Vida de san Vicente de Paúl: Libro Tercero, Capítulo 5, Sección 2

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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Unión perfecta a la voluntad de Dios por medio de una total resignación e indiferencia

Principalmente es en las aflicciones y los sufrimientos, ya internos o externos, cuando aparece el verdadero amor de Dios y la perfecta conformidad con su voluntad; cuando el corazón humano se une gustosamente, aceptando no sólo con paciencia, sino también con paz y alegría, todas las disposiciones de la bondad divina, recibiendo y sobrellevando amorosamente las cruces que Ella les envía, porque tal es su beneplácito

Eso se logra primero con el sometimiento, cuando la voluntad humana se pone y resigna enteramente en las manos de Dios, haciendo un esfuerzo a costa de todas sus repugnancias naturales y sometiéndolas perfectamente a la voluntad de su Divina Majestad

Eso es lo que el Sr. Vicente ha practicado excelentemente en medio de todas las cruces y los sufrimientos, con los cuales Dios ha querido probar su virtud. Porque en todas sus penosas coyunturas, no se le ha oído decir otra cosa que ¡ Bendito sea Dios, bendito sea su santo Nombre! Esa era su frase habitual, por medio de la cual daba a conocer la disposición de su corazón, siempre dispuesto y resignado para las decisiones de Dios. Sentía tal afecto y tal aprecio por esa virtud, que un día al ver a uno de los suyos dolido por un accidente muy lamentable ocurrido a su Congregación, le dijo: «Que un acto de resignación y de aceptación de la volun tad de Dios valía más que cien mil acontecimientos favorables».

Hablando en otra ocasión a los suyos sobre la misma materia, después de haberles expuesto la diferencia que hay entre un estado en el que Dios pone a una persona, y aquél en el que permite que ella caiga; pues que uno se hace por la voluntad de Dios, y el otro sólo ocurre por permitirlo El; por ejemplo, una situación de pérdida, de enfermedad, de contrariedad, de molestia, de sequedad viene enteramente de la voluntad de Dios; pero aquél, donde se da el pecado y contravención a las órdenes prescritas de su parte, viene de su permisión; por este segundo debemos humillarnos mucho, cuando hemos caído en él, pero haciendo todos nuestros esfuerzos con la gracia de Dios para salir de él, y para evitar que volvamos a caer: «Mas, en cuanto al primer estado —decía— que procede de la voluntad de Dios, nos hace falta aceptarlo cualquiera que sea, y resignarnos al beneplácito de DIos para sufrir todo lo que Le plazca tanto y tan largamente como Le plazca. Esa es, señores y hermanos míos, la gran lección del Hijo de Dios; y los que se muestran dóciles a ella, y los que la meten bien en su corazón son de la primera clase de la Escuela del Divino Maestro. Y en cuanto a mí, no conozco nada más santo, ni de mayor perfección que esta resignación, cuando le lleva a uno a un despojo total de sí mismo y a una verdadera indiferencia para toda clase de estados, de cualquiera que sea el modo en que nos hayamos situado en él, excepto el pecado. Mantengámonos, pues, así, y roguemos a Dios que nos haga la gracia de permanecer en esa indiferencia».

Por esa charla del Sr. Vicente se ve que la resignación, a la que impulsaba a los demás, y que practicaba también él, estaba elevada al más alto grado, que llevaba hasta una verdadera indiferencia, que va aún más arriba y que une más perfectamente el corazón a la voluntad de Dios; de forma que se somete a ella no como con esfuerzo, tratando de superar los sentimientos contrarios de la naturaleza, sino por una sencilla y amorosa aceptación, no amando nada sino por el amor de la voluntad de Dios, y no queriendo nada sino en cuanto que Dios lo quiere. Y en esta disposición recibiendo con igual afecto todo lo que viene de la mano de Dios: la enfermedad, como la salud; las pérdidas, como las ganancias.

