Espiritualidad vicenciana: Comunidad

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Author: Julio Suescun, C.M. · Year of first publication: 1995.

SUMARIO: INTRODUCCIÓN.- 1. LA COMUNIDAD DE FE: 1. Reunida en respuesta a una llamada. 2. Animada por la caridad. 3. A ima­gen de la Santísima Trinidad.-II. PARA CONTINUAR LA MISIÓN DE CRIS-ro: 1. La comunidad en los evangelios. 2. La comunidad de los primeros cristianos. 3. La comunidad vicenciana, una comunidad para la misión: a. La comunidad nace para la misión, b. Un es­tilo de vida para la misión. a. Misioneros o Sacerdotes para la Misión. b. Entregadas a Dios para servirle en los pobres.- III. EN COMUNIÓN DE VIDA FRATERNA: 1. El discernimiento comunitario: a. El servicio de la autoridad. b. El diálogo fraterno. c. Otras prác­ticas de discernimiento. 2. La cordialidad respetuosa: a. A ma­nera de amigos que se quieren bien. b. Estima, tolerancia, con­descendencia. 3. La comunidad de bienes: a. Compartir la vi­da. b. El nervio de la comunidad.


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INTRODUCCIÓN

En la Conferencia del 26 de abril de 1643, a requerimiento de San Vicente, oímos a una Her­ mana decir: Las tres personas no son más que un solo y mismo Dios; están unidas desde toda la eternidad por el amor. De esta forma nosotras no tenemos que ser más que un solo cuerpo en varias personas, unidas juntamente con vistas a un mismo fin, por amor a Dios (IX, 107). Quizá la Hermana no está haciendo sino repetir lo que tantas veces ha oído a San Vicente, pero cierta­mente ha incluido en su definición los elementos esenciales de la comunidad vicenciana: una co­munidad de fe, una unidad de misión, una orga­nización de vida.

I. LA COMUNIDAD DE FE

1. Reunida en respuesta a una llamada

La Comunidad como realidad de fe significa ante todo, que se constituye en respuesta a una llamada de Dios. Una comunidad no es, sin más, un simple grupo humano que responde a las leyes que estudian las ciencias del comporta­miento. Tampoco es que no las tenga en cuen­ta, porque la gracia no destruye la naturaleza. Pre­cisamente del funcionamiento de esas leyes va a depender la calidad humana de la relación comunitaria y el nivel de la compenetración in­terpersonal. Ello dará pie a los distintos tipos de comunidad cristiana, desde el matrimonio hasta la comunidad de amor en castidad perfecta. Pe­ro el grupo humano que constituye la comunidad de fe, se ha formado por obediencia a un desig­nio de Dios sobre la vida de cada uno de sus miembros.

San Vicente insiste en que ha sido Dios mis­mo quien ha llamado y reunido en comunidad tanto a los misioneros como a las Hijas de la Ca­ridad (X1, 94-97. 553; IX, 44. 144. 233. 415-8), así co­mo también les ha ido confiando las distintas obras a que se dedican (IX, 144. 233-5). Nuestro Se­ñor ha hecho una Compañía más suya que vues­tra. Estad dispuestas a abrazar todos los trabajos que la Providencia os envía (IX, 752).

2. Animada por la caridad

Pero la comunidad de fe establece también unas relaciones nuevas entre los miembros basa­das en «el amor que ha sido derramado en nues­tros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). La comunidad vicenciana, como toda comunidad cristiana, no es un mero inter­cambio de esfuerzos de cara a un propósito común. Es una verdadera y real comunión de vida, la nue­ve vida, del. Espíritu que desde la cabeza llega a to­dos los miembros consolidándolos en la unidad de un solo cuerpo. Esta unión solidaria radica en nues­tra incorporación a Cristo en el que todos somos miembros, los unos de los otros, sin que pueda admitirse la insolidaridad más que rebajando la dig­nidad del hombre al nivel de las fieras o redu­ciendo la verdad de cristianismo a la apariencia de la pintura (XI, 560-1). Como los primeros cristianos, la comunidad se apoya en la unidad de corazón, que sea el principio de nuestra vida y en la uni­dad de alma que nos anime en la caridad, en vir­tud de esa fuerza unitiva y divina que edifica la comunión de los santos (XI, 543).

La comunidad, respondiendo a los designios del Padre, realiza el deseo de comunión que Cris­to expresara en su oración, pidiendo para sus dis­cípulos la unidad que él mantiene con el Padre (IX, 21-2). Es más, el amor de Cristo es el víncu­lo constitutivo de la solidaridad de las Hermanas, ya que es él quien las ha unido con el vínculo de su amor (IX, 40). Unidad que San Vicente con­templa en la naturaleza, las cepas en la viña o las abejas en la colmena, y que quiere ver realizada en la uniformidad de la comunidad (XI, 542-543). Entendería mal la uniformidad vicenciana quien la redujera a un mero revestimiento exterior. Radi­cada más bien, en el dinamismo de un mismo espíritu que anima a todos los miembros de la co­munidad de forma que, propiamente hablando, te­ner uniformidad es tener un mismo juicio y una misma voluntad en las cosas de nuestra voca­ción (XI, 539-40). Y así se integra la diversidad de individuos en la unidad de un mismo cuerpo vivo, con sus operaciones propias (XI, 539). La uni­formidad, salvaguarda de la unión en la comuni­dad, también está en orden a la misión. No se tra­ta de cortar a todos los misioneros o a todas las Hijas de la Caridad por el mismo patrón, sino de disponerlos igualmente para la misma misión. Es verdad que, a propósito de las ciencias, es casi imposible que todos se parezcan; pero respecto al fin de nuestra vocación, que es tender a la per­fección, trabajar por la instrucción de los pueblos y el progreso de los eclesiásticos, hemos de con­venir en el mismo juicio, tenemos que juzgar de la misma manera y hacernos semejantes en la práctica, y según señala la regla, tener todos un mismo espíritu para apreciar nuestros ejercicios, y un mismo corazón, en la medida de lo posible, para amarlos; por consiguiente acomodar nues­tro juicio a las reglas, nuestra voluntad a las re­glas y seguir los medios que conducen a ello (XI, 540).

La solidez de esta unión comunitaria se reali­za por la comunión en Cristo que se significa y realiza en la Eucaristía, que consagra y aúna to­dos los esfuerzos en favor de la misión. Por eso los misioneros cuidarán su celebración diaria (X, 143), procurando evitar una celebración ruti­naria (III, 2721, y las Hijas de la Caridad, que no han de tener inconveniente en omitirla, si el servicio a los pobres lo exige, han de procurar oírla a dia­rio (IX, 57), porque es el centro de toda devoción (IX, 25). Pero la celebración de este misterio nos introduce en el clima de amor que nos trajo Cris­to encarnado para hacer efectivo el amor del Pa­dre. Ello hará que quien ha comulgado bien, viva desde su identificación con Cristo el compromi­so de su misión filial, ajustándose a él en todo (IX, 309-10). Hemos de honrar la vida común que vivió Cristo con los Apóstoles (X, 495), sobre el eje fundamental de que Cristo es la Regla de la Mi­sión (XI, 429).

3. A imagen de la Trinidad

Asentada en esta unión de hijos con el Padre por la participación del mismo espíritu, la Comu­nidad crece y se desarrolla a imagen la de Trini­dad. Con esta imagen, san Vicente propone tres cosas como ideal: La igualdad de los miembros de la comunidad, su perfecta unidad y la coordi­nación de las diversas funciones en orden a la mi­sión.

La igualdad de los miembros de la comunidad, cada uno en su función distinta y específica, tie­ne su traducción en un disfrute paritario de de­rechos y bienes, porque cada miembro participa del bien que hace todo el cuerpo (IX, 21). También ha de tener su expresión externa hasta el punto de que la gente de fuera no pueda conocer quién es el superior (VI, 68) o la Hermana Sirviente (X, 766).

La perfecta comunión de los miembros de la Comunidad, unidos en la organización comunita­ria como miembros de un mismo cuerpo, el cuer­po místico de Cristo (XI, 560-1), y la coordinación de tareas, que, aunque diversas y realizadas por distintas personas, forman un quehacer común al servicio de la única y misma misión, son expre­sión de una unidad interior mucho más profunda que radica en la misma comunión con Dios por su Espíritu. Ninguno de los miembros de la co­munidad puede desentenderse del trabajo y de la vida de los demás, sino que, en perfecta co­munión de vida y de acción, la hermana que atiende a los niños ha de estar en relación con la que atiende a los pobres así como la que atien­de a los pobres, con la que cuida de los niños, co­mo miembros que son de un mismo cuerpo, con un solo corazón y una sola alma (X, 766). Man­tengámonos en ese espíritu si queremos tener en nosotros la imagen de la Trinidadsi queremos te­ner una santa unión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. ¿Qué es lo que forma esa unidad y esa intimidad de Dios, sino la igualdad y la distinción de las Personas? Y ¿qué es lo que constituye su amor, más que esa semejanza? (XI, 548-9). Distinción y semejanza que hoy tra­duciríamos por unidad en la diversidad. En las tres personas de la Santísima Trinidad, dirá en otro lugar comentando el mismo pensamiento, las operaciones, aunque sean diversas y se atribuyan a cada una en particular, tienen relación una con la otra, sin que por atribuir la sabiduría al Hijo y la bondad al Espíritu, se pretenda que el Padre es­té privado de estos dos atributos, ni que la ter­cera persona carezca del poder del Padre o de la sabiduría del Hijo (X, 766-7).

