Capítulo X: El jansenismo
El movimiento llamado «jansenismo» se integra orgánicamente en el desarrollo del pensamiento religioso en la época clásica: en el sentido estricto, no es más que un aspecto de la Reforma católica. En el pensamiento de sus fundadores, respondía a una voluntad de regreso espiritual a la Iglesia primitiva: tenía pues por objeto la purificación de la fe, la intensificación de la vida cristiana, la restauración de la idea de Providencia. Con este título actúa, a veces de forma decisiva, en la teología, la espiritualidad, la moral, la eclesiología. Muy pronto sin embargo, sobrepasó el orden estrictamente religioso para convertirse en un hecho de civilización de alcance universal: está presente en efecto no sólo en el orden doctrinal, sino en los comportamientos sociales, el arte, la literatura, , y hasta la política o la economía. No es excesivo afirmar que ha dominado la vida del mundo occidental durante un siglo y medio, desde principios del reinado de Luis XIV a la Revolución francesa[1].
I.- Origen y naturaleza del jansenismo
1 –La reacción antihumanista
En el sentido estricto y formal del término, el jansenismo es la doctrina expuesta en el Augustinus, obra del obispo de Ypres, Cornelius Jansenius. Pero en realidad es, en su naturaleza profunda, un movimiento mucho más complejo y anterior a Jansenius mismo: es preciso para apreciar sus componentes referirse en espíritu a la revolución humanística de los siglos XV y XVI.
Favorecido por el desarrollo económico de occidente y el ascenso de la clase burguesa, el Renacimiento había exaltado al hombre en su autonomía, su voluntad de poder, su aspiración a la felicidad terrenal. Así había nacido una forma de individualismo llamada a conocer un esplendor excepcional a la vez en la expresión literaria o artística y en los avatares políticos. La religión misma no había permanecido apartada de este movimiento: los Ejercicios espirituales de san Ignacio ponían el acento en el poder de la voluntad; más tarde la corriente humanista encontraba su expresión teológica más perfecta con la publicación en 1588 del libro del jesuita Molina, La concordia del libre albedrío con los dones de la gracia. La tesis de la obra descansa, según se ha visto, en el postulado fundamental de la plena y entera libertad del hombre: implica el poder de la criatura, no sólo de operar su salvación, sino de transformar el mundo.
El molinismo fue adoptado rápidamente por la mayor parte de los jesuitas; se difundió gracias a los colegios, penetró en la enseñanza de la teología moral y se convirtió en numerosos medios en un hecho de mentalidad. Pero su expansión no tardó en provocar una reacción, difusa en un principio, luego explícita cuya expresión más total fue dada por el Augustinus, obra de un teólogo holandés Cornelius Jansenius, durante mucho tiempo profesor en la universidad de Lovaina, antes de ser obispo de Ypres en 1635. La peste debía llevárselo tres años más tarde pero, antes de morir, había podido confiar el manuscrito de su libro a dos de sus amigos quienes lo publicaron en 1640.
2 – Jansenismo «de Lovaina» y jansenismo » de Saint Cyran»
Al contrario que Molina, el jansenismo enseña la corrupción esencial de la naturaleza: irremediablemente marcado por la culpa de Adán, el hombre es arrastrado invenciblemente al mal y no puede salvarse más que por una gracia gratuita de Dios. Toda condición humana está necesariamente dominada o por la naturaleza corrompida o por la gracia todopoderosa: esta tesis, llamada de las dos delectaciones –concupiscencia y amor- constituye la base de la doctrina janseniena. Antonio Singlin presenta en un impresionante resumen esta alternativa: «Toda la religión cristiana se basa en el estado y en la persona de dos hombres… Adán que es el principio del pecado, y Jesucristo que es el principio de la salvación», palabra que traerá Pascal a uno de sus Pensamientos «Toda la fe, dice, consiste en Jesucristo y en Adán; y toda la moral en la concupiscencia y en la gracia». A la visión optimista de un hombre libre, el jansenismo opone pues todo el poder divino. Sin embargo la gracia no deja a la criatura pasiva: exige la victoria del «hombre nuevo» sobre el «hombre viejo», es decir una conversión total. El heroísmo de la perfección se impone desde entonces, no ya como un simple consejo sino como un precepto imperativo.
El jansenismo iba a conocer un éxito rápido en gran parte de occidente. Su inserción en la sociedad francesa fue obra principalmente de un amigo de Jansenio, Jean Duvergier de Hauranne, abad de Saint-Cyran[1] Este eclesiástico se hallaba por entonces relacionado con las personalidades más representativas de la Reforma católica: Bérulle, Richelieu, san Vicente de Paúl, la familia Arnauld…; fue la madre Angélica Arnauld quien lo introdujo en el convento de Port-Royal, reformado por su celo e hizo de él el director espiritual de la comunidad. Port-Royal se convirtió de esta manera y lo fue siempre el gran centro del jansenismo francés. De allí el movimiento se extendió a otros medios eclesiásticos, luego a la alta sociedad parisina, más tarde a las ciudades de provincias. Mas por el juego mismo de esta expansión, el pensamiento de Jansenio se modificó, encontrándose en efecto con un tomismo tenido en gran estima en la enseñanza universitaria, mezclándose con las ideas de Bérulle y sobre todo con los principios de la pastoral puestos en práctica por la Reforma católica francesa.
