Historia de la CM en España

Mitxel OlabuénagaCongregación de la Misión, En tiempos de Vicente de Paúl, Historia de la Congregación de la MisiónLeave a Comment

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Capítulo primero: Proyectos de fundación en tiempo de San Vicente.

Apenas habrá rincón en la tierra donde el glorioso após­tol de la caridad, San Vicente de Paúl, no sea conocido y alabado; pues las obras de misericordia, tanto espirituales como corporales, que llevó a cabo y las instituciones que dejó establecidas para que continuasen estas obras, predican por doquiera su gran caridad y hacen que su memoria sea bendecida y alabado su nombre en todas partes. Una de di­chas instituciones es la Congregación religiosa de hombres apostólicos, llamada desde el principio Congregación de la Misión, el cual nombre confirmó el Papa Urbano VIII en la Bula de aprobación de esta Compañía, cuyo fin principal, después de atender á la santificación de sus hijos, es procu­rar la salvación de los pobres habitantes de los pueblos y aldeas por medio de las misiones, y la instrucción y perfec­ción de los eclesiásticos por medio de los ejercicios espiri­tuales y otros ministerios.

Esta Congregación ya en vida del Fundador daba opi­rnos y abundantes frutos, y al acaecer la muerte del Santo se hallaban sus hijos en diversas provincias de Europa, en Berbería y Madagascar, trabajando y desempeñando los mi­nisterios de su Instituto. Por lo que hace a España, si bien en diversas ocasiones se trató o hubo pensamiento de esta­blecer alguna casa de dicha Compañía, es cierto que los Misioneros no vinieron a nuestra patria mientras vivió San Vi­cente, por más que él se hubiera alegrado mucho de ello si tal hubiese sido la voluntad del Señor. En efecto, parecía a nuestro Santo de mucha importancia para la gloria de Dios y salvación de las almas el establecimiento de una casa en este reino y para esto mandó aprender la lengua de Cas­tilla al Sr. Martín, y meditaba escoger excelentes Misio­neros, si se hubiera llevado á cabo la fundación, para en­viarlos a la patria de San Fernando. Era España hacía mu­chos años el portaestandarte de la fe; sus ejércitos recorrían diversas provincias para defender la doctrina católica y la política cristiana contra el protestantismo y la influencia de éste en el gobierno de las naciones; sus hijos derramaban generosamente la sangre luchando contra los secuaces de Lutero, de Calvino y de Enrique VIII de Inglaterra, y sus doctores admiraban al mundo con su mucho saber. Según los datos hasta ahora descubiertos, en tres ocasiones se trató ó hubo alguna probabilidad de que los Misioneros vinieran a establecerse en España: la primera vez en Cataluña, la segunda en Toledo y la tercera en Plasencia.

I

La primera vez que se trató de esto fue durante aquellos años en que Cataluña, por desavenencias con nuestro rey Felipe IV, rebelada contra su legítimo señor, negada la obediencia que le debía y proclamado conde de Barcelona Luis XIII, rey de Francia, se hallaba bajo la dominación de los franceses Así consta de dos cartas escritas por el mis­mo San Vicente al Sr. Codoing, Superior de nuestra casa de Roma. La primera de estas cartas tiene la fecha de 14 de Abril de 1644, y en ella dice el Santo: «Todavía no he re­cibido las tres mil liras que la Reina nos ha prometido para Cataluña, y no sé si nos las entregarán. Por esto ruego á Ud. que no envíe á Barcelona los Misioneros que han de ir allá hasta que hubiéremos recibido dicha cantidad». La segun­da lleva la fecha de 16 de Mayo del mismo año 1644, y en ella San Vicente se expresa en los siguientes términos: «Ya ve­remos lo que hay acerca del asunto de Cataluña, y Ud. lo po­drá tratar con el Sr. Horgni. No hemos recibido aún los mil escudos, ni tenemos esperanza de recibirlos». Esta fundación, de igual manera que las dos siguientes, no se llevó a efecto, e ignoramos que haya más documentos refe­rentes a ella.

II

Hacia el año de 1653 se debió pensar en introducir nues­tro Instituto en España, pero no en Cataluña, como la pri­mera vez, sino en Toledo, según parece inferirse de los do­cumentos que aquí dejaremos apuntados. El primero de todos en el orden cronológico es una carta latina que el mismo

San Vicente escribió al doctor Loeus la cual, traducida á la lengua de los Cervantes y Granadas, dice así:

«La paz de Dios, que es sobre todo sentido, llene nuestros corazones y nuestras inteligencias.

La carta que vuestra señoría ha escrito al Sr. Brin la considero, muy reverendo señor, como una prueba de su buena voluntad hacia nosotros, sobre todo después que por el P. Artagast, jesuita, he sabido que vuestra señoría le ha hecho escribir varias veces para suplicarnos que tuviésemos á bien mandar a vuestra señoría un resumen de la natura­leza de nuestro Instituto, con el fin de que lo vea una perso­na muy excelente, cuyo nombre me ha manifestado.

Doy muchas gracias á vuestra señoría y le quedo obli­gado en gran manera, tanto por la naturaleza y condición del lugar de donde se digna poner los ojos en nuestra humil­de Compañía, como por los excelentes fines que se propone. Ya he entregado el resumen de nuestro Instituto al reveren­do P. Artagast, quien me ha prometido hacerlo llegar á ma­nos de vuestra señoría ; y ahora con el mayor respeto y re­verencia entrego a vuestra señoría mi corazón para que le ofrezca á Dios Optimo Máximo e implore para mí su gran misericordia. Yo, mientras viva, tendré presente a vuestra señoría en mis oraciones, y pediré al Señor que se digne ben­decir y dar buen éxito á todas las ocupaciones y empresas de vuestra señoría.

El Sr. Brin al presente no está en París, y se halla en Gascuña, 150 leguas distante de aquí, al frente de una de nuestras casas en un pueblo de la diócesis de Agen, llamado Nuestra Señora de la Rosa. Por manera que se halla más cerca de ahí que de aquí, y tiene andado ya más de la mi­tad del camino. Ya le haré saber cómo su encargo está cum­plido.

