JUNTA GENERAL DE LAS CONFERENCIAS EN MADRID: 11 de Febrero de 1883
Reunidos los socios de las veinte Conferencias de Madrid y de Carabanchel en un salón de la Real Iglesia de San Isidro bajo la presidencia de los Hmmos. Sres. Cardenal Moreno, Arzobispo de Toledo, y Cardenal Bianchi, Pro-Nuncio de Su Santidad con asistencia de algunos Sres. Miembros de honor, se abrió la sesión a las cuatro y cuarto de la tarde con las preces de Reglamento y la lectura de un capítulo de la Imitación de Jesucristo.
Leída el acta de la sesión anterior, dio el Sr. Vicetesorero cuenta del estado de la caja del Consejo desde la última Junta general, expresando al por menor los ingresos y gastos de dicho período y la existencia actual.
Se dieron a conocer los nombres de los socios ingresados en las Conferencias de Madrid, que fueron once activos y tres aspirantes siendo uno de aquellos y otro de estos procedentes de Conferencias de provincias.
Se participó haberse agregado a nuestra Sociedad, desde la última Junta general, la Conferencia de San Antonio en Bilbao, que lo ha sido el 22 de Enero.
El Sr. Presidente del Consejo superior dio gracias a los Eminentísimos Sres. Cardenales que presidían la Junta por el honor que le dispensaban con su asistencia, y pidió su venia para que se leyese un discurro que con este objeto se había escrito. Obtenida que fue, leyó uno de los socios lo siguiente:
Eminentísimos señores:
El funesto acontecimiento que todos temíamos tiempo ha, y nuestras tristes previsiones no podían ni han podido impedir retrasar, ha llegado ya, llenando de luto para mucho tiempo a la Sociedad de San Vicente de Paúl, no solamente de Madrid, sino de toda España. ¡Don Santiago de Masarnau ha muerto!; y aunque ha entregado su alma a Dios con la muerte de los justos, con resignación cristiana en medio de una enfermedad larga y angustiosa, con tranquila conformidad en la voluntad divina y en su infinita misericordia, después de una larga vida, caritativa y ejemplar, recibidos todos los Sacramentos, que la Iglesia tiene para el último trance, y los consuelos de la Santa Religión para los moribundos, nuestro dolor tiene que ser duradero y profundo; tan duradero como la falta que nos hace, tan profundo como grande era su mérito nunca tan apreciado como cuando se ve perdido; que tal es la triste condición humana en razón de la salud, la fortuna, el mérito y la honra, que se aprecian más cuando se las pierde y echa de menos.
Era frase corriente entre los socios de Madrid más allegados a más amantes de nuestra humilde Sociedad, que reunidos los seis mejores socios de Madrid con todas sus buenas cualidades, no daban un D. Santiago de Masarnau, con su integridad de costumbres, talento, laboriosidad, austeridad, humildad, conocimiento del corazón humano, amor a la pobreza, caridad con los pobres, devoción al Santísimo Sacramento, y con la paz, tranquilidad inalterable e igualdad de ánimo en todos los casos prósperos y adversos.
Al morir el fundador de la Sociedad de San Vicente en España, que la ha regido durante 34 años, y a cuyo régimen cariñoso y solícito estábamos acostumbrados, nos hallamos como huérfanos. Es verdad que tenemos al Consejo general, que es nuestra cabeza y guía, y qué no nos faltarán los buenos oficios y consejos de nuestros dignísimos Prelados, que nos dispensan paternal cariño; pero es costumbre de acudir a él para todo, y que él acudiese a los superiores, nos hizo fijar en él casi exclusivamente nuestras miradas, con ese abandono con que los buenos hijos confían para todo en sus padres, y no conciben que haya de llegar un día en que les falten estos.
Por ese motivo, en su alta prudencia, sabiduría y amor a nuestra Sociedad, quiso morir en vida, por decirlo así, renunciando a su cargo de Presidente del Consejo superior de España haciéndonos proceder a la elección detenida de nuevo Presidente en vida suya y bajo su atinada dirección, cuya prudencia echamos de ver ahora, pues mientras el viviera, aunque anciano y achacoso había de ser nuestro superior, y superior inmediato del nuevo Presidente, por la fuerza de las cosas y de la costumbre; y él había de dirigir sus primeros pasos, como los ha dirigido.
Pero, en medio de todo, reprendía nuestra falta de fe; la grande humildad le hacía mirar esa misma deferencia y esa excesiva confianza en su persona, como una falta de confianza en Dios, como una desconfianza en la vitalidad de nuestra Asociación como si ésta dependiera de los hombres y no tuviera más altos principios y más hondas raíces.
¡Pues qué!—decía—¡He de vivir yo siempre! ¡Ha de hacer Dios una excepción para mí! ¿Al cabo de 34 años está todavía la Sociedad en su infancia? ¿Le ha de fallar Dios? ¡Triste cosa sería que en vez de estar la Sociedad de San Vicente de Paúl en España y el Consejo superior fundados en Dios, nos halláramos con que estaba fundada sobre un hombre, y que, al caer ese hombre, venía abajo el edificio, convertido en escombros por falta de ese sólido cimiento que tienen las obras de Dios!
Esto le obligó dos años ha, cuando ya comenzó a presentir su muerte, a venir a este mismo sitio para darnos una reprensión tan sentida y cariñosa, cuanto severa y enérgica, como todas las suyas. Trabajo le costó leerla, como nos costó el oírla sin lágrimas a los que sabíamos lo que aquella despedida quería decir, y que la reprensión iba más alta de lo que parecía; que iba contra aquellos a quienes más quería, y que procuraba evitar que la pusilanimidad y excesiva desconfianza de los que debiéramos ser más fuertes, trajeran la postración y el abatimiento de los demás, a quienes debíamos alentar en caso de apuro.
Después de reprender nuestra pusilanimidad, y exhortarnos a confiar en Dios y no en cosas de los hombres, encarga mucho la devoción al Santísimo Sacramento, de cuyo culto y comunión fue gran propagador y devoto.
No fue aquella despedida el pretendido canto del cisne; pero fue el nunc dimittis del anciano Simeón; solo que aquel, en su breve cántico, rebosaba de confianza; y este procuraba inspirarla.
Vais a oírle, Señores, pues nunca se pudo leer cosa mejor.
Vais a oír lo que entonces dijo para que lo recordásemos ahora.
La ocasión es solemne.
Es nuestro D. Santiago el que todavía nos habla, el que todavía nos habla, el que todavía nos aconseja, el que todavía nos enseña y corrige, como nos enseñaba en este mismo sitio.
Haced cuenta que lo que vais a oír nos lo dice desde su tumba.
Amados hermanos en J.C.: Antes de todo, creo deber hacer llegar a la Junta, que aun cuando hay varios, o por mejor de muchos consocios, que se hubieran podido encargar de este pequeño discurso, y que lo habrían escrito con mayor perfección, he deseado yo, y así lo manifesté al Consejo en su última sesión, dirigir la palabra, previa la venia del Exmo. Sr. Presidente, a mis muy amados consocios aquí reunidos, y aun a los ausentes si se publica, como suele hacerse, en el Boletín todo lo que aquí se lee.
Sí: tenía gran deseo de cumplir lo que considero como un deber haciendo esta tarde una pública manifestación a todos mis consocios de mi viva gratitud por el interés que han manifestado saber mis padecimientos físicos y morales, y por lo mucho que me han consolado con sus palabras y sus cartas. Nunca lo podre olvidar: pero al mismo tiempo tengo que hacerles una reconversión, por supuesto cariñosa, y dimanada solo del mucho amor que les profeso, como creo lo comprenderán fácilmente.
Al verme padecer los consocios de Madrid, y al saber los de provincias y aun del extranjero, que había perdido todos, casi todos, se han apresurado a manifestar su vivo deseo de restablecimiento, y su gran temor de que yo llegue a faltar, considerando mi pobre persona como necesaria para la dirección de la Sociedad. En esto hay un error, sobre el cual debo llamar la atención, venciendo la repugnancia que tengo a hablar de mí mismo; no solo porque es un error, sino más principalmente porque dimana, si no me engaño, de mal origen: nada menos que de la falta de confianza en Dios, falta que, como todos sabemos, desagrada sobremanera a su Divina Majestad. Esto se ve claramente en varios pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. ¿A quién no le admira que todo el pueblo de Israel fuese condenado a morir en el desierto, solo porque no tuvieron la suficiente confianza en Dios? ¿A quién no le admira que el mismo Moisés, tan favorecido del Señor, fuese también castigado severamente por la misma falta en el Nuevo Testamento, ¿quién no ha reparado en aquella reconvención del Salvador: «Modicae fidei, ¿cur dubitasti? .
Pues bien: por lo mismo que esta falta desagrada tanto a Dios Nuestro Señor, el astuto Satanás trabaja (y por desgracia con mucho fruto para él) en hacernos ver las cosas bajo un punto de vista falso, con el pérfido designio de inducirnos a ella.
Así, por ejemplo, se organiza una obra que prospera, y en vez de atribuirlo y de agradecerlo solo a Dios, como debe ser, se dice y se repite con frecuencia, aun por personas religiosas: «si no fuera por fulano (el que dirige la obra) nada se haría; el día que él falte…”.
Pero, Señores, ¿no se incurre, al discurrir así, en un gravísimo error? ¿No se olvida por completo que el hombre, sea cual fuere su capacidad y su posición, es un mero instrumento? ¿No se falta al principio fundamental de la fe, la confianza en Dios? ¿A quién se le ocurre creer que el cuchillo corta por sí solo, que el martillo clava, y que la escoba barre? Pues tan equivocado, y nada menos es atribuir al pobre hombre lo que Dios Nuestro Señor hace por su medio.
Aplicando ahora estas reflexiones a nuestra humilde Sociedad que tan admirablemente progresó en España hasta que fue disuelta, y que tan admirablemente sigue progresando desde que fue autorizada de nuevo, ¿cómo ha de atribuir su Presidente, ni consentir que sus amados consocios atribuyan o su humilde personajes el desarrollo que la Sociedad ha tenido y sigue teniendo? Supongamos que su celo, su inteligencia, su amor a la Obra, hayan contribuido mucho al sostenimiento y propagación de las Conferencias; pero ese mismo celo, esa inteligencia, y ese amor a la Obra, ¿no los debe a Dios? ¿No le debe la vida y la salud, que por tantos años han disfrutado, y sin las que poco o nada hubiera podido hacer? La propagación de las Conferencias y su buena marcha no se ha limitado a Madrid. Se ha extendido por toda España y aun en Ultramar. Y las Conferencias y los Consejos que se han organizado en toda la Península, y aun en América, ¿han necesitado para establecerse, funcionar y prosperar, de la presencia del Presidente del Consejo Superior? No seguramente: ¿y por qué se ha de creer que si él falta, dejarán de funcionar y prosperar lo mismo que cuando vivía? Es un error, repito, pero un error que conviene combatir con energía, porque dimana de no mirar estas cosas bajo el punto de vista que deben mirarse, y atribuir a la criatura lo que es obra del Criador; y esto, no solo es imperfecto, sino que entre hombres de fe, como nos preciamos de serlo todos los que a esta Sociedad tenemos la dicha de pertenecer, es peor que imperfecto. El amor ya lo dije al principio, el amor que profeso a mis queridos consocios me obliga a llamar su atención sobre este punto, y hasta reconvenirles en algún modo con la franqueza que felizmente reina entre nosotros, esa franqueza propia de nuestro trato, no mundano, sino cristiano.
No: no consiste en el Presidente del Consejo general, ni en el del Consejo Superior de España, ni en ningún otro socio, el progreso admirable de nuestra humilde Sociedad. Consiste en que Dios Nuestro Señor la protege y la favorece visiblemente; y a nosotros nos toca reconocerlo así, y agradecerlo con todo nuestro corazón.
Agradezcámosle mucho este progreso admirable que la Sociedad va haciendo en España, y que en los países extranjeros llama tanto la atención. Señores, el mes pasado se han agregado diez Conferencias, y en lo que va de este se han pedido las agregaciones de otras cinco. Nunca ha crecido la Sociedad con tal rapidez en España, ni en ningún otro país del mundo, que yo sepa.
Agradezcamos también mucho a Dios Nuestro Señor el gran beneficio que nos dispensó al llamarnos a esta Sociedad, reconociendo los bienes que de él hemos reportado.
Acaso no haya un solo socio que no recuerde con tristeza los años que vivió sin conocer esta Sociedad, ni aun saber que existía; ¿Dónde se encuentra la confianza que reina entre nosotros, esa intimidad que el mundo no conoce ni puede conocer, eso afecto tan puro que nos profesamos, y en cuya comparación todas las amistades de la tierra nada valen? ¿Dónde hay goces tan puros como los que aquí disfrutamos? Créese equivocadamente que nos mortificamos al visitar los pobres, subir a sus bohardillas y luchar con sus imperfecciones: pero ¿qué comparación tienen esos pequeños padecimientos con los goces de la limosna, del consuelo, del afecto que les profesamos? ¿Y quién de nosotros no ha vertido lágrimas de alegría al observar los efectos de la visita a los pobres? Hay en el mundo mayor consuelo (y todos lo necesitamos más o menos) que el de consolar al afligido? ¿Hay mayor goce que el de proporcionar al necesitado socorro, vestido, alimento y modo de ganarse la vida? ¿Hay mayor satisfacción que la de reconciliar a parientes o amigos desavenidos, la de regularizar matrimonios, legitimar hijos mal habidos, etc.?
Pues esas son nuestras mortificaciones y eso es lo que el mundo no ve ni quiere ver, porque el frío egoísmo que en él reina, no se lo permite.
Pero nosotros, que disfrutamos de todos esos beneficios, seriamos muy culpables si no nos esmerásemos todo lo posible en agradecerlos, y esto no a hombre alguno, sino al que se vale del hombre para llevar a cabo sus adorables designios, y al que no pueden faltar hombres de quien valerse, a nuestro gran Dios, al Dios de las misericordias, al Dios de amor.
Terminaré con un consejo, ya que me he tomado la libertad de hacer una reconvención.
Dirá alguno tal vez: “Yo bien quisiera tener esa fe viva, esa confianza ilimitada en la Divina Providencia, que me libertaría de todas mis dudas y de todos mis temores; pero ¿cómo la adquiero? Hay un remedio muy seguro, como lo experimentaría el que lo emplee. Este medio es la frecuencia de Sacramentos, la Comunión frecuente. Es imposible comulgar con frecuencia y no crecer en amor, y al crecer en amor se crece igualmente en fe y en esperanza. Los discípulos de Emaus no conocieron al Salvador hasta la fracción del pan; pero llegada ésta, se abrieron sus ojos, esto es, los de su fe, y le conocieron. Por eso nuestra humilde Sociedad ha trabajado, tanto en España, como en todos los países en que se ha ido introduciendo, para extender la Comunión frecuente por medio de sus publicaciones, con sus continuas exhortaciones, y sobre todo con su ejemplo; pues bien sabido es que aunque no tenemos más que cuatro Comuniones de Reglamento al año, la mayoría de los socios frecuenta todo lo posible la sagrada Mesa.
Pero sería de desear que esa mayoría se convirtiese en totalidad. A los que a ella no pertenecen podría yo amonestar con elocuencia, si la tuviese; pero a falta de ella me limitaré a decirles: «Gústate el videte.» Probad, gustad, experimentad las delicias de la Sagrada Comunión, y veréis que son tan superiores a todas, las que podemos disfrutar en este valle de lágrimas, como el cielo es superior a la tierra.
No se puede ni aun imaginar un goce comparable con el de recibir en nuestro pecho al objeto de todo nuestro amor, y unirnos íntimamente con él. Tampoco hay palabras que puedan expresarlo.
Comulguemos, pues, comulguemos a menudo, y nuestra fe crecerá admirablemente. Comulguemos con frecuencia, y nuestra confianza se aumentará cada día más y más. Comulguemos todo lo más posible, y nosotros mismos nos admiraremos de los efectos de la Sagrada Comunión. Uno de ellos será el hacernos referirlo todo a nuestro Dios, y nada a los hombres; esperarlo todo del Criador, – nada de la criatura; amarle cada día con mayor ardor y hasta la muerte, para saciarnos después por toda la eternidad en su visión beatífica, que de corazón deseo a todos mis amados consocios.
Terminada la lectura de este discurso, el Emo. Sr. Cardenal Arzobispo de Toledo dirigió la palabra a la Junta en una sentida alocución.