Espiritualidad vicenciana: Estudio

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Javier Álvarez Murguía, C.M. · Año publicación original: 1995.

1. “Es necesaria la ciencia, hermanos».- 2. «Es­tudiar como es debido».- 3 Planes concretos de formación per­manente.- 4. «Por encima de la ciencia está la virtud.


Tiempo de lectura estimado:

El estudio tiene como finalidad la capacitación de los misioneros, la preparación de las Hermanas y la formación de los seminaristas. Desde esta ne­cesidad queda justificada esta actividad del estu­dio, que, por otra parte, se incluye dentro de la lla­mada universal al trabajo. Cuando un Misionero ha terminado de realizar un trabajo ministerial con­creto, tiene la obligación de seguir empleando bien el tiempo, esto es, «no estar nunca sin hacer na­da» porque «un eclesiástico debe tener más fae­na de la que puede realizar» (XI, 121). No oculta Vi­cente que esta opinión se la debe al gran doctor de la Sorbona, el P. Duval. Y las Hermanas deben «ejercitarse en aprender a leer, no para su utilidad particular, sino para ser enviadas a los lugares en donde puedan enseñar» (IX, 26).

Pedro Coste reconoce que san Vicente «tenía el espíritu orientado hacia la práctica» (P. Coste, El gran santo del gran siglo. El señor Vicente, CEME, Salamanca 1991, II, 223), aunque deja bien claro, por otra parte, su gran estima por la ciencia y los sabios. En este sentido, recuerda que san Vicen­te poseyó un diploma de Bachiller en Teología y el título de licenciatura en Derecho Canónico; alude a su amistad y sus relaciones con doctores de la Sorbona y Navarra, tales como Andrés Duval, Je­an Coqueret, Nicolás Cornet, Bernardo Duchesne y Mesnier; nos asegura que en San Lázaro tenían una buena biblioteca; y menciona sus escritos con­tra las novedades de la época. Todas éstas son pruebas contundentes contra las que se estrellan las calumnias jansenistas.

1. «Es necesaria la ciencia, hermanos»

Se lo repetía con mucha frecuencia a los mi­sioneros. Y algunas veces hasta con un cierto to­no dramático: «¡Pobres de nosotros si no tene­mos ciencia! ¡Ay de los misioneros que no estu­dian por tenerla!» (XI, 436). Siguiendo en esta mis­ma línea, hoy la Iglesia exige a sus sacerdotes una preparación intelectual adecuada y suficiente pa­ra llevar a cabo el ministerio (Conferencia Epis­copal Epañola, La formación para el ministerio presbiteral plan de formación sacerdotal para los seminarios mayores, 1986, nº 91). San Vicente entendió que la Compañía estaba llamada a una triple misión: los Ejercicios a Ordenandos, equi­valente hoy a un cursillo acelerado sobre cues­tiones relacionadas con el ministerio sacerdotal, 1a dirección de los Seminarios Eclesiásticos y las Misiones. Esto exigía sacerdotes bien prepara­dos, no sólo en ciencia sino además en virtud. «Los sabios y humildes –declara san Vicente– for­man el tesoro de la Compañía, lo mismo que los buenos y piadosos doctores son el mejor tesoro de la Iglesia» (XI, 50). Hagamos notar que cada mi­sionero tenía que estar formado en todo. Se lo di­ce muy claramente san Vicente a Luis River, su­perior de Saintes en una carta fechada el 28 de Marzo de 1660 «Ha hecho muy bien en enviar a la Misión al P. Breánt (dedicado casi exclusiva­mente a los Ejercicios a Ordenandos) porque es conveniente que los misioneros que tienen di­versas ocupaciones pasen, de vez en cuando, de una a otra, para formarse en todas y no omitir nin­guna de ellas» (VIII, 270).

En estos tiempos nuestros que claman por la especialización, esa exigencia nos parece inal­canzable en la práctica y poco conveniente aún en teoría. Pero no podemos olvidar que san Vi­cente vive en otra época muy distinta a la nues­tra y que la diversidad de funciones que ofrece el trabajo en la Congregación, en realidad están estrechamente relacionadas por el denominador común del servicio al pobre. Esta es la meta que unifica ministerios a primera vista tan con­trapuestos como pueden ser las Misiones y la Formación del Clero. No obstante, parece que Vi­cente tuvo que combatir continuamente contra de­terminadas voces y actitudes que reclamaban dedicarse exclusivamente a un solo ministerio en razón de la efectividad. Éste es el caso, por ejem­plo, del P. Lucas Plunket (cf. VI1, 476). En la ex­plicación de las Reglas Comunes, san Vicente no se cansa de insistir, una y otra vez, que sus sa­cerdotes tienen que estar bien preparados para desarrollar los dos ministerios (cf. X1, 391).