La imagen de la Trinidad sirve también para fundamentar la misión de la comunidad en un mismo y único amor. Las obras de caridad han de nacer de esta fuente de caridad que es Dios mismo. El amor de Dios «derramado en nues­tros corazones por el Espíritu» (Rom 5, 5), fructi­fica en amor fraterno y en amor a los pobres. Me gustaría que las Hermanas se conformasen en es­to a la Santísima Trinidad: que como el Padre se entrega totalmente al Hijo y el Hijo se entrega to­talmente al Padre, de donde procede el Espíritu Santo, de la misma manera ellas sean totalmen­te la una de la otra para producir las obras de ca­ridad que se atribuyen al Espíritu Santo, a fin de parecerse a la Santísima Trinidad. Porque quien dice caridad, dice Dios (X, 766-7). Ser totalmente la una de la otra, no se consigue fomentando tan sólo un amor sensible y natural, ni siquiera des­de la valoración racional que nos hace aceptar los valores innegables del otro, sino que se basa en un amor cristiano, por el que se aman unos a otros por Dios, en Dios y según Dios, que hace que miremos a Dios y no miremos más que a Dios en cada uno de los que amamos (XI, 769). Y es­ta comunión de amor pone en marcha la misión como extensión en el mundo de la inmensa y pa­ternal caridad de Dios, de la que hemos sido es­cogidos por él como instrumentos (XI, 543).

II. PARA CONTINUAR LA MISIÓN DE CRISTO

La comunidad vicenciana, como comunidad de creyentes hace referencia a Jesús, en cuyo nom­bre nos reunimos los cristianos y por cuyo Espí­ritu hemos sido hechos hijos de un mismo Padre, en la Comunidad de la Iglesia. Para ser verda­deras Hijas de la Caridad, hay que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra (IX, 32). Habéis aceptado hacer lo que hacia nuestro Señor en la tierra (IX, 765). Nuestra vocación, dirá a los mi­sioneros, es una continuación de la de Cristo. (XI, 387). A nosotros se nos aplica como instru­mentos por los que el Hilo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra (X1, 387).

1. La comunidad de los Evangelios

Los evangelios presentan a Jesús compar­tiendo una misma vida en común con sus discí­pulos. Los límites del grupo de seguidores de Je­sús no son muy definidos. Algunas experiencias se comparten sólo con los más cercanos; otras están reservadas sólo al grupo de los doce; otras se viven en la comunión de una amistad que sin embargo no participa de la itinerancia apostólica. A unos se les confía una parte activa en la misión, otros suministran sus bienes para la causa del evangelio, otros en fin, desde la fidelidad a la Pa­labra y desde el agradecimiento por el don reci­bido, aumentan el grupo de los seguidores que con Jesús bendicen y alaban al Padre. Todos sin embargo han sido llamados a una comunión que hace referencia continua al Padre a quien Jesús enseña a llamar Abbá (Mc. 14, 36; Mt. 6, 9; 23, 9), que se expresa en una relación fraterna, donde las pretensiones de dominio quedan sustituidas por relaciones de servicio (Mc. 10, 43) y que pro­longa la vida y la misión de Jesús (Jn. 20, 21). Di­ríamos que los seguidores de Jesús han sido lla­mados a estar, a vivir y hacer con Jesús. Estos tres aspectos de la convivencia cristiana serán tenidos en cuenta inseparablemente en la espiri­tualidad vicenciana.

Mt. 18 puede ser considerado como la expo­sición de la ley fundamental de la comunidad cris­tiana, iniciada en la experiencia de pequeñez y limitación de sus miembros, siempre dispuesta a acoger al débil y buscar al descarriado, y cre­ciendo en comunión con el Padre y con los her­manos. El amor es ciertamente constitutivo interno de la comunidad (Jn. 15, 9) y al mismo tiempo su distintivo externo (Jn. 13, 35). Jn. 17 apunta un ideal de unidad comunitaria que en la tierra quiere reflejar la unidad de la diversidad tri­nitaria y que intenta prolongar (Jn. 12, 26) la misión del Hijo desde el mismo amor del Padre que man­tiene a los hijos de Dios en comunión y los envía en misión de salvación (Jn. 20, 21).

2. La comunidad de los primeros cristianos

La radicalidad del evangelio fundamenta unas relaciones nuevas entre los creyentes. Confor­me a la descripción del libro de los Hechos de los Apóstoles, el grupo de los creyentes se caracte­riza por la fidelidad a la Palabra, por la comunidad de vida y por el servicio al Evangelio.

«Los que acogieron la Palabra se bautizaron y aquel día se les agregaron unos tres mil» (Hech. 2, 41s.). El grupo de los creyentes se reú­ne en respuesta a la predicación; es la nueva fa­milia de Jesús no fundada en la carne y la san­gre sino en la apertura y fidelidad a la Palabra (Lc. 8, 21); son los nuevos hijos de Dios que no han nacido de impulso de la carne, ni por deseo de varón, sino que han nacido de Dios (Jn. 1, 13).

La comunidad de vida es ante todo comunión en una misma vida, la nueva vida del Resucitado, que se hace presente, misteriosa pero realmen­te, entre ellos y que por el Espíritu los constituye en hijos del Padre. Esta vida común se ali­menta con la escucha de la Palabra, se apoya en el gozo de la presencia del Señor en medio de ellos y se realiza en la fidelidad al mandamiento del amor cuya exigencia radical es dar la vida por los hermanos (1 Jn. 3, 17), en seguimiento del mis­mo Cristo, y cuya primera expresión es compar­tir unos bienes económicos que se ponen en común para utilidad de todos.

El servicio al evangelio incluye tanto la parti­cipación en la predicación de la Buena Nueva co­mo el testimonio de la realización de esa Buena Nueva: la vida y la tensión esperanzadora hacia un futuro renovado. El seguidor de Jesús está llamado ciertamente a ser luz y sal (Mat. 5, 13s.), pero también levadura en la masa y remedio compasivo y eficaz a la necesidad presente (Mat. 4, 16).

Las narraciones sobre la comunidad de Jeru­salén, que nos trae el libro de los Hechos (Hech. 2, 42-47; 4, 32-37) están fuertemente idea­lizadas y contrastan con otros detalles del mismo libro (Hech. 5, 2) y sobre todo con la existencia de otras comunidades apostólicas como las de Efe-so, Corinto o Antioquía, mucho más jerarquizadas (Hech. 13, 1ss; 1 Cor, 12, 28) y más marcadas por partidismos y divisiones (1 Cor. 11, 17-22).

3. La comunidad vicenciana: una comunidad pa­ra la misión

Sobre la experiencia de la comunidad primiti­va, la historia de la Iglesia ha configurado un se­guimiento comunitario de Cristo que adquiere sus características peculiares en la estabilidad de los monjes, en el profetismo de los mendicantes o en la contemplación activa de las órdenes más modernas.

Vicente de Paúl asimila y trasvasa a su propio proyecto esta experiencia del pasado, no para en­marcar en ninguno de los modelos anteriores su propia perspectiva comunitaria, sino para centrar con acierto su voluntad de prolongar la misión apostólica de Jesucristo.

La Comunidad vicenciana se forma en res­puesta a la vocación, al designio que Dios tiene desde toda la eternidad sobre cada uno de sus miembros y sobre la comunidad en cuanto tal (XI, 553). Este designio no es otro que el de pro­longar la misión de Cristo entre los pobres (IX, 32, 34; XI, 387) o mejor, dejarle a él mismo que la continúe en nosotros, meros instrumentos de su acción salvadora (XI, 389). Y para hacer lo que él hizo hemos de hacerlo como él lo hizo (IX, 526). Honrad, pues el plan de Dios, dirá a las Hijas de la Caridad, en 1640, y aunque os parezca muy pe­queño hasta el momento, sabed que es grande ya que se trata de amar, servir y honrar la vida de su Hijo en la tierra (IX, 37) Los misioneros serán invitados a imitar la vida de los apóstoles (X, 495) y su vocación se describirá como un estado con­forme a las máximas evangélicas, que consiste en dejarlo y abandonarlo todo, como los apósto­les, para seguir a Jesucristo y para hacer lo que conviene a imitación suya. (XI, 697). Las Hijas de la Caridad serán vistas en la perspectiva de aque­llas mujeres que acompañaban a nuestro Señor en sus correrías apostólicas (1X, 34). Es así como la comunidad apostólica de los amigos de Jesús se hace ejemplar y modelo para una comunidad vicenciana, misionera. Si Jesús eligió a unos po­cos para que estuvieran con él y para enviarlos en misión (Mc. 3, 14), Vicente de Paúl se fijará co­mo objetivo esta misma misión para la que la convivencia fraterna es un apoyo esencial.

