Cuando el director de CAMINOS DE MISIÓN me invitó a escribir sobre el tema que encabeza este artículo, acepté sin dudarlo. Tanto me atraía el tema. Instantes después me sentí un tanto confusa. ¿Cómo lograría poner en palabras lo que para mí es sólo vida? No encontré más salida que la de compartir con los lectores las tres experiencias que siguen, experiencias que han marcado mi vida misionera.
La mano de mi padre, primera experiencia
A mí me enseñó a escribir mi padre. Tomaba mi mano en la suya y con gran paciencia iba guiando mi mano y escribiendo las letras. Cuando más abandonada dejaba yo mi mano en la suya, sin hacer resistencia sobre la hoja del cuaderno, mejor quedaba la escritura, maravillosa. Pero cuando más resistía y ponía más tensa mi mano, la escritura aparecía desfigurada y temblorosa. Esta es una experiencia que marcó mi vida. Y siempre que me preguntan por la vocación misionera me viene al pensamiento. ¿Que por qué?… Es muy fácil: La vocación misionera de la hija de la caridad es dejarse «encontrar» «dejarse guiar» para después transparentar el Amor de Dios sin poner ningún obstáculo para que se descubra ese Dios que busca y ama al hombre. Tratar de vivir aquello de San Pablo «No soy yo, es Cristo quien vive en mi» porque de esta forma todos los actos, todas las palabras, signos y actitudes muestran a un Dios que nos ama.
Una vocación misionera encarnada o Sor Marta Lemaire. Segunda experiencia
Cuando comencé mi andadura misionera, antes de llegar al Zaire —hoy República Democrática del Congo— tuve una breve estancia en Bruselas, que aproveché para visitar a Sor Marta Lemaire, una misionera belga que se encontraba hospitalizada a causa de una extraña enfermedad que la iba anulando poco a poco en todos sus movimientos. Cuando la visité por primera vez, todavía podía hablar y hablamos, hablamos y hablamos.
No recuerdo haber visto una persona con más alegría y confianza que ella. Justo entonces, cuando la enfermedad se estaba cebando en su cuerpo sin dar pistas de posible recuperación. Me habló de la misión, de las actitudes misioneras y me decía: «No juzgues, piensa siempre bien de los demás. Cuando una persona llega a la misión, después de la primera semana, cree que lo conoce todo y piensa escribir un libro. Pasado un mes, cree que es mejor escribir un artículo sobre lo que vive porque comienza a descubrir que hay cosas que uno no conoce… y cuando llevas varios años, sólo sabes que no sabes casi nada y tan solo consigues balbucear y dejarte enseñar compartiendo lo poco que tienes. Y añadía, «hay que tener mucha compresión y misericordia y agradecerles que nos dejen entrar en sus vidas. Hoy sólo me queda dar gracias al Señor por lo que he aprendido de ellos y por mi vocación de Hija de la Caridad en la misión».
En el corazón de la Hija de la Caridad radica la Misión. La vocación de la misionera está implícita en su naturaleza. No puede existir una Hija de la Caridad que no sea misionera porque toda Hija de la Caridad cuando termina su formación en el Seminario es enviada a una misión. Todas no sienten la llamada «ad gentes» pero todas son misioneras allí donde sirven.
San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac enseñaron a las primeras Hermanas cómo tenían que estar dispuestas a ir donde Dios las llamase. «No soy de aquí ni de allí, sino de donde Dios me envía».
La Vocación Misionera vicenciana es estar ahí, con los más pobres y desfavorecidos, cultivando las actitudes que nuestro Carisma nos imprime y descubriendo la pobreza allí donde quiera que esté. Acercarse y tocarla con la mano comprometiéndose profundamente para ayudar a dar las respuestas adecuadas. Servir en la misión es como «servir a domicilio» en todas partes, en el poblado, en la vereda de polvo y barro o a la orilla de la charca enlodada.
Una de las grandes innovaciones del Carisma Vicenciano, ir allí donde está el pobre sin esperar a que él venga a nosotros. Descubrir su necesidad. Dar nombre y apellidos a un problema personal y tratarlo como tal, sin olvidarse de las conexiones que produce el problema, buscando atacar el mal que lo produce como un problema global, porque esa pobreza es la punta del iceberg que está en lo escondido. Cambio sistémico, diríamos hoy. Atacar los males en su totalidad porque el hombre es una unidad de «cuerpo y alma». Desarrollo y evangelización son las dos caras de una misma medalla.
Recuerdo bien las huellas que Sor Marta había dejado en la misión y que yo descubrí cuando llegué a Iboko, en el corazón de la selva. Ella había sembrado todo un estilo de vida misionera difícil de igualar: Su cercanía con los pobres, los pigmeos, los tuberculosos, las zonas más inhóspitas… habían sido visitadas, servidas y amadas por ella. Su servicio era caminar por los poblados curando -era enfermera- enseñando formas de higiene y de salud. Sabía aunar amor afectivo y efectivo. Sus pies recorrieron las zonas más difíciles y lejanas, hasta donde casi ningún misionero había llegado.
Cuando pienso en la vocación misionera de la Hija de la Caridad no puedo dejar de acordarme de ella y de tantas hermanas que han sido mis compañeras en la Misión, nativas y extranjeras, sin distinción. No puedo dejar de ver en ellas su capacidad de amar, de sacrificarse por los demás, de tener valor, ánimo y esperanza en medio de las dificultades, a veces extremas, de guerra, ataques de rebeldes, pobreza, viviendo codo a codo con los pobres y exponiendo su vida por cada uno de ellos.
Sagrarios itinerantes. Tercera experiencia
Cuando en el año 97 tuvimos que huir a Liranga en el Congo Brazzaville, durante unas semanas estuvimos escondidas en la selva llevando el Santísimo con nosotras. Doce pequeñas formas consagradas que retiramos del Sagrario antes de la huida. Cada día consumíamos una, repartiéndola en pequeños trocitos en nuestra celebración. Una paz profunda e increíble nos llenaba; ante la tensión, la dificultad, el dolor y el cansancio, se sentía en el grupo una alegría indecible. Ese momento de comunión iluminaba el día totalmente, y se dejaba ver en la ayuda mutua de unas a otras con pequeños gestos que hacían sentirnos unidas como nunca.
La Hija de la Caridad encuentra su fuerza en ese querer identificarse con Cristo. La fuente de energía es ese encuentro diario con Jesús en la Eucaristía. El mismo que decía «venid a mí los que andáis cansados y agobiados que yo os aliviaré». En Comunidad, el punto de encuentro para recuperar fuerzas y compartir la experiencia de sentirse llamadas y reunidas en el nombre del Señor; amadas a pesar de las limitaciones personales, dispuestas a arriesgar la vida si hace falta, compartiendo alegrías y sufrimientos dándonos la mano las unas a las otras.
También llegaron los pigmeos y las pobres gentes, quienes nos dieron de comer, nos prestaron sus utensilios y nos hicieron visitas contínuas para comprobar si necesitábamos algo. La vocación misionera lleva consigo tanto el dar como el recibir. Es el intercambio, donde no hay uno más rico y otro más pobre, porque el amor nos iguala. Amor que ellos nos mostraban a voz en grito. Creo que fue en esos días, allí, dejándonos ayudar y proteger por los pigmeos cuando más profundamente «llegamos al corazón» de nuestra propia vocación, y los pobres descubrieron mejor que nunca el sentido de la misión de la hija de la caridad.
Sor Marta tenía razón, cuando he querido ponerme a escribir estas líneas solo tengo en mi mente y en mi corazón palabras de agradecimiento. Sí, como ella, digo «gracias, Señor por haberme llamado a ser Hija de la Caridad misionera». Vocación que, como decía san Vicente, es hacer lo mismo que el Hijo de Dios hizo en la tierra. Pasar haciendo el bien, sirviendo a los pobres, curando, enseñando, compartiendo sufrimientos y alegrías, siendo testigos del amor de Cristo… en cualquier parte del mundo, donde Dios quiera.
1 Comments on “Vocación Misionera de una Hija de la Caridad”
Hola, me gustaría consagrarme a Dios, si me pueden indicar los pasos a dar para entrar en una congregación para servir a Dios. Soy trabajadora social, de 52 años.
Gracias,
Un abrazo