Introducción
Todavía puede resultar sorprendente ver unidos estos dos conceptos: espiritualidad y pobres o espiritualidad y servicio a los pobres. Durante mucho tiempo, la espiritualidad ha sido, para el común de los cristianos, un fenómeno sin color y escasamente interesante, alejado de la vida y de las preocupaciones agudas de los hombres.1 Incluso época ha habido en que la teología espiritual se reducía a los intereses de una élite y a aspectos muy abstractos e intimistas de la vida de perfección. El divorcio entre espiritualidad y pobres o entre espiritualidad y servicio a los pobres era de tal magnitud que mientras los maestros de la ciencia del espíritu discutían interminablemente sobre la contemplación adquirida e infusa, las masas obreras abandonaban la Iglesia.2 Como subraya el reciente Documento de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, La Iglesia y los pobres, «más de una vez, dentro de la Iglesia, hemos caído en la tentación de contraponer la vida activa y la contemplativa, el compromiso y la oración, y más concretamente, hemos considerado la lucha por la justicia social y la vida espiritual como dos realidades no sólo diferentes —que sí lo son en cuanto a su objeto inmediato—, sino independientes y hasta contrarias, cuando no lo son en modo alguno, sino más bien complementarias y vinculadas entre sí».3
Ciertamente, esta indiferencia mutua tenía su más fiel reflejo en la teología dominante de los años anteriores al Concilio Vaticano II. Toda su preocupación se centraba en la pobreza espiritual. Si hacemos un mero sondeo terminológico del vocabulario de temas estudiados por las grandes síntesis de la teología europea de aquellos años, encontraremos que la pobreza espiritual se halla presente en casi todos los índices, pero las palabras pobre o servicio a los pobres están totalmente ausentes.4
Sin embargo, esta laguna nunca se ha dado en la espiritualidad y en la praxis vicenciana. Los pobres han ocupado siempre un puesto nuclear en el más auténtico y genuino vicencianismo. Y, consiguientemente, han adquirido la misma excepcional relevancia que tuvieron en la predicación de los profetas, en la evangelización de Jesús y en los mejores momentos de la Iglesia.
A ningún lector le extrañará que, en este artículo, englobemos las voces pobres y servicio y que las reduzcamos a un solo concepto. La razón es obvia para cualquier vicencianista: en la espiritualidad y en la praxis vicenciana están tan indisolublemente unidas ambas palabras que su separación constituiría una especie de traición a la historia y a la identidad específicamente vicenciana, además de que correríamos el riesgo de caer en repeticiones molestas e innecesarias. En la espiritualidad vicenciana el servicio no se entiende ni se concibe nada más que como referencia directa y explícita al pobre, no cabe otra acepción de servicio que no sea el servicio al pobre.
I. ¿Quiénes son los pobres?
Si ha habido y hay un concepto entendido y aplicado con significaciones más diversas y ambivalentes, ése ha sido —y todavía es— el término pobre. Desde la lingüística a la sociología, desde la historia a la economía, pasando por la exégesis bíblica y la reflexión teológica.
Por eso, también nosotros tenemos que comenzar con una serie de precisiones sobre el significado de la palabra pobre en la espiritualidad vicenciana. Tenemos que intentar descubrir a quién se refería san Vicente de Paúl cuando hablaba de los pobres a los Sacerdotes de la Misión, a las Hijas de la Caridad, a las señoras de las Cofradías de la Caridad y a todos los que le escuchaban en su tiempo. Y, lógicamente, a los que hoy se consideran sus seguidores.
1. Entre la «carencia de lo necesario» y el «desamparo social»
El punto de partida de casi todos los estudios sobre la teología y la espiritualidad de los pobres es el dato bíblico, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, tal como lo presenta la reciente investigación exegético-bíblica. Es cierto que san Vicente de Paúl se mueve, lo mismo que nosotros, en una atmósfera cultural inspirada por la sensibilidad bíblica en su visión del pobre. Pero no es menos cierto que san Vicente de Paúl no es un experto en exégesis bíblica ni habla como tal. Ciertamente, su idea de quién es el pobre puede coincidir parcial o totalmente con lo que Isaías, San Mateo, o San Lucas nos transmiten sobre el tema. Pero no se pueden buscar en la exégesis bíblica antigua o moderna las claves hermenéuticas del pensar de san Vicente. Él no habla del pobre desde los textos bíblicos. Apelar a ellos sería de escaso interés para llegar a entender lo que san Vicente de Paúl quiso decir cuando hablaba de quiénes son los pobres.5
No obstante, aún siendo exactas las afirmaciones anteriores, no se pueden minusvalorar una serie de textos escriturísticos que están en la raíz de la pasión de Vicente de Paúl por los pobres. Esos textos (por ejemplo, Is 58; Mt 5, 1-12; Mt 25, 31-46; Lc 4, 16-19; Lc 6, 20-26; Lc 7, 18-23; Jn 6, 38; Jn 7, 17-18; Jn 13, 1-17; 1Jn 4, 19-21; Fil 2, 6-8; 1Cor 13, 1-7; 2Cor 8, 9; St 1, 27) clarificaron y alimentaron la experiencia vicenciana de los pobres y potenciaron la acción servicial del buen Samaritano del siglo XVII en su lucha por los desheredados de la tierra.
Por eso, apelamos al sentido terminológico que la palabra pobre tenía en el siglo XVII francés. Si acudimos a una fuente de primera instancia como es el célebre diccionario de A. Furetiére, contemporáneo de Vicente de Paúl, encontraremos cuatro acepciones de la palabra pobre. La primera de ellas, directa y no metafórica ni figurada, parece la más ajustada al pensamiento vicenciano: «Pobre es el que no tiene bienes, el que no tiene las cosas necesarias para sustentar su vida o mantener su condición…«.6 Aunque conviene precisar que la segunda parte de la definición resulta ambigua y puede caer en cierto sentido figurado.
De aquí se puede afirmar que para san Vicente la palabra pobre significa pobre real en sentido sustantivo. Las expresiones analógicas apoyadas en adjetivos de conmiseración y en calificativos más o menos afectivos y coloquiales, no son significativas en el conjunto de su pensamiento y de su obra.7
Sin embargo, la definición más exacta se halla en J. P. Camus, obispo de Belley y director espiritual de Luisa de Marillac durante los primeros años. Escribe: «Pobre es el que no tiene otro medio para vivir más que su trabajo».8 Esto quiere decir que el siglo XVII consideraba pobres a quienes estaban constantemente amenazados de caer en la marginación y en la mendicidad. Y así, el mundo de los pobres era el de la necesidad, el de la ausencia de reservas alimenticias, el de las gentes condenadas a vivir en la obsesión de poder conseguir el pan de cada día. La íntima relación entre pobreza y desempleo es esencial para entender el concepto de pobre en el tiempo de san Vicente.
El sentido de la palabra pobre en el siglo XVII no se reduce exclusivamente a una significación de orden económico. En sentido amplio, pobre es el que sufre, el que se encuentra viviendo sistemáticamente en la escasez, en la necesidad, en la penuria.
También se hace referencia, en un sentido global, a los pobres en el plano espiritual —la ignorancia religiosa o la situación de pecado, por ejemplo—, pero siempre como consecuencia y fruto del desamparo social y de la miseria estructural. Y, desde luego, nunca como primero y fundamental criterio para definir quién es el pobre.
2. El «producto marginal» de unos «mecanismos perversos»
Se puede decir que, para san Vicente de Paúl, los pobres son una realidad de explotación, de despojo, de dependencia, de dolor, de desnutrición y de muerte.9 En definitiva, un producto de la sociedad insolidaria y egoísta, un fruto de un sistema socio-político-económico asentado en el despilfarro, la guerra y la injusticia, unos seres que no tienen cabida en las coordenadas del progreso, una carga deMasiado molesta para el Estado y las conciencias.
Aunque es imposible acuñar una definición del pobre válida para todos los tiempos y lugares —entre otras cosas, porque el concepto de pobre es siempre relativo y movedizo—, sin embargo, la visión de Vicente de Paúl coincide básicamente con el análisis que de los pobres se suele hacer en este final del siglo XX. Porque hoy, a pesar de la complejidad y de las ramificaciones del mundo de los pobres y de la ambigüedad de las llamadas clases medias, el pobre sigue siendo el que acampa al margen de la sociedad y el que cada vez se empobrece más por obra y gracia de los mecanismos perversos y de las estructuras de pecado. Así lo ha descrito con toda precisión el Papa Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo rei socialis: «Es necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos, financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros».10
En efecto, los pobres son el resultado de un orden socio-económico que, mediante un complejo de factores eficaces y poderosos, beneficia a los intereses de los más fuertes, mantiene a grandes sectores en unos niveles medios de seguridad y hunde en la pobreza a los más débiles y desvalidos. Y estos sectores más débiles sufren una marginación extrema cuando, además, se ven afectados por factores físicos (enfermedad, ancianidad, minusvalía física o psíquica), sociológicos (emigración, éxodo rural), económicos (crisis laboral, paro), de desadaptación social (desarraigo, alcoholismo, drogadicción, minorías étnicas).11
3. La «negación radical» de los que «no interesan»
Como en el tiempo de san Vicente de Paúl, también hoy los pobres están marcados por la característica de la negación. Hoy como ayer, el empobrecimiento es una negación plural y radical que asume, no pocas veces, la forma de aniquilación. Y los pobres —lo de menos son las denominaciones técnicas— siguen siendo «seres negados» en todos los ámbitos: en el socio-histórico, en el cultural, en el ideológico, en el político, en el económico y hasta en el físico. Como dice el Documento de Base de las Voluntarias de la Caridad, Contra las pobrezas actuar juntos, «sea cual fuere el contexto social, económico, político…, personas, familias, grupos enteros sufren de modo permanente dificultades, desventajas que les excluyen del modo de vida, de las costumbres y de las actividades normales de la sociedad en la que viven».12
En un grado o en otro, los pobres de ayer y de hoy tienen unas constantes invariables: marginación, desvalimiento, soledad, precariedad de la existencia, condiciones infrahumanas de vida, inseguridad, desprecio… Constantes que tienden a perpetuarse indefinidamente y a formar el eterno círculo cerrado de la exclusión social y de la negación radical.
Sin duda alguna, es muy posible que san Vicente de Paúl se habría apuntado a una definición actual de los pobres: «Aquéllos que no interesan ni son necesarios para que funcione el sistema; los que ya no son productivos y los que nunca lo han sido ni probablemente lo serán».13
4. Un retrato de mil rostros o la apertura a todos los «verdaderamente pobres»
Cuando la tradición vicenciana habla de los pobres, indudablemente se refiere a la amplia y creciente gama de los que «no saben a dónde ir ni qué hacer, que sufren y se multiplican todos los días».14 Es decir, nunca la experiencia y la historia vicenciana han reducido a un solo rostro el retrato del pobre. Por el contrario, la apertura, la disponibilidad, la movilidad y la sensibilidad hacia todos los verdaderamente pobres, antiguos y nuevos, constituyen, desde siempre, un sello característico de la originalidad vicenciana.
Puede dar la impresión de que, en un principio, Vicente de Paúl mira exclusivamente a los pobres del campo. Eso parece deducirse del contrato de fundación de la Congregación de la Misión firmado entre él y los Gondy (X, 237).
Sin embargo, esta primera perspectiva evolucionó en muy poco tiempo. Por ejemplo, el texto de las Reglas Comunes de la Congregación de la Misión (1, 1) que, unos años antes de la muerte del Fundador, define oficialmente y de manera definitiva el fin de dicha Congregación, no se refiere sólo a los pobres rurales —aunque les concede una cierta preferencia—, sino a todo tipo de pobres (XI, 382). Lo cual indica que la idea inicial se ha ido ensanchando hasta incluir en ella a una gran diversidad de pobres. Prueba de ello es la enumeración detallada de las clases de pobres que san Vicente hace en la conferencia a los Padres de la Misión sobre el fin de la Congregación: «las gentes de los campos» (XI, 386), «los ancianos del Nombre de Jesús» (XI, 393), «los habitantes de las regiones devastadas por la guerra» (XI, 395), «los locos de San Lázaro» (XI, 394), «los jóvenes del reformatorio de San Lázaro» (XI, 394), «los niños abandonados» (XI, 394), «los pobres de las Indias y de Berbería» (XI, 395).
