San Vicente de Paúl y los hospitales

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Desconocido · Fuente: En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy, Vol. 1..
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IOMSeptiembreI.- Introducción

El que vaya a visitar el Hotel-Dieu de Beaune aún puede admirar la inmensa nave donde, a lo largo de las paredes, unas camas rodeadas de pesadas y hermosas cortinas aseguraban al enfermo cierto aislamiento, permitiéndole a la vez asistir, desde su sitio, recogidas las cortinas, a la misa que se celebraba diariamente en la cabecera de la sala, bajo la luz de una vidriera. Sería un error imaginarse los hospitales contemporáneos de san Vicente, como si fueran del estilo de este hospital modelo, fundado y dotado espléndidamente por Nicolás Rolin, a mediados del siglo XV, y en donde no debía de resultar desagradable hacerse mimar.

El hospital donde san Vicente se topó por primera vez en su vida con un montón de enfermos, con un muro de miseria y de sufrimientos, era algo totalmente distinto. Allí desembocaban en la última etapa de un viaje de infortunio los que habían sido recogidos, para que no murieran en medio de la calle o en sus tugurios. Hasta se había intentado en diferentes ocasiones, sin demasiado éxito, encerrar en los hospicios al mundo de los mendigos.

El hospital causaba horror: allí el amontonamiento era insoportable: se acostaba, según la necesidad, a 2 ó 3 enfermos por cama, y hasta a 5 ó 6, y alguna vez hasta 8, ya por turno, ya por pies contra cabeza: el lecho individual no llegará a adoptarse hasta 1799.

En semejante sitio, la higiene era más bien sumaria: los parásitos pululaban a sus anchas y correteaban entre las sábanas almidonadas por el sudor, las babas y la mugre; y también el contagio se transmitía con facilidad. A pesar de su dedicación, el personal era del todo insuficiente en cantidad, y no tenía gran formación.

San Vicente se puso en contacto con un hospital próximo al palacio de la reina Margarita, de la que era capellán limosnero: los Hermanos de san Juan de Dios, llegados hacía poco a Francia, llamados por los Médicis, habían entrado en aquel hospital y habían empezado a introducir unos principios de organización y de higiene. Un tal alumno debía revelarse muy pronto como maestro.

Dócil a la lección de la necesidad, organiza en Chátillon la atención a domicilio, fundando la primera Cofradía de la Caridad Su reglamento, que preveía la asistencia de los enfermos en su propia casa, destaca notablemente la importancia de la relación con el enfermo, para sostener su moral, ayudarle a curarse o a prepararse serenamen­te para la muerte.

Porque el enfermo es el mismo Jesucristo que sufre y muere, según su propia afir­mación: «Estaba enfermo y vinisteis a verme».

Esta experiencia de Chátillon, la multiplica y piensa que la podrá aplicar al mundo de los hospitales. Las damas de la Caridad hacen en él maravillas, pero su dinero, que permite fundar, desarrollar y sostener semejantes obras, no es suficiente: a pesar de la abnegación de las damas, hace falta mucho más, y, sobre todo, mucho más tiempo, que lo que ellas pueden dar. Esto es precisamente lo que mueve al Sr. Vicente, para suplirlas, a meter en las filas de ese ejército de abnegación a sus Hijas de la Caridad. En el dominio de las atenciones que se deben a los enfermos ellas van a trabajar, desde el comienzo, en dos frentes a la vez: los cuidados a domicilio y los cuidados en los hospitales. A lo largo de los tres siglos y medio de su existencia, las Hermanas han permanecido fieles a esas dos líneas de acción: el servicio de los pobres en su domi­cilio y en el hospital.

Ellas son las que han preparado el camino a los oficios sociales: enfermeras, ayu­dantes de clínica, asistentes sociales, quienes, en buena parte, han tomado el relevo; san Vicente se hubiera alegrado de ello.

Pero allí en donde pueden, su paso por una sala de hospital o por la habitación de un enfermo lleva al que sufre algo de la ternura maternal del Sr. Vicente a todos aque­llos que el Señor asocia, más de cerca, a su pasión y a su muerte.

