro, donde espera a las generaciones con la balanza del juicio final. Apoyado sobre la verdad que debieron creer y so­bre la justicia que debieron servir, pesa sus obras con las pesas de la eternidad. Les muestra a derecha e izquierda el lugar que les han conquistado sus virtudes o sus crímenes; y la muchedumbre, al oír su voz, se divide y afluye por la puerta de los infiernos o por los caminos de los cielos. Así pues, con el pensamiento de los des­tinos eternos, la moralidad entra en la historia; la humanidad, hu­millada bajo la ley de la muerte, se levanta por la ley del deber; y, si se le niegan los honores de una orgullosa apoteosis, se la salva también del oprobio de un fatalismo brutal».

Se planteaba una grave cuestión, que Ozanam no podía dejar sin respuesta. Ese Dante que nos representa como uno de los fieles órganos de la ortodoxia católica romana ¿ no habría sido, al con­trario, por sus invectivas contra Roma y los Papas de su época, uno de los precursores y promotores de la Reforma? Era la interpreta­ción de la crítica protestante. En un capítulo de su tesis sobre La ortodoxia de Dante, Ozanam venga victoriosamente al poeta de la pretensión herética de quienes se apresuraron demasiado a saludar en él a un antepasado. No disimula los ciegos arrebatos del deste­rrado contra aquellos a quienes considera como enemigos de su patria. Mas de su ortodoxia, a pesar de todo, dan fe toda la vida del hombre, todas las páginas del poeta a quien cita mil veces. Luego dice: «Si es cierto que Dante ha perseguido con sus invec­tivas a la corte romana y a los soberanos pontífices, derramando la injuria sobre la cabeza de aquellos cuyos pies debería haber besa­do; si, arrastrado por su parcialidad, repitió contra los papas las calumnias de los insurrectos, si no supo estimar la piedad de San Celestino, el celo impetuoso de Bonifacio VIII, la ciencia de Juan XXII, fue por imprudencia y cólera, por error y falta, pero no por herejía. Ese mismo Bonifacio VIII a quien inmoló en aras de su venganza de poeta, cuando cayó, víctima augusta, en manos de los sectarios de Felipe el Hermoso, Dante no ve en él sino al vicario y a la imagen de Cristo crucificado por segunda vez. Si estigmatiza duramente el pecado en la persona de un hombre, se inclina con respeto bajo el poder del sumo sacerdote. Para él, el Papa sigue siendo Pedro que tiene en sus manos las llaves del reino de los cie­los, y la Santa Sede romana, el fundamento sobre el cual Dios hace descansar los destinos del mundo. El papado es una monarquía de derecho divino a la que la otra monarquía debe un respeto filial. La verdadera Roma, dice el poeta, es aquella cuyo Cristo es ro­mano: Quella Roma, onde Cristo é romano. Esa Iglesia romana, esposa, intérprete, secretaria de Jesucristo es incapaz de mentira y de error. Dante le reconoce la soberanía de las conciencias. Des­cribe complacido la economía del sacramento de la penitencia ; no duda ni del valor de la excomunión ni de la legitimidad de las indulgencias, ni del mérito de obras satisfactorias. No se cansa de recomendar a los sufragios de los vivos las almas dolientes; pone su confianza en la intercesión de la Virgen María y de los santos. Celebra las órdenes religiosas en el incomparable San Francisco de Asís: «Asís donde nació un sol para iluminar el mundo, como el otro sol parece a veces nacer en las bocas del Ganges». Tal es tam­bién Santo Domingo, defensor oficial de la ortodoxia a quien llama «el amante celoso de la fe cristiana, lleno de dulzura para sus dis­cípulos, terrible para sus enemigos…»

Dante cuenta cómo, en el umbral del Paraíso, antes de admi­tirlo, San Pedro lo somete a un examen en regla sobre los funda­mentos y los principales artículos de la fe; y declara que el Príncipe de los apóstoles quedó tan satisfecho de sus respuestas que lo abrazó tres veces.