Mucho deseamos que se ofrezca ocasión de prestar á vuestra señoría algún servicio señalado, para corresp9nder en algún modo a la buena voluntad que vuestra señoría nos tiene. Esto, reverendísimo señor, desea muy de veras el hu­milde y obediente servidor de vuestra señoría,

VICENTE DE PAÚL,

I. S. G. C. M. „

Por los años de 1657 debía de ir madurando el proyecto de la fundación en Toledo, según lo da a entender una carta del mismo San Vicente, escrita con fecha 6 de Julio de 1657, al Sr. Jolly, Superior de nuestra casa de Roma. Contestando, pues, el Santo al Sr. Jolly, entre otras cosas dice lo que sigue: «En la suya de 5 de Junio me habla Ud. de nuestro estable­cimiento en España, y advierte que ese buen sacerdote, que ha sido jesuita, se ofrece a ir con el que enviáremos allá ; pero hasta ahora no he designado el que ha de ir, ni veo que haya alguno que pueda encargarse dignamente de tal asunto, excepto el Sr. Martín, y éste hace falta en Turín, donde aho­ra se halla. Había pensado en el Sr. Brin, pero éste deja algo que desear: ya lo pensaré mejor mientras espero la orden del Emmo. Cardenal de Toledo. Al fin tampoco ahora se llevó a cabo esta fundación, tal vez por causa de la guerra que entonces había entre Francia y España, como lo significa San Vicente en otra carta del 27 de Septiembre de 1658, escrita también al Sr. Jolly. «Yo creo, — dice el Santo, — que no hay que esperar nada del ofrecimiento de Toledo mientras no se haga la paz entre las dos Coronas; y esto da a entender, según mi juicio., el Sr. Loeus, sin decirlo clara­mente, con sus respuestas vagas y generales».

Sin duda instaban al Santo para que enviase algún Mi­sionero a España a tratar de la fundación de Toledo, lo cual dio ocasión al Santo a que con fecha 22 de Noviembre de 1658 escribiese al Sr. Jolly de esta manera: «En respuesta a lo que Ud. me dice del asunto de Toledo, adonde yo no veo que seamos llamados, digo que no debemos prevenir á la Providencia. Es verdad que varias veces el Sr. Loeus nos ha hablado de parte del Emmo. Cardenal-Arzobispo de To­ledo, a quien toca llamarnos de parte de Dios; pero hasta ahora no nos ha llamado, y así no debemos adelantarnos ni hacer otra cosa que manifestar al Sr. Loeus la disposición en que nos hallamos de responder al llamamiento de Dios cuando se vea claramente. Esta era mi intención, y esto es lo único que quise decir cuando os supliqué que hablaseis á dicho señor. Si el Emmo. Sr. Cardenal pide que le envie­mos algunos sacerdotes, vayan en hora buena; y aunque el Sr. Loeus no tenga para los gastos del viaje, no importa, nos­otros los haremos de muy buen grado, y aun daremos algo más; pero ofrecernos a ir nosotros sin ser llamados, no lo puedo consentir. Diga Ud. al Sr. Loeus que tal es nuestro modo de ser, y que esto tenemos por máxima.

Según se deja entender de lo que hasta aquí queda di­cho, y más aún de otra carta de San Vicente al Sr. Iolly, escrita á 27 de Diciembre de este año de 1658, el Sr. Loeus debía de interesarse mucho porque los Misioneros pasasen á Toledo. Las palabras del Santo en la mencionada carta son éstas: «Acabo de recibir su carta del 26 de Noviembre, y la del Sr. Loeus con la copia de la que éste escribe al eminen­tísimo Cardenal-Arzobispo de Toledo, la cual me parece que está muy bien escrita, porque tanto en la substancia como en la forma manifiesta su autor mucha sabiduría y discreción. Dios sea bendito por la buena voluntad que este doctor nos tiene, de lo cual ha dado pruebas en la presente ocasión. Pienso escribirle cuanto antes para manifestarle mi agrade­cimiento; pero si no lo hiciere hoy, pues temo que no podrá ser, dele Ud. muchas gracias de mi parte y hágale presente mi sincero agradecimiento.

III

Por los años 166o había alguna esperanza de que los Mi­sioneros vinieran á establecerse en Plasencia Disputábase por entonces entre los teólogos si la Virgen santísima había sido concebida sin la mancha de pecado original, sostenien­do la mayor parte de ellos, á lo menos en España, la opinión afirmativa, y alegando en confirmación de su doctrina, entre otras muchas razones, el que la Iglesia celebraba la fiesta de la concepción inmaculada de María. Pero los adversarios que defendían la parte negativa, para eludir la fuerza de este argumento decían que si bien era cierto que la Iglesia cele­braba la fiesta de la inmaculada concepción de la Virgen, de ahí no se seguía lo que afirmaban los defensores de esta prerrogativa de la Madre de Dios, porque, según ellos, el culto que la Iglesia daba á la Virgen en esta festividad no se refe­ría al instante de la concepción de María, sino al instante en que fué santificada en las entrañas de su madre Santa Ana, distinguiendo entre el instante de la concepción y el de la santificación.

Deseando, pues, nuestro rey Felipe IV que el Papa de­clarase por decreto pontificio que el culto de la Iglesia dado á la Virgen santísima en la fiesta de la concepción inmacu­lada se refería al primer instante en que María fué conce­bida, en el año 1658 envió á Roma como embajador extra­ordinario, para solicitar del Papa Alejandro VII el decreto deseado, al Ilmo. D. Luis Crespo de Borja, á quien acaba­ban de trasladar del obispado de Orihuela al de Plasencia. Era el Ilmo. Sr. Crespo de Borja de virtud señalada y emi­nente, de mucho saber y consumada prudencia; y tan bien y tan á satisfacción de su Rey desempeñó la comisión que éste le había dado, que Su Santidad expidió un decreto de­clarando que el culto dado por la Iglesia á la Virgen María se refiere al primer instante de su concepción

Cuatro años estuvo en Roma, en calidad de embajador del rey de España, el Ilmo. Sr. Crespo de Borja, y en este tiempo conoció á los hijos de San Vicente de Paúl, quedan­do tan prendado de los ministerios del Instituto de la Con­gregación de la Misión, que parece tuvo deseos y concibió el propósito de traerlos consigo cuando regresase á España. La ocasión de conocerlos fué ésta:

Había en Roma un caballero español de la diócesis de Plasencia y, de consiguiente, súbdito de nuestro venerable Prelado, que deseando recibir los sagrados Órdenes asistió á los ejercicios espirituales que los Misioneros daban á los ordenandos en nuestra casa de Monte Citorio; y salió de los ejercicios tan instruído acerca de la dignidad del sacerdocio y de las obligaciones que á él van anejas, y tan satisfecho de los Misioneros, que acabados los ejercicios habló á su Obis­po y se hacía lenguas para elogiarlos. El Obispo, que tenía mucho celo por la gloria de Dios y salvación de las almas, y deseaba fundar un Seminario para que en él aprendiesen los jóvenes que aspirasen al estado eclesiástico la ciencia y la virtud y se revistiesen del espíritu eclesiástico, pasó aviso á los Misioneros manifestando que deseaba hablarles. Sabi­do esto por los Misioneros, el Sr. Jolly, que, según arriba queda dicho, era Superior de aquella casa, fué a la residen­cia de su Ilustrísima y le informó de lo que era la Congre­gación de la Misión y cuáles eran sus ministerios. Al Obis­po agradó mucho cuanto le dijo de nuestros ministerios, sobre todo el de trabajar para formar buenos eclesiásticos; dijo que en la ordenación siguiente iría á casa de los Misio­neros; preguntó si cuando él volviese á España podrían ir con él algunos, y pidió una instrucción de lo que se hacía en los ejercicios para Ordenes, porque quería enviarla á su diócesis para que luego se pusiese en práctica. Así consta de una carta que el mismo Sr. Jolly escribió á San Vicente, la cual trae Abelly en la Vida que escribió de nuestro Santo.

