Vida de san Vicente de Paúl: Libro Primero, Capítulo 1

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.

Estado de la Iglesia en Francia, cuando el venerable Siervo de Dios Vicente de Paúl vino al mundo


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La sabiduría y el poder de Dios en la dirección de la Iglesia nunca parece más admirable que cuando toma a su cuidado las miserias que la afligen para practicar con ella sus mayores misericordias, y cuando saca provecho de las pérdidas que le ocurren, gloria de las humillaciones y abundancia de la esterilidad. Siguiendo lo que El dijo por boca de un Profeta, cuando parece haberla abandonado por algún tiempo, no es más que para hacerle sentir mejor, un poco más tarde, los efectos de su misericordia y de su amor: cuando le aparta su rostro y parece haberla olvidado, no es más que para colmarla de nuevas bendiciones, y para favorecerla con gracias más particulares

Es lo que hizo decir al gran san Hilario, al escribir contra los arrianos, que en su tiempo tenían la verdad cautiva de la injusticia, «que es propio de la Iglesia de Jesucristo vencer cuando está herida; hacerse conocer mejor cuando está más desfigurada por las calumnias de sus adversarios; y obtener de Dios una ayuda más poderosa, cuando parece estar más desprovista de su protección»

Eso mismo podría verificarse a lo largo de la Historia eclesiástica, que presenta al místico bajel de la Iglesia bogando en el mar proceloso de este siglo entre una infinidad de peligrosas coyunturas, que parecen amenazarla a menudo con un naufragio inevitable y con llevarla a veces a dos dedos de su pérdida y de su última desgracia. Sin embargo, es de ahí de donde la mano de Dios la saca siempre con ventaja, sirviéndose incluso de las tempestades más violentas y de los vientos más contrarios, para hacerla avanzar más felizmente hacia el término de su navegación. Pero para no extendernos en un asunto tan prolijo, bastará con poner los ojos en el estado deplorable en que se hallaba la Iglesia de Francia a finales del último siglo, para conocer los cuidados paternales que Dios tomó no sólo de su conservación, sino también de su crecimiento en un tiempo en que parecía casi abandonada, y para ver cuáles fueron los particulares designios de su Providencia sobre su fiel siervo Vicente de Paúl y las grandes cosas que quiso obrar en él y por él para el socorro y el beneficio de la Iglesia, y para el aumento de su servicio y de su gloria. Fue a fines del siglo dieciséis cuando Dios hizo nacer a este gran siervo en un tiempo en el que Francia estaba agitada por horribles galernas a causa de las nuevas herejías de Lutero y Calvino, quienes, después de haber separado una parte de los franceses de la unión que todos los católicos deben tener con el Jefe de la Iglesia, los llevaron inmediatamente una rebelión abierta contra su Rey. Ciertamente, es propio de los herejes, como lo ha hecho notar un santo Apóstol, despreciar toda dominación y pisotear el respeto que deben a su Soberano

No podemos decir cuántos males causaron esas dos plagas de la guerra civil y de la herejía a todo lo largo de una serie de años. Francia, que hasta entonces había sido una de las más florecientes monarquías de la tierra, se convirtió en un teatro de horror, donde la violencia y la impiedad hicieron representar extrañas tragedias: en todos los sitios se veían los templos destruidos, los altares derribados, las cosas más santas profanadas, los sacerdotes asesinados. Y lo más grande y más funesto de todos esos males era el vuelco casi universal de todo orden y de toda disciplina eclesiástica. De ahí se siguió que en la mayor parte de las provincias de este reino la gente era como pobres ovejas dispersadas, sin pasto espiritual, sin sacramentos, sin instrucción y casi sin ninguna ayuda exterior para su salvación

Habiendo Dios devuelto la calma y la paz poco después a Francia por el valor invencible y el gobierno sapientísimo de Enrique el Grande, de gloriosa memoria, los prelados, apoyados por su autoridad, usaron de varios recursos para poner remedio a toda aquella confusión, y para volver la religión a su primer esplendor. A este efecto, se convocaron varios concilios provinciales, que decretaron unas ordenanzas muy santas y muy saludables, y los obispos, en los sínodos particulares, no dejaron de hacer todo lo que dependía de ellos para consolidar la observancia. Pero los desórdenes causados por la infección de la herejía y por la licenciosidad de las armas eran tan grandes, y los males tan fuertemente enraizados, que esos remedios, aunque soberanos, no tuvieron todo el efecto prometido. Y a pesar de todos los cuidados que pusieron los superiores eclesiásticos en el desempeño de sus cargos, siempre se veían, y aún se vieron mucho después, grandes defectos en el clero

Por esa razón, el sacerdocio estaba sin honor; más todavía, con tal desprestigio en algunos lugares, que se llegaba a considerar como una especie de degradación para las personas de condición un tanto honrada según el mundo, recibir los sagrados órdenes, salvo que se tenga algún beneficio de cierta entidad con el que cubrir la humillación. Según la opinión común del mundo entonces se consideraba como una especie de contumelia o de injuria decirle a un eclesiástico de categoría que era un sacerdote

