Caridad y evangelización: dos urgencias que se entrecruzan

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CREDITS
Author: Santiago Azcárate Gorri, C.M. · Year of first publication: 1993 · Source: XX Semana de Estudios Vicencianos.
Estimated Reading Time:

Introducción

En el marco de esta XX Semana de Estudios Vicencianos centrada en el tema de la Caridad, vamos a abordar un aspecto sencillo y complicado a la vez: el aspecto titulado «Caridad y Evangelización». Es sencillo de tratar porque bastaría tan sólo un instante para recordar que estamos ante las dos palabras clave de nuestra fe cristiana. La palabra «caridad» o «amor» es la palabra que define la realidad misma de Dios (1 Jn 4, 8), la palabra que resume toda su voluntad sobre el hombre (Jn 13, 34) y la palabra decisiva para determinar nuestro destino ante El según aquella feliz expresión acuñada por san Juan de la Cruz e inspirada en el capítulo 25 de san Mateo: «al atardecer de la vida te examinarán del amor»1. La palabra evangelización, por su parte, es la que resume la misión de Jesús entre los hombres (Lc 4, 18), la que justifica la realidad misma de la Iglesia (Mt 28, 19) y la que define nuestra vocación y nuestro carisma vicenciano. No harían falta, por lo tanto, más ideas sobre el tema; bastaría tan sólo con que cada uno pensara desde su propia experiencia en las implicaciones que lo ya enunciado comporta.

Pero es un tema al mismo tiempo muy complicado. Porque es compleja y misteriosa la realidad de Dios-Trinidad; porque se presta a mil interpretaciones la concreción del amor o de la evangelización; porque somos hijos de una Historia que ha vivido de modo muy diverso tanto la caridad como la misión entre los hombres. Sería suficiente, en suma, con echar un vistazo a la cantidad de artículos y de libros que se refieren al tema para darse cuenta de la dificultad que entraña.

Toda esta dificultad para hablar de la caridad y la evangelización queda, no obstante, superada cuando se acude al lenguaje de los he­chos. «Las palabras convencen, se suele decir, pero los ejemplos arrastran». ¡Y cuántos son en la historia de la Iglesia los testimonios que refuerzan este aserto! Pensad, y es un simple detalle, en lo que sucedió en 1206 cuando la herejía de los cátaros se extendía por el sureste de Francia. Tres años llevaban los legados del Papa intentando convencer a sus contrarios; y, sin embargo, eran cada vez más los adeptos a la nueva doctrina. El canónigo de Osma, Domingo de Guz­mán, llega entonces a la región y comprueba la diferencia tan grande que existe entre la austeridad de los herejes y las ostentación de los enviados papales. «Habéis venido, les dice a los legados, buscando prestigio y confiando en vuestros poderes, conminando sanciones y procurando la complicidad de los poderosos… Así dejáis a los cátaros la verdad y la eficacia del puro Evangelio. Abandonad vuestro cortejo e id con los pies descalzos al encuentro del pueblo»2.

Consecuente con estas palabras, el propio Domingo y otros com­pañeros recorren el país misionando desde la pobreza y hasta la men­dicidad. Y se invierte a partir de ese momento la suerte de la Iglesia. Queda así claro en adelante que el anuncio del Evangelio tiene que fundarse no en la ostentación ni en el poder terreno, sino en la imitación de Cristo y de los apóstoles, en el desprendimiento y en la caridad.

Es, por otra parte, esta constatación una evidencia que fácilmente se deduce de los textos de la Escritura, sobre todo del Nuevo Testa­mento. Ya la salvación de Cristo entra en la Historia como caridad, como testimonio del amor de Dios a los hombres. Es significativa a este respecto la situación que provocan los enviados de Juan cuando preguntan a Jesús si es él el Mesías o han de esperar a otro. Sabéis muy bien la respuesta. Jesús no elabora un discurso. Jesús deja hablar a los signos: «Curó a muchos», afirma san Lucas. Y, al final, dijo a los enviados: «Id a contarle a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan… a los pobres se les anuncia la Buena Noticia». (Lc 7, 1 8 -22).

Los pobres, como vemos, eran evangelizados por la caridad; por un amor que los liberaba, y los sanaba y los llenaba de gozo. Podríamos afirmar probablemente que el auténtico milagro de Jesús no era cu­rarlos, sanarlos o rescatarlos; sino acogerlos, integrarlos en su co­munidad, devolverles la dignidad, hacerles tomar conciencia de su ser hombres. A lo mejor seguían después con la enfermedad, con el dolor o con la tara, pero esas cosas ya no eran una carga. La enfermedad ya no se percibía como un estigma ni el dolor como un sufrimiento, sino que ambos, enfermedad y dolor, se vivían como un signo de que Dios se había fijado en ellos y los estaba amando. De ahí que la caridad de Cristo era de verdad para los pobres Evangelio, es decir, Buena Noticia que redime y que alegra.

Fiel a ese proceder de Jesús, _a primitiva comunidad cristiana hará también de la caridad el signo inequívoco de la fe. El ideal para aquellos pnmeros cristianos no era el desprendimiento, la Ley o el Culto, sino el amor fraterno (Act 2, 44; 4, 32-37); de manera que el testimonio directo de los Apóstoles se veía confirmado por el testimonio indirecto, pero decisivo de la comunidad. Aquéllos anunciaban el acontecimiento transcendental para la vida humana: la muerte y resurrección de Jesús. La comunidad mostraba lo que ese acontecimiento significa para la vida cotidiana: comunión. Se percibe de ese modo que si lo nuclear del cristianismo no es una doctrina sino un acontecimiento, evangelizar no es cuestión sólo de palabras sino de acciones ; y son éstas las que hacen a los paganos admirar a la comunidad y abrirse a la fe.

Algo semejante ha ocurrido después a lo largo de toda la Historia de la Iglesia. Tanto en los momentos de crisis como en los de bonanza, los mejores testimonios cristianos han venido no de la mano de los doctores, de las solemnidades o de los Concilios, sino del corazón generoso de la caridad. En los primeros siglos es en buena medida la enseñanza de los Santos Padres la que mantiene viva esa caridad cristiana que atrae a la fe a pueblos enteros. Así, el propio Juliano el Apóstata se verá forzado a reconocer que el cristianismo «se difundió sobre todo por su humanidad respecto de los extranjeros», es decir, por la caridad3. Posteriormente, ya en el siglo XIII, será la acción de los mendicantes, como hemos indicado, la que contribuirá a tapar el foso que se estaba abriendo entre una Iglesia preocupada por la or­todoxia y unos pobres que se comprometían con los herejes.

El ulterior endurecimiento de la vida de los pobres a partir de la Edad Moderna atizará la imaginación de tantos fundadores que mul­tiplican la acción de la caridad en los más diversos frentes: hospitales, delincuentes, prostitutas, enseñanza, marginados… Apenas hay desde entonces rincón social que pueda sustraerse al ejercicio de una caridad que se piensa como rasgo del seguimiento de Cristo y signo de la realización de su Evangelio. La aparición en el siglo XIX del catoli­cismo social (Ozanam), así como la opción por los pobres que la Iglesia ha proclamado a raíz del Concilio han hecho ahora de la caridad motor principal del afán evangelizador que se quiere impulsar4.

Dentro de ese movimiento eclesial en favor de los pobres, es forzoso destacar la figura de san Vicente; y ello no porque sea nuestro fundador, sino porque fue en su tiempo y ha seguido siendo en los siglos posteriores el «apóstol de la caridad». No es cuestión en este momento de reseñar su vida. No es cuestión tampoco de referir todo lo que él hizo en favor de los pobres, desde las grandes fundaciones que le han sobrevivido en el tiempo (Congregación de la Misión e Hijas de la Caridad) hasta la multitud de servicios que él quiso procurar en su ministerio: Ejercicios a unos 14.000 ordenandos, cerca de un millar de misiones, casi 10.000 niños arrancados a una muerte segura, cientos de miles de pobres socorridos por su amor en París o en las Provincias devastadas5. Es cuestión, más bien, de resaltar cómo es curioso que las dos palabras que enuncian nuestro tema son precisa­mente las que aparecen en el frontispicio de sus dos obras principales: «la caridad de Cristo nos apremia», dice el lema de las Hijas de la Caridad. «Me ha enviado a evangelizar a los pobres», podemos leer en el de la Congregación de la Misión.

No es una casualidad esta coincidencia. Es, por el contrario, el fruto de la experiencia espiritual de Vicente de Paúl. Su visión teológica, aprendida de sus maestros Bérulle y Francisco de Sales, es netamente cristológica. Todo en su vida hace referencia a la persona de Jesucristo como modelo a imitar: «hacer lo que Cristo hacía», es una frase que continuamente se repite en sus escritos. Su constante mirada al Evangelio para descubrir el obrar y el ser de Jesús le lleva a contemplar al Cristo que unas veces se recoge en oración y otras se abre al mundo con su Palabra; se emociona también en ocasiones ante un Cristo manso y obediente y le entusiasma otras un Cristo que actúa y hace milagros; le traspasa la imagen de un Cristo pobre y le admira la sabiduría de un Cristo sagaz. Pero el Cristo que apasionadamente lo atrae y apasiona­damente lo posee es el Cristo que evangeliza, el Cristo que le enseña desde los pobres a leer el Evangelio.

Arraigada esta visión vicenciana en el misterio de la Encarnación, san Vicente admira una vez tras otra la humildad y el amor del Hijo de Dios que se ha hecho pobre para evangelizar a los pobres6. De ahí que sean ese amor de Cristo y esa misión las que marquen su carisma y sus obras. Si caridad y evangelización son para nuestro santo los ejes ver­tebradores de la vida de Cristo, caridad y evangelización serán también los ejes vertebradores de sus fundaciones. La caridad lleva a la misión y la misión se nutre de la caridad. Ambas son inseparables. Por eso tendrá tanto empeño san Vicente en recordar a los misioneros y a las Hijas de la Caridad que su misión es la misma del Hijo de Dios. Que Jesús les llama a amar y a evangelizar. Que no pueden, por lo tanto, tomar las unas como tarea exclusiva la caridad y los otros la evangeli­zación. Ambas Compañías se han de dedicar más bien a uno y otro aspecto, aun cuando cada una de ellas tenga un campo preferente. En carta a Jacques de la Fosse llega incluso nuestro santo a presentar como complementarias la actividad de misioneros y hermanas7, mostrando así una vez más que caridad y evangelización son para nuestro fundador las dos funciones de una misma tarea: continuar en el mundo la misión del Hijo de Dios.

Corremos el peligro a menudo, cuando detenemos la mirada en momentos felices de nuestra historia o cuando nos recreamos en las certeras intuiciones de nuestro fundador, de conformamos con esas manifestaciones y considerarlas como aportación suficiente de nuestro espíritu a la obra de la Iglesia. Los aciertos de los otros, sin embargo, aunque podamos considerarlos como propios, no nos liberan de nuestra propia responsabilidad. Al contrario, la atizan. De no hacerlo así, nos podrá pasar a nosotros como a aquel célebre fanfarrón de la fábula de Esopo, que cuando presumía de haber logrado en Rodas un salto inigualable y se lamentaba de no tener un testigo que pudiera confirmar lo que decía, oyó que uno de los presentes le replicaba: «No hacen falta testigos. ¡Aquí en Rodas, salta aquí!»8.

