Entre dos revoluciones: 1650-1652

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Benito Martínez · Year of first publication: 1997 · Source: CEME.
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cartelEl ambiente parisino.

 Los años 1650 y 1651, en cierto modo, fueron tranquilos para la señorita Le Gras, pe­ro no para la Corte ni los políticos. La sociedad vivía una calma nerviosa y a la expecta­tiva. La Fronda de París se había recogido en sí misma como lo hace un erizo a la espe­ra, pero no había muerto, tan sólo se había encerrado dentro de sus púas. Los burgueses y el pueblo llano temían algo y los cortesanos esperaban una ocasión. París era una bolsa de gas a presión y, al menor resquicio, explotaría.

Los panfletos contra Mazarino —mazarinadas— buscaban romper las alianzas que fa­vorecían al Cardenal: enfrentar a Condé con la Corte y a los parisinos contra el Parlamen­to conciliador. Por otro lado, Condé, el salvador de la monarquía durante la revolución, am­bicionaba la regencia. Altanero, en varias ocasiones, humilló a la reina y Ana de Austria no aguantó más; en el Consejo real del 18 de enero de 1650, encarceló a los tres príncipes de sangre: a Condé, a su hermano Contí y a su cuñado Longueville. El pueblo de París no se inmutó, al contrario, se regocijó. Pero en las provincias, muchas ciudades se levantaron en favor de Condé. En febrero, la reina llevó a Luis XIV, de once años, por las provincias de Normandía y lo presentó a las gentes enfervorizadas ante su pequeño rey. Una a una las fuerzas reales se apoderaron de las ciudades fieles a Condé. El 21 de febrero, la Corte ha­bía vuelto a París. En marzo, sometió Guyena y Borgoña. Los partidarios de Condé: Boui­llon, Turena, La Rochefoucault, La Tremoille perdieron fuerza. A Condé, sólo le quedaba Burdeos. La Corte decidió someterlo. Salió de París el 4 de julio y el 5 de octubre, Luis XIV entraba solemnemente en la ciudad, después de una capitulación honrosa.

Todos estos acontecimientos no impresionaron a París que vivía una calma aparente —una tregua—. Tampoco parece que preocuparan a Luisa de Marillac. Había otro asun­to que la torturaba: el futuro de la Compañía. Las Hijas de la Caridad eran hijas suyas y las amaba como si las hubiera dado a luz. Y a la Compañía, la había recibido de Dios co­mo en depósito para hacer un paraíso de la tierra de los pobres. Los pobres se habían con­. ertido en la piel de su persona y la Compañía, era el vestido que necesitaba para salir a la calle. Y este vestido estaba sin coser. Hacía más de cuatro años que la Compañía ha­bía sido aprobada por el arzobispo de París y autorizada por el rey, pero el Parlamento aún no había registrado las cartas patentes; sin este requisito, nada tenía valor civil. A sus años, la muerte estaba cerca, y los disturbios de la Fronda la espantaron: todo podría desvanecerse si morían ella o Vicente de Paúl o el Arzobispo. Podía sobrevenir un cam­bio en la monarquía y encontrar a la Compañía sin reconocimiento jurídico ni constitui­da sólidamente

Sin registrar en el Parlamento las Cartas Patentes del rey

Un día de abril de 1650, salió de casa, recorrió calles estrechas y se presentó en las oficinas del Procurador General, Blas Meliand. Pretendía conocer las causas por las que las cartas patentes del rey, aprobando la Compañía, no habían sido registradas en el Par­lamento, y quería urgir los trámites. El Procurador General era un hombre del rey, pero su cargo era venal: lo había comprado. Esto le daba cierta libertad para actuar indepen­diente de presiones. Su principal función era velar por el interés público, garantizar la jus­ticia y el orden en la sociedad y procurar que no los perturbasen los asuntos reales que ne­cesitaban registrarse. Él daba el pase a los documentos. Cuando los asuntos reales llega­ban al Parlamento, los examinaba y anotaba su parecer:

Requiero, es decir, estoy totalmente de acuerdo con que se registren; las reticencias que mostraba por no estar totalmente de acuerdo, las expresaba con la palabra consiento que se registren, y si estaba enteramente en desacuerdo y en oposición, escribía me opon­go a que se registren.

Al examinar las cartas patentes que daban valor civil a la Compañía, le manifestó a Luisa sus reticencias: no veía a salvo los intereses del Estado: si eran religiosas, es decir, enclaustradas, no tenían rentas para sobrevivir y serían un peso para la sociedad; y si eran seculares, él no conocía ningún antecedente (c.320). Luisa le manifiesta un antecedente, las Hijas de la Cruz de la señora Villeneuve: eran seculares como las Hijas de la Caridad, hacían votos privados como ellas y, sin embargo, habían sido aprobadas por el arzobispo de París (27 de abril de 1640), habían recibido la autorización real (julio 1642), nuevas cartas patentes, aprobándola jurídica y definitivamente el 16 de julio de 1644 y registra­das en el Parlamento el 3 de setiembre de 1646.

El señor Méliand podía haberse disculpado con los disturbios de la Fronda, pero no lo hizo. A él, le intrigaba esta asociación, cofradía o compañía. Las Hijas de la Cruz eran dos grupitos de jóvenes maestras sin ninguna trascendencia, mientras que las hijas del señor Vicente eran otra cosa. Entrelazadas con las señoras de la aristocracia, se extendían por París y por las provincias como nómadas silenciosas, y se habían introducido en hospita­les significativos de ciudades importantes: Gran Hospital de París, Angers, Saint-Denis, Nantes, etc. Y él, el Procurador General, tenía que controlar los resultados. Además, veía en las reglas de estas campesinas ideas que le sonaban a subversivas en estos meses de la Fronda: los pobres eran el centro de la sociedad, los mismos que levantaron barricadas y atropellaron a los partidarios de la Corte, hacía menos de dos años; los miembros de la cofradía gozaban de una igualdad total sin miramiento a los privilegios de la clase noble. Estas incultas campesinas dirigían, al igual que las hijas de la nobleza o de la burguesía, muchos establecimientos de beneficencia. Blas Méliand debía velar por el buen funcio­namiento de la sociedad y el respeto a los privilegios de las clases sociales. Tampoco Blas Méliand, partidario de Mazarino, podía olvidar que eran las hijas del señor Vicente de Paúl, enemistado con el Cardenal.

Buen político y hábil diplomático contentó a Luisa, acompañándola hasta la carroza y prometiéndole que se ocuparía del caso. Pero las cartas no se registraron. A los pocos me­ses, murió el señor Méliand. Nicolás Fouquet compró el cargo de Procurador General. Cuando acudieron a él, no pudieron encontrar las cartas patentes, habían desaparecido.

Aunque Luisa salió encantada de la entrevista, según pasaban los días, al ver que no se registraban las Cartas Patentes, un temor suspicaz se apoderó de ella. Se sentía presio­nada por la Providencia a aclarar el futuro de la Compañía y presentárselo a Vicente de Paúl, el superior. Consideró este asunto tan serio, que primero hizo un borrador: desde ha­cía unos años, había fallos generales y particulares en la Compañía. Con humildad since­ra, sentía ser la causa y pedía al superior que pusiera en su lugar a otra más virtuosa. Des­cubrió también las soluciones: «que se ponga por escrito la manera de vida» que llevan las Hermanas y que se lea «todos los meses»; pero sobre todo, establecer sólidamente la Compañía para superar la ligereza y debilidad de las Hermanas, y establecerla, sometida y dependiente totalmente del superior General de los padres paúles, con el consentimien­to de éstos para quedar agregada a su congregación.

Esto sucedía en julio de 1651. El 22 de noviembre, volvió a escribirle. La humildad se había cambiado en culpabilidad. Insistía en que la quitara de superiora: temía que por su culpa Dios destruyera la Compañía. Ella lo presentía en la muerte de muchas Hermanas valiosas, en el miedo a que las pobres sirvientas se creyeran elevadas a una categoría su­perior al ser aprobada la Compañía; lo presagiaba en las tres o cuatro que se habían sali­do para casarse y en la falta de mortificación que veía en las Hijas de la Caridad, lentas hacia la santidad.

No obstante, con una ilusión elegante expuso también sus convicciones sobre una su­pervivencia divina: la bondad de la obra y las bendiciones que habían recibido de Dios, y la libertad de los superiores para expulsar a los sujetos que pudieran dañar la Compañía. Un peligro podría venir por la codicia de los bienes materiales, pero, como en caso de de­saparecer las Hijas de la Caridad, los bienes pasarían a los padres paúles, confiaba en que nadie la destruiría; menos aún, los sucesores de Vicente de Paúl, cuando éste, su funda­dor, no lo había hecho.

Convencida del futuro risueño de la Compañía escribió varias cartas sobre la espiri­tualidad de los votos y sobre los requisitos para hacerlos. Insistía en que la Hermana lle­vara varios años en la Compañía viviendo como verdadera Hija de la Caridad y dando muestra de perseverancia, que fuera Luisa quien la presentara al superior Vicente y que éste los autorizara.

Aunque algunas Hijas de la Caridad hicieron los votos para toda la vida, tanto Santa Luisa como San Vicente preferían los votos anuales, por supuesto, privados. Tenían sus razones: los votos anuales se diferenciaban mejor de los votos religiosos, públicos, se re­conocía mejor a la Compañía como una cofradía, y se adecuaban más fácilmente a la si­tuación inestable de las primeras Hermanas. Los votos anuales encerraban, además, una espiritualidad acorde con la esencia de la vocación divina y con la libertad humana: la Hi­ja de la Caridad recobra cada año su libertad para sacrificarla de nuevo; cada año confir­ma el contento de haberse entregado a Dios, recibe nuevas gracias y nuevas fuerzas para vivir y perseverar en la vocación.

La vida ordinaria en medio de las revueltas

En febrero de 1651, el Parlamento de París decretó la libertad de los tres príncipes y la reina se vio obligada a ordenar su libertad. Mazarino huyó de París en la noche del 6 al 7 de marzo. La Corte se sintió prisionera en su palacio de París hasta el 30 de marzo. Condé volvió con humos de regencia. Estos sucesos, no obstante, en nada influyeron en el pueblo. Las rencillas, alianzas y traiciones de los nobles, se desarrollaban en los pala­cios, en el Parlamento y en las carrozas. Ciertamente, los parisinos, divididos en favor de la Corte, de Condé, del Parlamento o del cardenal de Retz [Juan Francisco Pablo de Gondi había sido promovido cardenal el 1 de marzo de 1651], intuían o veían los enre­dos en las camarillas de la nobleza y estaban prestos a levantarse, pero la superficie es­taba en calma.

Tampoco parece que esta situación trastocara la vida de Luisa. Los primeros días de septiembre, los pasó en gira por los pueblos. Así, se llegó a finales de año. Dispuesto a levantarse contra la Corte, Condé huyó a Burdeos el 22 de diciembre. El 30, la Corte salió de París tras él con un ejército dispuesto a someterlo. Había comenzado la segunda Fronda, la de los Príncipes, pero lejos de París, en el suroeste de Francia. Sin em­bargo, anunciaba los desastres de 1652.

A pesar de todo, estos dos años, 1650 y 1651, aparecen como dos años tranquilos en las cartas de Luisa. Cierto, es difícil, casi imposible, dar una vida cronológicamente se­guida. Todas las actividades de estos dos años se entrecruzan y se mezclan como en una hormigonera. En la vida rutinaria, la vemos como la directora ejecutiva de una compañía: asuntos ordinarios, papeleo, visitas a las comunidades de París y cartas, infinidad de car­tas. Se quejaba de que escribía mucho pero que sus cartas no llegaban a Nantes. Su habi­tación se asemejaba a una oficina y su casa a una central de negocios, estrafalarios para la sociedad de hoy, pero conmovedores para la gente asombrada de aquel siglo.

La correspondencia nos lleva a Chantilly, Valpuiseaux, Serqueux, Saint-Denis, Saint­Etienne, Angers, Richelieu, Nantes y Chars. Como único asunto: servir a los pobres. Les pone cuatro principios, comenzando por la regla de oro de la Compañía: «Servir a los po­bres en la persona de Jesucristo, así como servir a Jesucristo en la persona de los pobres». Segundo, no sobrecargarse de trabajo, porque destroza la salud e impide servir con ilusión y cariño. La tercera norma es prácticamente la más fácil: servir a toda clase de pobres. Mas difícil se les hacía la última regla: la tolerancia. Es sintomático la insis­tencia de Luisa para que las Hijas de la Caridad se llenen de mansedumbre, cordialidad y de tolerancia, «nuestra querida virtud». Conocía su importancia por experiencia.

De vez en cuando, leemos esos ramalazos que caracterizan su intuición práctica: las Hijas de la Caridad no son religiosas, pero tampoco seglares, son seculares consagradas; son empleadas y no las dueñas de la institución; que se modernicen en la técnica de la far­macia; urge aceptar y colaborar con los empleados seglares y recibir con ilusión los pues­tos que se les entreguen a esos empleados. Son los principios que durante 27 años continuos enseñó a las mujeres de su Compañía.

Una piadosa simpatía recorre nuestro cuerpo, cuando leemos la delicadeza con que tra­ta a Sor Brígida —escrupulosa— y a Sor Genoveva —no sabía escribir— felicitándolas por la unión que llevaban en Chantilly. A las Hermanas de Valpuiseaux, las anima a se­guir unidas a pesar de destinar a Sor Bárbara; y les toca el corazón para que sigan dando buen ejemplo de caridad, porque si no dan buen ejemplo ¿qué diría la gente y qué dis­gusto para el señor Vicente que pasaba tiempos en su finca de Fréneville, cerca de Val­puiseaux?

Más que ternura le causaron compasión Sor Guillermina, Sor Juana, Sor María José y otra compañera. Luisa las había enviado lejos, a las Ardennes, concretamente, a Saint­Etienne-á-Arnes y a los pueblos de los alrededores. Más que lejos, peligroso y desolado por la guerra. Calladas y sacrificadas, estaban separadas unas de otras en pueblos distin­tos. Un sentimiento de aislamiento y soledad las envolvió, tanto más cruel, cuanto que eran aldeanas que apenas habían salido de sus pueblos. Encerradas en el lugar, vivían del pue­blo y se casaban con hombres del pueblo o alrededores. Sólo, habían tenido la apertura de las ferias campesinas y, como sueño, la ilusión de ir a servir a París. Y cuando se habían acostumbrado a vivir en comunidad, las separaban en pueblos extraños.

El trabajo era duro y la soledad mayor. Los señores encargados de las obras de bene­ficencia, compadecidos, pusieron una empleada seglar a cada Hermana; pero no era lo mis­mo que una compañera de comunidad. Sor Guillermina, la responsable de las cuatro, pe­día de corazón que les enviaran a otra Hermana. San Vicente y Santa Luisa lo trataron en Consejo. Luisa explicó que era justo enviarles ayuda, que la necesitaban, que la exigía la Compañía y todas las Hermanas para que vieran que no se las abandonaba; pero no les enviaron la ayuda porque —hoy no lo comprendemos— era una fundación transitoria y escaseaban las Hermanas.

San Vicente y Santa Luisa intentaron compensar la negativa con cartas y pidiendo a las Hermanas de Sedan que les echaran una mano. Los únicos argumentos válidos que en­contraron los fundadores para consolarlas de la negativa fueron los sobrenaturales. Luisa, más detallista, las compensaba con noticias de sus compañeras de París y animándolas a abrirle el corazón o recomendándoles que procurasen encontrarse para consolarse.

Mientras atendía a las Hermanas de estas fundaciones transitorias, desde París recor­dó a la comunidad de Angers. Exceptuando aquel verano de 1644, nunca había sufrido por culpa suya, al contrario, la alegraba. Ahora mismo, en verano de 1650, los adminis­tradores pedían que las Hermanas se hicieran cargo también de un segundo hospital en la ciudad y de otro en un pueblo cercano, Chñteau-Gontier. Aunque la llenaba de orgullo, no los aceptó porque no pedían aumentar el número de Hijas de la Caridad. Era una sobrecarga de trabajo que agotaba a las Hermanas, impedía servir con dignidad a los enfermos y «murmurarían las personas que no conocieran el pequeño número de Hermanas». Ni su santidad ni su orgullo humano le permitían aceptarlo

Sor Cecilia Angiboust, la Hermana Sirviente, se había ganado al obispo, al que trata­ba con espontánea confianza, es decir, era hábil en el gobierno. Pero en abril, hubo obis­po nuevo, Enrique Arnauld. Era hijo del abogado Antonio Arnauld y hermano de famo­sos jansenistas: Antonio Arnauld —el Gran Arnauld— y las abadesas de Port-Royal, An­gélica e Inés. Antes de ser sacerdote, estudió abogacía para continuar el bufete de su pa­dre, trabajando para las familias ricas de París. Cuando fue nombrado obispo de Angers. el 30 de enero de 1649, había cumplido 51 años. Fue consagrado el 29 de junio de 1650: murió el 8 de junio de 1692. Era de carácter frío y de mucha prudencia, buen diplomáti­co. Trabajó por reformar al clero de su diócesis, obligándolo a respetar las normas canó­nicas, en especial, la residencia. Públicamente, nunca se adhirió al jansenismo, aunque fue uno de los cuatro obispos que no quiso firmar el Formulario. Algunos decían que por ca­bezonada. Colbert decía de él: «De vida ejemplar, sería intachable si debilitara un poco la exclusiva buena opinión que tiene de sus sentimientos».

Es probable que al nuevo obispo le llamaran la atención las hijas del señor Vicente. influyente en la Corte hasta hacía poco, por ser miembro del Consejo de Conciencia. Sa­bía que Vicente de Paúl era el cerebro para socorrer los desastres de la guerra y, lo más interesante para el obispo, era uno de los organizadores de la defensa episcopal contra el jansenismo.

Monseñor Arnauld quiso conocer a las Hijas de la Caridad en el Gran Hospital e inte­rrogarlas sobre algunos puntos. A Luisa, le estremeció lo que podrían responder sus jó­venes de pueblo, viviendo en comunidad sin ser religiosas. Rápidamente, escribió a su amigo el Abad de Vaux, Vicario General del obispo, para que les preparara las respues­tas de antemano.

En el lado opuesto, estaba Nantes. ¡Siempre Nantes! Seguía atormentándola. Era una enfermedad crónica o una llaga imposible de cicatrizar. Por dos veces —cuenta Luisa— estuvieron decididos a quitar la comunidad, pero las dos veces detuvieron la decisión92. Nantes llegó a convertirse en el trivial sonsonete de un reloj: persecuciones y calma, mur­muraciones contra las Hermanas y petición de aumentar su número, quejas y olvido, des­tino de Hermanas y envío de nuevas. Era tan monótono el vaivén, que Luisa llegó a acos­tumbrarse y a dejar marchar la vida. No podía escribir más cartas ni cambiar a más Her­manas, sencillamente, porque había cambiado a todas. Los consejos que escribía eran tan acertados que podrían pasar a un manual de convivencia.

A pesar de ser una situación requetesabida por continua, en las cartas de estos años a la superiora, Sor Juana Lepeintre, la que 5 años antes había sido su asistenta, respiramos un aire de intranquilidad, como si saltaran al papel ciertas dudas y sospechas que Luisa retenía en su interior. Luisa notó cierta desconfianza en Sor Juana; y cuando le escribía, parece que tenía miedo de molestarla o alterarla; le escribe frases de ánimo, casi halagos. Su sicología femenina adivinaba algo desconcertante y acertó. En septiembre de 1651, Sor Juana se marchó a Angers y allí estuvo mes y medio. Luisa se inquietó pero no se asom­bró. Esperaba con miedo que un día u otro Sor Juana la sorprendiera de alguna manera. Su reacción no fue dura. Con una paz dulce, escribió al Abad de Vaux, y mes y medio más tarde a Sor Juana. Ni le riñe ni la provoca ni se siente asombrada. Por el contrario, quiere manifestarle que sigue siendo su amiga. Únicamente, le pregunta si ha descansado en Angers ¡Qué diferente la carta que, cuatro años antes, escribió a Sor Isabel Martín, cuando, de la misma manera, se fue de Nantes a Angers! Caprichos de la his­toria, Sor Isabel se marchó porque tuvo miedo de la Visita Regular que estaba haciendo Sor Juana. Luisa descubría ya desviaciones síquicas preocupantes. La pobre Sor Juana mu­rió, años después de Santa Luisa, en el asilo Nombre de Jesús con la cabeza perdida: hi­pocondríaca, dicen las crónicas.

En 1650, a pesar de sus arios —se acercaba a los sesenta— tuvo ilusión y energía pa­ra enviar Hijas de la Caridad hasta el lejano Hennebont, en Bretaña, a 13 kms. de Lorient, pedidas por Eudo de Kerlivio, Vicario General de Vannes y amigo de Vicente de Paúl. El 22 de octubre de 1650, el superior Vicente dio la despedida a Sor Ana Hardemont, a Sor Genoveva Doinel, a Sor Juana Bautista y a Sor Nicolasa Haran, estas dos últimas desti­nadas a la nueva fundación de Montmirail (IX, 496).

En dos años ¡cuántas cosas habían sucedido! En el otoño de 1650, le nació su única nie­ta. Emocionada, supo que le ponían su mismo nombre: Luisa Renata. ¡Qué curioso! Rena­to es el nombre que el P.Anselme da al padre de Luisa de Marillac. Pero se sobresaltó cuan­do su hijo cayó enfermo. De nuevo, su cariño maternal la traicionaba, y le puso a una Hi­ja de la Caridad para que lo cuidara. San Vicente —todo comprensión con ella— estuvo de acuerdo, pero no lo estuvo para que se quedara a dormir en casa de su hijo.

El amor divino robustece el amor humano

Simultáneamente, a los asuntos comunitarios de Angers y Nantes, Luisa atendió los problemas personales, o más acertado aún, problemas familiares de las Hermanas de Ri­chelieu. Aquí, vivían Sor Carlota Royer y Francisca Carcireux sin complicaciones comu­nitarias. Sor Carlota, de Liancourt, pertenecía a una familia económicamente desahogada, sin más. Las noticias que Luisa le da de sus padres son ordinarias, casi alegres, y a sus fa­miliares, los nombra con naturalidad. Sor Francisca, de Beauvais, en cambio, procedía de una familia burguesa venida a menos. Cuando Luisa nombra a su padre, lo llama su se­ñor padre. Era un hombre culto que redactaba las cartas con una escritura elegante y sin faltas de ortografía ni de sintaxis. A sus 40 ó 45 años, se había casado en segun­das nupcias con una hermosa joven de 18 años. Con los hijos de su primera esposa, se ma­nifestaba inquieto, dominante y acaparador. Acaso por haber venido a menos, se presen­ta como un padre egoísta que intentaba aprovecharse de sus hijos. A su hijo Pablo, sacer­dote paúl, lo obligó, por medio de quejas y lamentos, a salirse de la congregación, a ins­talarse de párroco y a pasarle una pensión. Algo parecido, pretendía de su hija Sor Fran­cisca con visitas y cartas lastimeras. Trajo a París a otra hija viuda e insinuó chantajear a Luisa a costa de la permanencia de Sor Francisca para que le buscara un empleo digno.

En el alma de Luisa, se revolvieron tres sentimientos: por un lado, la pobreza real en que habían caído un hermano y una hermana, con tres hijos. También, Luisa llegó a tocar la penuria y estaba familiarizada con la angustia que genera. No podía abandonar a esa pobre mujer y prometió a Sor Francisca ayudarla y hacer lo posible por meter a su her­mano en los Incurables. Por otro lado, probó como suyos los dolores de Sor Francisca y la consoló con expresiones tiernas y espirituales. A todo, se añadían las exigencias del pa­dre pensando únicamente en él. Luisa descubrió a la hija el carácter inquieto y exagerado del padre para que no le creyera todo. Mientras, intentó convencer al señor Carcireux que no visitara a su hija, sino que se volviera a Beauvais, donde tenía parientes pudientes que podían colocarlo dignamente.

En mitad de la calma, a finales de 1650, Luisa lloró la muerte de su amiga y secreta­ria Sor Isabel Hellot. Tan sólo, había vivido en la Compañía cinco arios. Bretona y rica hija de un alto burgués, era instruida y educada. Al poco de ingresar, Luisa la nombró su secretaria y lo fue hasta su muerte. Afectiva y fiel, redactó las actas de los Consejos y los apuntes de las conferencias del superior Vicente. Escribió muchas cartas que Luisa tan só­lo firmaba.

Unas pocas, las escribió y firmó Sor Isabel en nombre de Luisa. Luisa la lloró como una madre. No podía olvidar aquellos dos momentos crueles de su vida: cuando su hijo cayó enfermo y ella estaba lejos, a cientos de kilómetros; Sor Isabel fue la encargada de cuidarlo y quien la tranquilizaba con noticias agradables. El otro mo­mento hacía poco tiempo que había sucedido, cuando la Fronda la sorprendió lejos de París. También, esta vez, Sor Isabel fue el enlace entre Luisa y las comunidades de Pa­rís y su hijo. Luisa sufrió la pérdida de una amiga y quedó desconcertada al quedarse sin la secretaria. Durante más de un año, tuvo que ser secretaria de sí misma además de di­rectora de la Compañía. Solamente, aparecen unas pocas cartas escritas por una mano desconocida hasta hoy.

Justo un año después, el 30 de diciembre de 1651, murió a la edad de 75 años la se­ñora de Lamoignon, presidenta de las Damas de la Caridad del Gran Hospital de París; es decir, la presidenta de casi todas las obras que llevaban las Hijas de la Caridad en París. Era esposa de uno de los nueve presidentes de bonete redondo del Parlamento y madre del primer presidente. Como medio de santidad, había escogido la penitencia, el sacrificio y ayudar a los pobres. El pueblo le dio el nombre de madre de los pobres. Da­ma de la Caridad desde 1637 y presidenta desde 1643, fue una amiga de Luisa y, sobre todo, un apoyo oportuno en apuros de organización y dirección de las obras. Como pre­sidenta, le sucedió la duquesa de Aiguillon, pero Luisa se entendía mejor con la hija de la anterior presidenta, la señorita de Lamoignon.

Luisa de Marillac tenía a todas las comunidades en sus entrañas o en su pluma y cada día se ocupaba de todas. Por la mañana, escribía a una y por la tarde a otra; hoy, se inte­resaba por unas Hermanas y mañana, por otras, porque ayer se había cambiado la situa­ción de cualquiera de ellas, como en Chars, a un día de París. En el Consejo del 15 de abril de 1651, Luisa explicó que «hacía un año que había fallecido un párroco muy bueno y que se había preocupa­do siempre mucho de nuestras hermanas, que lo veneraban mucho y que tenían con él mucha confianza. Pero el que ocupó su lugar, aunque hombre de bien, era, sin embargo, muy rígido y estaba lleno de las máximas jansenistas y quería obligarlas a dar cuenta detallada de su interior y de todas sus acciones, mandándolas que hi­cieran confesiones generales y otras muchas cosas. Y a eso, no podían acomodar­se nuestras hermanas, a pesar de que, sin estropear las cosas, con un poco de espí­ritu de discreción y tolerancia, hubieran podido dejarlo contento. Por el contrario, se han ido agriando tanto las cosas que verdaderamente no podemos menos de qui­tarles la razón a nuestras hermanas, teniendo en cuenta la condición de pastor y to­das las demás cosas».

Una de las consejeras era Sor Juliana Loret, parisina, de 28 años. Como en una ence­rrona cariñosa, por unanimidad, la eligieron, sólo por un tiempo, Hermana Sirviente de Chars. Confiaban que solucionara las dificultades. Y Sor Juliana salió inme­diatamente para Chars. Luisa estaba acostumbrada a desprenderse de sus amigas, pero le costó dejar salir a aquella joya. Había entrado en la Compañía hacía cuatro años. Al año de estar en la Casa, Luisa descubrió sus dotes, se descargó de la formación de las recién venidas y se las entregó a Sor Juliana, de 26 arios de edad y uno de Hija de la Caridad. Ella fue la primera Directora del Seminario. Junto con sor Isabel Hellot, reemplazaba a santa Luisa en sus ausencias. El 24 de abril, ya estaba en Chars, y desde este día, comen­zó una correspondencia simpática sobre asuntos caseros, como de dos madres de familia o como madre e hija, mejor que como superiora y súbdita.

Por la correspondencia, intuimos una Hermana inteligente que, siguiendo los consejos de Luisa, sabe desviar las murmuraciones contra las Hermanas anteriores. Sin ceder en lo necesario, tiene paciencia y se acomoda a las exigencias poco importantes de los nuevos sacerdotes, pero se muestra al mismo tiempo un poco independiente. A pesar del cariño que le tenía Luisa, a Vicente de Paúl, le inquietaba esa forma de actuar. Varias veces, Lui­sa tuvo que reñirle y detenerla en su afán innovador. No obstante esta independencia, pa­ra Luisa era un contento y un descanso escribirle, y le escribió bastante. Las dos mujeres continúan por carta la confianza que habían tenido cuando vivían en la misma casa. Sor Juliana le encargaba compras caseras de comestibles, ropas, cacharros, etc. y, al mismo tiempo, enviaba pequeños regalos para las Hermanas que habían sido sus compañeras. Lui­sa, por su parte, 31 años mayor, se sentía como una madre: le da consejos para su vida de Dios, para que sea buena administradora y constante animadora de su única compañera. Le da noticias de la Casa donde ha vivido cinco años; le pide oraciones por ella y por el padre Vicente, y le aconseja que el ganado que tiene la comunidad no le robe el tiempo ni lo críe con los bienes de los pobres.

Luisa confiaba plenamente en las cualidades de Sor Juliana. A los pocos días de lle­gar le quitó a Sor Margarita Chétif, futura superiora general, y le envió una joven, Mica­ela, recién salida del Seminario, a la que había formado Sor Juliana y que sabía que era enfermiza —murió unos meses más tarde—. Como Superiora general, le ruega a Sor Ju­liana «que la haga darle cuenta de sus oraciones y de la práctica de sus resoluciones, tam­bién de las faltas que corneta en contra, mostrándole mucha cordialidad cuando se las declare. Tenga cuidado, asimismo, le ruego, de que no se acostumbre, fuera de casa, a faltar a la modestia y al recato que debe tener. Sobre todo, adviértale que, si usted le da algún pequeño disgusto, que se lo diga en confianza, y de la trascen­dencia que tiene el hablar a otras personas de todo lo que pasa entre ustedes. Pue­de usted leerle la presente si ve que es necesario».

A la muerte de Sor Micaela, le envió a Sor Felipa Bailly, maravillosa pero inexperta. En varios momentos de la correspondencia, Sor Juliana tuvo que sentir el afecto de la ma­dre: un día, Sor Juliana, vanidosa o desprendida, regaló a las Hermanas de la Casa todas los estampas que había recibido como aguinaldo durante los cinco años. Hay que aclarar loe entonces las estampas eran apreciadas por su valor y por su escasez. Luisa no con­sintió que se privara de aquel caudal. Otro día, le contó Luisa que entre las estampas de aquel año encontró una Santa Juliana y la separó del montón para que a nadie le tocara mando las sortearan; que se la guardó para ella. Cuando Luisa se enteró que Sor Juliana ataba enferma, escribió una frase breve pero conmovedora: «Si estuviera usted en dis­posición de venir por cualquier medio, ya habríamos pensado en enviar a buscarla».

Dicen que la santidad, como el amor, se construye con detalles. Si es así, Luisa fue un amor de santa. En las cartas, se dirige también a Sor Felipa para que no se sienta poster­gada. A Sor Juliana, le indica que confíe en su compañera y le dé labores que la ensalcen. mientras que a Sor Felipa le ruega que le escriba para saber de su vida por ella misma. Sin rodeos, les recuerda a las dos que es costumbre de las Hijas de la Caridad aten­der a los enfermos de las casas y «buscar la ocasión de servir a los pobres enfermos de los pueblos vecinos».

En 1650, entra en escena Sor Maturina Guérin que dejó en la Compañía una impronta imperecedera. Se la puede considerar como la continuadora de Santa Luisa de Marillac, y ocupa, después de la fundadora, el primer lugar en la historia de las Hijas de la Caridad. Fue providencial la presencia y la dirección de esta Hermana para el afianzamiento de la Com­pañía y su expansión. Fue superiora general durante 21 años discontinuos, de 1667 a 1697.

Era bretona y había nacido en mayo de 1631. Todavía muy joven, 17 años, entró en las Hijas de la Caridad. Para asegurar su salud, la destinaron a Liancourt en 1650. Aquí, la joven Maturina de 20 años y solamente dos en la Compañía aguantó un suplicio de más de cuatro meses. También, Luisa se encontró en medio de la tortura sin quererlo y sin cul­pa de las Hermanas. Fue algo sin conexión con los otros sufrimientos ni con el desarrollo de la Compañía. Surgió de repente entre los padecimientos como un peñasco en medio de un arenal. A Luisa, este peñasco le dio miedo: acusaban a las tres hermanas de mujeres pervertidas. Ella se enteró en verano de 1651, pero las Hermanas de Liancourt venían su­friendo desde hacía más de cuatro meses. ¿Qué había pasado? Las crónicas de la Compa­ñía acusan a la superiora, que identifican con Sor Juana Pangoy, «llena del espíritu del mundo —la califican— y que no tenía el de su estado y que finalmente se salió… Por sus maneras demasiado libres con los externos… dio ocasión de calumniarla injustamente en su honor».

La calumnia era terrible: dos jóvenes declararon delante de todos los sacerdotes que frecuentemente habían visto entrar por la noche a dos hombres en casa de las Hermanas, aun en días de fiesta y domingo y hasta durante la santa misa. Citaron «tal cantidad de particularidades que era casi imposible no creerlos». Toda la ciudad las tenía por «muje­res de mala vida y se las señalaba con el dedo». El confesor les negó la absolución el día de San José y no les dio la comunión ni el día de Pascua. Así, hasta julio. Cuando la se­ñorita Le Gras se enteró, pidió a la señora del lugar, la duquesa de Liancourt, que inves­tigara la verdad. La duquesa hizo una especie de juicio y mandó al párroco que se escon­diera para que pudiera escuchar todo sin ser visto. Llamó a los dos jóvenes y, ante las pre­guntas de la señora, se «contradijeron de tal manera» que terminaron por confesar que to­do fue mentira y calumnia. Se les perdonó. Con la verdad, un ramalazo de calor entró en el corazón herido de Luisa. Sor Maturina Guérin fue destinada a la Casa como secretaria de Luisa. El 11 de marzo de 1652, ya redactó la primera carta.

Por el mismo tiempo, las Hijas de la Caridad abandonaron el hospital-hospicio de Mon­treuil-sur-Mer. Es extraño que en la correspondencia no aparezca nada sobre la desapari­ción de esta comunidad que la había llenado de ilusión, por la confianza que depositó el conde de Lannoy en las Hijas de la Caridad y por la fórmula innovadora de colaborar con seglares y con una institución religiosa, no deja huella de su desaparición. Acaso, el fra­caso se debió a la muerte de Carlos de Lannoy (1649), que había llamado a las Hijas de la Caridad. Parece que a su muerte, la comunidad que trabajaba a las órdenes de las Her­manas y que antes dirigió el hospital, unida a los seglares, se esforzaron por hacer intole­rable a las Hermanas su presencia. El 9 de mayo de 1650, Vicente de Paúl escribe a la Hermana Sirviente, Sor Ana Hardemont, que deben volver inmediatamente a París, debi­do a la «poca armonía que han tenido» con la «antigua comunidad», lo que supone que tampoco hay paz dentro de la casa».

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