El jansenismo se reviste pues de salida de dos formas diferentes: una forma doctrinal, la del Augustinus; una forma aplicada, la de Port-Royal. Esta dualidad refleja el contraste de dos hombres: Jansenio, profesor y puro intelectual, dialéctico por temperamento, de natural inclinado a comprender y a exponer; Saint-Cyran, menos interesado en las ideas mismas que en su aplicación, espontáneamente inclinado a la pastoral, las obras, la moral o reglas de vida. Traduce asimismo las aspiraciones propias de dos medios humanos: «el de la universidad de Lovaina, dedicado a la estricta investigación teológica; el de la Reforma católica francesa, dedicada a la purificación, al desprendimiento, al rigor de vida, a la voluntad de descubrir la existencia sin comprometimiento de los primeros cristianos. Así habían nacido y crecido simultáneamente el jansenismo de Lovaina y el jansenismo de Saint-Cyran o port-royalismo, idénticos en sus principios, diferentes en su realidad concreta, su estilo de acción, sus medios de penetración.
Más tarde, durante los siglos XVII y XVIII, iban a aparecer otras formas de jansenismo. Cuando la sospecha y luego la persecución se abatieron sobre Port-Royal, Antonio Arnauld se esforzó por resistir mediante hábiles compromisos: fue jansenismo «arnaldiano». Cuando los principios igualitarios del teólogo Edmond Richer penetraron el movimiento, se vioaparecer el jansenismo richerista, próximo a la democracia clerical. Las alianzas con el parlamento dieron origen al jansenismo galicano[1]. Sería pues falso imaginarse el jansenismo como una doctrina estática o monolítica: como todo pensamiento vivo, va unido a influencias diversas, a veces contradictorias. Existe en realidad no un jansenismo, sino unos jansenismos, injertados en un tronco común –la doctrina de san Agustín- pero adaptados a condiciones de vida cambiantes. Esta floración ilustra la pertenencia de esta corriente espiritual a la vez a la historias de los sistemas teológicos y a la de las civilizaciones.
3 – La expansión del jansenismo
¿Por qué se integró el jansenismo, sobrepasado el círculo estrecho de los teólogos, tan íntimamente y tan rápidamente en la civilización clásica y luego en la de la Ilustración? Elementos contingentes explican al menos parcialmente este proceso: el hecho por ejemplo de que el movimiento port-royalista haya tenido por apologistas y por guías a personalidades eminentes por diversos títulos, a Saint-Cyran, al gran Arnauld, a Pascal, a Nicole, a Pasquier Quesnel, a Felipe de Champeigne… Pero razones más fundamentales o más profundas dan cuenta de esta audiencia del jansenismo. En primer lugar su armonía con el clasicismo, entendiéndose este término en su acepción más amplia, es decir en el sentido de un concepto del hombre y del mundo. Uno y otro van unidos al problema de la salvación individual, se refieren a la introspección, al análisis del corazón, de las pasiones y de los sentimientos. Más todavía que del clasicismo, el jansenismo participa del movimiento general de la Reforma católica de la que llega a ser pronto uno de los elementos motores. Este movimiento de renacimiento religioso se preocupó en Francia menos de debates teológicos que de profundización espiritual, de purificación moral, de obras caritativas. Estas preocupaciones las compartía plenamente el jansenismo: en este mismo espíritu publicó Antonio Arnauld en 1643 la Frecuente comunión y a partir de 1656 Pascal escribió las Provinciales para condenar, con la casuística, la moral acomodaticia de los jesuitas.
Pero el jansenismo se integra también en el movimiento general de la Reforma católica en el plano de la política. El siglo XVII es en efecto, para Francia y para Europa, la época de una elección. La guerra, más tarde llamada de los «Treinta Años» acababa de abrirse, imponiendo a los Estados una temible alternativa: ¿iba a recobrar Europa su unidad espiritual rota en el siglo precedente? O ¿iba a consagrar el triunfo del cantonamiento nacional y confesional? Esta elección iba a producir fisuras en la sociedad clásica hasta profundidades insospechadas. Teniendo las miras solamente en el interés de la nación, Richelieu había entrado en la guerra al lado de las potencias protestantes. Para el partido devoto y para los jansenistas, es decir para el ala activa de la Reforma católica, esta alianza era un crimen contra la religión: la razón de estado aparecía en su mismo principio, como la imagen de la razón corrompida Esta actitud iba a llevar consigo en 1638, en lo más duro de la guerra, el arresto de Saint-Cyran: internado en el castillo de Vincennes, estuvo en él cinco años, hasta la muerte del cardenal. El jansenismo adquirió así, desde sus comienzos, una dimensión política: fue y siguió siéndolo, a lo largo de su historia, un partido de oposición. Por esa razón, en su resistencia a la opresión, se impuso pronto como encarnación de los derechos de la conciencia alzados contra lo arbitrario del poder.
II – El jansenismo y la sociedad clásica
Estas implicaciones espirituales y temporales explican la audiencia del jansenismo en medios humanos muy diversos, eclesiásticos y laicos.
1 – La penetración en medios eclesiásticos
Entre estos medios de acogida, el monasterio de Port-Royal-des-Champs ocupa un rango privilegiado. Esta gran abadía cisterciense había sido reformada por Jacqueline Arnauld –la Madre Angélica- convertida en abadesa en 1602. Como la mayor parte de los monasterios del Císter, Port-Royal estaba implantado en un fondo de valle; dos grandes estanques dominaban sus jardines, de manera que éstos eran invadidos, en el momento de las lluvias, por las aguas y las arenas descendidas de las colinas vecinas. Pesaba de esta forma sobre el conjunto de los edificios abaciales una humedad constante: esta situación insalubre determinó, en 1625, a las superioras a trasladar durante algunos años la comunidad a París, al barrio Saint-Jacques. Más tarde, había de destruirse gran parte del bosque y desecar los pantanos, pero no fue hasta 1648 cuando una fracción importante de las monjas se volvió a instalar en la vieja casa des Champs.
