El Señor Portal y los suyos (1855-1926) (05)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la MisiónLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Régis Ladous · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1985 · Fuente: Les Éditions du Cerf, Paris.
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Capítulo II: Fernand Dalbus

En la órbita de León XIII

Sin contar con Lord Halifax, Portal había publicado un artículo bajo el seudónimo de Amicus, en el Express du Midi del 1 de febrero de 1892. Apelaba a León XIII y a William Gladstone, jefe del partido liberal inglés, que se hallaba por entonces en la oposición después de ser tres veces Primer Ministro. Por Lord Halifax, Portal conocía bien las opiniones anglocatólicas de Gladstone y la influencia que ejercía en los asuntos religiosos del reino.

La primera cuestión que resolver será la validez de las ordenaciones anglicanas. Por cuya razón querríamos ver al ilustre hombre de Estado tomar parte para que tenga carácter legal desde un principio. Si nos fuera dado asistir a la apertura de las negociaciones, estaríamos casi seguros de su feliz resultado; ya que, si existen dos hombres hechos para entenderse, ellos son León XIII y Gladstone.

Artículo sorprendente. No se sabe en primer lugar si es de admirar el desparpajo con que la imaginativa portaliana construye una utopía para plasmar sus sueños, o bien maravillarse por el tema escogido para hacer campaña, la validez de las ordenaciones anglicanas; el solo enunciado sugiere alguna oscura querella para canonista empolvado. En efecto, la utopía expresa bien la atmósfera del tiempo y la cuestión de las órdenes contiene todos los ingredientes necesarios para entablar rápidamente un diálogo.

Al lanzarse a la aventura unionista, Portal no pensaba ser un franco tirador, un solitario, mucho menos un precursor. Escribiendo en 1910 a su amigo Thureau-Dangin, el historiador del renacimiento católico en Inglaterra, explicó su iniciativa con «la oportunidad que presentaba la política general de León XIII». Y en un manuscrito autobiográfico redactado en 1909, recuerda hasta qué punto se había sentido solidario con todos los sacerdotes que vibraban con las consignas del papa:

Bajo su impulso se produjo por todas partes pero especialmente en Francia un admirable resurgir de jóvenes energías […]. Según sus aptitudes, cada uno tomó partido en el orden político,, en el orden social, en filosofía, en historia, en exégesis, en teología, en todo lugar donde había una posición que conquistar o un enemigo que combatir en nombre de la Iglesia […]. En mi vida muy retirada de profesor de seminario, seguía con la mayor atención posible las diversas manifestaciones de este renacimiento lleno de promesas.

Le parecía que, a la llamada del Vaticano, se presentaban nuevos tiempos, que se desgarraba un velo, que un «viento de Pentecostés», según la fórmula del abate Klein, levantaba en todos los dominios un torbellino liberador.

Intransigencia romana y movimiento católico

Liberador pero no liberal. León XIII –uno de los promotores del Syllabus- era tan antimoderno como Pío IX. Pero demostraba su intransigencia de manera muy diferente. La consigna no era ya «defensa», sino (y se ve claro en el texto de Portal) «conquista». El rechazo de la modernidad, del liberalismo y del laicismo, la negación global de la autonomía del «siglo» se expresaban mediante un proyecto ofensivo en el que las condenas ocupaban menos lugar que las instrucciones positivas. Se trataba de despejar la ciudadela, de multiplicar las salidas, de lanzar en todas las direcciones un movimiento católico que preparase, por escrito y de palabra, por la práctica militante y por realizaciones parciales, la construcción de la ciudad futura, enteramente fundada en bases cristianas, donde los hombres reconciliados a la sombra de la cruz conocerían por fin la paz y la prosperidad. ¿Utópico, Portal? Apenas más en todo caso que ese movimiento que admiraba y en el que quiso participar, a su modo. Él creyó que el unionismo debía constituir una sus mayores fuerzas. ¡Qué poder conquistador tendría el catolicismo si él lograra reunir las energías cristianas dispersas! Qué «posiciones» no podría arrebatar, qué «enemigos» no podría aplastar si se reforzara con el dinamismo anglicano, que se identificaba con el imperio más poderoso que haya existido jamás.

