(09.06.58)
(Reglas comunes, art. 41)
Mis queridas hermanas, de las 43 reglas que hay, hemos llegado ya a la explicación de la 41. Quedan tres por explicar. Esta trata de la confianza en Dios. Dice lo siguiente: «Tendrán una gran confianza en la divina Providencia, abandonándose a ella por completo, lo mismo que un niño en manos de su nodriza, convencidas de que, mientras de su parte procuren ser fieles a su vocación y a la observancia de sus reglas, Dios las mantendrá siempre bajo su protección, les asistirá en todo cuanto necesiten, tanto para el cuerpo como para el alma, en el mismo instante en que se imaginen que está ya todo perdido».
Hijas mías, se trata por consiguiente de la confianza en la Providencia de Dios. Para explicaros esto, es preciso que sepáis, mis queridas hermanas, que hay dos cosas distintas: la confianza y la esperanza. La esperanza, hijas mías, produce la confianza; es una virtud teologal por la que esperamos que Dios nos dará las gracias que se necesitan para llegar a la vida eterna. Y fijaos bien, esta virtud de la esperanza tiene que estar llena de fe creyendo sin vacilar que Dios nos concederá la gracia de llegar al cielo, con tal que nos sirvamos de los medios que él nos da Y tenemos que creerlo así, que Dios quiere concedernos todas las gracias necesarias para salvarnos. De forma que una persona que no creyera que Dios piensa salvarnos por los caminos que su Providencia sabe que son los más adecuados para nosotros, ofendería a Dios. Si no nos mantenemos fuertemente en la esperanza y no creemos que Dios piensa en nuestra salvación, caemos en una desconfianza que le desagrada. Por tanto, la esperanza consiste en esperar de la bondad de Dios que cumplirá las promesas que nos ha hecho.
Además está la confianza en la Providencia. Confianza y esperanza son casi la misma cosa. Tener confianza en la Providencia quiere decir que debemos esperar de Dios que se cuidará de todos cuantos le sirvan, lo mismo que un esposo se cuida de su esposa y un padre mira por su hijo. Así es como se cuida Dios de nosotros, y mucho más. No tenemos que hacer otra cosa más que confiarnos a su dirección, tal como dice la regla que hace un niño en manos de su nodriza. Si ella pone al niño en su brazo derecho, a éste le parece bien; si se lo pone en el izquierdo, se queda contento; con tal que le dé de mamar, se quedará satisfecho. Así pues, hemos de tener también nosotros esa confianza en la Providencia divina, ya que ella se preocupa de todo lo referente a nosotros, del mismo modo que lo hace una nodriza con el niño y un esposo con su esposa; así también hemos de abandonarnos nosotros a ella por completo, lo mismo que el niño al cuidado de su madre y como confía la esposa en que su marido se cuide de sus bienes y de toda la casa.
Esto, mis queridas hermanas, está apoyado en tantos pasajes de la sagrada Escritura que se necesitaría mucho tiempo para citarlos todos; y además sería inútil. La razón que nos obliga a confiar en Dios es que sabemos que él es bueno, que nos ama con mucho cariño, que desea nuestra perfección y nuestra salvación, que piensa en nuestras almas y en nuestros cuerpos, que quiere concedernos todos los bienes necesarios para el uno y para la otra.
Esta regla os dice todo esto y os recomienda que os abandonéis a la Providencia de Dios. Si él quiere conduciros por los caminos duros, como son los de la cruz, las enfermedades, la tristeza, los abandonos interiores, dejémosle hacer y pongámonos con indiferencia en manos de su Providencia. Dejemos hacer a Dios; él sabrá sacar su gloria de todo eso y hará que todo ceda en provecho nuestro, ya que nos ama con mayor cariño que un padre a su hijo. Estas son, hijas mías, unas razones muy poderosas para que os dejéis conducir por la Providencia.
Por otra parte, ¿qué haremos y qué ganaremos si no tenemos confianza en Dios? ¿La pondremos acaso en nuestro propio gobierno y en nuestras propias fuerzas?¡Ay! No somos capaces de guiarnos a nosotros mismos. Hay que dejar hacer a Dios, que es nuestro padre. Mientras tengamos confianza en Dios, él cuidará de nosotros. Pero querer apartarnos de sus brazos para seguir nuestra propia iniciativa es seguir un mal consejo, ya que no podemos tener ni un solo buen pensamiento si Dios no nos lo da; no podemos hacer nada, ni decir nada, ni pronunciar siquiera estas palabras: Abba, Pater, sin la gracia de Dios, como dice san Pablo (1). ¿Qué somos entonces? Somos unos pobres pecadores. Lo que creemos que es un bien es un mal; y con frecuencia lo que creemos un mal no lo es. Creemos que la enfermedad es un mal, pero no lo es; Dios, previendo que podría ocurrirnos algo peor mientras estamos sanos y que podríamos encontrarnos con ocasiones para obrar mal, nos envía una enfermedad corporal para impedir la enfermedad interior del alma.
Una persona que desea ser estimada busca el honor como si fuera un bien, pero no lo es. Una hermana que desea ser estimada por los superiores, por las hermanas o por las damas, quiere que digan de ella: «Esa es una buena hermana, muy capaz para este cargo»; pero entonces se deja llevar por la naturaleza. No es eso lo mejor para ella, hijas mías; desear conseguir algún cargo es orgullo. De esta forma, una cosa que buscamos como si fuera un bien, por encontrar allí un motivo de satisfacción para nuestro espíritu, no es más que vanidad. Otras veces una pobre hermana sufrirá tentaciones contra la fe, contra la esperanza o contra la pureza, que la acongojan y le hacen creer que ya no puede resistir más; desea verse libre de ellas, y por eso habla unas veces con una y otras con otra. ¿Por qué? Porque mira esas tentaciones como un mal, pero no son un mal mientras no consienta en ellas. Esa pobre hermana no sabe que las almas mejores son tratadas de ese modo.
¿Qué hacer, pues, cuando uno se encuentra en semejante aflicción? ¿Habrá que dejar de confiar en Dios, como si ya no se preocupara de nosotros? Hijas mías, hemos de esperar que hará una de estas dos cosas: o que nos sacará de la tentación, o que nos dará gracias para sacar provecho de ella. ¿No veis cómo se purifica el oro en el crisol? Del mismo modo, un alma se hace más pura y más bella por la tentación, así como el oro resplandece más después de pasar por el fuego. Hijas mías, siendo esto así, no hay por qué preocuparse de que nos vengan tentaciones, de cualquier clase que éstas sean. Cuando Dios permita que alguna se vea atacada, que diga: «Señor, tú has prometido que no pasará nada que no sea para nuestro bien. Estoy sufriendo una tentación. Ayúdame, Señor, a soportarla, de modo que no te ofenda jamás. La acepto por amor a ti y espero que sacarás de ella tu gloria por medio de la victoria que me darás la gracia de alcanzar. Me pongo en manos de tu Providencia».
Por consiguiente, hay que confiar en la Providencia, pues hijas mías, una hija de la Caridad que no tenga esta confianza no sé para qué puede servir. Apenas sienta algo que le cueste, le parecerá todo perdido. Está enferma y empieza a inquietarse, a quejarse unas veces del alimento, o del lugar, o de cualquier otra cosa que le cueste. ¿Por qué? Porque no tiene confianza en la Providencia. Hijas mías, una de las cosas más importantes y que más tenéis que pedir a Dios es esta confianza. Si os abandonáis en manos de la Providencia, como os enseña esta regla, Dios tendrá cuidado de vosotras; os conducirá, como de la mano, en las ocasiones más molestas; si estáis enfermas, os consolará; si estáis en la cárcel, estará a vuestro lado para defenderos; si sois débiles, él será vuestra fuerza. Por eso, lo único que habéis de hacer es dejaros conducir por Nuestro Señor.
Un día le preguntaron a un santo personaje quién era su director. Respondió: «Le pido consejos a fulano». – «Pero, ¿cómo?; si es usted doctor, ¿cómo no se sirve de su propio saber para su dirección?», le dijeron. – Y aquel santo individuo respondió: «Si tomase yo mismo mi dirección, seguiría una dirección alocada».
Mirad, hijas mías, si un doctor, con todos sus doctorados, no se fiaba de sí mismo, ¿cómo vamos a sustraernos nosotros de la dirección que Dios nos ha dado? Por eso, hijas mías, aprended a no apoyaros nunca en vuestras fuerzas o en vuestro saber, sino poned todo vuestra confianza en la Providencia. Si hay alguna persona en el mundo que necesite esta confianza, sois precisamente vosotras, debido a las tareas con que habéis de enfrentaros en vuestro género de vida. Las religiosas que se encierran en un monasterio están lejos del jaleo del mundo y como protegidas contra las tentaciones. Pero vosotras, casi no hay momento o lugar en que no estéis expuestas a la tentación. Por eso necesitáis una gran confianza.