Escribió, pues, el Sr. Jolly á San Vicente dándole cuenta de todo, y debió de manifestar deseos de que los Misione­ros viniesen á España, y acaso manifestó también intención de procurarlo, á juzgar por el tenor de la carta que en res­puesta escribió el Santo al Sr. Jolly. La carta de éste á San Vicente, según se encuentra en Abelly entre otras cosas, dice así: Al salir de los ejercicios el caballero español, re­firió á su Obispo todo lo que había observado, y su Ilustrí­sima manifestó deseos de hablarnos, de lo cual hizo que nos dieran aviso. Esta misma mañana he estado con él, y he ha­llado un Prelado muy celoso, que ha dado muchas misio­nes en su diócesis casi de la misma manera que las hace nuestra Congregación, con sola la diferencia de que él las hace un poco más cortas.

Pero lo que más le llama la atención y más le encanta, es esta nueva invención de trabajar en la formación de bue­nos eclesiásticos. Ha dicho que vendrá á nuestra casa duran­te los ejercicios de la próxima ordenación ; me ha pregun­tado si cuando regrese á España podrán ir algunos de los nuestros con él, y me ha pedido una instrucción de cuanto se hace en los ejercicios, para enviarla á su diócesis con el fin de que luego se ponga en práctica.

Aunque Abelly en las palabras referidas no lo diga, re­pito que el Sr. Jolly debió de manifestar deseos de que los Misioneros viniesen á España, y acaso propósito é intención de procurarlo; pues San Vicente, cuya máxima era no ade­lantarse á la Providencia, ni establecerse sino en los lugares adonde fuesen expresamente llamados, contestó lo que sigue: «En cuanto á lo que Ud. me dice de ese buen Prelado, em­bajador del rey de España, advierto que debemos bendecir á Dios por los sentimientos que le comunica respecto de la ocupación y empleo de los ordenandos, y por el celo que tiene para las misiones; pero en nombre de Dios le suplico que no haga Ud. nada para que nos busquen. Por mucho que ma­nifieste que desea tener en su diócesis á nuestros sacerdotes, no se lo prometa Ud.; pero tampoco debe hacer nada para hacerle perder el afecto que nos tiene, sino lo que ha de ha­cer es oir con respeto y agradecimiento lo que dijere, sin que usted se comprometa á nada. Respecto de la instrucción que ha pedido, dilate el entregársela cuanto pudiere; porque si al fin se resuelve á llevar Misioneros, tendremos mucha difi­cultad para dárselos tales cuales conviene para aquel reino’; y además debemos guardarnos de introducirnos por nos­otros mismos en los lugares y empleos donde no nos ha­llamos aún.

Esto es lo único que hasta ahora hemos podido averi­guar acerca de los intentos de establecer en España la Con­gregación de la Misión durante la vida de su glorioso fun­dador, San Vicente de Paúl.

Capítulo segundo: Fundación de la casa de Barcelona.

Contiene este capítulo todo lo que sucedió desde que el Sr. Sanjusto pensé establecer una comunidad que se dedicase á los ejercicios de ordenandos y á las misiones, hasta que alcanzó licencia del Rey para dicha fundación.

Leemos en la Vida de San Vicente que hallándose retirada la esposa del general Gondí en sus posesiones de Picardía, en una casa de campo llamada Folleville, y encontrándose allí también el Santo, fué llamado cierto día para confesar a un enfermo de un pueblo inmediato. Voló San Vicente á la ca­becera del enfermo; y advirtiendo que aquel pobre hombre había callado en sus confesiones pasadas varios pecados por vergüenza, le manifestó que era necesario hacer confesión general para reparar los defectos de las anteriores. Movido el enfermo con las exhortaciones del Santo, confesó todos sus pecados, concibiendo tan gran dolor de ellos que después de la confesión manifestó públicamente el estado miserable en que se hallaba, y decía: «Si no hubiese hecho esta con­fesión general, me hubiera condenado sin remedio».

Llegó esto a oídos de la virtuosa señora del General, se estremeció y se llenó de espanto, y lamentándose decía a nuestro Santo: «¡Oh, Señor, qué es lo que oímos! Tal vez sucede lo mismo a la mayor parte de estos pobres labra­dores; porque si éste, que era tenido por hombre honrado, se hallaba en tan gran peligro de condenarse, cuál será el estado de los que no viven tan ajustadamente?». Y no contentándose tan piadosa señora con estériles lamentaciones, quiso que se hiciera algo en favor de aquellos pueblos para socorrerlos en sus necesidades espirituales, y así suplicó a San Vicente que predicara el día de la conversión de San Pablo en la iglesia de Folleville , exhortando a los oyentes a que hiciesen confesión general.

Predicó, en efecto, sobre la confesión general, declarando las utilidades y provechos que de ella se sacan y manifestando el modo de hacerla; y de tal manera bendijo Dios aquella plática, que todos acudían presurosos á hacer confesión ge­neral. Dispúsolos por espacio de algunos días con instruc­ciones familiares para recibir dignamente los santos Sacra­mentos, y fueron tantos los que acudían al tribunal de la penitencia que fue necesario suplicar a los Padres jesuitas de Amiens que fueran a ayudarle. Después, en compañía de un Padre jesuita, recorrió otras posesiones de la misma señora, predicando y exhortando a hacer confesión general, y recogiendo en todas partes, por la abundancia de bendicio­nes que el cielo derramaba sobre sus afanes y sudores, igua­les frutos que los recogidos en Folleville.

Estas misiones y trabajos apostólicos de nuestro glorioso Padre fueron como el comienzo de la Congregación de la Misión, y dieron ocasión a que algunos años más tarde se estableciese en la Iglesia de Dios esta Compañía. Causas se­mejantes y análogos sucesos fueron también causa de que en los primeros años de la pasada centuria, después de las tentativas que en el anterior capítulo dejamos referidas, definitivamente se estableciera en España tan saludable Ins­tituto.