Evidentemente, esta enumeración no pretende ser exhaustiva ni cerrada, como si san Vicente quisiera dejar fuera a las clases de pobres que no existían en su tiempo y que iban a ir surgiendo en el futuro.
Un texto, entre muchos, de Vicente de Paúl a los Sacerdotes de la Misión nos pone en la pista de lanzamiento hacia los nuevos pobres: «… Por eso todo el mundo piensa que esta Compañía es de Dios, porque se ve que acude a las necesidades más apremiantes y más abandonadas» (XI, 396).
Esta evolución se ve con mucha más nitidez en la Compañía de las Hijas de la Caridad. Porque si en un primer momento la atención fue dirigida «a los pobres en sus propios domicilios y a la enseñanza de las niñas en las aldeas», muy pronto el abanico se va a ir abriendo según «los acontecimientos y las necesidades».
Vicente de Paúl, con su típico lenguaje familiar, hace un precioso resumen de esta evolución: «Vosotras, mis queridas Hermanas, os habéis entregado principalmente a Dios para vivir como buenas cristianas, para ser buenas Hijas de la Caridad…, para asistir a los pobres enfermos no en una casa solamente…, sino en todas partes como nuestro Señor, que no hacía distinción… Es lo que empezaron a hacer nuestras Hermanas… Y Dios, al ver que lo hacían con tanto cuidado, dijo: ‘Estas Hermanas me gustan; cumplen bien con su misión; voy a darles una nueva’. Y entonces vinieron esos pobres niños abandonados, que no tenían a nadie que se cuidara de ellos… Y luego, al ver cómo habíais abrazado todo esto con tanta caridad, dijo: ‘Todavía quiero darles un nuevo empleo’…: la asistencia a los pobres criminales o condenados a galeras… Todavía quiso dar una nueva ocupación a estas hijas, que es asistir a los pobres ancianos del Nombre de Jesús y a esas pobres gentes que han perdido el uso de la razón…» (IX, 749-750).
Si hubiera alguna sombra de duda, Vicente de Paúl insiste en la misma conferencia del 18 de octubre de 1655: «Estad dispuestas a abrazar todos los trabajos que la divina Providencia os envíe…» (IX, 752).
Ciertamente, este «retrato de mil rostros» conserva toda su frescura en la actualidad vicenciana. Ahí están las Constituciones de la Congregación de la Misión urgiendo a todos y a cada uno de los misioneros «a socorrer a los marginados de la sociedad, a las víctimas de calamidades y de cualquier clase de injusticias, así como a los aquejados por las formas de pobreza moral propias de esta época» (Const I, 18). Y ahí está, en las Constituciones de las Hijas de la Caridad, esa especie de derrotero permanente e inequívoco: «Del Hijo de Dios aprenden las Hijas de la Caridad que no hay miseria alguna que puedan considerar como extraña a ellas» (Const 1. 8).
No en vano, las dos últimas Asambleas Generales de las Hijas de la Caridad —una en 1985 y otra en 1991— se han sentido interpeladas «por las grandes pobrezas que se multiplican», han constatado los múltiples rostros de los «nuevos pobres» («enfermos de SIDA y drogadictos; desempleados, sin techo, campesinos explotados, refugiados; víctimas del hambre y de la guerra; fa milias destrozadas; pueblos sin Dios…»), y han movilizado, de nuevo, a las Hijas de la Caridad «en favor del mundo inmenso y tan diverso de la pobreza».15
Y siempre, teniendo como telón de fondo una condición inexcusable. La misma que ya Vicente de Paúl subraya en el Reglamento de la Cofradía de la Caridad de Châtillon-les-Dombes: dar la preferencia a los verdaderamente pobres (X, 576). O lo que vuelve a poner de relieve ante los Sacerdotes de la Misión: «buscar a los más pobres y abandonados» (Xl, 273). En definitiva, se trata de aquel aviso de urgencia de Luisa de Marillac: «¡Ah! ¡qué dicha si la Compañía, sin ofensa de Dios, no tuviera que ocuparse más que de los pobres desprovistos de todo!» (E 286).
II. El clamor de los pobres. Una aproximación sociológica
Es obvio que necesitamos empezar por conocer bien aquello que después vamos a teologizar: la situación concreta de los pobres. Antes de cualquier reflexión sobre la espiritualidad vicenciana de los pobres y del servicio a los pobres, es imprescindible la descripción empírica y sociológica del mundo de los pobres. Antes que nada, es justo y necesario ponerse a la escucha del «clamor agudo creciente, impetuoso y amenazante de los pobres», como ya nos dijeron en 1979 los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla de los Ángeles (México).16
Es conveniente advertir que, en esta aproximación sociológica al mundo de los pobres, nos vamos a reducir a un «ayer muy limitado» como es el siglo XVII francés donde vivió san Vicente de Paúl y donde se inició la experiencia vicenciana, y a un «hoy muy concreto» como es el panorama de pobreza y marginación de la España actual. Se trata, pues, de un boceto elemental sin mayores pretensiones.17
1. Ayer: el «siglo de los pobres»
Así se ha calificado al siglo XVII francés. Su imponente maquinaria de fabricar pobres le ha hecho justo merecedor de tal título.
Porque aquella sociedad, en la que vivió y luchó Vicente de Paúl, se caracterizaba por su estructura estamental, es decir, por la agrupación de los ciudadanos en estamentos muy diferenciados: el primer estamento era el clero, el segundo la nobleza y el tercero el pueblo. Ciertamente, cada uno de estos estamentos entrañaba, a su vez, diversas clases, pero aquí nos limitaremos a lo sustancial.
Entre el clero y la nobleza, que sumaban alrededor de un 7 por 100 de la población, acaparaban más de dos tercios de la riqueza total del país. El restante 93 por 100, el pueblo, tenía que conformarse con menos de un tercio de esa riqueza.
Sabemos que el tercer orden, el pueblo, era una masa heterogénea: burgueses, artesanos, patronos y fabricantes urbanos, obreros, campesinos. Aún entre los campesinos estaban los labradores, que poseían algo, y los jornaleros, que no poseían nada y que eran los más numerosos.18 Este cuadro «popular» se completa recurriendo a una imagen gráfica con tres círculos concéntricos. En lo más interior estaría el nivel más profundo de la pobreza, los «pobres estructurales», los perpetuamente incapaces de proveer a su subsistencia, los mendigos que, según la descripción de J. P. Camus, «no sólo se encuentran privados de todo recurso, sino reducidos a tal grado de miseria, que no pueden ganarse la vida por su trabajo, incluso aunque lo deseen, bien porque están impedidos por dolencia o enfermedad, bien por falta de empleo aun cuando estén en plena salud y tengan capacidad suficiente».19 El nivel intermedio lo constituirían los «pobres coyunturales», aquéllos que, ante cualquier mínima crisis, se veían abocados a la no-vida. El nivel más externo lo formarían los «pobres liminares», toda una población en estado de alerta; en circunstancias normales eran capaces de procurarse los medios necesarios, pero en tiempo de crisis también para ellos se abría el abismo de la miseria y de la exclusión social.20
No resulta fácil comprender hasta dónde llegaba el «umbral de la pobreza». Quizá nos sirva de espeluznante indicador la carta que un Sacerdote de la Misión escribió a san Vicente de Paúl en 1652: «El hambre es tan grande que vemos a los hombres comer tierra, masticar la hierba, arrancar la corteza de los árboles, desgarrar los miserables harapos de que están cubiertos para tragárselos. Pero lo que no nos atreveríamos a decir, si no lo hubiéramos visto, es que da horror ver cómo se comen sus brazos y sus manos, y mueren en esa desesperación» (IV, 288-289).
La mortalidad infantil alcanzaba a más del 50 por 100 de los nacidos. La edad media de vida estaba entre los 25 y los 30 años. Las epidemias causaban casi el 40 por 100 de fallecimientos. El analfabetismo era total: solamente sabían leer y escribir dos millones y medio en una población de casi veinte millones.
Por otra parte, los gobernantes sólo querían hombres para la guerra, impuestos para alimentar esa guerra y, como diría el cardenal Richelieu primer ministro de la época, «mulos de carga del Estado». Tan aplastados estaban los campesinos, que el abogado general del Parlamento, Talon, exclamaría delante de la reina Ana de Austria: «Estos desgraciados no poseen otras propiedades que sus almas, porque no han podido ser vendidas en la almoneda». La guerra de los Treinta Años se tradujo en una constante devastación y en un cruel despojo del campesinado. Y, así, toda la clase humilde engrosaba las filas de la mendicidad y del vagabundeo.21
Resumiendo mucho, se puede afirmar que sobre la trilogía compuesta por la peste, el hambre y la guerra se levantaba un cínico monumento a la más terrible miseria física, psíquica y moral.
2. Hoy: la irrupción de los «nuevos pobres»
Se ha convertido ya en un tópico acudir al estudio sobre «la pobreza y la marginación en España», encargado por Caritas Española en 1984. Allí se nos dice que, en nuestro país, hay ocho millones de pobres.22 Recientemente, ha aparecido otro estudio, a los diez años del anterior, sobre «la situación social en España», realizado por la Fundación FOESSA, donde se da la misma cifra de pobres que hace una década, aunque con unas características de pobreza más severa y con una serie de «pobres nuevos» que vienen a sentarse en el ya saturado banquete de la desesperanza y el desencanto.23 Ambos estudios son un punto de referencia para introducirnos en la intrahistoria de una sociedad española que conserva a los pobres de siempre y genera otros nuevos.
A lo largo de los últimos años, la sociedad española se ha visto asaltada por una legión nueva de pobres. A los «no productivos», que eran hasta hace poco los más pobres, se han sumado ahora los llamados «nuevos pobres». Una consecuencia lógica de la interrelación de tres factores: la crisis económica, la crisis del Estado de Bienestar y la crisis de valores. Tres factores que se realimentan, dando lugar a un círculo vicioso.24
Pero dentro de estos factores destacan con fuerza unos indicadores generales de la extensión de la pobreza. También éstos forman un férreo esquema que tiende a reproducirse indefinidamente y sin esperanzas de solución:
- Ahí está, por ejemplo, la desigual distribución de la riqueza existente, que da lugar a una sociedad dual (o de los dos tercios) de mayorías integradas en el sistema y de minorías explotadas y marginadas. Porque mientras el 21,6 por 100 de las familias más pobres disponen tan sólo de un 6,9 por 100 del total de ingresos, el 10 por 100 de las familias más ricas acumulan más del 40 por 100 de toda la renta familiar.25 Y esto da lugar a que el 30 por 100 de los hogares españoles vivan en condiciones de pobreza, el 40 por 100 se sitúe entre los límites de la estrechez y del bienestar, el 20 por 100 viva bien y el 10 por 100 viva estupendamente bien.26
- Además, con la crisis económica han surgido tres indicadores casi desconocidos en los años sesenta: el paro creciente, el subempleo y la economía sumergida. Fenómenos éstos que se consideran actualmente como los principales aceleradores de la pobreza y de la marginación.
No es exagerado hablar de «tercer mundo en pleno corazón de Europa», cuando se comprueban las condiciones laborales de los trabajadores clandestinos.
- De acuerdo con los datos apuntados en el citado V Informe FOESSA, a los rostros conocidos de la pobreza tradicional, en esa última década nos ha sorprendido la presencia de situaciones y colectivos sociales inesperadamente afectados por la exclusión social: parados de larga duración; jóvenes excluidos del trabajo; fenómenos de las llamadas «nuevas pobrezas» por la precarización del empleo, por la «feminización» de la pobreza, por la difícil accesibilidad a la vivienda, por el fracaso de la formación como mecanismo ocupacional, por la asociación de fenómenos tales como las drogodependencias y la inadaptación social. Es decir, que la vieja faz de la pobreza se adapta, se reproduce y se renueva ante las capacidades de modernización, de innovación y de cambio que la sociedad posee.27
A la hora de poner nombres y apellidos a estos «nuevos pobres», fruto de esa apuntada «situación estructural», nos podemos fijar en la descripción que hace el denominado «Programa 2000», informe elaborado por el partido actualmente en el Gobierno y, por ello, nada proclive a elevar cifras, sino todo lo contrario.28 El informe los denomina, eufemísticamente, «colectivos en situación potencial de marginación»:
- Un millón de personas sin ingresos o con escasos recursos económicos como efecto más duro del paro.
- Unos 400. 000 ancianos sin derecho a pensión, y más de un millón con pensiones muy bajas.
- Una parte muy apreciable de los más de un millón de disminuidos físicos, psíquicos y sensoriales.
- Una parte muy importante del colectivo gitano, estimado en unas 500. 000 personas, que viven en situación de exclusión social.
- Un mínimo de unos 100. 000 inmigrados extranjeros en situación de pobreza severa y de marginación total.
- Una parte sin cuantificar pero, sin duda, importante, de los casi dos millones de alcohólicos existentes en nuestro país.
- Algo más de 100. 000 toxicómanos de drogas ilegales (especialmente heroína y cocaína). A los que habría que añadir el cada vez más creciente, y difícilmente cuantificable, número de enfermos de SIDA.
- Entre 30. 000 y 40. 000 presos y ex-reclusos.
- Unos 25. 000 ó 30. 000 transeúntes, mendigos e indigentes sin hogar.
- Una cifra indeterminada de mujeres marginadas: madres solteras discriminadas, mujeres maltratadas, prostitutas…
- Una cifra también indeterminada, pero alta, de menores marginados y jóvenes inadaptados.
- Y un importante colectivo, probablemente superior al millón de personas, con empleos marginales o en economía sumergida, víctimas de una sobreexplotación y sin seguridad social la mayor parte de ellos.
III. «Nuestra herencia son los pobres» o la opción preferencial por ellos
Vicente de Paúl, lógicamente, nunca empleó la frase «opción preferencial por los pobres». Pero con otras palabras más propias de su época, «nuestra herencia son los pobres» (Xl, 324), por ejemplo, expresó inequívocamente su «pasión por ellos» y vertebró su espiritualidad y la de sus seguidores en la preferencia absoluta y, en cierto modo, exclusiva por los abandonados. Incluso, en sus formulaciones, se adelantó muchos siglos a lo que Medellín dijo en 1968: «dar la preferencia efectiva a los sectores más pobres y necesitados y a los segregados por cualquier causa»,29 y a la expresión acuñada en Puebla en 1979: «opción preferencial por los pobres».30
Hay y ha habido, a través de la historia, criterios y motivaciones de diversa índole para hacer esta opción preferencial por los pobres. Por ética, por utopía política, por sentimientos humanistas y, evidentemente, por imperativo de la fe. Lo que nos interesa, precisamente, es descubrir el por qué de la «opción preferencial por los pobres» en Vicente de Paúl y, consecuentemente, en el espíritu vicenciano. O, lo que es lo mismo, se trata de clarificar el sentido profundo desde dónde sitúa Vicente de Paúl su toma de partido por la causa de los pobres y su actitud de servicio integral, y desde dónde deben seguir optando y sirviendo sus «hijos» e «hijas».
1. Desde el sentido teológico
La «opción preferencial por los pobres» antes que un mandamiento y un compromiso es una realidad de fe o una verdad teológica. Dios es el primero que opta por los pobres, sus raíces arraigan en el mismo Dios. Por tanto, la causa de los pobres es la causa de Dios y la cuestión de los pobres es la cuestión de Dios.
Decir que «los pobres tienen que ver especialmente con Dios», puede parecer una afirmación banal. Pero es tan sumamente fundamental y nuclear que el perfil preciso del Dios de la fe cristiana no puede descubrirse sin relacionarlo íntimamente con los pobres. Dios se revela en la historia como Dios de los pobres y ese Dios así revelado es el único Dios que existe. Dios se identifica con los pobres y con su causa, y por eso podemos decir que el pobre es el lugar teológico, el lugar teofánico de Dios, en cuanto que en ellos está escandalosamente presente.31
Pero lo que aquí está en juego no son los méritos, los valores o las virtudes de los pobres, sino la justicia del Reino de Dios, la voluntad de Dios de que los pobres tengan vida en abundancia, el «ser» de Dios con y para los pobres. Monseñor Romero, en el discurso pronunciado en la universidad de Lovaina el 2 de febrero de 1980, subrayaba: «Los antiguos cristianos decían: ‘Gloria Dei, pauper vivens’ (La Gloria de Dios es el pobre que vive)».32 J. Dupont lo ha expresado certeramente: «Dios favorece a los pobres no porque les deba algo, sino porque se debe a sí mismo hacerse su defensor y protector; está en juego su justicia real».33 Y añade: «El privilegio de los pobres y desdichados encuentra su fundamento no en ellos, en las disposiciones espirituales que puedan poseer, sino en la naturaleza del reino que vive, en las disposiciones de Dios, que pretende ejercer su realeza en favor de los más desdichados».34 Porque, como subraya el Documento La iglesia y los pobres, «Dios sería injusto si pareciese colaborar con la injusticia, o simplemente guardar silencio frente a ella, sin defender al oprimido ni levantar al caido».35
En esta perspectiva hay que colocar e interpretar la fe y la experiencia de Vicente de Paúl cuando afirma: «Dios es el protector de los pobres» (IX, 1057). En el mismo horizonte hay que situar y comprender al Fundador de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad cuando les transmite el espíritu vicenciano. Así, el 25 de octubre de 1643 interpela a los Sacerdotes de la Misión: «¡Pobres de nosotros si somos remisos en cumplir con la obligación que tenemos de socorrer a los pobres! Porque nos hemos dado a Dios para esto y Dios cuenta con nosotros…» (XI, 56-57). Y es que cuando comparte su fe y su experiencia con los Sacerdotes de la Misión, Vicente de Paúl pretende que éstos sepan claramente lo que ha intentado e intenta con la fundación de la Congregación: organizar en la Iglesia una «Compañía que tenga a los pobres por herencia y que se entregue totalmente a ellos» (Xl, 387). Su insistencia no deja lugar a dudas: «Somos los sacerdotes de los pobres. Dios nos ha elegido para ellos. Esto es capital para nosotros, el resto es accesorio».36
Esta opción vicenciana por los pobres, expresión concreta de la opción de Dios por ellos, se hace aún mucho más incisiva cuando Vicente de Paúl habla a las Hijas de la Caridad.37 Baste como botón de muestra un hermoso y amplio texto de la conferencia del 9 de junio de 1658. Dentro del lenguaje de la época, es todo un tratado teológico de cómo Dios es el defensor de los pobres y de cómo las obras en favor de los pobres deben proclamar la parcilialidad de Dios por éstos: «Sabed, hijas mías, que me he enterado que esas pobres gentes están muy agradecidas a la gracia que Dios les ha hecho y, al ver que van a asistirlos y que esas Hermanas no tienen más interés en ello que el amor de Dios, dicen que se dan cuenta entonces de que Dios es el protector de los pobres. ¡Ved qué hermoso es ayudar a esas pobres gentes a reconocer la bondad de Dios! Pues comprenden perfectamente que es Él el que las mueve a hacer ese servicio. Y entonces conciben elevados sentimientos de piedad y dicen: ‘Dios mío, ahora nos damos cuenta de que es cierto lo que tantas veces hemos oído predicar, que te acuerdas de todos los que necesitan socorro y que no abandonas nunca a una persona que está en peligro, puesto que cuidas de unos pobres miserables que han ofendido tanto a tu bondad’. He sabido, incluso por medio de personas que fueron atendidas por nuestras Hermanas, y por medio de otras muchas, que se sentían muy edificados al ver cómo esas Hermanas se preocupaban de visitarles, reconociendo en ello la divina bondad y viéndose obligados a alabarle y darle gracias» (IX, 1 057-1058).
Si hay que subrayar una fuente específica donde Vicente de Paúl bebe las aguas de este Dios defensor de los pobres, tendríamos que acudir al capítulo 58 del profeta Isaías: «El ayuno que yo quiero es éste —oráculo del Señor—: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58, 6-7).
Él mismo lo confiesa desgarradamente. «Cada vez que leo, desde hace veinte años, el capítulo 58 de Isaías, me siento profundamente perturbado» (Xl, 450).
Solamente desde este sentido teológico puede entenderse la tantas veces mal interpretada frase de H. Bremond: «No son los pobres los que han llevado a Dios a Vicente de Paúl, sino que es Dios el que le ha llevado a los pobres».38
2. Desde el sentido cristológico
Ciertamente, nada entendería sobre la «opción preferencial por los pobres» en la espiritualidad y en la práctica vicenciana, quien ignorase la vinculación esencial entre Jesús y los pobres.
Porque la vida y la misión de Jesús están tan estrechamente referidas al mundo de los pobres y a él pertenecen de forma tan esencial, que sin esa referencia o pertenencia o con su incorrecta comprensión, queda desvirtuado el mismo Jesús en su condición de salvador de todos los hombres.39 Y, por supuesto, queda desvirtuada la más auténtica espiritualidad vicenciana.
Para descubrir el criterio definitivo de la opción por los pobres en Vicente de Paúl y en sus seguidores, es preciso introducirse en el mensaje y en la misión de Jesús como referencia absoluta a su predilección por los pobres. En términos de Vicente de Paúl, esta opción equivale a «expresar al vivo la vocación de Jesucristo»: «¿Verdad que nos sentimos dichosos, hermanos míos, de expresar al vivo la vocación de Jesucristo? ¿Quién manifiesta mejor la forma de vivir que Jesucristo tuvo en la tierra sino los misioneros?… ¡Oh! ¡Qué felices serán los que puedan decir, en la hora de su muerte, aquellas palabras de nuestro Señor: ‘Evangelizare pauperibus misit me Dominus’ I Ved, hermanos míos, cómo lo principal para nuestro Señor era trabajar por los pobres. Cuando se dirigía a los otros, lo hacía como de pasada» (Xl, 55-56). Pero hay que señalar que esta vocación misionera no tiene otro objetivo más que continuar la misión de Cristo enviado por el Padre para evangelizar a los pobres, para decirles «que el Reino de los cielos está cerca y que ese Reino es para los pobres» (XI, 387). Por tanto, si Vicente de Paúl y los vincencianos fijan especialmente su mirada en el capítulo 4, versículos 18 y 19, del evangelio de San Lucas («El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres…»), es porque encuentran ahí el punto clave de su opción por los pobres, de su vocación y de su misión en la Iglesia y en la sociedad.40
En este mismo contexto de «continuación de la misión de Jesús» se sitúan las Hijas de la Caridad. Vicente de Paúl establece un principio fundamental para la identidad de sus «hijas». «Para ser verdaderas Hijas de la Caridad, tenéis que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra» (IX, 34). E, inmediatamente, aclara: «Jesucristo no hizo en este mundo sino servir a los pobres» (IX, 302). Y deseoso de dinamizarlas en su opción por los pobres, les comunica: «Hijas mías, ¡si supieseis qué gracia tan alta es servir a los pobres, haber sido llamadas por Dios para eso!» (IX, 920).
En definitiva, Vicente de Paúl y sus seguidores hacen la «opción preferencial por los pobres» desde una opción anterior: la opción por Jesucristo evangelizador y servidor de los pobres, «elhombre-para-los-demás, el desposeído, el siervo, el que sirve su vida y sirve su muerte»,41 Aunque es conveniente matizar que no se trata de dos opciones separadas, sino de dos dimensiones, de dos momentos de una sola y misma opción. La identidad vicenciana es cristocéntrica y, por tanto, su opción por los pobres sólo se entiende porque la causa de los pobres es la causa de Cristo.42
3. Desde el sentido eclesiológico
Naturalmente, si la Iglesia es sacramento de Cristo, debe prolongar en el mundo la preferencia del Maestro por los desheredados. Así lo entendió Vicente de Paúl. El jamás separa este trinomio: Cristo-Iglesia-Pobres. Ciertamente, se podría haber dejado seducir por el aspecto jurídico y económico de la Iglesia de Francia en el siglo XVII. Pero un hugonote, que desea convertirse, le recuerda la fea realidad: la Iglesia ha abandonado a los pobres; se ha roto, en la práctica, la línea Cristo-Iglesia-Pobres. Y Vicente de Paúl descubre que sólo hay una respuesta coherente y válida: la opción preferencial por los pobres como expresión visible y creíble de la Iglesia.43 La misma respuesta que, bastantes años después, vio cumplida en sus Sacerdotes de la Misión: «¡Qué dicha para nosotros, los misioneros, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y santificación de los pobres!» (XI, 730).