Tampoco a nosotros tendría que hacemos falta testigos. Desde la herencia de san Vicente y la actual sensibilidad evangelizadora tenemos impulso sobrado para intentar el salto, para vivir de nuevo con el frescor de la primera vez el carisma vicenciano de la caridad y la evangelización. Carisma vicenciano que hoy la Iglesia ha puesto de actualidad y está impulsando como tarea de todo creyente. Si es verdad que en otro tiempo se insistió en el lugar destacado de la palabra dentro de la misión evangelizadora, y quizá entonces nuestro carisma no fue tan relevante, hoy es indudable que el anuncio del Evangelio ha de ir acompañado de signos de liberación, de pobreza, de comunión, de caridad fraterna. En este sentido, la tradición vicenciana es rica en testimonios y en vida. ¡Cuidemos de no perder nuestra identidad! Habrá cristianismo en el mundo en la medida en que los pobres sean evan­gelizados. A esa labor de evangelización de los pobres estamos es­pecialmente llamados todos nosotros mediante el ejercicio de la ca­ridad, mediante el compromiso con los más necesitados. «Somos los sacerdotes de los pobres, decía san Vicente, Dios nos ha escogido para ellos; ese es nuestro capital, el resto es accesorio». «Vosotras, les repetía a las hermanas, tenéis que servir a los pobres enfermos de pastores, de padres y de madres, procurándoles para el alma y para el cuerpo todo el bien que podáis» (IX/2, pág. 741).

No podemos olvidar, antes de seguir adelante, que si es constante en la historia del mundo el clamor de los pobres y la misericordia de Dios, hoy ese clamor y esa misericordia adquieren una dimensión universal. Porque no hay problema humano que se pueda aislar lo­calmente como no hay sector de la vida que se pueda sustraer a la ternura de Dios. La caridad aparece, por eso, como una urgencia necesaria en un mundo insolidario. Y la evangelización se presenta como una urgencia necesaria de una Iglesia que quiere ser solidaria. Analizar ambos aspectos, caridad y evangelización, así como concretar su contenido conjunto, será nuestra labor a partir de ahora.

I. Caridad: la urgencia de un mundo insolidario

La palabra «caridad» en entredicho

Hijas-de-la-Caridad-4Habéis tenido ya ocasión de profundizar en el significado denso de la caridad tanto en la tradición bíblica como en la teológica. Co­nocéis cómo el mandamiento del amor al prójimo hunde sus raíces en las páginas del Antiguo Testamento (Lev 19, 15-18); aunque es en el Nuevo Testamento con la aportación de Jesús donde ese precepto adquiere una luz nueva y definitiva. Ya en los Sinópticos, el amor al prójimo constituye la quintaesencia de la conversión del hombre ante la alegre noticia del Mesías. Y no carece de importancia el que la regla de oro («Lo que queráis que hicieran por vosotros, hacedlo vosotros por ellos», Mt 7, 12; Lc 6. 31) presente el amor como tarea. Se trata de un amor operativo y no sólo de un sentimiento. Y se trata de un mandamiento, de una frase que expresa la voluntad de Dios; por lo que en este caso la instancia religiosa, en lugar de alejamos de los demás, nos remite a ellos. Acoger a Dios implica acoger al prójimo.

Esto, que es algo central en el planteamiento cristiano, es profun­damente pensado en los escritos de Pablo y Juan. Y eso que es algo central en el planteamiento cristiano después en la Historia ha sido sintetizado en la palabra «caridad», palabra que tantos sentimientos de bondad y tantas obras de misericordia ha suscitado hasta nuestros días.

Hoy, sin embargo, esa palabra se ha degradado. Como afirma Monseñor Echarren, «cuando en un momento determinado algunos proclaman «Menos caridad y más justicia» ello significa que la caridad ha sido estereotipada en formas que ya no significan ni suponen un verdadero amor; ello entraña la afirmación terminante de que, social­mente hablando, la caridad ha perdido su virtualidad de ser amor y, en consecuencia, ya no es caridad. O dicho de otra manera, ello entraña que las expresiones de la caridad han perdido su referencia necesaria al amor de Dios, al amor de Jesús, hasta convertirse en una especie de caricatura de lo que debe ser el centro fundamental de nuestro vivir cristiano; amar a Dios con todas nuestras fuerzas y al prójimo como a nosotros mismos»9.

En otras palabras, cuando la palabra «caridad» evoca únicamente idea de beneficencia o ayuda al que sufre, una actitud de benevolencia y compasión ligada a una práctica religiosa de clases medias deci­monónicas, no puede extrañarnos que deje de ser significativa hasta el punto de que podamos leer en la revista «Cruz Roja» de junio del 93 esta frase; «Caridad no, Solidaridad sí».Al confrontar esas dos palabras, que en principio están tan ligadas, se está leyendo la caridad con una clave negativa. Se le sigue viendo como un acto de buena voluntad inoperante, como el encubrimiento ideológico de situaciones de injusticia o de autodefensa contra la mala conciencia; se está per­cibiendo, en definitiva, la caridad como opio para quien la practica y para quien la recibe.

El mensaje significativo que la caridad comporta se encuentra, pues, estructuralmente degradado en el universo semántico de la cul­tura moderna. Y ello es de indudable transcendencia teológica. Porque siendo la caridad una actitud central en el mundo religioso del cris­tianismo, el cristiano habrá de preguntarse sienipie qué significa para su vida y para su fe la caridad, qué sentido tiene esa virtud en el mundo en el que vive, de qué modo la puede hacer operante y sig­nificativa.

Caridad y modernidad

Y es que vivimos en un mundo paradójico; y así lo advierte el Documento de Trabajo de nuestra última Asamblea General. Un mun­do en el que se busca la comunicación intexpersonal y al que le preo­cupan tanto las minorías marginales de los países ricos como las gran­des mayorías míseras de los países pobres. Pero un mundo a la vez vorazmente consumidor que potencia las actitudes individualistas de la persona a la búsqueda del triunfo rápido y el enriquecimiento per­sonal.

Esto hace, en opinión de José M. Mardones10, que nuestra sociedad esté enferma por carencia de solidaridad, o de caridad, podríamos decir nosotros. Por una parte, la búsqueda ilimitada de libertad personal ha llevado a un experimentalismo sin límites en pos del disfrute y de la autorrealización propia. Por otra parte, los actuales sistemas económicos segregan una actitud funcionalista que persigue la rentabilidad y la ,eficacia a cualquier precio. Y tanto aquel afán de salvaguardar la libertad como esta promoción de la competitividad y el rendimiento no sólo no nos han llevado a un mundo más humano, sino que han contribuido a forjar una men­talidad social ferozmente individualista y una situación mayor de desigualdad y de abuso de los débiles.

En un ambiente así es verdad que están surgiendo llamadas de algunos intelectuales a la recuperación de la comunidad y la solidaridad (Novak, Berger, Sandel). Pero es verdad, sobre todo, que se está oyendo el clamor de un mundo que, como dice Mardones11, no termina de obtener el equilibrio entre la libertad individual y la igualdad social, entre el reconocimiento teórico de unos derechos y su real ejercicio práctico, entre individuo y comunidad, libertad y socialidad, solida­ridad y responsabilidad individual.

¿Cómo afecta esta situación a la caridad cristiana? ¿Qué retos le plantea? ¿Cómo hacer de esos desafíos y de la respuesta caritativa un camino de evangelización?

Desafíos actuales a la caridad cristiana

Basta con mirar a nuestro alrededor para descubrir al momento las múltiples necesidades de unos hombres que es preciso atender. A nivel inmediato, nos sentimos afectados por toda clase de personas margi­nadas (transeúntes, drogadictos, enfermos de Sida, ancianos, minorías étnicas o raciales…). A un nivel más distante nos preocupa también y nos inquieta la situación dramática de tantas gentes golpeadas en el mundo por los azotes de la guerra, la desigualdad, el hambre, la injusticia o la mala calidad de vida. Estas situaciones siguen siendo hoy un reto a nuestra caridad y a nuestra capacidad de respuesta a todos los niveles (asistencial, de promoción o de cambio de estruc­turas).

Hay, sin embargo, otros desafíos en los que quizá pensamos menos, pero que son determinantes a la hora de encarar los problemas. Son desafíos que afectan a la creación de mentalidad y de actitudes; de­safíos que pueden configurar nuestros criterios y que, por eso, es preciso conceptualizarlos para poder después atajarlos. Son desafíos a los que aluden hoy varios autores12 y que sintetizamos aquí en cinco:

  • El desafío de una solidaridad raquítica: El individualismo ac­tual reduce el interés de cada uno a los límites de sí mismo o de los suyos. No es que no se tenga en cuenta a los demás, sino que se mira a éstos en función de uno mismo. Se vive así una solidaridad raquítica incapaz de compartir y de sacrificarse ya que busca sólo el propio beneficio. El contexto de las relaciones internacionales y las llamadas «ayudas humanitarias» son una muestra de todo esto.
  • El desafío de una atención selectiva de los problemas: Nuestro mundo occidental selecciona los problemas en función de su propio interés; y se practica así la solidaridad con los de casa olvidando a los de fuera. De ahí el rechazo a los que son distintos, rechazo que se concreta en xenofobia, racismo, desprecio al emigrante e incluso a los pobres que «no son como nosotros».
  • El desafío de un individualismo recortado: Si en épocas pasadas el esfuerzo individual era emprendedor y luchador, hoy el individua­lismo es más de apariencia e imagen. Interesa aparecer como triunfador y poco importa el vacío interior, la ausencia de valores o la desorien­tación normativa.
  • El desafío del empobrecimiento de las tradiciones solidarias: Porque carecemos de un ideal que motive la empresa social, agoniza también la utopía. Se echa en falta una idea subyacente que unifique los espíritus y los movilice, más allá de sacrificios y renuncias per­sonales, a la conquista del bien común.
  • El desafío de la pérdida de significación de la caridad: El descrédito de la caridad al que anteriormente aludíamos, ¿no incapacita técnicamente a esa virtud cristiana a la hora de proyectar desde ella el deseo de comunión? ¿No corre el riesgo la caridad de resultar anacrónica, de no ser una respuesta útil para las necesidades de hoy? Si se le sigue atribuyendo a la caridad un esquema reduccionista de beneficencia, se impedirá una comprensión positiva de esta virtud que la haga significativa en los códigos culturales de nuestra época.

Un desafío tentador: la integración en el sistema

Hay, sin embargo, un desafío que, por lo especialmente tentador que puede resultar a este nivel de significatividad, requiere un trata­miento más detenido. Se trata del intento neoconservador de adaptar la caridad a las necesidades del sistema.

Ante la ausencia de un ideal común que dinamice a la gente, ante la necesidad de devolver un plus social a las relaciones interpersonales, ante el fracaso de los programas de bienestar a gran escala, proponen los neoconservadores una vuelta a los «valores religiosos» de la tra­dición judeo-cristiana. Y, ciñéndonos a lo específicamente social, juz­gan necesario descartar al Estado de la política social y reenviar el problema a los ámbitos más locales (municipios) y privados (asocia­ciones religiosas). Se pretende de este modo ser eficaz consiguiendo la implicación de las «estructuras sociales intermedias» y buscando al

mismo tiempo la despolitización de la problemática social. Se quiere, en suma, volver a hacer de los problemas sociales un problema de caridad y se asigna así a esta virtud una función específica dentro de la dinámica del sistema. ¿Qué función es esa?