Las obras vicencianas responden a unos acon­tecimientos leídos con perspectiva de fe. No han sido prefabricadas en laboratorio, sino que han sur­gido en contacto con la realidad de cada día. La formación de la comunidad vicenciana no obe­dece a un plan preconcebido. El mismo fundador insistirá una y otra vez en que él no había pen­sado en fundar una comunidad y desde la cum­bre de su vida, al repasar las obras de la misión desde sus orígenes, le parecerá estar soñando co­mo el profeta Habacuc (Dan. 14, 33-39) (XI, 326-8). La comunidad vicenciana nace para la misión y la misión determina su estilo de vida comunitaria.

a) La Comunidad nace para la misión

E! encuentro con la necesidad espiritual en Foileville, en 1626, lleva a Vicente de Paúl a pre­dicar la confesión general e instruir al pueblo pa­ra la misma. Y es la abundancia del fruto que Dios ha dado a esta tarea lo que lleva a la Sra. de Gon­dí a sostener a unos misioneros para que conti­núen la obra de las misiones. Así con la primera bina misionera, P. Vicente-P. Portail, y un buen sa­cerdote a quien le pagaban 50 escudos anuales, dejando la llave de casa al vecino o rogándole que vaya a cuidarla por la noche (XI, 327), co­mienza la misión. El contrato de fundación acor­dado el 17. 4. 1625 (X, 237-241), el acta de asocia­ción firmada por los primeros misioneros el 4. 9. 1626 (X, 242-243), así como la solicitud de aprobación dirigida por san Vicente al Papa Urbano VIII, el 1. 8. 1628 (1, 122), indican claramente que los misioneros se reúnen en comunidad con una finalidad apostólica, misionera. Lo cual queda así mismo reflejado en la bula Salvatoris nostri en la que Urbano VIII aprueba la Congregación de la Mi­sión: el fin principal y razón de ser de tal Con­gregación y de sus personas es procurar, con el favor de la gracia divina, junto con su propia sal­vación, la salvación de los que viven en villas, al­deas… (X, 307). Desde ese compromiso de unir el trabajo y la vida para la misión, durante casi treinta y tres años hasta la aparición de las Reglas Comunes, la Congregación va desarrollándose, sin otros reglamentos y estructuras que los que la experiencia va decantando como útiles para la misión (X, 461-2).

La misma orientación a la misión encontra­mos en el nacimiento de la comunidad de las Hi­jas de la Caridad. La experiencia de Chatillón ha conducido a la creación de las caridades. El ser­vicio a los pobres está ya en marcha, si bien las servidoras de los pobres no han sido reunidas en comunidad. El ángel de la Providencia presenta­rá a san Vicente, el ideal de una muchacha total­mente dada a Dios para los pobres, encarnado en Margarita Naseau. Ella será la primera y la que marque el camino a las demás (IX, 89). Desde ahí, la preocupación insistente de santa Luisa y la reserva prudente de san Vicente (I, 141. 175) alum­brarán, en el momento de la Providencia, la co­munidad que ayude a la formación y sirva de apo­yo a las jóvenes Hijas de la Caridad. La vida que aquellas primeras Hermanas llevan en la casa que preside y gobierna Luisa de Marillac demuestra la convicción en que ellas viven de que Dios las ha llamado y reunido para servirle en la persona de los pobres (X, 874). Tanto en documentos ofi­ciales como en las sencillas conferencias que te­nía con las Hermanas, San Vicente ha descrito la función que correspondía a aquella primera casa de las Hijas de la Caridad, la Casa como se le se­guirá denominando para distinguirla de los otros lugares de alquiler en que viven las Hermanas de las parroquias. En la casa se preparan para el ser­vicio a los pobres (II, 468), se acostumbran a una vida frugal, sostenida con su propio trabajo para no ser gravosas a quienes las necesiten (IX, 292), aprenden a coordinar sus esfuerzos bajo la di­rección de la obediencia, en conformidad con una regla que garantiza su servicio y les da seguridad (IX, 204) y se ejercitan en la contemplación del Cristo que han de encontrar en los pobres (IX, 240). La casa en fin, sirve como lugar de reencuentro con los ideales de la propia vocación, con los otros miembros de la Comunidad. Por eso vuel­ven a ella una vez al mes para renovar el espíri­tu, tal vez relajado con las distancias y el agobio de los quehaceres, con la comunicación frater­na, la revisión de las obras que Dios va realizan­do en ellas y la comunicación con los superiores, de sus alegrías, penas y dificultades (IX, 129-30). Este apoyo de la Casa, tipifica el apoyo que las Hermanas reciben de su Comunidad, en el de­sarrollo de su vocación.

b) Un estilo de vida para la misión

La Comunidad vicenciana no es un fin en sí misma; sus miembros no la buscan por sí misma, sino en orden a la misión para la que se sienten llamados. No ha de establecerse sobre un orden o una disciplina encaminados a lograr la propia per­fección de los miembros de la comunidad, sino sobre una vida que pone en relación unas perso­nas que se conocen, respetan y ayudan en la fi­delidad a la vocación para la que han sido llama­das: hacer lo que hizo nuestro Señor en la tierra. No es que Vicente de Paúl no reconozca en la co­munidad, valores realmente evangélicos dignos de ser conseguidos por su valor teológico: v. g. el anuncio de los bienes futuros, el testimonio de Cristo en el amor fraterno o el apoyo al creci­miento de la caridad en cada uno de sus miem­bros. Pero las Hijas de la Caridad han sido reuni­das por Dios para un mismo ejercicio, el mismo que realizó Cristo en su vida terrena; los misio­neros viven en comunidad con un mismo propó­sito, prolongar la misión de Cristo, misionero del Padre que recorre las aldeas y regiones anuncia­do con palabras y obras la Buena Nueva. La Comunidad no puede, como tampoco puede la Iglesia, centrarse en sí misma, ni gloriarse en triunfalismos institucionales, sino que ha de man­tenerse en línea de humilde servicio a la misión. Una comunidad para la misión no puede conten­tarse con una disciplina y unos horarios que supuestamente favorezcan la caridad mutua y la armonía en la comunidad hasta asemejarla a un cielo. No es que esto no se haya de conseguir. San Vicente lo afirma expresamente y lo asegu­ra para sus comunidades, si viven en concordia (IX, 151. 254. 1030), pero ésta no es la razón por la que se reúnen los Misioneros o las Hijas de la Ca­ridad.

El estilo de vida de las comunidades vicencianas será distinto del que se observa en otras comunidades de la Iglesia de Dios, porque dis­tinta es la razón por la que sus miembros se han reunido. Cualquier tentación de copia habrá de superarse como si se tratara de un auténtico aten­tado a la propia fidelidad cristiana en que han de mantenerse los misioneros y las Hijas de la Cari­dad. Lo que está bien para otras comunidades, no tiene por qué estarlo también para las suyas (IX, 935). Y como un obispo no respondería a su vocación con el espíritu de un cartujo, tampoco un Misionero o una Hija de la Caridad lo harían con el espíritu de una comunidad religiosa. Y no pen­semos que san Vicente se está refiriendo sólo a realidades poco significativas. De aquí depende toda vuestra perfección. Si un religioso o una re­ligiosa, si un cartujo, un capuchino o un misione­ro, no tiene el espíritu y el amor a su vocación, todo lo que puede hacer no es nada y lo estro­pea todo; pues es distinto el espíritu de una reli­giosa y el de una Hija de la Caridad. Es preciso, para hacer las cosas bien, que cada uno se dedi­que de tal forma a la adquisición del suyo, que no sea capaz de mezclar ninguna otra cosa, que aun­que sea buena y santa en los que la profesan, sería perjudicial y contraria a todos los que tienen que tener otro distinto (IX, 419).

Particularmente la comunidad de las Hijas de la Caridad, por su novedad en la Iglesia habrá de guardarse de la tentación de religiosizarse, de­fendiendo la autenticidad de su espíritu como la propia vida (IX, 935). Pero también el misionero ha de defenderse de la tentación del convento y de visiones cerradas a una circunstancia y a un lu­gar, que impidan la respuesta ágil que requiere la misión (XI, 395. 397). La urgencia de la misión tie­ne que movilizar a todos, sin que valgan excusas fáciles. Frente a la seguridad que las estructuras materiales de los monasterios o los conventos pueden proporcionar a sus habitantes, las comu­nidades vicencianas han de establecerse en la confianza en Dios y en la entrega que le hacen de todo lo que son y tienen para servirle en la per­sona de los pobres (IX, 1179).

