San Vicente y los mayores

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Desconocido · Source: En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy, Vol. 1.
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I.- Introducción

En tiempos de san Vicente uno ya era un vejete después de cumplir los 40 años. Las enfermedades individuales, las epidemias, la desnutrición, las secuelas de las guerras segaban anchas hozadas en las filas de la plebe y de los grandes. Tanto el Sr. Vicente, quien conoció, así lo dice, a doce papas y vivió ochenta años, como su amigo más joven que él, Fontenelle, que murió centenario, son excepciones. A eso de los sesenta arios, piensa que no podrá durar mucho. La ancianidad es una prórroga concedida a algunos, para que acaben su obra y se preparen para la muerte.

El curso de los años parece que se va acelerando, y la perspectiva del fin va acercándole a Dios, a quien va a tener que rendir cuentas. Las enfermedades van sobreviniendo, y con ellas está uno obligado a llevarse bien, incluso aunque sea una fiebre cuartana, fiel a la cita que pone ella, o también la cicatriz de un arcabuzazo, que le servirá de reloj todo el resto de su vida.

Mientras espera que la aurora ilumine la ventana, los insomnios, a lo largo de la noche, le hacen desgranar el rosario de los recuerdos. Le traen a la memoria una frescura de juventud, precisamente aquellos recuerdos de los que él no está tan orgulloso, así, aquel joven que se avergüenza de su anciano padre, mal vestido y cojo, y también los que han sido decisivos: el Sr. Vicente se vuelve a ver a la cabecera de aquel viejo de Gannes, que, antes de atravesar las puertas de la eternidad, ha querido proclamar su alegría a quienes rodeaban su cama, para asistirle en su partida. El brillo de esos ojos ya iluminados con otra claridad ha perseguido a san Vicente: precisamente de aquella mirada nació la Misión.

La vejez acentúa ciertas virtudes, las que tienen ya un sabor de eternidad, por ejemplo: la prudencia: el libro de la Sabiduría recomienda muchas veces aconsejarse de los ancianos. El Sr. Vicente así lo hacía en las circunstancias importantes; la fidelidad: no le gusta cambiar la orientación, si la ha encontrado buena, y se mantiene en ella y la defiende; la indulgencia: conoce por experiencia personal la debilidad humana, y recuerda que él también ha sido joven y falible; la paciencia: porque sabe que el tiempo es una lima que reduce las más rudas asperezas y corta los barrotes más gruesos.

Pero la vejez acentúa también ciertos defectos, y san Vicente es consciente de ello. Sucede que la prudencia se convierte en astucia y desconfianza, o para aducir imágenes evangélicas, la serpiente de la prudencia ha devorado la paloma de la sencillez; el espíritu de iniciativa, la audacia en las empresas, ceden su sitio al apego al pasado, a la negativa a evolucionar, a aferrarse en la rutina; la generosidad se ha transformado en avaricia, o mejor, en miedo a fallar, miedo del mañana.

Todo eso san Vicente lo sabe y lo ha experimentado. Recomienda a quienes son mayores en sus comunidades que no se aprovechen de su ancianidad para relajarse en su fervor y entregarse a la vida cómoda, sino, al contrario, dar ejemplo de obediencia y de fidelidad a las reglas. Pues por su modo de portarse se regirán los más jóvenes. Ellos serán los modelos sobre los que se construirá el porvenir de la comunidad. Por otra parte, su experiencia de la vida les permite ofrecer apoyo y ánimos a los jóvenes. Ellos son los cimientos, cuya solidez garantiza el edificio.

Las personas ancianas han sido frecuentemente los beneficiarios de la acción de san Vicente: la vejez ha sido siempre uno de los caminos más ordinarios que desem­boca en la pobreza, o hasta en la miseria.

