El Señor Portal y los suyos (1855-1926) (03)

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CRÉDITOS
Autor: Régis Ladous · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1985 · Fuente: Les Éditions du Cerf, Paris.
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Prólogo: Portal antes de Portal

Laroque

Fernand Portal nació en 1855 en Laroque, al pie de los Cévennes, cerca de Ganges. La parte baja del pueblo era periódicamente devastada por las crecidas del Hérault; la parte alta se aferra a una roca fortificada. Los Portal habitaban la parte alta. Su casa se recuesta contra la muralla del castillo y se abre a lo que las gentes de la región llamaban no una «callejuela» sino un «pasadizo», el pasadizo de San Juan.

Pedro, el padre, fabricaba zapatos y se los daba a los que los necesitaban. Año tras año, al acercarse la feria de Beaucaire, cuando compraba sus cueros, no le quedaba más remedio que girar visita a sus deudores menos insolventes; le daba compasión. Practicaba las peregrinaciones del lugar, no dejaba correr el tiempo de bautizar a sus hijos y solía contar cómo una vez se había dejado estafar por un sacerdote. La madre, Luisa Lafabrie, venía de Navacelles, entre la meseta del Larzac y la del Bandas. Su abuela materna, Rosa Albus, fue también la madrina de Fernando y le inspiró, llegado el momento, el seudónimo de Fernando Dalbus. Luisa y Pedro tuvieron tres hijos. Dos murieron de tierna edad. Una hija, María, se quedó en el pueblo; ella conservó la casa y la leyenda familiar.

Los padres, los padrinos, los amigos eran labradores o hacían medias. No sabían escribir su nombre, y firmaban con un rasgo de pluma. Pedro sí que sabía; y echaba una firma con una caligrafía aplicada, casi tan bonita como la del maestro municipal. Quiso que su hijo, único, hiciera estudios. ¿Cómo arreglárselas, a menos de acudir al clero? Un tío cura, Juan Francisco Portal, ejercía el ministerio en una parroquia de la diócesis de Nîmes; se prestó a ayudarles. Le entregaron a Fernando, que partió dejando el recuerdo de un pequeño travieso, «lo que llevó a decir un día a una buena anciana devota en su patois pintoresco: Se jamaï préchès! (Si alguna vez predicas!)».

El abate Juan Francisco había ejercido el ministerio en Aigües-Mortes después en el pensionado de los Hermanos de Alès antes de ser nombrado, en febrero de 1866, párroco de Rivières-de-Theyrargues, entre Alès y Barjac. Fernando tenía pues al menos once años cuando dejó a sus padres y comenzó lo que se puede llamar sus estudios de secundaria. Si las cosas hubieran seguido su curso, habría entrado en las órdenes de la forma más clásica. Era frecuente que un sacerdote se ocupara de un niño, miembro de la familia o alumno aventajado del catecismo, y le iniciara en latín, destinándolo así a la vida clerical. El muchacho era apartado, dedicado a la sotana, a la edad en que sus compañeros guardaban cabras o asneaban bajo la férula del maestro.

Entre los Portal, la mitología familiar favorecía un compromiso precoz. Hacia la edad de res años, Fernando cayó gravemente enfermo. Una tarde, el médico pensó que no pasaría la noche. Pedro comenzó por sobresaltarse, luego salió sin decir dónde iba. A pie, por el camino hasta Brissac, por senderos de monte después, llegó al santuario de Notre-Dame-du-Suc; los católicos de los Cévennes veneraban allí a una Virgen milagrosa. Llegó cerca de la capilla a medianoche. Sin molestar al ermitaño que cuidaba el santuario, rezó un buen rato en el umbral de la puerta: si la Virgen salvaba al niño, se lo consagraría, y, llegado el día, nadie se opondría a que entrara en las órdenes. Fernando se curó el cabo de unos días. Tres años seguidos fue llevado al santuario llevando las insignias marianas. Se había convertido en el niño del milagro, es decir elegido, designado. Un milagro; un tío cura. Todo conspiraba a hacer de él lo que los oradores llamaban un joven levita.

Montpellier

Fernando no se quedó más que un año en Rivières. En 1867, se enfadó con el abate Juan Francisco, quien le habría acusado falsamente de hurto. Indignado, el muchacho exigió que viniera su padre a buscarlo. Como quería seguir los estudios, Pedro logró colocarlo en 1868 en el seminario menor de Beaucaire luego, en 1868, en el de Montpellier, donde estuvo cinco años, alumno brillante, mimado de sus maestros. Dirigían el establecimiento sacerdotes de la Congregación de la Misión, lazaristas. La gente de la región les llamaba los «cortezas», los cuscurros, porque el espíritu de pobreza les prohibía tirar el pan duro. Recibían de buen grado a los chicos de origen modesto, salidos del mundo del campo, y quienes proseguían allí, con la ayuda pecuniaria de los párrocos y de sus parroquianos, estudios clásicos.

Este seminario menor no era un colegio disfrazado y no competía con el liceo imperial. Ni los éxitos escolares ni el número de alumnos constituían el objetivo principal de los superiores.

A los jóvenes seminaristas, se les pide ante todo cualidades morales, cierta inclinación por lo que es religioso, alguna señal de una posible vocación. Por eso se rechaza o se aparta a todo aquel que no parece responder a estas exigencias.

Y sin embargo Fernando no quería dejarse ensotanar; soñaba con ser oficial. El seminario menor , prolongado eventualmente por una de esas «cajas de bachiller» abiertas hacia 1850 por sacerdotes de la diócesis, presentaba el único camino posible para un hijo de zapatero, en una época en que las becas de liceo eran raras y prácticamente reservadas a los hijos de los funcionarios dóciles. Esta ambición militar data de Beaucaire, por lo menos; el ejército era todavía imperial; había peleado en toda clase de países exóticos y podía deslumbrar a un muchacho de trece años poco sensible al éxito diverso de las expediciones y a la limpieza relativa de sus motivos.

Sueño de adolescente prendado de imágenes de Épinal, sin duda; pero un sueño que las derrotas de 1870 no hicieron más que consolidar, y que atormentó a Fernando hasta la edad de dieciocho años. Por él se explican un temperamento aventurero, y el horror confesado de «la buena tranquilidad de la vida burguesa y canonical». Hasta su muerte, Portal se desvivió en las empresas, se enardeció en las tempestades; la perspectiva de un revuelo no dejó de llenarle de contento, y la monotonía de lo cotidiano de sumirle en la neurastenia. Y además se reveló patriota, sencillamente. ¿Cómo no hacerse oficial cuando Francia, machacada por el Prusiano, debía reconquistar su honor y la Alsacia? Este patriotismo sobrevivió a la ordenación y estuvo a flor de sotana. ¿Lo asoció Fernando, a principios de los 1870, a sentimientos realistas? ¿Esperó acaso la vuelta de la monarquía legítima? Ya como lazarista, actuó, habló y escribió siempre como si la cuestión del régimen no se planteaba más. En 1892, acogió sin debate de conciencia la encíclica en la que León XIII aconsejaba la reunión de la República. Parece que muy temprano se haya liberado del problema del juramento político, que perturbó tan gravemente a una parte del clero francés a finales del siglo XIX. Pero él estaba disponible para otras batallas.

Intransigencia romana y proyecto misionero

Fernando nunca llegó a ser oficial. Se hizo sacerdote para ser misionero. Este cambio de ambición expresa a su modo el combate que sostenía entonces la Iglesia católica. Fernando tenía nueve años cuando el papa Pío IX fulminó el Syllabus contra «los principales errores de nuestro tiempo», entre los que ocupaba el primer lugar el liberalismo que quiere reducir la religión a las convicciones de la conciencia privada. Contra lo que ella tenía por un ideal mortal, mortal para la fe, mortal para la humanidad, el papado proclamaba la necesidad de lo que se llamaría hoy una regulación religiosa de la sociedad global. La religión no debía constituir un asunto privado, no debía dejarse encerrar en un dominio aparte, una reserva, una sacristía al margen de la sociedad secularizada; debía rechazar el mundo «moderno», es decir el mundo fragmentado donde la moral, el derecho, la política y la ciencia afirmaban su autonomía e intentaban construirse según las normas de una razón secularizada. A este mundo en explosión, el catolicismo intransigente, el catolicismo oficial y dominante que seguía al pontífice romano en su non expedit radical, oponía cada vez con más claridad, a medida que el conflicto de precisaba y se extendía, un proyecto unitario, exclusivo y totalizador, que integraba a todos los campos de la actividad humana y los sometía a las exigencias de la Iglesia y de su magisterio.