A una sociedad que está en peligro de perder el sentido del hombre, porque rechaza lo que sobrepasa al hombre, la lección de san Vicente continúa recordando que, hasta el final de los tiempos, el gesto atribuido por la tradición a Verónica, cuyo velo ha enju­gado el sudor y la sangre de Jesús en el camino del Calvario, ha sido recogido por todos aquéllos y aquéllas, cuya compasión enjuga sobre el rostro de los enfermos y de los moribundos, los sudores de la fiebre o de la agonía. Porque en la persona de nuestros hermanos que sufren y que mueren en el hospital más moderno o en el chamizo más sórdido, Jesús, según el dicho de Pascal, estará en agonía hasta el fin del mundo.

Reconocerlo en ellos, honrarlo, cuidar los miembros dolientes de Jesucristo es ciertamente anunciar el Evangelio, no sólo con palabras, sino también con obras, y eso es lo más perfecto, como afirma san Vicente a sus sacerdotes, precisamente a pro­pósito de un hospital. Es realizar literalmente la profecía de Isaías 61: «El Señor me ha enviado a llevar la buena noticia a los pobres… a curar los corazones lastimados… a consolar a los afligidos…»

La asimilación del enfermo pobre a Jesucristo doliente, destacada por san Vicente en el primer reglamento de la Caridad de Chátillon, y repetido en varios reglamentos más, referentes a los hospitales, transfigura, según unas dimensiones sobrenaturales, la relación que debe establecerse entre el enfermo y quienes cuidan de él. Pues bien, la gran lástima que inspiran los hospitales más modernos, el precio de un progreso material en cantidad y en calidad en cuanto a los cuidados, es precisamente la dificultad de esta relación, que lleva consigo una deshumanización del hospital, una reducción del enfermo al anonimato. Esto se debe en buena parte a la complejidad de las atenciones y al gran número de personas que intervienen en los cuida-dos. El medio hospitalario percibe claramente ese peligro y trata de reaccionar, pero lo puede hacer con mucha dificultad, porque todo se mueve en sentido contrario.

San Vicente en este campo sigue siendo de una actualidad sorprendente y los maestros en las ciencias hospitalarias tendrán mucho trabajo, durante largo tiempo, para enseñar y hacer aplicar los consejos que él daba a quienes tienen que atender a los enfermos. Él llega a meterse en unos detalles que suponen una delicadeza que reconocerán sin dificultad todos los que también han estado enfermos, y, por lo tanto, angustiados y a merced de otros.

Terminaremos con esa nota, citando el párrafo más característico del reglamento de la Caridad de Chátillon:

«(Ella) procurará alegrarle, si lo encuentra muy desolado, le cortará en trozos la carne, le echará de beber, y después de haberlo ya preparado todo para que coma, si todavía hay alguno después de él, lo dejará para ir a buscar al otro y tratarlo del mismo modo, acordándose de empezar siempre por aquél que tenga consigo a alguna persona y de acabar con los que están solos, a fin de poder estar con ellos más tiempo» (X, 578-579).

II.- San Vicente y los hospitales

1.- Los Hospitales.

La Cofradía de la Caridad de Chátillon (agosto de 1617) fue la primera fundación de san Vicente. Se trataba de una institución parroquial para visitar y cuidar a los enfermos en su domicilio. San Vicente parece que tuvo especial predilección por esta forma de servicio, que permitía a los enfermos mantenerse en el ambiente de vida y en su medio familiar. Por eso decía a las primeras Hijas de la Caridad:

«¿Quién ha oído hablar alguna vez de semejante obra antes de hoy? Había ciertamente varias órdenes religiosas. Se habían fundado hospitales para la asistencia de los enfermos; algunos religiosos se habían consagrado a su servicio; pero hasta ahora no se había visto nunca que se cuidase a los enfermos en sus casas. Si en una pobre familia caía algún enfermo, era preciso separar al marido de su mujer, a la mujer de sus hijos, al padre de su familia. Hasta el presente, Dios mío, no habías establecido ninguna orden para socorrerlos; y parecía, como si tu Providencia adorable, que a nadie falta, no se hubiese cuidado de ellos» (IX, 235).