Para comprender mejor este sentido eclesiológico del espíritu vicenciano en su opción por los pobres, será bueno echar mano de un texto reciente que parece sacado del mismo pensamiento de Vicente de Paúl. Me refiero a lo que subraya el Documento La Iglesia y los pobres: «…esa misión es ser la Iglesia de los pobres en un doble sentido: en el de una Iglesia pobre, y una Iglesia para los pobres. Así como Jesús fue radical y esencialmente pobre por su encarnación, y entregado principalmente a los pobres por su misión, y sólo así cumplió la redención y El mismo alcanzó su glorificación, la Iglesia de Jesús debe ser aquélla que en su constitución social, sus costumbres y su organización, sus medios de vida y su ubicación, está marcada preferentemente por el mundo de los pobres, y su preocupación, su dedicación y su planificación esté orientada principalmente por su misión de servicio hacia los pobres».44 También será bueno recordar lo que decía un contemporáneo de Vicente de Paúl, Bossuet, en un famosísimo sermón «sobre la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia»: «En el mundo, los ricos disfrutan todas sus ventajas y ocupan los principales puestos; en el reino de Jesucristo, la preeminencia pertenece a los pobres, que son los primogénitos de su Iglesia y sus verdaderos hijos. En el mundo, los pobres dependen de los ricos, y parecen haber nacido sólo para servirlos; en la santa Iglesia, por el contrario, no son admitidos los ricos sino con la condición de servir a los pobres».45 O la tantas veces repetida frase del Papa Juan XXIII en vísperas del Concilio Vaticano II: «La Iglesia, que es la Iglesia de todos, quiere ser particularmente la Iglesia de los pobres».46
En consecuencia, para Vicente de Paúl la Iglesia es una comunidad de caridad, que continúa el «espíritu de caridad perfecta de Cristo». No es una promesa de poderío, sino la Iglesia «sierva y pobre», la «Iglesia de los pobres». Por eso, cuando se está con los pobres y se pone el máximo de efectivos al servicio de los necesitados y desvalidos, se está seguro de permanecer en la Iglesia de Cristo.47 El Papa Juan Pablo II ha plasmado esta eclesiología netamente vicenciana al escribir en su encíclica Dives in misericordia: «La Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia, el atributo más estupendo del Creador y Redentor».48 Por tanto, de la eclesiología vicenciana se deduce que «la actuación, el mensaje y el ser de una Iglesia auténtica consiste en ser, aparecer y actuar como una Iglesia-misericordia; una Iglesia que siempre y en todo es, dice y ejercita el amor compasivo y misericordioso hacia el miserable y el perdido, para liberarlo de su miseria y de su perdición. Solamente en esa Iglesia-misericordia puede revelarse el amor gratuito de Dios, que se ofrece y se entrega a quienes no tienen nada más que su pobreza».49
IV. El juicio de los pobres
Dentro del discurso teológico sobre los pobres, hay un aspecto básico que, hasta cierto punto, viene a ser la aportación más original del vicencianismo en este tema. Es lo que se ha llamado el juicio de los pobres.50 La consecuencia lógica de todo el proceso de descubrimiento de los pobres, de concientización sobre su «eminente dignidad» y de la «opción preferencial —y, en cierto modo, exclusiva— por ellos».
Si hubiera que sintetizar en una sola frase «el juicio de los pobres», habría que escoger aquélla que san Vicente pronunció en la conferencia del 11 de noviembre de 1657 a las Hijas de la Caridad: «Los pobres son los grandes señores del cielo; a ellos les toca abrir sus puertas…» (IX, 916). Y así, con este «juicio de los pobres» Vicente de Paúl nos quiere decir algo muy fundamental: que esos seres, los pobres, aparentemente despreciables, sin derecho a la mirada de la sociedad egoísta y altanera, son, en realidad, grandes; y que nosotros somos sus servidores humildes e «indignos de rendirles nuestros pequeños servicios» (XI, 273). Y, sobre todo, que los pobres son nuestros «jueces», porque tienen el poder de convocarnos ante el tribunal de Dios y de la historia, y pueden condenarnos o salvarnos.
Aún más, los pobres, en la espiritualidad vicenciana, nos aclaran la mirada y nos enseñan a ver la realidad con los ojos de la «justicia de Dios». En definitiva, Dios, por medio de los pobres, nos ha señalado el único criterio de salvación o de condenación: «Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me recogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y fuisteis a verme… Apartaos de mí, malditos… Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui extranjero y no me recogisteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25, 35-37; 41-44).
Precisamente, este capítulo 25 del evangelio de san Mateo ha sido, es y será un constante punto de referencia en el pensamiento vicenciano. Vicente de Paúl se lo recuerda frecuentemente a sus seguidores. Por ejemplo, al tratar de la vocación y de la asistencia a los pobres, dice a las Hijas de la Caridad: «Si Dios da una eternidad bienaventurada a los que no han ofrecido más que un vaso de agua, ¿qué dará a una Hija de la Caridad, que lo deja todo y se entrega a sí misma para servirle durante toda la vida?… Tiene motivos para esperar ser de aquéllos a los que se dirá: ‘Venid, benditas de mi Padre, poseed el reino que os está preparado’… Los pobres asistidos por ella serán sus intercesores delante de Dios; acudirán en montón a su encuentro; dirán al buen Dios: ‘Dios mío, ésta es la que nos asistió por tu amor…'» (IX, 240-241).
Y a los Sacerdotes de la Misión les motiva con una lógica elemental sacada del «juicio de los pobres». «Dios ama a los pobres, y por consiguiente ama a quienes aman a los pobres; pues, cuando se ama mucho a una persona, se siente también afecto a sus amigos y servidores. Pues bien, esta pequeña Compañía de la Misión procura dedicarse con afecto a servir a los pobres que son los preferidos de Dios; por eso tenemos motivos para esperar que, por amor hacia ellos, también nos amará Dios a nosotros» (XI, 273).
Esta espiritualidad vicenciana del «juicio de los pobres» también ha sido perfectamente recogida, ponderada y actualizada por el reciente Documento de la Comisión Episcopal de Pastoral Social La Iglesia y los pobres: «De aquí que el encuentro con el pobre no pueda ser para la Iglesia y el cristiano meramente una anécdota intranscendente, ya que en su reacción y en su actitud se define su ser y también su futuro, como advierten tajantemente las palabras de Jesús. Por lo mismo, en esa coyuntura quedamos todos, individuos e instituciones, implicados y comprometidos de un modo decisivo. La Iglesia sabe que ese encuentro con los pobres tiene para ella un valor de justificación o de condena, según nos hayamos comprometido o inhibido ante los pobres. Los pobres son sacramento de Cristo. Más aún: Ese juicio y esa justificación no solamente debemos pasarlos algún día ante Dios, sino también ahora mismo ante los hombres. Sólo una Iglesia que se acerca a los pobres y a los oprimidos, se pone a su lado y de su lado, lucha y trabaja por su liberación, por su dignidad y por su bienestar, puede dar un testimonio coherente y convincente del mensaje evangélico. Bien puede afirmarse que el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento».51
1. Los pobres, «sacramento de Cristo»
La inspiración verdadera donde Vicente de Paúl y sus continuadores descubren ese «juicio de los pobres» ya ha quedado apuntada en el epígrafe anterior: no es otra que la «presencia del misterio de Cristo en los pobres». Trasvasando esta intuición central vicenciana al lenguaje de la teología y de la cristología posteriores al Concilio Vaticano II, diríamos que los pobres son sacramento de Cristo, mediación viva del Señor, expresión real de Cristo, lugar preferencial para el encuentro con el Dios crucificado y sufriente.
Evidentemente, estas formulaciones actuales no pertenecen —ni pueden pertenecer—, en su estricta literalidad, a Vicente de Paúl. Pero también es evidente que forman parte del más original, vivo e irrenunciable patrimonio de la espiritualidad vicenciana de todos los tiempos. Y, desde luego, su raíz hay que buscarla, una vez mas, en el capítulo 25 del evangelio de san Mateo: «Cada vez que hicisteis un servicio a un hermano mío de esos más humildes, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
Por tanto, a la luz de la fe, los vicencianos descubren que los pobres, antes que destinatarios de sus servicios, son la presencia latente y patente en el mundo del Señor crucificado. Y, a partir de esta «mirada de fe», donde sienten la imagen desafiante de Cristo en el pobre como persona y como colectivo, experimentan y dinamizan su específica espiritualidad de encarnación liberadora.52
En este punto, la antología de textos de san Vicente es tan amplia como incisiva. Por ejemplo, cuando se dirige a las Señoras de las Cofradías de la Caridad, quiere dejar muy claro que no existe separación entre Cristo y el pobre: «El mismo Cristo quiso nacer pobre, recibir en su compañía a los pobres, servir a los pobres, ponerse en lugar de los pobres, hasta decir que el bien y el mal que hacemos a los pobres los considerará como hechos a su divina persona… ¿Y qué amor podemos tenerle nosotros a El, si no amamos lo que Él amó? No hay ninguna diferencia, señoras, entre amarle a Él y amar a los pobres de ese modo; servirles bien a los pobres, es servirle a Él…» (X, 954-955). Igualmente, cuando habla a los Sacerdotes de la Misión, les recomienda «dar la vuelta a la medalla» para ver «con los ojos de la fe»: «No hemos de considerar a un pobre campesino o a una pobre mujer según su aspecto exterior, ni según la impresión de su espíritu, dado que con frecuencia no tienen ni la figura ni el espíritu de las personas educadas, pues son vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son ésos los que nos representan al Hijo de Dios… ¡Qué hermoso sería ver a los pobres, considerándolos en Dios y en el aprecio en que los tuvo Jesucristo! Pero, si los miramos con los sentimientos de la carne y del espíritu mundano, nos parecerán despreciables» (XI, 275).
Y no es menos explícito cuando recomienda encarecidamente a las Hijas de la Caridad: «Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una Hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios…» (IX, 240).
Si queremos concretar y condensar esta «sacramentalidad de los pobres» en una formulación vicenciana exacta, actual y clarividente, tenemos el mejor esquema en las Constituciones de las Hijas de la Caridad: «Contemplan a Cristo a quien encuentran en el corazón y en la vida de los Pobres… En una mirada de Fe ven a Cristo en los Pobres y a los Pobres en Cristo…» (Const 1. 7).
2. «Dejar a Dios por Dios»
Para comprender mejor la espiritualidad vicenciana que subyace en este «encuentro con los pobres», nos viene muy bien recurrir a aquella famosa y tópica leyenda que cuenta el filósofo y escritor francés Albert Camus: «Estaba San Dimitri citado en la estepa con el propio Dios en persona y se apresuraba a llegar a la cita cuando se encontró con un campesino cuyo carro se había atascado. Entonces San Dimitri le ayudó. El barro era espeso y el hoyo profundo. Hubo que forcejear durante una hora. Y cuando por fin acabó, San Dimitri corrió a la cita. Pero Dios no estaba ya». Y concluye A. Camus: «Siempre habrá quien llegue tarde a las citas con Dios, porque hay demasiadas carretas en el atolladero y demasiados hermanos que socorrer».53
Vicente de Paúl, como si hubiera conocido de antemano la queja desesperanzada del citado premio Nobel, había dicho a las Hijas de la Caridad: «Si fuera voluntad de Dios que tuvieseis que asistir a un enfermo en domingo, en vez de ir a oír misa, aunque fuera obligación, habría que hacerlo. A eso se le llama dejar a Dios por Dios» (IX, 725). Y, por si hubiera alguna duda, recalca y aclara: «Si hay algún motivo legítimo, mis queridas hijas, es el servicio del prójimo. El dejar a Dios por Dios no es dejar a Dios, esto es, dejar una obra de Dios para hacer otra, o de más obligación o de mayor mérito» (IX, 297).
