El catolicismo en la Francia clásica. Capítulo 06

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: René Taveneaux · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1980 · Fuente: Éditions CDU et SEDES, Paris..
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Capítulo VI: La pastoral educativa

El desarrollo de la cultura de los párrocos, el afianzamiento de su formación pastoral no podían dejar de comunicarse a la vida religiosa de los fieles mismos. Esta acción de los clérigos sobre los laicos se ejerce de diversas maneras. En primer lugar por el ritualismo, es decir la liturgia, las devociones, la distribución de los sacramentos. Este fue el modo esencial de transmisión de la vida religiosa en la Edad Madia y hasta el siglo XVI, mientras persistieron estructuras de cristiandad. La Reforma católica no excluyó estos medios tradicionales; ella favorece incluso su desarrollo; pero la pastoral se ejercita sobre todo bajo una forma didáctica, la de la catequesis cuyo papel se convierte luego en esencial. Este tiempo está marcado en efecto por  un deseo generalizado de conocimiento religioso, cuyas causas son muy diversas. En primer lugar la multiplicación del libro: raro en el siglo XVI. La edición se desarrolla considerablemente en el siglo XVII; el progreso se manifiesta incluso en dominios limitados, como, luego la controversia con los protestantes, implicando la las bibliotecas de párrocos, implicando la referencia a una doctrina segura, no permite ya contentarse con una tradición oral necesariamente vaga. El concilio de Trento por último había animado a un conocimiento más hondo y a una formulación más precisa del contenido de la fe; Él mismo había  dado ejemplo mediante sus cánones y sus decretos, modelos perfectos de rigor en la expresión.

Este conocimiento adquiere, no sólo en los grades organismos intelectuales –universidades, colegios o monasterios- sino también en las parroquias que son unidades pastorales al mismo tiempo que células administrativas. La transmisión del pensamiento religioso en el marco de la parroquia se realiza de diversas maneras, en primer lugar por el catecismo.

I –El catecismo

1 – Los orígenes

La palabra catecismo evoca a la vez una enseñanza religiosa elemental y el manual mediante preguntas y respuestas que es su instrumento. El catecismo instrucción no se estableció más que lentamente y se pasó por etapas de  del mensaje oral a la enseñanza por el libro. Desde los comienzos de la Reforma, católicos y protestantes rivalizaron en celo por transmitir con exactitud y precisión la instrucción religiosa a los jóvenes. La forma primera de este catecismo  concebido como un resumen de la catequesis aparece desde finales del siglo XV en España, país pionero del Renacimiento espiritual: para lucha contra la ignorancia religiosa el cardenal Mendoza escribió un catecismo de la vida cristiana. Algunos decenios más tarde Lutero mandó publicar por sí mismo o por medio de sus discípulos varios manuales catequéticos. En 1533, Erasmo publicaba en Fribourg-en-Brisgau el Symbolum sive cathechismus. Varios obispos franceses hicieron lo mismo; en 1557, el obispo de Châlons-sur-Marne hacía imprimir un Breve de fidei orthodoxae rudimentis compendium… y en 1562, el obispo de París componía una Instructio catholica quam vulgo manuale vocat, una y otra destinadas a nutrir la palabra de los párrocos. El movimiento adquirió alguna amplitud tras el concilio de Trento que había ordenado explicar la doctrina a los fieles en lengua vulgar y, para ello, había mandado redactar un catecismo, obra de una comisión dirigida por Carlos Borromeo; apareció en su primera edición en Roma en 1566; lo llaman Catecismo romano o Catecismo del concilio de Trento. Ofrecía, bajo una forma didáctica y para uso de párrocos, la exposición de la fe católica definida por el concilio.

Toda la enseñanza catequística que ha seguido se deriva más o menos directamente de este libro; pero los comienzos fueron modestos. Algunos obispos dieron al clero parroquial la orden de hacer aprenderse de memoria, en galo y latín, las fórmulas que resumen la doctrina; esta iniciación se hacía en la escuela por los cuidados del maestro, o en la iglesia por el párroco. En el siglo XVI, raramente se imponía un texto, pero, a principios del XVII, mandan ellos mismos imprimir los catecismos destinados a guiar a los párrocos y a los maestros de escuela. Los primeros deben explicar este catecismo y comentarlo cada semana, por lo general el domingo, limitándose el maestro a hacer repetir la carta. Lo que muestra bien que este manual no está todavía destinado a los fieles, es que está incluido en el Ritual o en algún otro libro sacerdotal (así para la diócesis de Soissons, en el Ritual de 1622) .Los resultados obtenidos por este método oral no eran de muy grande alcance. Primeramente porque los párrocos, en la primera mitad del siglo, ponían poco celo en ello. Muchos se contentaban con dar una enseñanza episódica –en el tiempo de adviento y el de la cuaresma o, durante periodos limitados de Pentecostés al mes de agosto y de todos los Santos a Pascua, en 1672 también, unas 139 parroquias rurales  de la región parisina visitadas por el arcediano, tan solo 34 se beneficiaban de una instrucción catequética dada por otro lado irregularmente.

Los remedios prestados a esta inercia fueron de dos clases: las fundaciones destinadas a crear puestos de capellanes o de vicarios encargados del catecismo; la aparición de congregaciones  o de sociedades de sacerdotes consagrados a la enseñanza. De esta manera, la congregación de la doctrina cristiana –o de los doctrinarios-  creada a finales del siglo XVI en el Midi francés  por César de Bus , la comunidad de los sacerdotes  de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, constituida en Paría en 1612 por Bourdoise, o también la congregación de los sacerdotes de la Misión, fundada en 1625 por san Vicente de Paúl. Como lo hacían los párrocos de parroquias, estos sacerdotes de las diferentes congregaciones daban una enseñanza oral; su experiencia permitió elaborar progresivamente una pedagogía del catecismo. La comunidad de Saint-Nicolas-du-Chardonnet introdujo la costumbre de coronar  la formación catequética  por la primera comunión solemne; esta ceremonia, primeramente practicada en París en parroquia Saint-Nicolás se extendió por toda Francia formando una tradición espiritual.

El gran progreso en la enseñanza del catecismo fue realizado cuando fue posible prever un manual para cada niño: lo que se consiguió en la segunda mitad del siglo XVII, especialmente después de 1670; es el momento en que los obispos se encargan de publicar su propio catecismo. Estos manuales no son uniformes; varían de una diócesis a otra, suscitando esta diversidad emulación y progreso.

2 –Tipología de los catecismos

Algunos reproducen, simplificando su expresión,  el esquema general del catecismo del concilio de Trento: bajo una forma analítica, exponen los aspectos esenciales de la doctrina.

Otros se adaptan a los ciclos litúrgicos; así el Catecismo para las escuelas de la diócesis de Lyon, publicado en 1666,  está dividido en 52 lecciones correspondientes a los misterios celebrados cada semana por la Iglesia en su liturgia; una iconografía sugestiva acompaña al texto. En un espíritu análogo, ciertos manuales están constituidos casi exclusivamente por palabras de la Escritura, de los extractos de los Padres o de los concilios. Es el caso del Catecismo, o compendio de la fe y de las verdades cristianas, publicado en 1687 en París por François de Harlay y adoptado en los años que siguieron  por otras diócesis. Su mérito es doble: marca una voluntad de contacto con las fuentes  de la fe, en particular con la Biblia y se inscribe así en el regreso a  los estudios positivos. Manifiesta por otra parte un gran rigor lógico en el modo de exposición; una primera parte trata de las grandes verdades de la fe; una segunda de los sacramentos y gracias necesarias a la salvación; una tercera está dedicada a los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Muchos capítulos se dedican a justificar los dogmas o las prácticas católicas rechazados por los protestantes; transubstanciación, indulgencias, culto de las reliquias…

Muchos de estos manuales están concebidos como historias santas; así, el Gran Catecismo histórico, compuesto en 1683 por Caude Fleury, sigue la vida de la comunidad de los creyentes desde los orígenes hasta mediados del siglo XVII, desprendiendo la significación espiritual de cada una de estas etapas cronológicas.

Entre los catecismos diocesanos algunos adoptan el modo de exposición sintético; el modelo más acabado es el catecismo llamado «de los tres Enrique», así llamado porque publicado conjuntamente  en 1676 por tres obispos: Enrique Arnauld, de Angers, Enrique de Laval, de La Rochelle, Enrique de Barillon , de Luçon La obra rompe deliberadamente con el método analítico y centra todo su desarrollo sobre el  problema de la salvación  que se concibe como un diálogo alternado entre Dios y el hombre. Una primera parte evoca la creación, el pecado original, la Encarnación y la Redención. Se coloca después la vida cristiana  como alternativa del pecado y de la fe ; muestra cómo ésta debe conducir a la esperanza, a la caridad, a la obediencia, a los mandamientos de dios y del Evangelio. La gracia obtenida por la oración y los sacramentos crea los medios de acceder a esta vida cristiana y ésta se agranda en el marco de la Iglesia, en formas comunitarias. Por último este itinerario espiritual alcanza su acabamiento  en los fines últimos. Una enseñanza de esta naturaleza es a la vez lógica y próxima al Evangelio. «El cristianismo se presenta, no como un moralismo, sino como una vida en la escuela de Cristo.» (L. Pérouas) Se trata pues de una explicación cristocéntrica destinada a recorrer toda la economía de la salvación y a transmitir el mensaje cristiano.

Los catecismos fueron instrumentos muy eficaces para la formación del pueblo cristiano. En el conjunto, tendieron a una cierta unificación espiritual y moral de la masa de los fieles; a veces también señalan el comienzo de una pastoral  especializada por grupos sociales; así se organizaron en San Sulpicio catecismos para los lacayos, para los mendigos, para los ancianos. En el pensamiento de algunos obispos, fueron también un medio de favorecer ciertas opciones teológicas, en particular el jansenismo; se ven así en el catecismo de los tres Enriques algunas tesis bastante próximas a las de Port-Royal, como el sacerdocio de los fieles o la insistencia sobre el culto en espíritu, a expensas del aparato litúrgico. Al contrario de otros catecismos marcan, en los capítulos sobre la penitencia y la eucaristía, una voluntad de reacción contra el jansenismo; fue el caso, en París, del catecismo publicado en 1665 por el arzobispo Hardouin de Péréfixe.

En las proximidades del siglo XVIII, los catecismos se hacen más precisos, más sabios; son obra de teólogos preocupados en no transigir en nada con la exactitud de las definiciones  o el rigor de la terminología; las «historias» o los episodios de las vidas de santos, tenidos por sospechosos, ya que no legendarios, tienden a desaparecer. Estas mejoras técnicas tienen  a menudo por inconveniente sacrificar la sencillez, la espontaneidad y el carácter vivo de los primeros catecismos.

3 –La lección de catecismo

El responsable de la catequesis en la diócesis es el obispo quien da el impulso, compone o manda componer el manual. Pero el artesano práctico de la enseñanza religiosa, como además de la enseñanza  profana, es el párroco, aprender las verdades de la fe  para conducirse bien en la tierra y acceder así a la salvación es en efecto su función esencial. En sus Avisos a sus párrocos de su diócesis, el cardenal François de la Rochefoucauld, obispo de Senlis (1610-1622), lo recuerda fundándose en la sesión 24 del concilio de Trento: «El principal cargo de los párrocos, escribe, no es administrar los sacramentos, sino enseñar las cosas de la fe y los misterios de nuestra religión; ya que sin este conocimiento, el uso de los sacramentos no sirve de nada y no hay salvación.»

El catecismo es una exposición breve pero precisa de la doctrina, una especie de «teología popular». La dificultad era adaptarlo a la capacidad intelectual y moral de los niños, variable según las regiones y de los medios sociales. Se llegaba a eso dividiendo  al auditorio en dos «edades»; los pequeños y los niños «grandecitos»; se añadía a veces un tercer grupo, el de los adultos, pero que de ordinario recibía su formación en la homilía del domingo. Había así un «pequeño» y un «gran» catecismo; el primero difería del segundo en su lenguaje más sencillo, menos abstracto, despojado de comentarios demasiado profundos; pero los dos eran idénticos en el contenido y plan de las lecciones.

El catecismo podía enseñarse en todas partes, pero con preferencia en la iglesia, casa común de todas las clases, ricos o pobres. El concilio de Trento había fijado como momento más favorable  la primera misa matinal; muy pronto sin embargo el domingo por la tarde, entre la comida y las vísperas se impuso como los más adaptados a los ritmos de los alumnos jóvenes. Por lo general los niños se reunían en pequeños grupos, de una docena todo lo más. El maestro exponía la lección apoyándose en un texto articulado en preguntas y respuestas. Esta forma dialogada presenta muchas ventajas: evita largas disertaciones cuyas estructuras discierne mal el niño; lleva a definiciones breves, bien hechas y grabadas de forma duradera en la memoria; permite verificar si la enseñanza ha sido bien comprendida. Favorece pues una mejor inteligencia de la catequesis. Pero no es nunca una repetición puramente mecánica; aparte de las explicaciones del maestro, se acompaña con frecuencia de una «disputa», inspirada en las concertaciones en uso en los colegios de los jesuitas: dos jóvenes oradores conducen el diálogo en el cual los jóvenes pueden intervenir en cualquier instante. El método catequístico, lejos de reducirse a simples procesos nemotécnicos,, se funda pues en una pedagogía muy elaborada; por la puesta en marcha de los medios escénicos, está de acuerdo con las modas de pensamiento y de expresión en boga en la sociedad clásica. Se ha podido reprochar a estos manuales cierta «sequedad», debida al abuso de razonamiento deductivo inspirado en la escolástica. La queja es fundada a veces; sin embargo es limitada; muchos catecismos siguen, y ya lo hemos visto, un orden «histórico o «litúrgico», por lo demás, a medida que se avanza en el siglo, se extiende la costumbre, en los colegios primero, en  las parroquias después, de enseñar, al menos de modo elemental,  la historia santa, es decir de dar los primeros rudimentos de cultura bíblica.

