En esta conferencia, voy a reflexionar con ustedes sobre el testimonio profético que, en nombre de los pobres, tenemos que ofrecer a nuestro mundo. El profeta tiene un corazón indiviso y escucha la voluntad de Dios, habla alto y fuerte, sin compromiso ni temor a las consecuencias. Vicente y Luisa fueron testigos proféticos en su tiempo y allí donde vivieron. En su Exhortación Apostólica Post-Sinodal «Vita consecrata» (1996) el Papa Juan Pablo II da una maravillosa descripción de la misión profética de la persona consagrada. No hace referencia a los profetas bíblicos, sino que habla así de los profetas de nuestro tiempo.
«La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia. El profeta siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y, tras haber acogido la Palabra en el diálogo de la oración, la proclama con la vida, con los labios y con los hechos, haciéndose portavoz de Dios contra el mal y contra el pecado. El testimonio profético exige la búsqueda apasionada y constante de la voluntad de Dios, la generosa e imprescindible comunión eclesial, el ejercicio del discernimiento espiritual y el amor por la verdad. También se manifiesta en la denuncia de todo aquello que contradice la voluntad de Dios y en el escudriñar nuevos caminos de actuación del evangelio para la construcción del Reino de Dios» (VC 84).
Esta declaración, densa y rica, centra nuestra atención en las características de la vocación profética como una «comunión eclesial indispensable» y que se desarrolla mediante «el discernimiento espiritual y el amor a la verdad».
Voy, pues, a escoger tres de estos elementos y los desarrollaré como esenciales en nuestra llamada al servicio de la Iglesia y de los pobres:
- En primer lugar, el profeta: como alguien que escucha la Palabra de Dios «en las diferentes circunstancias de la historia».
- En segundo lugar, el profeta: alguien que desea ardientemente la santidad de Dios y que escucha su palabra «en el diálogo de la oración».
- En tercer lugar, el profeta: alguien que proclama la Palabra de Dios con su vida, sus palabras, y sus hechos.
La misión del profeta gira en torno a la Palabra de Dios, y no solo en la proclamación de la Palabra. El profeta, hombre o mujer, primero escucha la Palabra de Dios, luego, en diálogo con el Señor, discierne lo que significa y sólo después proclama de palabra y con hechos.
El Documento Inter-Asambleas sigue la misma dinámica que la descrita para la misión del profeta en Vita Consecrata: estar atentas a «la realidad del mundo en el que vivimos», a «las llamadas que nos lanza el Espíritu, y «las respuestas a poner en acción para dinamizar nuestra vida» (DIA p. 3), es igualmente el modelo de análisis en la fórmula del «ver, juzgar, actuar» de Medellín y Puebla, o en el plan de los sermones de san Vicente «naturaleza-motivos-medios».
1. El profeta escucha la Palabra de dios en los acontecimientos de la Historia
Muchas veces se ha descrito al profeta como alguien que predice el futuro. Ahora bien, en la Biblia su misión no es esta. La misión del profeta es la de observar, escuchar, aprender del pasado para observar y escuchar las enseñanzas del presente. Solo así será capaz de decir algo para el futuro y lo que ocurrirá si ciertos problemas o ciertos cambios no se tienen en cuenta.
Samuel es el primer profeta de Israel que hace la transición entre la función sacerdotal y la función profética. Recordemos de qué modo se realiza su llamada profética:
«Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado todavía la palabra del Señor. El Señor llamó a Samuel, por tercera vez. Se levantó, fue adonde estaba Elí y dijo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: «Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo di: «Habla Señor, que tu siervo escucha». Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y llamó como las veces anteriores: «¡Samuel, Samuel!» Respondió Samuel: «Habla que tu siervo escucha». (1 Sam 3,7-10)
Aprender a reconocer la voz del Señor es clave. Podemos ver que el testimonio profético exige estar a la escucha del Señor. Podemos desorientarnos y seguir otras voces: a veces, una voz interior que procede de nuestra propia voluntad; otras, una voz convincente, la de lo fácil; otras veces una voz fuerte, la de la autoridad… Pero lo que necesitamos es oír la voz del Señor; se parece a la del Buen Pastor que conoce a sus ovejas y éstas le reconocen. Entonces nuestra respuesta consiste en escuchar: «Habla Señor que tu siervo escucha».
La voz del Señor nos llega de distintas maneras: la oímos ya sea a través del reconocimiento de los valores evangélicos (vemos el relato evangélico vivido con claridad y oímos la llamada), o a través de los «signos de los tiempos», ( conocemos situaciones de personas que nos invitan a comprometernos), o por las llamadas de la Iglesia y /o de nuestros Superiores, que disciernen las mociones del Espíritu de un modo especial en la vida de la Compañía (entonces estamos llamados a la obediencia y a la acción).
El profeta es una persona en conexión con el tiempo y el lugar en el que vive: se informa a través de la prensa y los medios de comunicación de lo que les ocurre a los más vulnerables en su país y en el mundo.
El Señor está atento a las necesidades de su pueblo. En el Antiguo Testamento, recuerda al pueblo que han de tratar bien a los necesitados:
«No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a mí, yo escucharé su clamor» (Ex. 22,20-22).
El Señor oye el grito de los oprimidos y les responde. El Salmo 34, 7 dice: «El pobre clama y el Señor le escucha, y le salva de todas sus angustias».
Lo que tenemos que saber es que muchas veces el Señor oye por nuestros oídos, habla mediante nuestras voces y responde por nuestros brazos.
En el Nuevo Testamento, el pasaje del Buen Samaritano nos narra la escucha y la atención de Jesús a la situación del hombre herido:
«Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino, y al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó» (Lc 10, 31-34)
El sacerdote y el levita ven a la víctima, pero eligen pasar por el otro lado. Sólo el Samaritano elige acercarse e implicarse. Jesús ha escuchado el grito del pobre en su mundo. Ha reconocido a su hermano sufriente y ha optado por responder.
En la época en la que vivían Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, cuánta gente vio a los niños abandonados en las calles víctimas de tantos abusos, a los prisioneros privados de los derechos humanos fundamentales, a los enfermos y moribundos, a los hambrientos y a los sin hogar, sin ayudarles. Podríamos describir estas situaciones y muchas más y luego maravillarnos por el modo como Vicente y Luisa permanecieron alerta. Su atención a las mociones del Espíritu les condujo a responder a las necesidades de los pobres. Respondieron a los desafíos de su tiempo con el corazón y las manos dispuestos para la acción. Reconocieron la presencia de Jesús en los pobres y se convirtieron en nuestros modelos y guías, siempre dispuestos a responder a la voz del Señor cualquiera que fuere el precio que hubiera que pagar. Escuchemos a Luisa:
«Sobre todo, sean muy afables y bondadosas con sus pobres; ya saben que son nuestros señores, a los que debemos amar con ternura y respetar profundamente. No basta con que tengamos estas máximas en la memoria; sino que hemos de demostrarlo con nuestros cuidados caritativos y afables.» (SLM, C. 322 A mi querida Sor Cecilia Inés. p.316)
Hoy, nuestra vocación de Hijas de la Caridad nos compromete a dar un testimonio profético: escuchar y reconocer la voz de Dios en cualquier circunstancia, lo que supone un corazón indiviso: «Habla Señor que tu siervo escucha».
2. El profeta «reflexiona la Palabra de Dios»
Reconocer y escuchar la Palabra de Dios es la primera etapa del testimonio profético. La etapa final es llevarla a la práctica. Estas dos etapas parecen bastante evidentes. Pero existe una etapa intermedia: la que nos introduce en la contemplación, aquella en la que buscamos conocer lo que Dios quiere de nosotros en esta situación. Esa etapa intermedia está basada en la reflexión y la oración.
Como lo describe Vita Consecrata: «El profeta siente arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y… [oye] su Palabra en el diálogo de la oración».
Hay dos elementos interesantes en esta parte del testimonio profético. En primer lugar, el profeta recibe la gracia de un esclarecimiento de la naturaleza y de la voluntad de Dios. Cuando observa la situación actual, el profeta reconoce dónde está presente Dios y de qué forma le llama a actuar.
Jesús llevó a cabo su testimonio profético de esta manera. Vio lo que estaba ocurriendo y reconoció que la situación era contraria a la voluntad de Dios para su pueblo. Comprometió a la gente a reflexionar y les provocó a que pensaran de forma diferente. La narración del Buen Samaritano es uno de los ejemplos. Se podría también poner el acento en la manera de respetar el Sabbat, o en su voluntad de asociarse a determinada clase de gente. Jesús era un pensador, -e invita a los demás a pensar-, así como un orador y un actor. Era un verdadero profeta
Observemos cómo el verdadero profeta se distingue de las otras dos figuras proféticas del Antiguo Testamento:
- El «profeta de la corte del Rey», decía lo que el rey esperaba de él, y no lo que el Señor quería.
- El falso profeta expresaba su voluntad, sus intereses y su manera de pensar y no la del Señor.
El auténtico profeta, busca cumplir la voluntad de Dios aclarada mediante la escucha y la reflexión.
El profeta escucha la Palabra de Dios en el «diálogo de la oración», no se contenta con hablar o escuchar, sino que habla y escucha. Jeremías seducido por el Señor, es igualmente capaz de presentarle su queja
Me sedujiste SEÑOR, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y de desprecio a diario. Pensé en olvidarme del asunto y dije: «no lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre» pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía» (Jer 20,7-9)
Jeremías, cómo otros muchos profetas, sintió el peso de su responsabilidad en la proclamación de la Palabra de Dios.
Vicente y Luisa, conocían la situación de su época y la llamada del Evangelio. A través de sus escritos podemos imaginarlos reflexionando en voz alta sobre los acontecimientos y lo que era posible mejorar, lo que podía tener solución o no. Su reflexión se orientaba por el deseo de discernir la voluntad de Dios. El éxito o fracaso de una empresa se juzgaba en relación con lo que ellos percibían como acción de Dios en ese momento y lugar preciso, lo que Dios les permitía que hicieran con éxito, era considerado cómo algo acorde con la voluntad de Dios, lo que fracasaba, se interpretaba cómo no formando parte del plan de Dios en ese momento. Su capacidad para concretar la llamada profética estaba unida a su respuesta, muy bien concebida, en el orden práctico.
En nuestra época, estamos igualmente invitados a reflexionar sobre las necesidades actuales. Nuestro Documento Inter-Asambleas nos invita a:
«… a discernir cómo responder de manera nueva a las llamadas del mundo de los pobres hoy (migración, tráfico de mujeres y niños, SIDA, todas las amenazas a la vida… )» (DIA p.23).
El proceso de discernimiento brota de corazones inteligentes y abiertos a la novedad. «Ensancha el espacio de tu tienda, despliega los toldos de tu morada, no los restrinjas, alarga las cuerdas, afianza tus estacas» (Is 54,2). La referencia al texto de Isaías consiste manifiestamente en pensar en nuevas ideas con gran amplitud de miras, a eventualidades aun desconocidas, a maneras creativas de servir, siendo fieles a nuestro carisma.
Si las Hijas de la Caridad sirven a los más abandonados y vulnerables, deben evaluar continuamente sus obras y sus recursos. Mientras que ciertos servicios de pobres son asumidos por la sociedad actual, ellas están dispuestas a pasar a otro tipo de servicio. Tal es la respuesta a la llamada profética y la actitud de los corazones indivisos.
El profeta no deja a la gente a gusto, ni él mismo está a gusto ni seguro. El Evangelio nos lo recuerda: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).
3. El profeta «proclama la Palabra de Dios» con su vida, sus palabras y sus hechos
En su libro, Ezequiel describe muy bien la acción del profeta. Trata del re-encuentro del pueblo de Israel tras su cautividad en Babilonia. El Señor promete, no solamente reunir a todo el pueblo sino también darles su espíritu, su vida. Todo ello ocurre gracias a la palabra del profeta. Literalmente, anima al pueblo.
«La mano del Señor se posó sobre mí. El Señor me sacó en espíritu y me colocó en medio de un valle todo lleno de huesos. Me hizo dar vueltas y vueltas en torno a ellos: eran muchísimos en el valle y estaban completamente secos. Me preguntó: «Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?». Yo respondí: «Señor, Dios mío, tú lo sabes». Él me dijo: «Pronuncia un oráculo sobre estos huesos y diles: «¡Huesos secos, escuchad la palabra del Señor!« Esto dice el Señor Dios a estos huesos: yo mismo infundiré espíritu sobre vosotros y viviréis. Pondré sobre vosotros los tendones, haré crecer carne, extenderé sobre ella la piel, os infundiré espíritu y viviréis. Y comprenderéis que soy el Señor»
Yo profeticé como me había ordenado, y mientras hablaba se oyó un estruendo y los huesos se unieron entre sí. Vi sobre ellos los tendones, la carne había crecido y la piel la recubría; pero no tenían espíritu. Entonces me dijo: «Conjura al espíritu, conjúralo, hijo de hombre, y di al espíritu: Esto dice el Señor Dios: Ven de los cuatro vientos, espíritu y sopla sobre estos muertos para que vivan». Yo profeticé como me había ordenado; vino sobre ellos el espíritu y revivieron y se pusieron en pie». Era una multitud innumerable. Y me dijo: «Hijo de hombre, estos huesos son la entera casa de Israel, que dice: «Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, ha perecido, estamos perdidos». Por eso profetiza y diles: «Esto dice el Señor Dios: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de ellos, pueblo mío, comprenderéis que soy el Señor. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y comprenderéis que yo. El Señor, lo digo y lo hago« – oráculo del Señor» (Ez 37, 1-14).
Vicente y Luisa provocaron estas transformaciones en su época y lugar. Con el poder de los profetas, favorecieron el cambio en su sociedad y en su cultura, influyendo en las leyes, organizando a la gente, y transformando las instituciones. ¿Fue acaso su época algo menos confusa que la nuestra, o más exigente en lo que se refiere a la necesidad de actuar o de gobernar?
Vita Consecrata subraya las transformaciones que el testimonio profético puede aportar en una sociedad:
«Si la vida consagrada mantiene su propia fuerza profética, se convierte, en el entramado de una cultura, en fermento evangélico capaz de purificarla y de hacerla evolucionar. Lo demuestra la historia de tantos santos y santas que, en épocas diversas, han sabido vivir en el propio tiempo sin dejarse dominar por él, señalando nuevos caminos a su generación. El estilo de vida evangélico es una fuente importante para proponer un nuevo modelo cultural. Cuántos fundadores y fundadoras, al percatarse de ciertas exigencias de su tiempo, han sabido dar una respuesta que, aun con las limitaciones que ellos mismos han reconocido, se ha convertido en una propuesta cultural innovadora». (VC 80)
Nuestras Constituciones nos urgen a la acción:
«Las Hijas de la Caridad tienen la preocupación constante por la promoción de la persona en todas las dimensiones de su ser. Por eso se ponen a la escucha de sus hermanos y hermanas para ayudarles a tomar conciencia de su propia dignidad y a ser ellos mismos los agentes de su promoción. Dan a conocer las llamadas y las aspiraciones legítimas de los más desfavorecidos, que no tienen la posibilidad de hacerse oír». (C. 24e)
Ser conscientes de las necesidades de los más necesitados y buscar los medios de ayudarles a defender su propia causa, forma parte de la tarea profética de una Hija de la Caridad. Cuando esto no es posible, la Hija de la Caridad trata de convertirse en la voz de los que sufren.
Vita Consecrata sugiere que uno de los medios por los que los consagrados llevan a cabo su testimonio profético en el mundo contemporáneo, es por el ejercicio de los consejos evangélicos.
«El cometido profético de la vida consagrada surge de tres desafíos principales dirigidos a la Iglesia misma: son desafíos de siempre, que la sociedad contemporánea, al menos en algunas partes del mundo, lanza con formas nuevas y tal vez más radicales. Atañen directamente a los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia» (VC 87)
La Pobreza, la castidad y la obediencia son signos proféticos eficaces de los valores de nuestras sociedades y hacen presente el Reino de Dios entre nosotros. Simplemente viviendo con fidelidad y gozosamente estos votos, denunciamos los abusos de los que son víctimas las personas, contra el ansia irresistible de poseer y el intento de arrebatar los derechos de los demás. O, dicho de forma más positiva, vivir fielmente los consejos evangélicos conduce a una estima más profunda del verdadero sentido del amor, del respeto por el orden de la creación y de la cooperación para fines que merecen la pena. Uno de los testimonios proféticos más auténticos que podemos ofrecer a nuestro mundo, allí donde estemos, es sencillamente ser lo que profesamos por nuestros votos.
El documento pone de relieve la manera como estos desafíos se viven en el mundo moderno:
La castidad
La primera provocación proviene de una cultura hedonística, que deslinda la sexualidad de cualquier norma moral objetiva, reduciéndola frecuentemente a mero juego y objeto de consumo… La respuesta de la vida consagrada consiste ante todo en la práctica gozosa de la castidad perfecta, como testimonio de la fuerza del amor de Dios en la fragilidad de la condición humana… ¡en Cristo es posible amar a Dios con todo el corazón, poniéndolo por encima de cualquier otro amor, y amar así con la libertad de Dios, a todas las criaturas!… La castidad consagrada, aparece de este modo, como una experiencia de alegría y de libertad» (VC 88).
«Sí, queridas hermanas, ¡cómo el deseo de amar a Dios y la práctica de ese santo amor (suavizan) maravillosamente todas las cosas! ¡Qué consuelo tan grande es para las almas buenas tener ocasiones en que poder manifestar a Dios el amor que le profesan, como las que tienen ustedes con el servicio que prestan a los pobres!» (SLM, C. 330 A Sor Juana Cristina 1. pp. 323-324)
La pobreza
«Otra provocación está hoy representada por un materialismo ávido de poseer, desinteresado de las exigencias y los sufrimientos de los más débiles y carente de cualquier consideración por el mismo equilibrio de los recursos de la naturaleza. La respuesta de la vida consagrada está en la profesión de la pobreza evangélica, vivida de maneras diversas, y frecuentemente acompañada por un compromiso activo en la promoción de la solidaridad y de la caridad (CV 89)… Dios es la verdadera riqueza del corazón humano…Se pide, pues, a las personas consagradas un nuevo y decidido testimonio evangélico de abnegación y de sobriedad, un estilo de vida fraterna, inspirado en criterios de sencillez y hospitalidad…» (CV 90).
«Eso es lo que hace la pobreza: nos hace pensar en Dios y elevar a Él nuestro corazón, mientras que si estuviéramos bien provistos, quizá nos olvidaríamos de Dios. Por eso, siento una gran alegría, al ver que la pobreza voluntaria y real se practica en todas nuestras casas» (Abelly, Libro III, capítulo XVIII, p. 734)
La obediencia
«La tercera provocación proviene de aquéllas concepciones de libertad que, en esta fundamental prerrogativa humana, prescinden de su relación constitutiva con la verdad y con la norma moral…no hay contradicción entre obediencia y libertad» (VC 91)
«Toda obediencia en la fe, reproduce la actitud del Hijo de Dios… en seguimiento suyo y bajo la moción del Espíritu Santo, las Hijas de la Caridad hacen a Dios la ofrenda total de su libertad… [y se] comprometen a una búsqueda y aceptación humilde y leal de la voluntad de Dios, que se manifiesta a la Compañía de múltiples formas» (C. 31a, b)
Conclusión
Comenzábamos esta intervención reconociendo la importancia de tener un corazón indiviso como el de los profetas.
Herederos de san Vicente y de santa Luisa que a través de los acontecimientos de su época supieron discernir la voluntad de Dios y realizarla, estamos llamadas a abrirnos sin cesar a la acción transformadora del Espíritu, para dar un testimonio profético como siervas de los pobres.
«Hermana, ¡qué consolada se sentirá usted en la hora de la muerte, por haber consumido su vida por el mismo motivo por el que Nuestro Señor dio la suya! -Por la caridad, por Dios, por los Pobres!-. Si conociera usted su felicidad, hermana, se sentiría realmente llena de gozo: pues, haciendo lo que usted hace, cumple la ley y los profetas, que nos mandan amar a Dios con todo nuestro corazón y al prójimo como a nosotros mismos. ¿Y qué mayor acto de amor se puede hacer que entregarse uno a sí mismo por completo, de estado y de oficio, por la salvación y el alivio de los afligidos? En eso está toda nuestra perfección. Queda por añadir el afecto a la acción y conformarse con la voluntad de Dios, haciendo y sufriendo todas las cosas por las mismas intenciones por las que Nuestro Señor hizo y sufrió otras semejantes. Le ruego que nos conceda a todos esta gracia». (SV VII, 2832. A Ana Hardemont, Hna Sirviente, en Ussel. Paris, 24 de Noviembre [1658]. CCD 7, p. 397)
Que ésta oración sea también la que brote hoy de nuestro corazón indiviso.