Con esta respuesta, Vicente de Paúl deja muy claro que el único camino para llegar, siempre y a tiempo, a la cita con Dios es el camino del encuentro servicial con el pobre y el necesitado. Y que se llega tarde y nunca a la cita con Dios cuando se llega tarde y nunca a la cita con el pobre: «Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños y en ellos encontraréis a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto!
Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontráis a Dios…» (1X, 240). En definitiva, Vicente de Paúl lega a sus seguidores un principio fundamental, que es el mejor antídoto contra todas las ambigüedades espiritualistas: a Dios se le ama o se le traiciona en el pobre.
3. «Nuestros amos y maestros»
Aunque esta expresión no es original de san Vicente de Paúl,54 sí lo es, en cambio, la aplicación vivencial y práctica que hace de ella para sí mismo y para sus seguidores. Porque desde su ser «imágenes dolientes del Señor Maestro», los pobres se constituyen en «señores y maestros». Y, en consecuencia, los vicencianos tienen que amarlos y servirlos como al único Señor Maestro. Ésta es la primera aplicación de orden cristológico que Vicente de Paúl —y toda la tradición vicenciana— hace de la expresión «nuestros amos y maestros».
Además, tanto Vicente de Paúl como Luisa de Marillac hacen una aplicación complementaria partiendo de la realidad sociológica. Ellos conocían, por experiencia, la relación entre los amos y sus sirvientes en las casas de los grandes. Sabían que esos señores aristócratas eran, con frecuencia, exigentes, caprichosos, injustos y desagradecidos. Pero sus sirvientes, en la mayoría de los casos, les atendían con esmero de por vida y hasta con cierto cariño. Ahora, los amos, muchas veces duros, exigentes, groseros y desagradecidos, van a ser los pobres, y los vicencianos van a ser sus sirvientes, no por miedo o por sueldo, sino por amor y porque, a la luz de la fe, descubren en los oprimidos a un Cristo que no llama a la contemplación estática, sino a la acción eficaz, al amor solidario y efectivo.
A partir de aquí, se vertebra la «nueva y especial relación» que deben observar los «siervos» y «siervas» respecto de sus «amos y señores los pobres»: «Hemos de entrar en sus sentimientos para sufrir con ellos…, enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia…» (XI, 233); «hay que servirles con compasión, dulzura, cordialidad, respeto y devoción…, haciéndoles presente la bondad de Dios» (IX, 915); «amándoles a costa de nuestros brazos, con el sudor de nuestra frente» (XI, 733); con el convencimiento de que «al socorrerles estamos haciendo justicia y no misericordia» (VI1, 90); llegando, incluso, a tomar conciencia de que «tendríamos que vendernos a nosotros mismos para sacar a nuestros hermanos de la miseria» (IX, 451); con la viva certeza de que «nuestra es la culpa de que ellos sufran, si no sacrificamos toda nuestra vida por instruirlos» (XI, 121); sabiendo, en definitiva, que «somos indignos de rendirles nuestros pequeños servicios» (XI, 273).
Al mismo tiempo, Blas Pascal, paisano y contemporáneo de Vicente de Paúl, escribía: «Si Dios nos diera directamente unos maestros, sería necesario obedecerles con complacencia. La necesidad y los acontecimientos lo son infaliblemente».55
Así pues, los pobres se constituyen en «maestros» porque con su «necesidad y sus acontecimientos» nos indican cuál es el querer de Dios. Y para los seguidores de Vicente de Paúl, ese «clamor de los pobres» es el primer criterio para discernir la voluntad de Dios.56 Los pobres son «maestros» porque nos dan una serie de «enseñanzas» básicas: nos introducen cerca de Dios; nos remiten sin cesar a Jesucristo;57 nos interpelan con su sufrimiento; nos invitan a una pobreza más radical; nos muestran la «mordedura» de la pobreza; nos evangelizan mediante su paciencia y su capacidad de acogida.58
4. Unos seres «inspiradores»
De todo lo dicho es fácil deducir un presupuesto fundamental: los pobres están en la raíz de las obras y de las Instituciones vicencianas. Ellos constituyen la razón de ser de las mismas. Y ellos deciden, configuran y polarizan los orígenes, el presente y el futuro de estas Instituciones y obras. A la vez que rectifican continuamente su rumbo, dinamizan su compromiso, ajustan su misión y garantizan la fidelidad a su espíritu propio y específico.59
Y esto es así porque la «historia passionis» de la humanidad, la endémica miseria de los pobres, el terrible abandono espiritual y material de los condenados de la tierra fueron la «inspiración divina mediata o indirecta» que impulsó a Vicente de Paúl a poner en marcha unas Instituciones y unas obras para la liberación integral de los más abandonados.60
Ciertamente, la fe y la experiencia de Vicente de Paúl, descubierta y clarificada en contacto vivencial con los pobres, se plasma en tres Instituciones originales e innovadoras: las Cofradías de la Caridad o Caridades (hoy llamadas Voluntarias de la Caridad), la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad.
Las continuas referencias de san Vicente a «lugares decisivos de discernimiento» como Gannes-Folleville, Montmirail y Châtillon-les-Dombes, confirman esta función «inspiradora» de los pobres y certifican que ellos son el único objetivo de la Misión y de la Caridad.
V. «A costa de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente» o la praxis vicenciana en el servicio a los pobres
Después de los análisis y reflexiones anteriores, surgen unas preguntas elementales: ¿Qué hacer? ¿Cómo tiene que comportarse un vicenciano, en la práctica, ante los pobres? ¿Qué compromisos concretos y realistas tiene que llevar a cabo para que su espiritualidad sea coherente y creíble? ¿Qué líneas de acción tiene que poner en marcha para dar el paso desde el «amor afectivo al amor efectivo» en favor de los pobres? ¿Qué actitudes de servicio amoroso, generoso, desinteresado, solidario y liberador tiene que desarrollar?
E, inmediatamente, Vicente de Paúl nos proporciona la respuesta inequívoca: «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente. Pues muchas veces los actos de amor de Dios, de complacencia, de benevolencia, y otros semejantes afectos y prácticas interiores de un corazón amante, aunque muy buenos y deseables, resultan sin embargo muy sospechosos, cuando no se llega a la práctica del amor efectivo… Hemos de tener cuidado en esto; porque hay muchos que, preocupados de tener un aspecto externo de compostura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen en esto; y cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos… No, no nos engañemos: ‘Totum opus nostrum in operatione consistit’ (Todo nuestro quehacer consiste en la acción)» (XI, 733).
En estas palabras, dichas a los Sacerdotes de la Misión, está la prueba de que, ante los pobres, los vicencianos no pueden quedarse en una espiritualidad intimista y teórica. Por el contrario, el mismo san Vicente lanza una consigna donde no caben las coartadas maniqueas o las escapatorias «esquizofrénicas»: «Así pues, hermanos míos, vayamos y ocupémonos con un amor nuevo en el servicio de los pobres, y busquemos incluso a los más pobres y abandonados» (XI, 273).
En definitiva, para Vicente de Paúl y para sus seguidores, la experiencia de Dios, de Cristo, siempre desemboca en el compromiso social en favor de la justicia y de la defensa de los «sin voz». Con el convencimiento profundo de que se haga realidad lo que expresó el Sínodo de los obispos en 1987: «El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos».61
Y con la certeza de que lo específicamente cristiano no es el simple compromiso ético de solidaridad con los marginados, que es irrenunciable para todo hombre, sino hacer en ese compromiso la experiencia de Dios. Porque también en esto fue san Vicente de Paúl un adelantado, rompiendo con la espiritualidad de su tiempo, de corte más neoplatónico que cristiano.
Evidentemente, esta praxis vicenciana del servicio a los pobres tiene detrás el soporte de unas convicciones profundas. Ya han ido desgranándose a lo largo del presente artículo con un común denominador preciso: el servicio a los pobres es el fin principal de la vocación vicenciana y la exclusiva prioridad de su misión; es la única razón de ser de la existencia de los seguidores de Vicente de Paúl, de sus Instituciones y obras; como dicen las Constituciones de las Hijas de la Caridad, «es un acto del Amor —amor afectivo y efectivo— que constituye la trama de su vida» (Const 2. 9); se cimenta en honrar a Cristo «manantial y modelo de toda caridad»; es la expresión por excelencia de vivir en «estado de caridad».
Por tanto, he aquí una serie de líneas fundamentales, de frentes de lucha y de compromiso y de actitudes básicas para un servicio integral a los pobres. O, dicho de otra forma, una aproximación a cómo debe estar el vicenciano ante los pobres. Ciertamente, se trata de una enumeración muy somera. Su desarrollo requeriría unas cotas de extensión y de profundidad fuera del alcance de esta exposición.
1. Líneas fundamentales
a) Una sensibilidad «diferente» respecto de los pobres
Es la experiencia de un conocimiento comprensivo de los pobres y necesitados de hoy, la forma vicenciana de situarse anímica y prácticamente ante unas personas que ya no aceptan su situación inhumana de manera fatalista y resignada. O, lo que es lo mismo, la «visión vicenciana» de los pobres en oposición frontal a la «visión normal» que sobre ellos ha tenido y sigue teniendo la sociedad de todos los tiempos.
El paradigma de esta sensibilidad «diferente» lo encontramos en la postura radical de Vicente de Paúl defendiendo la dignidad y la libertad de los pobres frente a la falsa caridad entendida como represión y conveniencia socio-política criminal de los responsables de la sociedad del siglo XVII francés.62 Porque las estructuras mentales y sociales de aquella sociedad francesa en relación con los pobres se reflejan en el decreto real del 27 de abril de 1656, por el que «los asociales deben ser encerrados» para limpiar la ciudad, preservar de su peligro a las «buenas conciencias» y respetar el «orden colectivo».
Los partidarios del «encerramiento de los pobres» proclaman, por la boca oficial y solemne de Godeau, obispo sucesivamente de Grasse y de Vence: «Encerrar a los pobres no es quitarles la libertad; es apartarles del libertinaje, del ateísmo y de la ocasión de condenarse». Vicente de Paúl, por el contrario, grita la insoslayable dignidad de los pobres, defiende su libertad y motiva a la sociedad para que restituya la vida a los seres que corren el riesgo de ser sepultados vivos.
b) Una lectura crítica de las raíces de la marginación
Como es lógico, los vicencianos no podrán responder a las necesidades de los pobres y marginados, si antes no penetran en los mecanismos económicos, sociales y políticos que producen pobreza, miseria, marginación y exclusión. Si antes no hacen un análisis crítico de la marginación y sus causas más flagrantes y sangrantes: esas «estructuras de pecado» o «mecanismos perversos» de los que habla reiterativamente el Papa Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo rei socialis.63
Las Constituciones de la Congregación de la Misión lo señalan acertadamente como una de las características urgentes de la evangelización: «Atención a la realidad de la sociedad humana, sobre todo, a las causas de la desigual distribución de los bienes en el mundo…» (Const 1, 12). Y el mismo Juan Pablo II decía en la audiencia del 30 de junio de 1986, a los delegados de la XXXVII Asamblea General de la Congregación de la Misión: «Queridos padres y hermanos de la Misión, más que nunca, con audacia, humildad y competencia buscad las causas de la pobreza y favoreced animosamente, a corto y a largo plazo, las soluciones concretas, movibles y eficaces. Actuando de esta manera, cooperaréis a la credibilidad del Evangelio y de la Iglesia».
c) El «principio-misericordia»
Y me refiero al vocablo «misericordia» en su sentido más genuino, profundo y etimológico: «tener el corazón al lado del mísero». El término «misericordia» hay que entenderlo bien porque puede connotar cosas verdaderas y buenas, pero también cosas insuficientes.