En una escena del filme de Mauricio Cloche, una vieja dice al Sr. Vicente: «No sé ya qué hacer conmigo», y él le responde maliciosamente : «Y yo tampoco». Cierta­mente ése es el sentimiento de quien siente que su papel ha acabado, que nadie nece­sita de él. La esculturaria del siglo XVII hace desfilar ante nosotros pobres viejos vagabundos por los caminos de la desgracia: soldados lisiados, campesinos arruina­dos, abuelas que sobreviven a familias desaparecidas; los golpes afortunados más que el buril de Callot han grabado en su rostro los surcos de la miseria. Podría tomárseles como los personajes de la repetición de ceremonia, que prepara una danza macabra.

San Vicente, ayudado por santa Luisa de Marillac, organiza para los ancianos casas de retiro, cuidando mucho de distinguir los simples mendigos, de los trabaja­dores ancianos, a quienes la edad ha reducido a la miseria. Él se ingenia para procu­rarles ocupaciones proporcionadas a sus fuerzas y en guardarles la dignidad que adquirieron por su trabajo.

La última de las pobrezas es la de sentirse en adelante inútil, las manos vacías e inertes: esas manos que el trabajo había ennegrecido y hecho callosas se han conver­tido en unas manos blancas y arrugadas.

El problema se mantiene igual que en tiempos de san Vicente, o más bien, se ha multiplicado por diez o veinte. Los progresos en medicina, al alargar la vida, han impe­dido morir a un gran número de ancianos, pero no hemos logrado hacernos con los medios para hacerles vivir, quiero decir, de continuar una vida humana. Hipnotizada por la rentabilidad y la eficacia, la sociedad ha confinado a los ancianos en la soledad de sus recuerdos, y cuando no pueden bastarse, los ha arrancado de su ambiente para ponerlos en un asilo. El hecho de decir púdicamente «residencia» no cambia en abso­luto la cosa. Se sienten y son los mal amados de nuestra sociedad: son ellos quienes la han construido, y ella los margina cuando cree que se han hecho inútiles.

Quién dirá la desesperación del anciano que, después de haber tenido su casa, su trabajo, sus responsabilidades, ha quedado reducido al dormitorio o a la sala común, a diferencia de cuando, en otro tiempo, tenía 20 años y quedaba allí doce o dieciocho meses, y que ahora, teniendo como tiene 70 ó más años, ya no saldrá sino para ir al cementerio. En esos patios de asilos, ¿no han respirado alguna vez ese aburrimiento ritmado por la hora de las comidas, interrumpido por escasas visitas, que van disminuyendo cada vez más, ese aburrimiento tan mortal, en realidad, que algunos se mue-ren frecuentemente por eso mismo?

Nuestros gobiemos se preocupan de humanizar la vejez permitiendo a los ancia-nos permanecer en sus casas, mientras sea posible, y organizando unas residencias confortables. Pero todo no es cuestión de problemas de organización y de administración y los «morideros» dorados siempre serán «morideros».

El Sr. Vicente había captado el problema con precisión, al querer reservar a las personas de edad iniciativa y responsabilidades, incluso, en los asilos organizados para ellas, insistiendo en la relación personal, que debe crearse entre el anciano y el o la que le ayuda. Para expresar esta exigencia nos basta hacer nuestra, en esta materia, la recomendación más general que, en el filme de M. Cloche, san Vicente hace a la Hermanita sor Juana, que va a atender por primera vez a los pobres: «Sólo por tu amor te perdonarán el pan que tú les das».

II.- San Vicente y la ancianidad

1.- El señor Vicente y la experiencia de la edad

En un siglo en el que la edad media se situaba entre los 20 y los 25 años para los pobres, y entre 40 y 45 años para los más favorecidos, san Vicente, en persona, conoció la edad avanzada. Efectivamente, ¡hasta llegó a alcanzar los ochenta años! Así que experimentó perfectamente los límites, las incertidumbres, y también las riquezas y las gracias de la última etapa de una vida larga.

Desde los sesenta años, san Vicente empieza a evocar, y cada vez con más frecuencia, la incertidumbre de la edad avanzada.

«Ya lo ve, Padre, somos mortales»

«Ya lo ve, padre, somos mortales. Y yo no puedo prometerme una vida muy larga, pues el mes de abril próximo entraré en los sesenta. Añada a ellos los accidentes que pueden acontecer» (I, 575).

«Tempus enim breve est»

«En nombre de nuestro Señor, siga usted, Padre, pidiéndole esta gracia a su divina Bondad y trabajando decididamente en ello, «tempus enim breve est, et grandis nobis restat via». ¡Ay, Padre Escart, a quien quiero más que a mí mismo! ¡Con cuánto agrado le hago esta peti­ción a Dios por usted y por mí! Pero, ¡ay!; mi miseria es tan grande que siempre me encuen­tro con el polvo de mis imperfecciones y, en vez del poderoso aguijón que deberían ser, para que trabajara en corregir mi mísera vida los sesenta arios, que he cumplido, no sé lo que me pasa que cada vez es menor mi progreso» (II, 61).

«Puedo vivir muchos años…»

«Es juzgar que no hemos hecho todavía nada, y que quizás sea éste el último año que se nos dé para trabajar en nuestra perfección. Por lo que a mí toca, que tengo ya setenta y seis años, es lógico que no puedo vivir muchos años. Tenéis que acordaros de lo que decía una santa: que los viejos ya no pueden vivir mucho, pero que los jóvenes pueden morir pronto, como hemos visto en muchas de nuestras Hermanas, que han muerto jóvenes. Y aun cuando tuvié­ramos todavía algunos años de vida, no lo sabemos, y por tanto, no hay que dejar de trabajar del mismo modo que si supiéramos con certeza que sólo nos queda este año» (IX, 851).

«Como un sueño»

«¿Qué cosa es nuestra vida, que pasa tan aprisa? Yo ya he cumplido los 76 años; sin embar­go, todo este tiempo me parece ahora como si hubiera sido un sueño; todos esos años han pasado ya. ¡Ay, Padres! ¡Qué felices son aquéllos que emplean todos los momentos de su vida en el servicio de Dios y se ofrecen a él de la mejor manera que pueden!» (XI, 253).

«He de dar cuenta»

«Delante de Dios, ante el cual he de dar algun día cuenta de las acciones de mi pobre miserable vida, que ya cuenta setenta y nueve años de edad» (VIII, 27).

«Un anciano de 79 años»

«Acuérdese, por favor, en sus oraciones de un viejo de setenta y nueve años, cargado de pecados, que es su servidor» (VIII, 82).

En todos esos textos, se ve claro que san Vicente siente cada vez más el peso y la incertidumbre de la edad, y con frecuencia evoca, a veces con humor, las mise­rias y los sufrimientos pasados.

«Fuera de eso, me encuentro bastante bien»

«La Compañía sigue el mismo ritmo de siempre; creo que Dios continúa bendiciéndola de mil maneras. De momento no tenemos ningún enfermo. Es verdad que yo sufro un poco debido a mis piernas enfermas, que no me dejan descansar de noche ni caminar de día, ni siquiera mantenerme en pie; fuera de esto, me encuentro bastante bien» (VIII, 326).

«¡Alabado sea Dios!»

«Recibí su carta del 29 de junio (1659). Le agradezco la preocupación que muestra por mi salud. No tengo ninguna nueva enfermedad, pero sin embargo hace siete u ocho meses que no salgo, debido al mal de mis piernas, que ha aumentado, y además tengo un derrame en un ojo desde hace cinco o seis semanas, y no estoy mejor a pesar de los diversos medios empleados para mi curación.¡ Bendito sea Dios!» (VIII, 25).