La actuación decidida y constante de san Vi­cente está dando pie a una apertura de los mol­des jurídicos que él preveía cambiables, al ritmo de las nuevas creaciones del Espíritu en su Igle­sia y que el CIC. de 1983 admitirá con el nombre de Sociedad de Vida Apostólica. Será importan­te darle a entender que será difícil que pueda subsistir la Compañía en medio de ocupaciones tan diversas, importantes, difíciles y complicadas que tiene… Y si su Santidad o la Congregación a la que encomiende el estudio de este asunto no aprueba estos votos simples, que nos haga el fa­vor de darnos un medio para ella La Congrega­ción está regida por Su Santidad; le toca a él dar­nos los medios para subsistir, si no le parece bien el que nosotros le proponemos (111, 348).

Sin duda alguna, la realización de este ideal de comunidad misionera encontró en tiempos de san Vicente, como puede encontrar hoy, muchas dificultades, y la tentación de atrincherarse en el convento, al abrigo de unos horarios bien defini­dos y unas prácticas uniformes, ha sido cons­tante.

a) Misioneros o Sacerdotes de la Misión

Difícilmente podría describirse con más agili­dad, la movilidad misionera de la comunidad vicenciana que como se hace en las Reglas Comunes de la Congregación de la Misión: La función propia de los misioneros es recorrer a ejemplo de Cristo mismo y de los apóstoles, los pueblos y las aldeas…. Esto conlleva como primera exigencia del misionero procurar con todas sus fuerzas revestirse del espíritu de Jesucristo (X, 464). Es la primera y fundamental capacitación pa­ra la misión. Cuando se dice que el Espíritu San­to actúa en una persona, quiere decirse que es­te Espíritu, al habitar en ella, le da las mismas disposiciones e inclinaciones que tenía Jesucristo en la tierra, y éstas le hacen obrar, no diré con la misma perfección, pero sí según la medida de este divino Espíritu (XI, 411). Este espíritu de la Misión, configurado en las cinco virtudes de sen­cillez, humildad, mansedumbre, mortificación y celo, como máximas evangélicas propias del misionero, determina un modo característico de actuar en la misión y de convivir en la comunidad, porque ellas son como el instrumento para la ac­ción, las cinco piedras de David, y también los principios operativos inmediatos, las facultades del alma de toda la Congregación y han de animar las acciones de todos nosotros (X1, 591).

San Vicente describe la Compañía como po­bres sacerdotes que vivimos sencillamente sin más designio que servir a la pobre gente del cam­po (X, 292). Sus casas, incluidos los seminarios, han de llamarse casas de la Misión (II, 266) y sus moradores misioneros, temiendo los inconve­nientes que pudieran derivarse de la aplicación de ese nombre a otras comunidades (IV, 283-5), pe­ro también esperando que el nombre urja a rea­lizar lo que en él se significa. La suya es una vi­da apostólica, misionera.

Desde los dichos de san Vicente recogidos por su primer biógrafo, se ha popularizado en la Con­gregación de la Misión que, conforme al sentir del fundador, el misionero ha de ser cartujo en casa y apóstol en campaña (XI, 801) Y sin embargo la frase no parece muy concorde con el pensamiento de san Vicente. Hay mucha diferencia entre la vi­da apostólica y la soledad de los cartujos. Ésta es realmente muy santa, pero no les conviene a los que Dios ha llamado a la primera… Tenemos obli­gación de amar al prójimo, ayudándole de una manera distinta a como lo hacen los solitarios (III, 320). Tal vez se quiera significar que la vida del misionero ha de estar impregnada de contem­plación, pero entonces sobra la referencia al car­tujo, porque la vida apostólica no excluye la con­templación, sino que la abraza y se sirve de ella para conocer mejor las verdades eternas que tie­ne que anunciar (III, 320). El misionero no puede descuidar la oración. En ella encontrará el arse­nal místico que le proporcionará toda clase de armas, no sólo para defenderse, sino también pa­ra atacar y derrotar a todos los enemigos de la glo­ria de Dios y de la salvación de las almas (XI, 778).

La comunidad de los misioneros no se asien­ta ciertamente sobre el ideal del cartujo, ni si­quiera para sus tiempos de estancia en casa. En realidad no se asienta sobre ninguna de las reglas tradicionales que inspiran el vivir comunitario de los religiosos. Este será precisamente uno de los argumentos en los que San Vicente apoye la po­sibilidad de hacer unos votos en su comunidad, sin que, por eso, ésta pase al orden religioso. No­sotros no tomamos ninguna de esas cuatro reglas religiosas y el santo Padre no nos ha erigido en estado religioso, sino de clérigos seculares (III, 225). Las dificultades para lograr la aprobación de una nueva orden religiosa eran enormes cier­tamente. San Vicente no estuvo ni siquiera ten­tado de intentarlo. Reconocía sin duda la dignidad y excelencia del estado religioso, pero no duda­ba en aconsejar a sus misioneros que prefiriesen su comunidad como un hijo bien nacido ama más a su madre por muy fea y pobre que sea (X, 532). La razón no es otra que la fidelidad a lo que Dios quiere de nosotros.

Temía san Vicente que las sobrecargas inhe­rentes al estado religioso pudiera entorpecer la movilidad flexible y ágil que exigía la evangeliza­ción de los pobres. No parece que fueran otras las razones que le mantenían precavido ante la in­sistente petición del prior de San Lázaro para que aceptara la oferta del priorato (X, 291-4). El estilo de la abadía y sobre todo la pervivencia en ella del Sr. Prior y de los religiosos podrían condicionar un estilo de vida que debía mantenerse siempre li­bre para la misión. Pero no es sólo que la comu­nidad misionera pueda sobrecargarse con unas prácticas no necesarias para la misión. Después de todo éstas se podrían acomodar como se su­giere para San Lázaro (X, 289) o para la pretendi­da unión con la comunidad de Bétharram (VIII, 369), de modo que el oficio se recitara sin can­to y las ceremonias se ordenaran de tal manera que no se impidiese la salida a misiones. Además también los misioneros han de ser fieles, inclu­so durante la misión, al conjunto de prácticas piadosas que están en vigor en la Compañía, for­mando en campaña una pequeña comunidad mó­vil, con una organización enteramente paralela a la que se vive en las casas de la Misión. Es que está en juego otro modo de entender la voluntad de seguir a Cristo. De ahí también la precaución que aparece a la hora de considerar las posibles uniones con otras comunidades (VIII, 368) o de admitir personas hechas ya a vivir, conforme a otro espíritu, su entrega al Señor (III, 344; VII, 482). El Cristo que recorre los pueblos y las aldeas evangelizando a los pobres, atrae a los misioneros hasta hacerles desear vivir y morir en la Misión (XI, 402).

San Vicente reflexionó mucho hasta dar con la fórmula que pudiese apoyar el deseo de per­severancia de los misioneros. Vio pronto claro el compromiso de estabilidad para el que él propo­nía una expresión gradual con un propósito hecho al cabo del primer año de seminario, un voto sim­ple al cabo del segundo año y un voto solemne de morir en la Misión, al cabo de algunos años (II, 76). Para los otros votos que hacen los reli­giosos, sugería en cambio algunas precauciones (II, 28). No es que san Vicente desconfiara de los buenos propósitos con que todos llegaban a la Mi­sión. Pero le había enseñado la experiencia que la vida dura entre la gente del campo y la tenta­ción constante de buscarse un mejor acomodo en la ciudad o el deseo de vivir unas formas religio­sas de más prestigio, hacían tambalearse la vo­cación de algunos (III, 348). La aprobación de los votos de la Congregación por Alejandro VII le lle­naba de satisfacción. El breve pontificio Ex com­missa nobis, hacía constar: Esta congregación no será considerada por ello en el número de las ór­denes religiosas, sino que será del cuerpo del clero secular (X, 437). Esto permitía a la Congre­gación mantenerse fiel a su estilo de vida propia y alcanzar la estabilidad necesaria para la perdu­rabilidad de la Misión. A san Vicente le parece un buen hallazgo. La Providencia de Dios ha inspirado finalmente a la Compañía esta santa invención de ponernos en un estado en el que tengamos la felicidad del estado religioso, gracias a los vo­tos simples, pero siguiendo entre el clero y en la obediencia a los señores obispos, como los más humildes sacerdotes en sus diócesis (III, 224).

b) Entregadas a Dios para servirle en los pobres

Con más brillantez y novedad todavía logra Vicente de Paúl describir la movilidad ágil de las Hijas de la Caridad. Desde las primeras confe­rencias que dirige a las Hermanas (IX, 21-22), po­demos notar la preocupación del fundador por que entiendan que el propósito común con el que están reunidas, no es precisamente su provecho espiritual, ni el testimonio de la fraternidad en Cristo que se hace presente entre los que se re­únen en su nombre, sino sencilla y llanamente, honrar la vida humana de nuestro Señor en la tie­rra. Y bien sabemos que esta honra no es otra co­sa, en el sentir vicenciano, que la continuación de la obra de Cristo, en la misma línea de servicio entregado a los pobres. Vivir en comunidad trae ciertamente ventajas personales, porque cada miembro participa del bien que hace todo el cuer­po, como también nos permite disfrutar de la pre­sencia prometida del Señor, pero todo esto es mu­cha más verdad cuando los reunidos lo están con el mismo designio de servir a Dios. El provecho personal, el estar bien en la comunidad, incluso física y corporalmente, no tiene otra finalidad que el cumplimiento de este designio de Dios. Es me­nester que os conservéis bien para el servicio a los pobres (IX, 22). El servicio a los pobres no es algo que venga sobreañadido a la comunidad de las Hijas de la Caridad. Está en la razón misma de su ser y sin él no se constituye vicencianamen­te ninguna comunidad. Luisa de Marillac y algu­nas jóvenes se dedicaban a servir a los pobres antes de que naciera la nueva comunidad. La mis­ma Margarita Naseau murió antes de que se for­mara el primer grupo de cuatro jóvenes en casa de Santa Luisa. Si los fundadores piensan en reunirlas en comunidad, es precisamente para sostener y robustecer la voluntad de aquellas buenas jóvenes, enseñándoles a conocer, amar y servir a Nuestro Señor en la persona de los pobres.