Además, ¡se os piden desde tantos sitios para el servicio de los pobres! Si vuestra Compañía fuera según la carne, ¿cómo seríais capaces de emprender tan largos viajes? Una hermana que no tenga confianza en la Providencia dirá: «¡Ay! Soy débil y estoy enferma; si me envían allá, moriré por el camino». Pero la que tiene toda su confianza en Dios no tiene miedo de nada, sino que dice: «Puesto que Dios quiere que me envíen allá, me dará las gracias necesarias para ello. El es mi Dios. Confío en que no me abandonará». Por eso necesitáis entregaros a Dios para obtener la gracia de tener una gran confianza en su bondad, ahora que place a Nuestro Señor que la Compañía goce de cierta estimación y que os deseen tantas personas. Os piden desde veinte leguas, desde cuarenta, cincuenta, sesenta. Para ir allá, se necesita confianza en Dios. La reina os pide para que vayáis a Calais a curar a los pobres heridos. ¡Qué motivo para humillaros al ver que Dios quiere servirse de vosotras en tan grandes cosas! Salvador mío, los hombres van a la guerra para matarse entre sí; ¡y vosotras vais a la guerra para reparar los daños que allí se hacen! ¡Qué bendición de Dios! Los hombres matan los cuerpos y muchas veces las almas, cuando los heridos mueren en pecado mortal; vosotras vais a devolverles la vida o, al menos, para ayudársela a conservar a los que quedan con el cuidado que ponéis, intentando con vuestros buenos ejemplos e instrucciones hacerles ver que tienen que conformarse con la voluntad de Dios en su estado. Ved si no se necesita confianza en Dios para hacer esto. Sé que, gracias a Dios, hay muchas entre vosotras dispuestas a ir allá, cuando se le ordene. Sí, sé muy bien que hay algunas que no preguntan más que esto: «¿Adónde tengo que ir? Dios es mi padre. No me importa que me ponga del lado derecho, esto es, donde a mí me gusta, o del lado izquierdo, que significa la cruz; espero que en todos los casos me dará fuerzas». Eso es lo que tiene que decir una buena hija de la Caridad, que no tiene más voluntad que la de Dios.
¡Dichosa cautividad! Hijas mías, ¿podéis emplear mejor vuestra libertad que sujetándola a Dios, sin hacer nunca otra cosa más que su santísima voluntad? Ved cómo la confianza os es absolutamente necesaria para ir a todos los sitios a donde la Providencia os llame, como también la necesitan nuestros padres, muchos de los cuales están dispuestos a ir, unos a cien leguas, otro a mil, a fin de acudir al lado de los pobres miserables. ¿Quién es el que los mueve a ello? El amor a Dios, hijas mías, y nada más; la confianza en su Providencia.
Podréis decirme: «Ellos son hombres; ¿pero y nosotras, pobres mujeres?». Sabed, hijas mías, que muchas personas, incluso de vuestro mismo sexo, atraviesan los mares para ir a servir a Dios sirviendo al prójimo. Hace unos cinco años vino a verme una señora para manifestarme el deseo que tenía de marchar al Canadá. Al principio me pareció aquello difícil, teniendo en cuenta la cualidad de su persona; pero al ver, por su perseverancia, que su vocación venía de Dios, le aconsejé que la siguiera. Se marchó y sigue todavía allí produciendo mucho fruto. ¿No hemos visto también a algunas religiosas y a otras personas ir más allá del océano por semejantes motivos? Son de vuestro sexo. Mirad si acaso tenéis más motivos para tener miedo que ellas. Ellas lo hacen así para ayudar a salvar almas. Y si Dios os concede la gracia de llamaros a esos lugares tan lejanos, ¿no estaréis obligadas a alabarlo? Hijas mías, tenéis que dar muchas gracias a Dios al ver cuánto os desean y cómo os piden desde tantos sitios que no es posible atender a todos. ¡Y entretanto unas religiosas están intentando recomendaciones en París para fundar dos casas de su orden, y todavía no han logrado conseguirlo! Es éste un gran motivo para que os humilléis.