– «Yo me encuentro mejor, gracias a Dios»

«Yo me encuentro mejor, gracias a Dios y a sus remedios. He tenido un acceso de fiebre motivado por algún enfriamiento, que me daba escalofríos como de ordinario; se trata de una especie de calentura a la que soy muy propenso. Se ha curado una de mis piernas, que llevaba mal hace casi un año; ya no tengo necesidad de curarla. Y la otra está mejor, gracias a Dios; he mandado que me la curen de la manera que usted me ordenó. También me atengo a sus consejos para la renovación de los cauterios, que me purgan mucho desde hace algún tiempo. Pero prefiero creer que lo que más bien me hace son las oraciones y la novena que usted ha mandado hacer por mí. Nunca la caridad me ha parecido tan apreciable y tan amable como ahora. ¡Bendito sea Dios que manifiesta tan bien su amor en el de usted, a quien doy de nuevo las gracias con todo mi corazón! Lo que le he dicho de la pierna que tengo ulcerada no es que deba desear que se cure por completo» (VII, 395).

«Aunque no pueda levantarme sin apoyar las manos en el suelo»

En la repetición de oración del 28 de julio de 1655 san Vicente pide a sus cohermanos que hagan bien la genuflexión, y añade:

«Yo tampoco he dado en esto el ejemplo que debía. ¡Qué se le va a hacer! Con la edad que tengo y mis piernas tan mal, no lo puedo hacer como se debe. Pero si veo que la Compañía no se corrige, me esforzaré en hacerla lo mejor que pueda, aunque no pueda levantarme sin apoyar las manos en el suelo, a fin de dar en esto ejemplo a la Compañía Es cierto que a los viejos les cuesta hacerla, pues cuando una persona llega a los 65 ó 66, entonces le resulta muy difícil levantarse» (XI, 125).

Los mil achaques de la ancianidad le van alcanzando progresivamente a san ‘Vicente pero, lo sabemos bien, eso no le impide en absoluto mantener su intensa actividad y conservar todo su dinamismo. A los 76 arios casi habría proyectado marchar a las Indias.

«Yo mismo, aunque ya soy viejo y de edad, no dejo de tener dentro de mí esta disposición, y estoy dispuesto incluso a marchar a las Indias para ganar allí almas para Dios, aunque tenga que morir por el camino o en el barco» (XI, 281).

A los 78 años, increpaba de este modo a la comunidad, en la emocionante conferencia del 6 de diciembre de 1658:

«¿Y quiénes serán los que intenten disuadimos de estos bienes que hemos comenzado? Serán espíritus libertinos, libertinos, libertinos, que sólo piensan en divertirse y, con tal de que haya de comer, no se preocupan de nada más. ¿Quiénes más? Será. Más vale que no lo diga. Serán gentes comodonas, (decía esto cruzando los brazos, imitando a los perezosos), personas que no viven más que en un pequeño círculo, que limitan su visión y sus proyectos a una pequeña circunferencia, en la que se encierran como en un punto sin querer salir de allí; y si les enseñan algo fuera de ella y se acercan para verla, enseguida se vuelven a su centro, lo mismo que los caracoles a su concha».

 Nota: al decir esto, hacía ciertos gestos con las manos y con la cabeza, con cierta inflexión de la voz un poco despreciativa, de manera que con esos movimientos expresaba mejor que con sus palabras lo que quería decir. Y recogiéndose luego, se dijo a sí mismo:

«¡Miserable de ti, que eres un viejo parecido a todos ésos! Las cosas pequeñas te parecen grandes y las dificultades te encogen. Sí, Padres; hasta el levantarme por la mañana me parece insoportable y las menores molestias me parecen insuperables» (XI, 397-398).

2.- Antiguos y antiguas en las comunidades

Como en todas las «fundaciones», en sus comienzos las Comunidades «vicencia­nas» eran de una «vida media» muy joven. A pesar de ese hecho, ya se planteaba en ella el problema de las relaciones entre generaciones, y san Vicente lo evoca a menu­do. Recuerda que el beneficio de la edad no puede aducirse ni para reclamar algún privilegio, ni para conseguir cargos dotados de autoridad. Ruega que los mayores comprendan y animen a los jóvenes, que los jóvenes veneren a los mayores y solici­ten sus consejos tal como él lo hace regularmente Finalmente destaca los deberes de la comunidad para con los ancianos y las ancianas.

«¿Usted es antigua, me dice usted?»