¿Cuál era la finalidad última del catecismo? Se dirigía no a desarrollar un conocimiento  teórico desinteresado sino a inculcar el arte de dirigir su vida santamente para salvarse; quería ser una ciencia de la salvación. Por eso cada lección lleva consigo un  «fruto», es decir una enseñanza práctica, hasta cuando se trata de un artículo puramente teórico; así por la señal de la cruz, profesamos nuestro hasta tal punto que aceptamos morir por ella; la resurrección de los cuerpos en el último juicio nos incita a contener nuestro dolor con ocasión del fallecimiento de nuestros allegados; la escena evangélica en que Jesús escribe en la arena las faltas de la mujer de mala vida debe apartarnos de hablar nunca mal de nuestro prójimo. El catecismo orienta hacia las obras; enseña también a orar bien. A veces incluye un «ejercicio de misa», es decir el conjunto de las oraciones por las que el fiel participa  en el sacrificio: con la diferencia del misal, este Ejercicio» no repite las palabras  del sacerdote, las comenta con breves meditaciones, ilumina los gestos del celebrante, y explica su valor de símbolo.

El catecismo fue una escuela de vida cristiana: para la educación y la conversión de las masas, fue el instrumento más eficaz de la Reforma católica. Su acción  se ejerció primordialmente sobre las obras, pero también sobre la doctrinas y las mentalidades, al sustituir la tradición oral por texto impreso, dio a la creencia una consistencia más firme, confiriendo a la «ortodoxia» tridentina su dimensión popular. Por otra parte, haciendo del sacerdote a la vez un «director de conciencia», consagró poderosamente la dignidad  espiritual y la autoridad social del clero. Éste se enseñaba tanto en la iglesia como en las familias; a partir del momento en que un manual catequístico existe en cada hogar, el contenido se aprendía de memoria ty se transmitía oralmente de generación en generación. Esta forma de herencia espiritual constituye una de las permanencias más vivas de la Francia del Antiguo régimen.

II. Las escuelitas

El progreso de las escuelas es paralelo al del catecismo; se debe a las mismas causas y procede del mismo espíritu. La Edad Media había conocido, es cierto, una enseñanza elemental constituida, con mayor frecuencia a partir del siglo XII, pero sus fundamentos se repartían muy desigualmente; se aprendía sobre todo la gramáticas, el canto y un poco de latín ya que la mayoría de los alumnos estaba formada por jóvenes clérigos. Las miserias del siglo XV –la guerra de los Cien años, la peste…- trajeron consigo la decadencia de las escuelas, pero conocieron en el XVI una renovación de prosperidad bajo el efecto de tres factores: el libro que permitió a un mayo número de hombres  acceder a la cultura ; la Reforma protestante cuya doctrina concedía una parte selectiva al libro por excelencia, la Biblia; por último la Reforma católica y especialmente el concilio de Trento que, tomando conciencia de la importancia de la instrucción para la regeneración espiritual de la cristiandad y percibiendo que la escuela se convertiría en uno de  los campos de enfrentamiento ideológicos, recordó la necesidad de mantener una por parroquia. La conjunción de estas fuerzas da cuenta de los progresos de la cultura popular en la segunda mitad del siglo XVI.

En el siglo XVII, la Iglesia recibió esta herencia y la desarrolló. Fue además fuertemente ayudada por la población. Para toda creación escolar en una ciudad o pueblo, se necesitaba la autorización de los ediles, es decir el apoyo de una parte al menos de los habitantes. La iniciativa llegó con frecuencia  de las asociaciones piadosas de laicos, como las conferencias o la Compañía del Santísimo Sacramento; en ellas se profesaba que la escuela, con la misma razón que el catecismo, era la «obra» por excelencia capaz de transformar la sociedad. La Compañía del Santísimo Sacramento fundó así pequeñas escuelas populares en numerosas regiones: en Marsella, en Grenoble, en Lyon; en esta última ciudad, uno de sus dirigentes más activos, Cherles Démia, amonestaba a los magistrados de la ciudad sobre «la necesidad de las escuelas para los niños pobres» y, por sí solo creó dieciséis de ellas después de 1666. Una iniciativa semejante no es excepcional; las sociedades de piedad no se contentan con intervenir ante los intendentes, los obispos, las municipalidades; a menudo sus miembros compran con sus peculios la edificación escolar y remuneran a los primeros maestros; solicitan la generosidad de los ricos burgueses para fundaciones testamentarias a favor de una o de varias escuelas. A estas intervenciones privadas se añade la acción de la monarquía. Con un fin espiritual, pero también una intención de orden práctico,  los reyes se interesaron por la instrucción. Luis XIV y sus ministros quisieron una población más adaptada, en su formación y en sus mentalidades, a las necesidades de un Estado centralizador y de una economía en vías de desarrollo. Una célebre declaración real del 13 de diciembre de 1698 –repetida en mayo de 1724- invitaba a los obispos a velar por la presencia efectiva de una escuela en cada parroquia; recordaba a los padres la obligación de enviar  a sus hijos hasta la edad de catorce años y amenazaba con sanciones judiciales toda negligencia en este punto.

El aporte de la era clásica en materia escolar fue por ello considerable, pero no se trata de un simple progreso social, técnico o pedagógico, la educación pretende, ante todo, una preparación del niño a la salvación.

1 – Ambivalencia de la noción de infancia

Siglo sacro, el XVII se ha esforzado en efecto por iluminarlo todo con una explicación teológica. El pensamiento religioso que más profundamente ha marcado a esta época fue el de san Agustín; el siglo XVII se ha calificado con justicia «el siglo de san Agustín». Pues bien, el obispo de Hipona analiza la vida del mundo y la de cada individuo como un combate entre la concupiscencia y la gracia. esta tensión dramática existe en toda criatura, pero el niño es particularmente vulnerable a los ataques del mal; ser débil, poco armado, todavía extraño a las leyes de la razón, , padece como una tara la huella del pecado original. Todos los autores clásicos cargan sobre él  juicios severos, ya que no despectivos. «El estado de la infancia, el más vil y el más abyecto de la naturaleza humana después del de la muerte», proclama Bérulle, ya que, lo explica, la infancia es «dependencia, indigencia, impotencia, dependencia hasta la indigencia, indigencia hasta la impotencia. ¡Qué impotencia la de no poder ni valerse ni de ayudarse a sí mismo en sus necesidades ni pedir auxilio a los demás, ni pedirlo con palabras!» ¿Por qué una desgracia tan total? Es que el niño está congénitamente afectado de la incapacidad de usar del pensamiento, del verbo y de la acción. En una fórmula más lapidaria todavía, el Padre de Condren, sucesor de Bérulle a la cabeza del Oratorio, dirá de la infancia que es «un estado en el que el espíritu está sepultado en la debilidad y donde los sentidos de la naturaleza corrompida reinan sobre la razón». Bossuet afirmará así mismo que «la infancia es la vida de un animal»; y Nicole, que el»el espíritu de los niños está casi todo lleno de tinieblas». Tales juicios no son el hecho de algunos  moralistas rigoristas o jensenizantes; san Francisco de Sales, el más «humanista» de los grandes espirituales franceses no emplea otro lenguaje: «nosotros razonamos en el mundo, dice, en la mayor miseria que se pueda imaginar, ya que no sólo en nuestro nacimiento sino también durante nuestra infancia, somos como animales, privados de razón, de discurso y de juicio».

