San Vicente de Paúl y la Misión «ad Gentes»

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Desconocido · Source: En tiempos de Vicente de Paúl y Hoy, Vol. 1..
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I.- Introducción

A lo largo de la Edad Media la cristiandad casi había alcanzado los límites del mundo antiguo: la mar océano, los hielos boreales, la estepa tártara, pero hacia el este y el sur se había topado con la muralla del Islam.

Al alba del siglo XVI, ante los ojos maravillados de los navegantes, habían surgido tierras de evangelización. A pesar de que en Europa los cristianos estaban desgarrando la túnica inconsútil y, finalmente, la habían desgarrado, una ola misionera deposita nuevos misioneros en las lejanas orillas de las Américas, de las Indias y del Japón.

El mismo san Vicente, imitando a la antigua cristiandad, había permanecido en la perspectiva restringida de un ministerio encerrado en las mallas de la antigua red de parroquias, de diócesis y de instituciones, que la Iglesia había lanzado sobre el Occidente, después de Carlomagno. Pero se da cuenta de las dimensiones del mundo y de las exigencias de la misión. El envío de los apóstoles a misión lo hace suyo con todas sus consecuencias: pertenece a la misma naturaleza que la misión de ir a los más pobres y a los más lejanos.

La Iglesia en nuestro siglo, preocupada por sus problemas de Occidente, de sus relaciones con los Estados, de su adaptación al mundo actual, del mantenimiento de sus tradiciones, había poco menos que renunciado a continuar una empresa misionera que podía parecer como una intromisión de Occidente sobre el resto del mundo. Los misioneros eran unos especialistas, que descargaban al resto de la Iglesia de preocuparse de los pueblos nuevos.

Pero, sobre todo, a partir de la encíclica «Fidei Donum» (1957) y desde los trabajos del Concilio, hemos tomado conciencia de que toda la Iglesia debe preocuparse de la evangelización de los que están más lejos. La Iglesia no es Iglesia, si no tiene esa dimensión universal. Y no son de la Iglesia, o no lo son más que de forma imperfecta quienes reducen su horizonte cristiano al campanario de su aldea o a la superficie sombreada de su capilla.

Cuando san Vicente comprendió el sentido de la misión lejana, cuando se dio cuenta de su función movilizadora, escogió a los mejores de sus misioneros para lo mejor de la misión. La misión lejana ocupa poco a poco el centro de sus preocupa­ciones; habla de ella frecuentemente, da noticias de los misioneros, se alegra de sus éxitos y lamenta sus fracasos.

Para él, el ejemplo de sus cohermanos en tierras lejanas es como el aguijón que debe pinchar a la Compañía, recordarle incesantemente que no puede estar descan­sando tranquilamente, mientras que los mejores de sus hijos están expuestos a la injuria de los climas, a las afrentas de los hombres y también a la muerte por amor al Evangelio.

En la Compañía, todos y cada uno deben escuchar, como dirigido a sí mismo, la llamada de los pobres de las tierras lejanas, todos y cada uno deben estar en disposi­ción total para responder a ella. Nuestras comunidades, como por supuesto la Iglesia, ¿no se hallan enfrentadas a los mismos problemas que en tiempos de san Vicente? ¿Permaneceremos hipnotiza­dos por las cuestiones del pequeño número de los obreros, de su adaptación a la tarea en un mundo cambiante, de las disputas de escuela sobre los métodos de evangeliza­ción, y agotaremos nuestras fuerzas sin hallar la solución, o por el contrario, apoya­dos en la palabra del Señor y, como lo hace san Vicente, alejando nuestra barca de las costas demasiado conocidas y de sus escollos, nos adentraremos en alta mar para lan­zar allí la red?

Era necesario, pensaba san Vicente, ir a roturar nuevas tierras para plantar en ellas el Evangelio, porque nuestros viejos países de tradición cristiana estaban aso­lados por la herejía, y no tenían, de ninguna manera, promesas de perennidad para la Iglesia.