I

Ya dejamos escrito en el capítulo precedente cómo vi­viendo aún el Santo fundador de la Congregación de la Mi­sión, en diversas ocasiones se trató de que sus hijos vinieran a establecerse en España, y cómo aquellas tentativas y pro­yectos no se llevaron a cabo, sin duda porque no había lle­gado aún el tiempo señalado en los eternos consejos de la Providencia. Mas cuando llegó el día en que, según los designios del Señor, se había de establecer en esta tierra clásica de fe y catolicismo la Compañía de los Misioneros, a pesar de las muchas dificultades que se ofrecieron y de los mu­chos obstáculos que fue preciso vencer, al fin todo se allanó y los hijos de San Vicente de Paúl vinieron a la península ibérica para ejercer en ella los ministerios de su vocación, como lo hacían ya en otros muchos reinos y provincias.

Habiendo publicado el Nuncio de Su Santidad en estos reinos, allá por los años de 1680, un Breve del Papa Inocen­cio XI en el cual se mandaba á los señores Obispos de Es­paña que en lo sucesivo no confiriesen órdenes sagrados sino a los que antes hubieren hecho ejercicios espirituales en al­guna casa de Religión o Congregación , según ya se practi­caba en Roma y en otras muchas partes, el muy ilustre se­ñor D. Francisco Sanjusto y de Pagés, Arcediano de la santa Iglesia Catedral de Barcelona, conociendo los grandes frutos que de esto se habían de seguir si los ejercicios se practicasen debidamente y según los deseos de Su Santidad, resolvió hacer cuanto fuese de su parte para que tan santa y laudable disposición pontificia produjese los frutos que de ella se podían esperar. Parecíale que sería de suma utilidad para el expresado fin el que hubiese algún Instituto que tuviera por ocupación propia dar estos santos ejercicios a los que habían de recibir los sagrados órdenes, y pensaba cómo se hallaría traza y manera de conseguirlo. Renunció, pues, varias pre­bendas, reservándose únicamente un priorato que tenía ane­ja cura de almas, para trabajar en él y dedicarse a las obras del celo sacerdotal. En estas ocupaciones conoció lo mucho que con ellas se podía servir á Dios y la grande necesidad en que estaban los habitantes de las aldeas y lugares pequeños de que hubiese ministros del Señor dedicados a evangelizar­los, para que se instruyesen bien en las verdades de nuestra santa Religión y aprendiesen á vivir cristianamente y hacer confesión general, pues creía que a muchos ésta les era de absoluta necesidad para salvarse; todo lo cual apenas se pue­de conseguir, según él entendía, sino por medio de las mi­siones. Confirmóle en esta su creencia un suceso muy extra­ño que le ocurrió por aquel tiempo.

Cierto día estaba el Sr. Sanjusto celebrando la santa Misa, y al comenzar el último Evangelio entró en la iglesia un niño de tres ó cuatro años de edad diciendo á voces: «¡Ay, ay! ¡que se muere, que se muere!; y como el niño era tan pequeño y apenas sabía hablar, a todos causó grande admiración. Acabada la Misa, nuestro venerable Arcediano, acompañado de todos los fieles que estaban en la iglesia, fue a ver qué no­vedad era aquélla, y hallaron a un hombre durmiendo tran­quilamente, si bien sospecharon que aquel sueño podía pro­venir de alguna bebida. Cuando este hombre despertó y se vió rodeado de aquella muchedumbre, preguntó por qué causa habían ido allí, puesto que él se encontraba bueno y sano. El Sr. Sanjusto hizo que se retirase la multitud, y esto hecho, manifestó al hombre lo que aquel niño había dicho entrandoen la iglesia, lo cual debía mirar como un aviso del cielo y aprovecharse de él para remedio de su alma, y así que dijese con quién quería confesarse. Respondió que deseaba confesarse con él, pero que antes tenía que prepararse despacio, porque nunca se había confesado bien por haber callado pecados en la confesión desde su juventud, a pesar de que en varias ocasiones había estado gravemente enfermo, y una vez con los santos Oleos. De manera, decía aquel po­bre hombre, que por no haber hallado quien tuviera bastan­te caridad con él y le oyese despacio, hubiera muerto en su pecado si el Señor no hubiera usado con él de tan gran mi­sericordia. Pero como a nuestro venerable sacerdote le daba en el corazón que urgía el confesarse luego, le instó á que se confesara inmediatamente. Rindióse a estas instancias, con­fesóse a satisfacción suya y del confesor, y deseaba con an­sia recibir luego la sagrada comunión, pues nunca había te­nido la dicha de recibirla en estado de gracia; mas no pudo satisfacer por entonces sus piadosos deseos, porque al instan­te fue acometido de recia calentura. Pasados cuatro días pareció al Sr. Sanjusto que la enfermedad era grave y que ha­bía peligro de muerte, por lo cual administró el sagrado Viá­tico al enfermo, quien recibió á nuestro Señor con mucha devoción y ternura y abundantes lágrimas, a inmediatamen­te perdió el uso de los sentidos y murió.

Este suceso, dice nuestro Arcediano, juntamente con las muchas personas que, movidas de los sermones que le oían y de la explicación del catecismo que les hacía, todos los días acudían a él sin saber lo que es la confesión, le inspiró de­seos de juntar algunos sacerdotes cuya única ocupación fuese dar ejercicios espirituales, especialmente a los ordenandos, según lo dispuesto por el Papa en el Breve arriba men­cionado, y hacer misiones predicando, enseñando la doctri­na cristiana y confesando en las aldeas y pueblos pequeños. Con este objeto adquirió una casa en Barcelona donde pu­diesen vivir juntos y dar ejercicios, no solamente a los orde­nandos, sino también a todos cuantos quisieran hacerlos; de manera que siempre hubiese en ella algunos sacerdotes que desempeñasen este santo ministerio mientras los demás daban misiones en los pueblos en la forma que ya hemos in­sinuado.

II

Unos dieciocho años habían transcurrido desde que el Sr. Sanjusto concibió la idea de congregar algunos sacerdo­tes con el fin de trabajar en las ocupaciones arriba dichas, de tanto provecho para la gloria de Dios y salvación de las almas, sin que en tan largo tiempo se hallase un solo sacer­dote que secundara sus propósitos y quisiera ayudarle en los ministerios que él tanto acariciaba; por lo cual vióse preci­sado á trabajar solo, haciendo lo que su celo le dictaba y sus fuerzas le permitían. Sin duda disponíalo así la divina Pro­videncia, porque tales ministerios quería que los desempeña­sen los hijos de San Vicente en nuestra patria, al modo que ya los desempeñaban en otras muchas naciones.