¡Salvador mío! ¿Qué es lo que somos para que te dignes servirte de nosotras? ¡Unas pobres mujeres, que son la escoria del mundo! ¿No es verdad, hijas mías? ¿Hay entre vosotras algunas de clase distinguida? La mayor parte sois hijas de labradores o de obreros; si hay alguna de la nobleza, es raro. ¡Bendito sea Dios, si hay ahora alguna de la ciudad! Todas sois unas mujeres pobres, de forma que hay muchos motivos para admirarse al ver cómo Dios ha pensado desde toda la eternidad en hacer lo que estamos viendo, como si dijera: «Quiero formarme una Compañía de muchachas pobres y de viudas, que las soliciten desde todos los rincones». Hijas mías, si no recurrís a la confianza en la Providencia, ¿qué podéis hacer? Pues como las cosas son tal como acabamos de decir, ya veis que no sois capaces de tan grandes cosas por vosotras mismas. ¡Pobres mujeres, que la mayor parte apenas saben leer! ¿qué harán si no se confían a la Providencia? ¡Oh! ¡Cuántas gracias habéis de dar a Dios por haberos puesto en esta Compañía!
Cierto santo varón me decía un día, hablando de vuestra casa: «Padre Vicente, ¡qué felices son en esa casa! ¡Cómo viven en paz!». No hay que extrañarse de ello, siendo lo que es la tela, esto es, unas pobres mujeres. Así es como empezó también la Iglesia. Los apóstoles eran todos ellos una pobre gente, que no sabían nada, que iban descalzos, que apenas tenían para cubrirse. Sin embargo, ¿qué no hicieron con la gracia que les dio Nuestro Señor? Convirtieron a todo el mundo. ¡Qué gracia, hijas mías, que Dios haya querido emplear esa misma tela, de que se sirvió para salvar a todo el mundo, para hacer vuestra Compañía! Manteneos siempre dispuestas a hacer todo lo que él quiera que hagáis. Pero no pretendáis nada, ni estar en esta casa, ni en las parroquias, ni en las aldeas, y no tengáis miedo de ir adonde se os envíe. Estad segura de que Dios cuidará en todas partes de vosotras. Manteneos firmes en esto y no perdáis jamás la confianza que habéis de tener en la Providencia, aun cuando estuvierais en medio de dos ejércitos, y no tengáis miedo de que os suceda algún mal. ¿Les ha pasado algo a las que estuvieron allí? ¿Recibió alguna el menor daño o murió allí? Y aunque hubiera perdido la vida, sería eso un bien para ella; habría muerto con las armas en la mano y habría ido a la presencia de Dios cargada de méritos.
Hace algún tiempo me hablaron de una hermana que estaba agonizando, pero que al ver a un pobre que necesitaba una sangría, se levantó de la cama, lo sangró y, desmayándose poco después de haberlo hecho, murió enseguida. No me acuerdo ahora de su nombre.
Algunas hermanas se pusieron a decir en voz baja de quién se trataba y nuestro venerado padre preguntó quién era; le respondieron que era sor María José, muerta en Etampes. Entonces se acordó de ella y prosiguió diciendo:
Esa buena hermana puede ser llamada mártir de la caridad. ¿Creéis acaso que no hay más mártires que los que derramaron su sangre por la fe? Por ejemplo, esas hermanas que ha llamado la reina son unas mártires, pues, aunque no mueran, se exponen al peligro de muerte; lo mismo que tantas buenas hermanas que han dado su vida por el servicio a los pobres; eso es un martirio. Y creo que, si hubieran vivido en tiempos de san Jerónimo, él las habría puesto en las filas de los mártires.
¡Bendito sea Dios! Hemos de esperar que la Compañía seguirá haciendo mucho bien, con tal que siga confiando en la Providencia y no se separe de su dirección. Estad seguras, dice vuestra regla, de que si sois fieles a vuestra vocación y guardáis vuestras reglas, Dios os asistirá con todo lo que necesitéis en el mismo instante en que lo creáis todo perdido. Así pues, son necesarias dos condiciones: perseverar en vuestra vocación y guardar vuestras reglas. Observadlo bien y la Providencia os guardará, con tal que guardéis vuestras reglas y tengáis cuidado de servir a los pobres. Por lo demás dejaos llevar de la Providencia, aun cuando os parezca que todo está a punto de perderse, convencidas de que entonces es cuando más motivos tenéis para esperar que Nuestro Señor está con vosotras y que dirigirá todas las cosas para vuestro bien.
Algunas se imaginan que su tranquilidad depende de estar con tal hermana o de vivir con una que no tenga tal carácter de residir en un sitio en lugar de otro, y ponen en eso su confianza. Mirad, una hermana que ha puesto su confianza en Dios no se pone a mirar con quién la ponen. Y cuando sintáis menos inclinación a ir con esta hermana en vez de con aquella, tenéis que deshaceros de este sentimiento, que es una tentación y que sembrará la división entre vosotras si no ponéis el remedio Oportuno. Así pues, hijas mías, a una hermana de la Caridad que confía en la Providencia no se le ocurre preguntar nunca: «¿Con quién me va a enviar usted?». Le basta con saber que es Dios el que ha inspirado a los superiores la idea de enviarla allá. Y por eso se va con la esperanza de que nunca la abandonará.
El Hijo de Dios, que debe ser vuestro modelo, tuvo una confianza tan grande en su Padre eterno que emprendió la salvación de los hombres apoyado en este fundamento, ya que, en cuanto hombre, se reconocía incapaz de llevar a cabo esta obra. Abandonémonos a la dirección de la Providencia, no nos busquemos a nosotros mismos en nuestras tareas, mirémonos como a personas que no sirven para nada, y entonces tendréis motivos para poner toda vuestra confianza en Dios, para agradecerle todos los buenos resultados que consigáis y para manteneros unidas a su querido Hijo. ¿Qué habríais hecho sin esos? Habríais seguido viviendo cada una en vuestra aldea, formando quizás a una familia. Pero son pocas las personas que logran formar una buena familia. Si la mujer cumple con su deber, el marido será insolente v desvergonzado; no se preocupará de nada. Es lo que se ve de ordinario en las aldeas. ¡Qué pena veros reducidas a esa miseria! ¿No os sentís dichosas de veros libres de todo esto, sin tener que preocuparos más que de vuestra salvación?
Abandonaos en manos de Dios y no digáis nunca: «Señorita, mándeme adonde quiera, pero no me mande a ese sitio con los soldados». ¡Dios mío! No digáis eso. Sabed, hijas mías, que me he enterado que esas pobres gentes están muy agradecidas a la gracia que Dios les ha hecho y, al ver que van a asistirles y que esas hermanas no tienen más interés en ello que el amor de Dios, dicen que se dan cuenta entonces de que Dios es el protector de los pobres. ¡Ved qué hermoso es ayudar a esas pobres gentes a reconocer la bondad de Dios! Pues comprenden perfectamente que es él el que las mueve a hacer ese servicio. Y entonces conciben elevados sentimientos de piedad y dicen: «Dios mío, ahora nos damos cuenta de que es cierto lo que tantas veces hemos oído predicar, que te acuerdas de todos los que necesitan socorro y que no abandonas nunca a una persona que está en peligro, puesto que cuidas de unos pobres miserables que han ofendido tanto a tu bondad». He sabido, incluso por medio de personas que fueron atendidas por nuestras hermanas y por medio de otras muchas, que se sentían muy edificados al ver cómo esas hermanas se preocupaban de visitarles, reconociendo en ello la divina bondad y viéndose obligados a alabarle y darle gracias. Sí hijas mías, las personas que os ven y aquellos a quienes asistís alaban a Dios, y con razón.
Mis queridas hermanas, entregaos a Dios desde ahora mismo para ir a todos los sitios en donde quieran servirse de vosotras, y decidle: «Señor, ¿no seré yo a quien envíen a Metz o a Cahors? Si soy yo, estoy dispuesta, Señor. ¿Quién habría pensado que querrías servirte de unas miserables criaturas como nosotras? Yo nunca lo hubiese creído, si no lo hubiera visto. ¡Cómo! ¡Verme escogida para ayudar a esas pobres gentes a salvarse! ¿Quién soy yo para entrar así en los planes de Dios?». Y decidle: «Me pongo en tus manos y me arrojo a tus brazos, lo mismo que un niño en los brazos de su padre, para hacer siempre tu santa voluntad. Yo soy del Havre de Grâce, pero, si quieres, seré de Metz o de Cahors; de todas partes, de todos los sitios adonde quieras enviarme; pero soy indigno de que hayas puesto en mí tus ojos. Sin embargo, Señor, me abandono en tus manos para todo lo que quieras».
