Santiago Masarnau (sobre el olvido completo de santificar el Domingo)

Mitxel OlabuénagaSantiago MasarnauLeave a Comment

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ACTA DE LA JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL 5 DE MAYO DE 1878.

En seguida el Sr. Presidente del Consejo superior pidió la venia al Sr. D. Jaime Hadó para leer un corto discurso que traía preparado, advirtiendo que se podía omitir su lectura; pero como el dicho Señor tuvo a bien acceder a que se leyese, un joven consocio leyó lo siguiente.

Señor:

Sres. amados hermanos en J. 0.:

Esta noche me veo casi obligado a llamar la atención de mis queridos consocios aquí presentes, previo el permiso del Señor sacerdote que tiene la bondad de presidirnos, y de los Señores miembros de honor que nos honran con su asistencia, sobre un punto del mayor interés; a mi modo de ver superior en interés a cualquier otro en que podamos ocuparnos.

La visita a los pobres, esa Obra nuestra principal que a todas suple y que por ninguna otra puede ser suplida, a la manera que el bono de pan es el mejor socorro en especie que se puede dar, no es fecunda, sin embargo, en resultados cuando no se hace bien, esto es, cuando se hace como si su objeto fuera llevar al pobre el bono que la Conferencia le da, y de ahí dimana con frecuencia el excesivo deseo de establecer Obras especiales, Obras de que el Boletín suele dar cuenta, sin considerar que muchas de ellas convienen en los países en que están establecidas y no convendrían acaso en el nuestro, a causa de sus condiciones peculiares. Pero cuando la visita se hace bien, con la debida detención y tomando el interés que la verdadera caridad inspira en favor del pobre que visitamos, son incalculables sus resultados prácticos y superiores (al menos en mi opinión) a los de cualquier otra Obra, por aparente que sea en teoría.

Tan luego como se estableció en España nuestra humilde Sociedad, la visita a domicilio descubrió, y no podía menos de ser así, la gran llaga de nuestro pueblo, cuya relajación de costumbres se deplora mucho por lo común, pero sin investigar su verdadera causa, ni si sería posible aplicarle algún remedio. Digno es, sin embargo, de la mayor atención observar las aparentes contrariedades que se advierten en el carácter del pueblo español. Este pueblo conserva la fe, preciso es reconocerlo, v a pesar de esta inmensa ventaja que tanto nos envidian los extranjeros, habla, piensa y obra mal con tal frecuencia, que casi desanima el advertirlo. ¿En qué puede consistir esto ¿No vale la pena de investigarlo?

Pues bien: algunas Conferencias de las provincias han señalado la causa rogándome que llame la atención de la Sociedad sobre ella, y el mismo Excmo. Sr. Nuncio de S. S., en ocasión de haberle ido a invitar para una de nuestras reuniones, nos recomendó que pensamos en lo mismo; por lo que he dicho antes que me veo obligado a hablar de ello. Voy, pues, a hacerlo con la posible concisión y contando con la indulgencia de los que me dispensan el honor de escucharme.

Señores: la causa principal, si no la única, de los males que nos aquejan, de la relajación de costumbres, de la inmoralidad que tanto deploramos y con razón, pues es el mayor mal que puede padecer un pueblo, es a no dudarlo, la profanación del Domingo, el olvido completo de santificar este día, y la persuasión general en España que en oyendo una Misa rezada, ya están cumplidos todos los deberes comprendidos en la palabra santificación. Se trabaja como en otro cualquier día de la semana, y si no se peca trabajando, se peca entregándose a todo género de diversiones aunque opuestas casi todas a la santificación del día. Y lo peor es que todo eso se hace sin el menor escrúpulo, y como si no se supiera que no se debe hacer, porque cuando se infringe otro cualquier precepto del decálogo, al menos se reconoce el infractor culpable si tiene fe, y se acusa como tal en el tribunal de la Penitencia; pero de profanar el Domingo, de trabajar en Domingo, de entregarse a todo género de disipaciones mundanas en Domingo, ¿quién hace escrúpulo, quién se cree culpable, quién se acusa? Por manera que se advierte aquí una especie de desprecio ú olvido de un precepto expreso de la Santa Ley de Dios que acaso agrava mucho los pecados que en su consecuencia se cometen, y es denotar y más aún de sentir, queriendo este precepto de la santificación del Domingo el más inculcado de todos en la Sagrada Escritura, y viéndose en ella casi siempre precedido de la palabra memento (acuérdate), es justamente el que se ha olvidado por completo y hasta por los que pasan por religiosos. Las consecuencias son fatales: no pueden serlo más, y la visita a los pobres nos lo está enseñando continuamente. ¿Cuántos jóvenes de uno y otro sexo vemos que después de haber pasado la niñez y aun la pubertad como modelos de moralidad en todos sentidos, se corrompen miserablemente, y pierden cuanto tienen, y la salud y hasta la vida, por efecto do los vicios que han contraído? ¿y cuándo?… el Domingo precisamente. Sí; el día santo que el Señor quiere se le dedique, el día santo que se debiera consagrar a las prácticas piadosas y a la instrucción religiosa, que no se ha recibido, o que se debe conservar, al recogimiento y a las obras de caridad, se dedica a la más completa disipación, a las funciones mundanas de todas clases. ¡Pero qué funciones!…espanta verdaderamente la consideración de lo que sucede en este punto, y en un país que se precia de católico…Pero no nos apartemos de nuestro propósito, que es: 1.° reconocer el mal, y 2.° buscarle remedio.

Respecto a lo primero, no acabaríamos en muchas horas de enumerar los estragos, verdaderos estragos, que la profanación del Domingo causa en las costumbres, y así sólo diré, por no molestar demasiado la atención de los que me escuchan, que sin la fiel observancia de la santificación del Domingo es imposible que un pueblo no se corrompa y degrade hasta la barbarie, y sean cuales fuesen los progresos que ostente en su comercio, artes o industria; porque tan superior como es el alma al cuerpo, es el interés de cuidar y nutrir el alma al de cuidar y nutrir el cuerpo, y esto, si no se hace en día determinado y según lo manda Dios, deja de hacerse o se hace mal. Porque se ha de hacer, no como por devoción, sino por obligación, pues la hay en efecto, y muy estrecha, de hacerlo así.—La escasa instrucción moral y religiosa que generalmente se recibe en la niñez, en vez de desarrollarse convenientemente en la edad en que las pasiones empiezan a tener toda su fuerza, y cuando por lo mismo más se necesita, se suele perder completamente; ¿y por qué? porque el santo día del Domingo, en que esa instrucción debe recibirse, aumentarse, o al menos conservarse, se dedica a ocupaciones de interés material, o a disipaciones sumamente impropias de un buen cristiano. La vida de familia que tanto contribuye a la moralización de un pueblo, va desapareciendo cada vez más, ¿y por qué? porque el santo día del Domingo, en que la familia puede y debe vivir reunida, sean cuales fuesen las ocupaciones de los miembros que la componen, en los demás dias de la semana, se dedica a la disipación, esto es, a irse cada uno por su lado, y como huyendo los hijos de los padres, los hermanos de las hermanas, etc., para buscar comúnmente la perdición fuera de su casa, creyendo que van sólo a divertirse.

La conservación misma de la salud, que exige imperiosamente un día de descanso en la semana hasta en los animales irracionales, como lo enseña la experiencia, ¿cómo se ha de lograr dedicando el día destinado para el descanso, al trabajo o a la disipación que cansa más que el mismo trabajo? Así se ven tantos enfermos y valetudinarios en todas las clases de la sociedad, tantos que necesitan salir el verano del pueblo en que viven, sea el que fuese, para recuperar la salud, pues su número se va aumentando todos los años en términos que llegará a ser mayor que el de los que no necesitamos viajar para trabajar, comer y dormir bien. Tantos, en fin, que mueren en la flor de su edad, y hasta que se privan a sí mismos de inexistencia, cuyo notable aumento no puede considerarse sin espanto!

Pero la enumeración de los males que acarrea la profanación del Domingo exigiría un libro y no pequeño, y no es por lo tanto de este lugar, como ya he dicho. Basta que se reconozca bien el mal para comprender la importancia de buscarle remedio, y do esto voy a hablar brevemente.

Es tan general la propensión que casi todos tenemos a echar a otro la culpa de cualquier mal que acontece, que lo primero que se ocurre cuando se advierte que en la santificación del Domingo, como en otras cosas, no se respeta debidamente la ley del Señor, es acusar al Gobierno o a la iglesia misma (sin mala intención) porque no hacen lo que no pueden hacer. Leyes buenas sobre la santificación del Domingo no han faltado en España; pero ¿y de qué sirven si ya no rigen, si nadie las cumple? Los Señores Sacerdotes en el púlpito y en el confesonario no dejan de inculcar el deber que todos tenemos de santificar el Domingo, siempre que se les proporciona ocasión; pero ¿y de qué sirve, si la costumbre es no santificarle? A mí me parece por lo tanto que hay que seguir otro camino, y que sin salir de nuestra modesta esfera, pudiéramos, tal vez, lograr algún buen resultado. Voy, pues, a exponer mi idea sencillamente, y sin pretensión de ninguna especie.

Se advierte que nuestra humilde Sociedad va creciendo. El Boletín da cuenta de las frecuentes agregaciones de Conferencias nuevas, y su número, aunque todavía muy distante del que llegó a ser en el año 68, es ya bastante considerable. Pues bien: en proporción a este número de Conferencias tiene que crecer necesariamente el de los socios, tanto activos como honorarios y aspirantes, y si el total de ellos pasaba ya de 2.000 el año 76, según se vio en el Cuadro estadístico de aquel año, es de creer que en la actualidad pase de 3.000 o se acerque mucho a este número. Si todos los que pertenecemos a las diferentes clases de esta Sociedad nos propusiésemos firmemente santificar el Domingo, y procurar por todos los medios posibles que se comprenda y se cumpla la obligación sagrada que hay de hacerlo así, es de creer que algo se adelantaría. Para lo primero, esto es, para santificar uno mismo el Domingo, basta adquirir o conservar la santa costumbre de dedicar ese día a prácticas piadosas, lecturas edificantes, la instrucción religiosa, que a todas edades se necesita, el posible recogimiento, absteniéndose de todo trabajo, por bueno y honesto quesea, como no tenga además de esas condiciones la de ser indispensable, y con tanto o mayor esmero de todas las disipaciones mundanas, a las que renunciamos solemnemente cuando recibimos el Santo Bautismo; esto respecto a uno mismo. En cuanto a los demás hay mil medios de procurar que santifiquen el día del Señor. Por de contado, a los que de uno dependen, como son los hijos, criados, etc., se les puede y por consiguiente se les debe, no amonestar sino obligar al cumplimiento de ese deber. En cuanto a los que no dependen precisamente de uno, se hace lo que se puede, por ejemplo, respecto a los comerciantes de todo género, ¿quién nos impide el preferir para nuestras compras a los que cierran sus tiendas en Domingo y no comprar en las que permanecen abiertas? En nuestras relaciones con los mundanos, pues entre ellos estamos y de ellos no podemos prescindir por completo, ¿quién es capaz de calcular el bien que en esto sentido podemos hacer, aunque no sea más que con nuestro ejemplo, y aprovechando las ocasiones de valernos de la palabra? Y en la visita a domicilio, ¿cuántas ocasiones se nos ofrecerán de exigir, o al menos aconsejar que se santifique el Domingo? Se trata de combatir una mala costumbre, y el camino más directo es el extender por todos los medios posibles la costumbre buena que la es opuesta, al menos por el pronto. En algunos países extranjeros, en Francia y en Italia, se han organizado ya Sociedades con este objeto especial, que van dando buenos resultados, y acaso convenga organizar una por el estilo aquí más adelante; pero mientras tanto, no sigamos viendo con indiferencia la profanación del santo día del Señor, porque en esa misma indiferencia puede haber ya culpa. Propongámonos al menos firmemente santificarle nosotros y procurar que los demás también le santifiquen, y es de esperar que los esfuerzos que para lograr este gran objeto hagamos con pureza de intención, no quedarán frustrados.

Se nota que en los tiempos de prueba que estamos atravesando, muchos de los que nos preciamos de católicos no seguimos por la común el camino trazado por la Iglesia y sus Santos, que es el del reconocimiento de nuestros pecados y el sincero arrepentimiento de ellos; en una palabra, el de nuestra reforma; sino que perdemos el tiempo, y lo que es aun peor, faltamos a la Caridad, hablando y escribiendo continuamente contra los impíos y los enemigos de la Iglesia, y en general acerca de las culpas ajenas, viniendo a resultar que se pierde el fruto precioso de la persecución, el que han sabido sacar de ella los Santos. Sin la herejía de Lutero, ya se ha observado, no se habría acaso fundado la Compañía de Jesús. Y nuestra gran Santa Teresa, ¿qué hizo al ver los progresos que iban obteniendo los protestantes, y que tanto ella deploraba? Reformar a las Carmelitas primero y luego a los mismos frailes de su Orden. ¿Y quién podrá enumerar los servicios que han prestado a la Iglesia la dicha Compañía y la dicha Reforma? Tan cierto es que Dios Nuestro Señor sabe sacar de los males bienes; pero es preciso que cooperemos todos a sus adorables designios, y que en vez de pensar demasiado en las culpas ajenas, pensemos más en las propias y en su remedio, que es lo que verdaderamente nos interesa.

Incalculables, verdaderamente incalculables son los males que dimanan de la profanación del Domingo. Procuremos, pues, santificarle y emplear lodos los medios a nuestro alcance para lograr que los demás le santifiquen también. Solo así probaremos que somos verdaderos católicos y humildes hijos de San Vicente de Paúl. Acaso logremos algún buen resultado; pero, aun cuando supiésemos positivamente que no le habíamos de obtener, no por eso deberíamos dejar de esforzarnos todo lo posible para conseguirle, una vez reconocida la importancia del objeto, pues Dios Nuestro Señor premia siempre la buena intención, y no aguarda precisamente para premiarla el éxito de Ja obra que con ella se ha ejecutado. Me atrevo, por lo tanto, a recomendar esto muy particularmente a la atención de todos mis muy amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo, rogando a los presentes me disimulen, si les he molestado.»

 

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