En efecto, íbase acercando ya el tiempo señalado por Dios para que los Misioneros viniesen á nuestra querida pa­tria, y para que esto se llevase a cabo ordenó su divina Ma­jestad que el Sr. Sanjusto fuese en peregrinación a Roma con el fin de ganar el jubileo del año santo que ocurrió en 1700; que allí conociese á los hijos de San Vicente de Paúl, y que se informase de cómo ya existía en la Iglesia de Dios el Instituto que él deseaba fundar. Fue causa de que el se­ñor Sanjusto se ausentara de Barcelona, según él mismo cuenta, y que pensara en la peregrinación susodicha, un su­ceso desgraciado para España.

Hacía ya ciento cincuenta años, poco más ó menos, que España venía sosteniendo una lucha sin tregua para defen­derse de los hijos del Alcorán y de casi todas las potencias de Europa, pues su inmenso poderío y el ser nación íntegra­mente católica y portaestandarte de la fe dieron ocasión a que todos se conjurasen contra ella y a que todos a una, turcos, herejes y católicos, se aliasen para humillarla y abatir su grandeza. Muchas proezas y grandes hazañas que llenan de admiración y asombro hicieron sus hijos durante este período, y por muchos años sostuvieron con gloria el com­bate, infundiendo temor y espanto á sus enemigos; pero al fin, tantos y tan poderosos enemigos, tan grandes dispendios como tuvo que hacer, tantos hijos suyos como perecieron en los campos de batalla, tantas desgracias y calamidades como sobre ella llovieron, fueron causa de que en el tiempo a que nos referimos hubiese llegado á grande postración y decaimiento. Por aquellos años ardía en guerra toda Euro­pa, y España, que también se hallaba envuelta en ella y no estaba en condiciones de luchar con ventaja, tampoco salió bien librada en esta ocasión , pues los franceses penetraron en Cataluña al mando de Noailles y Vendome, y después de haber tomado varias poblaciones llegaron a Barcelona ; la cual, habiendo resistido varios asaltos, fue entregada á los franceses por la capitulación que con ellos firmó el capitán general y virrey Corzana a los 10 de Agosto de 1897.

Los trastornos y disturbios que de aquí se siguieron y el no poder vivir allí con la perfección de vida que se requiere en los eclesiásticos— nos dice el Sr. Sanjusto — le obligaron á ausentarse de Barcelona, pues á su director le pareció que sería muy conveniente para la quietud de su espíritu que se’ ausentase por algún tiempo de aquellos países; y como ya se acercaba el año santo, se juzgó que lo más acertado sería ir en peregrinación á Roma para ganar el jubileo. Emprendió, pues, su viaje con asombro de cuantos le conocían y de sí mismo; pues aunque conocía que la peregrinación se hacía según la voluntad de Dios, iba perplejo y sin entenderse ni darse cuenta a sí mismo; mas en llegando a Roma luego en­tendió la causa de aquella peregrinación y comprendió el fin a que por Dios iba encaminada.

De lo que el Sr. Sanjusto escribe podemos colegir que todos los sacerdotes extranjeros que iban a Roma, para que pudiesen celebrar el santo Sacrificio tenían que presentarse á los Misioneros de Monte Citorio y allí ser examinados en las ceremonias de la Misa. Fue también allá nuestro venera­ble sacerdote, y con esta ocasión conoció a los hijos de San Vicente; y habiéndose informado de sus ocupaciones, cono­ció que éstos desempeñaban todos los ministerios que eran el objeto de sus pensamientos, y que la Congregación de la Misión era el Instituto que él deseaba ver establecido en la Iglesia. Causóle esto grande regocijo, y si bien nada mani­festó a los Misioneros de los propósitos que tenía, se volvió a su patria rebosando el corazón de alegría, persuadiéndose que el negocio estaba ya concluido; puesto que la mayor dificultad que había tenido hasta entonces para llevar a cabo sus intentos era la falta de hombres que le ayudaran y qui­sieran abrazar el género de vida que él deseaba establecer, la cual dificultad le pareció que estaba vencida y que los de Roma vendrían luego que los llamase.

Con estas esperanzas volvió á España, y luego que arribó a Barcelona comenzó a trabajar para poner en ejecución la obra que a él tan fácil le parecía; pero no le sucedieron las cosas según se había imaginado, porque cuanto más lo in­tentaba, tanto mayores eran las dificultades que se le ofre­cían; y tanto crecieron éstas, que resolvió dejar la empresa, pareciéndole imposible salir con ella y que sólo servía para traerle turbado, sin dejarle hacer cosa de provecho ni para sí ni para los demás. Con el fin de que no pudiera en adelante intentar de nuevo la empresa resolvió gastar todo cuanto para ella tenía apercibido, quedándose únicamente con lo necesario para sí, y viviendo en paz y sosiego disponerse para una buena muerte. Mas como Dios quería servirse de él para que viniesen á España los Misioneros, dispuso que lue­go volviese á pensar en la obra , poco antes abandonada con resolución y propósito de no tratar más de ella pareciéndo­le imposible llevarla a cabo.

Tranquilo y olvidado enteramente de la fundación vivía nuestro Arcediano cuando fue a visitarte un amigo, el cual, haciendo recaer la conversación sobre este asunto, le manifestó que él sabía de una persona queen su testamento de­jaba todo cuanto tenía para que en Barcelona se fundase una Congregación que tuviese por fin trabajar en los ministerios que a nuestro Arcediano tanto halagaban. El Sr. Sanjusto cre­yó que su amigo hablaba así por chancearse; pero habiéndole asegurado éste que hablaba de veras, se persuadió que aquél era aviso del cielo y que Dios quería que no abandonase la obra de la fundación. Preguntó a su, amigo quién era aquella persona, para tratar con ella el asunto, pues hacía veinte años que él andaba tras esto mismo y había teni­do que abandonar la empresa por falta de medios para lle­varla a cabo, y quizá podrían los dos juntos lo que para él sólo había sido imposible. Respondió el amigo que no po­día manifestar el nombre de la persona, porque él sólo sabía la disposición testamentaria por haberle sido entregado el testamento. Suplicó el Sr. Sanjusto a su amigo que al me­nos hablara de su parte a la susodicha persona, y le dijera que si estaba resuelto en lo de la fundación podrían juntar- se los dos para tratar del asunto. Así lo ejecutó, y sin ha­cerse esperar mucho se presentó el canónigo D. Jerónimo Enveja diciendo que él era la persona de quien le habían asegurado que dejaba en testamento todos sus bienes para el fin que arriba queda expresado. Abrazáronse llenos de re­gocijo alabando a Dios y reconociendo en lo que sucedía la disposición de la divina Providencia, y resolvieron poner luego manos a la obra. Nuestro venerable Arcediano, acor­dándose de aquellas palabras del Evangelio: Qui vult aedifi­care prius cogitat si habeat ad perficiendun, las cuales quieren decir que quien desea edificar primero considera si tendrá caudal con que llevar a cabo la obra, habló a algunas personas piadosas con el fin de que cooperasen a la empre­sa. Entre varias personas ofrecieron ayudarle con 4.000 do­blones, y esta cantidad, junto con las rentas de D. Jerónimo Enveja y las de otras personas que ofrecían destinarlas á este objeto, vendrían a producir como unos doscientos doblones de renta anual; y pareciéndole que la dicha renta de 200 do­blones era suficiente para lo que se pretendía, encomendó á Dios muy de veras el negocio, suplicando a su divina Majestad le diese á conocer los medios más oportunos para llevar á buen término la obra de sus aspiraciones y desvelos. Para esto juzgó que lo más acertado sería escribir al Emmo. Cardenal Portocarrero, primado de las Españas, cuya influencia en la corte era mucha; y de quien había oído decir en Roma que es­timaba mucho a los Misioneros, y que estando S. Emma. en la capital del orbe católico había intentado traerlos a España.