Hoy en día, san Vicente nos urgiría aún más a ir a anunciar el Evangelio a quie­nes lo esperan. Nuestras tierras, que han sido cristianas, están en peligro de perder su alma en las columnas de las rentas per cápita y de las cotizaciones de bolsa.

Si no tuviéramos algunos signos de renovación, si no hubiéramos visto algunos brotes surgir de debajo de la nieve, ¿podríamos decir con Cristo: «Cuando venga el Señor, ¿encontrará todavía fe?»

Es importante para la Iglesia que todos sus miembros y que cada una de las célu­las de Iglesia, como son las parroquias, las diócesis, las agrupaciones variadas, sean conscientes de su dimensión universal e inscriban en su actuación diaria la preocupa­ción de la universalidad del Evangelio.

También es importante para ella, y se ha visto bien claramente en el último síno­do, que al monolitismo de una Iglesia demasiado latina, que aparecía como el aspec­to espiritual del Occidente, sucede la variedad y la riqueza de las Iglesias locales que responden mejor al genio de cada pueblo. Cada una de ellas aportará a toda la Iglesia otra manera de leer el Evangelio y de vivirlo.

¿Verdad que tenemos mucho que aprender de nuestras iglesias misioneras? Son ellas las que han comprometido a nuestros laicos en funciones cada vez más impor­tantes de animación de las comunidades, de encargarse de la evangelización, abrien­do así caminos nuevos por los cuales nuestras Iglesias de Occidente empiezan a com­prometer unos pasos todavía titubeantes.

II.- San Vicente y la misión Ad Gentes

En 1617, después de la «revelación» de Chátillon, san Vicente trata claramente de poner su sacerdocio al servicio de los pobres. Pero tal proyecto de vida lo concibe todavía dentro de los límites de una parroquia campesina. A partir de 1618, después de su vuelta a la casa de los Gondi, sus horizontes misioneros no cesaron de ensan-charse al ritmo de las llamadas de los pobres y de las llamadas de la Iglesia. Hacia 1640, la idea de la «misión ad gentes» provoca verdaderamente a san Vicente: pero es a partir de 1648, después de la primera partida hacia Madagascar, cuando la misión en «las tierras más alejadas» halla su sitio esencial en su proyecto misionero… hasta el punto de que la disponibilidad para «la partida» viene a ser como el criterio de autenticidad de una vocación misionera.

1. La Misión Ad Gentes y San Vicente

Para san Vicente, la misión ad Gentes se sitúa perfectamente en la lógica de las revelaciones de Gannes y de Chátillon Se trata, siguiendo a Cristo, de anunciar la Buena Noticia a los pobres, «a las personas más abandonadas»; y, naturalmente sucede que, de las más abandonadas a las aún más abandonadas, llegamos a los pobres «más alejados»… a los de Berbería, a los de Madagascar.

En adelante, en la boca de san Vicente, la expresión: «las más abandonadas» llega a ser como un superlativo de la miseria y del abandono.

«A los países más alejados»

«¡Ay Padres! ¡Qué felicidad sienten los que poseen esta disposición! ¡Dios les concede la gracia de estar siempre preparados y dispuestos a ir a los países más lejanos para dar allí su vida por Jesucristo! La historia nos habla de muchos martirios de hombres sacrificados por Dios; y si vemos que, en el ejército, muchos hombres exponen su vida por un poco de honor, o quizá con la esperanza de una pequeña recompensa temporal, con cuánta más razón debemos nosotros exponer nuestra vida por llevar el Evangelio de Jesucristo a los países más lejanos, a los que nos llama la Providencia!» (XI, 362).