La ocupación esencial de las religiosas era, según la letra misma de la regla, la asistencia al oficio y la adoración perpetua del Santísimo Sacramento. Un horario severo marcaba el ritmo de la jornada: cada mañana, después de maitines, prima y tercia, se celebraba la misa conventual; luego venía el oficio de sexta que era seguido de la comida. Por la tarde se cantaba nona, vísperas y completas. Gran parte del tiempo se pasaba pues en la iglesia. Las horas restantes se ocupaban en la lectura, la meditación y sobre todo en el trabajo manual expresamente recomendado por las constituciones: «Las religiosas, podemos leer, se aficionarán al trabajo por espíritu de penitencia, recordando que es el primer castigo del pecado, y por espíritu de pobreza para imitar a Nuestro Señor que se rebajó hasta ejercer un oficio humilde… Harán sus hábitos, ropa, calzados, escapularios; así como las ropas y ornamentos de la iglesia, las hostias y los cirios. Encuadernarán libros, harán las velas, las cristaleras, faroles, candeleros y otros trabajos en hojalata que se necesiten, y cosas parecidas en la casa. En cuanto a trabajos de bordar, de flores artificiales y cosas parecidas no harán nada en absoluto. El tiempo de trabajar será el comprendido en los intermedios del oficio, menos el tiempo destinado a la lectura».
El mismo rigor presidía la frecuencia de los sacramentos y los ejercicios de piedad: habitualmente las religiosas comulgaban dos o tres veces por semana, frecuencia excepcional en esta época. Las austeridades o las maceraciones no eran buscadas por sistema, sin embargo se practicaba la abstinencia todo el año. Esta vida de recogimiento siguió inmutable hasta el momento en que las miserias de la Fronda, añadidas a las de la guerra, vinieron a abatirse sobre la región: a partir del año 1648, Port-Royal fue refugio para hombres, abrigo para animales y bienes de la tierra. Las monjas no dudaron entonces en sacrificar la mayor parte del tiempo de contemplación y plegaria para dedicarse al socorro de los más desheredados: las privaciones y los ayunos, lote de cada día, no fueron ya reglas de ascética solamente, sino que se convirtieron en medios de ayuda social.
Como muchas abadías de esta época, Port-Royal conservaba en su entorno una «franja espiritual». La componían tres grupos: los solitarios, las escuelas primarias, los «amigos y protectores». No es fácil definir el mundo de los solitarios: la expresión designa en efecto una actitud de alma más que una regla. Está constituido por una asociación libre, es decir sin votos, de laicos y de eclesiásticos deseosos de consagrarse totalmente a la profundización espiritual y al estudio. «No es, dice Le Maître, en una página célebre, más que un lugar de retiro del todo voluntario y libre, al que no llega nadie que no le lleve el espíritu de Dios y en el que nadie se queda a quien el espíritu de Dios no lo retenga. Se trata de amigos que viven juntos según la libertad ordinaria y general, que el Rey permite a todos sus súbditos: pero amigos cristianos, a quienes la sangre de Jesucristo, derramada por todos los hombres, y la gracia de esta sangre derramada en su corazón por el Espíritu Santo, ha reunido en común con una unión más estrecha, más firme y más pura de lo que puedan ser las amistades seculares más fuertes y más íntimas».
La comunidad de los solitarios reunía pues en un espíritu de amistad estrictamente igualitario a hombres tan diversos como Antonio Le Maître y a sus dos hermanos los Srs. de Séricourt y de Saci, Claudio Lancelot, Roberto Arnauld d’Andilly, Nicolás Fontaine, Antonio Singlin… Los clérigos formaban parte en ella con los laicos y artesanos casi analfabetos, como Carlos Delacroix, sobrino de uno de los guardas de Saint-Cyran, se codeaban también auténticos sabios como Le Maître de Saci. Los solitarios –especie de «anacoretas del desierto»- llevaban una vida de contemplación y de oración, pero concedían también una gran parte a los trabajos manuales.
Al lado de los solitarios, las «escuelitas» constituyen una creación original de Port-Royal. Saint-Cyran tuvo de muy temprano la voluntad de ocuparse de los niños; pero semejante proyecto no se inspira en ningún impulso afectivo, se funda en una visión teológica: su propósito es poner a las jóvenes almas al abrigo de los efectos de la concupiscencia. La idea de estas escuelas deriva así del dogma fundamental, esencial a los ojos de los jansenistas, el de la caída. El niño presenta en efecto la imagen acabada de la criatura caída: con el bautismo se entabla en la joven alma un combate sin compasión entre la gracia y la naturaleza. La escuela es una adjuvante de la primera. Fortifica al espíritu del bautismo con vistas a hacer pasar al niño del estado de gracia difusa al de gracia razonable. Tales son la grandeza y la «terrible responsabilidad» de la educación: ella lleva consigo las cualidades del sabio y las del santo; exige una vigilancia de cada instante. De estas premisas se desprenden consecuencias prácticas. Las escuelas serán dispersadas a soledades campesinas: las Granjas, el Chesney, los Troux. Los maestros serán personalidades eminentes por su ciencia y su virtud: así lo fueron de hecho hombres tales como Nicole o Lancelot y, más episódicamente, Le Maître, Arnauld, Hanon. El efectivo escolar encomendado a cada uno de ellos era extremadamente reducido, de cinco o seis alumnos. Pero a éstos nunca se los perdía de vista, ni en los momentos de estudio, ni en sus conversaciones o sus juegos, ni siquiera durante el sueño[1]. Las escuelitas tuvieron una existencia muy breve: apenas duraron más de quince años y nunca llegaron a tener más de cincuenta alumnas. Sin embargo su fama sigue siendo a la vez universal e imperecedera: se lo deben a innovaciones pedagógicas como el desarrollo de los estudios «modernos» –francés, historia, geografía, ciencias positivas- pero sobre todo a las finalidades espirituales subyacentes al institución entera.