Sería no obstante injusto y falso atenerse a esta condena aparentemente sin apelación. El niño, como todo ser de aquí abajo,  se dibuja en la realidad humana sobre un doble contraluz: encarna en su totalidad el misterio del destino cristiano, pues une en su persona la corrupción y la pureza. Ser ambivalente, desarmado pero inocente, encierra miseria y desprendimiento. Por eso Jesucristo ha querido ser niño y aparecer en el mundo en la indigencia de la infancia. Es un ejemplo entregado por Dios a la criatura: aceptar un estado de debilidad para humillar a las grandezas terrestres. La infancia es pues un desafío al orgullo humano; puede convertirse en la vía real de la salvación si se tiene el cuidado de transformar  en gracias los instintos de la infancia.

El siglo XVII ha manifestado por eso mismo con respecto al niño una actitud hecha a la vez de desconfianza y de vigilancia: ser débil, imperfecto, frágil, asaltado por las tentaciones, incapaz de perfeccionarse por sí mismo, ofrece la imagen empequeñecida del hombre herido por la falta original. Pero este mismo niño es un ejemplo: él encarna el despojo y la inocencia; posee por el bautismo un capital de gracias y de virtudes en potencia que conviene proteger. En ninguna parte esta paradoja trágica de la infancia se sintió con más vigor que en Port-Royal y en el movimiento jansenista. Esta imagen del niño es, en sus componentes teológicos, análoga ala del pobre; éste como el niño es un ser casi asocial, pero es al mismo tiempo la imagen de Jesucristo. También se justifica, en una visión espiritual, la finalidad humana de la escuela; ella pide cuidados constantes y merece que se  dedique a su servicio la vida entera.

2 –La renovación escolar

Esta visión teológica, herencia lejana del concilio de Trento determina una renovación de interés para la escuela. La enseñanza es, por cierto, en sus ritmos cotidianos,  casi semejante a la del siglo XVI; en la mayor parte de las regiones las clases funcionan seis horas al día –cuatro por la mañana, dos por la tarde- seis meses al año, de Todos los Santos hasta san Jorge (24 de abril) de manera que los niños se vean libres para los trabajos agrícolas. Pero en el siglo XVII la frecuentación se hace  más regular: las ordenanzas reales precisan su obligación; los estatutos sinodales obligan a los párrocos a recordárselo a los padres  y los visitantes canónicos actúan de la misma forma. En las ciudades los administradores de los bienes de los pobres y las compañías de caridad exigen de las familias que envíen a sus hijos a la escuela, so pena de interrupción de auxilios. En muchas ciudades –Rouen, Lille, Lyon…- se organizan distribuciones de libros, de ropas o de dinero a los niños pobres, pero con la condición de una estricta asiduidad escolar. Todas estas presiones tuvieron evidentemente resultados variables, pero la media de las  presencias fue mejorando. La edad de la escolaridad era de entre seis a doce años. Clases de la tarde se fundaron  igualmente, en particular en París, para los indigentes analfabetos;  hubo incluso escuelas del domingo, pero tan sólo en las localidades importantes.

¿Cuáles eran las materias enseñadas?  Su número y su naturaleza variaban según las regiones, porque no existía ningún programa oficial. Sin embargo permanencias y constantes se manifiestan a través del país. En todo lugar el canto ocupa un lugar esencial, supervivencia de las antiguas escuelas monásticas donde los jóvenes clérigos se iniciaban en la  melodía litúrgica. El civismo, -expuesto en numerosos manuales- enseña el modo de comportarse en el mundo, pero también los deberes para con los padres y maestros; sus títulos de ancianidad se remontan a las tradiciones de la caballería y de la cortesía. En el siglo XVI se concede a sus conocimientos  gran importancia, ya que es la ciencia del mundo, de ella depende toda la economía de las relaciones sociales; es una forma de humanismo cristiano, un modo de introducir el espíritu de Cristo en sus relaciones con los demás.

Cuando el alumno conoce el civismo, se vuelve «escritor», es decir que se inicia en la escritura. Pero más que en esta última, se inclinan por la lectura, tenida por más necesaria. Durante mucho tiempo, lectura y escritura anduvieron disociadas  como dos ciencias diferentes. Según las regiones se inicia en la lectura tanto en latín como en francés, a veces se usa latín por la mañana y francés por la tarde. El método para aprender a leer es, en las escuelas parroquiales, el método individual: cada alumno pasa delante del maestro quien le hace deletrear algunas letras y le muestra un poco la manera de juntarlas; el rendimiento era muy mediocre, pues el niño estaba la mayor parte del tiempo en una semiociosidad, amueblada mal que bien  por algún ejercicio de copia. Será san Pedro Fourier quien, a mediados del siglo XVII, esté en el origen de un progreso decisivo imaginándose el método simultáneo. ¿Con qué textos se iniciaban los alumnos en la lectura? Al principio no existía libro especializado para aprender el alfabeto; aparecerán en la segunda mitad del siglo XVII y el principal parece haber sido el Alfabeto Cruz de Jesús, que cuenta en términos bien sencillos la vida de Cristo e instruye sobre los últimos días. Mas con frecuencia el niño en un libro hallado en su familia: el  Salterio, el Catecismo histórico de Fleury –concebido como una historia sagrada- el catecismo diocesano o alguna vida de santo; a veces también, se acude a los libro y opúsculos de venta callejera. Es a partir de finales del siglo XVI cuando estas obras baratas comienzan a difundirse, pero se quedan limitadas a unas provincias como la Champaña; hacia mediados del siglo siguiente, su difusión se extiende a todo el reino, y el éxito de esta «literatura de chimenea» resulta asegurada; la Biblioteca azul, la Historia de los cuatro hijos Aymon, los viejos romances de caballería, las endechas y los múltiples almanaques penetran en  las chozas: son leídos en la escuela pero también por las noches, en las veladas. Se integran en la tradición oral y constituyen  por eso mismo un aspecto importante  de la cultura popular bajo el Antiguo régimen. La aritmética no tenía sino un papel muy secundario y se limitaba a rudimentos, de alcance sobre todo práctico: las cuatro operaciones, los modos de medir o el cálculo del interés de una suma prestada.

Todas estas disciplinas confluían en el conocimiento de la religión, finalidad suprema de toda la enseñanza. Las formas  exteriores de la vida escolar eran ellas mismas sagradas: al entrar en la sala de la escuela los alumnos toman agua bendita y hacen la señal de la cruz; recitan luego en privado la invocación al Espíritu Santo luego ocupan sus puestos en silencio. Reunidos los niños, el maestro dice el Veni Sancte Spiritus con la oración. El fondo de la enseñanza dada en la clase  consagra una educación religiosa y moral, siendo las dos nociones estrechamente solidarias; es tardíamente y tímidamente –hacia mediados del siglo XVIII- cuando  se separarán el dominio de una educación cristiana y el de una ética puramente humana: en el siglo XVII, natural y sobrenatural se compenetran. Concretamente todo se ordena hacia un conocimiento perfecto del catecismo; se recomienda además utilizar las obras  de historia sagrada que «quitan la sequedad» del manual y aportan a la religión un elemento de ciencia positiva.