Dirigióse, pues, al Rdo. P. Fray Raimundo Berart, maestro en sagrada Teología, de la Orden de Santo Domin­go, que se hallaba en Madrid y era muy estimado del Cardenal-Arzobispo de Toledo, y le envió una carta para el Emmo. Sr. Cardenal. En esta carta, después de recordar a su Eminencia el alto lugar que ocupaba en la Iglesia y en el reino, y el deseo que tenía de establecer en España la Con­gregación de Misioneros fundada por el venerable Vicente de Paúl, manifiesta los deseos que él tiene de que se esta­blezca en Barcelona una Casa de dicho Instituto; y añade que para esta obra tiene ya 200 doblones de renta anual y casa bastante capaz, y cuenta con algunas personas que están resueltas a abrazar el Instituto, advirtiendo que de Monte Citorio le han ofrecido enviar todos los Misioneros que sean necesarios. Después suplica al Emmo. Sr. Cardenal que se digne hacerse fundador y protector de esta Casa para que con su apoyo tenga la obra la estabilidad que es menester, y concluye rogándole que alcance del Rey la licencia que para dicha fundación se requiere y luego se la envíe con los poderes necesarios para que todo se haga en nombre de su Eminencia. Esta carta, cuyo texto íntegro podrá ver el lec­tor en la nota, lleva la fecha de 15 de Enero de 1702.

El Emmo. Sr. Cardenal acogió benignamente la súplica de nuestro venerable sacerdote, y transcurridos algunos días le contestó en los siguientes términos:

«Aseguro á vuestra merced, en respuesta a su carta de 15 del corriente, que aprecio mucho cuanto en ella me refiere de su buen pensamiento, que no dudo será del agrado de tilos, y harto quisiera yo ver semejante fundación en mi arzobispado.

He discurrido en la materia con el maestro Raimundo Berart y el modo de darle principio, y desde luego declaré agente de esta causa, deseando ayudarle hasta su última perfección; y holgaré que para cuanto se ofreciere a vuestra merced se valga de mi verdadero afecto. Dios guarde á vuestra merced muchos años. Madrid 28 de Enero de 1702. Y de propio puño: «¡Quiera Dios que tan santo  Instituto tenga feliz principio en España, que lo deseo mu­cho, y ver logrado el intento de vuestra merced, a cuya per­sona aseguro mi estimación. De vuestra merced. =- El Car­denal Portocarrero».

También escribió a nuestro Arcediano el Rdo. P. M. Rai­mundo Berart, dándole cuenta de la plática que había teni­do con el Emmo. Sr. Cardenal, y diciéndole que su Emi­nencia había determinado que luego se diese a su Majestad un memorial en nombre del Sr. Sanjusto. Redactóse sin tardanza el memorial en la forma siguiente:

«Señor: Francisco Sanjusto y de Pagés, presbítero, dice que con deseo continuado de más de veinte años de instruir ordenandos y predicar misiones entre los más necesitados del campo y montañas , y franquear casa para ejercicios espiri­tuales a personas eclesiásticas y seculares, dejó las dignidades de la Iglesia que le dificultaban este ejercicio, aplicándose a él con la fuerza y medios que la divina Clemencia se ha ser­vido comunicarle; y habiendo advertido en Roma (donde se halló por el año santo) que su deseo con todas las circuns­tancias está prevenido y ejecutado cumplidamente en la Casa de Monte Citorio y otras partes de la cristiandad, con mucho fruto de renovación de costumbres en todos estados y de he­roicas virtudes en los que han abrazado dichos ejercicios, se ha aplicado para que en Barcelona, su patria, se emprenda con veras este obsequio a Dios, cuya divina Providencia ha puesto en manos y disposición del suplicante 200 doblones de renta cada año, que son mil y cien libras de aquella mo­neda, y una casa bastante para que en ella se congreguen y habiten los presbíteros seculares que Dios moviere, y se eje­cuten los ejercicios referidos. Cuya santa obra parece ejecutable sin algún reparo por una fraternal junta de presbíteros seculares subordinados a su Obispo, con cargo de ser en di­cha forma sus coadjutores en el oficio pastoral, que es el fin para que nuestro Señor Jesucristo instituyó el sacro mi­nisterio de los sacerdotes en orden a su cuerpo místico de la Iglesia; y que no puede dificultarse con título y color de nuevo instituto o religión, pues es puramente un saludable retiro en que desde sus principios se criaron los presbíte­ros seculares y han continuado diferentes siglos, especialmente en los tiempos floridos de la cristiandad, y es un ejercicio propio de su sagrado orden en aquella cristiana unión y conformidad que siempre han enseñado los santos y virtuosos sacerdotes que veneramos en la Iglesia. Con el fin, pues, de prevenir las trazas con que el común enemigo de ordinario detiene a los que intentan reducirse a los tér­minos propios de su estado, y de que V. M. tenga el mérito delante de Dios que su santo celo puede lograr cooperando a que el estado eclesiástico se reduzca a su propia obligación, suplica sea de su real servicio mandar que nadie impida la referida Congregación del suplicante , con los demás sacer­dotes seculares que Dios llamare a dicho empleo, y que los ministros reales le asistan y favorezcan, en lo que recibirá merced de la real grandeza de V. M.»