He aquí cómo habló un día a su Comunidad acerca de esta materia: «La indiferencia es un estado de virtud, que hace que uno esté desprendido de tal modo de las criaturas, y tan perfectamente unido a la voluntad del Creador, que casi no tiene uno preferencia alguna de una cosa sobre otra. He dicho que es un estado de virtud, y no simplemente una virtud, la cual debe obrar en ese estado; porque es preciso que sea activa, y que por ella el corazón se desprenda de las cosas que lo tienen cautivo; de otro modo no sería una virtud. Y esta virtud es no solamente de gran excelencia, sino también de una singular utilidad para el progreso en la vida espiritual; y aun se puede decir que es necesaria para todos los que quieren servir perfectamente a Dios. Porque, ¿cómo podemos buscar el Reino de Dios, y ocuparnos en procurar la conversión de los pecadores y la salvación de las almas, si estamos apegados a los placeres y a las comodidades de la vida presente? ¿Cómo cumplir la voluntad de Dios, si seguimos los movimientos de la nuestra? ¿Cómo renunciarnos a nosotros mismos según el consejo de Nuestro Señor, si buscamos ser apreciados y aplaudidos? ¿Cómo desprendernos de todo, si no tenemos el valor de dejar una nimiedad, que nos detiene? Vean, pues, cuán necesaria nos es esta santa indiferencia, y cuán grande es la obligación que tenemos de darnos a Dios para adquirirla, si queremos librarnos de ser esclavos de nosotros mismos o, para decirlo mejor, ser esclavos de un animal; porque el que se deja llevar y dominar por su parte animal, no merece ser llamado hombre, sino más bien ser tenido por un animal».

«La indiferencia participa de la naturaleza del Amor perfecto, o para decirlo mejor, es una actividad del Amor perfecto que lleva la voluntad a todo lo que es mejor, y que destruye todo lo que lo impide, como el fuego, que no solamente tiende a su esfera, sino que consume todo lo que trata de retenerle. Es en este sentido como la indiferencia, según el pensamiento de un Santo, es el origen de todas las virtudes y la muerte de todos los vicios».

«El alma, que está en la perfecta indiferencia, es comparada por el Profeta a una acémila, a la que le da igual llevar una cosa mejor que otra, ni ser de un amo rico, más bien que de uno pobre, o de estar en una cuadra hermosa, que en una ruin: todo le va bien, y está dispuesta para todo lo que se quiera de ella, anda, se detiene, va acá, va allá, sufre, trabaja de noche y de día, etc. Vean, señores y hermanos míos, cómo debemos ser nosotros: desprendidos de nuestro juicio, de nuestra voluntad, de nuestras inclinaciones, y de todo lo que no es Dios, y dispuestos para todas las órdenes de su santa voluntad; vean cómo han sido los Santos».

«¡Oh, gran San Pedro!: Dijiste bien que habías dejado todo, y lo hiciste ver claramente, cuando, habiendo conocido a tu Maestro en la orilla del mar, y cuando oíste a su discípulo amado, que te dijo: «Dominus est», es el Señor, te echaste al agua para ir donde El. No te importaba nada la barca, ni la túnica, ni siquiera tu vida, sino sólo tu divino Salvador, que era tu todo. Y tú, San Pablo, gran Apóstol, que por una gracia especialísima con la que fuiste prevenido desde el momento de tu conversión, has practicado perfectamente la virtud de la indiferencia, diciendo: «Domine, quid me vis faciam?». Señor, ¿qué queréis que haga? Este lenguaje marcaba un cambio maravilloso y un desprendimiento, que sólo podía lograrse con un golpe de gracia, quedando en un instante despegado de su Ley, de su cometido, de sus pretensiones, de sus sentimientos, y puesto en un estado tan perfecto, que está dispuesto e indiferente para todo lo que Dios quisiera de él. Si, pues, los grandes Santos han amado y practicado tanto esta virtud de la indiferencia, nosotros debemos imitarlos y seguirlos, porque los misioneros no son para sí mismos, sino para Jesucristo, que quiere disponer de ellos para hacer lo que El ha hecho, y para sufrir como El. «De la misma manera que mi Padre me ha enviado», decía a sus Apóstoles y a sus Discípulos, «así os envío yo, y como me han perseguido, así os perseguirán a vosotros».

