JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL Día 27 DE ABRIL DE 1879.
Dada cuenta de todo lo que queda dicho, y después de obtener la venia del Exorno. Sr. Nuncio, leyó un Socio el siguiente discurso del Sr. Presidente del Consejo Superior.
Excmo, e Ilmo. Señor;
Señores;
Amados hermanos en .J.C.:
En nuestro Reglamento, en las circulares de nuestros Presidentes generales y en casi todos los discursos que se leen en nuestras Juntas, se dice y repite que el objeto de la visita al pobre, que es nuestra Obra principal, no es la limosna material, sino la limosna espiritual, tan superior a la material como el alma es superior al cuerpo. Siempre estamos oyendo esto, y sin embargo a mí me parece, tal vez me engañe, pero yo creo que una gran parte, acaso la mayoría de los socios, no se han fijado lo bastante en ello, y no comprenden bien lo que es la limosna espiritual, las inmensas ventajas que lleva a la material, y el modo de practicarla. Voy por lo tanto a llamar por un breve rato la atención de los que me dispensan el honor de escucharme, sobre este punto que no puede ser para nosotros de mayor importancia, contando con su indulgencia, si les molesto.
La limosna espiritual, Señores, es la limosna del alma, el alivio de las necesidades y de las penas del alma, que, sin comparación, afligen al hombre mucho más que las del cuerpo. No son, no, las necesidades del cuerpo las que hacen al pobre desgraciado, sino las del alma, porque sin estas sería feliz, en cuanto es posible serlo en esta vida.
¿Feliz el pobre? dirán algunos sin acordarse de las palabras del Evangelio: Beati pauperes, y al observar que por lo común el pobre se cree desgraciado. Pero ¿y por qué? Adviértase que no es precisamente porque sea pobre, sino porque no quiere serlo; porque no aprecia las ventajas de su posición; porque se olvida de su inmortalidad; en una palabra, porque no es pobre de espíritu como dice el Evangelio, pauperes spiritu, esto es, desprendido del afecto a los bienes temporales. Si pues nosotros logramos hacerle comprender lo que es en realidad la pobreza, si logramos que se conforme con su estado y que no envidie al rico, le habremos hecho más bien si le diésemos mucho dinero, más bien que si le sacásemos de la pobreza, lo cual podría muy bien no convenirle y hasta causarle su perdición eterna. Entiéndase por lo tanto la importancia de la limosna espiritual, y compréndase que la material por sí sola no merece el nombre de caridad: interesa sobremanera fijarse en esto y entenderlo bien, porque el espíritu del mundo en medio del cual vivimos, tiende siempre a corromper la caridad y a convertirla en la llamada filantropía. Dice Faber en su precioso libro titulado El Criador y la criatura: «Es un proverbio antiguo, que la peor de todas las corrupciones y falsificaciones es la corrupción y falsificación de lo más excelente. Si pues la caridad es el más excelente de los dones, tanto en el cielo como en la tierra, tanto en el tiempo como en la eternidad, ¡cuán triste debe ser la desolación, ¡cuán extensa la ruina, cuán incurable la herida de la falsa caridad, que “satisface a sus indignos instintos a expensas de la verdad de Dios y de las almas del prójimo!» Y en efecto, lo estamos viendo do continuo. ¿Que son los esfuerzos de los enemigos de la Iglesia para socorrer a los pobres, sino efectos palpables de esa falsa caridad? ¿Qué son las llamadas diaconisas que los protestantes o malos católicos se empeñan en sustituir a las Hijas de la Caridad, sino efectos evidentes de esa falsa caridad? ¿Que son los cobardes pastores de las sectas disidentes que quieren remedar a nuestros valientes misioneros, sino efectos… vergonzosos, iba a decir, de esa falsa caridad? ¡Cómo si pudiese haber verdadera caridad sin verdadero amor al pobre, basado en verdadero amor a Jesús! ¡Qué equivocados están! Pero, por Dios, que no consigan que nosotros también lo estemos; que no logren infundirnos sus ponzoñosas ideas; que no obtengan el triunfo de su falsa caridad sobre la nuestra verdadera; y al efecto, no solo debemos estar en guardia constante contra las ideas equivocadas y nocivas del mundo respecto a este punto, sino también contra las que generalmente predominan en los pobres mismos a quienes visitamos, y les hacen verdaderamente desgraciados. Creen casi todos que si fuesen ricos serían felices, y de aquí la falta de conformidad con su suerte, y a veces hasta la envidia y el odio al que se halla en otra posición. Pues bien: nosotros debemos poner un esmero grande en sacarles de ese error por medio de reflexiones sólidas, y aprovechando las ocasiones, que no dejan de ofrecerse, de hacerles ver lo equivocados que están en su modo de pensar. Podría referir un número de casos prácticos como ejemplos de esto, que yo mismo he presenciado, muy considerable; pero citaré solo tres para que se fije bien la idea.
Estaban unas mujeres del pueblo mirando una tarde de primavera el hermoso jardín de un palacio situado en una de las calles principales de Madrid, desde la verja; y admiradas de la profusión y belleza de sus árboles y flores, decían en son de tristeza: ¡este sí que es feliz, y no nosotras! No pudo contenerme, y a pesar de que no las conocía, les dije sencillamente. ¿Saben VV. quién es el dueño de este palacio y de este jardín? No Señor, respondieron. Pues yo sí le conozco, les dije, y se halla muy lejos de aquí; pero aunque estuviese presente, no podría gozar poco ni mucho de la hermosa vista que están VV. disfrutando, porque está ciego. Ya esto les chocó algún tanto. Y además, proseguí, tiene tan poca salud, que para hacer el menor ejercicio, para dar solo algunos pasos, necesita que le ayuden dos criados con trabajo. ¡Pobrecillo! dijeron. Ahora bien. ¿Se cambiarían VV. por él? ¡No por cierto! respondieron al instante, y se quedaron tan pobres como estaban, pero no ya tan envidiosas como habían estado.
Otro ejemplo me ofreció un joven gravemente herido, a quien yo cuidaba en un hospital de sangre, que frecuentemente maldecía su suerte, y achacaba a la pobreza todo lo que padecía. Me estaba. sin embargo, agradecido porque yo le asistía con esmero, y un día, en que se puso a disparatar aun más de lo acostumbrado, sobre el tema favorito de odio y envidia al rico, me ocurrió decirle: Vamos, veo con sentimiento que a pesar de todos mis esfuerzos, no he logrado todavía que me quieras… ¡Cómo! dijo con viveza. ¿Puede V. dudar de lo agradecido que estoy al cariño con que V. me cuida y a la paciencia con que me trata? Sí lo dudo, porque si apreciaras mis cuidados y servicios, no sentirías tanto ser pobre, pues a eso j solo los debes. ¿Pues cómo? Es claro: si fueses rico, yo nada haría de lo que hago por ti, dejaría a tus criados que te sirviesen, y cuando más, preguntaría, por cumplir, cómo seguías. Le hizo tal efecto esta sencilla reflexión, que desde aquel día cambió por completo de lenguaje, y no se le volvió a oír queja alguna de ser pobre.
El tercer ejemplo es todavía más notable, y paso por lo tanto a recomendarle a la atención de lodos los presentes.
Visitábamos a una pobre enferma, de una familia adoptada por la Conferencia de su barrio, queso agravó sobre manera. Padecía unas calenturas rebeldes, y vivía en una boardilla trastera de tan malas condiciones, que el facultativo de la Casa de Socorro que la asistía, nos dijo un día en la escalera: «Esta pobre mugar se nos mucre, por efecto, no tan solo de la enfermedad, sino de la falla de aire necesario para la vida.» La boardilla, en efecto, era sumamente reducida, y el techo inclinado pegaba casi con la cabecera de la enferma. Era en lo fuerte del calor, y allí no se podía respirar. No sabíamos qué hacer, cuando la dueña de la casa, que vivía en el piso segundo en un cuarto de doce mil rs., recibió un telegrama de su esposo ausente, que la obligó a salir de Madrid precipitadamente. Nos preguntó si podrían bajar las vecinas de la boardilla que visitábamos (eran tres, la enferma, una hermana mayor y una sobrina) a cuidar de su cuarto durante su ausencia; y vimos el ciclo abierto. Bajaron inmediatamente nuestras pobres y se escogió para la enferma, entre las varias alcobas que había en el cuarto, todas grandes, ventiladas y hermosas, la mejor. Se trasladó a ella la enferma con la mayor alegría, y no se cansaba de decir y repetir: «Gracias a Dios! ¡Qué fortuna! ¡Soy feliz! etc.» Pero con sorpresa nuestra, y del médico que la asistía, en la nueva alcoba se empeoró la enferma, hasta el extremo de tener que disponerse para morir. Desde el principio de la enfermedad se hablaba allí de la medicina que está de moda, esa medicina que, según parece, todo lo cura pues a todo se aplica: mudar de aires, salir de Madrid; pero no se podía llevar a efecto por falta de recursos. Unos parientes que tenía en la Alcarria accedieron a admitirla si daba 4 rs. diarios, pues ellos también eran muy pobres. 4 rs. no es gran cosa, pero en un mes, que es lo menos que se calculaba debía permanecer la enferma en el pueblo, importaban ya 6 duros, y añadiendo a eso el coste del viaje de ida y vuelta, algo para el camino, etc., llegó el presupuesto a 200 rs., cantidad, es claro, muy superior a lo que la Conferencia podía dar, y que hubo que ir buscando con trabajo. Se reunió al fin, y cuando fuimos muy contentos a llevársela a la enferma, nos encontramos con que el facultativo no le permitía ponerse en viaje, porque decía que no estaba ya en estado de viajar. Por manera que los 200 rs. que allí estaban, y que con tanto trabajo se habían reunido, de nada servían, así como tampoco había servido la buena alcoba para aliviar a la pobre mujer, que veía con asombro cuán equivocada estaba al creer que, teniendo dinero, todo se tiene.
Consiste ese error, romo otros que hacen mucho daño, en el olvido de la verdadera condición del hombre en la tierra, en el olvido de que no hemos nacido para gozar aquí sino para merecer, y que no se puedo merecer sin padecer. El pobre achaca sus padecimientos a la pobreza, y el rico los atribuye a otra causa; pero lo cierto es que uno y otro sufren, porque a eso han venido a este mundo. Solo el amor puede calmar el dolor, y hasta hacer que se acepte con gratitud. Sí todos cumpliésemos el primer precepto del Decálogo, la tierra sería un paraíso. Habría dolores, sí; pero se utilizarían de modo que, lejos de temerlos, serian deseados. ¿Y es posible que se escriba tanto y se hable tanto de esto por espacio de siglos, sin que se llegue a comprender por la mayoría de las gentes? La razón, la revelación y la experiencia de 6000 años, nos están diciendo y repitiendo que la felicidad no es de este mundo, y sin embargo, nunca acabamos de creerlo!
Penetrados de estas verdades, procuremos inculcarlas en el ánimo de nuestros pobres. Al visitar a uno por primera vez, observemos cómo habla. El facultativo mira la lengua al enfermo para juzgar el estado de su estómago; miremos también nosotros la lengua de nuestro pobre, esto es, escuchémosle con atención, para juzgar del estado de su corazón. Casi siempre le hallaremos sucio y necesitado de purga, esto es, de Ja limosna espiritual, que suele necesitar el pobre mucho más que la material. Procuremos primero ganar su confianza. Ganada que sea, procuremos hacerle ver el error en que está respecto a su posición, que tanto deplora, y lograr que se conforme con ella; pero esto no basta. Debemos seguir trabajando en su ánimo hasta hacerle (si es posible) que pase de la conformidad a la gratitud, apreciando debidamente el favor que Dios Nuestro Señor le ha dispensado al colocarle en la situación en que se encuentra, en la santa pobreza, que el mismo Señor escogió para sí, y que tantos y tantos miles de cristianos han abrazado y siguen abrazando voluntariamente, prendados de su verdadero valor, y renunciando al efecto muchos de ellos a pingües fortunas ¿Es de creer que todos (dios estén locos? Mucho podremos conseguir c.on el auxilio de la gracia, a fuerza de paciencia, y sobre todo a fuerza de amor. No nos será difícil amar de veras al pobre, si recordamos que en él amamos al mismo Jesucristo, que al efecto quiso quedarse con nosotros en su persona. ¡Qué honor, señores y amados hermanos, qué honor el que disfrutamos, visitar, servir, socorrer al dulcísimo Jesús! ¿Se considera estelo bastante? Se considera la gracia que nos ha dispensado Dios Nuestro Señor al llamarnos a una Sociedad, cuyo Reglamento tiende a hacernos disfrutar nada menos que de los dos grandes objetos que se propuso nuestro amantísimo Salvador al quedarse entre nosotros para siempre, a saber, el de nutrirnos con su mismo cuerpo en el Santísimo Sacramento del Altar, y el de ser nutrido por nosotros en la humilde persona del pobre? ¿Se comprende la importancia de la Comunión frecuente, (que la Sociedad no deja de fomentar por todos los medios que están a su alcance? Ah! nuestros fundadores, aunque tan humildes, y acaso por serlo tanto, comprendieron que para visitar bien a Jesucristo en la persona del pobre, era preciso recibirlo con frecuencia en el Sacramento do la sagrada Eucaristía, y por eso establecieron cuatro comuniones al año, recomendando además con su ejemplo y en sus escritos, y por todos los medios, la comunión, todo lo más frecuente posible. Que los incrédulos se burlen cuanto quieran, que los tibios nos crean exagerados en esta materia, que los impíos nos odien, ¿qué importa? Guardemos nosotros fielmente nuestras reglas, y ellas nos guardarán. Procuremos penetrarnos bien del espíritu de nuestra humilde Sociedad, y sabremos hacer la limosna espiritual; y aunque no logremos en toda nuestra vida más que salvar un alma, una sola, ya habremos hecho lo más conducente para lograr lo único a que debemos aspirar en este valle de lágrimas, que es a salvar la nuestra. Así sea.
Excmo. Sr.: Agradecemos indeciblemente a V. E. la honra que nos dispensa al dignarse favorecer nuestra humilde reunión con su presencia, y nuestra misma pequeñez nos hace apreciar este favor en todo su valor. Se aumentará, si es posible, nuestra gratitud, y llegará a su colmo si se digna al fin darnos su la bendición apostólica.