No hay ningún grupo cristiano, reconocido en la Iglesia, que pueda servir de modelo a la naciente comunidad, porque ninguno tiene el fin que ellas persiguen. ¿Habéis oído alguna vez que haya ha­bido una Compañía de vírgenes y viudas que hayan tenido como fin primordial el servicio al prójimo?… ¿habéis oído decir jamás que haya habido muchachas que se entregasen de tal for­ma al servicio del prójimo que se les ve unas veces en tal casa asistiendo a un enfermo, otras veces en tal otra, dispuestas a ir y venir a todos los sitios adonde Dios las llame?… Estáis haciendo algo nunca visto (IX, 1088).

La vida de las religiosas ciertamente no les puede servir de modelo. La Hija de la Caridad no es religiosa, ni puede sedo, pues para ser reli­giosas hay que vivir en el claustro. Las Hijas de la Caridad no podrán jamás ser religiosas; ¡mal­dición al que hable de hacerlas religiosas! (IX, 594). Ciertamente el claustro, sobre todo en la rigidez de entonces, impediría el ir y venir de las Hijas de la Caridad en busca del pobre. Pero no es ése el único inconveniente que la Hija de la Caridad encuentra en la vida religiosa. Lo que san Vicen­te defiende con tanto ardor es la fidelidad al es­píritu que Dios les ha dado. Cuando Dios hizo la Compañía de las Hijas de la Caridad, le dio un es­píritu particular. (IX, 524) Y ciertamente no es el de las religiosas. No penséis en la grandeza de las religiosas; estimadlas mucho y no busquéis ex­cesivamente su trato; no porque este trato no sea bueno y excelente, sino porque la comuni­cación de su espíritu particular no es propio para vosotras. Y esto es verdad tanto de los religiosos como de las religiosas. (IX, 526). Es que Dios ha dado a las Hijas de la Caridad un espíritu que no es el de las religiosas. Estaría bonito ver a una Hija de la Caridad tomar el espíritu de las carme­litas, que tienen un espíritu tan austero. El vues­tro es un espíritu de caridad que os obliga a con­sumiros en el servicio del prójimo. Estaría bonito ver a un obispo entrar en la cartuja para hacerse cartujo. No haría lo que Dios pide de él, sino lo que pide a los otros. (IX, 934) Es justamente ahí donde San Vicente cifra toda la fuerza de su ar­gumentación. Las Hijas de la Caridad se han dado a Dios para servirle en la persona de los po­bres. No es a Dios como absoluto de su vida, an­te quien todo se relativiza, sino a Dios que ha descubierto su amor a los pobres enviándoles a su Hijo y que acepta el servicio que le hacemos en la persona de los pobres, a quien se han con­sagrado. Ellas expresan que son totalmente de Dios siendo totalmente de los pobres. Esta pe­culiar consagración les permitirá vivir en un esta­do de caridad, tan perfecto como el estado de perfección de las religiosas, si son verdaderas Hijas de la Caridad.

No piensa san Vicente que la Hija de la Cari­dad, por no ser religiosa no esté llamada a la per­fección. Sólo que las Hijas de la Caridad no ne­cesitan ser religiosas para alcanzar la perfección. El estado religioso es muy santo; pero de ahí no se sigue que sólo se santifiquen los que lo abra­zan (IX, 764). Por estar su vocación más abierta al mundo, las Hijas de la Caridad, necesitan más virtud que las religiosas en su convento (IX, 1178- 9). El seguimiento de Cristo exige de las Hijas de la Caridad, como por lo demás de todo cris­tiano que se precie de serio, seguir con Cristo has­ta el final, en la imitación de sus virtudes, en el revestimiento de sus actitudes de Siervo de los designios de amor del Padre. Los Consejos evangélicos, e incluso los votos, que se admiti­rán pronto en la Compañía de las Hijas de la Ca­ridad, están en esta línea de mayor cercanía o fidelidad en el seguimiento de Cristo, a fin de ca­pacitarse mejor para realizar su servicio a los po­bres. San Vicente se preocupó mucho de instruir a sus hijas para que supieran presentarse en con­formidad con el espíritu de su vocación, sin que dejasen que el hecho de hacer unos votos, llevara a los demás a confundirlas con las religiosas.

Pese a la novedad de vida que San Vicente re­conoce en las Hijas de la Caridad, todavía su cla­rividencia le permitió encontrar un modelo para sus hijas. Es un modelo no estructurado, ni re­conocido como tal en la Iglesia: las jóvenes cam­pesinas. Las Hijas de la Caridad han de ser como esas mujeres que san Vicente recuerda de sus pri­meros años y que ha vuelto a encontrar en el contacto con los pobres del campo. Se trata de mujeres que viven su cristianismo en medio del mundo, fieles a lo que Dios pide de ellas. Las Hi­jas de la Caridad han de aprender en ese espejo, la sencillez, la humildad, la sobriedad en las co­midas, la pureza, la modestia, la pobreza, la con­fianza en la Divina Providencia, la obediencia (IX, 91-103). Es el bagaje espiritual que les permitirá responder a su vocación con la perfección que requiere. Otros modelos hechos no puede en­contrar la Hija de la Caridad como no sean el ejemplo de María, (IX, 97) la primera en escuchar y cumplir la Palabra de su Hijo y las piadosas mu­jeres (IX, 34, 38-39) que acompañaban al Señor en sus correrías apostólicas y le asistían con sus bie­nes (Lc. 8, 2s).

La Hija de la Caridad no es más que una bue­na cristiana, (1X, 749) que se ha tomado en serio el seguimiento de Cristo y la continuación de su obra de salvación de los pobres. Desde este ide­al de buena cristiana, san Vicente se atreverá a perfilar su espíritu como una apertura a Dios, a los pobres y a las hermanas que el Señor ha lla­mado y reunido para su servicio en los pobres. Re­pito una vez más que el espíritu de vuestra com­pañía, consiste en el amor de nuestro Señor, el amor a los pobres, vuestro amor mutuo, la humildad y la sencillez (IX, 537). La apertura a Dios se vive en la sencillez que les hace buscarle en todo, con rectitud, sin doblez ni artificio. La aper­tura al pobre se vive en la humildad, por la que conscientes de su pequeñez, pero gozosas con la mirada de amor que Dios ha puesto en ellas, se mantienen cercanas al pobre, en actitud de ser­vicio. La apertura a las hermanas se vive desde la caridad, que no es más que el amor que, reci­bido corno don del Padre, fructifica en su propio corazón como amor a Dios, amor a los pobres y amor fraterno. Es un estilo de vida que desarro­lla el camino por el que el cristiano se dirige al Padre, por el Hijo, en el Espíritu y que realiza tam­bién en su plenitud las exigencias de los conse­jos evangélicos de obediencia, pobreza y amor en castidad perfecta.

San Vicente no disponía de un instrumento jurídico que le permitiera presentar con precisión el rostro externo de la nueva vocación naciente al servicio de los pobres, en la Iglesia. Pero su idea era clara y su tesón inquebrantable a la hora de librar a sus hijas de compromisos que pudieran hacerles perder agilidad para un servicio adecua­do al pobre. Su vocación exige presencia en el mundo. Por eso mismo necesitan más perfec­ción que las religiosas. Pero ellas no son religio­sas y las ayudas que los conventos, las rejas y los velos proporcionan a las religiosas, tienen que buscarlas en el dinamismo de ese otro convento que él, como osado arquitecto de la espiritualidad, se atreve a diseñar, en el que las estructuras ma­teriales son sustituidas por exigencias del propio espíritu: los claustros por las calles de la ciudad y las salas de los hospitales, las rejas por el te­mor de Dios, la clausura por la obediencia, el ve­lo por la santa modestia (IX, 1178-9). Un estilo de vida ciertamente original.