A medida que avanzaba el siglo, más se hablaba –precisamente porque cada vez estaban menos claras las cosas- de política, de derecho católico, de sociedad católica, de ciencia católica. Se trataba de recrear un universo cristiano que recurriera a todas las facultades del hombre y le envolviera por completo. De esta manera se había comprometido el papado en un combate de frentes múltiples, tanto más difícil de sostener cuanto se negaba con frecuencia a distinguir la tesis de la hipótesis, la estrategia intransigente y la táctica que sabe transigir. Al final del reinado de Pío IX, parecía que había perdido en todas partes la iniciativa, que sostenía una guerra de posición, una guerra de desgaste a base de fuertes anatemas y condenas; se presentaba como una ciudadela asediada por la locura del mundo: su intransigencia se había vuelto defensiva. En Europa por lo menos.

Ya que para compensar el terreno perdido, para aflojar el tornillo y ganarse las nuevas energías que permitían el contraataque general, la Iglesia ofrecía fuera de Europa un colosal esfuerzo de implantación. El tiempo de la ciudad asediada fue también el tiempo fuerte de las misiones, es decir de aquellas empresas que se dirigían a construir en terreno virgen –o así supuesto- esta sociedad globalmente cristiana cuya construcción, en el viejo mundo, se revelaba tan difícil. En sus memorias, Portal se acuerdas con emoción de aquella necesidad de revivir y hasta de salir de sus fronteras, de adquirir imperios nuevos a pesar de las pérdidas sufridas en el interior.

En Francia solamente, de 1815 a 1870, se fundaron veintidós congregaciones o institutos misioneros, así como una prensa especializada, así los Anales de la propagación de la Fe o las Misiones católicas, semanarios lanzados en 1868 y cuyas páginas estaban llenas de relatos de misioneros; relatos de sus tribulaciones, de sus trabajos, de sus victorias, relatos sobre todo de sus sufrimientos. Un rumor de epopeya triunfal y sangrienta llegaba a conmover a los jóvenes católicos prendados de sacrificio y de aventura. Caja de resonancia del rumor heroico, el seminario menor de Montpellier estaba en manos, según se ha dicho, de los sacerdotes de la Misión, lazaristas; esta congregación realizaba el supremo esfuerzo misionero, sobre todo en China; varios de sus miembros habían encontrado allí el martirio. Su gesto vino a trastornar a Fernando, quien llegó a sentir verdadera veneración por Juan Gabriel Perboyre, ejecutado en 1840 al cabo de un suplicio atroz. Los superiores supieron mostrar al brillante alumno que se podía ser soldado al servicio de la Iglesia, al servicio de una causa en la que no estaba uno expuesto a la larga espera y el molesto diario de la guarnición, de una causa también que se confundía, según el espíritu del tiempo, con la de Francia y de su misión espiritual. Treinta años después, Portal declaró a una amiga cómo se había puesto a soñar con «sufrimiento y martirio» así como con «batalla y muerte gloriosa».

Durante mucho tiempo, sopesó el pro y el contra entre lo rojo y lo negro. «Después de no pocas luchas», escogió el camino que le parecía más difícil. Él que debía animar al grupo católico de la Escuela normal superior de la calle de Ulm renunció a preparar el bachillerato. El 14 de agosto de1874, diecinueve aniversario de su nacimiento, entró en la Congregación de la Misión. Más tarde, anotó en su cuaderno íntimo la frase de Teresa de Ávila, después de los votos:

No tenía veinte años, y ya me parecía tener el mundo rendido a mis pies.

El 7 de diciembre de 1874, se vio imitado por su mejor amigo, Francisco Verdier. Se había encontrado en los bancos del seminario menor con aquel muchacho de Lunel, de un año menos pero su rival para los primeros puestos, y que fue su íntimo hasta el final, alguna vez su cómplice. No cesaron de tutearse cuando Verdier fue elegido, en 1919, superior general de la Congregación de la Misión, el décimo séptimo sucesor de san Vicente de Paúl. Fue uno de los que aseguraron a Portal aquella medida de comprensión y de libertad gracias a la cual pudo seguir con los lazaristas.

Adiós a los Cévennes

Pedro y Luisa estaban desolados. Que su hijo, su único superviviente, se instale en cualquier curato de la diócesis, es una cosa. Pero ¿la misión lejana, China, una larga separación, tal vez definitiva? Habían empezado por oponerse. Fernando había respondido con una carta tanto más altanera por haber tenido que dominar su afecto:

Vosotros me entregasteis a María. Que el sacrificio sea completo.
[Iba firmado] El hijo más sumiso.

Padre había renunciado; nunca debía consolarse. Para Fernando fue también difícil. Él veneraba a sus padres quienes, a pesar de su pobreza, habían sostenido sus estudios. «Según avanzo en la edad, más agradecimiento siento hacia ellos por la vida difícil que llevaron por nosotros, por mí en particular». Quería a su pueblecito; lo describió a menudo con agrado, y una de sus satisfacciones era enseñárselo a sus amigos. Cuando todo salía mal, se repetía la divisa, adversis duro, que traducía: «Resisto en las contrariedades»; y la relacionaba con su oración favorita:

Dios todopoderoso y misericordioso, apartad e nosotros con bondad todas las cosas adversas a fin de que libres en cuerpo y espíritu sigamos los mandamientos con mentes libres.

Se reencontraba y hallaba a sus anchas al contacto con los artesanos, campesinos, sus amigos de infancia, cuya tenacidad le asombraba.

Laroque está dominado por una enorme roca en forma de toree que le ha dado el nombre […]. En el ardiente sol como en la tempestad, llueva o sople el viento, la gran roca sigue allí. Se dice que los habitantes participan de su naturaleza…

Enraizado estuvo, a su modo. Cuando podía, no dejaba de enviar dinero para la restauración y mantenimiento del albergue familiar. «A pesar de mi alejamiento, mi casa sigue allá abajo».

¿Le prepararon los Cévennes secretamente a sobrellevar lo que fue la preocupación y dolor de su vida: la desunión de los cristianos? A dos kilómetros de Laroque, en Ganges, los campanarios de la iglesia católica y del templo protestante rivalizan en altura. Todo alrededor, en el Vigan, en Pompignan, en los Montèzes viven los recuerdos de la guerra de los camisards y de los sínodos del desierto. Pero en Laroque mismo, no había protestantes, y no parece haberlos habido nunca. Como escribe Jean Bernad, las crecidas del Hérault han causado allí más desastres que los camisards, y hemos de reconocer que antes de encontrase con Lord Halifax, Portal no manifestó ningún interés particular por los «hermanos separados».

París contra los sacerdotes

Fernando se enfiló la sotana que su madre había asperjado con agua de Lourdes, subió a París, pronunció los votos en 1876, recibió la tonsura, las órdenes menores y el subdiaconado en 1878, el diaconado en 1879, el sacerdocio en 1880. El seminario interno de los lazaristas desplegaba sus fachadas severas entre la calle de Sèvres y la calle del Cherche-Midi. Se daba importancia en disciplinar a los hombres atrincherados, en los dos sentidos de la palabra: los retraídos y los fortificados. La idea de que el sacerdote debía tener cuidado con el mundo no era nueva. Pero en el siglo XIX el término evangélico de «mundo» se había concretado en designar la sociedad moderna salida de la Revolución. Ya no se trataba solamente de resistir a las seducciones del siglo, sino de mantenerse impermeable a sus agresiones. La realidad cotidiana era pesada cuando la aparición de una sotana provocaba el encogimiento de hombros del burgués y el graznido del popular.