A pesar de su vigor floreciente, las escuelas estaban mancilladas por dos puntos débiles: la enseñanza femenina estaba cuantitativamente  poco representada y, por otra parte, los maestros estaban  en general formados de un modo  puramente empírico. Para remediar estas dos carencias se añadieron a las escuelas parroquiales las escuelas llamadas «congregacionistas», es decir fundadas y dirigidas por congregaciones religiosas. Conocieron un desarrollo tal  en el tiempo de la Reforma católica que sería inútil pretender  construir una lista exhaustiva. Entre las principales: las Ursulinas, fundadas en Italia en 1537, introducidas en Francia en 1612; la congregación de Nuestra Señora instituida en Lorraine en 1616 por Pedro Fourier  y  Alix  Le Clerc; las hijas de Nuestra Señora nacidas en Burdeos por iniciativa de la Madre de Lestonnac; las hijas de la Caridad y las hijas de la Cruz, creadas por san Vicente de Paúl; las señoritas de la instrucción, aparecidas en 1668 a instigación de los sacerdotes de San Sulpicio y conocidas por el nombre popular de «beatas»…, muchas otras más hasta un total de de unas cincuenta en cuanto a la enseñanza femenina. En el dominio de la enseñanza masculina, las fundaciones congregacionistas fueron, por razón misma de la existencia de numerosas escuelas parroquiales, más raras y más tardías. Cada una de estas familias religiosas tuvo su originalidad y sus propias creaciones. Con todo, dos se distinguían por la novedad y la osadía de sus iniciativas pedagógicas: la congregación de Nuestra Señora y los hermanos de las Escuelas cristianas.

La aparición de la primera marca una fecha en la historia de la pedagogía: la nueva congregación se entrega exclusivamente a la enseñanza de las niñas y ésa es la razón de su existencia, hasta el punto de justificar otro voto suplementario –el de instruir- a los tres votos clásicos de pobreza,  de obediencia y de castidad. La educación  se contempla en una perspectiva a la vez  natural y sobrenatural: desarrolla la cultura profana, profundiza en los conocimientos  necesarios para la vida social –civismo, lectura, escritura, trabajos manuales…- pero se propone sobre todo reforzar en los espíritus jóvenes los fundamentos de la fe cristiana, inculcar el recurso a los sacramentos con el fin de «agradar a dios». Fue en las escuelas de la congregación de Nuestra Señora donde comenzó a ser instaurado el método llamado «simultáneo»: había sido imaginado y expuesto por Pierre Fourier en un libro publicado después de su muerte, en 1649, las «Verdaderas constituciones de la congregación de Notre-Dame». Consistía en una enseñanza por grupo de alumnas al mismo nivel de adelanto; la escuela estaba dividida en «clases»; cada orden dirigido por una maestra, comprendía de quince a veinte escolares: sirviéndose cada una del mismo libro, todas podían aprender a leer al mismo tiempo. Este método, racional y eficaz, presentaba varias ventajas: menor fatiga para la institutriz, atención sostenida en el niño, disciplina más firme; llegará a su plena aplicación con la aparición de libro barato, es decir a finales del siglo XVII. Procedente de Lorena, la congregación de Nuestra Señora se difundió por todo el reino, en particular por las provincias del norte, su papel fue grande en la expansión de la Reforma católica, pero ha señalado también un importante progreso en la historia de la pedagogía y una etapa en la «promoción de la mujer».

Los Hermanos de las Escuelas Cristianas, fundados en 1682 por Jean-Baptiste de La Salle (1651-1719), tuvieron sobre el desarrollo de la pedagogía de los muchachos un papel  comparable al de las religiosas de Nuestra Señora en la enseñanza de las niñas. La acción de estas dos familias religiosas se ejerció sin embargo en dos territorios geográficos diferentes: los hermanos casi exclusivamente en las ciudades; las hermanas en su mayor parte en los campos. Más aún que las hermanas de Nuestra Señora, los hermanos se dedican a uniformar las clases, para alcanzar la simultaneidad pedagógica y con ello el orden  y la disciplina. Todos los niños de una escuela eran divididos en nueve «lecciones» según su conocimiento de la lectura; en el interior de la lección, existían, excepto para los debutantes, tres órdenes: los principiantes, los mediocres, los avanzados. Cada orden tenía su lugar asignado y todos los escolares de la misma lección hacían uso del mismo libro; el maestro tenía raramente que dejar su puesto, la disciplina resultaba así más estable, la enseñanza más metódica y más progresiva. Otra originalidad de estas escuelas de los hermanos reside en la prioridad absoluta dada a la lengua materna; los niños se familiarizaban con el francés –se hacían esfuerzos por «hacerles perder el mal acento de la región»- y no abordaban la lectura en latín hasta después de acceder a la séptima lección.

Estos métodos atrevidos, casi revolucionarios, de la congregación de Nuestra Señora y de los hermanos de las escuelas cristianas. Serán adoptados en el siglo XVIII por el conjunto del país, pero muy especialmente en las provincias orientales (al este de una línea Rouen-Béziers); la multiplicación de los libros de bajo precio consagrará su plena eficacia.

3 –La escuela y la piedad popular

¿Han desarrollado las escuela la devoción y según qué modos? Es difícil una respuesta global, si no imposible, por razón de la rareza y con frecuencia de la inexistencia  de los trabajos en esta relación escuela-piedad. Sin embargo los grandes reformadores  escolares –Pierre Fourier, Alix Le Clerc, Juan Bautista de La Salle, han tenido por objetivo primero el desarrollo y afirmación de la fe y de la práctica. Si nuestros conocimientos en este particular, en cuanto a la mayor parte del siglo, en particular sobre el campo, son prácticamente nulos, algunos trabajos importantes se han dedicado al estudio del problema en las ciudades y especialmente en la acción de los hermanos de las Escuelas cristianas; conciernen pues a los medios populares ciudadanos.