III. EN COMUNIÓN DE VIDA FRATERNA

Todo grupo humano puede describirse como un sistema de relaciones condicionado por una ta­rea común, por la coordinación de funciones que han de desarrollar los distintos miembros y por el disfrute de unos bienes económicos que sa­tisfagan la necesidad de los mismos en el de­sempeño de la tarea que se les ha asignado. La eficacia de un grupo no se mide por la suma de realizaciones individuales, sino que la coordinación de esfuerzos produce un resultado mayor, de di­fícil precisión y evaluación, pero que en último tér­mino redunda en una mayor satisfacción de cada uno. Esta eficacia depende fundamentalmente de la cohesión interna del grupo, entendiendo por tal, un apoyarse y ayudarse mutuos en la consecu­ción de la meta que como tal grupo se han fija­do. La Psicología Social señala como factores de cohesión, el sentido de pertenencia al grupo, el grado de información, horizontal y vertical, exis­tente en él y la corriente afectiva con que inte­ractúan los individuos. Favorecen el sentido de pertenencia, la discusión y aceptación común de los objetivos, una dirección participativa y nue­vamente, la corriente afectiva vigente entre los miembros.

Una comunidad de fe, como lo es la comu­nidad vicenciana, no se reduce sin más, ya lo he­mos dicho, a un grupo humano. Pero la comunión de vida, que es don del Espíritu, se expresa en una integración tal de la persona en la comunidad que cada uno acepta como propios los objetivos comunes y ponga a disposición de los demás sus haberes personales para el discernimiento, pla­nificación, realización, y revisión de lo que se ha de hacer.

1. El discernimiento comunitario

La Comunidad vicenciana tiene bien claro cuál es el fin para el que la ha reunido el Señor: ser­virle en la persona de los pobres. Pero ¿qué exi­ge de nosotros en cada momento histórico y en cada circunstancia este designio de Dios? La Con­gregación de la Misión había nacido para instruir a los pobres del campo, pero luego vino el aten­der a los eclesiásticos, los seminarios, las Hijas de la Caridad, los pobres del Nombre de Jesús, los dementes de San Lázaro, los niños expó­sitos, las misiones extranjeras. Y todo ello lo va justificando el Fundador como realización efec­tiva y práctica del evangelio, en la conferencia del 6 de diciembre de 1658, sobre la finalidad de la Congregación (XI, 381-98). La actitud fundamen­tal del misionero es la disponibilidad para lo que Dios quiera. Entreguémonos a Dios, padres, pa­ra ir por toda la tierra a llevar su santo evangelio; y en cualquier sitio donde él nos coloque, sepa­mos mantener nuestro puesto y nuestras prácti­cas hasta que quiera su divina voluntad sacarnos de ahí (XI, 290).

a) El Servicio de la autoridad

San Vicente señala como primer criterio para discernir la voluntad de Dios, hacer lo mandado y evitar lo prohibido (X, 467). El criterio tiene sus limitaciones, porque el mismo texto sugiere que lo mandado se cumpla debidamente y siempre que se vea que viene de Dios, de la Iglesia, de los superiores o de las Reglas o Constituciones de la Congregación. Parece que se impone una reflexión lúcida y crítica. Con todo, en las mis­mas Reglas Comunes de los misioneros, San Vi­cente describe una figura de superior que hoy se nos antoja bastante despótica, ante la que al súb­dito no le queda otra alternativa que el sometimiento de una especie de obediencia ciega y la sumisión respetuosa de su juicio, voluntad y ac­titudes, en una dependencia total (X, 486-490). Y es que san Vicente necesita asegurar la comuni­dad sobre la obediencia. Sin ella el panorama de una comunidad sería monstruoso. Para com­prenderlo, imaginaos lo que sería un cuerpo, si los brazos y los pies, que son los principales miem­bros para la acción, no quisiesen estar unidos a él. No habría nada tan ridículo, dejarían el cuerpo mutilado y ellos mismos empezarían a podrirse; porque separados del cuerpo, sólo valdrían para ser enterrados. Lo mismo pasaría con una co­munidad en donde no se observase la obedien­cia. La superiora que no tuviese la virtud de la obe­diencia de la forma y manera debida, y las her­manas que no la practicasen, se desmembrarían unas de otras (IX, 484). Es importante notar que para Vicente de Paúl la obediencia es una relación de comunión, de interrelación al servicio de la mi­sión, de la tarea común de todo el cuerpo de la comunidad.

Se engañaría quien desde la lectura de las Reglas Comunes, dedujera que ése era el con­cepto de superior y sobre todo la práctica de ese oficio que él seguía o aconsejaba seguir. En la abundante correspondencia con los misioneros a los que él había confiado el oficio de superior en las casas de la Congregación, así corno en las conferencias, a los misioneros o a las Hijas de la Caridad, san Vicente perfila otra figura de supe­rior más en consonancia con nuestra sensibilidad y que completa su visión evangélica de la autori­dad como medio e instrumento para el discer­nimiento de lo que Dios quiere de nosotros.

El superior tiene una función de servicio, ejem­plaridad y animación en la comunidad. Los textos son sumamente lúcidos. Como la superiora es la cabeza o el alma que anima a los miembros de toda la Compañía, tiene que ser una regla viva que debe constituir el ejemplo de lo que las demás tienen que hacer, instruyéndolas más bien con su buen ejemplo que con sus palabras. (X, 817). Y todavía con más precisión y urgencia: Si es ne­cesario que haya una Superiora, una Sirviente, es para dar ejemplo de virtud y de humildad a las de­más, para que sea la primera en hacer las cosas, la primera en echarse a los pies de la otra her­mana, la primera en pedir perdón, la primera en dejar su opinión para seguir la de las otras (X, 767). Es un servicio que se vive por un tiempo y que no nace de la propia categoría personal, sino del encargo que se le ha hecho (X1, 238). Como su mi­sión es ayudar a discernir lo que Dios quiere de nosotros, ha de ejercerse no desde el autorita­rismo, por la pasión de parecer el superior ni el dueño (XI, 238), sino desde la voluntad de en­cuentro e intercambio con los súbditos, no considerándolos como a inferiores sino como a hermanos (V, 53) oyéndolos con gusto (VII, 405) y soportando sus limitaciones y negligencias. Si los de su comunidad se cansan de trabajar o son reacios a obedecer, tiene usted que aguantarles. Consiga de ellos lo que pueda. En verdad es bue­na cosa mantenerse firme para llegar al fin; pero sírvase de medios convenientes, atrayentes y suaves (IV, 75). Habrá pues de llenarse de Dios y armarse de paciencia y tolerancia, como reflejo de la mansedumbre con que obró nuestro Señor (IV, 75. 541; XI, 236).

Desde esta función animadora, ha de verse también la corrección de los súbditos. El súbdito ha de llevar a bien que el superior venga a co­nocer sus defectos (X, 478). Nada puede temer­se de este conocimiento que no sea una ayuda para el progreso del individuo y de su buena in­serción en la comunidad.

Correlativamente a esta apertura y cercanía del superior, el súbdito ha de cultivar una actitud res­petuosa y dialogante (IX, 707-8), mirándolos en Dios (X, 486) y reconociéndoles la buena inten­ción (IV, 373) y el derecho de una visión diferen­te (II, 342-3). Así pues, Hijas mías, cuando haya entre vosotras estos sentimientos contrarios, to­ca a la hermana particular ceder ante la hermana sirviente, a no ser que avise a la señorita o al su­perior. En las comunidades bien ordenadas se practica de esta forma (IX, 283). Y ello porque sin la ayuda de la obediencia, apenas podríamos li­brarnos de las trampas de la propia subjetividad. De ordinario nos engañamos a nosotros mismos y nos dejamos llevar de nuestras pasiones, de for­ma que tenemos necesidad de alguien que nos guíe para hacer el bien. Creedme, mis queridas hermanas, la obediencia tiene que ser vuestra principal virtud (IX, 82).

b) El diálogo comunitario

De los doce capítulos de las Reglas Comu­nes de los misioneros, dos están dedicados al trato, bien de los miembros de la comunidad entre sí, bien con los externos. Y aun cuando el trato sea más extenso que la mera comunicación verbal, lo cierto es que gran parte de estos capí­tulos se refieren a las materias, modos y tiempos de las conversaciones. Sabemos también que san Vicente aludió con frecuencia en sus confe­rencias y escritos al tema de la comunicación tan­to de los súbditos con los superiores como de los miembros de la comunidad entre sí.

Hay una preocupación en san Vicente por aceptar a un Dios encarnado, que se nos hace pre­sente en el hombre. Si él ha colocado a ciertas personas junto a nosotros, es menester saber escuchar a Dios a través de lo que ellas dicen. Es Dios quien os habla y os instruye por vosotras mis­mas sobre lo que él quiere que hagáis (IX, 357). Porque piensa que una conversación distendida ata los corazones y Dios bendice los consejos que así se reciben, de forma que los asuntos van entonces mejor, prescribe unos ratos de recrea­ción a las Hermanas para contarse lo que han he­cho, las dificultades que han encontrado y planear juntas las cosas que tienen que hacer (X, 773) o para expansionar el espíritu, como dice a los mi­sioneros y estudiantes (XI, 257), encargándoles mezclar lo útil con lo agradable (X, 498). Pero en­tiende que la conversación tiene que llevar a la comunión de las personas más allá de un mero intercambio ordenado de conceptos. Y así re­chaza como elemento pernicioso en la comuni­dad, un espíritu cerrado, aun cuando se dé en personas, por otra parte, amenas y divertidas. Hay otro espíritu cerrado y las personas que lo tie­nen dicen fácilmente todas las cosas, excepto lo que deben… En la conversación tendrán gran fa­cilidad para hablar de cosas indiferentes y tem­porales, pero en lo espiritual no se les podrá sa­car ni una palabra (IX, 701).