Fernando se quedó estupefacto ante el recibimiento que la capital reservaba a los seminaristas.

En medio de los recuerdos más profundos de nuestros desastres, de la guerra extranjera y civil, en aquella atmósfera de odio que por entonces se respiraba en París, no os podéis hacer una idea de qué mal vistos éramos; en algunos barrios, se percibía el odio de los hombres y de las mujeres en la calle. Nos insultaba todo el mundo, los estudiantes y la gente bien educada.

En semejante ambiente, el primer cuidado era proteger a los seminaristas, crear una trama densa de hábitos y reflejos en defensa de su vocación, multiplicar las estructuras defensivas contra una libertad cuyos efectos desoladores constataban cada día las autoridades eclesiásticas. De donde la aparición de aquellos «directorios» que encerraban a los alumnos en una red de prescripciones detalladas. La primera edición del directorio de los seminarios mayores de la Congregación de la Misión data de 1846.No era más que un proyecto, si bien impreso. La edición que fue decretada (después de algunas observaciones) y que estuvo en vigor durante medio siglo data de 1850. Se la seguía a la vez en los seminarios mayores y en el seminario interno de la calle de Sèvres.

Una educación clerical en el siglo XIX

El directorio preveía el empleo del día cada cuarto de hora, del despertar (a las 5 de la mañana) al silencio (a las 9 de la noche). A cada espacio de tiempo correspondía una actividad precisa que lo llenaba por completo. Ningún intersticio, ni juego. Y al día siguiente, vuelta a comenzar. El ciclo de las repeticiones no se interrumpía más que por los oficios del domingo y la salida semanal, puesta de ordinario los miércoles por la tarde. Media hora de «preparación para el paseo» precedía al paso del grupo del seminario al mundo exterior. Aunque se tratase de formar a formadores –la tercera parte o la mitad de los seminaristas eran destinados no a las misiones extrajeras, sino a la enseñanza -, los estudios ocupaban un lugar secundario. Lo esencial era lo que el directorio llamaba la «formación en la piedad». Ante todo, hacer sacerdotes santos. En pie a las 5, los seminaristas no entraban en clase hasta las 9. Salían una hora y cuarto más tarde, para no volver hasta las 3 y media. En total, dos horas y media al día, cinco horas a la semana, más una hora el miércoles. Es poco para unos jóvenes que no pasaban por otro lado más que dos horas al día en el refectorio o en «libre recreación». Pero las instrucciones pedagógicas muestran suficientemente que no estaban allí para hacer lo que el profano llama estudios brillantes. El «buen profesor» precisa el directorio, debe «cerrar la boca» a los «presuntuosos» y tener mucho cuidado en no «tratar con dureza» o en no «humillar» a aquellos «a quienes la dificultad desanima» y «cuyas respuestas no son satisfactorias». ¿Acaso el ejemplo del cura de Ars no demuestra que se puede ser un santo sacerdote después de haber cosechado en el seminario la mención debilissimus?

Las clases se repartían en tres secuencias de igual duración: la recitación de la lección precedente, la «discusión de las dificultades», la explicación de la lección siguiente. Los alumnos no debían permanecer pasivos. El directorio aconseja al profesor preguntar «rápidamente a un gran número de ellos» luego «hacerles hablar mucho» durante la discusión de las dificultades «propuestas» pero también «suscitadas». Todo eso, bien entendido, debía hacerse «en latín y en forma silogística». «Mientras se pueda, y sea posible», los seminaristas recitaban y argumentaban en aquel latín de la Iglesia que, con los mecanismos del razonamiento escolástico, constituía la primera pieza del corsé intelectual. Cuando esta disciplina no era suficiente para evitar las preguntas peligrosas, el profesor se encargaba de reducirlas:

Evitará las discusiones largas, mostrando cómo se debe atacar inmediatamente de frente el nudo de la dificultad.

Y durante la tercera parte de la clase, la exposición de la lección siguiente, debía negarse a las «digresiones inútiles y fuera de lugar». Como le quedaba muy poco tiempo, se atenía con frecuencia a un manual, y se contentaba entonces con explicar los términos difíciles, subrayar los pasajes importantes, completarlo a veces; para aprendérselo de memoria, disponían los alumnos de cuatro horas de estudio al día.

El manual de teología (en la época de Portal, el de Bouvier, edición de 1853 revisada en un sentido ultramontano) presentaba a la Iglesia como una institución acabada, en la que parecía estar todo cerrado. Nada de buscar en la Biblia y los Padres la vida de los dogmas y su afirmación progresiva. La historia se resumía a los combates de la Iglesia contra las fuerzas del Mal, es decir la herejía y la incredulidad, llevando aquella a ésta.. Las cuestiones comprometidas se limitaban al galicanismo, al rigorismo, a la infalibilidad pontificia, a la condena del liberalismo. La cuestión social no se abordaba en el tratado de la justicia, pensado para una economía agrícola. Las ciencias de la naturaleza no tenían derecho de ciudadanía. Los cursos de sagrada Escritura suministraban a los futuros sacerdotes con qué dotar la predicación.

No parece que Fernando se haya preocupado por esta mediocridad. En los intervalos que había entre las visitas al Santísimo Sacramento, las oraciones vocales de la diócesis, las letanías del Santo Nombre de Jesús, la misa, la repetición de oración, las clases de canto y de «ceremonias», la lectura recto tono del Nuevo Testamento, el examen particular, la recitación del Miserere, del Veni sancte, del Ave Maria, del Sub tuum, el rosario, las vísperas, las completas, los maitines, los laudes, el oficio breve de la Santísima Virgen, la lectura espiritual, el Angelus, la oración de la tarde, todo cuanto constituía la formación de la piedad, él se afanaba con toda tranquilidad. Recibió el subdiaconado el mismo año que Alfred Loisy, entonces seminarista en Châlons-sur-Marne. Loisy se preparó a él en medio de la confusión y el vano cansancio de las noches de insomnio. Espontáneamente, al solo contacto de la teología escolástica, se había encabritado, juzgándola arcaica. Nada de eso en Fernando. Necesitó un largo rodeo para cuestionarse la formación recibida en la calle de Sèvres.

Diez años errante

El periplo comenzó en 1880. Apenas ordenado, Fernando pidió al superior general que le enviara a China. Seis años de estudios no habían alterado su ambición, ni siquiera le habían limpiado de su romanticismo un tanto suicida. Se trataba de ir a gastarse y morir en unión con el Maestro, el Maestro muerto vencido, abandonado, despreciado. El superior se burló amablemente. La salud del joven sacerdote había sido en verdad demasiado frágil. En 1878 había tenido incluso que interrumpir los estudios; le habían colocado de profesor en el seminario menor de Tours; había estado un año, viviendo a un ritmo más lánguido que en París. Parecía restablecido; pero fue aviso suficiente cuando hubo que decidir sobre el empleo de su vida. Junto a la misión, una de las principales actividades lazaristas era la enseñanza, muy en particular la formación de piadosos y sólidos párrocos para las diócesis. Fernando se enteró pues que estaba destinado como profesor de filosofía al seminario mayor de Oran. «De ordinario, era una orientación para toda una vida». Adiós a China… Había vivido con la certeza de que sería un «soldado de Cristo», un misionero sin cortapisas. Y ahí estaba él enseñando el arte del silogismo a unos buenos jóvenes. Había sido sacado brutalmente fuera de sí. Después de la vida compacta y absorbente del seminario, el juego resultaba posible, lo que es ironía o reflexión.

Era preciso también que se le diera tiempo. En Oran, no acabó el año escolar. A finales de abril de 1881, se puso a escupir sangre. Se le dio por perdido. Recibió la extremaunción haciendo el sacrificio de su vida. Superó la crisis, se repuso poco a poco. Todo para arrastrar una existencia de enfermo, de superviviente, presa de la solicitud de sus superiores que le prohibían tareas de peso y los climas rigurosos. Por miedo a los calores del verano argelino, lo enviaron de convaleciente a Lisboa, luego, al llegar el invierno, al seminario mayor de Niza. En 1882, intentó de nuevo la enseñanza. Durante cuatro años, enseñó dogma a los seminaristas de Cahors.

Esta ciudad ocupa un lugar importante en su itinerario; volvió allí en 1890 y estuvo todavía cinco años. Desde Cahors lanzó la campaña angloromana. Durante la primera estancia, se ganó la confianza de dos responsables sin la autorización de los cuales habría estado fuera de lugar organizar un movimiento unionista: el obispo y superior del seminario mayor. El superior, Señor Méout, campesino de Albi, tomó afecto al joven tísico llegado a vararse en su establecimiento; afecto duradero, ya que en 1908, cuando la crisis modernista, Méout fue de ,los que tomaron la defensa de Portal y le ayudaron a instalarse, sin romper con los lazaristas, en una casa de estudios independiente. En cuanto al obispo, Mons Grimardias, de Auvergne, titular de la sede de Cahors desde 1865,amigo de Maret y de Dupanloup, había creído inoportuna la declaración de la infalibilidad pontificia y se había abstenido de comparecer en la última sesión del Concilio Vaticano II. En materia política, afirmaba que el clero debía aceptar las instituciones modernas y mantenerse en una estricta neutralidad. Se entendía a las mil maravillas con el prefecto, y desde 1879 intentó adelantar, de acuerdo con las autoridades civiles, la aplicación de las medidas previstas contra las congregaciones.

En Cahors se encuentra rastro de la primera fundación portaliana, «una asociación de jóvenes trabajadoras a favor de los pobres», una especie de prototipo de la comunidad de Javel. Así, entre Méout, Grimardias, los seminaristas y las jóvenes caritativas, la existencia de Fernando parecía recobrar un curso uniforme, cuando volvió a escupir sangre: nada de seguir enseñando. Le enviaron a España, luego a Portugal. Se ocupó hasta finales de 1889 en confesar y predicar ejercicios en los establecimientos dirigidos por los lazaristas o las Hijas de la Caridad. La enfermedad le tuvo durante más de veinte años en una constante incertidumbre sobre su futuro. Las recaídas periódicas le obligaban al descanso, con prohibición de hablar, de salir, de subir las escaleras. Entre dos crisis, se sentía marcado, hasta en su forma de reír cuyo «matiz era extraño, casi inaudible, un hálito procedente de un pecho que, más o menos, parecía desgarrase».

Siguiendo al Señor Vicente

En el seminario, había vivido la familiaridad de san Vicente de Paúl., Se había dejado impregnar de su espíritu, tal como se recibía por la tradición lazarista: sencillez, humildad, abandono a la Providencia. De vacío por el fracaso de su ambición misionera, se apegó al Señor Vicente como a un modelo a quien se asimila y se interioriza para dominar una crisis y hallar la seguridad que orienta e impulsa a actuar. No se contentó con las fuentes habituales, las biografías y los estudios espirituales de Abelly y de Collet, de Ansart y de Maynard. Tuvo acceso a la correspondencia y a las conferencias editadas a partir de 1860, sin descuidar los manuscritos que iba a buscar a los archivos de la Congregación y que estudió toda su vida con pasión. Se trata aquí de un interés constante que no disminuyó con el compromiso unionista, muy al contrario, en la medida en que Portal estableció una relación directa entre la reforma de la Iglesia según el Señor Vicente y el acercamiento de los cristianos. En 1900, fundó los Pequeños Anales de San Vicente de Paúl, en los que firmó artículos sobre las Hijas de la Caridad y la creación de los seminarios mayores franceses, dos aspectos importantes de la obra del santo. En 1918, publicó en colaboración con Georges Goyau «notas sobre la iconografía de san Vicente de Paúl», y en 1920 un estudio sobre Luisa de Marillac, colaboradora del Señor Vicente. La reforma católica fue uno de sus asuntos de conversación y de conferencia favoritos. Le gustaba hablar del siglo XVII francés, que había estudiado mucho y conocía por dentro. Era menos un conocimiento técnico de los acontecimientos y de las fechas, que una inteligencia viva y muy flexible del «modo» como ocurrieron las cosas.

Su Vicente de Paúl fue en primer lugar el sacerdote que anduvo a tientas unos quince años después de su ordenación antes de descubrir a qué tarea era llamado, el gascón de aventura que se agotaba en su vida errante hasta comprender que su vida sería fecunda en la medida exacta en que hiciera un lugar a Dios, siguiera su querer y no querer, cesara de ponerle obstáculos para servir de punto de apoyo, de apariencia y de pretexto a su acción. Tras él, Fernando quiso ver en los tumbos de su existencia una prueba purificadora. Imposible alejar por sí mismo lo que pertenece al propio yo, egoísta y terrestre, útil para estropear las obras. ¿La enfermedad, la decepción, el destierro? Ahí estaba el trabajo de la Providencia que le moldeaba duramente para hacer de él el instrumento del que iba a necesitar. En esta perspectiva, el desánimo se convertía en pecado mayor, con la distracción, la indiferencia y la «devoción de sensiblería y de imaginación» que llena al cristiano de sí mismo y le impide discernir bien. Fernando retuvo del Señor Vicente la crítica de los «pensamientos elevados, éxtasis y arrebatos» así como la resistencia opuesta al su confesor Duval que deseaba arrastrarle tras de sí y de la Señora Acarie a los arcanos de la mística. Quiso una piedad práctica, que lleva al buen hacer, alimentada por la inteligencia de lo que Cristo vivió y realizó entre los hombres.

Un autodidacta descubre la historia

No se preparó solamente por la meditación del Evangelio y del ejemplo vicenciano. Se lanzó a estudios ambiciosos, embrollones (en una carta de 1898 habla de su «reputación de hombre desordenado»), señalados con la prisa autodidacta de recuperar el tiempo perdido. No existía ningún ciclo de formación permanente en la Congregación de la Misión, y los estudios personales se tenían por fantasías, caprichos más o menos inspirados por el espíritu del mundo. Los apetitos enciclopédicos de Fernando no estuvieron ni suscitados ni encauzados por sus superiores; los adquirió por el ejercicio solitario de la virtud de observación. Viajero perpetuo con los ojos bien abiertos, sacado por sus viajes del ambiente confinado de los seminarios, pudo medir, mejor aún de lo que lo había hecho en París, la decadencia del influjo espiritual e intelectual de la Iglesia.

Sus agendas se llenaron de extractos de los grandes reformadores católicos (y en primer lugar de santa Teresa de Ávila) denunciando los abusos del clero y sus carencias. Y no fueron sólo las instituciones eclesiásticas las que se puso a estudiar sub specie temporis: «Mis lecturas iba dirigidas a la historia incluso con miras teológicas». Se dedicó a leer directamente a los Padres de la Iglesia –lo que por otra parte entraba en la tradición de la Escuela francesa del siglo XVII- y a descubrir la afirmación progresiva de los dogmas, el desarrollo en el tiempo de una doctrina viva. «La teología no es otra cosa que una historia de lo que Dios reveló al hombre», escribe hacia 1887. Se encontró con el Newman del Ensayo sobre el Desarrollo, también con Möhler, y resumió:

Las verdades más elevadas no podrían comprenderse de una sola vez por los que las reciben. Son mentes no inspiradas las que las reciben y las transmiten, y todo se opera a través de los medios humanos.

Pero fue la historia reciente del catolicismo francés la que le absorbió más su atención.

Siempre me había interesado particularmente la historia de la Iglesia de Francia, cuya fisonomía propia me atraía. En los últimos tiempos [que precedieron al encuentro con Lord Halifax], yo había seguido con mucha atención las biografías y los estudios relacionados con nuestro movimiento católico del siglo XIX.. estas últimas lecturas sobre todo habían contribuido a acrecentar mi amor a la Iglesia: también habían puesto ante mis ojos ejemplos cuyo recuerdo, más tarde, no dejó de influir en mi conducta en circunstancias difíciles.

Y en primer lugar los de Lamennais, Montalembert, Lacordaire, Gratry, Maret. En esta época fue cuando se puso a despojar las revistas, La revista política y literaria, la Revista de los dos mundos, y tal vez ya El Corresponsal en el que pensó, en1891, para lanzar la campaña unionista. Portal, ¿un católico liberal? Digamos que soñaba, en la tradición vicenciana, con una Iglesia al servicio del mundo, pero de un mundo que no coincidía ya con la Cristiandad. Por el descubrimiento de la historia, historia de la Iglesia, historia del dogma, se liberó de la distinción tradicional del siglo (dominio del cambio) y de la religión (dominio de lo inmutable). Sin embargo no discutía que la religión tuviera el deber de arreglar el siglo. «El derecho, anota hacia 1890, es la conformidad con el orden divino». Y es la Iglesia a la que pertenece, naturalmente, definir qué cosa es el orden divino.

Teólogo e historiador autodidacta, Fernando se interesó asimismo por las ciencias. El conflicto entre la fe y la mente científica, como se decía, le fascinó. Dedicó ocho páginas de apuntes al proceso de Galileo, y se interrogó, por ejemplo, sobre las nuevas teorías relacionadas con el origen de las especies. Sobre esto concluye:

La transformación no es contraria a la fe, ni siquiera en lo que se refiere al hombre […]. La fe no da ninguna fecha precisa para la edad del hombre. La ciencia la fijará.

Como leía los artículos de divulgación de la Revista de las cuestiones científicas, semejantes afirmaciones no tienen nada de extraño. Reflejan la voluntad de emancipación con respecto a las rutinas intelectuales que se confirmaban entonces entre una minoría de universitarios católicos, laicos en su mayoría. Profesores de geología y de ciencias naturales dejaron por los años 1880 de tener en consideración los datos bíblicos sobre la creación, el diluvio y la clasificación de los seres vivos sin por ello romper con la Iglesia. Pero no eran lazaristas. Lo que sorprende es la facilidad con la que Fernando, profesor de dogma de su estado, tuvo por evidentes tesis que perturbaban sin embargo seriamente el universo mental heredado del seminario.

En la transformación intelectual que se opera en él, nada que huela a crisis ni desgarro. La ruptura impuesta por un acontecimiento exterior, la enfermedad, fue vivida en un plano estrictamente espiritual. Una vez más se trata menos de una ruptura que de un retorno a las fuentes, de una conversión a la tradición de la escuela francesa del siglo XVII. Fernando se convirtió siguiendo al Señor Vicente; a partir de entonces, el recorrido parece cómodo. En él se revela como espíritu independiente, fácil y flexible, autodidacta acelerado en renovar los problemas sin profundizar en ellos demasiado, negándose a especializarse, abriendo ventanas a un vasto horizonte sin ahondar nunca en nada, disponible y curioso, interesándose en todo, desde las costumbres de los insectos hasta la exégesis, pasando por la formación de los terrenos sedimentarios, la historia antigua, la cosmología, el Islam o el origen de los evangelios apócrifos. No era de aquellos que experimentan espontáneamente la necesidad de reunirse, de justificarse. Debajo de su torbellino intelectual se ocultaba cierta pereza, una indolencia que contribuía sin duda a su carácter beatífico, pero no le permitía concluir. Antes de encontrar a Lord Halifax, andaba a oscuras. Se preparaba. ¿Para qué? No tenía idea. Y por no saberlo, no sufría.

Halifax ante Portal

De Newman a la English Church Union.

Cuando Fernando Portal vino al mundo, Charles Lindley Wood tenía dieciséis años, formaba parte del círculo estrecho de los compañeros y de viaje del Príncipe de Gales. Años más tarde, al salir de Oxford, debutó como secretario particular del ministro del Interior, que era primo suyo; una especie de aprendizaje antes de las cosas serias, un asiento en los Comunes luego una cartera. Pertenecía a una tribu que consideraba al gobierno como un asunto de familia; su abuelo había sido Primer Ministro, su padre canciller del Tesoro. Y sin embargo este joven que parecía destinado al gobierno como otros a la tienda o al taller no llegó a ser nunca nada importante en el aparto del Estado. De una vez por todas, en 1868, decidió dedicarse al servicio de la Iglesia de Inglaterra –ecclesia anglicana: «Me gusta mi elección»: la divisa estaba escrita hasta en los cubiertos del castillo de Hickleton donde tenía su residencia.

Este compromiso va unido a la historia del movimiento de Oxford. Lord Halifax (heredó este título en 1885) fue de aquellos anglocatólicos que continuaron dentro del anglicanismo la tarea de los Newman, de los Keble, de los Pusey. En pos de ellos, y según su ejemplo, quiso recordar a los victorianos que la Iglesia no es un cuerpo de funcionarios, una sociedad de beneficencia o un club de predicadores; instituida por Cristo, confirmada en la fe por los Padres y los Concilios, va unida a los Apóstoles por una sucesión ininterrumpida de obispos; independiente del poder civil, vive de la vida de Cristo y la difunde por los sacramentos; su obra es salvar a los hombres, y no enseñarles a comportarse decentemente en sociedad. La tradición, la misa, la jerarquía episcopal, la sucesión apostólica: todo eso no habría levantado tanto revuelo si el anglocatolicismo no se hubiera evadido de los campus universitarios para adoptar un forma popular, el ritualismo. El bajo clero constituyó el grueso de las tropas, atraído por una doctrina que hacía de él el dispensador de la gracia y de la salvación. Curas de parroquia apoyados por jóvenes laicos entusiastas trataron de expresar sus convicciones en la liturgia, quisieron devolver al sacrificio eucarístico el primado ritual que había perdido desde la Reforma del siglo XVI. Para ello, se inspiraron en las prácticas romanas.

Frente a esta restauración de colores papistas, desencadenó la oposición borrascas legales o violentas. Varias olas de persecuciones judiciales vinieron a chocar contra el edificio todavía frágil del ritualismo. Estos ataques estaban justificados por las «instituciones» del anglicanismo, religión oficial cuya liturgia, establecida por el Libro de Oración, no podía modificarse sin el consentimiento del Parlamento y de la Corona. No siendo suficientes los procesos para agotar toda la energía de los adversarios, llegó a haber peleas en las iglesias. Los anglocatólicos se reagruparon para organizar mejor su defensa; lo que dio origen a las Church Unions, que se fusionaron en 1859 y adoptaron al año siguiente el nombre de English Church Union. En 1968, Charles Wood fue elegido presidente de este organismo de combate.

Con Pusey, antes de Pusey

El compromiso sorprendió. Los Wood eran pelucas, Baja Iglesia, hostiles al movimiento de Oxford, indignados por la rebelión ritualista. Con una excepción: Samuel Francis Wood, tío de Carlos, alumno luego amigo de Newman. Murió agotado de ascesis a la edad de treinta y cuatro años. Carlos cobró veneración por este fabuloso, tan diferente de todo lo que se hacía en su familia. En Eton, se hizo furibundo «Joven Inglaterra». Sus héroes fueron el arzobispo Laud, primado de Inglaterra, decapitado por los puritanos 1645, y Carlos I Estuardo, el rey caballero, llevado al cadalso por Cromwell y sus Cabezas redondas. Fue en Oxford donde dio a sus afanes fogosos la armadura de una doctrina. No porque trabajara mucho. Pero allí descubrió a Pusey, a quien eligió como maestro, y se encontró con Liddon, un discípulo de Pusey quien se hizo su amigo más querido y su director de conciencia. A Liddon se dirigió, en 1863, para romper abiertamente con las tradiciones religiosas de su familia; fue a verle al palacio del obispo de Salisbury y se confesó por primera vez en su vida. Llegó con retraso por haberse perdido por el camino en la contemplación de una mariquita.