Pero aparece con bastante claridad que los primeros contactos de san Vicente con los «enfermos» habían sido vividos en el cuadro de un hospital, el hospital de la Caridad. Capellán-limosnero en la corte de la reina Margarita de Valois (1610-1611), su vivienda estaba cerca de ese hospital y, según Abelly, tenía la costumbre de ir allí a visitar a los enfermos. El 20 de octubre de 1611, hasta hizo en él un donativo de 15.000 libras «A fin de ayudar al prior y a los religiosos de dicho hospital a tratar y a cuidar a los pobres enfermos que acuden a dicho lugar todos los días a refugiarse y a hacerse curar, así como para socorrerles en el pago de lo que deben y poder terminar las construcciones que se planean para alojar a los religiosos en dicho hospital, y otros santos motivos» (X, 25-26).

San Vicente tuvo, pues, ahí la ocasión de tomar conciencia del estado de abando­no de los enfermos en el hospital. Esta descripción del profesor Milliez puede darnos alguna idea:

«Es preciso hacer memoria de cómo eran los hospitales franceses en la aurora del siglo XVII: los enfermos amontonados en grandes salas comunes, como en la actualidad; pero, en lugar de estar solos, cada uno en su cama, ¡llegaban a estar hasta 8 en una cama! Y como no había bastante sitio para todos, los desgraciados se turnaban cada seis horas: es decir que, al cabo de seis horas, los que habían sido sacados de la cama, a su vez, se veían obligados a echar de ella a los compañeros aún vivos para sustituirlos.» «En aquel tiempo no había ninguna atención médica. Los médicos, ciertamen­te, entraban en los hospitales desde los tiempos de Francisco I; pero su actuación estaba restringida: la Caridad, como el Hótel-Dieu, sólo tenía derecho a tener un médico para 2.000 enfermos, y allí no era el médico el que imponía la ley, le ruego que me lo crea; tenga a bien disculparme, ¡eran las religiosas! Carlos IX, habien­do juzgado los abusos escandalosos, había decidido que bailíos, senescales, sacer­dotes y clérigos no fueran en adelante administradores de los hospitales, sino hombres elegidos, y que no fueran aristócratas, sino burgueses. Se logró una mejoría transitoria. Pero, ¡ay! los burgueses, a su vez, con la ayuda de las comu­nidades, se habían dado prisa para aprovecharse de los bienes que eran legados a los hospitales y que, en lugar de servir enteramente y con interés al alivio de los enfermos, eran utilizados en gran parte para el bienestar del personal y de los administradores».

Esta descripción bastante negra nos permite, entre otras cosas, comprender mejor la insistencia de san Vicente en lo concerniente a la preparación para la muerte de los hospitalizados. Pues, efectivamente, eran muchos más los que morían en el hospital que los que salían curados. Para presentar el pensamiento social y pastoral de san Vicente en lo tocante a los hospitales, hemos preferido, por esta vez, publicar: dos extractos de cartas de san Vicente a un capellán de hospital; las consignas de san Vicente a las Hijas de la Caridad que iban destinadas al hospital de Angers; una parte del informe moral de la Asamblea General de las Damas de la Cari­dad, presentado el 11 de julio de 1657.

«Ánimo, señor»

A un misionero que pedía que se le quitase de su función de capellán de hospital, san Vicente escribía el 15 de junio de 1650:

«¡Ánimo, padre! Entréguese a Dios y prométale que desea usted servirle de la manera que le sea más agradable. Se trata de triunfar sobre sus enemigos: la carne que se opone al espí­ritu, y Satanás que se siente celoso de su felicidad. Es voluntad de Dios que persevere usted en la obra que él le ha ordenado hacer. Confíe usted en su gracia, que no le faltará jamás para seguir adelante con su vocación; y piense en que esta obra es de las más santas y san­tificantes que hay en la tierra. Quizás mueran en ese hospital tantas personas como en gran parte de las parroquias; y como usted les asiste a bien morir, es usted la causa de que esas almas sean recibidas en el cielo; y a los que no mueren, los dispone usted a bien vivir; por consiguiente, hace usted más bien, usted solo, que muchos párrocos juntos. Le pido a nuestro Señor, Padre, que le dé a su corazón la paciencia y el gozo que él sabe que le convienen, y que me haga digno de participar en el mérito de sus trabajos y oraciones» (IV, 36).