«Pero, Padre, yo soy ya antigua; ¿no me estará permitido tener más libertad que las jóvenes? ¿Voy a estar tan sujeta como las que acaban de llegar? Hijas mías, ¡qué escándalo le daría usted a las demás, si cometiese esa falta! Usted es ya antigua en la Compañía, como dice; pues, pre­cisamente por eso tiene que ser la primera delante de Dios en la práctica de las virtudes propias de una verdadera Hija de la Caridad. Las Hermanas antiguas están obligadas a una virtud mayor que las que vienen detrás de ellas. No solamente le pide Dios más virtud a una antigua que a una nueva, sino que, a medida que vamos avanzando en edad, estamos más obligados a traba­jar por nuestra perfección. Y yo que, como sabéis, tengo ya setenta y siete arios, debo tener más perfección que otro que tenga sólo sesenta arios; y cuanto más avance en edad, más obligado estoy a tender a ella, a imitación de aquél que nunca hizo su propia voluntad» (IX, 875-876).

«Hermanas mayores, les conjuro delante de Dios»

«Hermanas mayores, os conjuro delante de Dios, y me conjuro a mí mismo con vosotras. Uno de los graves motivos para temer el juicio es el escándalo que hayamos podido dar. Por eso tengamos cuidado, si queremos evitar la maldición de Dios. Será un gran milagro que se conserve la Compañía, si faltáis en esto. Si hubiera alguna antigua que dijese: «Yo no estoy obligada a guardar todas esas cosas tan menudas. Ya hace tiempo que estoy en la casa. Les toca ahora a las nuevas guardar eso», que sepa que ella está más obligada que ninguna, puesto que tiene que ser un ejemplo para las demás» (IX, 688).

«La antigüedad sólo se conoce por la virtud»

 «¡Ay, antiguas! ¡Ay, antiguas! ¿qué es lo que hacéis cuando vuestras acciones desmienten vuestra antigüedad? ¿qué le diréis a Dios, cuando os pida cuentas de vuestros pensamientos, palabras y acciones, especialmente de las que hayan desedificado a las recién venidas? «¿Y yo, miserable? ¿qué diré por haber escandalizado tanto a los más jóvenes? Tenéis que saber que la ancianidad no se mide por la cantidad de años, sino por la virtud» (IX, 721).

«No hay que tener en cuenta la edad, ni la antigiiedad»

 En el texto que se va a leer, se trata del nombramiento de una superiora.

«Padre, ¿no habrá que tener en cuenta para nada la satisfacción de las Hermanas? No, jamás, dijo él; hay que mirar sólo a la virtud; no hay que tener en cuenta la edad; no hay que tener en cuenta la antigüedad en la Compañía; no hay que tener en cuenta la condición social. Es preciso que sea solamente la virtud y que nunca se haga ninguna elección más que considerando la virtud» (X, 796).

«No siempre es preciso considerar la vejez para el gobierno»

«No siempre es preciso considerar la vejez para el gobierno, pues a veces hay jóvenes con más espíritu de gobierno que muchos viejos y ancianos. Tenemos un ejemplo de ello en David, que fue escogido por Dios para dirigir a su pueblo, a pesar de ser el más joven de sus hermanos. Fijaos, un hombre con mucho juicio y mucha humildad es capaz de gober-nar bien, y yo tengo la experiencia de que los que tienen el espíritu contrario a esto y ambicionan los cargos nunca han hecho nada que valga la pena» (XI, 361).

«La experiencia los irá formando»

Ponemos aquí una carta de san Vicente al P. Blatiron, superior de la casa de Génova:

«Le doy gracias a Dios de que le haya inspirado hacer predicar al Padre Ricardo, y de que haya bendecido su predicación. Ahora empezamos a reconocer nuestra falta por no haber ejercitado antes a los jóvenes, ni aquí ni en las demás casas; de ahí que los viejos se hayan gastado y que los jóvenes se hayan formado demasiado tarde. Así pues, Padre, haremos bien en dedicarlos desde ahora a todo. Le ruego que lo haga así con los suyos, haciéndo-les predicar y tener el catecismo en el campo y ejercitándolos en todas nuestras funciones, incluso en casa; porque así la experiencia los irá formando suficientemente, se animarán y se harán capaces para servir a Dios. Nuestras ordenaciones pasadas siempre estaban dirigidas por uno de los más viejos; pero ahora nos hemos decidido a dejar la dirección al Padre Duport, que es nuevo, y a encargar de la primera academia a dos sacerdotes jóvenes, uno de los cuales lleva sólo uno o dos meses de sacerdote y el otro se ordenó hace dos años. Y no nos quedaremos en eso, sino que espero ir metiendo en avío a todo el mundo en adelante, aunque despacio y con prudencia. Tenemos mucha necesidad de Obreros, y nunca tendremos bastantes, si no los vamos formando» (IV, 116).

«Las antiguas deben animar a las nuevas»

«Las mayores honrarán la edad perfecta de nuestro Señor y la manera con que soportó a los hombres tan imperfectos que le rodeaban, soportando a las jóvenes en sus defectos, viendo en ellas la vocación de Dios para su servicio, animándolas con su ejemplo y con sus palabras. El Hijo de Dios enseñaba a los suyos más todavía con su ejemplo que con su palabra. Imitadle, mis queridas Hermanas. Las mayores tienen que ser muy exactas en todas las normas, hacer lo que ellas ordenan a las demás, escoger lo peor, soportar los pequeños defectos de las recién llegadas, animarlas con sus palabras, consolarlas a veces en sus pequeños disgustos, diciéndoles que ellas mismas experimentaron antes esas fati­gas; porque, Hijas mías, todas las han tenido, y es bueno tenerlas, con tal que se las des­cubra con sinceridad a los superiores, y a ellos solos. Las antiguas tienen que animar a las nuevas, demostrarles respeto, aprobar sus pequeñas obras, aceptar con gusto lo que dicen y lo que hacen y, sobre todo, guardarse de hablarles y mirarlas como extrañas, de ridiculi­zar su lenguaje y su forma de vestir. Cuando se encuentren con ellas, tienen que decirles siempre alguna palabra, como por ejemplo: «Bien, Hermana mía, ¿es usted muy fervoro­sa? ¿estima mucho la oración y todas las prácticas de nuestro reglamento? Tenga ánimos, ¿dónde está? ¿empieza a acostumbrarse a nuestra vida?»» (IX, 68).

«Que las recién llegadas, respeten a las antiguas»

«Otra cosa de gran importancia, mis buenas Hermanas, es la manera con que las recién venidas tienen que portarse con las antiguas, y las antiguas con las nuevas»» (IX, 220).

«No se aflijan las que son ancianas»

«Mirad, Hijas mías, os decía hace poco, y os lo repito ahora, cómo tenéis que portaros en vuestras enfermedades, o sea, que tenéis que evitar los mimos excesivos y contentaros con el trato que se da a los pobres. Pero os digo que, si alguna, debido a sus enfermedades o a su edad o a su debilidad, necesita algo más, la Caridad que atiende a todas las necesidades tiene que tenerlo en cuenta. Por ejemplo, hay una persona enferma en la Compañía, que no tiene fuerzas, que tiene la salud más frágil que un cristal y que puede considerarse como muerta desde hace veinte años. ¿Se le va a tratar a esa persona lo mismo que a las demás, que están sanas y fuertes y que no son de una salud tan delicada? No estaría bien. La Com­pañía es una buena madre, que trata a las enfermas, como enfermas. Y lo mismo que una madre se porta con mayor ternura y compasión con el hijo enfermo que con los demás, también la Caridad tiene que cuidar mejor a las personas que no pueden seguir la marcha común de las otras. Ya ven cómo a mí, que estoy oligado a dar ejemplo a las demás, la Compañía, teniendo en consideración las molestias de mis piernas, me ha dado una carroza para ir y venir. La rechacé durante algún tiempo, pero luego la acepté, al ver que la necesitaba. Además, hace un año y medio que me han dado una habitación con chimenea y una colgadura de cama. Tengo que sufrir todo esto por mis molestias; pero antes no lo tenía, lo mismo que los demás. Las personas enfermas necesitan cuidados especiales; pero si no, esto sería una pastelería. ¿Cómo tratar a una persona enferma y achacosa como a las demás, sin consideración algu­na? Hijas mías, hay que atenderla cuando la edad y los achaques la han reducido a este esta­do; si no, sería una injusticia. Por eso, Hijas mías, no os preocupéis, no os aflijáis las que sois ancianas o estáis enfermas, si no podéis seguir a las demás. La Compañía es una madre, que sabe distinguir bien entre sus hijos enfermos y los que están bien» (IX, 949-950).