El memorial fué entregado al Rey, y su Eminencia lo reco­mendó al Duque de Montalto, presidente del Consejo de Aragón, a quien el memorial fué remitido para su informe, y el Duque despachó cartas al Virrey de Cataluña para que éste hiciese con­sulta al Real Consejo y al Sr. Obispo de Barcelona, y el Con­sejo con el Obispo informase a S. M. De todo ello dió cuenta el Emmo. Portocarrero al Sr. Sanjusto, según dice éste en sus apuntes. No se recibieron en Barcelona los despachos del Duque, y como por aquellos días se ausentó de la corte el presidente del Consejo de Aragón, aunque nuestro Arcediano hizo muchas ins­tancias, transcurrieron algunos meses sin que adelantara un solo paso el asunto de la fundación. En este tiempo dice el Sr. San- justo que escribió varias cartas al Cardenal-Arzobispo de Toledo, sin que a ellas recibiese respuesta; hasta que al fin le escribió otra, que aunque no tiene fecha en los manuscritos que nos sir­ven de guía, debió de escribirla en el mes de Noviembre ó Di­ciembre de 1702, pues añade el Arcediano barcelonés que ha­biendo recibido ésta el Cardenal, le envió sin tardanza el despacho real que más adelante verá el lector, y que lleva la fecha de 31 de Enero de 1703.

En la mencionada carta el Sr. Sanjusto recuerda al Eminen­tísimo Cardenal-Arzobispo de Toledo cómo ya en otra ocasión se había dirigido a su Eminencia suplicándole que se dignara fa­vorecer los deseos que tenía de fundar en Barcelona una casa de la Congregación de la Misión, intercediendo con el Rey para que S. M. diese la licencia necesaria, y cómo su Eminencia se había dignado responder que le ayudaría hasta que la obra se lle­vase a feliz término. Después añade que tan favorable respuesta le daba aliento para recurrir de nuevo a su Eminencia, esperando que no había de serle molesto, persuadido como estaba de que para su Eminencia no podía ser cosa molesta lo que procede de inspiración divina; y que, postrado a los pies de su Eminencia, lucharía cual otro Jacob, y no dejaría a su Eminencia hasta que le hubiere dado su bendición. Luego dice que, siendo tanto lo que trabaja el enemigo común en daño de la Iglesia, conviene que su Eminencia, como Primado de las Españas, a semejanza de Aarón, tome el incensario y aplaque la ira de Dios, facilitando los medios para la reforma del Estado eclesiástico, porque es de de temer—añade—que los pecados de los sacerdotes sean la causa principal de que Dios esgrima la espada de su justicia ; y que acaso ellos sean también la causa de que se retarde más de lo que convendría el establecimiento de tan saludable Instituto en nuestra patria. Por fin concluye, que habiendo sido inútiles todos sus esfuerzos y desvanecídose todos los medios que para esta obra tenía prevenidos, sólamente le quedaba la confianza en Dios y la protección de su Eminencia, y por esto suplica a su Eminen­cia que se digne tomar sobre sus hombros una causa en que tan­to va la gloria de Dios, pues de otro modo teme que no se con­siga llevar a feliz término esta empresa.

Luego que el Cardenal Primado recibió la carta de que hemos hecho mérito, debió de hablar al Rey, puesto que, según dice nuestro Arcediano, por la primera posta le remitió un despacho real para el Conde de Palma, Virrey de Cataluña, y para el Rmo. Sr. Obispo de Barcelona, ambos del mismo tenor. El despacho, dirigido al Conde, que dejó copiado en sus apuntes el, Sr. Sanjusto, dice así:

«El Rey.— Al Conde de Palma, primo, mi Lugarteniente Capitán general.—Por parte de Francisco Sanjusto y de Pagés, presbítero, se me ha dado el memorial de que os remito copia en el cual se expresa cómo de veinte años a esta parte se ha ejercitado en instruir ordenandos y predicar misiones entre los más necesitados y franquear casa para los ejercicios espirituales a personas eclesiásticas y seglares, con grande fruto de renovación de costumbres. Por cuyas consideraciones y las demás que refiere suplica sea servido de darle permiso para que pueda fijar en Barcelona una casa donde habiten congregados los sacerdotes queDios moviere, y se practiquen los dichos ejercicios, pues tiene para ello mil y cien libras de renta cada año; y habiéndose hecho instancia en este Consejo Superior, ha parecido ordenar y mandaros que con esa Real Audiencia me informéis sobre ello lo que se ofreciere y pareciere, para que entendido ande lo que más convenga.—Madrid, 31 de Enero de 1703.»

Estos despachos del Rey, según se infiere de lo que dice nuestro Arcediano, probablemente fueron remitidos a la secre­taría del Virrey; y ya sea porque en Madrid tardaron en enviar­los a Barcelona, ya sea porque en ésta quisieron ocultarlos, o bien por otra causa que ignoramos, hasta el mes de Mayo no pudo saber el Sr. Sanjusto que los despachos se hubiesen recibido en Barcelona. Sus palabras son éstas: «Y siendo despachos de enero no vinieron hasta Mayo, con la circunstancia de no haberse podido hallar jamás en la Secretaría dichas cartas; y así que se aplicaron a sacar el duplicado, las hallaron patentes sobre una mesa. Entreguélas luego, y al otro correo tuve los informes si­entes».

Los informes a que en estas palabras alude son de la Real Audiencia de Barcelona y del limo. Sr. Obispo de esta ciudad, y fueron favorables a la fundación, cuya licencia se pedía en el memorial presentado al Rey por nuestro Arcediano. Este nos conservó en sus manuscritos copia de uno y otro informe, pero sin data, aunque el del Obispo se expidió el día I2 de Mayo, se infiere de su contexto y dice expresamente la orden real expedida el 30 de Junio en vista de lo que se decía en los men­os informes, la cual orden transcribiremos más adelante.

La Audiencia, en su informe dirigido al Conde de Palma, manifestó que no se ofrecía inconveniente en que S. M. conce­diese al  suplicante la licencia solicitada en su memorial, fundan dose en que lo que se pretendía era únicamente una junta frater­nal y seminario particular de sacerdotes seculares, y en que los ministerios que estos sacerdotes habían de ejercitar eran de mu­cha utilidad y provecho para gloria de Dios, esplendor y per­fección del estado eclesiástico, reformación de costumbres y salvación de las almas.

En conformidad con el informe de la Audiencia, dio su dic­tamen el Conde de Palma, cuya carta al Rey, dice el Arcediano barcelonés que no llegó á sus manos, por lo cual no podemos in­sertarla en este lugar.

