El “primer” Justino De Jacobis

Francisco Javier Fernández ChentoJustino de JacobisLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Biaggio Falco, C.M. · Traductor: Pablo Domínguez, C.M.. .
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La infancia

Justino De Jacobis nace en San Fele el 9 de octubre de 1800. Su padre, Juan Bautista, huérfano desde cuando tenía sólo ocho meses, fue confiado con sus dos hermanas a la abuela paterna y a su tío sacerdote, Don Sebastián. Muy pronto debe ocuparse de las propiedades agrícolas heredadas y, aunque tenía inclinación al estudio, no pudo conseguir ningún título. El 10 de agosto de 1790 Juan Bautista De Jacobis se casa con María Josefa Muccia, hija de un notario, que le dará catorce hijos: ocho varones y cuatro hembras nacidos en San Fele y dos varones nacidos en Nápoles. La suerte fue poco benévola con esta numerosa familia: sólo cinco varones consiguieron sobrevivir. Justino, el séptimo de los hijos, pasó el periodo más bello de la vida, la infancia, en San Fele donde recibió la primera educación y los primeros sacramentos. La primera y más influyente maestra del pequeño Justino fue su madre, mujer piadosa y de grandes virtudes que, con la palabra y aún más con el ejemplo, le transmitió los sentimientos cristianos y le hizo conocer el Evangelio.

Siendo niño Justino estuvo dos veces en peligro de muerte. La primera vez cuando tenía un año, a causa de una enfermedad grave. Su madre, intuida la grave situación, lo consagró a Dios rogándole que salvara al hijo si su vida fuera a ser útil a la Iglesia, de lo contrario estaba dispuesta al sacrifico de perderlo. Los ruegos fueron atendidos.

La segunda vez Justino, un poco mayor, corrió el riesgo de precipitarse por un barranco jugando en la grupa de una mula enfurecida. Una vez más su madre, impotente ante lo que estaba sucediendo, invocó desesperadamente ayuda hasta que milagrosamente la mula se paró en el borde del barranco y así Justino se salvó por segunda vez.

Creció, alimentado amorosamente por su piadosa madre, en una típica región del Mediodía de Italia, pobre en riquezas materiales, pero con grandes recursos humanos y cristianos. Los habitantes del pueblo, como una gran familia, vivían conociendo cada uno la condición del otro y Justino mostraba ya entonces una particular atención por los más pobres y por los que sufrían. Tenía un carácter vivo y gracioso, pero una singular inclinación a la reflexión prevalecía sobre las actitudes típicas de los niños de su edad y seguramente por eso se había ganado el sobrenombre de «viejo».

En la primavera de 1813, Justino tenía doce años, Juan Bautista De Jacobis decidió trasladar la familia a Nápoles.

¿Motivaciones políticas, financieras, familiares? ¿necesidad de mayor seguridad o tranquilidad económica? ¿dar a los hijos la posibilidad de recibir una buena instrucción con la que conseguir una profesión, tras las huellas de los abuelos y de los tíos?

En esa decisión no se excluye el peso de algunas vicisitudes políticas en las que había estado implicado. En efecto, en 1799 Juan Bautista De Jacobis se había adherido a la Repubblica Partenopea y había combatido en su tierra contra los soldados del cardenal Rufino, que luchaba por el retorno de los soberanos borbones a Nápoles. Después del retorno de Fernando I de Borbón al trono de Nápoles (1814), Juan Bautista de Jacobis, a pesar de haber sido absuelto, fue considerado siempre «reo de Estado», aunque nunca fue encarcelado.

Repatriado por esta situación se encontró sin tener ninguna posibilidad de empleo en la administración pública, quien anteriormente, por sus 360 ducados de rédito, era uno de los 304 «propietarios» de la región y hubiera podido presentarse como candidato al Parlamento Nacional y a los más altos cargos del Estado.

