Junta general celebrada en Madrid en el día 19 de julio de 1857, fiesta de nuestro santo patrono.
Señores y Hermanos en J. C.
La visita del pobre, que es la obra fundamental de nuestra Asociación, es tan fecunda en enseñanzas y aplicaciones a la práctica de la virtud y a la fuga del vicio, que nos parece inagotable. Y aunque tanto y tan bueno se ha dicho ya aquí sobre ella, y tanto y tan bueno se ha escrito y publicado, nos parece que es del mayor interés para nosotros el estudio y escudriñamiento de ésta preciosa mina, y que siempre podemos descubrir en ella, nuevas y mayores riquezas. Permítasenos, por lo tanto, decir algo esta noche del espíritu de mortificación que podemos adquirir en la visita del pobre, y de sus inmensas ventajas, de los grandes bienes que podemos reportar de este espíritu para nuestros queridos pobres y para nosotros mismos.
Del espíritu de mortificación suele haber escaso conocimiento y aun más escasa práctica. Se habla de él como de otras muchas cosas que nuestra santa Religión nos recomienda, con respeto y con elogio, y nada más. Nada de práctica, nada de aplicación. Puede dimanar este mal (pues indudablemente lo es, y grande) de la falta de conocimiento, de la falta de meditación; y la visita al pobre sirve para suplir esas dos faltas, o puede, en cierto modo, compensarlas. Veamos cómo.
El pobre carece de lo más indispensable para cubrir sus primeras necesidades. Carece no sólo de alimento abundante, de vestido suficiente y de habitación cómoda, sino que hasta del aire y de la luz necesarias para la conservación de la salud le vemos carecer a veces. ¿Y qué le decimos nosotros al visitarle y hallarla en eso estado? ¿qué nos sugiere nuestra caridad para, sino aliviar del todo, mitigar en algún tanto los padecimientos propios de su situación? Le decimos que hay otra vida, en que se premiará infaliblemente al justo y se castigará infaliblemente al malvado. Le decimos que las penas como los placeres de este tiempo engañoso y pasajero son todos falsos y despreciables. Le decimos que la resignación, sobre todo, es su grande tabla de salvación, puesto que cuanto más padezca más podrá merecer si padece con resignación; esto le decimos todos, y con esto venimos a recomendarle el espíritu de mortificación, que tanto necesita para no perder el mucho bien que puede reportar de los padecimientos mismos a que le condena, no su suerte, como se dice vulgarmente, sino un Dios infinitamente sabio, justo y misericordioso. Esto es bueno. Pero falta lo mejor. Falta demostrarle con el ejemplo la sinceridad de nuestros consejos y palabras. Falta hacerle ver que el espíritu de mortificación que tanto le recomendamos, es en efecto apreciado por nosotros en todo su justo valor. Falta enseñarle del modo más eficaz, esto es, haciéndolo nosotros mismos, a abrazar de corazón el espíritu de mortificación.
La visita del pobre nos trae por lo tanto al aprecio del espíritu de mortificación y a la necesidad de cultivar en nosotros mismos ese espíritu y de practicarle. También nos enseña el modo de verificarlo, esto es, de poner en práctica ese espíritu y de sacar de él innumerables ventajas. Veamos cómo.
No es posible volver de la visita del pobre a nuestra cómoda habitación, a nuestra abundante mesa y a todas nuestras delicadezas habituales, sin recordar la suerte tan diferente en quede hemos visto y dejado. ¿A quién de nosotros no le ha asaltado mil veces el recuerdo de algún ancianito querido, de algún niñito inocente, de algún padre de familia luchando con todas las dificultades de la miseria en medio de nuestras ocupaciones habituales y en medio de nuestros goces materiales? ¿y quién no ha observado al mismo tiempo los efectos de aquel recuerdo y el contraste que las ideas, todas provechosas, en que viene como envuelto, forma con las ideas de las cosas y de los hombres que nos rodean? Pues bien! aprovechémonos de los sentimientos que ese contraste mismo no puede menos de despertar en nuestro corazón. Fomentemos un poco esos sentimientos por medio de la consideración, y nos parecerá oir una voz dulce, pero severa, que nos dice: ¿Y tú qué padeces por aquel? ¿a qué privaciones, a qué mortificaciones voluntarias te sujetas para enseñarle a sufrir las mortificaciones y privaciones forzosas que padece? Si tanto le quieres, como parece indicarlo su recuerdo y el efecto que te produce, ¿por qué no procuras aligerar la enorme carga que pesa sobre sus hombros, imponiéndote tú sobre los tuyos alguna parte de ella para su consuelo y alivio?—Pero y yo ¿qué puedo hacer, dirá tal vez alguno de buena fe, para aliviar los padecimientos y privaciones del pobre por medio de los míos? ¿En qué y cómo puedo yo mortificarme para quede mi mortificación le resulte al pobre algún alivio o beneficio?—¡Ah, hermano mío! le responderemos, en mucho y de muchos modos. En tanto y de tantos modos, que no nos es posible hacer aquí más que algunas pequeñas indicaciones.
Observemos lo que nos cuesta, lo que invertimos en la satisfacción de nuestros apetitos (más o menos viciosos), y busquemos la línea que separa esta satisfacción de la de nuestras respectivas necesidades. Esta línea está tan borrada y olvidada por el mundo, que no es fácil ya descubrirla; pero la visita al pobre nos ayudará mucho para ello. ¿Qué buscamos para el pobre? ¿Qué es lo que en nuestro concepto más necesita? Instrucción, ocupación y socorro material. Y nuestra propia instrucción, nuestro propio trabajo y nuestros bienes de fortuna ¿no pueden, si verdaderamente le amamos, suplir en algún tanto la falla que le vemos padecer de esas tres cosas! Cuanto mayor y más pura sea nuestra instrucción, ¿no podremos valernos de ella tanto más y mejor para aconsejarle? Cuanto más asiduo sea nuestro trabajo, ¿no podremos ’tanto más y mejor suplir la falta del suyo? Y cuántos más bienes de fortuna podamos ahorrar, ¿no podremos, tanto más y mejor socorrerle? Pero aquí entra la dificultad Esta consiste en que para aumentar nuestra instrucción, sostener nuestro trabajo y ahorrar nuestro dinero, es necesario el espíritu de mortificación, y este espíritu nos falta; quisiéramos consolar al pobre y llevarle grandes limosnas, pero sin que nos costase nada; y esto no puede ser, gracias a Dios, porque nos debemos alegrar mucho de que no pueda ser. No: el amor no puede satisfacerse con engaños, y engaños son los que padecemos cuando nos persuadimos, o nos queremos persuadir, de que con dedicar al pobre algún poco de tiempo de que no sabemos qué hacer, y algún poco de dinero que no sabemos en qué gastar, ya hemos cumplido con la caridad. Engaños son e ilusiones que debemos desterrar de nuestro ánimo.
Necesitamos del espíritu de sacrificio y de mortificación todos los días de nuestra vida y en todas las horas de nuestros días, como nos lo demuestran claramente las observaciones siguientes:
- Desde el instante mismo en que nos despertamos por la mañana, empieza ya la terrible e implacable lucha de la carne con el espíritu, inclinándose aquella a permanecer en el ocio y en la molicie y éste a sacar partido del tiempo y aprovecharle. Si no tenemos espíritu de mortificación, nos dejaremos vencer por la carne; y perderemos la mejor porción del día, que es indudablemente la primera; descuidando o abandonando el cumplimiento de los deberes religiosos, que para nosotros deben ser los primeros, y que o se omiten del todo, o se desempeñan mal más tarde. La oración y la meditación ¿a qué hora se hacen sí no se hacen en la primera del día?
- Llega la hora del desayuno; y en esta, como en todas las demás que dedicamos a nutrir nuestro pobre cuerpo, difícil o imposible es que resistamos a la gula, a la sensualidad y al mal ejemplo, sin espíritu de mortificación.
- Llega la hora del trabajo, a que todos estamos obligados, sea cual fuese nuestra situación, y en la lucha que dijimos había empezado al despertar, y que no puede cesar en todo el día, sentiremos en esta parte de él, y frecuentemente durante el trabajo, que debe ser suficiente para cansarnos, la dificultad de vencer la inclinación natural, torcida, como todas las que tenemos, a la pereza y a la inacción.
- Llega la hora de salir de casa, y también en esta tendremos que batallar primero con el espíritu de vanidad en el tocador, con el de orgullo, sensualidad y ambición en la elección de nuestras diligencias fuera de casa, y con el de ociosidad, murmuración, envidia, etc., etc. en todo nuestro trato con nuestros semejantes,
- Llega la hora de retirarnos a casa y para hacerlo con el tiempo debido, a fin de que no nos falte para recogernos antes de entregarnos al sueño y tener nuestro rato de lectura espiritual, de examen y de oración, necesitamos también pelear y vencer, en dicha lucha. No hay, pues, un solo momento del día en que no continúe la lucha; y por lo tanto, no le hay en que no necesitemos del espíritu de mortificación y de sacrificio para sostenerla valerosamente.
- Y si del examen del día pasamos al de las épocas diferentes del año, ¡cuántas y cuántas nuevas pruebas descubriremos de la misma lucha continua, y cuántas y cuántas nuevas razones por lo mismo para cultivar el precioso espíritu de mortificación de que vamos hablando! ¡Qué de gastos extraordinarios y crecidos en que se incurre sin espíritu de mortificación, ya en el vestido, ya en la habitación, ya en muebles, ya en viajes de pura curiosidad y de puro ocio, ya en disipaciones, cafés, teatros, y las mil y mil invenciones de Satanás para hacernos gastar el tiempo y el dinero y el corazón ! ¿Qué haremos, miserables de nosotros, rodeados de tantos peligros y tentaciones de todas clases-y por todas partes, sin espíritu de mortificación?
Pues bien: este espíritu, decimos, tan necesario para nosotros, de ningún modo más eficaz podemos adquirirle y robustecerle por medio del ejercicio, que con la visita reflexiva del pobre, nuestra primera práctica y la obra fundamental (no lo olvidemos nunca) de nuestra querida Sociedad. Para persuadirnos de ello, bastará que volvamos a repasar el examen de todo nuestro día, y que vayamos aplicando a todas las fases en que hemos visto se ha ido presentando la lucha de la carne con el espíritu, el recuerdo salutífero de nuestros pobres; recuerdo que no podemos menos de tener si los hemos visitado con la atención y detención debidos, y que tanto nos encargan nuestras reglas.
¡Cómo, diremos en nuestro interior al despertarnos, cómo me lie de estar yo en la cama perdiendo miserablemente mi tiempo, cuando puedo utilizarlo en beneficio de mis queridos pobres, (y convendrá acordarse de alguno en particular), y cuando tantos y tantos-sé que necesitan de todo, y particularmente de una virtud y de una paciencia tan grande para llevar con resignación y conformidad su terrible situación! No: voy corriendo a levantarme, y antes de todo, a pedir al Dios dé las misericordias por ellos y por mí.
Llegada la hora del desayuno, como las de las demás comidas del día, ¿cómo nos hemos de dejar arrastrar de la gula y de la sensualidad, recordando la avidez con que hemos visto comer el pan seco, no sólo a hombres tan buenos como nosotros, sino a mujeres delicadas y a niños inocentes? Señores, esto es imposible. Tan imposible es, que en vez de-trabajar ya en el cultivo y aumento de nuestros talentos, ya para sacar de ellos algún provecho, ya en nuestras diligencias, en el fiel cumplimiento de nuestros deberes respectivos primero, y después en el servicio asiduo de los pobres, nos entreguemos a una vida ociosa y muelle, recordando que nuestro trabajo puede y debe suplir las necesidades que hemos visto padecer, y que no pueden ni deben borrarse nunca de nuestra memoria. Porque no hay remedio, o nuestro trabajo aumenta nuestro haber, y por consiguiente nuestra limosna, y por consiguiente el patrimonio del pobre, o va directamente a su alivio; y en ambos casos le es sumamente beneficioso. Reconocida así la utilidad de nuestro tiempo cómo es posible que nos atrevamos a malgastarlo y desperdiciado tristemente, por muchos que sean los que así lo hacen, con visitas superfluas, deberes de sociedad, malamente, así llamados, y disipaciones de toda especie! Seremos forzosamente avaros del tiempo y lo seremos también del dinero, para poderlo dar más y mejor, que es del único modo que nos es permitido serlo en nuestros principios religiosos. Guardaremos también al mismo tiempo nuestro corazón, o, por mejor decir, nos lo guardará el precioso recuerdo de nuestros pobres; y si esto conseguimos, conseguiremos la paz interior y la calma de espíritu y toda la felicidad a que podemos y debemos aspirar en esta existencia de prueba por la que estamos pasando.
¿Y qué nos importa el mal ejemplo de los mundanos, entre los que estamos obligados a vivir, y qué mella pueden hacernos sus burlas o reconvenciones? ¡Miserables!; qué distantes están del camino del bien ! ¡Cuán descarriados se encuentran, de la senda de la felicidad! ¡El Señor los mire con ojos de misericordia! ¡Pero a nosotros que nos ha dispensado al llamarnos a esta Sociedad, en que también organizada se encuentra la visita del pobre, a nosotros sin duda debe exigírsenos, de nosotros se debe esperar más mucho más. Nosotros debemos tener verdadero espíritu de mortificación. Estamos obligados a tenerle, y a vencer con él, ya nuestro orgullo, ya nuestra avaricia, ya nuestra sensualidad, ya, en fin, todas nuestras inclinaciones corrompidas que continuamente nos están haciendo la guerra, en justo castigo del pecado de nuestros primeros padres y de los muchos que hemos tenido la desgracia de cometer nosotros mismos.
Ánimo, pues, amados hermanos en J.C. Reconozcamos los bienes tan grandes y tan positivos que podemos reportar de nuestra querida Sociedad. iSon muchos; y aunque sólo nos hemos fijado esta noche en uno de los que nos proporcionada la visita del pobre, hemos descubierto en él tales y tantas cualidades preciosas, que no hemos podido menos de admirarnos. Lo mismo nos sucedería si fuésemos analizando una por una todas nuestras prácticas. No desperdiciemos estos medios preciosos que la bondad y la misericordia de Dios pone, por decirlo así, en nuestras manos para lograr con ellos la salvación y aun la santificación, si sabemos aprovecharlos bien. Que no nos arredren las tentaciones y las tribulaciones y las miserias de esta vida. A todo debemos estar preparados. Nuestro gran Patrono, nuestro gran San Vicente de Paúl, cuya vida y escritos deben ocuparnos continuamente, decía con su claro talento, casi comparable con su santidad, que no merece el hermoso título de casto el que no siente las tentaciones de la carne, sino el que sintiéndolas, las resiste y vence. En la. tentación, pues, no está el mal, y creemos deberlo recordar aquí para consuelo y animación de los que sabemos se encuentran entre nosotros atacados y tentados de diferentes modos. Unos de la desconfianza en vista del desarrollo tan prodigioso que la Sociedad va adquiriendo, y temiendo que la han de faltar recursos para sostener sus creces; o hermanos de buena voluntad para continuar y dirigir sus trabajos. Otros, de la presunción en vista de ese mismo desarrollo, y figurándose vanamente que se debe a sus esfuerzos o a los de tales o cuales hermanos. No temáis, les diremos, la tentación; pero combatidla enérgicamente. Y qué! ¿hemos de considerar nuestra Obra como una obra puramente humana, que depende de la fortuna., de la salud y de las mil vicisitudes a que todos los que la componemos estamos sujetos? ¿Podemos figurarnos que Dios nuestro Señor necesita de nosotros para sostenerla y extenderla, si así conviene a sus adorables designios, y que no le es igualmente fácil aniquilarla y destruiría en un momento, por más que nosotros queramos evitarlo?-