  • La función de tapar la raíz estructural de la problemática social, desviando la atención hacia lo benéfico asistencial. Detrás de la devolución a las «estructuras intermedias» de los problemas sociales hay un intento de despolitizar el problema y de utilizar a los grupos de voluntarios como elementos de apaciguamiento.
  • La función de compensar a través del consuelo de la religión: Dado que la religión dispensa consuelo y da sentido a situaciones difíciles, resulta un medio eficaz para lograr la integración social. De ahí que por detrás de la solicitud neoconservadora de la religión se encuentra a menudo esa pretensión de usarla como bálsamo de situa­ciones sociales duras y corno ocultamiento de problemas objetivos.
  • La función de servir al sistema: Porque se pretende una caridad sin conciencia política ni pretensiones proféticas, se la quiere al ser­vicio de /os señores de este mundo y no al servicio de los pobres. En este contexto, la estrategia de la dependencia económica de las aso­ciaciones caritativas respecto al Estado resulta un arma de doble filo, ya que esa dependencia obliga muchas veces a la autocensura y al silencio.

Teniendo en cuenta todos estos retos, ¿cuál ha de ser la oferta de caridad por parte de los cristianos?, ¿qué clase de caridad puede ser hoy significativa a la vez que profética, reveladora de una comunidad que ama y de un Evangelio que libera?

¿Cuál ha de ser la oferta de caridad del cristianismo?

Conscientes del papel decisivo del amor en el marco de un mundo caracterizado por el individualismo y la insolidaridad, los cristianos hemos de intentar ofrecer una caridad política, una caridad genera­dora de solidaridad social, crítica y capaz de configurar desde la fuerza del amor unas nuevas estructuras sociales.

  • Una caridad política que, de modo lúcido y comprometido, se dirija tanto a la atención de los males inmediatos como de los males estructurales que con frecuencia están en el origen de los anteriores. Este aspecto político de la caridad, que no se resigna sólo con lo asistencial sino que quiere afrontar las raíces estructurales de los con­flictos, es hoy por tanto más necesario cuanto más conscientes somos de que los grandes problemas de injusticia, desigualdad y sufrimiento de nuestro mundo pasan por las formas anónimas del sistema.
  • Una caridad que genere solidaridad real: Que ayude a tomar conciencia de la carencia de fraternidad y establezca las condiciones para generar valores, actitudes y comportamientos realmente solida­rios. Cada comunidad cristiana tendría que convertirse así en lugar de producción de justicia y solidaridad a la vez que en referencia viva de lo que tiene que ser una comunidad humana auténtica.
  • Una caridad crítica, capaz de crear comunión alrededor del Pobre (Jesús) y de los pobres (nuestros hermanos). Una caridad que participa de las formas de vida, intereses, condiciones y destino de los pobres. Una caridad que, para no quedar reducida a pura ideología, se hace concreta a la hora de denunciar situaciones y de anunciar caminos de liberación.
  • Una caridad configuradora de nuevas estructuras: Si hemos de lograr que la fuerza de la fe por el ejercicio del amor configure esta sociedad en la que vivimos, hemos de intentar que sea la caridad la que impregne y configure las estructuras sociales: que a nivel político sea la caridad la que impulse un derecho que asegure la plena parti­cipación democrática; que, a nivel económico, sea la caridad la que lleve la justicia al modo de producción y distribución de bienes; que, a nivel internacional, promueva la caridad una paz justa y un desarrollo integral de los más pobres; que, a nivel personal, la caridad nos recree como hombres nuevos13.

Todo esto suena a utopía, es verdad. Pero es que los cristianos estamos llamados a reivindicar la utopía en un mundo que se repliega cada vez más sobre sí mismo. Y los cristianos estamos llamados, sobre todo, a creer en esa utopía y a realizarla con la fuerza del amor. Porque sólo el amor, sólo la paciente y tenaz caridad puede impulsar en el mundo el Reino de Dios, es utopía a la que todos estamos abocados.

II. Evangelización: la urgencia de una Iglesia que quiere ser solidaria

La evangelización como tarea

caridadEl Reino de Dios que la caridad construye es en último término la meta que la evangelización propone y promueve. Ese Reino de Dios es, por otro lado, como sabemos, el tema central del Evangelio de Jesús, que comienza su actividad pública anunciando la Buena Nueva del Reino (Mc 1, 14; Mt 4, 17); y que explica después el carácter dinámico, universal y transformador de ese Reino por medio de tres parábolas muy significativas (Mt 13, 24ss; Mc 4, 26-34; Lc 13, 18­21).

A pesar de la belleza de esas parábolas y del atractivo que sigue conservando Jesús, la Buena Nueva que su Iglesia proclama se ha convertido, sin embargo, para muchos en «relato viejo de un pasado muerto»14. Fórmulas, ritos, tradiciones y palabra se han hecho tan manidas que no suponen novedad, sino que suenan, más bien, a lo de siempre, a cosas ya sabidas, a viejas monsergas para quienes viven de ello. Y se buscan a menudo otras espiritualidades o se vuelve a formas que se creían superadas como el esoterismo y las artes adivi­natorias.

Consciente de esa situación, la Iglesia ha reaccionado con la pro­puesta de la nueva evangelización. Joan Bestard y Mons. Blázquez se referían al surgimiento de ese hecho en sus respectivas Conferencias de la Semana Vicenciana del pasado año. Recordaban cómo el término «nueva evangelización» apareció por primera vez en Medellín en 1988, donde los obispos invitaron a todo el pueblo de Dios a «alentar una nueva evangelización y catequesis intensivas que lleguen a las élites y a las masas para lograr una fe lúcida y comprometida»15. Juan Pablo II convocó después, en 1983, en Puerto Príncipe (Haití) a esa nueva evangelización que supone «un nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones». La idea ha cuajado de tal modo que se ha hecho lugar común tanto en las reuniones eclesiales (Conferencias Episcopales, Congresos, etc.) como en los diversos documentos (Christifideles Laici, Testigos del Dios vivo, etc.), de manera que difícilmente en­contramos hoy un hecho eclesial que no se diga motivado por la nueva evangelización.

Si a nivel de mentalidad estamos, pues, ante un hecho generalmente asumido, la divergencia se plantea cuando se trata de definir la nueva evangelización o, como veremos después, cuando se quiere concretar su realización16. La segunda ponencia del Congreso «Evangelización y hombre de hoy» se refería a algunas incompletas: «toda actividad orientada a transformar el mundo en conformidad con la voluntad de Dios; la actividad mediante la cual se edifica la Iglesia; el primer anuncio del Evangelio hecho a los no cristianos para suscitar en ellos la fe; la proclamación y propagación del Evangelio para suscitar la fe en los no cristianos e incrementarla en los cristianos»17.

La misma ponencia hace después su propia propuesta: «La evan­gelización es el ofrecimiento convincente y significativo, realizado desde la pobreza compartida y no desde el poder, de la forma de vida de Jesús. Aporta a quienes acogen el Evangelio la capacidad de una transformación real que penetra en toda la convivencia haciéndola más humana y elevándola e iluminándola con el don de Dios»18.

Aparece quizá más explicitado el alcance de estas palabras en el Congreso de «Parroquia evangelizadora». Así, en su primera ponencia se advierte que «la auténtica evangelización tiene dos vertientes: es proclamación de Jesucristo y a su vez liberación real del hombre en todas sus dimensiones. Y esa liberación real e íntegra del hombre no es algo extrínseco o sobreañadido, sino un momento intrínseco y esen­cial de la acción evangelizadora»19. La ponencia segunda, por su lado, remacha esta idea cuando afirma que «la finalidad de la evangelización no es hacer prosélitos, sino transformar la humanidad desde la Buena Noticia de Jesús»20

Más que dedicarnos a conceptualizar lo que significa la nueva evangelización, tarea que hizo en buena medida la Semana Vicenciana del año pasado, es interesante subrayar el contexto en que esa misión se tiene que realizar hoy. Y esbozaremos después dos de las propuestas principales que se hacen a este fin.

Contexto de la nueva evangelización

A las 3,32 de la tarde del 15 de julio de 1972 eran dinamitadas en la ciudad de St. Louis (Missouri, USA) varias manzanas construidas en los años cincuenta según los cánones modernos de zonificación, colosalismo y uniformidad. Se destruían esos edificios porque la que Le Corbusier llamaba «máquina moderna para vivir» había resultado inhabitable. Charles Jencks ve en ese hecho el comienzo simbólico de la postmodernidad, una nueva época marcada por el desencanto ante el proyecto de la modernidad21.

Desde entonces, y a lo largo de estos años, la postmodernidad aparece como un creciente y generalizado espíritu de nuestro tiempo. Se trata antes que nada de una especie de talante, un nuevo tono vital que ha prendido en las gentes y que ha configurado su pensar y su obrar. Los rasgos en los que podríamos sintetizar ese talante son los siguientes;

  • Desconfianza ante el progreso y fin de la esperanza de cambio.
  • Disfrute del momento presente: el goce, principio y fin del hombre (Narciso como símbolo y «Vive feliz» como imperativo categórico).
  • Explosión de la sensibilidad y la subjetividad.
  • Desvalorización de los valores supremos y de las grandes cos­movisiones.
  • Talante ecléctico y tolerante («Vive y deja vivir»).
  • Boom del esoterismo y tendencia a una «religión a la carta».

Esta nueva situación histórica implica necesariamente un replan­teamiento de las posiciones de la iglesia. Los rasgos mencionados afectan de lleno a aspectos sustanciales de la fe cristiana y obligan, por lo tanto, a la búsqueda de una estrategia eficaz que haga signifi­cativo hoy el mensaje de Jesús. En este sentido, los dos aspectos que estamos tratando, caridad y evangelización, resultan especialmente interesados. La caridad habrá de hacer frente a los desafíos que de una situación así se derivan, desafíos que se lanzan, sobre todo, a su vertiente política, crítica o transformadora. Y el reto evangelizador nos mostrará a las claras que la formación en la fe recibida por los cristianos es insuficiente en la actual situación. Percibimos, además, que ante ese hombre pragmático que hoy domina, sin pasión teológica, sin afán de ideales, no son válidos los caminos habituales seguidos por la Iglesia para transmitir la fe.

Desde esta constatación se entra de lleno en uno de los debates que hoy mantiene la atención de los teólogos y pastores: ¿Cuál es el papel que ha de jugar la fe en una sociedad como la nuestra?, ¿se ha de buscar un cristianismo de una relevancia social de tintes neo-confesionales o se ha de participar en movimientos ciudadanos desde una conciencia cristiana que muestra el potencial humanizador de la fe?, ¿qué proyecto de evangelización es el más apto según una u otra perspectiva?

Propuestas para la nueva evangelización

Se pretende en cualquiera de los casos hacer de la fe una realidad viva que incida con su potencial transformador en todos los ámbitos de la sociedad humana. Si esa incidencia se buscaba en los arios sesenta y setenta a través de la colaboración entre creyentes y no creyentes22, se observa hoy una cierta tendencia hacia el reagrupamiento neocon­fesional. Cada una de esas posiciones tiene naturalmente sus defensores y sus detractores, lo cual ha hecho surgir una amplia literatura teológica sobre el tema23.

La polémica se inició en Italia con ocasión del I Congreso Nacional de la Iglesia Italiana celebrado en 1985. Un mes antes del Congreso, el Presidente de la Acción Católica Italiana defendía en un artículo la incorporación de los cristianos a organizaciones promovidas por grupos no cristianos. Poco después se replicaba duramente desde «L’Obser­vatore Romano» esa posición. En este ambiente de tensión se inau­guraba el Congreso, siendo el teólogo Bruno Forte quien en su po­nencia «Reconciliación cristiana y comunidad de los hombres» abordaba el problema. En ella presentaba la tensión existente entre los que llamó «cristianos de presencia», partidarios de promover obras propias desde las cuales hacerse presentes en la sociedad, y los «cris­tianos de mediación», partidarios de participar con los demás ciuda­danos en las instancias sociales.