«A las necesidades más acuciantes y más abandonadas»

«Habrá algunos que criticarán esas obras, no lo dudéis; otros dirán que es demasiado ambi-cioso enviar misioneros a países lejanos, a las Indias, a Berbería. Pero, Dios y Señor mío, ¿no enviaste tú a santo Tomás a las Indias y a los demás apóstoles por toda la tierra? ¿No quisiste que se encargaran del cuidado y de la dirección de todos los pueblos en general y de muchas personas y familias en particular? No importa; nuestra vocación es «Evangelizare pauperibus»»

Deseamos dar misiones aquí; ya hay bastante que hacer, sin ir más lejos; deseo ocuparme en esto; ¡que no me hablen de los niños expósitos, ni de los ancianos del Nombre de Jesús, ni de esos presos! Algún día vendrán esos espíritus mal nacidos, que se pondrán a criticar todos los bienes que Dios nos ha hecho abrazar y sostener con tan gran bendición; no lo dudéis. Advierto de ello a la Compañía, para que mire siempre las cosas tal como son, como obras de Dios, que Dios nos ha confiado, sin que nosotros nos hayamos metido en ninguna de ellas ni hayamos contribuido por nuestra parte en lo más mínimo a encargar­nos de ellas. Él nos las ha dado, o aquéllos en quienes reside el poder, o la pura necesidad», (Cf. Pascal, Br. 553), que son los caminos por los que Dios nos ha comprometido en estos designios. Por eso, todo el mundo piensa que esta Compañía es de Dios, porque se ve que acude a las necesidades más acuciantes y más abandonadas» (XI, 395-396).

Y san Vicente es en adelante tan sensible a las llamadas de los países más lejanos que confiesa que no tiene mayor deseo que el de partir con o en lugar de los misio­neros que él envía. Estamos lejos del san Vicente de 1617, tratando de vivir su sacer­docio en los límites de la parroquia de Chátillon:

«No hay ninguna cosa que yo desee tanto»

Al final de la carta en la que ruega al P. Nacquart que salga para Madagascar con el P. Gondrée, escribe: «¡Qué más le diré, Padre, sino que ruego a nuestro Señor, que le dio parte en su caridad, que le haga también participar en su paciencia, y que no hay ninguna cosa que yo desee tanto en la tierra como ir a servirle de compañero, si fuera posible, en lugar del P. Gon­drée!» (III, 260).

«Y yo mismo, aún siendo anciano y de edad»

«Yo mismo, aunque soy viejo de edad, no dejo de tener dentro de mí esta disposición y estoy dispuesto incluso a marchar a las Indias, para ganar allí almas para Dios, aunque tenga que morir por el camino o en el barco» (XI, 281). (Téngase en cuenta que san Vicen­te tenía entonces más de 76 años).

2. La Misión Ad Gentes y la Comunidad

Etapa capital en la marcha progresiva de san Vicente, la Misión ad Gentes fue incuestionablemente una gracia para la comunidad y como la fuente de renovación… veinte años después de su fundación.

A partir de 1648 sobre todo, la Misión ad Gentes se convierte en el aguijón, del que se sirve a menudo san Vicente para despabilar a la Compañía, para excitarla en sus costumbres y provocarla en su tendencia de lo que él solía llamar la pequeña peri­feria, al estilo de los caracoles» (cf. XI, 397).

«Esos sí que son obreros, verdaderos misioneros»

«Nuestro misionero de Berbería y los que están en Madagascar, ¿qué no han emprendido? ¿qué no han ejecutado? ¿qué es lo que no han hecho? ¿qué es lo que no han sufrido? Un hombre solo se atreve con una galera donde hay a veces 200 forzados: instrucciones, con­fesiones generales a los sanos, a los enfermos, día y noche, durante quince días; y, al final, los reúne, va personalmente a comprar para ellos carne de vaca; es un banquete para ellos; ¡un hombre solo hace todo esto! Otras veces se va a las fincas donde hay esclavos, y busca a los dueños para rogarles que le permitan trabajar en la instrucción de sus pobres esclavos; emplea con ellos su tiempo y les da a conocer a Dios, los prepara para recibir los sacramentos, y al final los reúne y les da un pequeño banquete».