«Después de todas estas consideraciones, ¿no hará falta vaciar nuestro corazón de todo otro afecto que no sea el de conformarnos a Jesucristo, y de toda otra voluntad que no sea la de la obediencia? Me parece que los veo dispuestos a todos para eso, y espero que Dios nos hará esta gracia. ¡Sí, Dios mío! Lo espero, ante todo, para mí, que tengo necesidad de ello a causa de mis miserias y de todos mis apegos, de los que casi me veo imposibilitado de desprenderme, y que me hace decir en mi ancianidad, como David, «Señor, ten compasión de mí». Pero ustedes quedarán edificados, Hermanos míos, si les digo, que hay en esta casa ancianos achacosos, que han pedido que se les enviara a las Indias, y que lo han pedido durante sus enfermedades, que no eran ligeras. ¿De dónde les viene semejante coraje? Es porque tienen el corazón libre: van generosamente a todos los lugares en donde Dios quiere ser conocido y adorado, y nada los detiene aquí, salvo su santa Voluntad. Y nosotros, Hermanos míos, tantos como somos aquí si no estuviéramos trabados por algunas desgraciadas zarzas, cada uno de nosotros diría en su corazón: «Dios mío, me entrego a Ti para ser enviado a todos los sitios de la tierra, adonde los Superiores juzguen conveniente que vaya a anunciar tu Nombre. Y aun cuando allí debiera morir, me prepararé a ir allá, sabiendo bien que mi salvación está en la obediencia, y la obediencia en tu Voluntad». En cuanto a los que no están con semejante preparación de espíritu, deben tratar de conocer bien cuáles son las cosas que les atraen más de un lado que de otro, a fin de que por medio de la mortificación continua, interna y externa, alcancen con la ayuda de Dios la libertad de sus Hijos, que es la santa indiferencia».

El Sr. Vicente no exhortaba a los suyos a la santa indiferencia solamente en general; invitaba también a ella en particular a cada uno de ellos, cuando se presentaba alguna ocasión: «Sabe usted muy bien —dice escribiendo a uno de ellos— que entre los obreros de los que nos habla el Evangelio hubo algunos que fueron llamados al atardecer, pero que luego fueron recompensados por la noche lo mismo que los que habían estado trabajando desde la madrugada. Del mismo modo merecerá usted aguardando con paciencia la voluntad del Amo, lo mismo que cumpliéndola cuando se le señale, ya que usted está dispuesto a todo, bien sea para partir, o bien para quedarse. ¡Bendito sea Dios por esta santa indiferencia, que lo convierte a usted en un instrumento muy idóneo para las obras de Dios!».

Escribió a otro en estos términos: «Doy infinitas gracias a Dios por esos deseos que le ha dado de ir a tierras extranjeras, si se le envía, o para dejar de ir y quedarse aquí, si le mandamos quedarse. La santa indiferencia en todas las cosas es el estado propio de los perfectos. Y la suya me da esperanza de que Dios será glorificado en usted y por medio de usted, tal como se lo pido de todo corazón; también a usted le ruego, señor, que le pida para nosotros la gracia de abandonarnos por completo a sus divinos designios. Hemos de servirle según su gusto y renunciar a los nuestros, tanto en lo que se refiere a los lugares como a los cargos. Lo necesario es que seamos de Dios, y así estaremos en la mejor situación en que pueden estar sus mejores hijos, que se honran con el título de servidores del Evangelio, por medio de los cuales quiere Nuestro Señor darse a conocer a todo el mundo. ¿Qué nos importa cómo y en qué lugar, si le dejamos hacer a El en nosotros?».

«¡Ah Señor! —le dice a otro— ¡Qué hermoso ornamento es para un misionero la santa indiferencia, ya que lo hace tan agradable a Dios, que preferirá siempre a éste a todos los demás obreros en los que no vea esta disposición de indiferencia para cumplir sus designios! Si alguna vez nos despojamos totalmente de nuestra propia voluntad, estaremos entonces en situación de hacer con seguridad la voluntad de Dios; en ella los ángeles hallan toda su felicidad y los hombres toda su dicha».

Este auténtico Siervo de Dios no se contentó con exhortar a los demás esta virtud, sino que la practicó también perfectísimamente, y manifestó en toda clase de circunstancias, que tenía un corazón tan desprendido de todo lo que no era Dios, y tan fuertemente adherido a todas las manifestaciones de la voluntad de Dios, que se puede conocer fácilmente que había alcanzado el más alto grado de esta virtud. Solamente presentaremos aquí dos ejemplos, que servirán como muestras para juzgar de todas sus santas disposiciones en esta materia.

El primer ejemplo es de su indiferencia en cuanto a su persona en las enfermedades, y particularmente en la última, de la que murió. Este Santo Varón, al acercársele el término de la vida, se daba clara cuenta, y hasta lo decía, que se iba poco a poco, pero con una indiferencia tan perfecta, que vivir y morir, sufrir o estar bien le parecía la misma cosa; y nunca, ni gozando de salud, ni estando enfermo, se notó en él cosa alguna, ni siquiera una palabra, que fuera contraria a dicha santa disposición. Era indiferente a los alimentos y a los remedios que le daban; y aunque se daba cuenta de las cosas que pensaba que le eran nocivas, tomaba con indiferencia todo lo que le recetaban los médicos, y parecía también contento de los malos efectos que le producían a veces los remedios, como si le fueran favorables y provechosos, no mirando otra cosa, en todo lo que le sucedía, o que le podía suceder, que el cumplimiento de la voluntad de Dios, como el único objeto de sus deseos y de sus satisfacciones.

El otro ejemplo es de la indiferencia que practicó en relación a su Congregación. Se debe apreciar como verdaderamente admirable en él, que le era mucho más querida la conservación de esa santa Obra, y que la prefería a su misma vida. La voluntad de Dios estaba sin embargo para él muy por encima de todo: y no deseaba ni la conservación, ni el crecimiento y el progreso de la Compañía, sino en cuanto podía conocer que Dios lo quería así; de tal manera que no hubiera dado un paso, ni dicho una palabra para tal objeto, sino con una total dependencia de la Divina Voluntad.

Cierta persona le escribió un día, que no debía esperar que su Compañía hiciera nunca ningún progreso, ni contara con nuevos miembros, si no se preocupaba de fundar en las ciudades grandes. Le respondió en estos términos:«Nosotros no podemos hacer ningún intento para instalarnos en el lugar que sea, si queremos mantenernos en el camino de Dios y en las costumbres de la Compañía, porque hasta el momento actual su Providencia nos ha llamado a los sitios en que estamos, sin que los hayamos buscado ni directa ni indirectamente. No puede suceder, que esta sumisión a Dios, que nos mantiene así en la dependencia de su dirección no le resulte muy agradable, tanto más cuanto que destruye los sentimientos humanos, que, con el pretexto de celo y de gloria de Dios, hacen muchas veces emprender proyectos que El no inspira, y que no bendice. El conoce bien lo que nos conviene, y El nos lo dará, cuando llegue el tiempo, si nos abandonamos como verdaderos hijos de un Padre tan bueno. Ciertamente, si estuviéramos bien persuadidos de nuestra inutilidad, nos preocuparíamos de no meternos en la mies ajena, antes de que nos llamaran, ni tomar la delantera, para que nos prefieran a nosotros antes que a otros obreros, que Dios quizá haya destinado allí».

Le propusieron un día un asunto muy ventajoso para su congregación, y como uno de los Sacerdotes le metiera prisa para dar su consentimiento, le dio esta hermosa respuesta: «En cuanto a ese asunto —le dijo— pienso que haremos bien en dejarlo por ahora, tanto para embotar la punta de las inclinaciones de la naturaleza, que querría que las cosas ventajosas sean ejecutadas rápidamente, como para ponernos en la práctica de la santa indiferencia, y dar tiempo a Nuestro Señor para manifestarnos sus deseos, en tanto que nosotros le ofrecemos nuestras oraciones para encomendarle la cuestión. Y tenga usted por cierto, que si le agrada que se realice, el retraso no le hará daño alguno, y que tendrá tanto menos de lo nuestro, y tanto más de los suyo».