«Verlos todos los días»

Al mismo misionero, le renovaba sus frases de aliento, el 20 de septiembre siguiente:

«Me parece muy bien la resolución que ha tomado usted de seguir administrando los sacramentos a los enfermos y tener alguna exhortación en el hospital las fiestas solemnes y catecismo los domingos; esto es digno de un verdadero ministro del Evangelio. Pero será hacer todavía mucho más si no desiste usted, a pesar de la prohibición, de visitar a los enfermos. Tenía usted costumbre de verlos todos los días, de consolarlos en sus aflicciones y de animarles en la paciencia; sígalo haciendo así, si le parece bien. Enseñe a unos a hacer actos de resignación, de amor a Dios y de esperanza en su misericordia; excite a otros a la contrición y al propósito de la enmienda; en una palabra, dispóngalos a bien morir, si están cerca de la muerte, y a bien vivir, si todavía Dios los deja en este mundo. Este trabajo continuado por mucho tiempo, resulta fastidioso a todos los que no tienen en cuenta su importancia; es verdad; pero a usted, Padre, que conoce su mérito y que, gracias a Dios, lleva en el corazón la salvación de los pobres, tiene que parecerle un consuelo sin medida y una dicha incomparable. Hasta ahora ha conseguido usted frutos por millares gracias a este caritativo ejercicio, procurando la vida eterna a tantas y tantas almas que han pasado por sus manos ¡Dios y Señor mío! ¿Podrá haber algo en el mundo capaz de apartarle a usted de ello y de hacer que se canse usted de una ocupación tan preciosa a los ojos de Dios?» (IV, 85).

«Si es en un hospital, ¡ay!»

Muy consciente de la importancia del servicio en el hospital, san Vicente no dejaba de comprobar sus enormes dificultades. Las evoca con realismo a un Hermano que deseaba que lo destinara allí:

«Si es (su servicio se llevara a cabo) en un hospital, ¡ay, mi pobre Hermano!, caería usted de una fiebre en otra peor, ya que hay allí cruces y contradicciones tan molestas que ésas de las que usted se queja no son nada en su comparación. Allí es grande el trabajo, el descanso corto e interrumpido, el cansancio seguro, los reproches y las injurias frecuentes, casi todos los pobres murmuran, no están nunca contentos y se quejan ordinariamente, tanto ante las personas piadosas que los visitan como ante los administradores que los gobiernan, informándoles incluso falsamente de los sirvientes, cuando éstos les han negado algo de lo que les pedían; de este modo estos pobres sirvientes se ven acorralados por todas partes, teniendo sobre sí tantos vigilantes y reprensores, como dueños, capellanes y encargados hay en aquellas casas. Éste es uno de los ejercicios más duros de nuestras pobres Hijas de la Caridad» (IV, 421).

2.- Reglamento de las Hermanas del hospital de Angers

Los extractos que presentamos aquí nos darán una idea bastante precisa de la vida de las primeras Hijas de la Caridad dedicadas a un hospital:

«Corporal y espiritualmente»

«Las Hijas de la Caridad de los pobres enfermos van a Angers a honrar a nuestro Señor, padre de los pobres, y a su santa Madre, para asistir a los pobres enfermos del hospital de dicha ciudad corporal y espiritualmente: corporalmente, sirviéndoles y administrándoles el alimento y las medicinas, y espiritualmente, instruyendo a los enfermos en las cosas nece­sarias para la salvación y procurando que hagan confesión general de toda su vida pasada, a fin de que por este medio los que mueran salgan de este mundo en buen estado y los que sanen formen la resolución de no ofender nunca a Dios» (X, 680).

«A las seis acudirán a la sala de los enfermos»