«Habló también de los Hermanos Guillermo y Duchesne que, después de haber sido esclavos, fueron redimidos con la ayuda del cónsul, por el celo que les animaba en sus ocupaciones al lado de los pobres esclavos».

«En Madagascar, dijo también el padre Vicente, los misioneros predican, confiesan, cate-quizan continuamente desde las cuatro de la mañana hasta las diez, y luego, desde las dos de la tarde hasta la noche; el resto del tiempo lo dedican al oficio y a visitar a los enfermos. ¡Ésos sí que son obreros! ¡Ésos si que son buenos misioneros! ¡Quiera la bondad de Dios darnos el espíritu, que los anima y un corazón grande, ancho, inmenso! «Magnificat anima mea Dominum!»: es preciso que nuestra alma engrandezca y ensalce a Dios, y para ello que Dios ensanche nuestra alma, que nos dé amplitud de entendimiento para conocer bien la grandeza, la inmensidad del poder y de la bondad de Dios; para conocer hasta dónde llega la obligación que tenemos de servirle, de glorificarle de todas las formas posi-bles; anchura de voluntad, para abrazar todas las ocasiones de procurar la gloria de Dios» (XI, 122-123).

«¿Qué es lo que no han sufrido en aquel país?»

«¿Es ésta nuestra disposición, Padres y Hermanos míos? ¿Estamos dispuestos a padecer las penas que Dios nos envíe, y a ahogar los movimientos de la naturaleza para no vivir más que la vida de Jesucristo? ¿Estamos preparados para ir a Polonia, a Berbería, a las Indias, para sacrificar allí nuestros gustos y nuestra vida? Si es así, bendigamos a Dios. Pero si, por el contrario, hay algunos que tienen miedo de abandonar sus comodidades, que son tan blandos que se quejan de la más pequeña cosa que les falta, tan delicados que quieren cambiar de casa y de ocupación, porque el aire no es bueno y el alimento pobre, o porque no tienen suficiente libertad para ir y para venir; en una palabra, Padres, si hay alguno entre nosotros que siga siendo esclavo de la naturaleza, entregado a los placeres de los sentidos, como lo es este miserable pecador, que les está hablando y que a la edad de setenta (y siete) años sigue siendo totalmente mundano, que se consideren indignos de la condición apostólica a la que Dios los ha llamado, y que acepten la confusión de ver cómo sus hermanos trabajan tan dignamente, mientras que ellos están tan lejos de su espíritu y de su coraje». «¿Y qué es lo que han sufrido en aquel país? ¿El hambre? Reina allí por doquier. ¿La peste? La han contraído los dos, y uno de ellos dos veces. ¿La guerra? Se encuentran en medio de los ejércitos y han pasado por manos de los soldados enemigos. En fin, Dios los ha probado de todas las formas. ¡Y nosotros estamos aquí tan tranquilos, sin corazón y sin celo! ¡Vemos cómo los demás se exponen a los peligros por amor a Dios, y nosotros somos tan tímidos como unas gallinas mojadas! ¡Qué miseria! ¡Qué ruindad!» (XI, 289).

La disponibilidad para Madagascar o Berbería llega a ser, para san Vicente, como el criterio de autenticidad de la vocación vicenciana en la Compañía.

«No creo que haya en la Compañía ni uno solo»