Ensanchemos, pues, todo lo posible nuestra confianza en Dios, y apartémosla completamente de los hombres y de nosotros. La historia de nuestra humilde Sociedad nos obliga a ello. Ella nos presenta desde su nacimiento hasta el momento presente, una cadena no interrumpida de prodigios y pruebas asombrosas del poder y de la bondad de Dios. Como cristianos, todos estamos obligados a confiar plenamente en este poder y en esta bondad igualmente infinitos; pero como miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, nuestra confianza debe ser extraordinariamente mayor; porqué estamos viendo milagros todos los días. Milagros, sí; que no merecen otro nombre las muchas cosas que aquí estamos viendo y palpando a cada paso, sin que sea posible encontrar para ellas explicación alguna humana o natural. Humillémonos mucho ante el acatamiento de la mano divina que tanto nos favorece. No recibamos en vano tantos y tales dones. Aprovechémoslos con esmero. Procuremos utilizarlos todo lo posible para el bien de nuestros pobres y para el nuestro. Amémonos sobre todo cada día más y más, porque este es el objeto final de nuestra Asociación. Amémonos, sí; pero no como se aman los míseros mundanos, cuyo amor consiste en meras exterioridades, probando las acciones y los hechos a cada paso su mentira y su falsía. Amémonos como cristianos, es decir, sinceramente y con toda verdad. Amémonos para exhortarnos mutuamente a la virtud, y corregirnos con toda libertad nuestros mutuos defectos. Sostengámonos unos a otros así, unidos por los lazos estrechos de una santa amistad, en el camino de la virtud, y no temamos a nuestros muchos y astutos enemigos. No podemos menos de encontrarlos en la santa cruzada de la caridad contra el egoísmo que hemos emprendido. Nos harán guerra implacable el mundo con todas sus máximas, leyes y mentidas obligaciones, y la carne con todas sus iras y apetitos, y con todas sus corrompidas inclinaciones. No importa! Guerra tiene que haber para que se pueda alcanzar victoria: y victoria tiene que haber para que se pueda obtener premio. Esperemos uno y otro de la bondad y de la omnipotencia de Dios; pero peleemos sin intermisión y con alegre valor. Mucho nos servirá para ello la visita del pobre, que nos ha de dar el espíritu de mortificación, y que nos puede igualmente servir para la adquisición y la práctica de todas las virtudes. Repasémoslas- una por una en nuestra mente, y no hallaremos una sola que no pueda adquirirse, ejercitarse y crecer, por medio de la asidua y bien entendida visita del pobre.
Dediquémonos, pues, cada día con más y más esmero y cuidado a esta preciosa práctica; y para sacar de ella los frutos que hemos indicado esta noche y los infinitos más que no hemos dicho, preparémonos a ella con la oración, la meditación y, sobre todo, con la frecuente Comunión. La frecuente Comunión, digámoslo aquí entre nosotros, no es tan común todavía como debiera serlo. Que no sea como entre gentes disipadas y de tibia fe, se comprende fácilmente; pero que no lo sea entre nosotros, no se puede comprender: y es deber, nuestro llamar la atención de todos los Socios sobre está tan interesante materia; tan interesante para nosotros que no puede serlo más porque el medió más natural, el único seguro de aprender a visitar bien a los pobres, es aprender a recibir bien a Jesús; y para aprender a recibir bien a Jesús no hay como procurar recibirle muy a menudo. Así lo haremos, pues, para beber en la fuente pura del amor todas las luces, todas las gracias, todos los dones que necesitamos para amar a nuestros pobres y amarnos a nosotros mismos en la tierra, de modo que merezcamos la inexplicable ventura de seguirlos amando y amándonos también en el Cielo.