En fin, aquel a quien el protestantismo quisiera convertir en un hereje, dejó a la posteridad, como legado testamentario, un himno a la Virgen en que ofrecía las lágrimas de su corazón como rescate de los malos días que había vivido: O madre di virtute, tu del ciel donna e del mondo superna, etc. Es uno de los más bellos homena­jes que la Madre de Dios haya recibido de sus fieles.

La tesis de Ozanam nació y se alimentó en el dolor. En París, había tenido que abrirse camino entre las espinas de sus estudios de derecho, y defenderla contra el perpetuo asedio de las reunio­nes, de las arengas, de las visitas y de los periódicos. De regreso a Lyon, había esperado encontrar en su hogar la paz y ratos libres.

Aun se había hecho la ilusión de que la provincia pondría mejor en su pensamiento y en su estilo su sello propio y personal que la promiscuidad literaria de París. Escribe de Lyon: «Creo que, para quien estuviera dotado de más robusta constitución intelectual, mejor provisto de estudios anteriores, esa labor solitaria tendría su ventaja: conservaría una originalidad que se pierde en la especie de contagio de estilo al que se encuentra uno expuesto en París… El espíritu se pule mejor entre vosotros, parisienses, pero sólo a condición de usarlo».

Por otra parte, si Lyon era la soledad recogida, significaba a la par la ausencia de documentos y de informes: «La biblioteca mu­nicipal es pobre en literatura extranjera. En cuanto a consejeros, sólo tengo a mi viejo y fiel maestro de filosofía, el Padre Noirot». Además, su madre enferma, los asuntos de familia, la prosecución de su candidatura a la cátedra de derecho, y los estudios prepara­torios a esa cátedra hipotética y eventual. . . En tal caso ¿ por qué Dante, esa tesis, ese doctorado, esas letra? «Muchas veces me he preguntado si siento apego a esta pluma ingrata por otra cosa que por amor propio y que tal vez lo mejor sería romperla». No, sin embargo: pues era un instrumento útil al servicio de Dios.

El 17 de mayo, se resolvió. Envió su tesis a esa Sorbona en que suplicó a Lallier que la entregara al señor Le Clerc, «aunque la Sorbona no sea un lugar extraño para el viejo poeta —decía el autor a su amigo—. Consta que, en vida suya, hacia el año de gracia de 1230, Dante fue a pasar algún tiempo en París; aun asistía a las clases de un tal Sigier —el Cousin de entonces— en la calle du Fouarre. Vero me parece que la capital ha cambiado un poco desde entonces; que, por lo demás, el poeta en la actualidad está muy viejo y a duras penas podría orientarse solo. Añada usted a esto que la Sorbona de ahora se parece poco a la de San Luis; y que Dante probablemente se portaría torpemente si llegara solo a la puerta del señor Le Clerc, que no es un Santo Tomás de Aquino».

Era demasiado cierto. Cuando menos, Dante le gustaba al señor decano, por la razón de que Dante le debía un informe sobre su maestro Sigier, Sigieri, inserto en el tomo XXI de la Historia li­teraria de Francia. Así pues, se enamoró de esa tesis en que se ci­taba su nombre; y con particular benevolencia, sugirió a Ozanam algunas mejoras, que necesariamente exigirían tiempo. No había de ser la única demora.