El diálogo sirve además para encontrar entre todos no sólo las grandes líneas de actuación en fidelidad para la Comunidad, sino también la de­terminación de los medios concretos de acción. Nadie tiene derecho a determinar en comunidad por su cuenta lo que ha de hacer ni menos im­poner su parecer personal a los demás. Vivir en comunidad significa aceptar para uno las deci­siones de la Comunidad. Resulta aleccionador el estudio de las Asambleas Generales de la Con­gregación de la Misión, tenidas en vida del Fun­dador. Son la institucionalización del diálogo en la Compañía, que por otra parte estaba siendo prác­tica habitual en la conducta del Superior General, respecto a los asuntos más importantes. En la res­puesta al Sr. Obispo de Lescar, negándole la con­cesión de cuatro sacerdotes para Betharram, in­cluye san Vicente esta razón: Tampoco podría­mos hacerlo sin el consentimiento de las casas que componen nuestra compañía, e incluso de sus personas (VIII, 368). En la Asamblea de 1642, el primer Superior General confiesa haber hecho su primer acto de obediencia a la Compañía, al acep­tar la continuación en su cargo. (X, 361). Pero no sólo se establece el diálogo a nivel de asamble­as. Para la predicación, al comienzo de la Com­pañía, nos juntábamos y asistían también los se­ñores obispos de Boulogne y Alet y el Abate Olier, se proponía algún tema sobre una virtud o un vi­cio; cada uno tomaba papel y pluma y escribía el motivo y la razón que tenía para huir de ese vicio o abrazar esa virtud, y luego se buscaba su defi­nición y los medios para ella; al final se reunía to­do lo que se habla escrito y se componía un dis­curso. Lo hacíamos sin ningún libro, cada uno de su cosecha (XI, 578).

Se va creando así un modo de actuar comu­nitario en el que una dirección participativa va ha­ciendo que todos los miembros de la comunidad se sientan corresponsables de la misión y de que se tomen las decisiones convenientes por quien corresponda. Una comunidad que no dialoga só­lo con las palabras, sino también con la vida, en un intercambio de acción. No debemos estar uni­dos sólo en cuanto a los sentimientos interiores, sino además en las obras exteriores, ocupándo­nos todos en ellas según nuestras obligaciones; y como todos los cristianos tienen que concurrir en todo lo referente al cristianismo, también no­sotros hemos de cooperar en todos los trabajos de la Misión, conformándonos en el orden y en la manera (XI, 542).

c) Otras prácticas de discernimiento

Los misioneros y las Hermanas fueron alen­tados a encontrar la voluntad de Dios en la ora­ción, en la meditación de la Palabra de Dios. El hombre de acción que es Vicente de Paúl, trata­rá de afianzar a sus comunidades en la práctica de la meditación diaria. Y quien urge a sus hijos a ir a socorrer a los pobres con la rapidez con que se corre a apagar un fuego (XI, 724), no duda en aconsejar a las Hermanas tranquilidad, sin prisas, para acoger la Palabra de Dios como tierra bue­na, bien labrada y cultivada, que recibe la semilla y le da el jugo necesario y la hace madurar a su debido tiempo (IX, 366).

Interesa subrayar cómo la luz recibida en la ora­ción ha de ser compartida con los hermanos en la comunidad. La oración personal se convierte así también en elemento al servicio del discerni­miento comunitario. En este motivo se apoya la insistencia para que se comunique a los demás los pensamientos tenidos en la oración. Es pre­ciso que lo diga con sencillez y humildad, con el convencimiento y el sentimiento de que no pro­cede de ella, sino de Dios que se la ha dado y que quiere que haga partícipes a las demás, lo mis­mo que las demás comunican lo que también ellas han tenido (IX, 358).

Otras prácticas de la comunidad también tie­nen un marcado carácter de revisión y discerni­miento para adecuar la respuesta a las llamadas que el Señor hace en cada momento a sus ele­gidos. Así los Ejercicios Espirituales, que se han de hacer anualmente en sus comunidades, son tiempo para el discernimiento en decisiones im­portantes (III, 440). En la nota que, sacada de un escrito autógrafo, nos ha transmitido Abelly, san Vicente subraya esta finalidad de los Ejercicios: conocer la voluntad de Dios y una vez conocida, someterse a ella, conformarse a ella, unirse a ella y tender de este modo, avanzar y llegar final­mente a la propia perfección (X, 183). El que había instruido a sus misioneros sobre cómo ayu­dar a los ejercitantes a llegar a ser un perfecto cris­tiano y perfecto en la vocación en que uno está (XI, 80), no podía dejar de aconsejarlos a los su‑
yos como un medio excelente para volver a pa‑
neros a seguir lo que habías comenzado (X, 330).

2) La cordialidad respetuosa

La comunidad vicenciana, como toda comu­nidad cristiana, es un encuentro de hermanos en Cristo, en quien permanecen por la fidelidad a su Palabra y a su mandamiento de amor. Se trata de un amor aprendido en aquél que dio su vida por nosotros y señaló la autenticidad y altura del ver­dadero amor en la entrega generosa de la propia vida por los hermanos.

En este aspecto el afianzamiento y crecimiento de la comunidad no puede venir más que por la indisoluble unión de todos y cada uno de los miembros de la comunidad con Cristo. Hay en efecto un texto construido con ideas del Kempis que Abelly ha puesto en boca de San Vicente. El que quiera vivir en comunidad tiene que decidir­se a vivir como un peregrino en la tierra, a hacerse un loco por Jesucristo, a cambiar de costumbres, a mortificar todas las pasiones, a buscar pura­mente a Dios, a servir a todos los demás, como el más pequeño de todos; debe estar convenci­do de que ha venido a servir y no a gobernar, a sufrir y trabajar y no a vivir entre placeres y en la ociosidad. Tiene que saber que allí se le prueba a uno como al oro en el crisol, que es imposible perseverar si uno no quiere humillarse por Dios; y tiene que estar muy seguro de que si obra de este modo, sentirá una verdadera alegría en es­te mundo y tendrá vida eterna en el otro (X, 184).

Esta voluntad de entrega y servicio se vive en el juego diario de la convivencia entre los her­manos, que se ha de construir con un entrama­do de virtudes que designaríamos como cordiali­dad respetuosa.

a) Como amigos que se quieren bien

Los misioneros han de convivir entre sí como amigos que se quieren bien (X, 496). Este querer­se bien tiene todas las connotaciones del auténti­co amor cristiano vivido desde la realidad de la con­dición humana. Hay que superar ciertamente la mera espontaneidad natural. El amor cristiano que se ha formado en los corazones por la caridad no sólo está por encima del amor de inclinación y del que es producido por el apetito sensitivo, que or­dinariamente trae más daños que beneficios, sino incluso por encima del amor razonable (XI, 769). Pero tampoco es válido un espiritualismo descar­nado y sin rostro humano. Hemos de demostrar­nos mutuamente que nos queremos de corazón. Hemos de adelantarnos a los demás para ofre­cerles cordialmente nuestros servicios y nuestras ganas de complacerles…. Y después de decírse­lo con los labios, confirmárselo con las obras, sirviendo efectivamente a cada uno y haciéndo­se todo para todos (XI, 563). Esta es la conclusión de la larga lista de actos de caridad que el Fun­dador quiere que estén en vigencia entre sus hijos (X, 474; XI, 556-64).

Distingue san Vicente un respeto grave y se­rio y un respeto cordial (IX, 145). El primero nace del miedo más que de la buena voluntad hacia la persona respetada. Es propio de inferiores hacia superiores y no sirve para construir la comuni­dad. El segundo nace del amor y es como su ca­ra externa. La cordialidad es al amor como el co­lor a la manzana (IX, 1037-8). Pero naciendo de la misma fuente, cordialidad y respeto han de ir uni­dos. Una cordialidad sin respeto, estaría expues­ta a familiaridades poco convenientes (IX, 145).

Una amistad respetuosa y cordial constituye la trama de las relaciones comunitarias que dis­pone a la comunidad para la misión y hace cre­cer a las personas en la alegría de una vida pa­ra Dios y con Dios, de suerte que la comunidad se mantiene en una gran unión hasta el punto que se podrá decir de las Hijas de la Caridad que están en un pequeño paraíso en la tierra (IX, 151). Es un respeto que no obsta a la amistad sincera (X, 496) ni a la alegría espontánea de nuestro tra­to (X1, 28).

b) Estima, Tolerancia, Condescendencia

Tres puntales ha señalado san Vicente para la construcción de este entramado de amistad cor­dial y respetuosa: la estima, la tolerancia y la con­descendencia.