Esa terminología se ha seguido utilizando después y ha servido para marcar las diferencias entre una y otra forma de entender el papel de la fe en la sociedad y el correspondiente proyecto evangelizador de la Iglesia:

  • Los «cristianos de presencia» («Comunión y Liberación», «Opus Dei», «Focolares») propugnan una presencia militante de los valores cristianos en oposición a las corrientes de pensamiento y a los movimientos políticos de matriz no cristiana. Abogan por una cultura católica con presencias institucionales propias, confesionales, sólidas, capaces de impactar y de influir en la sociedad.
  • Los «cristianos de mediación» («Acción católica») se muestran deseosos de ser mediadores entre lo valores cristianos y la cultura actual. Abogan porque estemos en las mediaciones ciudadanas laicas con espíritu de fermento o de levadura en la masa. Pretenden así que los valores del Reino impregnen la sociedad y que la sensibilidad de la sociedad penetre en la Iglesia.

Es fácil entender las diferencias entre una y otra postura. Mientras aquéllos optan por espacios propios para dar consistencia a nuestra oferta evangelizadora, éstos entienden que el lugar habitual de evan­gelización es la participación en las organizaciones populares. Unos y otros se recuerdan también los peligros. Piensan los cristianos de mediación que el camino neoconfesional acaba convirtiendo a la Iglesia en un poder social más de los que hay en el mundo. Y creen los cristianos de presencia que los cristianos que se mezclan sin más en movimientos ciudadanos acaban diluidos y condenan la fe al silencio y a la insignificancia social.

El debate es, como vemos, vivo e interesante. Pero no se trata aquí de optar por uno u otro, ni se pretende presentarlos como dis­yuntivas. Posiblemente pueden convivir los dos dentro de la Iglesia. Lo que ahora se pretende es que caigamos en la cuenta de esas dos tendencias y que percibamos sus implicaciones de cara al tema que nos ocupa. Y es que tanto nuestro proyecto evangelizador y el talante correspondiente como nuestro ejercicio de la caridad queda determi­nado en buena parte por nuestra sensibilidad de mediación o de pre­sencia.

En cualquiera de los casos, sí que habría que recordar con González Carvajal que el testimonio colectivo más importante y el que nunca podrá falta en la Iglesia, no es el de sus obras confesionales, sino el de las propias comunidades cristianas. Estas tienen un valor sacra­mental, ya que son en el mundo presencia viva y anticipo del Reino de Dios al que la Humanidad entera está destinada24.

La nueva evangelización, compromiso con los pobres

Más allá del debate referido, lo que verdaderamente nos tenemos que plantear es la finalidad de la nueva evangelización, el para qué de ese esfuerzo de la Iglesia. Y en este orden, dos son los retos más notables a la acción y la reflexión cristiana de nuestro tiempo: la pobreza y la increencia. Hay muchos que dan primacía al problema de la increencia, y en este mismo foro se le dedicó ya la XVIII Semana de Estudios. Pero en este caso no se puede hablar de primacías; porque, como dice Martín Velasco25, el único terreno común indispensable para el diálogo, que es el primer paso hacia la evangelización de la increencia, es la preocupación por el hombre. En este contexto, la pobreza es un envite constante a la conciencia de la Iglesia, y la caridad es desde ésta una dimensión constitutiva de su proyecto evan­gelizador. Una evangelización que no se preocupe por transformar la cultura del poder y del tener en una cultura del servir y del ser no es evangelización. Una evangelización que no tenga en el centro de su acción a los pobres no será cristiana.

Es por esto por lo que hemos de señalar que el verdadero debate sobre qué nueva evangelización emprendemos es el debate sobre el lugar que ocupan en ella los pobres de la Tierra. Si no tenemos perspectiva de los pobres, ¿de qué Cristo vamos a ser testigos? Si no es en función de los pobres, ¿para qué queremos revitalizar la im­portancia del cristianismo? ¿Por el mero poder? ¿Por instinto de su­pervivencia? ¿Por puro romanticismo? Si no están, en definitiva, los pobres en el centro de nuestro afán evangelizador, ¿qué sentido tiene continuar la misión de Cristo?

En esta misma óptica se sitúa Jon Sobrino cuando afirma que lo que se cuestiona en el fondo es si la Iglesia es una institución de tipo gnóstico destinada a transmitir conocimientos salvíficos o un pueblo continuador de la acción salvífica de Jesús; si la Iglesia se va a reducir a confesar a Cristo y no a proseguir la historia de ese Cristo26.

Proseguir la historia de Cristo y evangelizar exige, por lo tanto, una conversión clara a tos pobres y un compromiso serio en la trans­formación de esas «estructuras de pecado» que generan su pobreza. Conversión de las personas y transformación de las costumbres, las estructuras sociales, los comportamientos, la mentalidad, el ambiente. Conversión y transformación que recreen un hombre y un mundo más acordes con el Reino de Dios.

Esto supuesto, el servicio que realizamos será evangelizador no si transmitimos un mensaje o si visibilizamos a la Iglesia, sino si ayu­damos a los cristianos y a las comunidades a acercarse a los marginados de la sociedad para compartir sus problemas y sus sufrimientos, para vivir solidariamente con ellos y a su servicio, para transmitirles, en suma, desde la compasión, la Buena Nueva de Jesús que los libera porque los ama. Advierte José Antonio Pagola en esta dinámica que la nueva evangelización será realidad entre los marginados si sabemos estar junto a su pobreza y su marginación; si ayudamos a los pobres no sólo a desencadenar entre ellos movimientos de solidaridad y bús­queda de mayor justicia, sino también a descubrir la «pobreza liberada» como mayor capacidad de libertad, servicio y esperanza»27. Pobreza liberada que vacuna contra el consumismo, la especulación, la bús­queda de dinero fácil y el derroche de una sociedad instalada en la apariencia.

Fácilmente se descubren desde esta perspectiva tres dimensiones clave para la nueva evangelización:

  • La necesidad de un planteamiento radical: Dado el cambio cultural tan profundo operado en la Postmodemidad y que tan decisivamente afecta a los pobres, la nueva evangelización no puede re­ducirse a una simple acomodación del mensaje cristiano, ni a una somera operación estética de sus formas, ni a una búsqueda urgente de ubicación de la Iglesia en la nueva cultura, ni a una pura repetición de fórmulas de Cristiandad. Hay que actualizar, más bien, el acon­tecimiento cristiano agarrándolo desde la raíz (el Evangelio) e inser­tándolo en sus destinatarios: los pobres.
  • La necesidad de evangelizar convirtiéndose: el primer objetivo de la nueva evangelización es la Iglesia misma. Somos nosotros los que hemos de abrirnos a la experiencia original de Jesucristo para que esa experiencia pueda resultar después significativa en la situación actual. Como agudamente observa Torres Queiruga, lo que se nos está pidiendo hoy es un Exodo y no una vuelta a las cebollas de Egipto28, una salida a la intemperie de los pobres y no un retorno al refugio del poder.
  • La necesidad de evangelizar dejándose evangelizar: Los pobres no son sólo destinatarios de la evangelización, sino que son al mismo tiempo los que hacen posible el anuncio del Evangelio. De ahí que aceptarlos dentro de la Iglesia no es sólo hacerlos objeto de nuestra acción, sino darles la palabra que le corresponde en la expresión del Evangelio y descubrir que su vida es un signo del paso de Dios que nos transforma.

Por todo esto, y porque la vida de los pobres no entra plenamente en las estructuras normales de la comunidad cristiana, la nueva evan­gelización constituye un desafío para esta Iglesia nuestra mayoritaria­mente integrada por clases medias. Desafío que, como apuntaba An­tonio Trobajo en la última Semana Vicenciana, urge a la Iglesia a «romper los grilletes del consumismo y a aceptar la vida austera, a recuperar la ingenuidad y a desnudarse aun de las apariencias de poder que la Historia le haya contagiado, a desprenderse hasta de lo necesario y a admitir que no es posible evangelizar a los pobres si no es con ellos, por ellos y desde ellos»29

Siendo central el lugar de los pobres en la evangelización, no es indiferente después el servirse de unos medios u otros para llevarla a cabo. Habrá que preguntarse, más bien, en cada caso, si la mediación estructural que elegimos es la adecuada para la realización del Reino de Dios entre los pobres. Y más que referirnos en concreto a una u otra mediación, es preferible apuntar cuatro criterios que, según José M. Mardones30, permiten que una mediación sirva para la realización del Reino:

  • El criterio de los mismos pobres: la mediación que elijamos ha de estar orientada a eliminar la pobreza y a liberar a los pobres de sus condiciones inhumanas.
  • El criterio de la universalidad: la mediación ha de ser eficaz no sólo con unos pobres determinados, sino que ha de actuar también en la periferia del sistema, afectando tanto a los más alejados de nuestra sociedad como a los pobres del Tercer Mundo.
  • El criterio de humanización: la mediación ha de conllevar la promoción de un estilo de vida solidario, libre y justo.
  • El criterio de subordinación al Reino: la mediación debe abrir al hombre a la transcendencia, al Reino de Dios.

Si pensamos todo lo dicho hasta ahora, caemos fácilmente en la cuenta de que tanto la caridad como la evangelización tienen un mismo destinatario: los pobres. Ellos son los preferidos de Dios y de la Iglesia. A ellos se les quiere comunicar la Buena Noticia de que Dios los ama; siendo, en este contexto, la caridad el lenguaje que mejor expresa ese mensaje. Caridad y evangelización son, por eso, dos urgencias que se entrecruzan.

III. La Caridad, fuente, camino y meta de la Evangelización

Dios-amor, origen y principio dinámico de la evangelización

SamaritanoSi son los pobres los que unifican el destinatario tanto de la caridad como de la evangelización, caridad y evangelización están también unificadas en el origen por la realidad misma de Dios. Al fin y al cabo, Dios es defmido en la Escritura como amor (1 Jn 4, 8) y ese Dios-amor es precisamente la Buena Nueva o Evangelio que Jesús manifiesta a los hombres.

Estamos tan acostumbrados a repetir y a cantar que Dios es amor que probablemente pensamos pocas veces en lo que esa afirmación tan tremenda encierra. Se trata, sin embargo, de una frase en la que confluye toda la significatividad fundamental de la experiencia bíblica de Dios. Ya casi al final del Nuevo Testamento se nos viene a decir de una manera nítida que no hay más Dios que el Dios que ama. Y que ese amor de Dios (ágape-caridad) es un amor oblativo, amor que se ofrece tanto a lo que es amable como a lo que no lo es; amor que no está guiado por el deseo de poseer, sino por la voluntad de darse (Lc 15; Mt 20, 1-16); amor que repara y recrea, porque todo aquello que no tenía valor empieza a tenerlo como consecuencia de sentirse amado.