Por tanto, interrogaos a ver si habéis llegado a ese estado, lo mismo que los apóstoles cuando Judas se empeñó en entregar a Jesús a la muerte: Numquid ego sum, Domine? (2), ¿Soy yo acaso, Señor? Judas sabía muy bien que era un miserable; pero los apóstoles no lo sabían. Tenían miedo, pero vosotras no tenéis por qué temer, cuando decís: «¿No soy yo acaso?», pues no se trata de hacer morir a Nuestro Señor; al contrario, es para hacerle un servicio. Por tanto, que la confianza eche fuera todo el miedo, y decid: «Soy una pobre miserable, incapaz de hacer bien alguno por culpa de mi debilidad; pero, como Dios está siempre conmigo, si él permite que pongan en mi los ojos, espero que no habrá de faltarme su divina gracia».
Hay además otra cosa que se refiere a la confianza en Dios: la obediencia a los confesores que os han dado y que os abandonéis con confianza en Dios para que os dirijan.
Es una falta de confianza querer tener un confesor a su gusto. Una quiere ir a este, otra a aquel. ¡Salvador mío! Si sucediera esto, tened cuidado; es una señal de que reina la discordia entre las hermanas, y un gran motivo de escándalo ver a las hijas de la Caridad acudir a dos confesores. Si la hermana a la que ocurre esto tuviera confianza en Dios, no cambiaría de confesor. Hijas mías, apoyarse en un confesor, poner la confianza en los hombres, ¿no es apartarse del gobierno de la Providencia y querer hacerse un dios a nuestro gusto? ¿Qué pena que una pobre criatura quiera seguir otra dirección distinta de la que Dios le ha dado y que se apegue a ella tanto que se llene de aflicción si se la quitan, sin encontrar descanso y creyendo que todo está perdido para ella! Como aquel pobre hombre que tenía un ídolo que se había hecho él mismo y que lo perdió, y se puso a llorar y a lamentarse porque le habían quitado a su dios; y cuando le preguntaron: «¿Por qué llora usted de ese modo?», respondió: «¿Cómo no he de llorar? ¡Me han quitado a mi dios, que yo mismo me había hecho!». Eso es lo que hacéis cuando queréis tener confesores a vuestro capricho y escogerlo vosotras mismas. ¡Que nunca se os ocurra cambiar de confesor, pues no hay ni uno solo de ellos que no se os haya dado sin orden de vuestros superiores! ¿Y quién tendrá jurisdicción sobre vosotras si no se le da? Dejáis al confesor que se os ha dado para acudir a otro que no tiene orden para ello. Hijas mías, éste no tiene facultades para ello, sino aquel que se os ha nombrado (3).
Pero, dirá alguna, tiene cosas raras; no me gusta su manera de ser. ¿Qué mal os ha hecho con su manera de ser y qué es lo que os disgusta? ¿No tiene poder para perdonar vuestros pecados, cuando os confesáis con él? ¿Qué más deseáis? ¿Tenéis que hacer algo más que decirle vuestros pecados?
¿Queréis acaso que os quite vuestras preocupaciones? Hijas mías, no tenéis por qué decirle vuestras preocupaciones; os basta con confesar vuestros pecados. Por eso, si os sentís inclinadas a lo que os digo, quitaos esas ideas y sabed que sería una gran desgracia para la Compañía el que una se mostrara tan apegada a sus propias satisfacciones que quisiera seguir su propia dirección. Y si esto hubiera sucedido ya, ¡qué desgracia, Dios mío! ¡qué desorden!
Hijas mías, es de suma importancia lo que se dice en esta conferencia, y sé que de aquí precisamente han nacido todos los desórdenes en una de vuestras casas que gozaba de muy buena fama entre vosotras y entre el pueblo. Miraban con admiración a esas hermanas venidas de París. Su comportamiento hacía que estuvieran en olor de santidad entre las personas piadosas. Pero el diablo, envidioso de la gloria que todo esto daba a Dios, creyó que, para impedir el bien que hacían, tenía que hacerles perder la reputación de que gozaban entre el pueblo. Por eso insinuó en el espíritu de una que acudiese a otro confesor distinto del que le habían dado sus superiores. Y la otra siguió acudiendo al que le habían dado. Esta hizo bien en no cambiar. Pero surgió entre ellas la desavenencia. ¿Qué iban a decir quienes vieran todo esto?: «¡Cómo! ¡Esas hermanas, de las que todos hablaban tan bien, no están de acuerdo entre sí! ¡La verdad es que no lo parecía!». Hijas mías, esto os enseña que debéis seguir la dirección que se os ha dado. Jesucristo no buscó otra distinta de la que le había dado su Padre. Por tanto, no hagáis como esa pobre desgraciada de la que os he hablado, que no tenía más dios que el que ella misma se había hecho. No os hagáis un dios a vuestro gusto y sabed que nunca habéis de cambiar de confesor por inclinación.
Así pues, les prohíbo a las hijas de la Caridad presentes y ausentes que dejen a los confesores que se les ha dado. Que se contenten con decirles sus pecados; todo lo demás que busquen por encima de eso, es un apego. Lo repito una vez más: prohíbo de parte de Dios a todas las hijas de la Caridad, tanto a las que están aquí como a las ausentes, que escojan a otros confesores distintos de aquellos que les hayan dado sus superiores; y quiero que acudan siempre al confesor que se les ha dado desde aquí. Si hubiera alguna cosa que no marchara bien, escribid sobre ella. Si obráis como os he dicho, ya veréis cómo no surgirá nunca ningún inconveniente.
Guardad bien vuestras reglas; son vuestros directores. Si las hubiesen guardado aquellas que os han dado ese escándalo, y sobre todo ésta, no habrían sido el hazmerreír de aquel sitio.
Cuando observéis con fidelidad vuestras reglas, seréis buenas hijas de la Caridad. No tenéis que hacer otra cosa. Pues ¿qué preocupación puede tener una hermana que le obligue a cambiar de confesor?
Padre Portail, le ruego que se muestre firme en esto. También se lo ruego a usted, señorita, y que no tolere que se falte a esta regla. Gracias a este medio, os mantendréis siempre en la obediencia; y mientras obedezcáis, cumpliréis la voluntad de Dios.
Bien, hijas mías, esto es lo que tenía que deciros a propósito de la confianza en la Providencia. Recibidlo como venido de parte de Dios, que os los ha hecho decir por medio de vuestra regla. Pedidle esa santa gracia de la confianza; pedidle la gracia de no pensar nunca en tener otra guía más que su Providencia, y haced el propósito de no querer ser vuestras propias directoras, sino abandonaros en manos de su bondad. Pedidle esta gracia en la santa misa y haced la oración sobre este tema para afianzaros más en esta resolución de abandonaros en manos de Dios y de aquellos que os dirigen de parte suya.
Digamos también algo de la regla 42, aunque ya es un poco tarde.
Regla 42: «Aunque su vocación requiere que se esfuercen durante toda su vida, etcétera».
Mirad, hijas mías, los santos han practicado todas las virtudes, porque sabían muy bien que no podían llegar a la santidad sin la fe, la esperanza, la caridad y todo lo demás. Por eso practicaban también la templanza, la paciencia, la humildad y todas las otras virtudes. Pues bien, hijas mías, los que pretenden el paraíso tienen que tener todas las virtudes. Porque uno no es virtuoso si no lo es en todo. Ser vicioso en una cosa y virtuoso en otra no es ser tal como Dios nos quiere. El Espíritu Santo dice que el que peca en una cosa, peca en todas las demás. Según esto, vosotras tendréis todas las virtudes cuando practiquéis bien una, ya que las virtudes no van una sin la otra. Pero hay que tener una intención general de esforzarse en todas.
Pues bien, entre todas las virtudes, hay cuatro que os señala la regla 42, que componen vuestro espíritu, que están representadas por las cuatro extremidades de la cruz de Nuestro Señor y a las que tenéis una atención especial. Os las explicaré en otra ocasión, ya que hoy no es posible. Nos quedaremos en la confianza en Dios. Para ello habéis de tener un gran deseo de abandonaros en su Providencia, esto es, en la elección que ha querido su Providencia hacer de vosotras, sin querer otra cosa más que lo que Dios quiere de vosotras. Dejaos llevar por su dirección. Tanto si os mandan a la ciudad o a las aldeas, o bien cuando permite que sufráis alguna tentación, someteos a la Providencia. Estad seguras de que ella os conservará, pero entregaos a Dios y pedidle que le plazca disponer de vosotras de la forma que quiera. Con tal que os salvéis, ¿qué os importa lo demás? Decidle, pues, que estáis dispuesta a ir adonde su Providencia os llame, y no temáis caer en falta alguna mientras procuréis agradar a Dios. Si lo hacéis así, haréis un acto de amor a Dios muy excelente, poniendo vuestra vida bajo su Providencia. Y aun cuando murierais en vuestra tarea, tendréis muchos motivos para alegraros de poder imitar entonces a Nuestro Señor, que fue obediente hasta la muerte de cruz (4).
¡Salvador mío! ¿Es posible que una hija de la Caridad, llamada por Dios mediante la voz de la santa obediencia, después de haber oído todo lo que hemos dicho, quiera excusarse y decir: «Padre (o señorita), tengo miedo de caer enferma, si me envía a ese sitio»? ¡Pobre criatura! ¿para qué empeñarse en conservar una carroña, que más pronto o más tarde será pasto de los gusanos, poniendo oídos sordos a la voz de Dios? El nos llama siempre que los superiores nos mandan ir algún sitio; ¡y nosotros ponemos oídos sordos! ¿Qué excusa tendremos delante de Dios? Adonde vayáis, siempre os encontraréis con Dios. Si es él el que os busca, lo encontraréis en todas partes. Señor, si tú me llamas y yo no te respondo, ¿dónde me ocultaré de ti? ¿Haréis acaso como Jonás que, después de haber recibido de Dios la orden de ir a predicar a los ninivitas, quiso excusarse, por no tener suficiente confianza en el Señor? Y cuando estaba en un barco ya pronto para naufragar, tuvo la sencillez de decir que había faltado por no haber querido oír la voz de Dios y les pidió que lo arrojasen al mar. Así se hizo y se lo tragó una ballena. «¡Ay, Señor! ¿Dónde me has puesto? Yo me quería ocultar de ti y en vez de irme a Nínive, adonde tú querías mandarme, me encuentro ahora en el vientre de un pez. ¡Miserable de mí!» (5). ¡Ved qué malo es desconfiar de la Providencia! Hijas mías, si sucediese que alguna de vosotras, por falta de confianza, quisiera ocultarse cuando la obediencia le manda ir a algún sitio sería un Jonás. ¿Con qué se encontrará? Se encontrará con ella misma, no ya en el vientre de una ballena, sino dentro de sí misma, metida en una carroña, o quizás en un lugar de perdición.
Además, en esto es precisamente en lo que consiste la perfección de las hijas de la Caridad: no tener otro fundamento más que Dios. Nuestras hermanas que están ya en el cielo nos dieron ejemplo de esta confianza. ¿No os acordáis de lo que se decía de ellas, que cuando les decían: «Hay que ir a tal sitio», estaban siempre dispuestas, a cualquier hora que fuese? Acordaos, hijas mías. Ya está el camino desbrozado. Quizás haya sido su buen ejemplo y el mérito de su confianza lo que haya dado a la Compañía el buen nombre de que goza. ¡Qué miserables seríamos si, después de eso, no tuviéramos mucha confianza en su Providencia! Resolveos inmediatamente a abandonaros en sus manos. Decidle a Dios: «¡Señor! Deseo con todo mi corazón confiarme a tu bondad; ¿seré tan miserable que falte a tus órdenes? Ayúdame con tu gracia, para que nunca se me ocurra decir: No quiero ir a tal sitio. Antes morir, Dios mío, que faltar a la obediencia. ¿Y dónde me ocultaréis, si me dejo llevar de mi cobardía? ¡Antes morir, Señor! Prefiero morir hoy mismo si mañana fuera a cometer esa falta».
Hijas mías, ésta es la disposición que Dios pide de vosotras para llevar a cabo su obra. Consideraos felices de que él se digne servirse de vosotras; consideraos indignas de que Dios os haya llamado a esta Compañía y estad seguras de que esas almas bienaventuradas que están en el cielo son las que han alcanzado de Dios tantas bendiciones sobre la Compañía, ya que no habéis sido precisamente vosotras las que le habéis granjeado tanta estima. Alegraos, hijas mías, de haber sido elegidas por Dios para servirle de tal manera que podéis muy bien consideraros como esposas suyas.
Salvador de mi alma, que has llamado a estas pobres mujeres…
Una hermana, interrumpiendo a su caridad, pidió perdón. El le dijo:
Bien, hija mía, uno mi oración a la suya, suplicando a Nuestro Señor que la ponga a usted y a todas las hermanas en la disposición que se requiere para los cargos que su bondad quiera confiarles. Le pido expresamente que ninguna se marche de aquí sin el firme propósito de abandonarse a la Providencia de Dios. Tal es la súplica que le hago a Nuestro Señor.
Salvador de mi alma, concede a nuestras hermanas esta gracia por la sumisión que tuviste a las órdenes de tu Padre y por la sumisión que les has dado a nuestras hermanas; concédenoslo también por amor a la sumisión de la santísima Virgen; concédenos la gracia de que no pongamos en ninguna otra cosa nuestra confianza más que en ti, por la conformidad que siempre tuviste con la voluntad de tu divino Padre.