Antes de Juan Bautista de La Salle, uno de los manuales más importantes para el desarrollo de la piedad por la escuela era la Escuela parroquia, vademecum de los maestros en los siglos XVII y XVIII; es la obra de Jacques Batencourt, sacerdote de Saint-Nicolas-du-Chardonnet que la publicó en 1654 para consignar en ella sus dieciocho años de práctica; difundida por todo el reino, fue reeditada en 1685. La obra se presenta como un guía de la piedad popular; muestra cómo se extendió ésta gracias a las ideas justas, comunicadas por el maestro sobre el mundo natural y la vida sobrenatural. Juan Bautista de La Salle hizo suya esta regla, pero al profundizarla y diversificarla  en sus aplicaciones: expone su economía general en varias obras, en particular en las Meditaciones sobre el empleo de la escuela, en los Deberes de un cristiano, en las Reglas comunes, donde recuerda con interés la finalidad de su empresa que no es ante todo pedagógica sino espiritual. «El espíritu de este Instituto es primeramente un espíritu de fe… Los que no lo tienen o lo han perdido deben ser considerados y considerarse a sí mismo como miembros muertos.» El principio esencial de su acción consistía en enseñar al niño a sobre pasar las imágenes, los ritos o las prácticas para llegar a Dios. Los medios puestos por obra tendían a hacer vivir la piedad en el contexto escolar. Se esfuerzan por ejemplo en desarrollar la oración del maestro por sus alumnos, en acostumbrarles a decir juntos el Benedicite, en hacer tomar el desayuno a todos los niños en la escuela incluso habituando a los más acomodados a compartir con los más pobres; de esa forma se desarrolla el sentido de la solidaridad cristiana. No se descuida nunca además exaltar los deberes de estado: a través de ellos es como la piedad recibe su verdadero valor. Las barreras tienden por este hecho a desaparecer entre natural y sobrenatural; uno y otro aparecen como complementarios. Todo el sector profano de la vida se presenta de esta manera como dependiente por necesidad de Dios, por esta sola razón que Dios, estando en el origen de toda existencia, ninguna criatura puede nada sin su socorro o su gracia; este principio  es el pivote del espíritu de fe lasaliano, se lo recuerda sin cesar en el curso del día. Las mismas reglas son aplicables a la elección de los hombres: en cada maestro deben conjugarse  el sentido religioso y la calificación profesional; un institutor piadoso, pero mediocre pedagogo, ejerce sobre su entorno una influencia disolvente. Si lo esencial va ala formación del espíritu, el cuerpo no por ello se descuida: se mantiene a los niños limpios, se lucha contra los piojos, se reducen los castigos corporales al extremo, favoreciendo todas las medidas que confieren a los niños una dignidad el respeto de sí mismo y la elevación a Dios.

¿Tuvo una educación semejante continuidad social? Es evidentemente difícil formular una respuesta global; no obstante un conjunto de  de testimonios diverso y complementarios revela mejoras, ya que no transformaciones básicas  en muchas ciudades o muchos barrios: en Reims, en Grenoble, en Calais, en Moulins, en Rouen…. las calles de mala fama se purifican, el vagabundo regresa. En París, la parroquia de San Sulpicio conoce verdaderas mutaciones; los niños vagabundos, ladrones o mal educados, desaparecen de los terenos de ferias y de los mercados; se recitan las oraciones con atención; se restaura la misa cotidiana muy frecuentada; la ociosidad infantil declina; los efectivos escolares se duplican. Tales cambios se adquieren no por un despliegue de devoción sino por el solo efecto de la buena conducta  de la clase; medios sencillos pues  pero cuya perfección rigurosa garantiza la eficacia. Tales ejemplos son ciertamente esporádicos y estrictamente circunscritos; sería peligroso generalizarlos o exagerar su alcance; testimonian sin embargo, a través del aparato escolar, una dimensión social importante de la Reforma católica.

III. La predicación y las misiones

Existen para la formación del cristiano otras vías de transmisión de la catequesis que el catecismo o la escuela;  son en particular la predicación y las misiones.

1 –La predicación

En la predicación conviene distinguir dos géneros bien diferenciados: la predicación extraordinaria y la predicación parroquial.

La primera se dirige a círculos relativamente restringidos y cultivados: la corte, la alta sociedad de las ciudades parlamentarias, algunos medios intelectuales; se practica  no de modo habitual, sino en ocasiones solemnes (aniversarios, fiestas religiosas, estaciones de adviento o de cuaresma). Se trata de un género literario elevado, ilustrado en el correr del siglo por san Francisco de Sales, Bossuet, Bourdaloue, Flèchier, Fénelon…, y estrechamente integrado en el ideal clásico. Caracteres básicos y también rasgos de evolución la caracterizan; un recurso cada vez más frecuente y sistemático en la Escritura, con frecuencia comentada y citada –es una consecuencia indirecta de las controversias protestantes  que contribuyeron  a volver a los católicos hacia la Biblia, una tendencia al análisis psicológico y a la introspección, una presentación temática de la religión (el hombre en el plan divino, la economía  de la salvación, el orden del pecado, la miseria y la grandeza del cristiano…). Pero esta forma de predicación interesa al fin y al cabo menos a la pastoral que el pensamiento religioso o la espiritualidad.

La predicación parroquial había sido mediocre en el siglo XVI; los párrocos predicaban poco y mal. Un cambio tímido de opera hacia 1580 con un principio de aplicación de los decretos del concilio de Trento (sesión V) que prescribía a los párrocos predicar todos los domingos y fiestas. Pero a comienzos del siglo, muchos sacerdotes, sobre todo en las parroquias rurales, por falta de formación, se mostraban incapaces de ello. En el mejor de los casos, la homilía se deducía a una charla familiar que daba lectura  a ordenanzas y edictos que se referían a los parroquianos dándoles cuenta de de las noticias exteriores y precisándoles algunos puntos de religión. Las visitas canónicas lo apuntan: hay pocos párrocos buenos predicadores. En esta época no obstante, muchos obispos piden al clero parroquial que traduzcan al francés  algunas páginas de la misa; a veces facilitan un modelo de homilía que debe ser leído textualmente. En 1639, el obispo de Chartres Léonard de Estampes manda distribuir catecismos del cardenal de Richelieu  «del que deben leer los párrocos, dice, un capítulo cada domingo. En 1653, en la misma diócesis, el gran arcediano pide a los deanes rurales que vigilen para que los párrocos enseñen en su homilía el Pater, la salutación angélica, el sínodo de los apóstoles, los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Tal cual sin embargo y hasta en torno a lo 1650, la predicación parroquial se reduce, al menos en los pueblos, a una catequesis sumaria para adultos.

En la segunda mitad del siglo XVII, se manifiestan cambios importantes; los seminarios desarrollan la instrucción de los clérigos y los forman en la palabra pública; las conferencias eclesiásticas amplían su horizonte y sobre todo los párrocos disponen ya de manuales propios para  ayudar y nutrir su pastoral. Los más importantes fueron El misionero parroquial de Gambart, Las reglas de conducta para los párrocos de Jean Richard y La Manera de instruir bien a los pobres de Joseph Lambert. Ahora bien si el progreso es cierto sigue siendo insuficiente. Las ordenanzas sinodales de fin de siglo no dejan nunca de insistir sobre la necesidad de las homilías dominicales, dando a entender que una verdadera regularidad está todavía lejos de establecerse en este terreno.

Por eso, ya hacía tiempo que se realizaban esfuerzos  por suplir las insuficiencias del clero parroquial recurriendo a regulares –dominicos, carmelitas, franciscanos…-más cultivados y especialistas de la evangelización por la palabra. A veces estos religiosos daban predicaciones aisladas pero con mayor frecuencia intervenían en los planes de misiones.