No se trata de un mero sentimiento de compasión, con el peligro de que no vaya acompañado de una praxis. Tampoco se reduce a las tradicionalmente llamadas «obras de misericordia», que tienen el déficit de no llegar nunca a las causas del sufrimiento y de la pobreza. Incluso, queda lejos del mero alivio de algunas necesidades esporádicas e individuales. Y, por supuesto, no tiene nada que ver con las actitudes paternalistas. Por eso, no hablamos solamente de «misericordia», sino del principio-misericordia.
Por este «principio-misericordia» se entiende un específico amor que está en el origen de un proceso, pero que, además, permanece presente y activo a lo largo de él, le otorga una determinada dirección y configura los diversos elementos dentro del proceso.
La «misericordia» no es lo único que ejercita Jesús, pero sí es lo que está en su origen y lo que configura toda su vida, su misión y su destino. A veces, aparece explícitamente en los relatos evangélicos la palabra «misericordia», y a veces no. Pero, con independencia de ello, siempre aparece como transfondo de la actuación de Jesús el sufrimiento de las mayorías, de los pobres, de los débiles, de los privados de dignidad, ante quienes se le conmueven las entrañas. Y esas entrañas conmovidas son las que configuran todo su saber, su esperar, su actuar y su celebrar. Es decir, el «principio-misericordia» debe informar todas las dimensiones del seguidor de Cristo (y, por lo mismo, del vicenciano): la del conocimiento, la de la esperanza, la de la celebración y, por supuesto, la de la praxis.64
d) La solidaridad como síntesis del compromiso social
Se trata de la vertebración de toda la praxis vicenciana en favor de los pobres. Es decir, se trata de enfocar el servicio vicenciano hacia una solidaridad desde los pobres, con los pobres y para los pobres.
Desde los pobres, implica insertarse en su medio ambiente, compartir sus condiciones de vida, entrar en sus sentimientos, leer y vivir la realidad, los signos de los tiempos y la Palabra de Dios desde el reverso de la historia, abajarse hasta la entraña de los pobres para hacerse verdaderos «siervos» de ellos.
Con los pobres, significa estar afectiva y eficazmente al lado de los empobrecidos y marginados, hacer nuestra su causa, defenderlos de acuerdo con las exigencias del espíritu vicenciano, es decir, en actitud de humildad, sencillez y caridad, «ser…, con los mismos Pobres, artífices de la Nueva Evangelización y de la promoción plena del hombre».65
Para los pobres, lleva consigo una premisa fundamental: que todas nuestras actitudes, comportamientos y esfuerzos vayan encaminados a sacar a los pobres de su postración y a ayudarles a recuperar su dignidad humana y de hijos de Dios. Y desemboca en dos verdades incontrovertibles: que los únicos beneficiarios de nuestra actividad apostólica sean los «verdaderamente pobres», y que la «opción preferencial —y, en cierto modo, exclusiva— por los pobres» se traduzca en compromisos realistas y audaces, y no se quede solamente en los paisajes de la buena voluntad.
e) La liberación integral de los pobres
El destinatario de este servicio solidario es la totalidad de la persona del pobre. Con otras palabras, el destinatario no son sólo todos los pobres, sino «todo» el pobre. Del hecho de que san Vicente fundara dos Compañías y de sus nombres —Congregación de la Misión e Hijas de la Caridad—, sería erróneo deducir que él separaba la evangelización y la promoción humana, encomendando la primera a los misioneros y la segunda a las Hermanas.
Él había dicho a sus Sacerdotes de la Misión: «Si hay algunos entre vosotros que crean que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que les asistan de todas las maneras, nosotros y los demás, si queremos oír esas agradables palabras del soberano juez de vivos y muertos: ‘Venid, benditos de mi padre; poseed el reino que os está preparado, porque tuve hambre y me disteis de comer, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me cuidasteis’. Hacer esto es evangelizar de palabra y de obra; es lo más perfecto; y es lo que nuestro Señor practicó…» (XI, 393). «Venir a evangelizar a los pobres no se entiende solamente enseñar los misterios necesarios para la salvación, sino hacer todas las cosas predichas y prefiguradas por los profetas, hacer efectivo el evangelio» (XI, 391).
Con la misma insistencia recuerda a las Hijas de la Caridad que su servicio liberador a los pobres debe evitar los dualismos a los que tan aficionados solemos ser: «Vosotras no estáis solamente para atender a los cuerpos de los pobres enfermos, sino también para darles instrucción en lo que podáis» (IX, 63). «Tenéis que llevar a los pobres enfermos dos clases de comida: la corporal y la espiritual…» (IX, 535).
Esta convicción vicenciana respecto a la liberación integral del pobre la sintetizan y actualizan perfectamente las Constituciones de las Hijas de la Caridad: «Con la inquietud constante de llegar a la promoción integral del hombre, la Compañía no separa el servicio corporal del servicio espiritual, la obra de humanización de la de evangelización. Une servicio y presencia, recordando al Señor que revelaba así el Amor del Padre: ‘los ciegos ven, los cojos andan… y se anuncia el Evangelio a los Pobres'» (Const 1. 11). Por un lado, tienen claro que han surgido para servir a los pobres; por eso, «su primer paso es la atención, base indispensable de toda evangelización» (Const 2. 9). Pero, a su vez, «tienen la preocupación primordial de darles a conocer a Dios, anunciarles a Jesucristo, su única Esperanza, y decirles que el reino de los cielos está cerca y es para ellos…» (Const 1. 7). De ahí que «con una inquietud constante por ‘todo el hombre’, por medio de un voto especial, se comprometen a servir a los Pobres corporal y espiritualmente…» (Const 2. 9).
Esta profunda intuición cristiana de Vicente de Paúl —vivida sin las apoyaturas teológicas de su tiempo— se vio ratificada, siglos más tarde, por la corriente conciliar y postconciliar de una espiritualidad de «encarnación liberadora».
Por ejemplo, cuando en el Sínodo de 1971, los obispos afirmaron: «La misión de predicar el Evangelio en el tiempo presente requiere que nos empeñemos en la liberación integral del hombre ya desde ahora, en su existencia terrena».66 O cuando el Papa Pablo VI resaltó, en su exhortación apostólica La evangelización del mundo contemporáneo, que «entre evangelización y promoción humana —desarrollo, liberación— existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico… Lazos de orden teológico… Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad…».67
2. Cuatro frentes de lucha en favor de los pobres:
Cualquier estrategia de lucha contra la pobreza y a favor de los pobres que pretenda ser completa, deberá llevarse a cabo en cuatro frentes: asistencia, promoción, denuncia profética de las injusticias y cambio de estructuras y clarificación y concientización de los poderes públicos en favor de los pobres.68 Son cuatro niveles complementarios que san Vicente pone en práctica sin fisuras ni atomizaciones, y que lega imperativa-mente a sus seguidores.69
a) Acción asistencial
En efecto, Vicente de Paúl comenzó por la acción asistencial, el nivel más elemental ante la urgencia de la enfermedad, el hambre, el desempleo, la guerra, la miseria, la marginación o el desamparo social. Una acción que nunca desaparecerá de su vida, de su mensaje y de las Instituciones que él fundó.
Sin embargo, la asistencia tiene que cimentarse en la eficacia organizativa y en la actitud crítica. No puede confundirse con cierto paternalismo más o menos encubridor de injusticias. Desde un principio, Vicente de Paúl constató que lo que faltaba no eran tanto personas caritativas cuanto organización eficiente de la caridad. Con su agudo sentido de las realidades económicas, de la cooperación y de la coordinación, organizó durante la guerra de los Treinta Años y de las dos Frondas una inmensa red de recogida, almacenamiento y distribución de ayudas que llegaban a la mayor parte de Francia.70
Además, para Vicente de Paúl la acción asistencial nunca puede ser ni aparecer como un sucedáneo de las reformas estructurales. Por el contrario, la exige a gritos y en nombre de Dios. Y si desde la justicia de los hombres la acción caritativo-social es un acto voluntario, desde la justicia de Dios se torna obligatorio. Por eso, subraya en una carta del 8 de marzo de 1658 al superior de Marsella: «¡Que Dios nos conceda la gracia de enternecer nuestros corazones en favor de los miserables y de creer que, al socorrerles, estamos haciendo justicia y no misericordia!» (VII, 90).
b) Acción promocional
Como una evolución natural e inevitable, completó la acción asistencial con la acción promocional, con la búsqueda de unos medios para que el pobre, personal y colectivamente, tome conciencia de su situación, de su dignidad y de sus derechos, y sea, sobre todo, agente de su propio desarrollo integral. Y ello porque sabe que la pobreza generalizada tiene causas sociales.
Esta organización promocional en el compromiso servicial con los pobres se hace en Vicente de Paúl «ingeniosamente inventiva». Y así, escribe en su correspondencia: «No hay que asistir más que a aquéllos que no pueden trabajar ni buscar su sustento, y que estarían en peligro de morir de hambre si no se les socorre. En efecto, apenas tenga uno fuerzas para trabajar, habrá que comprarle algunos utensilios conformes con su profesión, pero sin darle nada más. Las limosnas no son para los que pueden trabajar…, sino para los pobres enfermos, los huérfanos o los ancianos» (IV, 180).
Además, esta acción promocional actúa sobre las causas de la pobreza y de la marginación de diferentes sectores de la sociedad: campesinos, niños abandonados, huérfanos, refugiados… Y se prolonga hasta que éstos sean capaces de salir por sí mismos de su situación.71 Lo mismo que urgió el Concilio Vaticano iI en su decreto sobre el «apostolado seglar»: «Cumplir antes que nada las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia; suprimir las causas, y no sólo los efectos, de los males, y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciben se vayan liberando progresivamente de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos» (A. A., n. ° 8).
c) Denuncia profética de las injusticias y cambio de estructuras
Entre las exigencias de su vasto plan de acción social, Vicente de Paúl incluye un tercer nivel: el cambio de estructuras. Un nivel que se concreta, a su vez, en la denuncia profética de las injusticias y en el compromiso activo hacia unas estructuras sociales más justas. Comprende que el cristiano, porque lo es y porque es urgido por el amor de Cristo y de sus hermanos pobres, no puede conformarse con ser justo, sino que también debe lanzarse a las exigencias de la lucha por la justicia, como expresión viva de la caridad.72
Cualquiera que se acerque, aunque sea someramente, a la vida de Vicente de Paúl, se encontrará con una ingente suma de acciones, actitudes y palabras encaminadas a impedir, por todos los medios a su alcance, que la «maquinaria socio-económica-política» continúe fabricando más pobres. Ahí está su entrevista con el primer ministro Richelieu para pedirle abiertamente el cese de la guerra;73 su oposición pública y radical a la política explotadora del pueblo campesino trazada por el cardenal Mazarino: «Monseñor, échese al mar y se calmará la tempestad»;74 su larga e inteligente carta al mismo cardenal Mazarino, el 11 e septiembre de 1652, para pedirle que dimitiera y abandonase el Reino, sencillamente porque le consideraba el principal causante del sufrimiento del pueblo (IV, 440-444); su apelación al Papa Inocencio X, el 16 de agosto de 1652, para que interviniera en favor de la paz durante la Fronda de los Príncipes, y así «aliviar a los pueblos desolados por tan larga guerra, devolver la vida a los pobres abatidos y casi muertos de hambre, ayudar a los campos totalmente devastados…» (IV, 427-429). Incluso, llega a pagar el precio de su «atrevida» denuncia de las injusticias permaneciendo exiliado de la ciudad de París durante cinco meses.75
A veces, se han querido interpretar como «neutralidad y prudencia ante las injusticias», algunas expresiones de Vicente de Paúl,76 cuando, en realidad, lo único que pretende es evitar que sus seguidores se introduzcan en la «política de partidos».