Para su madre y para él, Ozanam había alquilado, el verano de 1838, «una deliciosa casita en la isla Barbe». Allí debemos representárnoslo dando el brazo a su madre vacilante y casi ciega, en cortos paseos y largas paradas a orillas del Salirle, mientras su pensamiento volaba con Dante, de Virgilio a Beatriz y de los círculos del Inferno a las visiones de la rosa viva de los elegidos del Para­diso. Convidaba a sus amigos, llamaba con insistencia a Lallier. «A su regreso de Ruán, sírvase usted bajar a lo largo de este her­moso Sa8ne hasta esta isla Barbe que le enseñé una vez. Allí, en una casita que hemos alquilado, habría bastante lugar para reci­birlo bien, lo mismo que hay en toda mi familia amistad suficiente para alegrarnos mucho tiempo de su llegada. Sabe usted que un poco más lejos, allí donde este mismo río va a perder su color y su nombre, otra hospitalidad, no menos antigua, lo esperaría: Mecido en tal forma por la dulce corriente de las aguas, entre nuestras mo­radas y nuestros afectos, saludado por otros que lo aman aquí, aco­gido en nuestras Conferencias aun por aquellos que no lo conocen, pasaría entre nosotros algunos días; y yo lo acompañaría a su re­greso, dichoso de prolongar nuestra reunión hasta esa capital que lo ha fascinado y que lo tiene encadenado, a pesar de nuestros deseos».

Ozanam llamaba a su amigo, no sólo por el placer de la amis­tad sino también en aras de la caridad y por el interés de su obra común de San Vicente de Paúl. Esas dos Conferencias de Lyon que quería presentar a Lallier, ya las conocemos: volveremos a hablar de ellas. . . La sola historia completa y fiel de Ozanam, si fuera posible, sería aquella en que las mismas páginas mostrasen al mismo hombre llevando de frente, al mismo tiempo, su vida de ciencia y de caridad, de doctor y de apóstol, de hijo y de amigo, por esos mismos senderos regados con sudor y lágrimas que son las huellas que ha dejado el Dios de la cruz.

El 7 de enero de 1839, después de varios meses pasados en Pa­rís para la impresión y la corrección final de sus tesis, Ozanam las sustentó solemnemente. El tema de la tesis latina era: «De fre­quenti apud veteres poetas heroum ad inferos descensu (Del fre­cuente descenso de los héroes a los infiernos en los poetas de la an­tigüedad) «. Estaba dedicada a su padre1. La tesis francesa llevaba el título: De la Divine Comédie et de la Philosophie de Dante. Estaba dedicada al señor de Lamartine, al señor Ampére hijo y al señor Noirot, su antiguo profesor de filosofía.

Esa sustentación se celebró con una pompa extraordinaria. Ade­más de un público muy abundante, agolpado en el anfiteatro, com­puesto en gran parte de estudiantes, sesionaban nueve profesores: era la Facultad en su totalidad: el decano, señor Le Clerc, presi­dente, los señores Saint-Marc-Girardin, jouffroy, Damiron, Guig­naut, Patin, Lacretelle y Fauriel. Los señores Cousin y Villemain, quienes, desde 1830, no impartían cursos fueron a ocupar su lu­gar entre los jueces, todos ellos afamados, algunos ilustres. Era un jurado excepcional.

El candidato que tenían ante ellos era un joven de suma mo­destia, que mucho desconfiaba de sí mismo; pero no era tímido, ni timorato, cuando sabía que poseía la verdad, con el deber de de­fenderla. Las dificultades de una interpelación o de un examen, las emociones de la palabra pública, que experimentaba con suma vivacidad, aguzaban su ingenio y servían de acicate a sus faculta­des, lejos de embotarlas; y acabamos de oírle confesar a un amigo que, mucho más que la palabra escrita, la palabra hablada, el sonido de un alma tenía el poder de elevarlo e inspirarlo: era todo un orador.

El señor de Lacretelle a quien, a pesar de su edad avanzada, se­guían llamando Lacretelle junior, profesor de historia en la Fa­cultad desde 1809, figuraba entre sus examinadores. Tenía a la sazón 74 años de edad, y no había de renunciar a su cátedra sino hasta los 87. Hizo a Ozanam la siguiente pregunta: «¿ Cuáles fue­ron, en el siglo XVI, los maestros de la lengua y de la literatura francesa?» El candidato, en su respuesta, colocó en primer lugar a San Francisco de Sales; luego, por orden de fechas, con su carácter diverso, a Rabelais, Michel Montaigne, Charron, Etienne Pasquier, etc. Inmediatamente, el viejo profesor, que probablemente jamás había leído a San Francisco de Sales, protestó contra la primacía otorgada a ese obispo. Ozanam adujo sus razones. El señor de La­cretelle multiplicó las objeciones, que discutió denodadamente el brillante y bien armado argumentista. La lucha se caldeaba. Tor­nóse enconada respecto a las convicciones y los méritos de ese obis­po saboyense, hombre de Iglesia y de letras. Federico se encontró en sus posiciones más favorables: sucesivamente filología y filoso­fía; doctrina y literatura. Luego, orígenes de nuestra lengua: sus oscilaciones en el siglo XV, sus fuentes en los idiomas griego, latín, germánico, y su primitiva derivación de las lenguas orientales: el candidato lo explotó todo con una fuerza de dialéctica y afortuna­das citas que redundaron en el triunfo del obispo de Ginebra. El anciano profesor, acorralado, se paró ex abrupto, no teniendo que invocar de la asistencia, .conquistada por el joven luchador, otra cosa que el respeto debido a sus canas.

Pero el gran éxito del día fue la argumentación acerca de Dante y su filosofía. Ozanam fue inagotable sobre ese tema en que había meditado seis años. En un momento dado, se elevó a tales alturas, que interrumpiendo la discusión, el señor Cousin exclamó: «¡Ah, señor Ozanam, no es posible ser más elocuente!» A estas palabras, la sala respondió con estruendosos aplausos. «Era más que un éxi­to: era una revelación», dijo el Padre Lacordaire. La dramática figura de Dante evocada desde el siglo XIII, con su triple aureola de poeta, de doctor y de proscrito había a su vez despertado su ge­nio. La Sorbona no conservaba el recuerdo de un examen tan glo­rioso.

Pero las cartas de Ozanam no dicen palabra de esto. El mismo desapareció en silencio al día siguiente. Lo llamaba la salud de su madre.

Digamos inmediatamente que la respuesta de Ozanam a tantos aplausos consistió en esforzarse en hacer algo mejor aún, al dar a su tesis su forma definitiva, en un libro más completo bajo este título más amplio: Dante o la filosofía católica en el siglo XIII: «Mi tesis sobre Dante se ha convertido en volumen —escribe a un amigo—. Y si no me paro, temo que se convierta en dos. Reconoce usted en esto a su amigo». Cuando se publicó el libro, no tardaron en salir una traducción inglesa, una traducción alemana y cuatro traducciones italianas, simultáneamente.

El ruido de este éxito tuvo inmediata repercusión en la opinión lionesa. Desde los primeros días de febrero, el concejo municipal, con una mayoría de 24 votos sobre 36, nombró a Ozanam profesor de derecho comercial. Sólo faltaba que confirmara el nombramien­to el ministro de educación pública. Este era el señor Cousin. To­davía bajo la impresión de la tesis y de la palabra que había aplau­dido, él mismo se apresuró a ofrecer al nuevo doctor en letras la cátedra de filosofía del colegio de Orléans. Ozanam tenía, pues, opción entre uno y otro puesto. «Aquí mismo, en Lyon —escribe—, todos estaban de acuerdo en creer que mis verdaderos intereses pa­ra el porvenir se hallaban a orillas del Loire. En cuanto a mí, con­fieso que me halagaba esta perspectiva de una carrera exclusiva­mente intelectual, de una existencia en lo sucesivo más apacible y menos dividida, en fin de la proximidad de París. En cambio, veía en esto mayor dependencia, el aislamiento en una ciudad descono­cida; y sobre todo, la necesidad de abandonar a mi madre diez meses por año, con el peligro de una sorpresa como la del 12 de mayo de 1837. Así pues, respondí al señor Cousin agradeciéndole la cátedra de filosofía de Orléans y diciéndole que me veía obliga­do, por mis deberes familiares, a optar por la cátedra de Lyon».