2 –Origen y organización de las misiones

La misión es una forma excepcional y temporal de apostolado; fue primeramente practicada en Italia del Norte luego, por el Comtat Venaissin y la Saboya, penetró en Francia  al final de la edad Media; se dirigía entonces casi exclusivamente al público urbano. Su principio responde  por lo general al esquema siguiente: a la petición del obispo, muchos religiosos evangelizan durante un tiempo más o menos largo a un grupo de parroquias generalmente un deanato; predican, enseñan el catecismo, confiesan, organizan ceremonias; al final de la misión acude el obispo mismo al centro del deanato y, en el curso de un oficio solemne, distribuye la confirmación. Las misiones de este tipo tienen lugar  sobre todo en los campos; en las ciudades, la misión se asocia con frecuencia a la estación de adviento o de cuaresma. A finales del siglo XVI y principios del XVII, la misión fue a veces un medio de lucha contra el protestantismo,  se inscribe en un plan general de controversia. Así las célebres misiones del jesuita san Francisco Régis, en los Cévennes, el Velay y el Vivarais, están pensadas en un espíritu de conversión pacífica. A partir de 1617, una experiencia de inspiración semejante pero de estilo bastante diferente  se crea en el Poitou; una zona de misión permanente se confía a los capuchinos; se perpetúa en ella un modo de controversia muy vivo, heredado de la época de las guerras de religión. Este vigor ofensivo debía atenuarse a partir de 1660; se adoptaron entonces perspectivas más irénicas, por un tiempo al menos. Pero la política anti-protestante de Luis XIV provocó, después de 1680, una recrudescencia de agresividad en las misiones; ocurrió incluso que misioneros acompañen a dragones  en alojamiento en casa de protestantes. Mientras que otros métodos se pusieron por obra igualmente en esta época; por ejemplo la que instauró Fénelon en la misión que dirigió personalmente, en 1685-1686, en las costas de Aunis y de Saintonge: al estilo autoritario sustituyó, con una actitud de comprensión y de simpatía, multiplicó las conversaciones, los intercambios y las discusiones  con los reformados; aceptó el abandono por parte de los protestantes de ciertas prácticas piadosas, admitiendo en materia litúrgica confesiones tales como el uso de la lengua vulgar. Fénelon ha creado de esta forma un nuevo estilo de controversia y una pastoral para los recién convertidos.

Esta ofensiva contra los protestantes no fue sin embargo más que un caso particular de la obra de las misiones interiores; éstas han existido por todas partes, incluso en las diócesis que han seguido con una fidelidad sin sombra el catolicismo. Participaban en ellas religiosos de órdenes  o de congregaciones muy variadas: jesuitas, oratorianos, capuchinos, lazaristas, sulpicianos, eudistas, por último en los últimos años del siglo XVII y los primeros del XVIII, monfortianos, es decir sacerdotes de la congregación fundada por luis Grignon de Monfort; clérigos seculares aportaban a veces su concurso a los misioneros.

Las misiones podían estar organizadas de diversa maneras. A veces los obispos creaban una misión perpetua dando a una congregación a la vez un beneficio y una renta y una o varias residencias en la diócesis. Así, en 1640, el obispo de Toulon funda una misión de dos sacerdotes del Oratorio para todas las parroquias de la diócesis; en 1641, el obispo de Meaux aprueba la fundación de una misión de ocho lazaristas a quienes se entrega el castillo de Crécy y cuatro mil libras de renta. Cuando los obispos se veían en la imposibilidad de  realizar tales fundaciones, recurrían episódicamente a grupos de misioneros que se desplazaban por la diócesis y permanecían algún tiempo en las parroquias más importantes; de allí partían hacia las más pequeñas. A veces finalmente la misión tomaba un giro más sistemático: la diócesis entera era puesta en estado de misión. Cuando François Harlay de Champvallon tomó posesión de su sede de París, en 1671, se decidió a organizar una misión general para reanimar la vida espiritual de toda su diócesis y preparar a sus fieles para la confirmación. El territorio fue dividido en dieciocho cantones; a cada uno de ellos fue enviado un equipo de misioneros que, entre Pascua y Pentecostés de 1672, ejercieron su apostolado. Los religiosos, instalados en el centro de su cantón, alcanzaban con facilidad las demás parroquias; ciento sesenta sacerdotes de todas las órdenes y de todas las familias –lazaristas, oratorianos, capuchinos, genovevianos…- trabajaron así en la renovación de la región durante varias semanas.

3 –La pastoral misionera

¿Qué métodos se ponían en práctica en estas misiones? Variaban según el lugar, según la naturaleza de su audiencia, pero sobre todo con la familia espiritual a la que pertenecían los misioneros. En la primera mitad del siglo, de 1615 a 1640, muchas misiones se organizaron en la región parisiense por Bourdaloue; supo hacer pasar a su predicación el espíritu de la comunidad de San Nicolás del Chardonnet que había fundado en 1613, es decir: un cristocentrismo vivificado por una devoción ardiente hacia la eucaristía y una  espiritualidad  muy «sacerdotal», fundad en una gran exigencia de perfección con respecto al sacerdote, mediador de toda gracia. San Vicente de Paúl y los lazaristas adoptaban  un estilo muy sencillo; la misa de la mañana llevaba consigo siempre una exhortación a los fieles; por la tarde tenía lugar el pequeño catecismo destinado a los niños; por la noche el gran catecismo se dirigía a los adultos, era el principal ejercicio de la misión, duraba tres cuartos de hora, y los temas adoptados eran temas doctrinales esenciales  del catolicismo con el acento puesto en la penitencia y en los novísimos. La misión se terminaba con una ceremonia solemne, generalmente la primera comunión de los niños y la plantación de una cruz. San Vicente de Paúl creía mucho en la  predicación reducida a sencillos comentarios del Evangelio. Pero creía más todavía en la enseñanza por el ejemplo, por eso prohibió –contrariamente a casi todo sus contemporáneos- la controversia con los pastores protestantes, cuyo único efecto es  cultivar la vanidad: «Trabajemos humildemente y respetuosamente, escribía en 1635 a uno de sus compañeros, que no se desafíe a los ministros en la cátedra; que no se diga que no podrían demostrar ningún pasaje de sus artículos de fe en la Sagrada Escritura, sino raramente y con el espíritu de humildad y de compasión; ya que de otro modo Dios no bendecirá nuestro trabajo, alejará a la pobre gente de nosotros, ellos pensarán que hay vanidad en nuestras obras  y no nos creerán.» La verdadera apologética reside pues, a sus ojos,  en el ejercicio de las virtudes y de la bondad.

Otros misioneros ponían en práctica procedimientos más complejos y más sabios. En la segunda mitad del siglo, los capuchinos adoptaron este estilo bajo el impulso de un de los suyos, el Padre Honoré de Cannes, quien predicó mucho en el mediodía de Francia. Este religioso puso a punto un método aplicado en la mayor parte de las misiones  de capuchinos y fundado en un arte oratoria  progresiva en sus medios y sus efectos. El programa de un día de misión de este tipo  se dividía en cuatro partes. Al alba, el sermón instructivo seguía la misa: era una exhortación muy sencilla, destinada sobre todo a las clases populares –campesinos, artesanos, criados…- Al finalizar la mañana, la meditación consistía en una reflexión de un estilo lírico muy libre sobre un texto litúrgico o una oración. La conferencia de la tarde dependía del diálogo oratorio; un misionero hacía el papel del increyente o del pecador; otro, en el púlpito, le daba la réplica y reducía sus objeciones. El género impresionaba a los espíritus y conseguía grandes éxitos; Bossuet lo hizo practicar en la catedral de Meaux en 1692. Por último el sermón de la noche debía, al decir del Padre Honoré, ser «popular, patético y arrebatador»; reunía a un gran concurso de gente y daba al orador la ocasión  de recordar en una síntesis vibrante los grandes temas evocados en el día.