Y aquí una vez más, para este proyecto tan particular, Portal se sentía cubierto por la autoridad pontificia. Como él lo subraya en el manuscrito de 1909, el movimiento católico estaba «caracterizado, a pesar del ardor que le invadía, por el espíritu de conciliación que emanaba directamente del genio pacificador de León XIII». El artículo del Express du Midi se inserta entre dos manifiestos esenciales de la intransigencia vencedora y del espíritu de conciliación», las encíclicas Rerum novarum (15 de mayo de 1891) y Au milieu des sollicitudes (16 de febrero de 1892), el problema obrero en manos del proyecto católico y la reunión de los católicos con la República para que la República se alíe con la Iglesia. Las ambiciones unionistas de Portal se precisaron en el clima nuevo creado en Francia y otras partes por la destreza con la que León XIII jugaba con la tesis y la hipótesis, se esforzaba en preparar un nuevo orden de las cosas reglamentado por la doctrina romana pero, con este objeto, sabía lanzar a toda la «gente honrada» llamadas paternales para que constituyeran bajo su autoridad un frente único, una alianza dirigida contra las manifestaciones de la modernidad que juzgaba las más peligrosas, y primero contra el principal adversario del catolicismo integral en el mercado de la utopía total, el nuevo rival que había logrado integrar el racionalismo ateo en un sistema global y conquistador hasta inspirar un miedo saludable a los herederos de 1789: el socialismo. «Secta bárbara», asociada en los discurso pontificios a la anarquía y al nihilismo, adversario prioritario respecto del cual el laicismo burgués era un pálido reflejo, contra él se trataba, y urgentemente, de reunir a los hombres de buena voluntad. En su principio, la alianza propuesta por la Iglesia no era más que política, moral, quizás espiritual, según se decía. Lo demás –la sumisión religiosa- llegaría por añadidura, con las pruebas. En esta alianza, los cristianos no católicos tenían su lugar, por lo menos tanto como los agnósticos respetuosos.

Intransigencia romana y unión de las Iglesias

Pero existían cristianos a os que el papa ofrecía algo más que una alianza. Viendo en ellos a confesores de la fe, de casi toda la verdadera fe, los invitaba a «entrar en gracia» con la Iglesia romana, a volver al redil, a juntarse en torno a la sede de Pedro para reforzar la tropa militante de los fieles en la lucha suprema que se preparaba contra la impiedad. Él no les proponía solamente el camino clásico y misionero de la conversión individual o de la asimilación al modelo latino, sino el regreso en bloque, en corporación constituido, dentro del respeto a su disciplina propia, por sus jerarquías, por sus tradiciones litúrgicas. Estos cristianos, que se parecían los que más a los católicos por su organización eclesiástica y los dogmas que profesaban, eran los «orientales», los cismáticos de Rusia, de los Balcanes, de Turquía, de Armenia, de Egipto, de Etiopía.

Hacía más de diez años que León XIII multiplicaba hacia ellos, y en el más puro «estilo Wiseman», las manifestaciones de benevolencia y las señales de respeto, no sin chocar, en la propia Roma, con la vieja guardia latinizante, con los partidarios de la «línea Manning» y de la sumisión individual sin condición, con los apóstoles de la cruzada misionera que permitiría por fin suplantar la «falsa cruz». Ya, el papa no se limitaba más a las pías llamadas lanzadas entre bastidores; él había tomado medidas que parecían anunciar grandes cosas. Por eso había enviado a su delegado apostólico a Turquía para visitar al patriarca ecuménico en su residencia de Phanar. ¿Un delegado del papa ante Joachim IV? Y ¿por qué no ante el arzobispo de Canterbury? ¿Qué tenía de particular querer poner en contacto a Roma y Canterbury, cuando el Vaticano trataba de entrar en relación con Constantinopla? En la jerarquía y en las bases, llegaban iniciativas en apoyo de la táctica pontificia: las de Mons. Strossmayer, por ejemplo, el bullicioso obispo croata a quien apelaba Portal desde 1893, o también esta sección oriental organizada por dom Van Caloen en el congreso de los católicos belgas en Malinas, en 1891, que tanto interesó al lazarista que pensó por un momento en contactar. Es difícil ponerlo en duda cuando recuerda a Thureau-Dangin, en la carta de 1910, que su acción, en un principio, «se refiere a las ideas de unión de las que se hablaba entonces a propósito de las Iglesias de Oriente». Para dirigir hacia Inglaterra un movimiento en pleno desarrollo, quiso suscitar, después de otras muchas, la dichosa vieja cuestión de las ordenaciones anglicanas.