Quería tierna y cordialmente a todas las personas de su Compañía, y en especial a los que veía trabajar digna y fructuosamente en la viña del Señor. Por eso, cuando la muerte le arrebataba alguno, la pérdida le era muy sensible. Con todo, practicaba a este respecto una indiferencia admirable, no queriendo ni siquiera pedir a Dios su conservación, sino bajo esta condición: que fuera ése su gusto y su gloria más grande. Eso apareció claramente en una ocasión; en ella varios obreros de su Congregación estaban enfermos, y uno de ellos, que le era muy querido por los grandes servicios que prestaba a Dios en su Iglesia, estaba en gravísimo peligro de muerte. Los encomendó a todos a las oraciones de la Comunidad, y hablando en concreto de él: «Le pediremos a Dios —dijo— que lo conserve pero sometiéndonos por completo a su Divina Voluntad, pues hemos de creer, y eso es verdad, que no sólo su enfermedad, sino también las enfermedades de los demás, y todo lo que le pase a la Compañía se debe a sus designios, y es para provecho de la misma Compañía. Por eso, al pedir a Dios, que les dé la salud a los enfermos y que atienda a todas sus necesidades, que sea siempre con la condición de que sea ése su beneplácito y su mayor gloria».

Otra vez, hablando a los de su misma Comunidad sobre la muerte de una persona, que sentía un gran afecto por la Compañía: «No dudo —les decía— que habrán quedado ustedes muy emocionados por la privación de esa persona, que nos era tan querida. Pero, alabado sea Dios; ustedes también se lo han dicho, que ha hecho bien al quitárnosla, y que no quisieran que hubiera sucedido de otra forma, porque ése ha sido su deseo».

Sobre todo hizo resplandecer de modo admirable esa perfecta indiferencia, cuando la peste, que causaba estragos en la ciudad de Génova el año 1654, le arrebató casi a un tiempo cinco o seis de los mejores obreros de la Compañía. Miren de qué manera anunció dicha pérdida a su Comunidad. Acababa de exhortar a confiar en Dios hablando de otro tema, y se aprovechó de la ocasión para declarar la triste nueva diciendo:

«¡Señores y Hermanos míos! ¡Cuán cierto es que debemos tener una gran confianza en Dios, y ponernos totalmente en sus manos, persuadidos de que su Providencia dispone para nuestro bien y nuestro provecho todo lo que Ella quiere o permite que nos suceda! Sí, lo que Dios nos da y lo que nos quita es para nuestro bien, porque ésa es su voluntad, y porque su voluntad es nuestro bien y nuestra felicidad. Bajo este punto de vista les informaré de una desgracia, que nos ha sucedido, y les puedo decir sin duda alguna, Hermanos míos, que ha sido una de las más grandes que nos podía ocurrir. Hemos perdido el gran apoyo y el principal soporte de nuestra casa de Génova. El Sr. N., Superior de la casa, que era un grandísimo servidor de Dios, ha muerto; pero esto no es todo: el buen Sr. N., que se dedicaba con tanta alegría al servicio de los apestados, que tenía tanto amor al prójimo, tanto celo y fervor para procurar la salvación de las almas, también ha sido arrebatado por la peste. Uno de nuestros Sacerdotes italianos, muy virtuoso y buen misionero, según me he enterado, ha muerto igualmente. El Sr. N., que era también un gran servidor de Dios, un misionero muy bueno, y grande en todas las virtudes, también ha muerto. El Sr. N., que ustedes conocen, que no va en zaga ante los otros, ha muerto. El Sr. N., hombre sabio, piadoso y ejemplar, ha muerto. Así ha sido, señores y hermanos míos, la enfermedad contagiosa nos ha arrebatado a todos esos valerosos obreros; Dios se los ha llevado. ¡Oh, Salvador Jesús! ¡Qué pérdida y qué aflicción! Ahora es precisamente cuando más necesitamos resignarnos ante la voluntad de Dios; porque de otra manera, qué haríamos, sino lamentarnos y entristecernos inútilmente por la pérdida de estos grandes paladines de la gloria de Dios. Pero con esta resignación, después de haber concedido algunas lágrimas al sentimiento de esta separación, nos elevaremos a Dios, Le alabaremos y Le bendeciremos por todas estas pérdidas, ya que nos han sucedido por disposición de su Santísima Voluntad. Pero, señores y hermanos míos, ¿podemos decir que perdemos a los que Dios se ha llevado? No, no los perdemos; y debemos creer que la ceniza de estos buenos misioneros servirá de semilla para producir otras. Tengan ustedes por cierto que Dios no retirará de esta Compañía las gracias que le había confiado, sino que las dará a los que tengan el celo de ocupar sus puestos».

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