Su padre se escandalizó. Creyó en una especie de profesión de votos monásticos. No se equivocaba del todo, ya que, dos años más tarde, Charles participó en la fundación de la Sociedad de San Juan Evangelista, una de las primeras comunidades religiosas anglicanas. Pero él no entró en ella; se casó con Agnès Courtenay, hija del conde de Devon y descendiente de una familia que había dado tres emperadores a Constantinopla. Un temperamento como el suyo no podía acomodarse a la tranquilidad monástica o de Oxford; seguía siendo un Wood, apasionado por la política. Como se lo explicó a su padre, estaba impaciente por «actuar directa y poderosamente sobre la opinión pública». Pusey, era otra cosa, claro; pero para poner manos a la obra era preciso reunir al ritualismo que ocupaba el terreno y agitaba a la gente. Mejor aún: los ritualistas eran rebeldes obstinados a los que no asustaban las revueltas menos que a los jueces con peluca y las moniciones fulminadas en nombre de la reina. ¿Cómo resistir a un programa tan prometedor cuando se respira mal en la atmósfera rígida del sistema victoriano? En una extensa carta a Lord Wolmer escrita en 1919, Halifax refirió cómo sus últimos titubeos desaparecieron con el asunto del obispo Colenso, prelado heterodoxo depuesto por su arzobispo pero mantenido en el puesto por el Consejo privado. Decididamente había que atacar a estos tribunales civiles que se arrogaban el derecho de zanjar no sólo en materia de disciplina, sino también de dogma. La English Church Union proporcionaba un ejército y todo lo necesario para meter ruido. En junio de 1865, Charles Wood prestó su adhesión. Un año más tarde, el Dr Pusey le imitó, seguido de numerosos amigos. La E.C.U. se constituyó desde ese momento en la organización militante de un anglocatolicismo unificado, teológico y litúrgico a la vez, también social.

Varias de las grandes parroquias de Londres cuyo clero se había pasado al ritualismo cubrían las zonas mortíferas en las que la civilización industrial amontonaba a su mano de obra y sus deshechos. Como St. Peter cerca de los docks, St. Alban en Holborn, St. Mary en Soho, St George-in-the-East donde la policía registraba 185 palacios de ginebra y casas cerradas de las 733 con que contaba la parroquia. En estos parajes, el cristianismo era religión exótica y el anglicanismo objeto de curiosidad. Los ritualistas rivalizaron con los papistas y los no conformistas en tratar de remontar la corriente. Se vio a sacerdotes hacerse pobres entre los pobres, por ejemplo Mackonochie, Lowder, Stanton, Chambers, quienes reeditaron en los más nauseabundos pandemóniums de la capital la gesta del Señor Vicente. Charles se puso al servicio de Chambers, párroco de St. Mary en Soho, a quien sus parroquianos acabaron por llamar padre Juan, al estilo católico. Alrededor de su «casa de caridad», tugurios. Vivía allí con sus vicarios y una de aquellas comunidades de hermanas anglicanas que se desarrollaban según el modelo lazarista Charles se ocupó sobre todo del refugio para los niños abandonados. En 1866, ayudó a cuidar a las víctimas de la epidemia de cólera, en compañía del Dr Pusey.

El mismo año, la vuelta de los conservadores al poder le liberó de su puesto de secretario particular del ministro del Interior. Aceptó entonces ser elegido al consejo de la E.C.U. , de la que llegó a presidente en 1868. Tenía veintinueve años. Su padre acusó el golpe como un respetable americano de los años 1920 que se entera de que su hijo es el cabecilla de una banda de contrabandista en licores.Temía ante todo que pensara en explotar un nombre y una posición social para tapar las más chocantes rebeliones. En este punto, se sintió rápidamente tranquilizado. Durante medio siglo, Charles Wood mantuvo a la E.C.U. bajo su encanto y su puño, fue a la vez su gran maestre, el paladín y el fuego fatuo.

Retrato de un victoriano

Una fuego fatuo, sí, que corre por una landa. Halifax es muy diferente de los primeros tractarianos que gemían bajo el peso de sus pecados, suspiraban de contrición y participaban de la mentalidad puritana en la que todo placer es sospechoso. Para él, la vid es la cosa más alegre, más picante, la más sabrosa que exista. ¿No es emocionante, no es divertido? Estas expresiones vienen sin cesar a sus labios cuando descubre o relata. Es curioso, abierto a todo, y adora impresionar la conciencia puritana, con una presteza feroz. En invierno, se congela en casa del obispo de Chichester y se queja en voz alta; le echan en cara que el buen prelado prefiere dar a los pobres antes que calentarse: se revuelve, «¿Pero dónde está entonces vuestro sentido moral, Lord Halifax? – No tengo sentido moral, y ahí está mi fuerza». Él mismo ayuna austeramente los viernes y pasa hambre durante la cuaresma; comulga tres veces por semana; todas las mañanas, a las 6, alumbrándose con una linterna sorda, seguido de su perro, se dirige a la pequeña iglesia de Hickleton para oír misa. Arrodillado en las baldosas, con el cuerpo oculto bajo el gran cono oscuro de una esclavina a lo Péguy, inmóvil en la oscuridad, sumergido en la oración, espera el comienzo del oficio, y la iglesia desierta espera con él. «Había algo intenso en él cuando rezaba», dice su capellán. Acabada la misa, se vuelve a arrodillar, «y así permanecía largo, largo tiempo», orando una hora, dos horas, olvidándose del desayuno, sin levantarse más que para subir al tren que le llevará a una reunión ruidosa, en las oficinas de la E.C.U. o, a partir de 1885, a la Cámara de los lores

Pero esta naturaleza alada detesta todo lo que pesa, y sobre todo la ostentación de la piedad. Desconfía de la gente demasiado seria y sabe que se ha de equilibrar el espíritu concediéndole sus válvulas y sus desahogos. Halifax no se acuesta nunca sin leer una historia emocionante, una buena novela policíaca o una de esas «novelas negras» llenas de miedo y de fantasía. Adora los fantasmas; echa en falta que Hickleton no esté encantado, asegura él. Por eso manda construir una casa con trampillas y corredores secretos, escaleras ocultas y paños que ocultan puertas. A media noche, el huésped de paso se despierta por la zarabanda de una forma blanquecina y ululante que sacude todo lo que haga falta como lienzos y cadenas roñosas, antes de sumergirse en el sheol. La hospitalidad exige que los amigos tengan también su terror, ¿no? Este gusto por lo maravillosos alcanza los límites inciertos del humor y de la convicción. Si bromea con sus fantasmas de familia, Halifax está atento a todos los resquicios por los que el misterio pueda fundirse en el universo lógico. Sus amigos esperan de un momento a otro sorprenderlo en gran conversación con un elfo o un duendecillo.

Mediador hábil en el juego de palabras, violento por verse en un siglo estrecho, asceta púdico, gran señor excéntrico: todos estos personajes contradictorios se funden en una actividad incesante, un derroche de energía que sólo se apaciguó un poco hacia los noventa y dos años c cuando debió renunciar a montar a caballo y se dio cuenta de que se había hecho viejo. Pasando los días escribiendo, combinando, emprendiendo, explicando, volviendo a explicar, reuniendo a su gente, empujándola por allá, frenándola por aquí, se muestra infatigable, y sobre todo cuando hay tormenta. Alimenta una secreta ternura por lo protestantes de la Church Association, los hombres de la baja iglesia que le traen de cabeza. Su correspondencia resuena de ecos guerreros y jubilosos. En el siglo XVI, el diablillo habría sido un proveedor de hogueras y de patíbulos. «Gentes así están mejor en el Paraíso que aquí», gruñe cuando fallece un adversario famoso. Echa de menos que no haya ningún juez suficientemente loco para enviarlo a la cárcel; sabe que una causa necesita mártires; y además resulta hermoso imitar a Laud y a Carlos I, o aunque sea a Robert Wood, su antepasado, convicto de alta traición y decapitado en 1537, cuando Enrique VIII ahogó en sangre la revuelta católica de la Peregrinación de Gracia. Su amigo MacLagan, arzobispo de York, debe reprenderle un día:

Oh! Yo sé lo que deseáis para mí. Deseáis que vaya derecho al martirio para defender las doctrinas católicas, que me deje cortar la cabeza por ellas, y que podáis humedecer el pañuelo en mi sangre para guardarlo como reliquia.

Sin embargo Halifax se consuela cuando llega una paz armada y precaria a suspender, en 1892, las hostilidades que desgarran a la Iglesia de Inglaterra. Puede medir entonces el camino recorrido en veinticuatro años.

El liberalismo de Lord Halifax

Cuando se adhirió a la E.C.U., en 1865, ésta contaba con 2.300 miembros. A finales de siglo tiene 40.000, de los cuales 4.000 son sacerdotes y 30 obispos. Contribuyó a hacer del anglocatolicismo un importante componente de la comunión anglicana. La vieja High Church quedó prácticamente absorbida y el movimiento hace sentir su influencia en todos los sectores de la Iglesia, hasta en aquellos que gastan su energía en encauzarla. Los progresos de la E.C.U. provienen en gran parte del esfuerzo de su presidente por dirigirla en lo esencial, asignarle un fin claro y conducirla a él siempre: la independencia de la Iglesia. Halifax detesta el liberalismo que relativiza los dogmas y somete la religión a las exigencias de la conciencia privada. Pero desde el momento en que se trata de las relaciones de la Iglesia con los poderes civiles, entonces sabe hacerse liberal. No se empeña en que los jueces promulguen sentencias favorables a los anglocatólicos, sino en que no las promulguen en absoluto en materia eclesiástica. No defiende la libertad como algo absoluto; para él sólo la verdad es un absoluto. Constata simplemente que, en esta segunda mitad del siglo XIX, sólo la libertad puede hacer triunfar a la verdad. Analizando la situación que debió afrontar en 1868 cuando tomó la dirección de la E.C.U., escribe:

Los hechos […] proclamaban con un acento de verdad sobre el que no cabía engaño que, a pesar de todas las teorías, la identidad del poder espiritual y del poder civil había cesado de ser prácticamente posible; que la Iglesia no necesita privilegios exclusivos para llevar a cabo su misión sagrada; que, muy al contrario, la fórmula «una Iglesia libre en un Estado libre», defendida por Montalembert en el congreso de Malinas, inspiradora del conde de Cavour y del barón Ricasoli, a pesar de las dificultades inherentes a su realización, expresa mejor el estado de las cosas que deben intentar hoy fundar y sostener, en gran número de países, aquellos que quieren el bien de la Iglesia y del Estado.

Políticamente se acerca a Gladstone que desarrolla en el seno del partido liberal una corriente nueva, hostil al tutelaje de la Iglesia por el Estado, hostil asimismo a los privilegios que otorga el Estado a la Iglesia en recompensa por su sumisión.

Frente a este ideal, los procesos judiciales parecieron cada vez más anacrónicos. En 1888, un miembro eminente de la E.C.I., el obispo de Lincoln, fue acusado de prácticas litúrgicas ilegales y citado ante su metropolitano, el arzobispo de Canterbury. Tradicionalmente, éste estaba obligado a actuar como representante de la Corona, y por lo tanto aplicar la jurisprudencia del Consejo privado, hostil a los ritualistas. En noviembre de 1890, el arzobispo emitió un juicio que rechazaba prácticamente la autoridad del poder civil. El veredicto se apoyaba en consideraciones históricas y tenía en cuenta las prácticas litúrgicas anteriores a la Reforma; establecía un compromiso que daba en lo esencial satisfacción al obispo inculpado. La Church Association llevó el asunto ante el Consejo privado, que servía de corte de apelación. Éste capituló. Por unanimidad, los jueces laicos conformaron la sentencia del arzobispo.

Para la E.C.U., era todo un éxito. En derecho, el erastianismoseguía intacto; el Consejo privado había seguido al arzobispo, pero no se había declarado incompetente. No lo era menos que este desenlace hacía prácticamente imposible todo proceso nuevo. La E.C.U. no se agotaría ya en defender a sacerdotes y obispos inculpados. Una etapa se cerraba. Ahora que el anglocatolicismo había obtenido derecho de ciudadanía, Lord Halifax podía entrar de lleno en la tarea que le obsesionaba desde su juventud: la reconciliación de los cristianos, no sólo en el interior de la Iglesia de Inglaterra desgarrada hacia cincuenta años, sino en el interior de la Iglesia universal desgarrada hacía un milenio.

Por parte de Roma

Tenía veinticuatro años cuando descubrió la ciudad de Roma. Volvía de Egipto, decepcionado. El Oriente no supo nunca alimentar la imaginación de este Occidental. Pero a orillas del Tíber, se sintió como en su casa. Portal, Jacques Chevalier y otros le han descrito como a un latino; es más que una fórmula. Si el poder temporal le afligió, la Villa la fascinó de tal suerte que sus amigos se inquietaron: le creyeron convertido. Su antiguo maestro de Eton, William Cory Johnson, le despachó con urgencia in aviso contra los «reptiles de Antonelli» (el secretario de Estado de Pío IX). Temores perdidos. Charles se había tragado ya el antídoto de Pusey y de Liddon. Según el movimiento de Oxford, no hay Iglesias nacionales, no existe más que una Iglesia verdadera, la Iglesia católica de siempre, instituida por Cristo; pero ella reúne ya a todos los cristianos en comunión con un obispo, sea éste el patriarca de Constantinopla, el arzobispo de Canterbury o el papa de Roma; a consecuencia de sucesos dolorosos, se dividió en tres ramas, griega, anglicana y romana; esta división es un accidente de la historia que ha desgarrado la unión visible pero que no ha roto la unidad esencial en Cristo. Charles estaba pues persuadido de que pertenecía ya a la Iglesia católica; una conversión le hubiera parecido un pleonasmo. No, en lo que pensaba dentro de su entusiasmo romano era en una reconciliación de Inglaterra con el sucesor de san Pedro. Una hermosa visión le poseía, la Cristiandad restituida, que él iba a desplegar con alguien a quien quería, felicidad suprema.

En Roma, se encontró en efecto con una especie de prototipo de Portal, un joven dominico de Santa Sabina, alumno de Lacordaire, el padre Doussot. Doussot era abierto, atento, encantador. Durante largos paseos, conversaron sobre la restauración de las órdenes religiosas y la unidad de la Iglesia. De vuelta a casa, Charles conoció dos años de incertidumbre. Mirado desde Inglaterra, el papado le pareció menos perfecto, menos atractivo. No estaba ya bajo el influjo de los calurosos alegatos de Doussot, a quien no volvió a ver. En 1867, tras un largo silencio, el dominico envió al hereje una carta urgiéndole a la conversión. A Charles no le sorprendió sencillamente que trabajando por la Iglesia de Inglaterra, trabajaba ya por toda la Iglesia católica. Nunca recibió respuesta y se quedó muy nostálgico. Portal en Madera, fue un poco otro Doussot, con la juventud y el ardor de los primeros encantos. Entre los dos, fue preciso un enlace, un acontecimiento que viniera a conformar la vocación unionista de Charles y a darle un talante más reflexivo. Fue Pusey, otra vez, quien desempeñó un papel decisivo.

En 1865, el maestro publicó una obra que fue como la carta del unionismo anglocatólico, el Eirenikon. Él planteaba en ella la cuestión esencial: si cada una de las tres ramas, griega, anglicana y romana, son real e idénticamente la Iglesia católica, ¿por qué mantenerlas separadas? A sabios argumentos eclesiológicos, Pusey añadía consideraciones de orden histórico y político: hay que unirse contra el crecimiento de la incredulidad, incredulidad popular revelada en Inglaterra por el censo religioso de 1851, incredulidad de los sabios marcada por la publicación, en 1860, de los Ensayos y Revistas.

Los ejércitos de Satán están unidos, al menos para hacer la guerra a la fe de Cristo. Los que están encargados de defender esta fe ¿serán los únicos en no entenderse?

El Eirenikon ejerció tanta más influencia en Charles por haber precedido por poco su publicación a la epidemia de cólera en el curso de la cual él cuidó a los enfermos en compañía de Pusey. Fue en salas de hospital hasta los topes y nauseabundas donde se hicieron verdaderos amigos y el viejo (sesenta y ocho años) orientó definitivamente al joven (veintisiete años) hacia Roma.

La intransigencia romana entre Wiseman y Manning

Muchos anglocatólicos criticaron vivamente el Eirenikon. Sin poner en tela de juicio los principios, no admitieron su oportunidad. Tres problemas envenenaban las relaciones con los papistas: las conversiones individuales, la «usurpación papal» de 1850 y la condena por Roma, en 1864, de la Asociación para la Promoción de la Unión de la Cristiandad. En 1854, algunos centenares de ritualistas y de católicos romanos habían fundado esta sociedad con el fin de orar juntos por la unidad. Los miembros anglicanos invocaban en su favor la teoría de las tres ramas; los católicos se creían cubiertos por el cardenal Wiseman, primado romano de Inglaterra. En 1841, cuando no era aún más que el coadjutor de un vicario apostólico de los Midlands, Wiseman había publicado una carta llena de simpatía hacia el movimiento de Oxford. En ella discernía una tendencia hacia el retorno en corporación del anglicanismo al redil romano; describía con una emoción muy paternal, a los tractarianos «tratando de abrirse atientas un camino hacia nosotros, a través de la noche que los rodea, tropezando por falta de una mano que los sostenga, o apartándose del sendero, por falta de una voz que los guíe». Exhortaba a los católicos a ayudarlos con una actitud abierta, caritativa, llena de compasión; y preveía incluso la posibilidad de una «cordial cooperación». Los términos eran bastante vagos para justificar tantos planes. No habiéndose retractado nunca Wiseman en público, la E.C.U. consiguió que un rescripto de la Santa Inquisición romana condenara la participación de los católicos como un acto «escandaloso» e «infecto de herejía», tendente a derribar la constitución de la Iglesia y a favorecer el indiferentismo.

La condena se renovó en 1865, después de pedir explicaciones 198 sacerdotes anglicanos. Se les contestó que la Iglesia romana era la única Iglesia verdadera; quienquiera que estuviese separado de ella debía, bajo pena de perder su alma, apresurarse a hacer su sumisión. Todo lo cual fue comentado por el nuevo arzobispo de Westminster, Manning,, en una carta sobre la Reunión de la Cristiandad que ha quedado como una de las más claras expresiones de la intransigencia romana:

No podemos ofrecer la unidad más que con la condición bajo la cual la poseemos, la de una sumisión sin condiciones a la voz viva y perpetua de la Iglesia de Dios […]. La Iglesia está definida, precisa y perentoria en sus declaraciones. Se niega a todo compromiso, toda transacción o todo cuanto pudiera embrollar los términos y los límites de sus definiciones. Nunca ha de tolerar, no sólo la contradicción, sino toda desviación. Excluye toda otra fórmula que la suya propia.

Esta posición, aprobada por Pío IX, será mantenida por León XIII, Pío X, Benedicto XV y Pío XI. Los rescriptos de 1864 y de 1865 estuvieron por tres generaciones en la base del unionismo romano. Cuando en 1919, por ejemplo, los delegados del movimiento ecuménico Fe y Constitución se presentaron en el Vaticano, el papa no pudo más que mandar que se les remitiese el rescripto de 1865.

Pero por el instante, la actitud de Manning y del Santo Oficio no desanimaron a Pusey ni a sus amigos, quienes elaboraron lo que conviene bien llamar el mito Wiseman. Como esos católicos que apelan del papa muerto al papa vivo, ellos opusieron la actitud de Wiseman (fallecido entre las dos condenas) a la de su sucesor; Wiseman la Paloma, Manning el Halcón; Wiseman que había reconocido el valor del anglicanismo transfigurado por el movimiento de Oxford, Manning que no veía en ello más que un simulacro engañoso; Wiseman que se había mostrado presto a negociar, Manning que no hablaba más que de sumisión, Manning que había arrancado a Wiseman anciano y enfermo la decisión de someter el caso de la E.C.U. al santo Oficio, Manning que había instruido el dosier de la primera condena y había dictado los términos de la segunda.

Se trata pues de un mito, construido por hombres para esperar, y que no pudo nacer más que del contraste fuerte entre el tono suave de Wiseman y los destellos inquisitoriales de Manning. Ambos cardenales representan de hecho actitudes complementarias. Son los dos intransigentes; piensan y actúan dentro de un sistema que niega toda legitimidad y toda validez a las formas de vida religiosa que se expresan fuera de la Iglesia de Roma. Para Wiseman, los tractarianos están en la «noche», no ofrecen interés más que en la medida en que se vuelven hacia el centro inmutable de toda verdad y de toda salvación. Wiseman como Manning no desean otra cosa que la desaparición del anglicanismo y la conversión de Inglaterra. Solamente se diferencian en el estilo y en la táctica. Wiseman confía en una actitud caritativa para acelerar el retorno en corporación, la corporate reunion de los anglicanos; Manning no cree en ella; piensa que una actitud demasiado benigna corre el peligro de mantener a las almas en el error, mientras que la firmeza favorece en cambio las conversiones individuales, las únicas posibles. Divergencia en resumen secundaria, matiz en la apreciación de los hechos. Es una cuestión de temperamento, y sobre todo de circunstancias. En 1841, Wiseman se sentía débil y aislado. En 1865, Manning se sabía a la cabeza de una Iglesia dinámica, en plena expansión, y que ejercía un vivo atractivo sobre las almas que se quedaban perplejas ante las disensiones anglicanas. Era también el tiempo del Syllabus.

Tampoco es menos verdad que el «modelo Wiseman», transfigurado o desfigurado por los puseyistas en muchos interlocutores, se convirtió en la serpiente de mar, la Atlántida, el continente austral del unionismo anglocatólico. Es lo que fue Pusey a buscar en Francia de 1865 a 1870, cuando presentó su Eirenikon a Mons. Darboy y a Mons. Dupanloup, que le recibieron muy bien y se propusieron como intermediarios con Roma; pensaban poder hacer progresar y madurar en el sentido de una sumisión pura y simple las proposiciones de este hereje de buena voluntad. De donde la convicción –formulada por la historiografía puseyana- de que la intransigencia era propia de los católicos ingleses, herederos de viejas familias papistas, que habían sufrido durante siglos bajo las persecuciones y los prejuicios, o bien convertidos poco proclives a la ternura hacia la Iglesia que acababan de dejar. Se subrayó que Wiseman había nacido en Sevilla, que había hecho sus estudios en Roma, que no se había instalado en Inglaterra hasta la edad de cuarenta y dos años, en fin, que no era inglés. Se extendió la leyenda del pretendido «espíritu de gueto» de los papistas británicos, sin darse cuenta de que no hacían más que expresar, con mayor fuerza que otros tal vez, la doctrina constante y segura de la Iglesia romana. Ni que decir tiene que Lord Halifax se adhirió totalmente al mito y se lo legó, intacto, a Portal, quien publicó por extenso en su Revue anglo-romaine la carta de 1841 y tomó a Wiseman como santo patrón:

Continuaremos buscando la solución siempre según el pensamiento del cardenal Wiseman, mediante explicaciones y no mediante retractaciones, por unión y no por sumisión.

Lord Halifax a la espera

En 1870, la proclamación de la infalibilidad pontificia arruinó las esperanzas de Pusey. «Puedo pedir todavía por la unión, no puedo creer en ella». Entonces Charles Wood se alejó de su maestro, y no dejó de esperar contra la esperanza. Cierto, el bloque romano parecía cerrado, liso, inaccesible. Nada de Wiseman a la vista, ni de Darboy, ni de Dupanloup. Por parte anglicana, el ruido de las polémicas, la Iglesia dividida, los eclesiásticos llanos exasperados, listos para unirse a los disidentes si el anglicanismo se desviaba demasiado hacia Roma. Toso esto no impedía a Charles Wood esperar algo, un acontecimiento que le permitiera reanudar el diálogo. Claro es que esperaba más del clero francés que de cualquier otro. Estaba el recuerdo de Doussot, el ejemplo de Pusey, y aquel encuentro con el cardenal Newman, en 1884, que le había afirmado que encontraría más simpatía para la unión de las Iglesias entre los católicos franceses que entre los Ingleses. Estaba sobre todo aquel amor por Francia que le había llevado, en 1870, a unirse como enfermero a los heridos de Sedan, aquel amor que debía hacer de él, en política, de él que era íntimo y amigo del Príncipe de Gales, un partidario y artesano de la Entente cordial.

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