Vivía también, a la sombra de Port-Royal, un grupo más cambiante de amigos y protectores. Pertenecían unos a la aristocracia, como el duque de Luynes, otros a la clase alta de los togados como Pascal, o al mundo de las letras como Racine o Boileau. Un lugar particular está reservado a las que fueron calificadas de «buenas amigas de Port-Royal»: la princesa de Gueméné, dirigida de Saint-Cyran; Louis-Marie de Gonzague que en 1645, por su matrimonio con Ladislao IV, llegó a reina de Polonia; la marquesa de Sablé; la duquesa de Longueville, hermana del gran Condé. Muchas de ellas estaban instaladas en pequeños apartamentos, hoteles o pabellones situados a las puertas mismas del monasterio.
Otras comunidades monásticas, masculinas o femeninas, fueron influenciadas, pero con menos éxito por el jansenismo. En algunos casos se trata de casas cistercienses como Hautefontaine, en la diócesis de Châlons-sur-Marne, que fue un enlace ideológico entre Holanda, Port-Royal y la Lorena. Pero la mayor parte pertenece a congregaciones benedictinas de Saint-Vanne y de Saint-Maur, ya que la orden de san Benito conoció un florecimiento brillante a la vez de la teología positiva y del agustinianismo. A título de ejemplo, conviene citar entre ellas: en París, Saint-Germain-des-Prés y los Blancs-Manteaux (de los Servitas); en provincias, Saint-Remy,Saint-Nicaise y sobre todo Hautvillers en la diócesis de Reims, Saint-Mihiel y Beaulieue-en Argonne en las tierras de Verdun, por fin Saint-Pierre de Châlons y Saint-Florent de Saumur.
El espíritu de Port-Royal impregnó también al clero secular. Lo alcanzó con mayor frecuencia por intermedio de los obispos y de los seminarios. También aquí, ofrecen las diócesis de Reims y Verdun ilustraciones significativas. La primera fue dirigida de 1671 a 1710 por Charles- Maurice Le Tellier, hermano de Louvois: él fue quien confió la dirección del seminario Saint-Jacques y por ello la formación de los clérigos a un teólogo jansenista, Nicolas Le Gros, espíritu brillante y profundo, quien debía, después de la muerte del prelado, su protector, retirarse a Holanda y terminar su vida junto a la Iglesia de Utrecht. Las opciones de Le Gros explican las de la mayor parte de los párrocos de Campaña y de las Ardenas. Un proceso parecido se observa en Verdun y en Châlons donde el seminario fue confiado por los obispos Hipólito de Béthune y Gastón de Noailles al teólogo Louis Habert, quien a su vez formó a los clérigos en el espíritu de Port-Royal. Es difícil en el estado actual de las pesquisas dibujar una geografía exacta del jansenismo clerical. Todo lo más se pueden citar entre las regiones más influidas: París y sus alrededores, La Campaña, el Beauvesado, La Baja-Borgoña, Lla Lorena occidental; en el Oeste, las diócesis de Nantes y de Rennes, y en el Mediodía, las de Alet, de Pamiers, de Mirepoix.¿Existió un «estilo» o una pastoral jansenista en el gobierno de las parroquias? Aquí tampoco se podrá formular una respuesta absoluta; algunos rasgos específicos pueden con todo revelarnos su existencia: un nivel intelectual elevado entre los clérigos, una gestión temporal rigurosamente llevada, un lujo estrictamente subordinado a los recursos, una austeridad muy señalada en el terreno moral y sacramental advirtiéndose en particular en las comuniones raras, las absoluciones diferidas o las penitencias públicas. A veces, ciertos párrocos, como Du Hamel en Saint-Mérry o Feydeau en Vitry-le-François, modifican radicalmente la dirección y disposición de las obras en el sentido de una mayor igualdad social tratando de asociar con ellas a todas las clases de la población.
2 – Jansenismo y burguesía
El jansenismo penetra en la sociedad laica. Lo más común por la enseñanza de los párrocos y por los catecismos: cuando los clérigos habían recibido en los seminarios, durante bastante tiempo, una enseñanza jansenista, se la transmitían a sus fieles en la predicación, en la pastoral sacramental –particularmente en el tribunal de la penitencia- y en el catecismo. Una acción parecida fue llevada a cabo en Verdun y en Châlons por Louis Habert que fue a la vez arcediano, superior del seminario, redactor del catecismo y autor de un manual de confesor titulado la Práctica de la penitencia pero a la que su austeridad hacía que se la calificase comúnmente de «Práctica impracticable». Aquello era un jansenismo difuso expresado sobre todo por actitudes morales, escrúpulos de conciencia, a veces por un respeto temeroso hacia los sacramentos, pero impropio de toda sistematización teológica o eclesiológica.
Si bien el jansenismo no fue extraño en ningún medio, conoció sin embargo una audiencia particularmente amplia y profunda en la parte elevada del tercer-estado, es decir la alta burguesía de los negocios y sobre todo en la de los togados: en verdad que en un principio fue un hecho urbano, sin pasar a influir fuertemente el mundo rural hasta el siglo XVIII. Ya Saint-Beuve, en su Port-Royal, había notado este «ensayo anticipado de una especie de tercer-estado superior, que se gobernaba a sí mismo en la Iglesia» y había recordado los estrechos lazos entre el jansenismo y «la clase media alta, la clase parlamentaria, la que bajo la Liga era más o menos del partido de los políticos». El hecho es que el jansenismo encontró rápidamente un terreno abonado en las familias parisinas de togados de alto rango, los Daguesseau, los Molé, los Bernières, los Bignon y sobre todo los Arnauld… Una difusión parecida se observa en provincias: los estudios regionales –raros todavía- revelan su penetración en los medios de la alta judicatura, los de las cortes soberanas, de las cámaras de cuentas o de la justicia ordinaria. Más tarde, después de la paz de la Iglesia de 1669, el jansenismo conquista la clase baja y media de los togados: el mundo de los magistrados, de los abogados, de los procuradores o de los jueces que formarán al final del siglo XVII y en el XVIII los cuadros del movimiento. Los escasos islotes conocidos hoy –París, Beauvais, Amiens, las pequeñas ciudades de las orillas como Saint-Menehould o Vitry-le-François, las ciudades de Lorena- ofrecen a este respecto ejemplos significativos. Esta penetración en la clase oficial se explica por las afinidades profundas del jansenismo con la burguesía. El burgués nació efectivamente al margen de los cuadros feudales o monárquicos. En una sociedad de jerarquías rigurosas, es el individuo libre, independiente en su estatuto jurídico y sus actividades económicas, más también en sus opciones espirituales: en el aparato de una religión muy exteriorizada, tiende a sustituir el universo cerrado de la conciencia. El jansenista conoce un proceso parecido a la individualización; allí se sitúa su terreno de encuentro con el burgués: uno y otro prescinden de sus intermediarios en sus devociones, tienden a nivelar jerarquías, usan con medida de los sacramentos, colocan por delante la vida interior y la reforma moral, dirigen sus reflexiones al problema de la salvación individual. En una palabra, los dos personalizan la religión a la vez en su principio de vida y en los comportamientos de la existencia cotidiana.
3 – Las tesis sociológicas. Los jansenistas y el mundo
Estudios recientes han llegado mucho antes de este análisis y, fundándose en el método dialéctico, han presentado al jansenismo como la trasposición de una crisis económico-social que afectaba a la clase togada. Esta crisis sería el resultado de la constitución por la monarquía absoluta de una «burocracia de comisarios», agentes directos de la omnipotencia del príncipe. Esta etapa decisiva en la centralización debía conducir a sacrificar los intereses de los poseedores de oficios, nobles o burgueses. También, por un deslizamiento lento, las cortes soberanas y con ellas la clase de toga al completo pasa a la oposición. En la gran masa de los oficiales, este descontento no va más allá del vago malestar, apenas cristalizado, pero en algunos, más conscientes, se exterioriza bajo dos formas: un sistema religioso, el jansenismo; una revuelta por las armas, la Fronda. Diferentes en sus manifestaciones, las dos reacciones son idénticas en su inspiración. En el primer caso se trata además menos de un antagonismo declarado que de una retirada con respecto a la política y al «mundo».
Semejante actitud era inaceptable para el poder, en el momento en que los imperativos interiores y exteriores requerían la entera disponibilidad de la elite del reino: Richelieu, Mazrin, Luis XIV lo tuvieron en cuenta y no dudaron en golpear a los rebeldes.
Seductora por su voluntad de explicación total, esta tesis llega sin embargo a encontrase con varias objeciones[1]. Un estado de hecho en primer lugar: ¿es posible reducir a la sola clase de togados la extensión del jansenismo? Bastantes más medios estuvieron tocados: existe un jansenismo monástico, un jansenismo presbiteral y hasta un jansenismo popular. Pero es ante todo el nacimiento de una crisis en la clase oficial el que aparece más contestado. Nobles o burgueses, los oficiales, gozan de honor unánimemente y ocupan en la sociedad muy jerarquizada de la época clásica un lugar envidiado. El mundo de la toga no conoció por entonces ni depresión económica ni retroceso social. Es el momento de las colocaciones ventajosas entre los «labradores», hasta los señores. La renta constituida, la tierra y más aún el «cargo» son los elementos habituales de esta fortuna. El medio del siglo XVII es para los oficiales el tiempo de las esperanzas y de los proyectos ambiciosos expuestos con complacencia en las teorías de la Fronda. ¿Cómo reducir a partir de entonces el jansenismo a un conflicto entre dos fracciones de la burguesía? La verdadera oposición de la clase togada al poder aparecerá mucho más tarde, en los parlamentos del siglo XVIII; allí es donde el jansenismo adquirirá una tonalidad política, pero no bajo la forma de un rechazo del mundo. A todas estas dificultades de hecho se añade una objeción de principio: ¿cómo justificar la identidad de una lucha de clases y de una doctrina de la salvación? ¿Por qué habría acaparado el jansenismo en su provecho el «mito del malestar»? Las trasposiciones de lo social a lo religioso no son ni desconocidas ni siquiera muy raras, pero el odio o la decepción suelen dar por resultado el libertinaje, no la sobreabundancia teológica. Ésta implicaría por otro lado la existencia en la burguesía de toga de una conciencia de clase que no aparecerá hasta mediados del siglo XVIII.
La explicación puramente sociológica sigue siendo pues una hipótesis a la vez ambiciosa y frágil. Abre sin embargo perspectivas nuevas pues permite calibrar mejor el jansenismo en sus relaciones con el mundo, es decir como un hecho de civilización. Reducidos a la oposición, entregados a menudo a la persecución, los jansenistas estuvieron en lucha, bien a su pesar a veces, con la autoridad temporal: tuvieron que aceptar los valores seculares, solicitar ayudas, concluir alianzas, pronunciarse sobre las orientaciones políticas, en suma precisar sus actitudes ante la sociedad y el poder. En este dominio sus comportamientos fueron diversos y, según las formas de «sociabilidad» que adopten, llegó a ser clásico distinguir tres opciones esenciales con respecto al orden temporal: la del rechazo total del mundo, o extremista extramundana, calificada a veces de «barcosiana» por ser la de Martin de Barcos y que se encuentra de igual manera en Antoine Singlin, en la Madre Angélica y tal vez en Pascal en los últimos años de su vida; el extremismo intramundano –es decir la voluntad de admitir el mundo y en él entablar una lucha sin concesiones- adoptado por el abate de Hautefontaine Guillaume Le Roy, por el obispo de Alet, Nicolas Pavillon, por Jacqueline Pascal y sin duda por Racine; por fin el centrismo o «arnaldismo», pues Arnauld y sus amigos –Nicole, Duguet, Quesnel…- no excluyen la idea de una «política cristiana» y admiten en consecuencia compromisos con el poder. Semejantes clasificaciones permiten, a pesar de la parte arbitraria, sobrepasar la visión puramente estática del jansenismo y entender mejor, según las épocas, la naturaleza de sus relaciones con la política.
III – El enfrentamiento a los poderes
Desde el punto de vista de sus relaciones con la autoridad política o eclesiástica, se han de distinguir tres fases en la historia del jansenismo francés antes de los grandes conflictos del siglo XVIII.
1 – Las primeras condenaciones y la resistencia (1638-1669)
Muy temprano el jansenismo apareció como un movimiento sospechoso, y hasta como un partido de oposición. En primer lugar por razones políticas. Saint-Cyran y sus discípulos afirmaron su hostilidad Richelieu en dos puntos esenciales: la Europa nacional y laica preconizada por el cardenal y la razón de Estado exaltada como un absoluto. Estas opciones provocaron contra Port-Royal sanciones cuyo origen profano comprendieron claramente los contemporáneos. De lo político se pasó a lo religioso: la publicación del Augustinus en efecto había tenido como resultado desencadenar una viva reacción; los jesuitas multiplicaron los libelos acusando al obispo de Ypres de renovar, por su negación del libre albedrío, los errores de Calvino. La acción de la Compañía vino así a prolongar la de la política francesa; la conjunción de estas dos fuerzas debía arrancar a Roma varias condenaciones: en primer lugar la bula In eminenti (1643), luego una sentencia más radical, la bula Cum occasione (1653) que declaraba heréticas o falsas cinco proposiciones que resumían el pensamiento de Jansenio sobre la corrupción de la naturaleza humana, la eficacia de la gracia y el libre albedrío. ¿Por qué este rigor en la represión? Varias razones lo explican: desde la publicación del Augustinus, el jansenismo había hecho grandes progresos especialmente en los monasterios y en la clase togada. Además, la Fronda había creado en el reino un clima nuevo: ¿existía un parentesco entre el levantamiento revolucionario y el movimiento de Port-Royal? Mazarino tuvo siempre la convicción íntima: uno y otro, pensaba, se inspiraban en una voluntad idéntica de defender las «libertades» contra la omnipotencia del Estado. Por eso no quería abandonar en nada la política represiva de Richelieu, de ahí sus intervenciones en Roma para obtener una bula de condenación. La Santa Sede por su parte no dejaba pasar ocasión de imponer a la Iglesia de Francia –tradicionalmente celosa de sus privilegios- una decisión que, implícitamente, tendía a afirmar la infalibilidad pontificia. Es el principio de un movimiento infalibilista que se afirmará con la bula Unigenitus (1713) y se proseguirá en los siglos XVIII y XIX.
En esta fecha –1653- el jansenismo parecía perdido y sus fieles conocieron un momento de confusión. Se salvó de dos maneras. Primero por una táctica que inauguró Antonio Arnauld: los discípulos de Port-Royal evitaron contestar el buen fundamento de las sentencias pontificias, pero sostuvieron que las cinco proposiciones, condenables en sí mismas, no se encontraban en el Augustinus. Es la famosa distinción de derecho y de hecho, según la cual la Iglesia, infalible en las cuestiones doctrinales, puede equivocarse sobre un hecho no revelado tal como la presencia o la ausencia de las proposiciones en Jansenio. Esta distinción iba a permitir durante años hacer frente al rey y al papa: no se trata en efecto, como se ha supuesto a menudo, de una simple maniobra ocasional, sino de la afirmación de los derechos de la conciencia frente a la autoridad establecida. La argumentación de Arnauld iba también a encontrar un precioso apoyo en la intervención de un joven mundano, recientemente convertido y conocido por sus trabajos científicos, Blaise Pascal. Al publicar, a partir de 1656, las Provinciales, tuvo el arte de hacer pasar el debate del plano de la teología al de los comportamientos éticos: se reveló como periodista de genio y polemista temible convirtiendo en irrisoria la moral relajada de los jesuitas. Vencido por la autoridad monárquica y pontificia, el jansenismo triunfaba ante la opinión: salía del círculo estrecho de los teólogos y entraba como elemento determinante en todos los grandes conflictos ideológicos; de doctrina pasaba a convertirse en movimiento. El poder intentó una nueva maniobra. En 1657, la asamblea del clero prescribió la firma de un formulario inspirado por el papa Alejandro VII y desautorizó las tesis del Augustinus; esta obligación se reiteró en 1661 y se confirmó por el decreto real del 13 de abril del mismo año. Hubo que enfrentarse entonces a un rechazo sistemático de los jansenistas: el arzobispo de París, Hardouin de Péréfixe, vino en persona en dos ocasiones, el 21 y 26 de agosto de 1664, a tratar de doblegar a la comunidad de Port-Royal. Todo en vano: las religiosas debían permanecer, durante más de cuatro años –hasta febrero de 1669- prisioneras en la abadía y privadas de sacramentos.
La obstinación de las monjas tuvo una resonancia considerable: la opinión se conmovió, muchos obispos intervinieron. Roma temió un cisma; por su parte, Luis XIV se ocupaba en las grandes empresas militares y se aprestaba a la guerra en breve plazo con Holanda. De una parte y de otra se deseaba tratar: el papa Clemente IX, de temperamento más acomodaticio que su predecesor, reconoció la distinción de derecho y de hecho: lo que fue la «paz clementina» o paz de la Iglesia (1669).
2 – La paz clementina (1669-1700)
Lo que se llama paz clementina –por el nombre del papa que fue su artífice- es una tregua de unos treinta años, tregua brillante y fecunda durante la cual Port-Royal se erigió en el lugar de reunión de la alta sociedad parisiense, y hasta provinciana. También es el tiempo de un gran florecimiento literario: la apología de Pascal se edita en 1670 bajo el título de Pensées; en 1671 aparecerán los Essais de Nicole y las Instructions chrétiennes, extractos de las cartas de Saint-Cyran. En el mismo momento el oratoriano Pasquier Quesnel publica, bajo el título de Nouveau testament en français avec des réflexions morales sur chaque verset, una obra destinada a desempeñar en la evolución futura del jansenismo un papel capital. Sin embargo las tesis del autor no son estrictamente idénticas a las del primer Port-Royal: en el augustinismo, mezcla ideas tomistas, más favorables a la autonomía de acción de la criatura, elementos tos tomados de la espiritualidad de Bérulle, pero sobre todo principios richeristas. En un libro publicado en 1611, el Traité du pouvoir ecclésiastique et politique, el teólogo Edmond Richer enseña que el depósito de la fe y el gobierno de la Iglesia pertenecen, no sólo al papa y a los obispos, sino a los simples sacerdotes y también a la masa de los laicos: una verdad no tiene pues valor más que cuando es adoptada por la comunidad de los fieles. Tales ideas «democráticas» gozaron siempre de una resonancia en la Iglesia, pero conocieron una audiencia particularmente extensa en el jansenismo a finales del siglo XVII, por razón de la extensión creciente del movimiento a la pequeña burguesía de toga y al bajo clero.
Esta agitación, este brillante florecimiento literario, estos éxitos mundanos desagradaban profundamente a Luis XIV. «Al rey no le gusta cuanto produce ruido», notaba el arzobispo de París Harlay de Champvallon: creía en la existencia de una «cábala», de una «conjura», de una «república de Port-Royal» que juzgaba peligrosa y cuya pérdida él buscaba. Saint-Simon ha analizado en una página célebre las razones del celo ortodoxo, a la vez religioso y político, de Luis XIV «supremamente lleno, afirma él, de su autoridad, y que se había dejado persuadir de que los jesuitas eran sus enemigos, que quería salvarse, y que, no conociendo la religión, se había gloriado toda su vida de hacer penitencia sobre las espaldas de los demás, y le tranquilizaba hacerla sobre las de los hugonotes y de los jansenistas, a quienes creía poco diferentes y casi igualmente herejes[1]. Por su individualismo cerrado, el jansenismo aparecía como un peligro para la autoridad del Estado tal y como la concebía el gran rey: a la obediencia sin condiciones, oponía la autonomía de la conciencia, que por eso mismo atentaba contra la razón de Estado, contra la centralización y absolutismo monárquico. Luis XIV había heredado de Mazarino y de la dolorosa experiencia de la Fronda un antijansenismo que no dejó de crecer a medida que se avanzaba en el reinado, pero que se afirmó sobre todo cuando el rey, abandonando los principios de equilibrio de la «Preponderancia francesa», se enfrascó, en el interior como en el exterior, en una política de imperialismo confesional: las intervenciones en Inglaterra a favor de los Estuardos, la revocación del edicto de Nantes (1685) y la actitud de sospecha creciente respecto a Port-Royal proceden de los mismos imperativos ideológicos. Cuando más tarde se aseguró de que los jansenistas eran «republicanos», es decir disidentes, decidió su ruina.
3 – El fin de Port-Royal. La bula Unigenitus (1700-1713)
La represión adoptó en un principio formas sordas, disgregando del interior la paz de la Iglesia. En 1679, los confesores, los pensionistas y las novicias fueron expulsados de Port-Royal y se prohibió recibir a otros: era sentenciar al monasterio a la extinción. El mismo año, Arnauld se retiraba a los Países Bajos donde morirá en 1694. Allí lo acompañó en 1684 Quesnel luego otros amigos suyos. Estas salidas eran signos: cada vez más el jansenismo iba a ser dirigido desde el extranjero, primero desde los Países Bajos y después desde las Provincias Unidas. El asentamiento de estos exiliados al otro lado de las fronteras debía tener graves consecuencias: sobre el jansenismo holandés en primer lugar que evolucionó hacia el cisma de Utrecht (1723), pero también sobre el jansenismo francés el cual, tributario de sus fieles de la «diáspora», dio un giro a menudo áspero y dramático.
Poco iba a ser necesario en adelante para que la persecución comenzara. El pretexto para ello fue en 1701 el asunto llamado «del caso de conciencia». El párroco de Notre-Dame-du-Port en Clermont sometió a un grupo de doctores de la Sorbona el caso siguiente: ¿»Se puede absolver a un penitente que declare condenar las cinco proposiciones en el sentido en que la Iglesia las ha condenado, pero que en lo que respecta a su atribución a Jansenio, cree suficiente una sumisión de respeto y de silencio?» Los doctores resolvieron la cuestión por la afirmativa; su respuesta se publicó y suscitó una nueva campaña de opinión. Luis XIV pidió entonces al papa una condena del silencio respetuoso: tal fue el objeto de la bula Vineam Domini promulgada por Clemente XI en 1705; la sentencia, para los jansenistas, fue algo así como la pareja de la revocación del edicto de Nantes. Marcaba el fin de la paz de la Iglesia: se volvió a vivir el clima de lucha de los años 1664-1665, pero con una mayor agresividad. Luis XIV decidió actuar por la fuerza: encarceló a los principales jefes jansenistas, extrañó a otros por órdenes firmadas. En octubre de 1709, las religiosas de Port-Royal-des-Champs, que se habían negado a firmar la bula Vineam Domini, eran disueltas por la policía. Menos de dos años más tarde, al convertirse el monasterio en lugar de peregrinación, se tomó la resolución de destruirlo. Los cuerpos de las religiosas inhumados en el claustro durante siglos fueron exhumados, dispersados cerca de los santuarios de las cercanías o arrojados sin orden en una fosa común del cementerio San Lamberto. La iglesia y las edificaciones abaciales fueron arrasadas, «de manera, dice Saint-Simon, que al final no quedó allí piedra sobre piedra».
Luis XIV no se detuvo allí: en su deseo de unidad confesional y rompiendo con toda la tradición galicana, llegó hasta pedir al papa una bula condenando globalmente al jansenismo tal como se expresaba en la obra del cabeza del partido, Pasquier Quesnel. Él se mostraba enérgico en hacerla aplicar en su reino. Su insistencia fue tal que Clemente XI accedió al deseo del rey y declaró su sentencia por la célebre bula Unigenitus[1] del 8 de setiembre de 1713, cuyas consecuencias fueron tanto más graves cuanto a través del libro de Quesnel eran los propios fundamentos de la religión los que estaban comprometidos. Los contemporáneos tuvieron conciencia del significado profundo del documento pontificio. «L bula Unigenitus, decía el obispo de Montpellier Colbert de Croissy, es el mayor acontecimiento que haya habido en la Iglesia desde Jesucristo». Recientemente, el historiador Bernard Groethuysen, expresándose casi en los mismos términos, veía en ella «uno de los mayores sucesos que hayan ocurrido en la Iglesia». Esta importancia de la bula le viene de dos caracteres. Al condenar las tesis agustinianas sobre la gracia, exalta el molinismo, mitiga al «trágico» cristiano en beneficio de la moral del hombre honrado; constituye por este título una victoria del espíritu liberal. Por otra parte, afirma, al menos indirectamente, no sólo la preeminencia de Roma sobre la Iglesia de Francia, sino el derecho de control de la Santa Sede sobre los príncipes, reeditando así las célebres tesis medievales sobre la teocracia pontificia. Con la bula, se enfrentaban pues dos concepciones de la Iglesia: la Iglesia nacional estrechamente ligada al poder político; el universalismo pontificio que dominaba a la vez a los episcopados nacionales y a los Estados. Por ello la bula Unigenitus, hecha en principio para poner fin al jansenismo, iba por el contrario a darle un nuevo impulso asociando íntimamente su causa al galicanismo: esta alianza va a dominar su historia en el siglo XVIII.
El jansenismo aparece, no como un sistema monolítico, sino como un fermento vital del mundo de su tiempo: no es exterior o sobreañadido a la civilización clásica, es por el contrario un componente fundamental de ella. Pero además sobrepasa los elementos contingentes de una época o de un país. Existe en él un aspecto intemporal: es la filosofía de la insatisfacción, de la inquietud, de la hostilidad hacia los conformistas y las situaciones adquiridas; la afirmación de los derechos de la conciencia considerados como un absoluto. Unido por sus orígenes al siglo XVII, el jansenismo no se encierra en sus fronteras cronológicas: adquiere, por su naturaleza profunda, una significación transferible a otros tiempos y a otros países.