Si el apóstol san Juan puede acertar con una definición tan certera de Dios, es porque lo conoció en Jesús. Toda la vida de Cristo, y sobre todo su proceder con los pobres, enfermos, pecadores y mar­ginados, era la manifestación de un Dios que ama de manera gratuita y universal. En Jesús, el amor de Dios se hace carne y se revela como una realidad esencial para la vida del hombre. Porque la caridad en Jesús no es un bálsamo que suaviza las heridas, sino una fuerza que regenera y transforma. Pensad en Zaqueo o en la Magdalena. Eran personas que habían dejado de madurar porque habían dejado de sen­tirse amadas. Y se encuentran entonces con Jesús, y se cruzan la mirada, mirada de comprensión y de amor. Y, al punto, aquellas personas cambian. Se saben amadas por Cristo y ese amor las trans­forma y les llena de vida.

El mismo apóstol Juan hubo de tener por fuerza una experiencia semejante. Llamado por Jesús desde el principio, participó de una amistad íntima con él. Y no es casualidad, en este orden, que sea justamente san Juan el que haya dado con la definición perfecta de Dios. Porque se sintió amado por ese Dios y porque lo amó, es por lo que pudo conocerlo y ser su testigo.

Esta experiencia de Juan y de tantos otros hombres a lo largo de la Historia nos enseña que si no hay más Dios que el Dios que ama, no hay hombre más auténtico que aquel que se instala en el amor de Dios. Si el hombre es concebido en el Génesis como un ser «a imagen y semejanza de Dios» (Gén 1, 27). Si el hombre tiene, además, como vocación «ser santo como Dios es santo» (Lev 19, 2), «ser perfecto como el Padre del cielo es perfecto» (Mt 5, 48), ese hombre tendrá que proyectarse y realizarse como amor. A un Dios-amor le corres­ponde un hombre-amor. Amor que habrá de ser también, como el de Dios, oblativo, concreto, universal. Porque a la realidad del amor que Dios nos tiene, no se responde amándole a él, sino amando a los demás (1 Jn 4, 7.11). El don de Dios al mundo provoca el don recíproco de los hombres entre sí. Y esto genera liberación, justicia, vida. Lo expresa muy bellamente y de forma rotunda el Salmo 18: «Me liberó porque me amaba»; me libró porque me rodeó de amor. Es la expe­riencia de quien se sabe sostenido por las manos de Dios y reanimado por su ternura. Es la experiencia y la Buena Noticia que el evange­lizador ha de transmitir por medio de la caridad.

Desde esta perspectiva, la nueva evangelización sólo va a ser posible si tenemos conciencia de que Dios nos acoge en su comunión trinitaria y nos sentimos enviados desde esa comunión a ser apóstoles de la comunión universal. Ha de acostumbrarse, por eso, la Iglesia a mirar al mundo con la mirada de Dios, a amar a los hombres con el corazón de Dios. Y esto será un hecho si sabe revestirse esta Iglesia de los sentimientos de Jesús. Y es que el compromiso de la Iglesia en favor de los pobres no es una consecuencia moral o una exigencia de su fe. El compromiso en favor de los pobres es parte integrante de esa fe que supone adhesión a un Dios que en Jesucristo se ha revelado a sí mismo como amor incondicional para los pobres.

Es ese amor de Dios a los pobres, amor al que llamamos caridad o misericordia, el principio que estructura la vida de Jesús y su misión evangelizadora. Tengamos presente que no hay acción humana densa, significativa, con vocación de eternidad, si no hay una finalidad que la motive. No puede haber compromiso serio sin mística profunda. Por eso la misión de Cristo estaba sostenida por la mística de la caridad. Siendo sus seguidores y habiendo sido llamados a su misma vocación, también nuestra misión ha de estar asentada en la caridad. El proyecto al que Dios nos llama es de amor, no de odio; de servicio, no de poder; de apertura, no de cerrazón. De ahí que la acogida del don que se nos hace en Cristo haya de ser la orientación fundamental de nuestra vida: acogida de un don que en la fe supone la inhabitación de Cristo en nuestro interior, acogida de un don que se abre en la caridad al horizonte de Dios y de los pobres.

¿Qué implica, en definitiva, creer en un Dios que es amor y experimentar ese amor de Dios?. ¿Qué incidencia tiene en nuestra propia vida y en la misión a la que somos enviados?

  • Implica, en primer lugar, autoestima, valoración de uno mis­mo, porque Dios me ama gratuitamente, apoyándose en su propia pasión de amar y no en lo que yo soy o hago. Y es ese amor de Dios el que me hace valioso. ¡Cuánta densidad y cuánto dinamismo genera en nosotros ese sabernos amados por Dios! Lo mismo pasa con la Iglesia, a decir de José A. García31: su dinamismo evangelizador no puede apoyarse en su peso social y religioso, sino en el haber sido objeto del amor de Dios, en tener por esposo y señor a Jesucristo que la ha hecho su Cuerpo. Es tal el caudal de amor que la Iglesia recibe de Dios, que necesariamente desborda en el mundo y en los hombres.
  • Ese amor de Dios nos recrea, nos hace criaturas nuevas, nos lleva a nacer en el Espíritu y a vivir desde Cristo. ¿Qué es lo propio del obrar del Espíritu? Sencillamente, poner ser en la nada, vida en la muerte, misericordia en el pecado, esperanza en la angustia. ¿Qué es lo propio del vivir de Cristo? Sencillamente también desvivirse por los pobres. ¿Qué será entonces lo propio de quien renace del Espíritu y vive desde Cristo? Sencillamente, renacer desde el amor y vivir desde el amor. La Iglesia entera tendría que subordinarlo todo y or­denarlo todo a ese vivir desde el amor, al servicio de la caridad. Es la única manera que tiene de hacer presente a su Señor.
  • El amor de Dios lleva al seguimiento. Hay quien afirma que toda la espiritualidad cristiana es espiritualidad de seguimiento. Sa­berse amado es saberse afirmado. Sentirse amado es sentirse impulsado al amor. Por eso conocer a Dios-amor es reconocerse hombre-amor y vivir en consecuencia.
  • El amor de Dios se encarna en la misión. Lo decía muy grá­ficamente san Vicente: «No me basta amar a Dios si mi prójimo no lo ama». La propia dinámica del amor implica comunicación, inter­cambio. ¿No habéis observado la necesidad que tiene el que ama de dar a conocer el objeto de su amor? Constantemente habla la madre de sus hijos, el cazador de sus trofeos o el nacionalista de su patria… Constantemente hablará de Dios quien se sienta amado por él y lo ame. La misión de Cristo entre los hombres se revela de continuo como una misión de amor porque, sabiéndose sostenido por el amor, todas sus obras y palabras rezuman amor. La misión de la Iglesia surge también desde una experiencia de amor. Nuestra propia misión será reveladora de Dios en la medida en que sea una expresión del amor de Dios en nosotros.
    Es toda esa fuerza del amor de Dios en nosotros la que genera el que Rovira Belloso denomina como principio-caridad32, que se con­creta a dos niveles. En el nivel personal, el «principio-caridad» es la sustancia del hombre nuevo, la entraña de su ser, de suerte que este hombre queda caracterizado por su condición de hijo (de Dios), libre y fraterno (de todos). En el plano racional, estructural, el «principio-caridad» es el alma de toda relación interhumana, de todo compromiso y praxis cristiana. El mismo san Vicente recordaba con frecuencia que la caridad es el alma de todas las virtudes.
  • El amor es así el centro dinámico de la fe cristiana. Pero esto, que a nivel doctrinal todos proclamamos con gozo y reconocemos en teoría, no siempre se concreta en vida cotidiana. Incluso podemos descubrir con asombro cómo las tres grandes líneas de la modernidad (nihilismo, psicoanálisis y marxismo) se han afirmado en la «sospecha» de que el cristianismo es la gran negación del autentico amor al hombre. La religión de la caridad aparece entonces como «resentimiento» que envilece (Nietzsche), como «ilusión» que infantiliza (Freud) o como «opio» que aliena (Marx). De nada servirá negar desde la teoría o contradecir a base de textos esas afirmaciones. Sólo un amor capaz de configurar con su fuerza el interior del hombre y la estructura de las cosas, podrá acallar esa crítica y afirmarse como fundamento de todo.

Obrar y enseñar

Es, sin duda, en el hombre nuevo Jesús donde se verifica de modo rotundo ese poder transformador de la caridad. El no fue ni un teórico ni un doctrinario, sino un hombre de Dios abierto y comprometido con la realidad del mundo. Lo refleja muy bien san Vicente cuando afirma retomando la cita de Act 1, 1 que «Nuestro Señor Jesucristo empezó por obrar y luego se puso a enseñar»33. No partió, por lo tanto, ni de libros ni de estudios, sino de un contacto directo y con­tinuado con los pobres. Y es justamente en ese obrar primero y enseñar después donde descubre san Vicente y percibimos nosotros que Cristo no es un mero pregonero del amor de Dios, sino su encarnación, la realidad palpable de su compasión, de su ternura, de su misericordia. Desde entonces, desde ese proceder de Jesús, tiene la revelación de Dios una estructura binaria: Dios se manifiesta a través de hechos y palabras. Por eso la evangelización, que actualiza la revelación, ha de consistir también en hechos y palabras.

Recalca a este propósito Juan Martín Velasco34 que donde la Iglesia del futuro tiene la piedra de toque de su credibilidad y el punto central para la redefinición de su forma de presencia es en el servicio al hombre. Todos los esfuerzos por renovarse en su interior pueden resultar inútiles si no consigue continuar en el mundo el ser y el obrar de Jesús: anuncio del Reino y cercanía a los pobres.

Desde una posición no tan teórica, sino eminentemente práctica, una misionera seglar que vive en un barrio obrero de Madrid llega a la misma conclusión: «Si te empapas a fondo de Evangelio, confiesa, comprendes que lo prioritario es la caridad… Nosotras damos testi­monio del Evangelio de la única forma que creemos puede hacerse hoy: identificándonos con nuestros hermanos que sufren… Somos un pequeño testimonio de que el Evangelio sigue fecundando la vida de las personas; de que en una sociedad compleja y caótica las relaciones humanas siguen siendo lo principal, y que, sin compasión, la convi­vencia es imposible»35.

A otro nivel al que nosotros no estamos acostumbrados y del que no esperamos manifestaciones de este tipo nos viene también una experiencia semejante. Impresionó sobremanera en el reciente funeral de Balduino de Bélgica el testimonio de aquellas personas a quienes había recuperado el interés y el amor de su rey. Aquel médico que decía haber encontrado siempre en el monarca compasión y ternura para sus enfermos de Sida. O aquella muchacha filipina que, después de haber llorado su amargura y su desgracia al llegar a Europa y sentirse engañada, lloró lágrimas de gratitud cuando fue visitada en Amberes por el propio Balduino. Eran gestos, confiesan quienes lo conocieron, que brotaban con naturalidad del corazón de un hombre profundamente creyente. Eran gestos de un rey cristiano para quien, como dijo el cardenal en su homilía, una vida humana valía más que todo un Reino. ¡Qué lección de fe, comentaban muchas personas al enterarse de todo eso! ¡Una lección de fe que la daba la caridad!

Y es que un mundo como el nuestro es mucho más sensible a este tipo de testimonios que a los grandes discursos. Lo sabemos con certeza: hoy sobran papeles y faltan testigos, hoy sobran estudios y faltan gentes generosas, hoy sobran analistas y faltas hombres que, como Vicente de Paúl, se entreguen a los pobres desde el puro amor. De este modo, la experiencia nos sigue diciendo cada día que la única forma de acreditar la predicación y de evangelizar es ejercitar la ca­ridad, suscitar vida. Lo asegura la misma Conferencia Episcopal Es­pañola: «Sin un esfuerzo serio, renovado constantemente, para cons­truir fraternidad dentro de la Iglesia y establecer especiales relaciones de solicitud y de ayuda con los necesitados y desvalidos, estaría privada (la Iglesia) de fundamento y carecería de credibilidad nuestra palabra acerca de Dios y de sus promesas de salvación»36.