Las ordenaciones anglicanas o los hermanos enemigos

Desde principios de 1891, él recogía apuntes sobre el sacerdocio en la Iglesia de Inglaterra y el modo como se perpetuaba allí. La cuestión le interesaba porque ofrecía a la vez, en un bonito efecto de contraste, un terreno de encuentro entre Roma y Canterbury, así como una fuente inagotable de controversia viva, de desprecio y de rencor. Ofrecía un terreno de encuentro en la medida en que el concepto anglicano de la ordenación y del sacerdocio se parece mucho al concepto romano. Al revés de otras confesiones salidas de la Reforma, el anglicanismo no ha hecho destacar la distinción de lo sagrado y de lo profano, no ha abolido la noción de personaje sagrado y consagrado. Como la Iglesia católica, ha conservado una jerarquía de sacerdotes y de obispos, mediadores privilegiados entre los hombres y Dios. En el curso de su ordenación (holy office of priesthood), el sacerdote (priest) anglicano recibe del obispo que le impone las manos un poder especial y una gracia que hacen de él, para la eternidad, un hombre aparte; no se convierte solamente en el pastor que enseña, predica y conduce al pueblo cristiano, sino también en el sacerdos que distribuya a los fieles, bajo la forma de los sacramentos (holy sacraments) medios eficaces de salvación (effectual means of grace). ¿Eficaces? No era tal el parecer del Santo Oficio.

Portal descubrió hasta qué punto las ordenaciones anglicanas eran fuente de controversia, y de grave controversia. A pesar de su carácter católico, los manuales de teología romanos las daban como dudosas, y en su propio lugar, en Inglaterra, el clero papista anunciaba con alborozo su invalidez radical, la nulidad absoluta; los obispos anglicanos no pueden ordenar sacerdotes, ya que ellos no son los sucesores legítimos de los apóstoles; en su furor destructor, los reformadores del siglo XVI rompieron por completo la sucesión apostólica; el rito nuevo que se apañaron con apremio rebelde no contiene las oraciones y los gestos indispensables; y sobre todo estos herejes notorios nunca tuvieron la intención de ordenar a sacerdotes sino solamente de entronizar a recitadores de sermones. Esta tesis vuelve a definir los sacramentos anglicanos como engaños, a lo sacerdotes anglicanos como simulacros, y a la Iglesia anglicana como una construcción falaz, puramente humana, usurpadora y mucho más peligrosa, bajo sus oropeles litúrgicos, que las sectas protestantes que tienen la ventaja de no ocultar su juego.

Estas gentilezas no estaban reservadas a un círculo restringido de especialistas; se distribuían a la puerta de las iglesias, en forma de pequeños panfletos, se explicaban en las homilías, a parecían con regularidad en la prensa católica. Los anglicanos estaban tanto más impresionados cuanto más se armaba la controversia de todo un arsenal de leyendas injuriosas sacadas del repertorio jesuita del siglo XVII; fue así como el arzobispo de Parker, de quien recibía sus poderes toda la jerarquía anglicana, habría sido consagrado en una taberna en el curso de una bufonada blasfema y borracha. La cuestión de las ordenaciones era el lugar en el que se expresaba con mayor fuerza y viveza el rechazo del otro.