2. «Estudiar como es debido»

Como toda actividad humana, aunque pues­ta al servicio de un ideal divino, el estudio nece­sita someterse a una disciplina. De lo contrario puede fácilmente ponerse al servicio de otros fi­nes más o menos ajenos al servicio y evangeli­zación de los pobres. En la repetición de oración del comienzo de curso del año 1643, Vicente, después de recordar a sus estudiantes la obliga­ción del estudio, se detiene en explicarles cómo se debe llevar a cabo esa actividad necesaria:

«Estudiar humildemente»:

«sin querer que se sepa ni que se diga que somos sabios» (X1, 50). El auténtico sabio lleva el sello de la humildad. Nadie como el Dr. Duval encarna para san Vicente el ideal de sabio hu­milde. Existe, por el contrario, el peligro de acer­carse a la ciencia para propia utilidad y provecho, pero eso no sirve nada más que «para perder a las personas y para hichar el corazón» (XI, 373). Aproximarse al estudio sin la disposición interior conveniente es exponerse a la vanidad, al orgu­llo, a la rivalidad de querer situarse por encima de los demás y «finalmente, a evitar las tareas hu­mildes, sencillas y familiares, que son, sin em­bargo, las más útiles» (VIII, 33. Y además, cf. XI, 50, 373).

«Estudiar sobriamente»:

«lo que conviene saber para nuestra condi­ción» (XI, 50). San Vicente quiere profesionales auténticos, bien preparados para llevar adelante los trabajos encomendados a la Congregación, pero se opone con fuerza a que los misioneros dediquen su tiempo a otros tipos de saber que poco tienen que ver con los trabajos propios de la Compañía. Tal es el caso, por ejemplo, del P. Francisco Du Coudray que prestó grandes servi­cios a la Compañía, entre los que hay que des­tacar las laboriosas negociaciones que llevó a cabo en Roma para conseguir la aprobación pon­tificia de la Congregación de la Misión en 1633. Cuando hubo terminado ese importante cometido y pidió permiso, en razón de su saber teológico y escriturístico, para «trabajar en la traducción de la Biblia siríaca al latín» (1, 286), san Vicente se opuso con todo el peso de su autoridad moral para que olvidara ese proyecto, que poco tiene que ver con la finalidad de la Congregación, y vol­viese rápidamente a las misiones.

Esta actitud firme de san Vicente, expresada en múltiples ocasiones a lo largo de su vida, en­cuentra su formulación más densa en el texto de las Reglas Comunes: «Todos, pero sobre todo los estudiantes, vigilarán con cuidado para que no invada sus corazones la desordenada avidez por saber, aunque no dejarán de dedicarse con cui­dado a los estudios necesarios para desempeñar bien los trabajos propios de un misionero» (RC, CM XII, 8).

Estudiar para «alimentar el entendimiento y pa­ra caldear la voluntad»

Haciendo del estudio –como dicen ahora los do­cumentos de la Iglesia– un proceso de formación que abarque los conocimientos doctrinales-pro­fesionales necesarios para el ministerio y que afecte de lleno a la vida espiritual de los evange­lizadores. Así hay que entender el estudio, tanto para los que están en período de formación co­mo para los que han entrado ya en la formación permanente (cf. OT n24, 8, 17; Conf. Ep. Española, o. c nº 91-92; Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, Orientaciones sobre la forma­ción en los Institutos Religiosos, 1990, n2 67-68).

Seguramente muy basado en la experiencia, san Vicente se preocupa especialmente por los estudiantes que pasan del Seminario Interno a la Filosofía. Es un momento especialmente delica­do porque fácilmente la ciencia les puede alejar de la piedad. De ahí su insistencia en «no per­der el espíritu del Seminario» (XI, 373), en que se­pan estudiar para que, a través del estudio, se in­troduzcan en la ciencia y se llenen de piedad, en que aprendan a «servirse de la filosofía para amar y servir mejor a Dios» y que «al mismo tiempo que aprenden filosofía, aprendan también la doc­trina de Nuestro Señor y sus máximas, y las pon­gan en práctica…» (XI, 373). Para evitar este mismo peligro les anima a la lectura de libros «buenos y útiles», a la vez que les previene con­tra aquellos que tienen como finalidad satisfacer la curiosidad que es «la peste de la vida espiritual». Admira al Cardenal Berulle porque, entre otras cosas, es quien más profundamente ha com­prendido la actividad del estudio porque «tan pron­to como concebía una verdad se entregaba a Dios, o para practicar tal cosa, o para entrar en esos sentimientos, o para producir aquellos ac­tos» (XI, 51) Así se debe estudiar. San Vicente propone a sus estudiantes el ejemplo de su car­denal amigo.