Al igual que ocurría en los tiempos de la primitiva comunidad, se trata de que la vida y el testimonio de las comunidades cristianas comuniquen, mediante el compromiso con el pobre, la nueva forma de ser hombre que la fe en Jesús entraña; y que se transmita a la vez la paz, la justicia y la felicidad que esa fe suscita. Hoy, como en aquella época, el poder humanizador de la caridad cristiana y su ca­pacidad para regenerar la vida humana y transformar la sociedad re­sultan el camino más eficaz para la acción evangelizadora.

Iglesia evangelizadora-Iglesia de los pobres

Hay que repetirlo una vez tras otra: si la Iglesia quiere evangelizar, y tengamos en cuenta que no existe para otra cosa, debe ofrecer los dos mismos signos que ofreció Jesús, el obrar y el enseñar. Como heredera de la entrega total de Jesús a los hombres, también la Iglesia se entrega por medio del hacer y del ser. Por eso la Iglesia que evangeliza se identifica a sí misma como una comunidad de caridad. Una comunidad que asume la responsabilidad de ser en la Tierra testigo del amor de Dios, y que dinamiza toda su energía hacia la creación de un mundo nuevo regido por el amor. Y si es el amor, el origen, el fin y el alma de la Iglesia, habrá de ser también el amor el sello de una evangelización recibida y actuada, de manera que esa evangelización pierde su credi­bilidad sin la práctica de la caridad. No olvidemos en palabras de Ibañez Burgos, que «la evangelización es una práctica de amor, una experiencia eclesial de filiación en relación a Dios, que es nuestro Padre, y de fraternidad en su Hijo por el Espíritu Santo»37.

Todo este ser y obrar de la Iglesia ha de concretarse en su opción por los pobres. Dios es el primero que eligió la opción, haciéndose pobre y entregándose a ellos. Consecuentemente la Iglesia está des­tinada a ser pobre y a entregarse a los pobres. Y todo esto implica una serie de rasgos que han de caracterizar a la Iglesia y que formula así el Congreso sobre Evangelización y hombre de hoy38:

  • Una Iglesia en la que lo social prive por encima de lo individual y lo comunitario por encima de lo institucional. No preocupada tanto por la ortodoxia cuanto por la evangelización de los pobres.
  • Una Iglesia que sea pobre ella misma: pobre en la realidad y en la apariencia. En la realidad porque comparte de verdad con los pobres lo que tiene y su destino. En la apariencia porque evita y rechaza todo aquello que le hace parecer rica; el lujo, las posesiones, la cercanía a los poderosos…
  • Una Iglesia pobre culturalmente (no hipotecada a una cultura determinada) y pobre políticamente (libre frente a los poderes del mundo).
  • Una Iglesia-signo de esperanza para los desheredados de la Tierra: signo no teórico, sino eficaz porque se compromete en la lucha de los pobres y se hace ella misma modelo de humanidad nueva.

Desde una Iglesia así concebida, desde una Iglesia que se quiere pobre y para los pobres, la cuestión que constantemente habría de golpearnos sería ésta: ¿son los pobres realmente evangelizados?, ¿es­tán de verdad en el centro de interés de la Iglesia?, ¿cómo afecta a la misión evangelizadora y a su medio vital, que es la caridad?

Evangelización y caridad

En líneas generales la evangelización está caracterizada por cuatro aspectos: la evangelización es misión, es anuncio de la proximidad del Reino, es realización de ese Reino y es comunión.

La evangelización es definida en primer lugar como misión porque tiene su origen en la misión que el Padre confió a Jesús. Como señalábamos más arriba, lo que encontramos al comienzo de la misión de Cristo es el amor de Dios a un mundo necesitado de salvación (pobres, marginados, pecadores), de tal manera que fuera de ese amor a los que nada suponen pierde sentido el amor de Dios y la propia evangelización. Si la Iglesia se entiende también a sí misma en tér­minos de misión («Como el Padre me ha enviado…» Jn 20, 21), habrá que dirigirse a ese mismo sector, de modo que la evangelización de los pobres y el rescate de lo que está perdido se convierte en criterio fundamental de discernimiento para toda la comunidad cristiana.

Es a todo ese sector de los pobres al que interesa la noticia de que está próximo el Reino de Dios. Le interesa a los pobres porque el Reino de Dios supone novedad; supone, en palabras del Magnificat, el derribo de los poderosos y la exaltación de los humildes. Supone una nueva situación en el hombre y en el mundo caracterizada por la fraternidad, la libertad, la justicia, la alegría, el amor. Esta proximidad del Reino significa, en definitiva, para los pobres el inicio de su redención, la reconquista de su autoestima y de su dignidad.

El anuncio del Reino lo ha de verificar la Iglesia mediante la realización de todo aquello que proclama. Ya en el Nuevo Testamento (sobre todo Lucas y Juan) el vocabulario de evangelización está unido a la acción testimonial. Y la razón es clara: se da testimonio de lo que se ha experimentado, se es testigo de lo que se ha vivido, no de lo que se ha aprendido o sabido. Si Cristo es testigo de un Dios de misericordia y de perdón, es porque él mismo ama y perdona; si es testigo del nacimiento de un hombre nuevo, es porque él mismo vive otros valores; si es testigo de una fraternidad universal, es porque él mismo acoge a todos; si es testigo del Reino de Dios, es porque él mismo libera, rescata, cura, alimenta y da vida. Tan unidos están en Jesús su vida y su testimonio que sus discípulos, cuando evangelicen, anunciarán su experiencia de Cristo: «lo que hemos visto y oído…» (Lc 1, 2; 1 Jn 1, 1-3).

Este testimonio de Jesús lleva a comunión, a la formación de comunidad, porque, en último término, el testimonio coherente con­tagia e incita al seguimiento y a la formación de grupo. Desde la perspectiva de la misión, la evangelización se percibe comunitaria-mente en el origen (el misterio trinitario de Dios), en el término (reunir a los hijos de Dios dispersos, Jn 11, 52) y en el desarrollo (es la comunidad la que recibe el encargo misionero). Esa comunión, ade­más, se constituye por sí misma en signo evangelizador desde el momento en que inagura en el mundo un modo nuevo de compartir y de convivir.

Fácil es entender el papel de la caridad en todo este proceso:

La caridad, en primer lugar, promueve y dinamiza la evangeli­zación. La misión de Cristo, lo repetimos, nace del amor de Dios al mundo. La misión de la Iglesia nace del amor de Cristo a los hombres, siendo el Espíritu el alma de ese amor. De ahí que haya de ser una caridad concreta como la de Jesús el principio de discernimiento de la autenticidad cristiana. Esta perspectiva tangible define, según Joa­quín Losada39, algunos de los rasgos de la caridad cristiana:

  • así, por ejemplo, su operatividad y eficacia en el compromiso transformador del mundo. Se trata de una caridad que actúa, que genera mediaciones, que afronta los problemas y los resuelve.
  • su papel configurador de la totalidad de la existencia cristiana. No sólo la atención directa a los pobres, sino el ser mismo de la Iglesia, su credo, su organización y su liturgia están entretejidos por la caridad. Y lo mismo, a nivel personal, el ser y el existir del creyente están conformados por la caridad.
  • su proyección mundana: la caridad apunta al corazón mismo del mundo para rescatarlo amándolo.
  • su compromiso con los pobres; ellos son, en expresión de san Vicente, «su peso y su dolor», los destinatarios genuinos de la caridad cristiana.

La caridad, en segundo lugar, realiza la proximidad que el Reino de Dios anuncia. Desde la perspectiva que abre el amor, todo hombre está próximo porque todo hombre es sentido como el hermano a quien hay que amar. La proximidad que nos salva nace del amor compasivo con que Dios y su Hijo hecho hombre miraron a la humanidad perdida. Como principio de una evangelización que rompe barreras entre los hombres, esa misma proximidad que brota de la compasión es esencial para la proclamación del Reino. Sin ese sentir próximo al pobre, la caridad cristiana no es sino caricatura, sentimiento superficial.

La caridad es, además, el fundamento y el alma del compromiso cristiano. Cristo es testigo del amor de Dios: «pasó haciendo el bien», afirma el libro de los Hechos (10, 38); «dio la vida…», dice san Juan en el Evangelio (15, 13). Si el cristiano es seguidor de ese Jesús y enviado a su misma misión, su testimonio y su compromiso se han de expresar igualmente en palabra y en vida. Porque los pobres son destinatarios privilegiados del amor de Dios y lugar social desde el que Cristo evangeliza, nuestra acción evangelizadora ha de estar hecha de gestos y no sólo de palabras, de solidaridad real y eficaz con los marginados y no sólo de proclamas. De acuerdo con el texto de 1 Cor 13, todo tendrá sentido si es expresión del amor cristiano; y si no, no.

La caridad es finalmente la trabazón de la comunidad. La ley nueva del amor (Jn 15, 12) es la voluntad de Jesús para sus discípulos. Amor que en el interior de la Iglesia es la expresión de su ser más profundo (reflejo del ser mismo de Dios-amor). Amor que, al exterior, es expresión de una comunidad que busca al que está perdido y lo ama. Precisamente uno de los signos de la auténtica evangelización se da cuando la acción evangelizadora brota de la comunidad y no de individuos aislados (E. N. 60).

La acción evangelizadora de la Iglesia queda, en suma, definida por la manera en que toda su vida aparezca marcada por la caridad. En la medida en que sea Iglesia pobre y de los pobres serán éstos los que le proporcionen su identidad cristiana; y será a éstos a quienes habrá de sentir próximos y con los que habrá de comprometerse en su liberación.

Los frentes de la caridad

Ese compromiso de liberación que la evangelización promueve y la caridad realiza se ha de hacer patente en tres frentes; la asistencia, la promoción y el cambio de estructuras.

  • El frente asistencial es siempre necesario por inmediato. A menudo se menosprecia este nivel porque se cree propio de épocas en que la caridad se concebía desde el paternalismo. Dentro de una pas­toral evangelizadora, prima la transformación y no la asistencia, se dice. Hay que pensar, sin embargo, en personas que nunca llegarán a ser autosuficientes (transeúntes de oficio, desequilibrados emocio­nales, necesitados ocasionales). Con todos ellos nos encontramos en la pastoral ordinaria y a todos ellos nos debemos; ya que son, además, en muchos casos los únicos pobres a los que conocemos.
  • La promoción es tarea clave de la caridad en una pastoral evangelizadora. Si el anuncio de Cristo y de su Evangelio quiere engendrar un tipo de hombre nuevo, la caridad habrá de impulsar proyectos que lleven al hombre a recuperar su dignidad humana y a realizarse desde una situación de autonomía y de libertad personal: proyectos de formación, de trabajo, de búsqueda de empleo, de in­tegración social…
  • Aunque a más largo plazo, la transformación y el cambio de las estructuras entran en el objetivo propio de la caridad cristiana. La evangelización busca en último término el establecimiento del Reino de Dios, la instauración de la civilización nueva del amor. Por eso la caridad cristiana es una caridad que, a la vez que anuncia un nuevo orden social para lo pobres y denuncia las situaciones de opresión, interviene en el campo político, económico y cultural con el fin de lograr una sociedad distinta, anticipo de aquel Reino de Dios.