Por desgracia, ya sólo pocos días había de pasar con su madre. En agosto, Ozanam tuvo que ir a París para esos últimos asuntos; permaneció allí unos cuantos días. A su regreso, el 14, la encontró afectada por una violenta crisis que la dejó sumamente abatida. Estaba desahuciada. Vivió hasta el 14 de octubre, que fue su último día. «Esta larga enfermedad —cuenta a Lallier— me había ins­pirado el temor de que al apagarse poco a poco sus facultades men­tales, desairara el sacrificio supremo antes de consumarlo. No tuvo que pasar por esa prueba. En los últimos momentos, se había rea­nimado su energía interior; y Cristo, al bajar por vez postrera en el corazón de su amada sierva, le dio la fuerza de los supremos combates.

«Siguió tranquila, serena aproximadamente tres días. Respondía cpn algunas palabras de inefable bondad maternal a nuestras cari­cias y a nuestros cuidados. En fin, llegó la noche fatal. Yo la ve­laba. Sugerí, llorando, a mi pobre madre, los actos de fe, de espe­ranza y de caridad que antaño, cuando yo era niño, me había he­cho balbucear. A eso de la una, me espantaron nuevos síntomas; llamé a mi hermano mayor que descansaba en el cuarto contiguo. Carlos nos oyó y se levantó: las criadas acudieron. Nos arrodilla­mos en torno de la cama. Alfonso rezó las desgarradoras oraciones a las que nosotros contestábamos con sollozos. Todos los socorros que reserva la religión para esa hora solemne, la absolución, las indulgencias se le aplicaron de nuevo. El recuerdo de una vida in­maculada, las buenas obras que, demasiado multiplicadas y can­sadas, habían apresurado el fin; tres hijos conservados en la fe en una época tan atormentada y reunidos allí por una coincidencia casi providencial; y por último las esperanzas ya próximas de la feliz inmortalidad: todas estas circunstancias parecían unirse para mitigar el horror, para iluminar las tinieblas de la muerte. Ni con­vulsiones, ni agonía, sino un sueño que dejaba en su rostro casi una sonrisa; un leve aliento que iba debilitándose: llegó el instante en que se apagó, nos levantamos huérfanos… ¡Dichoso el hombre a quien Dios da una santa madre!

«Esta grata memoria no habrá de abandonarnos. En mi soledad actual, el pensamiento de esta escena sagrada vuelve en mí para sostenerme, para fortalecerme. Al considerar cuán corta es la vida, cuán próxima será sin duda la reunión de los seres separados por la muerte, siento esfumarse las tentaciones del amor propio y los mal­vados instintos de la carne. Todos mis deseos se confunden en uno solo: ¡Morir como mi madre!»

La señora de Ozanam, como su marido, murió al servicio de los pobres a quienes había dedicado todo su tiempo, desde que sus hi­jos ya no la necesitaban. Así como Federico se sintió edificado al enterarse, por los papeles de su padre, de que éste cuidaba gratis a la tercera parte de sus enfermos, lo mismo ocurrió cuando encon­tró entre los papeles de su madre apuntes para las instrucciones re­ligiosas que daba a la asociación de las obreras que velaban a los enfermos pobres, de quienes era presidenta y modelo.

Ozanam veía ahora «reunidos en Dios, en una misma dicha —es­cribe— a los que había visto unidos en esta tierra en los mismos trabajos y las mismas aflicciones». «Ojalá —dice— pueda unirme con ellos por el pensamiento, la virtud, la fe y proseguir esta charla que ya nada habrá de interrumpir, y ojalá nada haya cambiado en la familia, si no es que habrá dos santos más en ella!»