Esa es la razón de la que Portal quería servirse para «enfrentar a las autoridades de las dos Iglesias». Lugar de encuentro, que permitiría de entrada emplear el mismo vocabulario y referirse a conceptos admitidos por las dos partes. Fuente de controversia, que movilizaba las mentes y las escandalizaba; el mero hecho de abordarla con serenidad después de renunciar a las injurias y a los argumentos polémicos, sería ya una señal de buena voluntad y como una primera experiencia de reconciliación. Cuestión concreta que dependía ante todo, según parecía, de los historiadores y canonistas, permitiría remitir a una etapa ulterior el estudio de las divergencias doctrinales. Su examen debería durar mucho, muchísimo tiempo, facilitar el pretexto de múltiples encuentros, gracias a los cuales los dos campos aprenderían a conocerse y a estimarse. Portal insistió con frecuencia en este punto. Su viejo amigo Eugène Tavernier se acordaba de oírle decir más de una vez, incluso incidentalmente, en medio de una conversación iniciada más o menos de improviso: «Nunca quisimos provocar una decisión». El señor Portal deseaba ve establecerse una corriente de estudios seguidos, un intercambio pacífico y continuo de ideas y de explicaciones, con el fin de que, por ambas partes, se experimentara el gusto de conocerse recíprocamente.

El hombre que asustó a Manning

Realista de lo imaginario, profeta encadenado, obispo laico encargado de almas, político obligado por razón y por deber a dar cuenta de los remolinos de la opinión y de las contingencias, Halifax dudó mucho antes de aprobar. Desde enero de 1892, una de sus principales razones para dudar se llamaba Herbert Vaughan, el nuevo arzobispo de Westminster, sucesor del cardenal Manning. Vaughan era un gentilhombre de bella prestancia que confesaba con toda franqueza que el sacrificio más duro de su vida era haber renunciado el día de su ordenación, a los deportes, al caballo, a la caza. Pertenecía a una tribu católica que había enjugado tres siglos de persecución por fidelidad a la vieja fe. Había logrado esta proeza de expresar su intransigencia con una brutalidad que asustó a Manning mismo. Y es que Manning era un converso, llegado del planeta anglicano; sus rigores eran aplicados, reflexivos, conscientes. Las brutalidades de Herbert Vaughan, en cambio, descargaban con toda espontaneidad y arrojaban en el paisaje religioso de Inglaterra una nota de frescura medieval. Halifax no podía por menos de admirar a este centauro de Dios; le juzgaba «capaz de todo si en ello veía la salvación de las almas, un verdadero inquisidor».

Hasta el 4 de julio de 1892 no se decidió a explicarle con valentía, al detalle, el proyecto Portal. La exposición fue larga, la respuesta breve. A las palabras de ordenaciones anglicanas, Vaughan se encabritó: la verdadera cuestión era la del papa, había que comenzar por ella.. Se despidieron cortésmente, pero Monseñor de Westminster conservó de la entrevista una impresión detestable, y que debía pesar como una losa:

Halifax y su partido […] quieren impedir que la gente se conviertan individualmente al catolicismo, diciéndole que aguarden a la reunión en corporación. Pero ésta no tendrá lugar has después del Juicio final, y todas las pobres almas que nazcan y mueran en la herejía antes de la reunión deberán sufrir por esta quimera de reunión en corporación.

Si el Vaticano reactivaba el modelo Wiseman, Westminster seguí siendo fiel al sistema Manning, a un sistema Manning limpio de toda floritura. Era para preocuparse, y a partir del 4 de julio Halifax se retrajo de manera sensible. En esto estalló un espantoso escándalo que reanimó a los viejos demonios. En Uganda, a instigación de la Church Missionary Society, la compañía británica de Africa oriental expulsó al vicario apostólico e hizo encarcelar a los misioneros católicos, Padres Blancos, Franceses. Las rivalidades religiosas se infectaban con querellas coloniales. Y Halifax mismo llegó a escribir –antes de entrar en sentimientos más serenos: «Os confieso que mis simpatías se hallan muy divididas». No quiso redactar por sí mismo una defensa de las ordenaciones anglicanas y, a las críticas de Portal, respondía Home Rule, sesione parlamentarias, crisis ministeriales, guerra escolar, desestabilización de la Iglesia anglicana en el país de Gales, pero también mudanza, yeso, pinturas, albañilería, muebles. Era la época en que él ampliaba su casa de campo de Garrowby y la dotaba de escaleras secretas, de trampillas, de armarios sorpresa y de escondites para curas refractarios perseguidos. Portal se consolaba pensando que siempre cabe alguna ligereza en las naturalezas excelentes.

Donde el Señor Portal monta una provocación

Así transcurrían los días, y Portal se atormentaba tanto más cuanto más habían excitado su impaciencia por actuar dos acontecimientos. El 2 de agosto el Consejo privado de la reina había puesto punto final al proceso del obispo de Lincoln conformando por unanimidad el juicio de transigencia emitido por el arzobispo de Canterbury. Después de lo cual, los anglocatólicos no serían nunca más unos fuera de la ley. Algunos días después del veredicto liberador, Portal había vuelto a ver en el Mont-Dore a un Halifax aliviado, aéreo, exultante, que le había repetido imprudentemente: «Verdaderamente este sería el momento de hacer algo». Nuevo meses más tarde, en mayo de 1893, León XIII se había aprovechado del entendimiento entre Francia, protectora de los cristianos de Oriente, y Rusia, principal potencia ortodoxa, para lanzar una vasta iniciativa unionista. Había enviado al cardenal Langénieux, arzobispo de Reims, promovido para la ocasión a legado pontificio, a presidir en Jerusalén un congreso eucarístico que tomó, como lo subraya Portal, «las proporciones de una importante manifestación de simpatía hacia la Iglesia oriental».Proceso de Lincoln y congreso de Jerusalén, triunfo del renacimiento católico en la Iglesia de Inglaterra y del unionismo en la Iglesia de Roma: Portal no podía esperar más. El verano siguiente, se fue al Mont-Dore, donde le esperaba Halifax, y presentó a su amigo el esbozo de un panfleto sobre las ordenaciones anglicanas. Sin discusión, un panfleto, breve y provocativo, escrito para levantar una reacción en cadena y proyectar a los responsables de ambas partes en torno a un tapiz verde.

La idea básica tenía más de treta de guerra que rigor dialéctico: demoler primero los argumentos tradicionales de los canonistas católicos contra la validez, demostrar que el rito era suficiente, la sucesión apostólica intacta, y la intención de los obispos consagrantes –por dudosa que fuera- totalmente incapaz de viciar el acto sacramental; despejado así el campo, apoyarse en un argumento frágil, de una fragilidad enorme, evidente, para llegar finalmente a la conclusión de la invalidez. Portal había desempolvado un decreto del papa Eugenio IV, dirigido a unos Armenios inquietos, que proclamaba la necesidad de la porrección de los instrumentos. Esta expresión técnica designa el gesto del obispo que presenta al nuevo sacerdote los «instrumentos» del sacrificio eucarístico, el cáliz y la patena. Como, en el siglo XVI, los reformadores ingleses habían reemplazado los instrumentos por la Biblia, las ordenaciones anglicanas caían bajo el impacto del decreto a los Armenios. Algo que no diría el panfleto –pero todos los sacerdotes que habían estudiado lo sabían- era que la porrección había sido ignorada durante mucho tiempo por la Iglesia latina y lo estaba siendo por la Iglesia ortodoxa, cuyas órdenes eran consideradas por Roma válidas con certeza. El lector católico sería inducido pues a refutar, por una reflexión personal, la conclusión aparente y a deducir la validez.

El panfleto sería redactado en francés y publicado en Francia. Portal fundaba las mayores esperanzas en los jóvenes institutos católicos, el de París sobre todo, que animaba Mons. d’Hulst, un prelado abierto hacia quien el lazarista profesaba la más viva admiración. Sabía que muchos anglicanos alimentaban un prejuicio favorable sobre el clero «galicano», que oponían espontáneamente a los Irlandeses rústicos y a los Italianos oscurantistas. Y además, patriotero como era, estaba persuadido de que París era el centro del mundo y que la opinión francesa se convertiría en una formidable caja de resonancia.

Frederick William Puller, monje anglicano

Todo estaba en regla, o casi, a excepción de que, en agosto de 1893, el panfleto se resumía todavía en un bosquejo. Portal se consideraba incapaz de redactarlo solo. Para que el mecanismo provocador funcionara a tope, se necesitaba en efecto que toda la parte positiva –la refutación de los argumentos hostiles- fuera extremadamente sólida. Sólo un anglicano podía redactarla. Halifax aprobó, porque veía en ello un medio de canalizar el entusiasmo de Portal y de hacerle sentir la densidad y complejidad de las cosas. Se puso en contacto con uno de sus antiguos condiscípulos de Eton, un erudito categórico, compacto, desprovisto del todo de imaginación, siempre listo a hilar fino, pero bien formado en teología, historia, patrística: el reverendo padre Puller, el muy rígido director de novicios de la Sociedad de San Juan Evangelista. Este monje anglicano vivía en la familiaridad de la Escuela francesa y se hubiera encontrado a sus anchas entre el cardenal de Bérulle y el Señor Vicente. En eclesiología, sus simpatías iban de Bossuet a Mons Maret, antiguo decano de la facultad de teología de París, que era para los puseyanos, con Darboy y Dupanloup, un modelo de «galicanismo» iluminado y de catolicismo liberal. Pero no nos engañemos: Puller se apoyaba en un conocimiento preciso de los Padres de la Iglesia y de los primeros concilios para defender con rigor la legitimidad de la posición anglicana y rechazar sin contemplaciones lo que Pusey llamaba el «sistema práctico del romanismo». Con él, encontró Portal sin mucho trabajo un vocabulario común, pero llegó a tener –mucho mejor que al contacto de Lord Halifax- el sentido de un anglocatolicismo que no quería dejarse fascinar, absorber o ir a remolque por la Roma de León XIII.

En primer lugar se trató de que Puller fuera a Cahors, pero el Señor Méout se alarmó. Un «pastor protestante»! El seminario se revolucionaría y la pequeña ciudad sería un cotilleo. Halifax, pase, era un laico, que es otra cosa. Todo se hizo por carta. Puller redactó las páginas que tratan del rito, de la sucesión apostólica y de la intención de los obispos consagrantes. Portal se ocupó de la introducción, de la conclusión y de la porrección. El 7 de noviembre de 1893, pudo poner punto final a un texto de cuarenta páginas, tal vez el primer estudio escrito conjuntamente por dos religiosos de confesiones diferentes para iniciar una reconciliación entre sus Iglesias. Ni que decir tiene que la colaboración del anglicano debía quedar en secreto. Portal y Puller quedaron pues unidos bajo el seudónimo de Dalbus. El abate Jaugey, director de la Ciencia católica, había aceptado dos años antes publicar un artículo de Lord Halifax. Seguía esperándolo. A falta de Halifax, publicó a Dalbus en sus dos entregas del 15 de diciembre de 1893 y del 15 de enero de 1894. El panfleto fue posteriormente reunido en folleto bajo un título anodino: Las Ordenaciones anglicanas.

Un modelo de discurso leoniano

Desde las primera líneas, el lector comprende que el autor es un hijo sumiso de la Iglesia romana; y se espera una carga contra los cismáticos, cuando vienen a sorprenderle unas líneas que dejan prever un veredicto positivo. Y de hecho las veintinueve primeras páginas ofrecen un aspecto de abogar pro anglicanis. Pero las seis siguientes introducen bruscamente la cuestión de los «instrumentos» y cierran con una sentencia negativa. Dalbus niega a la Iglesia de Inglaterra lo que Roma concede a la Iglesia ortodoxa, el derecho de atenerse a la forma primitiva del ritual. Y tiene cuidado de apoyarse en una decisión tardía cuyos sentido y autoridad se prestan alas controversias.

El panfleto termina con un breve tratado de unionismo que abre la perspectiva de una «lucha suprema» inminente entre «los creyentes y los impíos». En el umbral de este gran drama sagrado, la unión devolverá a «la Iglesia de Jesucristo» su «poder civilizador» y su «influencia en el mundo»; Ella le permitirá triunfar de sus enemigos y «acabar la conquista de los pueblos». La unión no concierne a todos los cristianos. La «paz religiosa próxima» no reconciliará más que a las confesiones cuya constitución se parezca la del catolicismo: los anglicanos y los orientales. Dalbus se adhiere a la profecía de Mons. Strossmayer: «La unión de la Iglesia griega y latina» será «obra del siglo XX». Pero «la Iglesia griega no se adelantará en mucho a la Iglesia anglicana, si es que se le adelanta». Aparte de estos dos grupos que han conservado un episcopado y pretenden hacerle llegar hasta los apóstoles, Dalbus no ve que se pueda convertir más que a hermanos errantes. Las confesiones protestantes no son sino sectas que «se ramifican a través de los siglos y caminan hacia la impiedad, como van al precipicio los bloques que se sueltan de la montaña, y al humus las hojas amarillas». El unionismo, al aislarlas, les asestará un golpe fatal; «los protestantes lo adivinan con terror», y en efecto tienen razón. En el interior del campo así delimitado, Dalbus cree posible emprender una acción especializada, un diálogo entre Roma y Canterbury que completará los esfuerzos de paz con las Iglesias orientales pero guardará hasta al final su independencia. No pronostica solución global, se queda en una problemática de negociaciones bilaterales. Ya que se trata de negociar, contando con los valores católicos que los cismáticos han preservado en su teología, su jerarquía y su liturgia. El unionismo es más diplomático que espiritual; afirma su conformidad con los designios de Dios, pero en ninguna parte se habla de oraciones por la unión. Por fin el término del esfuerzo será la vuelta de las Iglesias disidentes al centro inmutable, a la Iglesia romana que es la única que posee «la perfecta constitución de la Iglesia establecida por Jesucristo».

[La comunión anglicana] la menos contagiada de protestantismo, se limpia vigorosamente por sí misma, y progresivamente desde hace sesenta años, vuelve a la pureza de la doctrina. El término fatal, o mejor providencial, de esta evolución es Roma.

Dalbus entre la unión de las Iglesias y la reunión de la Iglesia

Bonito ejemplo, puro ejemplo de discurso intransigente. No solamente Dalbus no se coloca como precursor, sino que a veces anda con retraso en relación con las grandes encíclicas unionistas que León XIII publicó en 1894-1895, y en particular cuando trata a las comunidades protestantes de «sectas» condenadas al «humus». Pero atención: Dalbus no es Portal. Dalbus es un provocador que adapta sus intenciones al público al que quiere llegar, es decir a los católicos que hacen de León XIII el símbolo y el guía de sus aspiraciones conquistadoras. En un punto al menos, y de importancia, no está de acuerdo con Portal. En su correspondencia privada, Portal no intenta ya rebatir la tesis principal del unionismo anglocatólico tal como Lord Halifax se la ha explicado esta vez y como se la recuerda otra vez en el momento en que se emprende la acción: Sean las que fueren las dificultades de la posición de la Iglesia anglicana –y estas dificultades no las voy yo a atenuar- es una verdadera parte de la Iglesia católica.

Y un poco más adelante: Después de todo no hay más que una Iglesia verdadera en el mundo, y si tenemos razón, aunque separados de Roma, somos ya, para estas fechas, miembros de esta única Iglesia.

Esta afirmación contradice el artículo fundamental del unionismo católico: La Iglesia romana es la única Iglesia de Jesucristo en la tierra. Dalbus expone la tesis católica, desea la unión de las Iglesias, la vuelta de los disidentes. Y Portal admite en privado que Lord Halifax y sus amigos luchan por la reunión de la Iglesia, por la reconciliación de todos los que ya forman parte de ella, anglicanos, ortodoxos, romanos. Y todo ello porque admite que Puller el Puntilloso acepta entraren su juego y llevar también él el sombrero de Dalbus, con la bendición de Lord Halifax que encuentra el folleto «admirable».Poco importa que los derechos del anglicanismo se califiquen en él de «pretendidos derechos»: se entiende que se trata de las necesidades de la maniobra, igual que le referencia al decreto de Eugenio IV. Cuatro años después de Madera, Portal es un ferviente discípulo de León XIII. Pero sabe que se puede ser buen cristiano, y hasta cristiano admirable, sin compartir la visión solar que manda a la voluntad pontificia regular la sociedad global: en el centro, la Iglesia romana, estrella fija, alrededor de la cual giran, más o menos distantes del foco bienhechor, los planetas disidentes, las Iglesias cismáticas, unas iluminadas aún y calientes, las otras perdidas en la oscuridad y el frío, en las fronteras de esas tinieblas exteriores donde reinan todos los demonios de la modernidad. Por la amistad de Lord Halifax, Portal ha puesto ya sus pies en uno de esos planetas, y no en el más cercano ni el más iluminado; la perspectiva ha llegado a estar lo suficiente modificada para que juegue el papel de Fernand Dalbus, esa máscara intransigente al servicio de una causa que, ya, ha dejado de serlo del todo.

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