Por el contrario, es muy significativa la carta que escribe el canónigo de Saint-Martín en estos términos: «Los sacerdotes de este tiempo tienen muchos motivos para temer los juicios de Dios… por no haberse opuesto como debían a las plagas que afligen a la Iglesia, como son la peste, la guerra, el hambre y las herejías, que la atacan por todas partes» (V, 541). Y no deja el más mínimo lugar a dudas cuando a las Hijas de la Caridad les presenta, como modelo para «las que vengan después», el ejemplo de Sor Juana Dalmagne, quien «al saber que algunas personas ricas se habían eximido de tributo, para sobrecargar a los pobres, les dijo libremente que era contra la justicia y que Dios los juzgaría por esos abusos…» (IX, 188). Algo que las Hijas de la Caridad, siguiendo ese compromiso nítidamente vicenciano, han confirmado y urgido en su Asamblea General de 1991: «Queremos ser un grito que clame por la justicia, primera piedra en la construcción de una civilización del amor».77
d) Clarificación y concientización de los poderes públicos
Hay otro aspecto, en esta estrategia organizativa del servicio vicenciano a los pobres, que no se ha resaltado suficientemente. Vicente de Paúl no dudó nunca en llevarlo a cabo. Se trata de clarificar y convertir las conciencias de los poderes políticos, económicos y sociales en orden a proteger a los colectivos sociales más débiles.78
Vicente de Paúl, explícita e implícitamente, viene a decir a los poderes públicos que su obligación social y moral es encargarse de los que nada tienen, hasta ayudarles a recuperar la dignidad humana. En definitiva, les pide que se conviertan a lo que él se convirtió: la convicción fundamental de que «los pobres son los predilectos de Dios» y la «conciencia crítica» de una sociedad opulenta e insolidaria.
Este cuarto nivel del servicio vicenciano a los pobres tiene dos características: la capacidad crítica para descubrir y hacer descubrir las injusticias, explotaciones y marginaciones, y la capacidad de concientizar y animar a personas, instituciones y grupos sociales en el trabajo por los pobres.
No resulta ninguna extrapolación si aplicamos a este plan organizado de la caridad vicenciana el calificativo de «expresión de la dimensión política y social de la fe» de Vicente de Paúl. Tal vez, a él le hubiera gustado poder citar aquellas palabras que el Papa Pío XI pronunció, ante la Federación universitaria católica italiana, más de trescientos años después: «El campo político abarca los intereses de la sociedad entera; y en este sentido, es el campo de la más vasta caridad, de la caridad política, de la caridad de la sociedad».79
O incluso lo que los obispos españoles declararon el 22 de agosto de 1986 hablando de la dimensión social y política de la caridad: «No se trata sólo ni principalmente de suplir las deficiencias de la justicia, aunque en ocasiones sea necesario hacerlo. Ni mucho menos se trata de encubrir con una supuesta caridad las injusticias de un orden establecido y asentado en profundas raíces de dominación o explotación. Se trata más bien de un compromiso activo y operante, fruto del amor cristiano a los demás hombres, considerados como hermanos, en favor de un mundo más justo y más fraterno con especial atención a las necesidades de los más pobres».80
3. Actitudes básicas:
a) «Pedagogía vicenciana»
El 11 de noviembre de 1657, Vicente de Paúl se dirigió a las Hijas de la Caridad con una conferencia que bien podríamos subtitular como «manual de pedagogía vicenciana para un mejor servicio al pobre». Sus párrafos más significativos no tienen desperdicio: «Vuestro principal empleo, después del amor de Dios y del deseo de hace-ros agradables a su divina Majestad, tiene que ser servir a los pobres enfermos con mucha dulzura y cordialidad, compadeciéndoos de su mal y escuchando sus pequeñas quejas, como tiene que hacerlo una buena madre; porque ellos os miran como a sus madres nutricias y como a personas enviadas por Dios para asistirles. Por eso estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos pobres enfermos. Pues bien, como esta bondad se comporta con los afligidos de una forma dulce y caritativa, también vosotras tenéis que tratar a los pobres enfermos como os enseña esa misma bondad, esto es, con dulzura, con compasión y con amor: pues ellos son vuestros amos y también los míos… Así pues, esto es lo que os obliga a servirles con respeto, como a vuestros amos, y con devoción, porque representan para vosotras a la persona de Nuestro Señor… Según eso, no sólo hay que tener mucho cuidado en alejar de sí la dureza y la impaciencia, sino además afanarse en servir con cordialidad y con gran dulzura, incluso a los más enfadosos y difíciles, sin olvidarse de decirles alguna buena palabra… No decir muchas cosas a la vez, sino ir poco a poco dándoles la instrucción que necesitan…» (IX, 915-916).
Aparentemente, esta pedagogía vicenciana puede parecer excesivamente «normal» y «elemental». Pero ahí reside, precisamente, su grandeza, su perennidad y su actualidad. Por eso, no es extraño que Luisa de Marillac, por ejemplo, se la recomiende a las Hermanas enviadas a Montreuil-sur-Mer, repitiendo casi las mismas palabras de Vicente de Paúl: «En lo que se refiere a su comportamiento con los enfermos, ¡por Dios! que no sea para salir del paso, sino llenas de afecto, hablándoles y sirviéndoles con el corazón; informándose con detalle de sus necesidades, hablándoles con mansedumbre y compasión, proporcionándoles sin importunidad ni agitación la ayuda que sus necesidades requieran…» (E 182). Y las Constituciones de las Hijas de la Caridad subrayan esta pedagogía vicenciana como un distintivo propio y determinante: «…se esfuerzan por servirle (a Cristo) en sus miembros dolientes ‘con dulzura, compasión, cordialidad, respeto y devoción'» (Const 1. 7).
b) «Comunión» con los pobres
Lo que cuenta, por encima de todo, es la «comunión» con aquéllos a los que se sirve y por los que se lucha, so pena de caer en el profesionalismo vacío o en una inmediatez rutinaria y absorbente.
Una «comunión» que implica verdadero conocimiento de los problemas y necesidades de los pobres, auténtico encuentro con ellos, acogida profunda, proximidad lúcida y eficaz, participación real en sus avatares, sensibilidad respecto de sus derechos, docilidad servicial ante sus exigencias, escucha y diálogo para descubrir sus valores y ayudarles a tomar conciencia de su potencial, dejarse interpelar por sus llamadas, ser voz de los que no tienen voz para defender los derechos de los más desprotegidos y dar a conocer las aspiraciones legítimas de los más desfavorecidos, atención personalizada.81
Sor Lucía Rogé, entonces Superiora General, decía a las Hijas de la Caridad: «La verdadera sierva ‘comulga’ con la vida de su Amo. Cuanto más desgraciado sea éste, tanto más querrá ella estar a su servicio».82 Y es que, en la espiritualidad y en la tradición vicenciana, la palabra siervo/a está en la base de esta «comunión» con el pobre. Es más, no se puede entender la «comunión» con el pobre si no es desde una actitud convencida y vivencial de ser siervo/a.
Evidentemente, dentro de las Instituciones vicencianas, la que más ha cultivado y sigue cultivando con insistencia esta actitud de sierva es la Compañía de las Hijas de la Caridad. No en vano Vicente de Paúl, al explicar a las Hermanas el nombre oficial de la Compañía, les exhorta: «¡Ah! ¡qué hermoso título! Hijas mías, ¡Qué hermoso título, qué hermosa cualidad! ¿Qué habéis hecho a Dios para merecer esto? Sirvientes de los pobres, que es como si se dijese sirvientes de Jesucristo… Conservad bien este título, porque es el más hermoso y el más ventajoso que podríais tener… Vosotras, hijas mías, os podéis poner siervas de los pobres, que son los predilectos de Jesucristo…» (IX, 302). Y sus Constituciones explicitan: «Cualesquiera sean su forma de trabajo y su nivel profesional, se mantienen ante los Pobres en una actitud de siervas, es decir, en la puesta en práctica de las virtudes de su estado: humildad, sencillez y caridad. Tienen especial empeño en conservar el desinterés del corazón y el sentido de la gratuidad, que se manifiestan en el espíritu de su servicio y en la calidad de su presencia» (Const 2, 9). El mismo Juan Pablo II se lo recordaba, con motivo de la Asamblea General de 1991: «Ustedes fueron fundadas únicamente para servir al mundo de los desheredados, de los ‘pequeños’. Yo les exhorto más que nunca a compartir la miseria del mundo contemporáneo, como sus santos Fundadores lo hicieron en su tiempo y lo harían también hoy».83
c) Audacia y creatividad
Los antiguos solían distinguir, con muchísima razón, entre una prudencia de la carne y la prudencia del Espíritu. La primera es todo lo contrario de esa virtud evangélica llamada parresía (He 2, 29; 4, 13. 29; 28, 31), que cabría traducir por confianza audaz.84 Vicente de Paúl tuvo la prudencia del Espíritu, pero nada supo de la prudencia de la carne.
Y es que el servicio vicenciano tiene que estar impulsado por esa prudencia del Espíritu, por la audacia y la creatividad. Las Hijas de la Caridad lo han entendido perfectamente cuando en la Asamblea de 1985 trazaron, sin ambajes, una clara línea de acción: «(Queremos) mantenernos en actitud de búsqueda para descubrir las llamadas de los pobres y responder a ellas con audacia y creatividad».85
En el contexto vicenciano, audacia y creatividad hacen referencia al «ardor», a la unión del amor afectivo y el amor efectivo, fuego que inflama, ilumina y consume a quien lo posee. Están en total interrelación con el «celo». San Vicente de Paúl urgía enérgicamente a los Sacerdotes de la Misión: «Si el amor de Dios es fuego, el celo es la llama; si el amor es un sol, el celo es su rayo… El celo nos lleva a pasar por encima de toda clase de dificultades, no solamente por la fuerza de la razón, sino por la de la gracia, que nos permite encontrar gusto en el sufrir, sí, en el sufrir» (XI, 590-591). Se traducen por un empuje y un coraje que brotan de la experiencia honda de Jesucristo servidor y de la «pasión» por los pobres, y desembocan en la búsqueda arriesgada de nuevos métodos, formas y expresiones serviciales.
Porque hoy el servicio a los pobres exige cambios de esquemas mentales, salir del inmovilismo estático que hace y repite lo de siempre porque no ha experimentado la novedad del evangelio. En definitiva, se trata de la actitud opuesta a la atonía, a la rutina, al desánimo, a la instalación…
Y, por supuesto, la audacia y la creatividad van de la mano de la disponibilidad y la movilidad. Cuando las Constituciones de las Hijas de la Caridaddicen que «fiel a tal Espíritu, la Compañía se mantiene disponible y ágil para responder a las necesidades nuevas y urgentes y a las inserciones que exigen» (Const 1. 9), están hablando de audacia y creatividad.
d) Formación permanente, sólida y renovada
Es altamente significativo el hecho de que los Documentos finales de las dos últimas Asambleas Generales de las Hijas de la Caridad (En la encrucijada y Junto al Pozo de Jacob) dediquen un capítulo a la formación. Porque si el servicio a los pobres tiene que llevarse a cabo con calidad, es absolutamente imprescindible una actitud de apertura a la formación como renovación espiritual, como dinamización del «ser» y del «quehacer», como adquisición de contenidos, como conocimiento actualizado del mundo de los pobres y de su entorno social, como puesta al día en método y formas de servicio.
Los Documentos aludidos presentan la formación siempre desde la vertiente del servicio a los pobres. Y, desde ahí, insisten en una serie de presupuestos interpelantes: la formación es una «cuestión de justicia hacia los pobres», «favorece la unidad de vida con miras a un mejor servicio corporal y espiritual de los pobres», «es imperativo para que la Compañía pueda ser hoy lo que los pobres de hoy necesitan»… Y no se quedan atrás las Constituciones de las Hijas de la Caridad cuando enfocan la formación hacia un mejor servicio integral al pobre y como «recorrido de toda la vida (que) pone a la Hija de la Caridad en condiciones de dar una respuesta siempre nueva a las continuas llamadas de Dios» (Conts 3. 6).
Conclusión
En la espiritualidad vicenciana todo debe estar referido a los pobres y todo debe desembocar ineludiblemente en la liberación integral de los pobres. Porque los acontecimientos y las necesidades de los pobres configuraron y dinamizaron las Instituciones y las obras vicencianas desde sus orígenes, y siguen garantizando hoy la fidelidad a su espíritu verdadero.