Pero no tendrá ya la dulzura de su presencia sensible que era para él como la de la divinidad. Se queja con otro amigo, el señor Reverdy: «¡Oué pérdida para los intereses religiosos de mi alma! ; Dulces exhortaciones, poderosos ejemplos, fervor que calentaba mi corazón tibio, alientos que aumentaban mis fuerzas! Ella, cuyas primeras enseñanzas me habían dado la fe, era la viva representa­ción de la Santa Iglesia, que es también una madre. A veces creo que me siento más o menos como los discípulos después de la as­censión del Salvador: algo de la divinidad se ha retirado de mí[/note]. . ¡Oh! rezad por mí para que el Señor me envíe, como a sus discí­pulos huérfanos, el Espíritu que consuela, el Paracleto. No tengo como ellos que cumplir una misión extraordinaria, y no deseo las dotes milagrosas que les prodigó. Sólo quisiera obtener la fuerza de terminar mi peregrinación de unos años, acaso de unos días, pa­ra terminar en fin como terminó mi santa madre».

En realidad, ella nunca lo abandonó: el pensamiento de esa madre fue para él como una especie de conversación habitual de su alma con aquella alma. Dos años después, el 31 de enero de 1842, al consolar a su amigo Falconnet que sufría el mismo lu­to, le hizo la confidencia de esa sociedad espiritual. Esta carta es admirable:

«Después de este golpe de la muerte en que, en el exceso de mi dolor, todo pensamiento de consuelo me parecía imposible y hasta injurioso para su memoria, llegaron otros días y empecé a presentir que no estaba solo. Entonces ocurrió en el fondo de’ mí mismo algo de una dulzura infinita. Era como una seguridad de que no estaba abandonado. Era como una vecindad bienhechora, aunque invisible. Era como si un alma querida, al pasar, me hubiese acariciado con sus alas. Y así como antaño reconocía los pa­sos, la voz, la respiración de mi madre, del mismo modo, cuando un soplo reanimaba mis fuerzas, cuando una idea virtuosa se hacía escuchar en mi espíritu, no podía dejar de creer que era siem­pre ella.

«Hoy sigo experimentando lo mismo. Hay instantes de súbito estremecimiento, como si ella estuviera a mi lado. Hay sobre todo, cuando más las necesito, horas de conversación maternal y filial; y entonces lloro acaso más que los primeros meses; pero se mezcla a esta melancolía una paz inefable. Cuando soy bueno, cuando hice algo para los pobres a quienes amó tanto; cuando estoy en paz con Dios a quien sirvió también, veo que me sonríe de lejos. A veces, si rezo, creo escuchar su oración que acompaña la mía como lo ha­cíamos juntos por la noche, al pie del crucifijo.

«En fin, a menudo —y esto no se lo diría a nadie, pero bien puedo decírtelo a ti— cuando he tenido la felicidad de comulgar, cuando viene a visitarme el Salvador, me parece que ella lo acom­paña en mi miserable corazón, como lo acompañó tantas veces, cuando llevaban el viático a casas indigentes. Entonces, tengo la firme creencia de la presencia real de mi madre cerca de mí».

Esta carta admirable termina con la seguridad de que sigue siendó objeto de sus cuidados en el cielo. «Pero ¿ para las madres hay acaso en este mundo otra gloria que sus hijos, otra felicidad que la nuestra? ¿ Y el cielo mismo, qué es para ellas, si no estamos allí nosotros? Estoy, pues, profundamente persuadido de que toda­vía se ocupan de nosotros, que viven para nosotros, allá como aquí. Que no han cambiado, si no es para un poder más grande y un ma­yor amor».

  1. París, Edición Bailly, 1839. Con la siguiente dedicatoria: D. O. M. Et memoriae aeternae – Patris amantissimi – Joannis Antonii Francisci Ozanam, – Christiana fides, pauperum caritate publicae utilitatis studio commendatissimi – Filius maerens. – Hu­manarum disciplinarum quarum semina ab eo susceperat – fructus nimium seros. – D. D. D. (A Dios Nuestro Señor y a la eterna memoria – de mi amantísimo padre – Juan Antonio Francisco Ozanam, – estimabilísimo por su fe cristiana y por su caridad ha­cia los pobres en aras de la utilidad pública – su afligido hijo. – De las disciplinas humanistas cuya semilla recibió de él – son estos frutos demasiado tardíos. – D. D. D.).

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