3. Planes concretos de formación permanente

En la actualidad la Iglesia insiste, cada vez con más fuerza, en la necesidad de continuar la for­mación permanente durante toda la vida, tanto para los sacerdotes como para los religiosos y religiosas. Por ello, urge a las Conferencias epis­copales, a los Obispos y a los Superiores Mayo­res para que elaboren programas de formación permanente que tengan en cuenta todas las di­mensiones de la persona: la doctrinal, la espiritual, la comunitaria… (OT, n2 22; Const. CM, n2 81; Congreg. Inst. Vida Cons., o. c., nº 66-68).

Nos alegra constatar que lo que ahora llama­mos formación permanente, fue una de las gran­des obsesiones de san Vicente. No otra cosa eran los Ejercicios a Eclesiásticos y las Conferencias de los Martes destinadas al clero de la Iglesia en Francia. Este plan de formación, poco intensivo pero muy eficaz a largo plazo, dio excelentes fru­tos en el mundo eclesiástico (cf. V, 178; XI, 609. 690), muy necesitado de reforma, como ya sabemos. Hasta tal punto llegó el prestigio de las Conferencias que el mismo rey Luis XIII, en la elec­ción de candidatos procuraba escogerles de en­tre los participantes a las mismas.

Hacia los Misioneros mostró una preocupación aún mayor. Así, no resulta nada de extraño que, desde los comienzos mismos de la Compañía, concretamente en el Contrato de Fundación, se presente un pequeño plan de formación o más exactamente, de autoformación en los períodos no dedicados a las Misiones (de junio a sep­tiembre) y en el tiempo necesario para descan­sar (unos 15 días después de un mes de activi­dad). Este tiempo queda reservado para hacer «algún retiro espiritual» y «para estudiar con el fin de hacerse más capaces de asistir al prójimo en adelante para gloria de Dios» (X, 240-241).

Un año antes de morir, el 5 de agosto de 1659, establece en San Lázaro un completo plan de formación para los Padres (cf. XI, 575-582). In­cluía «instrucciones» sobre teología moral, cate­cismo, predicación, controversia y administra­ción de sacramentos. No incluyó el canto y las rú­bricas porque «temo que no tengamos tiempo su­ficiente». Y anticipando posibles objecciones de misioneros maduros y formados añade: «Aunque tal vez sepamos ya estas cosas, es bueno re­frescarlas en la memoria; y además puede que no sepamos todo lo que debemos saber» (XI, 579). El misionero debe estar siempre a punto. Y esta obligación recae especialmente sobre el respon­sable último de la Compañía.

4. «Por encima de la ciencia está la virtud»

Después de haber dejado muy claro el apre­cio de san Vicente por la ciencia y la actividad del estudio que conduce hacia ella, hay que afirmar con la misma intensidad que, por encima del sa­ber está la virtud. Más aún, el estudio tiene que favorecer la misma vida interior. «¡Ay de los mi­sioneros que no estudian para tener ciencia! Pero antes hay que esforzarse en las virtudes, tra­bajar por la vida interior…» (XI, 436). La ciencia so­la puede llevar al misionero al peligro de caer en el orgullo y la vanidad. Se necesita, por lo tanto, el contrapeso de la vida virtuosa como garante de la adecuada utilización de la ciencia y el estudio (cf. X1, 390). Si la virtud indica el camino, la cien­cia –el estudio– ayuda a caminar.

Pero no pensemos que ciencia y virtud son re­alidades tan distintas que llegen a contraponer­se. Nada de eso. El conocimiento del camino su­pone ya una verdadera ayuda para el caminante, o dicho con lenguaje vicenciano, en no pocas oca­siones la virtud suple a la ciencia y «esforzarse en la virtud es un estudio de excelente calidad» (lV, 123). Así, por ejemplo, a Esteban Blatiron, su­perior de Génova, le manda recibir en la Congre­gación a un sacerdote que carece de ciencia pe­ro que conoce a Jesucristo vivencialmente. Con san Pablo piensa que «con conocer a Cristo cru­cificado» (1 Cor 2, 2) puede ejercer con provecho el ministerio de la predicación (cf. V, 465). En la misma línea, hay que entender la respuesta a un misionero que manifiesta su disgusto de no po­der estudiar: «No se preocupe, mientras progre­se usted en la escuela de Nuestro Señor, él le da­ rá conocimientos más hermosos que los de los libros» (IV, 123). Tal vez no esté de más recordar que, en ambos casos, la preparación intelectual era más que mediana.

Bibliografía

J. CORERA, San Vicente de Paúl, Formador, en Vincentiana 28(1984) 667-678.- Un Paúl para nuestro tiempo, en Vicente de Paúl evangeli­zador de los pobres, CEME, Salamanca 1973, 271-285.- CONGREGACIÓN PARA LOS INSTI­TUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA, Orientaciones sobre la for­mación en los Institutos Religiosos, Publica­ciones Claretianas, Madrid1990.- L. RUBIO Mo­RÁN, Formar presbíteros hoy. Estudios sobre el Plan de formación sacerdotal para los se­minarios mayores en España, Sígueme, Sala­manca 1988.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *