El estudio tiene como finalidad la capacitación de los misioneros, la preparación de las Hermanas y la formación de los seminaristas. Desde esta necesidad queda justificada esta actividad del estudio, que, por otra parte, se incluye dentro de la llamada universal al trabajo. Cuando un Misionero ha terminado de realizar un trabajo ministerial concreto, tiene la obligación de seguir empleando bien el tiempo, esto es, «no estar nunca sin hacer nada» porque «un eclesiástico debe tener más faena de la que puede realizar» (XI, 121). No oculta Vicente que esta opinión se la debe al gran doctor de la Sorbona, el P. Duval. Y las Hermanas deben «ejercitarse en aprender a leer, no para su utilidad particular, sino para ser enviadas a los lugares en donde puedan enseñar» (IX, 26).
Pedro Coste reconoce que san Vicente «tenía el espíritu orientado hacia la práctica» (P. Coste, El gran santo del gran siglo. El señor Vicente, CEME, Salamanca 1991, II, 223), aunque deja bien claro, por otra parte, su gran estima por la ciencia y los sabios. En este sentido, recuerda que san Vicente poseyó un diploma de Bachiller en Teología y el título de licenciatura en Derecho Canónico; alude a su amistad y sus relaciones con doctores de la Sorbona y Navarra, tales como Andrés Duval, Jean Coqueret, Nicolás Cornet, Bernardo Duchesne y Mesnier; nos asegura que en San Lázaro tenían una buena biblioteca; y menciona sus escritos contra las novedades de la época. Todas éstas son pruebas contundentes contra las que se estrellan las calumnias jansenistas.
1. «Es necesaria la ciencia, hermanos»
Se lo repetía con mucha frecuencia a los misioneros. Y algunas veces hasta con un cierto tono dramático: «¡Pobres de nosotros si no tenemos ciencia! ¡Ay de los misioneros que no estudian por tenerla!» (XI, 436). Siguiendo en esta misma línea, hoy la Iglesia exige a sus sacerdotes una preparación intelectual adecuada y suficiente para llevar a cabo el ministerio (Conferencia Episcopal Epañola, La formación para el ministerio presbiteral plan de formación sacerdotal para los seminarios mayores, 1986, nº 91). San Vicente entendió que la Compañía estaba llamada a una triple misión: los Ejercicios a Ordenandos, equivalente hoy a un cursillo acelerado sobre cuestiones relacionadas con el ministerio sacerdotal, 1a dirección de los Seminarios Eclesiásticos y las Misiones. Esto exigía sacerdotes bien preparados, no sólo en ciencia sino además en virtud. «Los sabios y humildes –declara san Vicente– forman el tesoro de la Compañía, lo mismo que los buenos y piadosos doctores son el mejor tesoro de la Iglesia» (XI, 50). Hagamos notar que cada misionero tenía que estar formado en todo. Se lo dice muy claramente san Vicente a Luis River, superior de Saintes en una carta fechada el 28 de Marzo de 1660 «Ha hecho muy bien en enviar a la Misión al P. Breánt (dedicado casi exclusivamente a los Ejercicios a Ordenandos) porque es conveniente que los misioneros que tienen diversas ocupaciones pasen, de vez en cuando, de una a otra, para formarse en todas y no omitir ninguna de ellas» (VIII, 270).
En estos tiempos nuestros que claman por la especialización, esa exigencia nos parece inalcanzable en la práctica y poco conveniente aún en teoría. Pero no podemos olvidar que san Vicente vive en otra época muy distinta a la nuestra y que la diversidad de funciones que ofrece el trabajo en la Congregación, en realidad están estrechamente relacionadas por el denominador común del servicio al pobre. Esta es la meta que unifica ministerios a primera vista tan contrapuestos como pueden ser las Misiones y la Formación del Clero. No obstante, parece que Vicente tuvo que combatir continuamente contra determinadas voces y actitudes que reclamaban dedicarse exclusivamente a un solo ministerio en razón de la efectividad. Éste es el caso, por ejemplo, del P. Lucas Plunket (cf. VI1, 476). En la explicación de las Reglas Comunes, san Vicente no se cansa de insistir, una y otra vez, que sus sacerdotes tienen que estar bien preparados para desarrollar los dos ministerios (cf. X1, 391).
2. «Estudiar como es debido»
Como toda actividad humana, aunque puesta al servicio de un ideal divino, el estudio necesita someterse a una disciplina. De lo contrario puede fácilmente ponerse al servicio de otros fines más o menos ajenos al servicio y evangelización de los pobres. En la repetición de oración del comienzo de curso del año 1643, Vicente, después de recordar a sus estudiantes la obligación del estudio, se detiene en explicarles cómo se debe llevar a cabo esa actividad necesaria:
«Estudiar humildemente»:
«sin querer que se sepa ni que se diga que somos sabios» (X1, 50). El auténtico sabio lleva el sello de la humildad. Nadie como el Dr. Duval encarna para san Vicente el ideal de sabio humilde. Existe, por el contrario, el peligro de acercarse a la ciencia para propia utilidad y provecho, pero eso no sirve nada más que «para perder a las personas y para hichar el corazón» (XI, 373). Aproximarse al estudio sin la disposición interior conveniente es exponerse a la vanidad, al orgullo, a la rivalidad de querer situarse por encima de los demás y «finalmente, a evitar las tareas humildes, sencillas y familiares, que son, sin embargo, las más útiles» (VIII, 33. Y además, cf. XI, 50, 373).
«Estudiar sobriamente»:
«lo que conviene saber para nuestra condición» (XI, 50). San Vicente quiere profesionales auténticos, bien preparados para llevar adelante los trabajos encomendados a la Congregación, pero se opone con fuerza a que los misioneros dediquen su tiempo a otros tipos de saber que poco tienen que ver con los trabajos propios de la Compañía. Tal es el caso, por ejemplo, del P. Francisco Du Coudray que prestó grandes servicios a la Compañía, entre los que hay que destacar las laboriosas negociaciones que llevó a cabo en Roma para conseguir la aprobación pontificia de la Congregación de la Misión en 1633. Cuando hubo terminado ese importante cometido y pidió permiso, en razón de su saber teológico y escriturístico, para «trabajar en la traducción de la Biblia siríaca al latín» (1, 286), san Vicente se opuso con todo el peso de su autoridad moral para que olvidara ese proyecto, que poco tiene que ver con la finalidad de la Congregación, y volviese rápidamente a las misiones.
Esta actitud firme de san Vicente, expresada en múltiples ocasiones a lo largo de su vida, encuentra su formulación más densa en el texto de las Reglas Comunes: «Todos, pero sobre todo los estudiantes, vigilarán con cuidado para que no invada sus corazones la desordenada avidez por saber, aunque no dejarán de dedicarse con cuidado a los estudios necesarios para desempeñar bien los trabajos propios de un misionero» (RC, CM XII, 8).
Estudiar para «alimentar el entendimiento y para caldear la voluntad»
Haciendo del estudio –como dicen ahora los documentos de la Iglesia– un proceso de formación que abarque los conocimientos doctrinales-profesionales necesarios para el ministerio y que afecte de lleno a la vida espiritual de los evangelizadores. Así hay que entender el estudio, tanto para los que están en período de formación como para los que han entrado ya en la formación permanente (cf. OT n24, 8, 17; Conf. Ep. Española, o. c nº 91-92; Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, Orientaciones sobre la formación en los Institutos Religiosos, 1990, n2 67-68).
Seguramente muy basado en la experiencia, san Vicente se preocupa especialmente por los estudiantes que pasan del Seminario Interno a la Filosofía. Es un momento especialmente delicado porque fácilmente la ciencia les puede alejar de la piedad. De ahí su insistencia en «no perder el espíritu del Seminario» (XI, 373), en que sepan estudiar para que, a través del estudio, se introduzcan en la ciencia y se llenen de piedad, en que aprendan a «servirse de la filosofía para amar y servir mejor a Dios» y que «al mismo tiempo que aprenden filosofía, aprendan también la doctrina de Nuestro Señor y sus máximas, y las pongan en práctica…» (XI, 373). Para evitar este mismo peligro les anima a la lectura de libros «buenos y útiles», a la vez que les previene contra aquellos que tienen como finalidad satisfacer la curiosidad que es «la peste de la vida espiritual». Admira al Cardenal Berulle porque, entre otras cosas, es quien más profundamente ha comprendido la actividad del estudio porque «tan pronto como concebía una verdad se entregaba a Dios, o para practicar tal cosa, o para entrar en esos sentimientos, o para producir aquellos actos» (XI, 51) Así se debe estudiar. San Vicente propone a sus estudiantes el ejemplo de su cardenal amigo.
3. Planes concretos de formación permanente
En la actualidad la Iglesia insiste, cada vez con más fuerza, en la necesidad de continuar la formación permanente durante toda la vida, tanto para los sacerdotes como para los religiosos y religiosas. Por ello, urge a las Conferencias episcopales, a los Obispos y a los Superiores Mayores para que elaboren programas de formación permanente que tengan en cuenta todas las dimensiones de la persona: la doctrinal, la espiritual, la comunitaria… (OT, n2 22; Const. CM, n2 81; Congreg. Inst. Vida Cons., o. c., nº 66-68).
Nos alegra constatar que lo que ahora llamamos formación permanente, fue una de las grandes obsesiones de san Vicente. No otra cosa eran los Ejercicios a Eclesiásticos y las Conferencias de los Martes destinadas al clero de la Iglesia en Francia. Este plan de formación, poco intensivo pero muy eficaz a largo plazo, dio excelentes frutos en el mundo eclesiástico (cf. V, 178; XI, 609. 690), muy necesitado de reforma, como ya sabemos. Hasta tal punto llegó el prestigio de las Conferencias que el mismo rey Luis XIII, en la elección de candidatos procuraba escogerles de entre los participantes a las mismas.
Hacia los Misioneros mostró una preocupación aún mayor. Así, no resulta nada de extraño que, desde los comienzos mismos de la Compañía, concretamente en el Contrato de Fundación, se presente un pequeño plan de formación o más exactamente, de autoformación en los períodos no dedicados a las Misiones (de junio a septiembre) y en el tiempo necesario para descansar (unos 15 días después de un mes de actividad). Este tiempo queda reservado para hacer «algún retiro espiritual» y «para estudiar con el fin de hacerse más capaces de asistir al prójimo en adelante para gloria de Dios» (X, 240-241).
Un año antes de morir, el 5 de agosto de 1659, establece en San Lázaro un completo plan de formación para los Padres (cf. XI, 575-582). Incluía «instrucciones» sobre teología moral, catecismo, predicación, controversia y administración de sacramentos. No incluyó el canto y las rúbricas porque «temo que no tengamos tiempo suficiente». Y anticipando posibles objecciones de misioneros maduros y formados añade: «Aunque tal vez sepamos ya estas cosas, es bueno refrescarlas en la memoria; y además puede que no sepamos todo lo que debemos saber» (XI, 579). El misionero debe estar siempre a punto. Y esta obligación recae especialmente sobre el responsable último de la Compañía.
4. «Por encima de la ciencia está la virtud»
Después de haber dejado muy claro el aprecio de san Vicente por la ciencia y la actividad del estudio que conduce hacia ella, hay que afirmar con la misma intensidad que, por encima del saber está la virtud. Más aún, el estudio tiene que favorecer la misma vida interior. «¡Ay de los misioneros que no estudian para tener ciencia! Pero antes hay que esforzarse en las virtudes, trabajar por la vida interior…» (XI, 436). La ciencia sola puede llevar al misionero al peligro de caer en el orgullo y la vanidad. Se necesita, por lo tanto, el contrapeso de la vida virtuosa como garante de la adecuada utilización de la ciencia y el estudio (cf. X1, 390). Si la virtud indica el camino, la ciencia –el estudio– ayuda a caminar.
Pero no pensemos que ciencia y virtud son realidades tan distintas que llegen a contraponerse. Nada de eso. El conocimiento del camino supone ya una verdadera ayuda para el caminante, o dicho con lenguaje vicenciano, en no pocas ocasiones la virtud suple a la ciencia y «esforzarse en la virtud es un estudio de excelente calidad» (lV, 123). Así, por ejemplo, a Esteban Blatiron, superior de Génova, le manda recibir en la Congregación a un sacerdote que carece de ciencia pero que conoce a Jesucristo vivencialmente. Con san Pablo piensa que «con conocer a Cristo crucificado» (1 Cor 2, 2) puede ejercer con provecho el ministerio de la predicación (cf. V, 465). En la misma línea, hay que entender la respuesta a un misionero que manifiesta su disgusto de no poder estudiar: «No se preocupe, mientras progrese usted en la escuela de Nuestro Señor, él le da rá conocimientos más hermosos que los de los libros» (IV, 123). Tal vez no esté de más recordar que, en ambos casos, la preparación intelectual era más que mediana.
Bibliografía
J. CORERA, San Vicente de Paúl, Formador, en Vincentiana 28(1984) 667-678.- Un Paúl para nuestro tiempo, en Vicente de Paúl evangelizador de los pobres, CEME, Salamanca 1973, 271-285.- CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA, Orientaciones sobre la formación en los Institutos Religiosos, Publicaciones Claretianas, Madrid1990.- L. RUBIO MoRÁN, Formar presbíteros hoy. Estudios sobre el Plan de formación sacerdotal para los seminarios mayores en España, Sígueme, Salamanca 1988.