Esta opción por los pobres y la dinámica de caridad que esa opción genera ha de estar en el punto de partida de la nueva evangelización. Como tantas veces repitieron en la última Semana Vicenciana40, la instauración de la civilización del amor y la solidaridad es el objetivo de la nueva evangelización. De ahí que una evangelización que no implique directamente a los pobres y no reafirme en ellos la esperanza de una sociedad nueva y alternativa quedará reducida a mera pala­brería.Una evangelización que no asuma la causa de los pobres, sus luchas y su existencia será una evangelización insulsa, sin sabor cris­tiano y desleal con el Jesús histórico, que fue un hombre pobre solidario con los pobres. Es por todo esto por lo que el auténtico instrumento de la nueva evangelización no es el poder social, el dominio de la enseñanza, el control de los Medios de comunicación o una férrea ortodoxia. El auténtico instrumento de la nueva evangelización es la caridad, la paciente y tenaz caridad que se desvive por el prójimo.

Componentes de una caridad integral

Los componentes de esa caridad tan íntimamente ligados a la nueva evangelización los ha descrito Felipe Duque en el número 65 de la revista Corintios XIII:

  • Caridad integral-liberadora: se hace necesario educar a la co­munidad cristiana en un modelo caritativo que promueva la dignidad de la persona del pobre, se acoja al marginado, se afronten las causas de su situación y se procure hacerlo sujeto de su liberación. Teniendo cuidado, además, de que no se trata de que se inserte en esta sociedad a cualquier precio, sino de una manera crítica, siendo agentes de transformación y de cambio (no encadenarse al sistema sino impulsar otro alternativo).
  • Caridad comunitaria: El sujeto primario de la caridad es la comunidad cristiana, no el fiel aislado; por lo que hemos de intentar superar un individualismo muy arraigado en nosotros. Individualismo que se manifiesta tanto en el gusto por las formas tradicionales de la caridad (lalimosna aislada), como en la separación que se hace entre caridad y otras expresiones de la vida cristiana (la oración, la for­mulación de la fe, etc.). ¿No subyace en ese individualismo una falta de formación del pueblo cristiano acerca de las exigencias integrales de la evangelización? La evangelización se realiza de modo parcial si no se articula debidamente la Palabra, el Culto y la Caridad. Hay que destacar, por lo tanto, que la acción caritativa y social de la comunidad cristiana ha de estar vertebrada coherentemente en la misión evan­gelizadora, misión que se anuncia mediante la Palabra, se celebra en el Culto y se verifica en la Caridad.
  • Caridad integrada en la comunidad humana: Frente a la ten­dencia de los Estados modernos a absorberlo todo, las Organizaciones caritativas de la Iglesia han de participar de los mecanismos sociales seculares. Siendo autónomas aquellas Organizaciones para fijarse ob­jetivos, elaborar programas y gestionar su funcionamiento, habrán de abrirse a la colaboración con otras Organizaciones y habrán de estar atentas para utilizar todos los recursos que la sociedad posee. En su vertiente evangelizadora, la pastoral de la caridad ha de ser, además, fermento de iniciativas sociales, promotora de justicia, instrumento de cambio social.
  • Caridad coordinada: Ya el Concilio llamó a la colaboración entre diócesis, religiosos, laicos, etc. (Christus Dominus, 10, 17, 35, etc.). Pero la misma complejidad e interdependencia de los problemas de los pobres y la eficacia que se pretende reclaman una adecuada coordinación de la acción caritativa de la Iglesia, tan dispersa a menudo en Curias diocesanas, instituciones de religiosos, asociaciones de lai­cos, etc.

Actitudes básicas

Resulta obvio que todo este esfuerzo de evangelización y caridad requiere unas actitudes básicas en quienes nos confesamos cristianos y nos sentimos llamados a ser evangelizadores. Esas actitudes han de conformar nuestra mentalidad y han de informar todo nuestro obrar. Porque a la hora de impulsar un proyecto nuevo como es el afán evangelizador actual, no se pueden mantener las mismas estructuras ni se puede partir de criterios del pasado. Habrá que estar muy atento también a no dejarse ganar por el espíritu del mundo, adoptando su mentalidad o sus valores. Es, por eso, esencial la renovación interior, de tal modo que nuestro obrar sea reflejo de nuestro ser. Para ello podemos hacer nuestras las actitudes que los obispos de las diócesis aragonesas alentaban con ocasión del Corpus de 199241:

  • Frente a la idolatría del dinero, pobreza evangélica: en una sociedad que valora la riqueza, la apariencia y el triunfo social, el cristiano dará testimonio del Evangelio que libera a los pobres, ha­ciéndose pobre y sintiendo al pobre como hermano. Esto supone un estilo de vida sobrio y sencillo que hace posible la comunicación cristiana de bienes y la participación en el destino y en la forma de vida de los pobres.
  • Frente a la mentalidad científico-técnica, la dignidad de la persona: en un mundo sometido cada vez más a la técnica y a la eficacia, el cristiano dará testimonio de un Evangelio que se centra en el hombre. Esto supone que la investigación y el avance tecnológico han de estar en función del hombre. Y que la dignidad de toda persona humana, por deteriorada que sea su imagen, ha de ser reconocida y valorada.
  • Frente al envejecimiento, la pasión por la vida: Es un hecho que nuestra sociedad envejece y que se van apagando a la vez las inquietudes y los deseos de vida. Si Cristo es en el Evangelio el Señor que vive, el Mesías que resucita, que alegra, que da ilusión y que suscita vida, el cristiano ha de ser militante alegre, compartir tiempos y espacios con los que no tienen ilusión, participar en todo movimiento que luche por la vida, desde la defensa de los niños hasta la ecología.
  • Frente al individualismo insolidario, la solidaridad: Precisa­mente el poder del Evangelio de Jesús aparece en la solidaridad con los últimos (marginados y pecadores). La opción preferencial por los pobres no es, por eso, en la Iglesia una decisión arbitraria, sino el testimonio de nuestra fidelidad a Cristo. Pero ha de ser una solidaridad real, que brote en comunidades renovadas, que se encarne en los márgenes de la sociedad y que reinvidique la dignidad de tantos ne­cesitados: disminuidos físicos y psíquicos, ancianos, enfermos, dro­gadictos, etc.
  • Frente a la insensibilidad, la misericordia: Mucha gente hoy vive a la intemperie de un sistema en el que se exalta la competividad. Dios, sin embargo, es compasivo y misericordioso. Esa compasión y misericordia son las actitudes básicas del cristiano. Sentir como propia la suerte de los débiles, padecer con ellos y mantener un espíritu concorde son manifestaciones de que Dios los ama. Hay que recordar a este respecto la importancia que san Vicente da a este sentimiento de compasión: «Es preciso, decía, que sepamos enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo… que quienes vean a un misionero puedan decir: He ahí un hombre lleno de misericordia»42.
  • Frente al fatalismo, la esperanza: Es frecuente escuchar a nues­tro lado frases de desánimo que denotan pesimismo: «No hay nada que hacer», «no se puede salir de la crisis», «estamos cada vez peor», «i,para qué vivir con este sufrimiento?»… La misma falta de utopía y la desmovilización de la juventud parecen abonar ese desaliento. El cristiano, sin embargo, es testigo de esperanza. Ha conocido a un Dios que genera vida en el corazón mismo de la muerte. Y es de ese Dios de quien da testimonio, contagiando entusiasmo y ganas de vivir. ¡Qué importante es comunicar ilusión! Me lo decía hace un año un droga­dicto que finalmente ha muerto: «Se puede vivir sin amor, y a mí nadie me quiere, pero no se puede vivir sin esperanza».

Acciones prioritarias

Todas esas actitudes que hemos de cultivar se podrían resumir en una sola expresión: conversión a los pobres. Y es que de nada sirve hablar de nueva evangelización si no se da en nosotros una conversión clara a los pobres y un compromiso decidido en la transformación de esas «estructuras de pecado» que ocasionan su pobreza. Por eso la nueva evangelización sólo será posible desde la caridad, desde el amor apasionado y gratuito a los necesitados. Esa caridad se ha de desple­gar, sin embargo, en una estrategia, en la propuesta de unos objetivos y de unos pasos concretos que vayan haciendo a nuestra Iglesia más evangelizadora por más caritativa. José Antonio Pagola en su Libro «Acción pastoral para una nueva evangelización» hace toda una serie de proposiciones en relación a sectores esenciales de nuestra vida de fe. Destacamos algunas de ellas por su referencia a la evangelización de los pobres y la caridad:

  • Análisis objetivo de la pobreza que no se quede en aportaciones superficiales o sentimentales, sino que profundice en esa realidad. Pero análisis que no se reduzca tampoco a un conocimiento científico, sino que se haga desde el contacto y la relación cercana.
  • Asegurar cauces operativos y servicios a través de los cuales se pueda promover, canalizar y expresar el compromiso caritativo de la comunidad cristiana.
  • Promoción y formación de colaboradores de la acción caritativa con sentido de la justicia social, espíritu solidario y conciencia de Iglesia.
  • Atención a toda la problemática del pobre, y no sólo a la dimensión económica, ya que con frecuencia nos limitamos a ésta por ser la más fácil de atender.
  • Formación de unos criterios para establecer prioridades: la gravedad de los problemas (parados, mundo rural empobrecido, pro­blemática juvenil, Tercera Edad…), la desatención social (drogadictos, ancianos más deteriorados, extranjeros, presos, minoría…), el testi­monio evangélico (las áreas de pobreza que revelan más crudamente la falta de solidaridad).
  • Establecimiento de unos criterios de actuación: respeto a la dignidad de la persona, atención personalizada, socialización del mar­ginado, promoción integral…

Podríamos añadir infinidad de guiones a esta lista. En realidad, sería suficiente con una sola cosa: amar. Porque amar significa pe­netrar en el ser mismo de Dios e insertarse en su dinámica de salvación de los pobres. No basta, por lo tanto, al evangelizar con la elaboración de planes, la renovación de criterios y el empeño en la acción trans­formadora de la sociedad. Eso lo hacen también otras muchas personas e instituciones y, a menudo, incluso con más eficacia que nosotros los cristianos. En nosotros, evangelizadores, es necesario amar; es necesario que todo nuestro obrar esté atravesado por la caridad. De ahí que, en último extremo, tendríamos que preguntar a lo que ha­cemos por su calidad espiritual y por la subjetividad de donde procede: ¿Actuamos por amor?, ¿es, de verdad, la caridad la raíz de nuestro ser, de nuestro pensar y de nuestro obrar? «nue si lo que hacemos y la subjetividad que lo sustenta están privados de caridad, dejan de ser un medio divino y de nada sirven para la realización del sueño de Dios (1 Cor, 13): el establecimiento de su Reino entre los hombres.

La caridad, ley única del Reino que la evangelización promueve

El establecimiento de ese Reino es el objetivo último de la evan­gelización. La Iglesia, como es sabido, no se anuncia a sí misma ni tiene como fin aumentar el número de sus adeptos. La Iglesia es, más bien, un instrumento al servicio del Reino, que proclama el aconte­cimiento salvífico de Jesucristo. En esa dinámica evangelizadora, la caridad es el motor; y en ese Reino al que apuntamos la caridad será la atmósfera que nos posea. Todo lo demás, como dice san Pablo, pasa (1 Cor 13). Pasará la profecía, desaparecerán las lenguas, cesará la ciencia, habrá perdido objeto la fe y no tendrá sentido la esperanza. Pero la caridad permanecerá para sustentarlo todo y llevarlo a su plenitud.