No se puede entender correctamente y en toda su hondura el gran edificio vicenciano sin penetrar en un triple descubrimiento: los márgenes depauperados de una sociedad —la de ayer y la de hoy— generadora de pobres y empobrecidos; los pobres como sacramento de Cristo y, por tanto, la pasión por Cristo en los pobres y por éstos en El; y el denodado esfuerzo por concientizar a la sociedad entera para que se organice en favor de los pobres y se movilice para liberarlos de su pobreza. Porque en el camino del «ser» y del «quehacer» vicenciano los pobres constituyen uno de los hitos existenciales básicos e imprescindibles. Nada tiene sentido ni razón sin los pobres, y todo se hace creíble y certero desde los pobres, con los pobres, para los pobres y por los pobres.
Bibliografía fundamental
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- El lector interesado en un estudio de largo, serio y profundo alcance, puede consultar: P. CHRISTOPHE, La historia de la pobreza, Verbo Divino, Estella 1989; B. GEREMEK, La piedad y la horca. Historia de la miseria y de la caridad en Europa, Alianza, Madrid 1989; M. MOLLAT led.), Etudes sur l’histoire de la pauvreté (Moyen Age – XVI siecle), Publications de la Sorbonne, 2 vols., París 1974; M. MOLLAT, Les pauvres au Moyen Age. Etude sociale, Hachette, París 1978; J. P. GurroN, La societé et les pauvres en Europe (XVI – XVIII siecles), Presses Universitaires de France, París 1974. Concretamente sobre España pueden consultarse: E. Maza, Pobreza y asistencia social en España. Siglos XVI al XX, Universidad de Valladolid, 1987; C. LÓPEZ ALONSO, La pobreza en la España Medieval. Estudio histórico-social, Ministerio de Trabajo, Madrid 1985; J. Gancia VÁLVERDE (ed.), La pobreza en España y sus causas, Fundación AGAPE, Madrid 1984; Documentación Social, Pobreza y marginación, (56-57), 1984; Documentación Social, La pobreza en España, hoy (96), 1994; Fundación FOESSA, V Informe sociológico sobre la situación social en España, 2 vols. Madrid 1994. Para el estudio sobre el tiempo de san Vicente de Paúl, el libro más completo y asequible es: J. M. IBÁÑEZ, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo, Sígueme, Salamanca 1977.
- Cfr. J. M. IBÁÑEZ, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo, Sígueme, Salamanca 1977, pp. 34-48 y 76-94; J. M. a IBÁÑEZ, Entorno histórico-social en tiempos de Vicente de Paúl, en Vicentiana (4-5-6), 1984, pp. 334-346; J. M. IBÁÑEZ, La sociedad en la que vivió Vicente de Paúl, en Vicentiana (4-5-6), 1987, pp. 467-475.
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- Cfr. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla, o. c., n. ° 897 y ss, pp. 281 y ss.
- Cfr. J. Lois, Teología de la Liberación. Opción por los pobres, EIPALA Fundamentos, Madrid 1986, pp. 149- 157; I. ELLACURIA, Pobres, en C. FLORISTAN y J. J. TAMAYO teds.), Conceptos fundamentales de Pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, pp. 79-792.
- Citado por V. CODINA, Seguir a Jesús hoy…, p. 105.
- J. DUPONT, Les Beatitudes, T. 11 La Bonne NouveIle, Gabalda, París 1969, p. 123.
- J. DUPONT, o. c., p. 15.
- Comisión Episcopal de Pastoral Social, o. c., n. ° 19.
- P. COLLET, o. c., t. II, p. 168.
- J. M. IBÁÑEZ, Opción vicenciana por los pobres, en XV Semana de Estudios Vicencianos, Respuesta vicenciana a las nuevas formas de pobreza, Ceme, Salamanca 1988, pp. 132-134.
- H. BREMOND, Histoire littéraire du sentiment religieux en France depuis la fín des guerres de religion jusqu’a nos jours, 13 vols., París 1925-1936, t. III 1ere partie, p. 219 (Utilizamos la edición de París 1967).
- J. Lois, o. c., p. 158.
- J. M. IBÁÑEZ, Opción vicenciana por los pobres…, p. 137.
- Comisión Episcopal de Pastoral Social, o. c., n° 21.
- Cfr. J. M. a IBÁÑEZ, o. c., pp. 137-139.
- J. M. IBÁÑEZ, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo…, p. 275.
- Comisión Episcopal de Pastoral Social, o. c., 25.
- J. B. BOSSUET, Sermones, Librería de Hijos de Leocadio López, Madrid 3. a ed. s. f., pp. 353-354.
- JUAN XXIII, Radio-mensaje del 11 de noviembre de 1962, en P. GALINDO, Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, t. 2, ACE, Madrid 1967, p. 2493.
- J. M. IBÁÑEZ, Las obras de las Hijas de la Caridad en sus orígenes, en Vincentiana (4-5-6), 1990, p. 606.
- JUAN PABLO II, Dives in misericordia, n. ° 13.
- Comisión Episcopal de Pastoral Social, o. c., n. ° 11.
- Cfr. J. M. IBÁÑEZ, Vicente de Paúl, realismo y encarnación…, pp. 243-292.
- Comisión Episcopal de Pastoral Social, o. c., nn. 9 y 10.
- Cfr. J. M. IBÁÑEZ, Opción vicenciana por los pobres…, p. 122.
- A. CAMUS, Los justos, en Obras completas, t. 1 (Narraciones y Teatro), Aguilar, Madrid 1979, p. 1056.
- Parece ser que la expresión «Nuestros amos y maestros» o «Nuestros amos y señores» se remonta a la Edad Media. San Vicente de Paúl, según confiesa él mismo en la conferencia del 19 de julio de 1640 a las Hijas de la Caridad, oyó esta expresión por primera vez, en Roma: «Oía yo leer la fórmula de los Votos de los religiosos hospitalarios de Italia que era en estos términos: ‘Yo hago voto y prometo a Dios guardar toda mi vida la pobreza, la castidad y la obediencia y servir a nuestros señores los pobres'» (IX, 42). Sin embargo, no sé muy bien de qué Orden hospitalaria habla San Vicente. Tal vez se refiere a los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén que también se hallaban establecidos en Italia cuando San Vicente estuvo en Roma.
- B. PASCAL, Pensées, Lafuna, Paría 1962, n. ° 919.
- Cfr. Constituciones de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, 1983, n. ° 2. 8; Instrucción sobre los Votos de las Hijas de la Caridad, 1989, p. 88; Constituciones de la Congregación de la Misión, 1985, p. 21.
- Cfr. Instrucción sobre los Votos de las Hijas de la Caridad, 1989, pp. 19, 63, 107.
- Asamblea General de las Hijas de la Caridad, En la encrucijada… Documento final, 1985, pp. 8-9.
- Cfr. J. M. IBÁÑEZ, Los pobres, razón de ser de las Hijas de la Caridad y garantía de fidelidad al espíritu de la Compañía, en XI Semana de Estudios Vicencianos, Don del amar de Dios a la Iglesia y a los pobres, Ceme, Salamanca 1983, pp. 167-181; J. M. IBÁÑEZ, Las obras de las Hijas de la Caridad en sus orígenes…, pp. 589-604; A. ORCA. 10 y M. PÉREZ FLORES, San Vicente de Paúl. Espiritualidad y selección de escritos, BAC, Madrid 1981, p. 158; A. Orcajo, Vicente de Paúl a través de su palabra, La Milagrosa, Madrid 1988, p. 218.
- F. CIARDI, Los fundadores, hombres del espíritu. Para una teología del carisma del fundador, Paulinas, Madrid 1983, p. 64.
- Sínodo de los obispos 1987, Mensaje de los Padres Sinodales al Pueblo de Dios, Vida Nueva (1606/71, 1987, p. 68.
- Cfr. J. M. IBÁÑEZ, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo…, pp. 115-131; J. M. IBÁÑEZ, Vicente de Paúl, realismo y encarnación…, pp. 231-241.
- Cfr. JUAN PABLO II, Solicitado rei socialis, nn. 16, 17, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 46.
- Cfr. J. SOBRINO, El principio-misericordia. Rajar de la cruz a los pueblos crucificados, Sal Terrae, Santander 1992, pp. 32-38.
- Asamblea General de las Hijas de la Caridad, Junto al Pozo de Jacob. Documento Inter-Asambleas, 1991, p. 10.
- Sínodo de los obispos 1971, Los Documentos del Tercer Sínodo. El Sacerdocio y la Justicia en el mundo, Nuevos Folletos PPC (23-24), Madrid 1971, p. 51.
- New VI, La evangelización del mundo contemporáneo, n. ° 31.
- Cfr. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, O. c., pp. 143-151; J. M. a IBÁÑEZ, La fe verificada en el amor, Paulinas, Madrid 1993, pp. 137-141.
- Cfr. J. M. IBÁÑEZ, El compromiso con la justicia, dimensión esencial del servicio vicenciano, en XVI Semana de Estudios Vicencianos, Justicia y solidaridad con los pobres en la vocación vicenciana, Ceme, Salamanca 1988, pp. 150-154.
- Cfr. J. M. a IBÁÑEZ, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo…, pp. 156-205.
- Cfr. J. M. a IBÁÑEZ, Las obras de las Hijas de la Caridad en sus orígenes…, pp. 589-607.
- Cfr. J. M. IBÁÑEZ, El compromiso con la Justicia, dimensión esencial del servicio vicenciano…, p. 151.
- Cfr. L. ABELLY, La vie du venerable serviteur de Dieu, Vincent de Paul, París 1664, 3 vols. t. I, pp. 169-170.
- Cfr. P. COSTE, El gran santo del gran siglo. El señor Vicente, Ceme, Salamanca 1991, t. II, p. 404.
- Durante la Fronda del Parlamento, Vicente de Paúl, el 13 de enero de 1649, sale de París para hablar con la reina Ana de Austria y con Mazarino (Cfr III, 368) de la situación política y de la miseria que provoca en los pobres de París y en los campesinos de la región parisina. El «servicio» que Vicente de Paúl quiere prestar a los parisinos, es mal interpretado por los dos partidos. El resultado es el «alejamiento» de la capital desde el 14 de enero hasta el 13 de junio de 1649 (Cfr III, 373, 380, 394, 396, 413, 417).
- Vicente de Paúl escribe en las Reglas Comunes de la Congregación de la Misión: «En las guerras y disensiones que puedan darse entre los gobernantes cristianos, ninguno se mostrará inclinado por un lado o por otro, y así imitará a Jesucristo que no quiso ser juez entre hermanos en litigio…» (Reglas Comunes de la Congregación de la Misión, VIII, 15).
- Asamblea General de las Hijas de la Caridad, Junto al Pozo de Jacob, . ., p. 10.
- Cfr. J. M. a IBÁÑEZ, Justicia y solidaridad con los pobres en la vocación vicenciana…, p. 153; J. M. a IBÁÑEZ, La fe verificada en el amor„., p. 141.
- Pío XI, 18 de diciembre de 1927, Documentación Catholique, 1930, 358.
- Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Los católicos en la vida pública, EDICE, Madrid 1986, nn. 60-61.
- Cf. M. LLORET, Totalmente entregadas a Dios en el servicio a los pobres, Ecos de la Compañía (5), 1987, pp. 212-214; Sor T. REMONATTO, Evangelización y servicio, Ecos de la Compañía (2), 1992, pp. 64-65; Instrucción sobre los Votos de las Hijas de la Caridad…, p. 117.
- Sor L. ROGÉ, Ser viviente, Ecos de la Compañía (11), 1976, p. 429.
- JUAN PABLO II, Alocución a los miembros de la Asamblea General de las Hijas de la Caridad de San Vicente de n. ° 2.
- Cfr K. RAHNER, Parresía, en Escritos de Teología, t. 7, Taurus, Madrid 1969, pp. 275-282.
- Asamblea General de las Hijas de la Caridad, En la encrucijada… Documento final…, p. 3.