III. Al servicio de las personas de edad

Mucho antes de llegar él a la vejez, san Vicente se había preocupado de la condi­ción y de la suerte de las personas ancianas de su tiempo. Entre los sufrimientos especiales propios de la condición de pobreza, parece particularmente sensible al senti-miento que experimentan los viejos de ser inútiles en adelante y servir de carga. Y en los reglamentos de las cofradías , por ejemplo, siempre insiste sobre la importancia del trabajo, que proporciona cierta autonomía y, por ello, mantiene vivo el senti-miento de su dignidad. Las ayudas sólo se darán a los inválidos. En cuanto a los que pueden hacer algún trabajo, la cofradía sólo les dará el suplemento.

«A los que ganen una parte»

«Todos los pobres… son: o niños de cuatro a siete u ocho arios, muchachos de ocho a quin-ce o veinte años, o personas mayores, pero inválidos o ancianos, que solamente pueden ganarse una parte de su sustento, o personas decrépitas que no pueden ya hacer nada. A los niños, a los inválidos y a los decrépitos se les dará todas las semanas lo necesario para vivir; a los que ganen una parte de su sustento, la Compañía les dará el resto; en cuanto a los muchachos se les pondrá en algún oficio, como de tejedor, que no cuesta más que tres o cuatro escudos por cada aprendiz, o bien, se levantará un taller de alguna obra fácil, como un telar» (X, 649).

«La asociación les proporcionará lo restante»        

«Los directores de la asociación pondrán a los niños pobres a trabajar en algún oficio apenas tengan la edad suficiente para ello. Les distribuirán cada semana a los pobres inválidos y a los ancianos que no pueden trabajar lo que necesiten para su subsistencia; en cuanto a los que no ganan más que una parte de lo que necesitan, la Asociación les proporcionará lo restante» (X, 595).

«Es una tentación, pensar que se es una carga»

«Es muy bueno sentirse apenado por no poder trabajar, pero sería una tentación, Hermanas mías, pensar que se es una carga para los demás y turbarse por ese motivo. Hay que resignarse con la voluntad de Dios ante las enfermedades que nos envía, y tener de vuestras Hermanas la buena opinión de que se sienten contentas de practicar la caridad en el servicio que os hacen» (IX, 500).

Después de todas las iniciativas de su actividad social y caritativa, san Vicente se preocupó además de la suerte de las personas de edad por medio de las Cofradías de la Caridad, principalmente. Sin embargo, fue en 1653 cuando dispuso los medios para una realización concebida únicamente para esa categoría de pobres. Tal fue el el Asilo del Santo Nombre de Jesús, el cual, durante mucho tiempo, fue el modelo del género. He aquí lo que escribe Abelly, primer biógrafo de san Vicente:

«Un ciudadano de París, movido del deseo de ofrecer algún servicio a Dios y de hacer algo que le fuera agradable, se dirigió un día al Sr. Vicente, en cuya caridad confiaba plenamente; y le dijo que tenía la intención de entregarle una cantidad considerable de dinero para emplearla en obras caritativas. y ambos convinieron en emplear el dinero en la fundación de un asilo que sirviera de retiro a los artesanos pobres, que, por no poder ganarse la vida a causa de la vejez, o por estar enfermos, se veían reducidos a la mendicidad. Para realizar el proyecto, el Sr. Vicente compró dos casas y una explanada bastante grande en el arrabal de San Lorenzo de la ciudad de París. Las dotó de camas, ropa blanca y otras cosas necesarias; también mandó preparar una capilla con todos los detalles convenientes. Y del dinero restante obtuvo una renta anual. Acogió en aquel asilo cuarenta pobres, a saber, veinte hombres y veinte mujeres. También mandó comprar y preparar telares, herramientas y otras cosas convenientes para ocuparlos según sus débiles fuerzas y habilidades, con el fin de evitar la ociosidad» (Abelly, pp. 199-200).

San Vicente, para organizar esta Casa de Retiro, como tantas veces, había solicitado los consejos de Luisa de Marillac. Se han conservado las notas que ella escribió en esa ocasión, particularmente sobre la cuestión del «trabajo».

«Siendo el trabajo uno de los mayores bienes que presenta esta obra, es necesario proporcionarles un trabajo útil y que pueda tener salida, como sería: Un tejedor de seda o lana, un tejedor de lienzo corriente, otro de sarga; estos oficios, además de poder dar salida a la producción, en parte para uso de casa y en parte para otros lugares, aunque no requieren muchos pertrechos, ocupan a varias personas. Zapateros o remendones pueden ser muy útiles. Botoneros, obreros que trabajen el estambre, que lo sepan bien, y preparar el material hasta dejarlo apto para servir. Encajeras, costureras de guantes o de lencería que pueden recibir labor de las lenceras del mercado o de otras, artesanos de alfileres. Como es necesario tener buen número de obreros que pongan el trabajo en marcha y ayu-den a que continúe, no hay que mirar el gasto que haya que hacer tanto para proveer de herramientas o pertrechos como en material, ni arredrarse ante las dificultades para encontrar direcciones y lugares donde comprar a mejor precio y con facilidad: la divina Providencia no nos ha de faltar y la experiencia nos hará dar con las direcciones que nos convengan» (SLM, 786).

Y Abelly concluye de esta forma su relato:

«Encargó a las Hijas de la Caridad el cuidado y el servicio de aquella pobre gente, confió a un sacerdote de la Misión la celebración de la santa Misa en el asilo y la administración de la palabra de Dios y los sacramentos. Él fue de los primeros en instruirlos y en encomendarles la unión entre ellos, la piedad para con Dios y, sobre todo, el agradecimiento para con su infinita bondad por haberlos retirado de la indigencia y de la miseria, y procurado un retiro tan tranquilo y tan cómodo para las necesidades de sus cuerpos y para la salvación de sus almas. Cuando alguno de los pobres fallece, se acoge a otro en su lugar. Viven con mucha paz.Y su forma de vida tranquila y reglada les produce a otros tales deseos de relevarles, que son muchos los que buscan y solicitan las plazas a otros antes de estar vacantes» (Abelly, p. 200).

IV.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo

1. En nuestras familias, nuestras comunidades, nuestros grupos de vida, viven juntas varias generaciones. Por encima de nuestras yuxtaposiciones o de nuestras tensiones tenemos ciertamente muchas cosas que compartir: si ya somos de edad o estamos próximos a serlo:

  • ¿Qué podemos decir a los demás acerca de esa experiencia (física, espiritual, apostólica?
  • ¿Cómo las miramos? ¿cómo las escuchamos? ¿cómo las tratamos?

2. Muchas de nuestras organizaciones, de nuestras comunidades vicencianas están al servicio de personas ancianas:

  • ¿Cómo juzgamos ese tipo de compromiso?
  • ¿Cómo lo vivimos?
  • ¿Les tratamos como personas «asistidas»?
  • ¿Tenemos en cuenta su capacidad para asumir responsabilidades, clubs, univer­sidad de la Tercera Edad, vida ascendente…) y para tener una actividad original?

3. Para nuestra participación del Evangelio:

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Isarael» (Lc 2, 29-32)

«En verdad, en verdad te digo, cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21, 18)

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