El informe del limo. Sr. Obispo de Barcelona dirigido al Rey, es del tenor siguiente:

«Con todo el rendimiento que debo, recibo la real carta de V. M. de 31 de Enero del presente año, que ayer á los ir del corriente mes de Mayo me entregó Fran­cisco de Sanjusto y de Pagés, presbítero, junto con la copia del memorial que puso en las reales manos de V. M., en el que su­plica sea V. M. servido darle permiso para que pueda fundar en la ciudad de Barcelona una casa donde habiten congregados los sacerdotes seculares que Dios moviere y se ejecuten los espiri­tuales ejercicios que en él se refieren ; y dignándose V. M. man­darme que informe sobre lo referido, me hallo en la obligación de representar á V. M. que no sólo no puede haber inconvenien­te alguno en poner en ejecución lo que suplica, sino que será de gran servicio de Dios y gloria de V. M. el que se establezca esta fundación, por la grande utilidad y fruto espiritual que ha de re­sultar en la reformación de costumbres y aprovechamiento de las almas, como se ha visto en todos los reinos en que se hallan se­mejantes seminarios. Y siendo tan propio del empleo en que me hallo el solicitar y promover cuanto pudiere conducir al mayor bien espiritual de las ovejas que Dios y V. M. me tienen encomendadas, es muy de mi obligación el solicitar la sobredicha fundación, según en el referido memorial representó á V. M. Francisco de Sanjusto y de Pagés, cuya fervorosa y ejemplar aplicación a los referidos ejercicios es notoria a los feligreses de éste y otros obispados del Principado. Nuestro Señor guarde la S, C. y Real Majestad, como toda la cristiandad lo ha menester».

Bien claro está que el dictamen del Rmo. Sr. Obispo de Barcelona, por igual manera que el de la Audiencia, favorable a la súplica de nuestro Arcediano, tiene por fundamento, no sólo los bienes espirituales que se esperaban de la fundación para la cual pedía licencia el Sr. Sanjusto, sino también el que con la mencionada fundación no se pretendía establecer nueva Religión o Congregación exenta de la jurisdicción de los Ordinarios, que tuviera más autonomía que la correspondiente á los Seminarios episcopales. Y no sin causa redactaron en esta forma su dicta­men favorable el Sr. Obispo y la Audiencia Real de Barcelona, puesto que así se decía expresa y formalmente en el memorial presentado al Rey en nombre del suplicante. Mas esto, según veremos adelante, fue origen de las dificultades que después hubo para llevar á cabo la fundación, á pesar de la Real orden expe­dida en el palacio del Buen Retiro á los 3o de Junio de 1703, y remitida para su ejecución al Sr. Obispo de Barcelona y al Conde de Palma, Virrey de Cataluña.

Aquí solamente haremos traslado del ejemplar que se envió al Virrey y de la promulgación que éste hizo de la orden real; advirtiendo que la orden transmitida al Ilmo. Sr. Obispo era del mismo tenor que la dirigida al Conde de Palma. Dice, pues, la mencionada orden real del 3o de Junio de 1703:

«El Rey.—Conde de Palma, primo, mi Lugarteniente y Capi­tán general, venerables, nobles, magníficos y amados Consejos : Habiendo visto lo que me representáis en 12 de Mayo próximo pasado acerca de la instancia que ha hecho Francisco de Sanjus­to y de Pagés, de que le permita fundar en esa ciudad de Barcelo­na una Congregación para que en ella se junten y sustenten los clérigos seculares que Dios moviere a los santos ejercicios de esta fraternal junta, subordinados a los Obispos con carga de ser en dicha forma sus coadjutores en el oficio pastoral, sin título ó color de nuevo Instituto o Religión, sino un retiro saludable y ejercicio propio del sagrado orden de presbíteros, pues tiene casa y mil cien libras de renta anual para su sustento; y reconocien­do también el fervor con que se dedica á los mencionados ejerci­cios este sujeto que me ponderáis, y que será de gran servicio de Dios y mío y de utilidad pública, he resuelto concederle li­cencia, como en virtud de la presente se la concedo, para establecer dicha Congregación en la forma expresada, y ordenar y mandaros, como lo hago, que deis las órdenes y providencias para su cumplimiento, y que nadie se lo estorbe, que en ello me daré por muy servido. Dado en el Buen Retiro a 30 de Junio de 1703.:—-_-Yo EL REY.–Ut D. Josephus de Rull, Regs.=Ut Comes de Rocamerti, Regs. =-. Ut D. Joannes de la Torre, Regs. Marchio de Palacio.»

El Virrey, en cumplimiento de lo que se le mandaba en la Real orden que precede, la publicó a los 31 de Julio del referido año 1703, en la forma que a continuación sigue:

«El Conde de Palma, Lugarteniente y Capitán general: Por cuanto el Rey nuestro señor, que Dios guarde, se ha servido en­viarnos una Real orden, firmada de su real mano y expedida en la forma correspondiente por la Cancillería del Consejo Supremo de Aragón, que es del tenor siguiente: (Aquí copia la Real orden que ya dejamos transcripta, y después continúa de este modo): Y siendo justo que, según lo que se ha servido man­darnos su Majestad, demos las órdenes y disposiciones necesa­rias para el cumplimiento y ejecución de la referida gracia que su Majestad ha tenido a bien conceder al mencionado Francisco de Sanjusto y de Pagés para fundar en esta ciudad la Congre­gación que expresa la Real orden susodicha, con el fin de que no se dilate obra tan buena y que ha de ser para mayor gloria de Dios Nuestro Señor, en virtud de la presente decimos y man­damos a todos y cada uno de los oficiales y ministros de Justi­cia menor y mayor, de cualquier grado y condición que sean, bajo pena de quinientos florines de oro fino de Aragón para el real Erario, que den todo el auxilio y favor que sea necesario al ya dicho Francisco Sanjusto y de Pagés para que no se le ponga estorbo ni impedimento alguno, antes bien le asistan, a fin de que, sin la menor contradicción, pueda ejecutar la sobre­dicha fundación y demás a ella concerniente, si desean gozar de la gracia del Rey y no incurrir en la pena antes dicha. Dado en Barcelona a los 31 de Julio de 1703.1=El Conde de Palma.= Ut de Caldero, Regs. = Ut Jacobus Descalles, Regs. = Ut D. Joannes Baptista de Aloy in locum Tenent. — XVII fol. X. — XV.— V. Exca. Conde. —Ejecutoria a Francisco de Sanjusto y de Pa­gés para que dé cumplimiento a la licencia que su Majestad le ha dado en la fundación susodicha, mandando que le asistan todos los ministros de Justicia, y den para ello el auxilio y asis­tencia necesarias».

Tomado de Anales Españoles, Tomo II, año 1894

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