«A las seis irán a la sala de los enfermos, vaciarán los cubos, harán las camas, limpiarán las salas, darán las medicinas, tomarán un poco de pan y un dedo de vino, antes de ir allá, al entrar en el hospital; los días de comunión aspirarán un poco de vinagre o se frotarán las manos con él. A las siete darán el desayuno a los más enfermos, haciéndoles tomar un caldo o un huevo fresco, y a los demás un poco de manteca o manzanas cocidas. Después de eso, oirán la santa Misa, si no la han oído a las cinco, y pondrán mucho cui­dado en hacer tomar el caldo a los enfermos que hayan tomado las medicinas en las horas indicadas. Las que tengan necesidad de tomar algo, lo tomarán después de eso. Luego volverán con los enfermos, instruirán a los ignorantes en las cosas necesarias para la salvación, les moverán a hacer una confesión general de toda su vida pasada y, después, a confesarse y comulgar todos los domingos, mientras estén enfermos y puedan hacerlo, y a recibir opor­tunamente la extremaunción; consolarán a los que estén muy enfermos; les harán hacer actos de fe, de esperanza, de caridad, de contrición y de conformidad con la voluntad de Dios; dispondrán a los que estén próximos a morir, para que salgan de este mundo en buen estado, y a los que curen, a no ofender nunca a Dios y, en el caso de que le ofendan, a con­fesarse lo antes posible. Pondrán mucho interés en que los pobres enfermos tengan todo lo que necesitan, la comi­da en las horas ordenadas, la bebida cuando tengan necesidad, y a veces algunas golosinas para comer. A las diez, se dirigirán a la enfermería para dar la comida a los enfermos y servirles. La superiora dirá el «Benedicite» y la acción de gracias en voz alta, y avisará a los enfermos para que eleven su corazón a Dios. Si dependen de ellas, las Hermanas les harán dar carne de ternera y cordero, junto con un poco de carne de buey en el puchero, a la comida, y asado y cocido a la cena, a quienes lo necesiten, a no ser que el orden establecido lo dis­ponga de otra manera» (X, 682-683).

«Si no hay en Angers una Compañía de damas de la Caridad en el hospital para dar la cola­ción a los pobres enfermos, las Hermanas se dirigirán a la enfermería a las dos en punto, para darles algunas confituras para la colación, como peras y manzanas cocidas, y si les parece bien a esos señores, pastas y rosquillas. Las que no tengan que estar guardando enfermos volverán a sus ocupaciones y, si no tienen nada urgente que hacer, se quedarán en la enfermería para instruir a los pobres, disponer a los recién llegados a la confesión general y hacer que hagan actos interiores de fe, de esperanza, de caridad, de contrición y de conformidad con la voluntad de Dios, y consolarles, lo mismo que por la mañana. A las cuatro pondrán las lavativas, cambiarán las vendas a los que haya que hacerlo, vaciarán los cubos, arreglarán un poco las sábanas de los enfermos sin hacerles levantar. A las cinco en punto, todas las Hermanas se dirigirán a la enfermería para dar la cena a los enfermos y servirles, lo mismo que a la comida; después, las Hermanas irán a hacer media hora de oración y, a continuación, el examen particular; cenarán luego, acabando con la acción de gracias y haciendo lo mismo que a la comida. Después de la acción de gracias, que será alrededor de las seis y media, las Hermanas acudirán a la enfermería, relevarán a la que está de guardia, la enviarán a cenar con la lectora y a hacer lo mismo que a la comida, mientras que las demás harán acostar antes de las siete a los enfermos que estén levantados, disponiendo que haya vino y algunas golosinas para atender a las necesidades de los más enfermos.

A las ocho, se retirarán las Hermanas, dejando a una de ellas en la enfermería, para que vele y asista a los más enfermos y ayude a los moribundos a bien morir; ésta acabará su rosario durante el primer sueño de los enfermos y pasará la noche en vela, leyendo y dando alguna cabezada, mientras descansan los enfermos; las otras se retirarán a su oficio a pre-parar lo que se necesite para el día siguiente, y se acostarán a las nueve en punto, después de haber hecho el acto de adoración.

A las tres y media hará su oración la que esté velando, la acabará a las cuatro e irá a despertar a las demás y a tomar alguna cosa, si quiere, para acostarse hasta las nueve, que se levantará para oír la santa Misa. Y la superiora enviará a otra en su lugar, que hará allí su oración de la misma manera y durante el mismo tiempo que las demás, a no ser que se necesite su presencia al lado de algún enfermo, en cuyo caso ha de saber que el servicio que les hace a los enfermos es una oración delante de Dios» (X, 684-685).

3.- Informe sobre el estado de las obras

En el riquísimo informe de las actividades de las Damas de la Caridad presentado el 11 de julio de 1657, san Vicente evoca el servicio de los hospitales:

«En cuanto a la situación de los asuntos, empezaremos, si les parece bien, por el Hatel-Dieu, que fue el que dio origen a la Compañía; es el fundamento sobre el que quiso Dios establecer las demás obras que se han emprendido y es la fuente de los demás bienes, que se han hecho.