De esta falta de virtud y de disciplina en el clero procedía otro gran daño, a saber, que el pueblo, y particularmente el del campo, no estaba en absoluto instruido, ni asistido, como debía estarlo, en sus necesidades espirituales. Casi no se sabía qué hacer con la catequesis: los curas de pueblo, en su mayor parte, eran como esos pastores de los que habla el Profeta, que se contentan con quedarse con la lana y con ordeñar la leche de sus ovejas, y se preocupaban muy poco de darles el pasto necesario para la vida de sus almas. Se veían por todas partes cristianos, que pasaban la vida en una ignorancia tan grande de las cosas de su salvación, que con gran dificultad sabían si existía Dios; y en cuanto a los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación del Hijo de Dios, que todos los fieles deben saber explícitamente, no se les daba ninguna explicación ni exposición, y aún menos, en lo que se refiere a los sacramentos que debían recibir y de las disposiciones con que debían acercarse a ellos. Dios sabe cómo sería el estado de la conciencia de esa gente en semejante ignorancia de las cosas de su salvación, y cómo sería su fe, al no haber casi nadie que se preocupara de enseñarles lo que estaban obligados a creer

En cuanto a las personas que vivían en las ciudades, aunque por la ayuda de las predicaciones que se tenían en las parroquias y demás iglesias tuvieran más conocimiento y luz, sin embargo este conocimiento era extraordinariamente estéril y la luz sin calor. No se veía en ellos casi ninguna señal de la verdadera caridad que seda a conocer por las obras. Las obras de misericordia espiritual para con el prójimo no estaban, no, en uso entre las personas seglares, y eran poquísimas las que procuraban limosnas y ayudas corporales, de forma que las personas más acomodadas creían que hacían bastante cuando daban alguna monedita a los mendigos comunes; y si sucedía que alguno daba alguna limosna más cuantiosa, la consideraban como una obra de caridad muy extraordinaria

Así era el estado del cristianismo en Francia, cuando Dios, que es rico en misericordia, al ver las grandes necesidades de su Iglesia en una de sus partes más importantes, quiso atenderla suscitando entre otros grandes y santos personajes a su fiel siervo Vicente de Paúl, quien animado del espíritu divino y fortalecido por la gracia, se dedicó tanto como pudo con celo infatigable a reparar todos esos fallos ya aplicarles remedios convenientes

Y en primer lugar, siempre se propuso como una de su obras principales procurar, en cuanto le era posible, que la Iglesia estuviera dotada de buenos sacerdotes, que trabajaran útil y fielmente en la viña del Señor: para eso servían los ejercicios de ordenandos, los seminarios, los retiros de eclesiásticos, las conferencias espirituales y otros medios parecidos, de los que ha sido autor y promotor, y a los que ha contribuido notablemente, como se verá más adelante en este libro

Al celo por el bien del estado eclesiástico unía una caridad ardentísima para procurar la instrucción y la asistencia espiritual de las almas necesitadas, y, sobre todo, de los pobres campesinos, que veía los más abandonados de todos y hacia los cuales sentía una ternura particularísima. No se puede decir cuánto trabajó por librarlos del pecado y de la ignorancia, catequizándolos y disponiéndolos a hacer confesión general. Y como si no estuviera contento de los trabajos y de las fatigas que emprendía con ese fin, incitaba en cuanto podía a los demás a hacer lo mismo. Su amor a los pobres nunca quedó satisfecho, hasta que llegó a fundar una congregación de virtuosísimos sacerdotes misioneros, dedicados, siguiendo su ejemplo con un celo infatigable a las mismas obras de caridad, no sólo en Francia, sino también en otros países, como Irlanda, Escocia, Islas Hébridas, Polonia, Italia, Berbería y hasta en la zona tórrida, en la Isla de Madagascar, donde varios de esos obreros evangélicos acabaron su vida por el fervor de su caridad

Pero a Vicente de Paúl no le bastaba con socorrer a las almas, si no se atendía también a las necesidades corporales de los pobres. El se había hecho pobre por amor a Jesucristo, y había dejado todo por seguirle, y ya no le quedaba nada para dar; con todo, como tenía el corazón enteramente abrasado en el fuego celestial que  el Divino Salvador vino a encender en la tierra, no le fue difícil comunicar una parte de ese santo ardor a las personas bien dispuestas con las que se encontraba. Veremos unos ejemplos maravillosos a lo largo de su vida, que harán conocer la gracia que Dios había puesto en su fiel Siervo, el cual era de tal entidad, que parece que entre la corrupción del siglo hizo revivir en varias almas el espíritu y la caridad de los primeros cristianos. Y por más que sea cierto, y hasta se podría, en estos últimos tiempos, repetir con más razón que nunca la queja del Apóstol, y decir que «todos se preocupan sólo de buscar su interés, y no el de Jesucristo», sin embargo, el ejemplo, a veces, y la palabra de Vicente de Paúl tuvo tanta eficacia que llegó hasta el punto de arrancar del corazón de gran número de personas virtuosas esa raíz de toda clase de males, y a inspirarles disposiciones tan perfectas, de forma que su alegría y satisfacción más grandes hayan sido, y aún lo son en la actualidad, no sólo hacer una santa distribución de sus bienes temporales para prestar asistencia y socorrer a los pobres, sino también entregarse a sí mismas y consumir su salud y su vida en las más laboriosas y penosas obras de la virtud de la caridad.

No fue sólo la ciudad de París la que experimentó los efectos en la asistencia prestada a un número casi innumerable de pobres vergonzantes, de toda condición, de edad y sexo que la miseria de las guerras y de otras calamidades públicas había reducido a extrema indigencia. Su caridad se extendió hasta las provincias más alejadas, y además de los socorros oportunos prestados a las fronteras de Francia durante los mayores estragos de la guerra, Lorena, las Islas Hébridas, Berbería y otros países extranjeros han recibido de él grandísimas ayudas en sus necesidades más agobiantes, como más adelante se verá.

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