Con la llegada de José Bonaparte y Joaquín Murat a Nápoles, quizá entrevió la posibilidad de una buena situación en esta ciudad.

Los avatares políticos, sin embargo, no se desarrollaron según lo esperado y comenzó la fase de declive de esta familia, que ostentaba un prestigioso pasado. Juan Bautista no logró salvarse de la miseria pero, en compensación, tuvo la satisfacción de ver a sus hijos Nicolás y Donato Antonio llegar a ser distinguidos profesionales, literato el primero, abogado civil el segundo; y Vicente, Justino y Felipe hombres de iglesia, uno cartujo y los otros dos vicencianos.

Justino continuará en Nápoles los estudios y junto con la formación literaria y humanística cuida la propia vida espiritual con la oración y la participación en los sacramentos, bajo la dirección del carmelita P. Mariano Cacace a quien había sido confiado por su madre.

El Seminario

El sabio carmelita había intuido la vocación de su hijo espiritual a la vida consagrada y, cuando acogió su decisión de consagrarse a Dios, no pudiéndolo hacer admitir en la propia comunidad, disuelta por la supresión napoleóncia de los institutos religiosos en 1809, lo encaminó hacia los Misioneros Vicencianos.

A los 18 años Justino hace el primer ingreso en la Casa dei Vergini (así llamada por estar ubicada en la plaza del mismo nombre), Casa Provincial y sede del noviciado de los misioneros vicencianos: allí entró y allí se quedó.

Las palabras con las que Cacace lo presenta al director, padre Francisco Javier Pelliciari, se revelaron como una feliz profecía: Estoy contento de hacer un regalo a vuestra Congregación y la experiencia os lo demostrará!.

El 17 de octubre de 1818 Justino es admitido al noviciado, que lo preparará para la futura vida misionera y para el ministerio sacerdotal al servicio de los pobres, según el carisma vicenciano. Seguía todo con regularidad y provecho. Por la sencillez, la disponibilidad y sobre todo la humildad, en el seminario se le había dado un sobrenombre Fratel Faccialei («Hermano Haga usted») pues era la respuesta típica que Justino daba a los compañeros cuando se trataba de decidir sobre cualquier asunto, aunque fuera un juego, convencido de que los otros lo harían mejor que él y además no quería de ninguna manera que su postura pudiese desagradar a alguno. Actitudes y convicciones que no hay que confundir con desinterés, despreocupación o debilidad, sino que hay que comprender a la luz de aquella positiva indiferencia y libertad interior, a costa incluso de la mortificación de sí mismo, que constituyen puntos esenciales de la espiritualidad de San Vicente de Paúl en la que De Jacobis se dejaba dócilmente modelar.

En el seminario se consolidó la amistad con Vicente Spaccapietra nacida cuando ambos frecuentaban las escuelas públicas y habían comenzado a compartir los mismos ideales, la misma vocación. Vicente Spaccapietra, en efecto, entrará en la Casa Dei Vergini un año después que Justino. Él nos da interesantes noticias sobre cómo vivió el noviciado su amigo. Su conducta –cuenta Spaccapietra– era impecable, no se podía advertir en él ningún defecto y sobre todo había hecho de la humildad la virtud predilecta. Justino manifestaba particularmente una profunda veneración por la Virgen y siempre tenía relatos edificantes para suscitar amor y confianza en Ella.

Con respecto a sus estudios, aunque tuviese una capacidad nada mediocre, le gustaba hablar de su insuficiencia. Esto dice Spaccapietra para hacernos entender que probablemente De Jacobis no tiene una sutil mente especulativa, no es el típico intelectual, pero posee sin duda una gran claridad de ideas y la capacidad de captar rápidamente y expresar con sencillez lo esencial. Cualidades que, como demostrará la vida, lo harán idóneo y flexible para muchas y variadas tareas, que le serán confiadas dentro de la comunidad y de la Iglesia.

La insuficiencia personal de la que le gustaba hablar, la poca confianza en las propias capacidades, incluso hizo dudar a Justino de estar a la altura del ministerio sacerdotal…

Afortunadamente, muy distintas eran las convicciones de quien le era cercano y de los superiores que habían tenido los medios de comprobar lo contrario. Rechazaron por esto su petición de permanecer en comunidad como simple hermano coadjutor, y lo enviaron a Oria (Brindisi).

Fue admitido a las órdenes sagradas en octubre de 1823, recibió el diaconado el 13 de marzo de 1824 y, con dispensa por la edad, fue ordenado sacerdote en la catedral de Brindisi el 12 de junio del mismo año.

Apóstol en la Patria

Las actividades a las que se dedicó Justino al comienzo de su ministerio fueron, naturalmente, las propias de la Congregación, sobre todo la predicación por medio de las «misiones populares». Pero fue también un lúcido director de almas, eficaz predicador de ejercicios espirituales a diversas categorías de personas (religiosas, profesionales, clérigos); asistió siempre con premura a los enfermos y a los pobres, como quería la palabra y el ejemplo del Fundador; se dedicó además a la formación y animación de las Cofradías de la Caridad, grupos femeninos o mixtos organizados para el servicio y la asistencia de los necesitados.

La permanencia de De Jacobis en Puglia duró cerca de trece años: se quedó algunos años en Oria (1824-1829), después estuvo entre los cohermanos que abrieron la casa misión en Monopoli (1829-1833) y, tras un breve paréntesis en Nápoles por razones de salud, lo volvemos a encontrar nuevamente en Puglia, en Lecce (1834-1836).

La sencillez que le ha caracterizado siempre, la humildad, virtud que ha preferido y ha ejercitado más que las otras, la meditación y la oración que han precedido siempre a cada acción suya, la gran disponibilidad para todos sin reservas no podían sino suscitar gran admiración; quien lo escuchaba y lo conocía quedaba fascinado por su persona. Era un hombre especial porque su forma de ser no era fácil de encontrar en otros hombres, pero lo era también al comprobarse situaciones incomprensibles para la mente humana, que lo hacían protagonista.

Una tarde de invierno del año 1831 en Monipoli, mientras se disponía como de costumbre a predicar a los fieles, un mensajero de Fasano le anuncia que un penitente suyo gravemente enfermo y en peligro de muerte requería de él. Terminada la predicación, Justino montó a caballo y acompañado por el mensajero, se encaminó a la casa del moribundo. Un hermoso trecho de camino en aquel atardecer frío y oscuro. El farol que llevaban apenas era suficiente para disipar las tinieblas. El trayecto no carecía de dificultades y de improviso el viento apagó el farol, paralizando a los viajeros.

Sin luna, sin estrellas, sin un rayo de luz para distinguir el camino. El guía no lograba orientarse y comenzaba a temer lo peor, pero Justino le animó y le invitó a rezar a la Virgen. Las oraciones fueron escuchadas y entorno a los viajeros se formó un halo de luz, que les permitió continuar. En Fasano confiesa al enfermo y le asegura que no morirá. En efecto, vivirá todavía treinta años.

Lo sucedido era algo extraordinario y el testigo no tardó en hacerlo público contando cómo la luz que había facilitado el camino procedía de su honorable compañero. Naturalmente a Justino se le requirieron explicaciones y él, convencido de que lo acaecido fue obra de Dios y no suya, minimizó lo sucedido diciendo que la luz de la que se hablaba había sido producida, con toda probabilidad, por un meteoro nocturno.

Por la admirable entrega con que ejercitaba el ministerio, pocos años después de la ordenación sacerdotal se le confiaron a Justino encargos importantes: fue diputado de la Casa de Oria en la Asamblea Provincial preparatoria de la General de 1829; superior en la Casa de Lecce, director de Novicios en San Nicolás de Tolentino en Nápoles y, también en Nápoles, superior de la Casa Dei Vergini donde había comenzado su aventura de servicio del Evangelio, de los pobres y de la Iglesia.

Siempre contrario a cualquier cargo u oficio, sólo por la humilde consideración que tenía de sí mismo, vivió tales encargos en espíritu de obediencia y de servicio, nunca con arrogancia, haciendo propio el dicho evangélico: quien quiera ser el primero que sea el último.

No siempre, naturalmente, las cosas fueron por el mejor camino: lo afligió alguna enfermedad; la diversidad de puntos de vista, de opiniones, de programas lo llevaron a enfrentamientos con los cohermanos, acarreándole también humillaciones por parte de los superiores. Su actitud, dulce pero resuelta, condescendiente pero coherente, lo situaba a veces «contra corriente», más allá de los rígidos esquemas de una mentalidad necesitada de abrirse a lo nuevo, pero temerosa de hacerlo por la dificultad general de encontrar equilibrio y estabilidad por parte de una Iglesia, de una vida religiosa y de una sociedad todavía marcadas por la tempestad de la Revolución francesa y de la dictadura napoleónica.

Se cuenta que un día en la Casa de San Nicolás se presentó un joven deseoso e interesado por encontrarse con el director de los novicios del que había oído hablar muy bien para pedirle consejo ante la posibilidad de ingresar en el seminario. En la entrada se encuentra con él limpiando la iglesia y nunca hubiera imaginado que aquel hombre fuese justamente la persona que buscaba. Confundiéndolo con el sacristán le pide si puede buscar al Director. Justino le preguntó por qué quería hablar con él y el joven le explicó la motivación que lo había empujado hasta allí. El «presunto» sacristán le aseguró que la persona de la que hablaba no tenía nada de especial. Después, con una afectuosísima sonrisa, le revela su verdadera identidad.

No desdeñaba realizar trabajos que por su naturaleza correspondían a otros y cuando esto sucedía se ocupaba en ellos con mucha naturalidad.

Esta gran disponibilidad, sin embargo, no le impedía cuando era necesario ser riguroso y ejercitar con decisión la propia autoridad. Cuando creía que una idea o un programa eran para el bien de la comunidad, corría incluso el riesgo de ser reprendido por los superiores, a pesar de que esto fuera para él motivo de gran sufrimiento.

Justino trabajó en la patria en un momento histórico en el que el ambiente social, político y económico se resentían todavía de los efectos de las revoluciones y de las agitaciones que afectaron sobre todo a la Italia meridional. No fue pues fácil llevar a cabo lo que era un principio básico de la Congregación vicenciana: llevar el Evangelio al pueblo.

Pero la forma sencilla de predicar según el «pequeño método» vicenciano, sin retórica; su disponibilidad, el ejemplo de vida que precedía y confirmaba cada enseñanza, le mereció estima, admiración, simpatía tanto de la gente pobre como de los «gentilhombres».

Entre las personas de alta alcurnia la marquesa Elena De los Antolietta de Fragañano, en particular, quedó impresionada por el carisma de Justino y fue, además de su fiel penitente, una valiosa colaboradora y benefactora durante muchos años. Le ayudó en la fundación de la Cofradía de la Caridad en Puglia y en numerosas obras a favor de los pobres. Cuando después se llega a conocer las menesterosas condiciones económicas de la familia de su confesor, se preocupó de ayudarla de varias maneras y muy discretamente.

Por esto Justino conservará hacia ella una profunda gratitud.

En los años 1836-1837 aparece el cólera en Nápoles. Él está allí, día y noche y sin reservas para asistir a los enfermos de cólera, incluso poniendo en peligro la propia vida. Olvidado de sí mismo hasta no tener tiempo ni siquiera para comer un pedazo de pan, una mañana fue encontrado adormilado, extenuado por la fatiga, al lado de un enfermo que había asistido hasta su muerte, despreocupado del contagio que, a pesar del contacto con muchísimos enfermos, no le afectó.

El final del cólera coincidió con una procesión organizada por Justino en honor de la Inmaculada a través de los estrechos y populosos callejones de los llamados Barrios españoles. La enfermedad estaba ya derrotada. La gente captó en la «coincidencia» una respuesta a tantas confiadas oraciones, elevadas al cielo y la noticia del milagro corrió rápida de boca en boca. La prodigiosa imagen de la Virgen se conserva todavía hoy en la iglesia de la Casa de San Nicolás de Tolentino, en Nápoles.

Después de la experiencia del cólera, Justino fue herido en los afectos más queridos por dos grandes dolores: la muerte del padre (después de una breve y violenta enfermedad, quizás el cólera, el 26 de octubre de 1837) y la de la madre (20 de junio de 1838).

Más allá del mar

En octubre de 1838 el cardenal Felipe Franzoni, Prefecto de «Propaganda Fide», tuvo la ocasión de conocer personalmente a Justino, entonces superior de la Casa Dei Vergini. Franzoni le habló de los favorables informes que el padre José Sapeto enviaba desde Etiopía recomendando no diferir más el retomar la evangelización de aquella tierra.

Franzoni queda fascinado por la personalidad de Justino, rica de humanidad y de virtud; además se siente confortado por la actitud favorable que le ha manifestado sobre la eventualidad de deber –propio de él- afrontar la empresa africana. Hijo dócil de la obediencia, el santo misionero había puesto una sola condición: Sólo que lo consienta el Superior General de mi Congregación, Abisinia será mi nueva y querida patria.

Vuelto a Roma, el Cardenal comienza a pensar en De Jacobis como la persona adecuada para llevar adelante la naciente misión abisinia. Escribe a París confiando a la Congregación de San Vicente de Paúl la nueva misión y para obtener la autorización del Superior General para destinar a Abisinia a De Jacobis, y a otro cohermano provisto de las cualidades necesarias.

Justino se entusiasma con la perspectiva. Verdaderamente desde hacía tiempo había acariciado el proyecto de ir a las misiones extranjeras, pero ¿se podía todavía realizar un sueño a los 38 años? Esperaba, además, que su marcha a África alejaría de él definitivamente la «amenaza» de ser nombrado Obispo, algo que presentía y que de ninguna manera quería afrontar: aunque hubiese ocupado cargos importantes con gran competencia, el humilde sacerdote de la misión estaba convencido de no merecer tanta consideración. Él, que no se consideraba ni siquiera un buen sacerdote, ¿podía jamás imaginarse Obispo?

Con un doloroso conflicto interior entre manos así pensaba y rezaba Justino en 1838:

Cuando ya había desechado cualquier esperanza de ser enviado a las misiones extranjeras, una agudísima inquietud, que se había apoderado de mi espíritu, me atormentaba… Durante mis sufrimientos, durante mi pobre acción de gracias después de la celebración de los divinos misterios, había repetido a menudo esta oración: yo no consentiré jamás, Dios mío, ser consagrado, sólo en el caso de una nueva misión que tuviese gran necesidad de un obispo.»

No imaginaba cómo la Providencia le tomaría la palabra queriéndolo Obispo justamente en Etiopía, en una tierra y en una historia donde la «púrpura episcopal» más que un honor («onore») sería una carga («onere») sobre sus espaldas.

Precedido de los necesarios preparativos, después de haberse reunido en París con el Padre General y de haber recibido en Roma las instrucciones e indicaciones para llegar y establecerse en Abisinia, el Prefecto Apostólico para Etiopía Justino De Jacobis, con el Padre Luis Montuori y algunos cohermanos franceses encaminados a la misión de Oriente, emprendió el largo viaje hacia la que llegaría a ser su segunda patria.

Se embarcaron en Civitavecchia. Era el 24 de mayo de 1839, fiesta de María Auxiliadora.

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