El Padre Vicente leyó entonces delante de la asamblea la situación de los ingresos y de los gastos. Desde la última asamblea general, esto es, desde hacía cerca de un ario, se habían gastado 5.000 libras para la colación de los pobres enfermos del hospital y se habían recibido para este fin 3.500 libras. Así, pues, el déficit subía a 1.500 libras.

Hecha esta constatación, continuó: esto ha podido provenir de que han muerto varias damas, que pertenecían a la Compañía, y que no se han repuesto por otras nuevas. Por eso, señoras, están ustedes reunidas aquí en parte para ver los medios de que siga adelante esta buena obra, que comenzó y continuó durante tantos años por unos caminos imperceptibles para todos, menos para Dios, que derramó sobre ella tantos beneficios que nunca lograremos agradecer bastante» (X, 947-948).

Añadiremos este párrafo del reglamento de la Compañía de las Damas del Hótel-­Dieu (de 1660):

«Una de las primeras y principales tareas de la Compañía es la asistencia corporal y espi­ritual a los pobres enfermos del hospital; por eso seguirá llevándoles algunas golosinas para la colación y procurará que los enfermos sean instruidos en las cosas necesarias para la salvación, hagan confesión general de su vida pasada y que los moribundos salgan de este mundo en buen estado, mientras que los que sanen vivan cristianamente el resto de sus días. Para esto, las damas se distribuirán para ir por turno a servir a los enfermos, haciéndolo de dos maneras:

1°. Cada tres meses se nombrará a catorce en la reunión extraordinaria de las cuatro témporas; de esas catorce, irán dos cada día a instruir a las mujeres enfermas en las ver­dades cristianas necesarias para la salvación, las prepararán para que hagan una confesión general de toda su vida, les expondrán los motivos y la forma de hacerla bien y las exhor­tarán a servirse de todos los medios posibles para salvarse, con la ayuda de Dios, tanto si mueren, como si curan de aquella enfermedad.

2°. Las que hayan sido destinadas a distribuirles la colación se dirigirán a las dos al hospital, se pondrán el delantal, distribuirán a los enfermos las golosinas y refrigerios preparados para ellos, según el orden que lleve la encargada, aprovechando la ocasión para consolar a los enfermos con alguna palabra edificante apropiada a sus necesidades.

3.° Todas adorarán a nuestro Señor, entrando en la capilla del hospital, le ofrecerán el servicio que le van a rendir, le pedirán que lo acepte y que les dé para ello la caridad y la humildad con que distinguió a san Luis en este mismo lugar.

Se retirarán a las cinco en verano y a las 4 en invierno, después de haber dado gracias a Dios por el favor que les hizo de servir a sus miembros pobres, le pedirán perdón por las faltas que hayan cometido y la gracia de enmendarse; luego ofrecerán a Dios a los pobres enfermos, rogándole que los santifique a ellos y a todos los que les asisten. Además de estas tareas y de las preocupaciones de las damas por estas cosas que han emprendido o que puedan emprender, contribuirán todas ellas a los gastos que sea preciso realizar, entregando cada una todos los meses la cantidad que tengan devoción de dar y procurarán todo cuanto pueden que los demás contribuyan también con dinero, ropa, mue­bles, tela, trajes y confituras, o con cualquier otra cosa que pueda servir, bien para los pobres del hospital, bien para los niños expósitos o para las demás obras de caridad de las que se haya encargado la compañía» (X, 966-967).

III.- Cuestiones para la reflexión y el diálogo

1. He estado hospitalizado.

  • ¿Cómo he vivido esa experiencia?
  • ¿Qué es lo que yo esperaba de los demás (enfermos, personal que cuidaba los enfermos, visitantes, capellán)?
  • ¿Cómo fue mi relación con ellos?
  • ¿Qué descubrí en la vida hospitalaria y en la vida de los que están al servicio del enfermo?

2. He visitado a enfermos en el hospital. He visitado a enfermos en su casa. Esos enfermos:

  • ¿Tienen formas de comportarse, reacciones idénticas o diferentes en esas dos situaciones?
  • ¿Soy el mismo o diferente en esas dos formas de estar? ¿Por qué?

3. Desempeño una función en el hospital (personal que cuida, agente hospitalario, capellán, visitante). Los textos de san Vicente:

  • ¿Me interpelan en mi vida profesional y mi relación con los enfermos? ¿En qué y cómo?

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