A estos ejercicios habituales algunos misioneros añadían otros, de carácter más extraordinario, destinados a impresionar las imaginaciones. Eran, por ejemplo, grandes fiestas o procesiones en las cuales se evocaban algunos aspectos de la historia de  sagrada o de la vida de Cristo. Se vio de esta manera a los oratorianos celebrar en 1682, en el país de Avignon, el Triunfo del Niño Jesús. El hijo del señor del lugar «vestido de ángel era llevado por cuatro hombres vestidos de alba en unas andas de reliquias portando la imagen del Santo Niño Jesús; muchos niños y niñas le decían versos en ciertas estaciones y, durante la marcha, se cantaban las letanías de la infancia». Era la transposición, en un modo escénico y popular, de un aspecto de la espiritualidad beruliana: el «estado de infancia de Jesús» del que todo cristiano debe esforzar por participar. Esta nota beruliana explica porqué esta práctica gozó de favor entre los oratorianos.

En todas las misiones los cortejos ocupaban mucho lugar: la procesión de clausura en particular debía conmover la sensibilidad. Las casas de la ciudad eran engalanadas con colgaduras; al frente del cortejo, los religiosos (franciscanos, capuchinos, carmelitas…) llevaban un cirio, luego niños vestidos de ángeles con banderitas, venían por último los sacerdotes de las parroquias, el dosel del Santísimo Sacramento, los notables de la ciudad; la población se había reunido al paso. Era la imagen del pueblo santo en marcha; un espectáculo barroco en el que los cristianos encontraban por el exotismo espiritual «el desconcierto por lo maravilloso».

Durante el siglo, la misión evoluciona en su organización y su finalidad. En el origen, había que catequizar, enseñar las grandes verdades; en adelante hay que renovar o mantener el espíritu cristiano, hacer llegar el mensaje evangélico a la práctica corriente, emplearse en promover las obras, las reconciliaciones, las fundaciones. La misión no cambia solamente en sus fines sino también en sus medios: en lugar del sermón sencillo, didáctico, se despliega una predicación de estilo barroco, teatral, con una afectividad a menudo desbordada, anunciadora del prerromanticismo. Este carácter se afirma en particular en las plantaciones de cruces: cruces muy altas, con frecuencia llevadas por doscientos hombres descalzos, mientras que los instrumentos de la Pasión se hacen presentes por los miembros del clero. La cruz es izada en una altura y al día siguiente se organiza una procesión de antorchas por las calles iluminadas. Es la ceremonia de la petición de perdón: una multitud a veces de varios miles de personas viene a pedir perdón por sus culpas; el Padre, de rodillas, con una antorcha o el ostensorio en la mano, se acusa en nombre de todos, después la multitud entera se prosterna con la cara en tierra. En este espectáculo, los lloros, las imploraciones ocupan un gran lugar; se llega a la época en la que según la palabra de Paul Hazard, «se creyó que se podía sin vergüenza mostrar sus lágrimas». Las misiones que han usado  mucho tiempo de estos medios también han contribuido a la vez a la aparición de la literatura lacrimógena –llamada en el siglo XVIII a porvenir tan grande – y al nacimiento de una nueva sensibilidad religiosa. Pero al mismo tiempo que se despliega esta afectividad muy exteriorizada aparecen al final del siglo XVII y principios del XVIII, formas de piedad más espiritualizadas: los retiros particulares. Se dirigen a grupos más restringidos y socialmente más homogéneos: muchacho y muchachas, mujeres y jóvenes de «condición», hombres de «calidad y condición», lacayos y siervos, artesanos, escolares, eclesiásticos. La predicación se adapta a los oyentes y se orienta hacia problemas de moral profesional o social; así, delante de «las mujeres de calidad», el misionero se esfuerza en condenar el lujo y sobre todo «el horrible abuso de las que aparentan escandalizar a la Iglesia por el nudismo de sus brazos, de su cuello y de sus hombros». En los magistrados la predicación recuerda que son «los lugartenientes de la justicia de Dios en la tierra».

Los resultados de las misiones fueron importantes aunque difícilmente reductibles a guarismos. Se traducen por una piedad más ferviente, una práctica más regular principalmente en la frecuentación eucarística, como da fe de ello una encuesta llevada en algunas parroquias de la región de Nantes. De este modo se opera un «relanzamiento» de la vida cristiana. Pero los frutos de las misiones  se manifiestan también –los archivos notariales lo dicen- en el terreno social, en particular por las «reconciliaciones», consideradas como las señales auténticas  de una verdadera conversión. En la misión de Angers de 1684, predicada por el P. Honoré de Cannes. Después de dos o tres sermones sobre la paz y el perdón,, se asiste a tres o cuatrocientas reconciliaciones, atestiguadas por tratados que ponían fin  a procesos y concluían  compromisos para el porvenir. Las restituciones operadas en el curso de la misma misión  se evalúan en sesenta mil libras; 30.00 devueltas a los propietarios por los que se las habían robado y treinta mil destinadas a los misioneros. Las conversiones se multiplican, a la vez en las costumbres y en los comportamientos de la vida corriente.  Ciertos cuerpos de oficio se comprometen  por acta notarial a tener la tienda cerrada el domingo y a no trabajar. Por último el número de las fundaciones  aumente, algunas de las cuales revelan una verdadera preocupación altruista, como la creación de un monte de piedad, la de una compañía de damas de caridad  o también la instauración de una jurisdicción destinada a concluir amistosamente  los pequeños procesos. La misión fue así un medio de renovación espiritual, pero tuvo además una influencia  social y hasta económica.

La catequesis popular se comunica pues a la masa de los fieles bajo las formas evocadas anteriormente; las del catecismo, de la escuela, de la predicación y de las misiones. Pero hay otras vías menos oficiales o menos institucionales de transmisión del lenguaje cristiano: son los cánticos, los noels, las obras de edificación, las vidas de santos, los almanaques, la iconografía de las iglesias y la liturgia en todas sus formas.

Lejos de constituir un sector «aparte» de la enseñanza doctrinal, esta catequesis popular se relaciona directamente y por lazos múltiples con el magisterio eclesial; sus líneas maestras se inspiran en los estatutos sinodales, en las conferencia eclesiásticas, en las instrucciones de los obispos, en los curso profesados en los seminarios. Se distingue por varios caracteres originales, formas anteriores de catequesis que han alimentado la fe cristiana de los siglos de la Edad Media. Primero la calidad de una enseñanza escrita, superior en precisión a la tradición oral o a la expresión iconográfica. Luego el lugar importante concedido a la teología positiva a expensas del razonamiento escolástico; de donde la frecuente evocación de las escenas bíblicas o evangélicas  y de los episodios de la vida del «Jesús histórico». Por último, cada vez más a medida que se avanza en el siglo se afirma la expresión de una moral más estricta y, según la palabra de Pierre Chaunu, de un cierto «ascetismo práctico», alimentado por la multiplicación de los manuales de confesores o por las grandes obras de actualidad, como la Frecuente comunión de Antoine Arnauld o las Provinciales de Pascal.

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