Así como en el origen de la evangelización está la realidad de Dios-amor y su compromiso de liberación de los pobres, en la meta de la evangelización volvemos a encontrarnos a ese Dios-amor aco­giendo en el seno de la Trinidad a toda la comunidad humana. Con Cristo como cabeza y alentados por el Espíritu, aspiramos a unos cielos nuevos y una tierra nueva donde, renovados por la gracia, contemplaremos a Dios cara a cara y llegaremos a ser, en verdad, hombres-amor.

Mientras tanto, y movidos por esa ilusión, buscamos instaurar aquí la civilización del amor que el Evangelio impulsa. Una civilización que sea en la Tierra reflejo de lo que esperamos; una civilización que anticipe en el mundo el Reino en el que creemos. Para ello, las comunidades cristianas habrían que ser una especie de zonas liberadas de la humanidad donde se verifiquen ya esos valores. Zonas liberadas en las que se vive de una forma nueva: libres respecto a las cosas, comprometidos con las personas, en continua sintonía con Dios, llenos de compasión para con los pobres, dándoles acogida y compartiendo su mismo destino, sujetos a la ley única de la caridad. De este modo, es el testimonio de la comunidad entera el que evangeliza y es la caridad el alma que nos une a Dios y a los hermanos.

Conclusión

Caridad y evangelización son dos urgencias clave en el momento actual. De ambas está necesitado nuestro mundo y ambas son com­promiso serio de nuestra Iglesia. Como sacramento universal de sal­vación, la Iglesia ha de ser entre los hombres expresión de un Dios-amor que ha optado por los pobres. Como depositaria de la misión a que el Hijo le envía, la Iglesia ha de ser impulsora de un Evangelio que libera a los pobres.

En cualquiera de los casos, los pobres están en el centro tanto de la caridad como de la evangelización. Es a ellos a quienes hemos de amar y es a ellos a quienes hemos de anunciar el Evangelio. Por eso es en ellos en quienes hemos de evaluar nuestro compromiso. ¿Son los pobres quienes determinan nuestros ministerios? ¿Son los pobres quienes conforman nuestra mentalidad y nuestros criterios? ¿Están adecuadas nuestras estructuras al servicio de los pobres? ¿Nos apremia de verdad el amor de Cristo y nos acercamos a los pobres desde ese amor? Allí donde estamos, ¿son evangelizados realmente los pobres?

No es sólo nuestro carisma el que está en juego. Es el propio destino de la Iglesia y, sobre todo, su fidelidad radical a la voluntad de Dios lo que aquí importa. No le van a faltar a nuestra comunidad en esta sociedad posmoderna continuas solicitudes para ponerse desde la caridad al servicio del sistema. Pero es preciso que sepamos darnos cuenta de que nuestra fidelidad es para Cristo y nuestro servicios para los pobres; y que nuestra caridad, por tanto, ha de ser lúcida, crítica, comprometida y transformadora de estructuras y de personas. Sólo desde ese testimonio comunitario y consciente de la caridad será po­sible una evangelización en profundidad que regenere las personas, ponga los cimientos del Reino y haga nuevas todas las cosas.

Se entenderá probablemente mejor todo esto con un ejemplo. Quizá incluso podría habernos ahorrado todo lo anterior. Me sucedió en la

última parroquia donde estuve. Había allí una persona que, no siendo creyente, venía con frecuencia a charlar un rato conmigo. La conver­sación giraba casi siempre en torno a los mismos temas: ¿Cómo se puede creer en un Dios que permite la injusticia y el mal?, ¿cómo puede alguien adherirse a una Iglesia que tiene montado semejante tinglado?, ¿cómo se le puede ocurrir a uno meterse cura y renunciar a mujer, hijos y libertad?

Tanto venía aquella persona por el complejo parroquial que acababa tropezándose con drogadictos, gitanos, ancianos, mujeres deprimidas y demás necesitados que por allí acudían. Aunque no decía nada, yo notaba que eso le sorprendía y le extrañaba. Hasta que por fin un día acabó confesando. «Estoy empezando, me dijo, a entender lo que hacéis los curas. Lo de menos son las Misas; lo de más, eso que llamáis caridad. Ahora empiezo a entender también a vuestro Dios».

No le respondí nada y preferí que siguiera avanzando desde la contemplación de lo que pasaba. Pero yo sí que pensé, y he seguido pensando muchas veces después, que ciertamente a Dios sólo se puede llegar desde el amor; y que evangelizar, por tanto, es cuestión de caridad.

  1. Dichos de luz y amor, 57. Obras de san Juan de la Cruz. Apostolado de la Prensa, Madrid 1948 (5.ª edición).
  2. P. Christophe, Para leer la historia de la pobreza, Ed. Verbo Divino, Estella 1989, pp. 81-82
  3. Testimonio recogido por González Carvajal en Iglesia Viva 156 (1991) 561.
  4. En orden a comprender el papel de la caridad en la historia de la iglesia es interesante el libro de Paul Christophe anteriormente citado, así como el artículo Formas históricas de’ la caridad de González Carvajal en Iglesia Viva 156 (1991).
  5. A. Dodin, San Vicente de Paúl y la caridad, Ed. CEME, Salamanca 1977, pp. 30-60.
  6. «Cuando vino a este mundo (Jesucristo) escogió como principal tarea la de asisitir y cuidar a los pobres… Y si se pregunta a nuestro Señor; —¿Qué es lo que has venido a hacer en la Tierra? —A asistir a los pobres. —¿A .algo más? —A asisitir a los pobres…» XI/3, 33-34.
  7. Carta de 7 de febrero de 1660, VIII, 227.
  8. Anécdota tomada del libro de González Carvajal, Con los pobres contra la pobreza, Ed. paulinas, Madrid 1991, p. 181.
  9. Monseñor Echarren, Caridad y Justicia, en Corintios XIII, 33 (1985) 53-54.
  10. J. M. Mardones, Los olvidos de la modernidad, en Iglesia Viva 156 (1991) 547­-560.
  11. Ibidem„ p. 550.
  12. De entre los varios autores que hablan de esos desafíos conviene destacar por su fácil acceso a José Mardones en el artículo antes citado y a Javier Martínez Cortés con La caridad, ¿un mensaje en peligro de ser tergiversado?» en Corintios XIII, 1 (1977) 13-41. Ambos autores han sido seguidos a la hora de redactar estos puntos.
  13. Rovira Belloso desarrolla más ampliamente estos dos últimos aspectos en el artículo La dimensión crítica y configuradora de la caridad, en Corintios XIII, 1 (1977) 42-62.
  14. A. Torres Queiruga, La nueva evangelización como desafío radical, en Iglesia Viva 164-165 (1993) 105-123.
  15. J. Bestard, Líneas paralelas de la nueva evangelización, en XIX Semana de Estudios Vicencianos, Ed. CEME, Salamanca 1993, p. 132.
  16. Un elenco de estas definiciones se puede encontrar en el libro de Antonio Ca­tlizares, La evangelización hoy, Ed. Marova, Madrid 1977, pp. 149-152.
  17. Congreso, Evangelización y hombre de hoy, Ponencia segunda, Ed. Edice, Ma­drid 1986, p. 117.
  18. Ibidem., p. 118.
  19. Congreso, Parroquia evangelizadora, Ponencia primera, Ed. Edice, Madrid 1989, p. 85.
  20. Ibidem., Ponencia segunda, p. 109.
  21. Dato tomado de Luis González Carvajal, Ideas y creencias del hombre actual, Ed. Sal Terrae, Santander 1991, col. presencia Social, 2. Son sugestivas para todo este apartado las páginas 152 a 190.
  22. Muchos son los documentos eclesiales que abundan en esa idea, Pacem in Terris, 157; Gaudium et Spes, 43 y 90; Documento del sínodo de los obispos de 1971, III, 4, etc.
  23. Cabe citar este respecto el libro de Fernando Sebastián, Nueva evangelización, fe, cultura y política, Ed. Encuentro, Madrid 1991; así como el artículo del mismo autor, Vivir en el hoy de nuestra Iglesia publicado por la revista «Communio». En otra línea estaría el artículo de García de Andoín, La inculturación de la fe y el proyecto evangelizador de F. Sebastián, en Iglesia Viva 164-165 (1993) 211-227; así como el de A. Duato, Retos a la Iglesia española a los veinte años del concilio, también en Iglesia Viva. Una síntesis de lo que es este debate se puede leer en L. González Carvajal; Cristianos de presencia y cristianos de mediación, Sal Terrae, col. Aquí y ahora, Santander 1989, y José I. Calleja, Una Iglesia evangelizadora, Sal Terrae, Col. Pastoral 45, Santander 1990, pp. 77-99. Nos servimos de estos dos últimos autores para exponer ambas tendencias.
  24. L. González Carvajal, Cristianos de presencia y cristianos de mediación, p. 17.
  25. J. Martín Velasco, Increencia y evangelización, Ed. Sal Terrae, Col. Presencia Teológica 45, Santander 1988, p. 141.
  26. J. Sobrino, Resurrección de la verdadera Iglesia. La evangelización como misión de la Iglesia, Sal Terrae, Col. Presencia Teológica 8, Santander 1981, p. 270.
  27. J. A. Pagola, Acción pastoral para una nueva evangelización, Sal Terrae, Col. Pastoral 46, Santander 1991, p. 69.
  28. Torres Queiruga, La nueva evangelización como desafío radical, en Iglesia Viva 164-165 (1993).
  29. A. Trobajo, Iglesia y nueva evangelización, en XIX Semana de Estudios Vi­cencianos, Ed. CEME, Salamanca 1993, p. 127.
  30. J. M. Mardones, Capitalismo y Religión, Sal Terrae, Col. Presencia Social 1, Santander 1991, pp. 285-286.
  31. J. A. García, Sólo el amor es digno de fe, en Iglesia Viva 156 (1991) pp. 587­596. Artículo muy interesante para una espiritualidad de la caridad cristiana.
  32. Rovira Belloso, La dimensión crítica y configuradora de la caridad, en Corintios XIII, 1 (1977) 42-62.
  33. XI/3, 382.
  34. J. Martín Velasco, La Iglesia ante el año 2000, en AA.VV., La Iglesia en la sociedad española, E. Verbo Divino, Estella 1990.
  35. Testimonio recogido del libro de Alberto Moncada, La cultura de la solidaridad, Ed. Verbo Divino, Estella 1989, pp. 103-118.
  36. Conferencia Episcopal Española, Testigos del Dios vivo, 58.
  37. J. M. Ibáñez Burgos, La opción por los pobres, exigencia y criterio verificador de la nueva evangelización, en XIX Semana de Estudios Vicencianos, Ed. CEME, Sala­manca 1993, pp. 161-197.
  38. R. Cabré, La Iglesia de los pobres, Comunicación sexta del Congreso de Evan­gelización y hombre de hoy.
  39. J. Losada, Caridad y evangelización en la iglesia, en Corintios-XIIT; 33 (1985) 67-90.
  40. Conferencias de Felipe Fernández y Joan Bestard en la XIX Semana de Estudios Vicencianos.
  41. Reflexión de los obispos de las diócesis aragonesas, en Corintios XIII, 65 (1993) 267-316.
  42. Abelly, Hojas manuscritas de la traducción preparada por el P. Martín Abaitua, de próxima publicación.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *