Espiritualidad vicenciana: Confesión

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Miguel Pérez Flores, C.M. · Año publicación original: 1995.

SUMARIO: El ambiente histórico. La doctrina vicenciana so­bre el sacramento de la Penitencia. El ministro del sacramen­to de la Penitencia. Disposiciones del penitente. Frecuencia en la recepción del sacramento de la Penitencia. La Confesión Ge­neral en el pensamiento y en la práctica misionera vicenciana.


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El ambiente histórico

Para comprender bien el pensamiento y la práctica de la confesión de san Vicente es nece­sario tener presente la apasionante polémica que surgió con ocasión de la publicación del libro de Arnauld sobre la comunión frecuente. La recep­ción del sacramento de la Eucaristía y de la Pe­nitencia ha estado íntimamente relacionada en la práctica del pueblo cristiano, unas veces más, co­mo en tiempos de san Vicente, otras veces me­nos, como sucede ahora. Arnauld exigía tanta preparación para recibir al sacramento de la Co­munión que prácticamente alejaba de ella.

El origen más bien remoto del libro de Ar­nauld fue el consejo que el jesuita, P. Sesmaisons (1588-1648), dio a su dirigida la Marquesa de Soblé para que comulgara frecuentemente, no obstante la vida bastante mundana que la Mar­quesa llevaba. Comulgaba todos los meses al menos y no dudaba de ir a divertirse «mundanamente» el mismo día que recibía la comunión. Por el contrario, la Princesa Guóméne, dirigida por Saint Cyran, se mostraba muy severa y se es­candalizaba del comportamiento de su amiga. La Marquesa de Sable expuso el caso al P. Ses­maison dándole al mismo tiempo un pequeño li­bro escrito por Saint Cyran sobre la confesión. Nació la polémica: Saint Cyran fue fuertemente atacado, y Arnauld, para defender a su maestro Saint Cyran, publicó el libro titulado La Fréquen­te Communión.

La doctrina de Arnauld, aprobada por unos y reprobada por otros, creó una gran confusión, no sólo entre los doctores, sino también entre los pastoralistas y entre el pueblo cristiano devoto. San Vicente nunca se adhirió al rigorismo de los jansenistas y tampoco se mostró muy favorable a los laxistas. Para él, la doctrina de Arnauld era una novedad dañosa y la doctrina de los laxistas no favorecía el respeto debido al sacramento de la Eucaristía, ni fomentaba las exigencias razo­nables para comulgar bien.

En 1657, La Asamblea del Clero de Francia to­mó la célebre decisión de aprobar una Instrucción que sirviera de Guía a los Confesores. Optó por aprobar la Instrucción que años antes había pu­blicado san Carlos Borromeo en Milán. La Ins­trucción contiene distintos apartados; Preparación de los confesores – Preparación de los penitentes – Dificultad de absolver en algunos casos – Impo­sición de penitencias proporcionadas – Práctica de la confesión progresiva. Sin duda era una buena medida para crear un poco de claridad en medio de tanta confusión y sobre todo para ayudar a la formación de buenos confesores (BROUT1N, P., La Reforme Pastoral en France au XVII siecle, t. II, Desclée & Ce. Paris, 1956, pp. 379-393).

Como es evidente, el tema de la confesión te­nía mucha importancia en la Congregación de la Misión dedicada a las misiones y a la formación de buenos pastores para atender espiritualmen­te a la gente del campo. En la polémica, intervi­nieron algunos misioneros a quienes no desa­gradaba la doctrina calificada por san Vicente como novedosa y dañosa. Uno de esos misio­neros fue el P. Dehorgny, cuyas simpatías por el movimiento jansenista (I, 112), nos han valido dos bellas cartas de san Vicente en las que el santo expone su pensamiento sobre algunos pun­tos prácticos a los que llevaba la doctrina janse­nista. San Vicente tuvo la alegría de convencer al P. Dehorgny, que retornó a posturas doctrinales y pastorales más sanas. No dudó nombrarle Di­rector de las Hermanas a la muerte del P. Portail.

Por la larga carta que san Vicente escribió al P. Dehorgny el 10 de septiembre de 1648, po­demos conocer muy bien lo que san Vicente pen­saba sobre el libro de Arnauld. Toda ella está dedicada a iluminar la mente y conciencia del P. Dehorgny.

Merece leerse íntegramente. En uno de los párrafos dice: «Recibí la suya del 17 de agosto, que era para acabar de responder a la mía sobre las diferencias de opinión a propósito de La Co­munión. En respuesta a ella le diré, padre, que puede ser que, como Vd. indica, que algunas per­sonas se hayan aprovechado de este libro en Francia y en Italia, pero de un centenar que qui­zás hayan sacado algún provecho en París, con­siguiendo mayor respeto en el uso de este sa­cramento, habrá por lo menos diez mil a quienes les ha perjudicado apartándolos completamente de él» (III, 334).

San Vicente acepta que Arnauld quiso reno­var la penitencia antigua como medio para entrar en la gracia de Dios y que todo el libro presenta dicho tema como una de las grandes verdades de nuestra religión, como la práctica de los apósto­les y de toda la Iglesia, como una tradición inmutable, como doctrina de Jesucristo; pero en­seña que no existe otra penitencia para toda cla­se de pecados. De lo cual, se sigue que Arnauld sostiene la necesidad de la penitencia pública pa­ra toda clase de pecados. Afirmar esto no es una calumnia contra Arnauld, sino una verdad que se deduce de su libro, si se lee sin prejuicio alguno (cf. III, 335).

El rigorismo propugnado por Arnauld le llevó a exigir el cumplimiento de la penitencia antes de recibir la absolución. Así lo entendió san Vicente: «Le respondo que el señor Arnauld, no sólo de­sea introducir la penitencia antes de la absolu­ción de los pecados mortales, sino que hace de ello una ley para todos los que son culpables de pecado mortal» (III, 336). San Vicente cita literal­mente frases sacadas del mismo libro de Arnauld. Es más, san Vicente asegura que así lo practica­ba Saint Cyran. «Es lo que yo mismo he visto practicar al abad de Saint Cyran, y lo siguen ha­ciendo así todos los que acatan por entero sus principios». San Vicente concluye categórica­mente: «Pero esta opinión es una herejía mani­fiesta» (III, 336).

San Vicente salió al paso de algunas malas in­terpretaciones que se hicieron de la Instrucción de san Carlos Borromeo. «En ningún lugar, se encontrará que (san Carlos) haya establecido la penitencia pública o el alejamiento de la comunión para toda clase de pecados mortales, ni que ha­ya querido que pasasen tres o cuatro meses entre la comunión y la absolución, tal como prac­tican con frecuencia y en los pecados ordinarios estos nuevos reformadores» (III, 338).

Al final de la carta del 10 de septiembre de 1648, san Vicente dice al P. Dehorgny: «No com­prendo cómo Vd. puede acusar a los adversarios del sr. Arnauld de destruir la penitencia, cuando nos quejamos por el contrario, y con razón, de que este autor ha hecho esfuerzos extraordinarios pa­ra probar que era necesario hacer largas y rigurosas penitencias antes de comulgar y de recibir la absolución, para declarar luego expresamente (para que nadie pueda alegar ignorancia) que de la antigua penitencia no conserva él más que el apartamiento del altar» (III, 341). A renglón se­guido, leemos esta confesión de san Vicente: «Voy a celebrar en seguida la santa Misa, para que quiera Dios darle a conocer las verdades que le digo, por las que estoy dispuesto a dar mi vida» (III, 341).

En cuanto al rechazo de san Vicente de las ac­titudes y comportamientos laxistas, conocemos lo que aconsejó al P. Legendre, R., misionero de la casa de Roma: «En cuanto a la penitencia, he­mos de atenernos a las máximas del santo Con­cilio de Trento que quiere que sean proporciona­das a la gravedad de los pecados (Sesión XIV, c. 8). La santa severidad, tan recomendada por los santos cánones de la Iglesia y renovada por san Carlos Borromeo, da incomparablemente más frutos que la excesiva indulgencia. Hay que tener como cierto que las resoluciones que el Espíritu Santo ha inspirado a la Iglesia reunida, propor­cionan un aumento de gracia a los confesores y de misericordia a las penitentes que sean fieles en observarlas» (V, 302).

La doctrina vicenciana sobre el sacramento de la Penitencia

De una instrucción dada a los Ordenandos y de lo que san Vicente dijo y escribió en su co­rrespondencia y conferencias, podemos deducir qué pensaba sobre el sacramento de la Peniten­cia. Entre los documentos que sobre esta mate­ria disponemos, están las tres conferencias que sobre el sacramento de la Penitencia dio a los Ordenandos (ROCHE, o. c. p. 150). La doctrina vi­cenciana no es sino la enseñada por el Concilio de Trento, seguida y expuesta por los teólogos y moralistas fieles al magisterio de la Iglesia, apli­cada por san Vicente oportunamente, a la luz de su experiencia sacerdotal y misionera.

El sacramento de la Penitencia se puede de­finir así: «Es un sacramento instituido por Nues­tro Señor Jesucristo en su Iglesia, por el cual se recibe el perdón de los pecados actuales come­tidos después del Bautismo. De esta clase de penitencia, es la que os voy a hablar principal­mente porque por ser sacramento se refiere es­pecialmente a los sacerdotes que son los únicos ministros de este Sacramento y que perdonan las pecados a los fieles en nombre de Jesucris­to…». . «Nuestro Señor instituyó este sacramen­to después de su resurrección cuando dijo a sus discípulos: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados…» (, In 20, 22-23). El Concilio de Trento trató sobre esta augusta institución en la Sesión 14, capítu­lo 4, condenando a los «innovadores» que niegan que la Iglesia tenga el poder de perdonar los pe­cados».

Este sacramento es absolutamente necesario para la salvación, no sólo como necesidad de pre­cepto, sino de medio, para todos aquellos que han pecado después del Bautismo. El Señor no ha dado otro medio. El Bautismo nos hace hijos de Dios, pero si ofendemos a su divina Majestad, nos hacemos hijos del diablo. El medio para recupe­rar la dignidad de hijos de Dios no es otro que la Confesión. Por esto, los Padres llaman a este sa­cramento la «segunda tabla de salvación después del naufragio». Es verdad, afirma san Vicente, que no siempre es absolutamente necesaria la confesión de hecho, puede ser suficiente la con­fesión «in voto», según enseñan muchos y no­tables moralistas.

En cuanto a la materia, san Vicente repite la doctrina común: «La materia son las cosas, es de­cir, los pecados de los que se siente dolor, de los que se acusa, y de los que se recibe la absolu­ción. La forma está contenida en las palabras: «Yo te absuelvo…»).1

San Vicente, observante de la liturgia y ami­go de hacer bien las ceremonias, exhorta a ser fieles a las palabras previas o posteriores a la ab­solución, aunque no afectan a la validez de la mis­ma. Únicamente, por causas especiales, se pue­den omitir.

Los efectos de la recepción del sacramento de la Confesión, que san Vicente enumera son los siguientes: perdón de los pecados en cuanto a la culpa; conmutación de las penas debidas por la pena, en penas temporales; disminución de las penas temporales; infusión de la gracia y con ella de los dones del Espíritu Santo y de las virtudes; restitución de los méritos perdidos por el peca­do; recuperación de la capacidad para merecer; tranquilidad de la conciencia: fortalecimiento pa­ra no pecar en adelante.

Explaya de una manera especial el último efec­to: el de fortalecer al alma para evitar pecados fu­turos: «Puesto que un alma verdaderamente arre­pentida se convierte en otra totalmente distinta de lo que era antes, de débil se hace fuerte, de enferma sana, de vulgar noble, de fea como un demonio se hace bella como un ángel, en fin, de negra como un carbón, se convierte en blanca co­mo la nieve». San Vicente apoya sus afirmacio­nes en las palabras del profeta Isaías: «Si vues­tros pecados fueran… «(Is 1, 18).

El sujeto capaz de recibir el sacramento de la Penitencia es el fiel cristiano que ha cometido al­gún pecado después del Bautismo y no está ex­comulgado, es decir, privado de recibir el sacra­mento de la Penitencia por algún delito que lleva consigo la pena de excomunión. La atención a las penas canónicas está muy presente en las ex: hortaciones a los Ordenandos. Era un aspecto práctico entonces. Entre las once cosas que un confesor debe tener muy en cuenta, está el de los casos reservados que en París eran nada me­nos que 21 (ROCHE, o. c. p. 156).

El Ministro del sacramento de la Penitencia

A san Vicente, fundador de una congregación misionera, superior y guía espiritual de personas y comunidades, le interesó que el sacramento de la Penitencia se administrara bien y se recibiera bien para conseguir los frutos que le son propios. Posiblemente, recordaría más de una vez aquel caso del sacerdote que no sabía la fórmula de la absolución (XI, 95). Un tema en la formación de los Ordenandos era el de la administración del sa­cramento de la Penitencia. San Vicente enume­ra nueve cosas que todo confesor debe saber: los artículos de nuestra fe y todas las verdades de nuestra religión… La Sagrada Escritura, especial­mente el Nuevo Testamento «porque es el libro de los sacerdotes, especialmente de los confe­sores y directores de conciencia…». La tercera co­sa es conocer lo que es pecado y no lo que no lo es, al menos en los temas comunes que no exi­gen más que una ciencia ordinaria. La cuarta es distinguir bien entre pecado mortal y venial… La quinta es conocer las distintas especies de pe­cado… debe saber lo que es fornicación, adulte­rio, rapto, incesto… La sexta es conocer los pe­cados de los oficios: unos son los pecados de un magistrado y otros los de un capitán del ejército, unos son los pecados de una mujer casada, otros los de una religiosa… La séptima es saber qué pe­cados llevan consigo alguna censura: homicidio, simonía… La octava saber qué pecados obligan a la restitución: usura, rapiña, la impostura, la ma­ledicencia… La novena cosa es, como ya dijimos, saber qué pecados están reservados… La déci­ma es conocer las obligaciones que se derivan de los votos… Finalmente, la once es saber la fórmula de la absolución y las santas disposiciones que debe tener el penitente para ser capaces de re­cibir la absolución (BOCHE, 0. C., p. 154-156).

Supuestos lo requisitos canónicos, como el de la jurisdicción, sólo se podía confesar en las dió­cesis en las que se había conseguido las licencias de los respectivos Ordinarios (V, 77) o de los pro­pios superiores (IX, 1155. 1173). Insistía en el rec­to comportamiento de los confesores con los pe­nitentes. Sin pretender, como el mismo san Vicente afirmó, enumerar todas las virtudes que hacen a un sacerdote un buen confesor, aconsejó las siguientes: la prudencia teniendo presente las palabras del Señor, porque si en algún lugar del mundo debe reinar la prudencia es en el confe­sonario. San Vicente explicó ampliamente lo que él entiendía por prudencia (ROCHE, o. c., p. 157- 159).

A la prudencia, el sacerdote debe añadir la bondad que consiste, en primer lugar, que no esté él en pecado mortal, que sea ejemplar en su vida, «perfume en la Iglesia», que administre el sacramento con rectitud de intención y, sobre todo, con entrañas de caridad, de compasión pa­ternal, no ofendiéndole ni con palabras secas y severas, por tratos injuriosos ni por mortifica­ciones extravagantes, recordando que también él es débil, «no hay pecado cometido por un hom­bre que no pueda ser cometido por otro». La bondad debe ser expresión de la paciencia y de la dulzura que eran necesarias para confesar a la pobre gente del campo y para confesar a los pre­sos (11, 378).

Conforme a la sensibilidad de entonces, san Vicente aconsejaba ser muy cuidadoso en evitar todo escándalo en el ejercicio del sacramento de la Penitencia, principalmente en materia del sex­to mandamiento o castidad (XI, 30. 93. 684).

San Vicente insistió en la ley del secreto sa­cramental de tal manera que no se debe decir na­da de lo oído en la confesión, con algunas ex­cepciones, cuando es imposible saber de qué persona se trata (IX, 511. 684).

No descuidó el Fundador de la Congrega­ción de la Misión aspectos externos en la ad­ministración del sacramento de la Penitencia, como el administrarlo llevando la sobrepelliz (IV, 582) y en el lugar establecido. Pensó, inclu­so, en llevar un confesonario portátil en las mi­siones para dar mayor libertad al penitente y evi­tar posibles peligros y fáciles sospechas entre los fieles (XI, 93).

Disposiciones del Penitente

No basta la buena administración por parte del sacerdote, el penitente debe poner de su par­te lo que una buena recepción del sacramento exi­ge. En las misiones vicencianas, se da mucha importancia y, por ende, mucho tiempo a la ins­trucción sobre las condiciones que se requieren para confesarse bien. Había que ayudar a recordar los pecados, a sentir el dolor por ellos, a ma­nifestarlos bien: número, circunstancias de los pecados y a cumplir la penitencia.

El ayudar a recordar los pecados ofrecía con frecuencia dificultades. San Vicente aconsejaba no preguntar demasiado, sobre todo en materia del sexto mandamiento o castidad. En la conferen­cia sobre la castidad dijo: «Lo que también pue­de hacernos daño es que, al explicar el sexto mandamiento… preguntemos demasiadas cosas. Hay que preguntar al penitente solamente lo ne­cesario. Los confesores han de saber lo que se necesita preguntar a los penitentes sobre este mandamiento… Entreguémonos a Dios para no preguntar en confesión más que lo necesario so­bre este mandamiento pues, si nos pasamos de la regla, el diablo no dejará de ponernos en gran­des tentaciones…» (XI, 685).

Cuando predicó a las Hermanas sobre las dis­posiciones del penitente, se atuvo a la doctrina tradicional. San Vicente preguntó a una de las Hermanas: «Una persona que va a confesarse sin examinar su conciencia, sin contrición, y sin deseos de aceptar la penitencia que le imponga el confesor o de restituir los bienes ajenos que posee ¿comete falta? La Hermana a la que pre­guntó respondió: Sí, Padre» (IX, 511).

San Vicente insistió en la necesidad de la contrición como uno de los posibles fallos más importantes: «Las faltas que cometemos en la confesión son el respeto humano… y la falta de contrición; esto ha de temerse mucho más cuan­do a veces nuestras faltas nos parecen ligeras. Me parece que es conveniente -añade san Vicente-decir alguna falta grave de la vida pasada e incluso varias» I IX, 509).

Siempre se ha admitido que es posible dife­rir o negar la absolución a un penitente. El diferir la absolución o el negarla debe tener un sentido pedagógico: ayudar al penitente a que se con­vierta de verdad. Un misionero que predicaba las misiones en la región de la Romagna (Italia) in­formó a san Vicente de cómo tuvieron que negar la absolución para remediar algunos pecados, que tenían origen en los «locos amoríos»: «Con la gracia de Dios, pusimos remedio negando la ab­solución a todos aquellos que no veíamos bien de­cididos a renunciar absolutamente a todos estos locos amoríos. Esto les impresionó mucho y fue el motivo de que todos se rindieran». La decisión estuvo motivada en la doctrina de san Francisco de Sales: «Les leí públicamente en italiano un ca­pítulo de la Filotea que trata de este defecto y les descubrió con evidencia las faltas que cometían como si lo leído hubiera sido escrito expresa­mente para ellos» IV, 125).

La satisfacción, cumpliendo la penitencia que impone el confesor, completa los actos exigidos para una buena confesión. Hay que aceptar las pe­nitencias que impone el confesor porque como dice san Agustín: «el que recusa la penitencia, re­cusa el perdón» (IX, 511). San Vicente dio el si­guiente consejo a uno de sus misioneros: «En cuanto a las penitencias, hemos de atenernos al santo Concilio de Trento que quiere sean pro­porcionadas a la gravedad de los pecados (Se­sión XIV, c. 8)… La santa severidad, tan reco­mendada por los santos cánones de la Iglesia y renovada por san Carlos Borromeo, da incom­parablemente más frutos que la excesiva indul­gencia, por cualquier pretexto que sea. Hay que tener como cierto que las resoluciones que el Es­píritu Santo ha inspirado a la iglesia reunida pro­porciona un aumento de gracia a los confesores y de misericordia a los penitentes que sean fie­les en observarlas» (V, 302).

El respeto por la confesión inspira a san Vi­cente otros buenos consejos que no duda dar a las Hijas de la Caridad, como son el no hablar con nadie sobre lo que el confesor les ha dicho en la confesión (IX, 511. 684) y el obedecerle, a no ser que les mande algo contra las Reglas (IX, 81).

Frecuencia de la recepción del Sacramento de la Penitencia

Los biógrafos de san Vicente cuentan que se confesaba todos los días. Sin duda, es una pia­dosa exageración para demostrar la devoción que san Vicente tuvo a este sacramento. En esta prác­tica, influyó posiblemente el concepto que tenía del pecado personal y de los estragos del mis­mo en las personas, la desconfianza en la natu­raleza humana y la confianza en la misericordia de Dios. El pesimismo sobre la naturaleza del hom­bre, el ansia de purificación, influyeron para que este sacramento se procurara recibir con la má­xima frecuencia. Dejando a un lado la práctica personal de san Vicente, en las Reglas Comunes de los Misioneros les dejó establecido lo que se aconsejaba a las personas devotas: «Los sacer­dotes se confesarán dos veces por semana, o al menos una…. Los demás que no son sacerdotes, se confesarán todos los sábados y en las vigilias de las principales fiestas…» (RC X, 6).

A las Hermanas, les impuso la misma fre­cuencia, aun sabiendo que, en general, las Her­manas no cometen pecado mortal, pero sí co­meten pecados veniales y faltas. Si se comete pecado mortal, hay que confesarse cuanto antes (IX, 745). Las Reglas mandan que las Hermanas se confiesen los sábados y vísperas de las fies­tas (IX, 1154). Para confesarse bien, basta con que se acusen de dos o tres faltas a lo más, y aña­dir alguna falta grave de la vida pasada, para asegurar la contrición.

Parece que san Vicente, no obstante la preo­cupación por purificarse del pecado y el rigoris­mo ambiental, considera que la práctica de la confesión tiene que ser liberadora espiritualmente, y nunca un peso difícil de sobrellevar. La confesión es una gracia y como gracia debe ser gozosa, sentir el gozo del encuentro con Dios misericor­dioso que paternalmente perdona.

Confesión general

Un capítulo importante en la pastoral vicen­ciana es la Confesión General. La Congregación de la Misión tuvo origen en una experiencia mi­sionera. La experiencia consistió en la confesión general que hizo un campesino durante la misión en la aldea de Gannes. Recordemos las palabras de san Vicente sobre la utilidad de la confesión general: «Y ¡qué importante es la práctica de la confesión general para remediar esta desgracia! (el confesarse ordinariamente mal, callándose por vergüenza los pecados) ya que va acompañada de ordinario de una verdadera contrición. Aquel hom­bre (el campesino de Gannes) decía en voz alta que se habría condenado, porque estaba verda­deramente tocado del espíritu de penitencia y cuando un alma está llena de él, concibe tal ho­rror al pecado que no sólo se confiesa de él al sa­cerdote, sino que estaría dispuesto a acusarse de él públicamente si fuera necesario para su sal­vación. He visto personas que, después de la con­fesión general, deseaban declarar públicamente sus pecados delante de todo el mundo» (Xl, 699).

Según la narración de san Vicente, la Señora de Gondi quedó impresionada ante la confesión del aldeano, vasallo suyo, y exclamó: «¿Qué es lo que acabamos de oír? Esto les pasa sin duda a la mayor parte de estas gentes. Si este hom­bre, que pasaba por hombre de bien, estaba en estado de condenación, ¿qué ocurrirá con los de­más que viven tan mal? ¡Ay, Padre Vicente, cuán­tas almas se pierden/ ¿Qué remedio podemos po­ner? «(X1, 699-700).

La Señora de Gondi pidió a san Vicente que predicara (era el 25 de enero de 1617) sobre la confesión general en Folleville. «Les hablé de la utilidad e importancia de la confesión general y del modo de hacerla» (XI, 700). Los resultados fueron óptimos, tantos se quisieron confesar que no quedó otro remedio que pedir ayuda a otras comunidades.

La aprobación pontificia de la Congregación de la Misión tiene en cuenta este acontecimiento y de ahí que se aprueba para que la pobre gente del campo pueda participar de la redención de Cristo recibiendo los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía (X, 305-307).

Esta predilección de san Vicente por la con­fesión no era totalmente nueva. La experiencia de Gannes acentuó algo que estaba ya en su ánimo y le confirmó en el valor pastoral de la confesión general. Conservamos el esquema de un sermón de san Vicente, pensado con ocasión de la visita del Obispo a la parroquia. En este sermón, exhorta a hacer la confesión general y como uno de los medios para sacar fruto de la visita del Obispo: hacer una confesión general de toda la vida pa­sada, o por lo menos, de los pecados principales. Los motivos que alega son: «Porque en estas confesiones generales se tiene el poder de per­donar, de absolver de todos los pecados, aunque estén reservados a los Obispos; porque es de te­mer que las anteriores confesiones no hayan si­do buenas por no haber tenido las condiciones re­queridas» (X, 69).

La práctica pastoral de la confesión general no fue una invención vicenciana. Existía un verdadero problema pastoral sobre la correcta recepción del sacramento de la Penitencia entre la gente. Las raíces del problema están en el miedo y la ver­güenza a manifestar los pecados a personas de­terminadas y conocidas, en la ignorancia y en el com­portamiento de muchos confesores. El problema impulsó a buscar la solución al mismo, y se pensó en la confesión general. La adecuada instrucción y la recta administración podrían llevar a las almas de aquella gente, la gracia de Dios y la paz.

Lo dicho anteriormente, se confirma con lo que un historiador de la Congegación de la Misión ha escrito: «Algunas de las razones que muestran la necesidad de la confesión general y la razón por la que san Vicente la asumió como una de las me­tas de la misión popular fueron la siguientes:

  • la necesidad de salvar los inconvenientes de las estructuras canónicas que imponían la confe­sión a determinadas personas (al párroco en el período pascual, al confesor ordinario de las reli­giosas, al superior de la comunidad para los religiosos);
  • para acabar con los escrúpulos, con los mie­dos a la muerte, que la catequesis y la con­ciencia de pecado tendían a agigantar a causa de una idea de Dios acentuadamente punitiva;
  • la insistencia en los aspectos jurídicos de la penitencia (integridad, frecuencia) a costa de los espirituales; para hacer frente al abandono espi­ritual del clero, numeroso pero ausente, mal pre­parado o negativo «(L. MEZZADRI, Della Missione a la Congregazione de la Missione, en Annali 1977, 183-184).

Todas estas razones son las que algunos au­tores alegan para apoyar el hecho pastoral de la confesión general en la Congregación de la Misión y en otras comunidades o grupos misioneros.

La confesión general entró como una prácti­ca pastoral vicenciana en la atención espiritual a los pobres cuidados en las Cofradías de la Ca­ridad (X, 909. 966), por las Hijas de la Caridad (X, 889), y por los misioneros en el ministerio de los Ordenandos (X, 307) y, sobre todo, en las mi­siones populares (RC CM I, 2; X, 464). Los in­formes que conservamos de los misioneros sobre el resultado de las misiones dan al número de los que se confiesan y de los que hacen con­fesión general el criterio definitivo de si la misión ha sido buena o mala.

Los Reglamentos sobre las Misiones y los Seminarios han sido fieles en recoger este ele­mento pastoral de la Congregación de la Misión hasta la época posterior al Concilio Vaticano II. Un ejemplo lo tenemos en las colecciones antiguas de las pláticas y sermones y las más próximas a nuestro tiempo, pensadas para las misiones lle­vadas a cabo en la primera mitad del siglo XX. Las explicaciones sobre la confesión general eran am­plias, el tiempo que se dedicaba al tema era lar­go. Los enfoques solían ser negativos en lo que se refería a las confesiones ordinarias, porque lo que se pretendía era mover a la gente a que hi­ciera la confesión general.

En la colección de sermones de los misione­ros, se trata de la confesión general, qué se pre­tende con ella y su necesidad. Esta tiene su origen en las confesiones nulas y sacrílegas por di­versas causas: por la falta de verdadera contrición, por falta del propósito de la enmienda y por falta de integridad. Parece que se daba por desconta­do que esto sucedía ordinariamente (JEANMAIRE, Sermons de Saint Vincent, Ph. Baldeveck ed. 1859).

La práctica de la confesión general también ha sido un elemento de la vida espiritual interna de los Misioneros y de las Hijas de la Caridad al en­trar en la Comunidad, al iniciar momentos im­portantes de la vida en la Congregación: entrada en el Seminario Interno, emisión de votos, re­cepción de Órdenes y en los Ejercicios Espiri­tuales anuales.

Valor actual de la doctrina y de la práctica vicen­cianas sobre la confesión

No es el lugar apropiado para detenerse en las cuestiones que el sacramento de la Penitencia o Reconciliación presenta hoy tanto en el aspecto doctrinal y, sobre todo, en las formas de admi­nistrar y recibir dicho sacramento. Señalo a mo­do de ejemplo algunos elementos: san Vicente no abundó en su doctrina sobre el aspecto eclesial del sacramento de la Penitencia, claramente pues­to de manifiesto en el magisterio del Vaticano II y siguiente. La administración de la confesión de varios penitentes con confesión y absolución ge­neral (la fórmula c del Ritual de la Penitencia) era impensable en tiempos de san Vicente. Estos dos ejemplos son suficientes para ponernos en guardia y estar sobre aviso cuando se cita a san Vicente sobre los contenidos del sacramento de la Penitencia y cómo practicarlos. Hay elementos profundamente nuevos, como es #e misma sen­sibilidad a la existencia del pecado, a la psicolo­gía del pecador y del confesor.

Esto no quiere decir que lo enseñado y prac­ticado por san Vicente sea totalmente inactual. La doctrina es sustancialmente la misma, pero hay que reconocer que se entiende de manera no exactamente igual. Los términos confesión fre­cuente, absolución, la misma administración ma­terial tienen connotaciones diversas, matices muy diferentes. No los leemos de la misma manera, ni los entendemos lo mismo. La frecuente re­cepción del sacramento, para san Vicente, no es la frecuencia que entiende el Misionero o la Hija de la Caridad de 1993.

Por otra parte, Juan Pablo II insiste en la re­cepción frecuente del sacramento de la Peniten­cia y exhorta, siempre que ha tenido ocasión, a que los sacerdotes se presten a administrar este sa­cramento. El aviso quiere equilibrar la tendencia a la formación más que a la práctica. Es cierto que una práctica sin comprender el valor espiritual sir­ve para poco, se cae en la rutina, en el mero cum­plimiento. Pero también hay que decir que toda instrucción sobre los sacramentos que no llega a realizarse en la recepción, queda manca.

La faceta más interesante de la doctrina y el comportamiento de san Vicente acerca del sa­cramento de la Penitencia es el «interés». El fa­llo mayor entre muchos sacerdotes es la falta de interés por recibir y administrar este sacramen­to. La Congregación de la Misión y, por tanto, los Misioneros deben sentirse profundamente inter­pelados sobre qué aportar y qué hacer en lo que se refiere a este sacramento de la Reconciliación. Esta preocupación nace de una de las intuiciones de su Fundador.

BIBLIOGRAFÍA:

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  1. ROCHE, M., Saint Vincent de Paul and the formation of clerics, The University Press, Fribourge/Switzerland, 1964, p. 148-163. En los apéndices del libro (Apéndice B, pp. 148-163) el P. Roche nos presenta los esquemas de las conferencias a los Ordenandos sobre el Sacramento de la Penitencia. Toca casi todos los temas, aunque las versio­nes de las conferencias sean distintas. Parecen las confe­rencias como breves tratados sobre dicho Sacramento. No dudamos que san Vicente tuvo presente la Instrucción so­bre la Penitencia de san Carlos Borromeo y que optó para la Iglesia de Francia la Asamblea General, como dejamos dicho al inicio de este trabajo. Para conocer algo sobre el valor vicenciano de estas conferencias a los Ordenandos, cf. las páginas introductorias VII y VIII y la nota primera de la página VII.

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