La estima es la alta consideración que nos merecen los demás. Resulta de una visión de fe con la que, considerando a los demás como a los propios ángeles y templos de Dios (IX, 152), va­loramos a los demás, no desde la cortedad de nuestra visión humana, sino desde la perspecti­va de Dios que los ha elegido, como a los márti­res de Jesucristo, para instrumentos de su amor salvador (IX, 256). Así se comprende que san Vi­cente diga que nunca hay razón para perder la es­tima que nos merecen los hermanos. Las cosas y también las personas ofrecen perspectivas di­ferentes y, si un asunto tiene cien caras, siem­pre es posible mirarlo por la más hermosa (IX, 257). Y esta estima nos impone el deber de aceptar su colaboración y ofrecerles nuestros servicios en una auténtica comunión de vida y de misión (XI, 563). No se trata de una mera valoración teó­rica, sino de una aceptación sincera que genera una opinión positiva de los otros, sin fijarse en sus pequeños defectos (IX, 153) y que nos lleva a ade­lantarnos en gestos de simpatía, afecto y buen tra­to, sin afectación alguna, (IX, 158), nacidos del amor que les profesamos. La fuente del respeto es la estima y la estima se forma en el corazón, y del respeto nace la mansedumbre (XI, 255).

La tolerancia no es sinónimo de indiferencia. No aguantamos a [os demás porque no nos que­de otro remedio al no estar en nuestras manos prescindir de ellos. Es cierto que la tolerancia se nos impone desde la constatación de las fre­cuentes alteraciones del propio humor, que po­drán facilitarnos la comprensión de los humores cambiables de los demás (IX, 1031). Pero tam­bién cabe una valoración positiva de la diferen­cia. La diversidad del otro es don de Dios que hemos de agradecer y cultivar, tratando de inte­grarla en la unidad de la comunidad. Esta acep­tación positiva ayudará a soportar las deficien­cias de los demás, sin echarles en cara sus faltas, antes bien tratando de ocultarlas y disi­mularlas, ofreciéndoles como contrarréplica el ejemplo de nuestra propia fidelidad (IX, 264-281). Nada de lo que podamos decir para exhortar a nuestro prójimo a que cumpla con su deber, es tan poderoso como el ejemplo (IX, 277). Y así co­mo esta tolerancia es aceptación pacífica de las limitaciones del otro, es también ayuda para la aceptación agradecida de sus pareceres y juicios, aun de los opuestos a los nuestros, porque na­die se molesta por lo que le dice una persona a quien ama (IX, 154). La tolerancia es en efecto la ley que ensambla todos los elementos de la comunidad. ¿No veis cómo es menester tener pa­ciencia en todas las cosas para que puedan se­guir adelante? Un edificio necesita algo que lo sos­tenga; si no, no podría construirse. Veis cómo las piedras más gruesas sostienen a las más pe­queñas; lo mismo la madera: las vigas sostienen a los listones; veis entonces cómo en la tierra todo se hace por medio de sostenerse mutua­mente. El cuerpo humano no podría hacer sus fun­ciones si los miembros no se sostuvieran entre sí (X1, 1032). Bien sabía san Vicente que no pedía cosas fáciles. La convivencia lleva irremediable­mente roces y encuentros hirientes y sangrantes. A esto había que añadir la rudeza de los orígenes de casi todos los miembros de sus nacientes co­munidades. El único camino inequívoco está en la reconciliación. Las personas vulgares se mo­lestan mucho más fácilmente que los espíritus se­lectos y las personas civilizadas. El medio más fá­cil para mantenerlas en paz es acostumbrarlas a la reconciliación (IX, 116).

La condescendencia es consecuencia de esa estima de los otros y de su tolerancia respetuosa y agradecida. Desde la aceptación, en el Señor, de la superioridad del otro, se prefiere su juicio, su parecer, sus gustos y sus obras, sacrificando los propios en aras del cariño sincero que se le profesa. En palabras del mismo san Vicente con­descendencia quiere decir ponerse de acuerdo con el prójimo. El camino no es otro que el que se señala en el evangelio: «Si tu prójimo quiere que des con él un paso, da diez» (Mt. 5, 41). San Vicente anota que los doctores aplican esto a la condescendencia (IX, 1032-3). En la comunidad vicenciana, la condescendencia es un principio universal. Atañe a todos sus miembros, no sólo a los superiores, y se extiende a todo lo que no sea pecado (XI, 758). Una vez más se hace para las comunidades vicencianas, ejemplo y regla la persona del obispo de Ginebra que decía: Pre­fiero hacer mi voluntad en la de los demás que la suya en la mía y más quiero condescender con cien personas que obligar a una sola a que con­descienda conmigo (IX, 1035). No se trata sin más de contentar a todos, porque las Hijas de la Caridad no tienen por qué contentarse unas a otras; lo único que tienen que buscar es conten­tar a Dios en todas las cosas (IX, 845)• La con­descendencia en las cosas malas no sería virtud, sino un gran defecto que provendría del libertinaje de espíritu o de nuestra cobardía y pusilanimidad (XI, 758).

3. La comunidad de bienes

La comunidad vicenciana quiere compartir una misma vida. Para ello no basta vivir en una misma casa o compartir un mismo trabajo. El Señor nos ha llamado y reunido, haciéndonos partícipes de su misma vida, alimentada por un mismo pan, al ser­vicio de la misma misión. Quien quiera compartir la vida habrá de poner al servicio de esta misión, y a disposición de sus hermanos, sus fuerzas y sus talentos para ir haciendo realidad los ideales de la vocación. La comunidad sostiene una acción co­mún que se realiza con la participación de todos, desde sus distintas posibilidades.

Al servicio de la misión común cada miembro de la comunidad pone cuanto ha recibido del Se­ñor. El pensamiento paulino de que a cada uno se le ha dado la participación del Espíritu para uti­lidad común (1 Cor. 12, 7), se traduce en una inter­comunicación de bienes, que recurre frecuen­temente en el pensamiento vicenciano. Dios nos ha dado los pensamientos buenos en la oración para nosotros y para los demás (IX, 358). Y si ha tocado el corazón de las Hijas de la Caridad para hacerlo particularmente sensible al respeto mu­tuo y a la mansedumbre, es para aprovecharlo en la comunidad, para que los uséis bien (IX, 253).

Aprobando y alentando la ayuda mutua que, en las predicaciones y catecismos que hacen cada día, se prestan dos misioneros, san Vicente dice: La fatiga será dulce y todo el trabajo resultará fá­cil, el fuerte aliviará al débil y el débil amará al fuerte y obtendrá de Dios mayores fuerzas; y así, Señor, tu obra se hará a tu gusto y para la edifi­cación de la Iglesia y los obreros se multiplicarán atraídos por el olor de tanta caridad (111, 234).

Expresión externa de este intercambio de vi­da es la comunicación de los bienes materiales. Es un disfrute frugal al servicio de unas personas que se sienten enviadas a servir a los pobres y que no pueden serles onerosas en nada. La mi­sión no tiene que resentirse por ello. Las bases económicas de la comunidad han de estar bien consolidadas, antes de proceder a su fundación (VII, 183). Los bienes materiales son como el ner­vio que vertebra toda la acción y la vida de la co­munidad y la expresión de la Providencia de Dios sobre la misma. El nervio de la Compañía es ese poco bien que tenéis, pero si eso llega a fallar; no podréis manteneros. Por eso es menester poner mucho cuidado en ese bien y mirarlo como aquel que les da Nuestro Señor como sostén a sus ser­vidoras (X, 818).

Este nivel de intercambio económico no sólo se vive en las comunidades concretas, en las que todos los bienes son comunes y a cada uno se le distribuyen por el superior (X, 481), según sus necesidades, sino incluso entre todos los miem­bros de la Compañía. Unas hermanas, trabajan­do por los demás, estarán en un lugar donde ser­virán a los pobres, sin que nadie contribuya a ello, y esto gracias al trabajo de las hermanas que es­tén en otros lugares, gracias también al trabajo que ellas mismas puedan hacer en sus momentos de descanso (IX, 449).

Este compartir comunitario no es tarea de un día. Se prolonga con la vida misma y lo normal es que sufra sus altibajos. La comunidad vicenciana ha de mantenerse en la actitud de revisión con­tinua puesta en vigencia desde los orígenes. Nos quedan testimonios sobrados de cómo, desde los comienzos, fueron instruidas aquellas Her­manas y aquellos sacerdotes para hacer revisio­nes periódicas de su vivir y de su hacer comuni­tario, a fin de ajustarlo a sus propósitos (IX, 67). Habría que añadir las frecuentes instrucciones sobre cómo aprovechar bien los avisos (IX, 338­56) o sobre la necesidad de la corrección frater­na, bien directamente, bien mediante la ayuda de los superiores (IX, 338).

BIBLIOGRAFÍA ESPECÍFICA:

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