«Pues bien, ¿no es esto una verdadera vocación? Padres y Hermanos míos, después de saber esto, ¿será posible que seamos tan cobardes de corazón y tan poco hombres que abandonemos esta viña del Señor, a la que nos ha llamado su divina Majestad, solamente porque han muerto allí cuatro o cinco o seis personas? Decidme, ¿sería un buen ejército aquel que, por haber perdido dos mil o tres mil o cinco mil hombres (como se dice que pasó en el último ataque de Normandía) lo abandonase todo? Bonito sería ver un ejército de ese calibre, huidizo y comodón! Pues lo mismo hemos de decir de la Misión: ¡bonita Compañía sería la de la Misión si, por haber tenido cinco o seis bajas, abandonase la obra de Dios! ¡Una Compañía cobarde, apegada a la carne y a la sangre! No, yo no creo que en la Compañía haya uno solo que tenga tan pocos ánimos y que no esté dispuesto a ir a ocupar el lugar de los que han muerto. No dudo de que la naturaleza al principio temblará un poco; pero el espíritu, que es más valiente, dirá: «Así lo quiero; Dios me ha dado este deseo; no habrá nada que pueda hacerme abandonar esta resolución»» (XI, 297-298).

«Si no estuviéramos apegados a algún capricho»

«¿Sabéis qué es lo que pienso, cuando oigo hablar de esas necesidades tan lejanas de las misiones extranjeras? Todos hemos oído hablar y sentimos cierto deseo de ir allá; juzga­mos felices al P. Nacquart, al P. Gondrée, a todos los demás misioneros que han muerto como hombres apostólicos, por la fundación de una nueva Iglesia. Y efectivamente, son felices, porque han salvado sus almas al entregarlas por la fe y por la caridad cristiana. Todo esto es muy hermoso, muy santo: todos alaban su celo y su entusiasmo; y ahí se queda todo. Pero si tuviésemos esa indiferencia, si no nos apegásemos a esa tontería y estu­viésemos dispuestos a todo, ¿quién no se ofrecería para ir a Madagascar, a Berbería, a Polonia, o a cualquier otro sitio, donde Dios desea que le sirva la Compañía? Si no lo hacemos así, es porque estamos apegados a alguna cosa. Hay algunos ancianos que han pedido que los enviemos allá y que lo han solicitado a pesar de su mucha debilidad. ¡Es que tienen el corazón libre! Van con su afecto a todos los sitios en donde Dios desea ser cono­cido, y no hay nada que los detenga aquí más que la voluntad divina. Si no estuviéramos tan aferrados a nuestros miserables caprichos, diríamos todos: «Dios mío, envíame; estoy dispuesto a ir a cualquier lugar del mundo adonde mis superiores crean oportuno que vaya a anunciar a Jesucristo; y aunque tuviese que morir allí, me dispondría a ir allá y me pre­sentaría a ellos para eso, sabiendo que mi salvación está en la obediencia, y la obediencia en tu voluntad»» (XI, 536).

3. La Misión Ad Gentes… y la Iglesia

San Vicente se abrió a las misiones ad Gentes, porque, movido por «las personas más abandonadas», oyó la llamada de los pobres «de las tierras más lejanas»; pero quiere responderles sólo en la Iglesia y dentro de la Iglesia. Ahí nos hallamos con una de las grandes convicciones misioneras de san Vicente: no, a la misión, no a los misioneros, sin el envío de la Iglesia.

«Cuando tienen una legítima misión»

«El proyecto de América no nos ha salido; no es que no se haga el embarque, sino que el que nos había pedido sacerdotes no ha vuelto a hablarnos de ello, quizás por las dificul­tades que yo mismo le puse al principio por no poder dárselos, más que con la aprobación y con las facultades de la Sagrada Congregación de Propaganda; en eso no había pensa­do él; y me parece que los sacerdotes que se lleva van sin eso. Me parece, lo mismo que a usted, que conviene hacer a Dios sacrificios por el estilo, enviando a nuestros sacerdotes para la conversión de los infieles; pero esto hay que entenderlo, cuando se tiene una misión legítima» (IV, 355).

«He ofrecido a Dios esta pequeña Compañía»

«Después de lo que le he escrito anteriormente, he ido a celebrar la santa Misa. Se me ha ocurrido el siguiente pensamiento: que como el poder de enviar ad gentes reside en la tierra únicamente en la persona de Su Santidad, tiene por consiguiente el poder de enviar a todos los eclesiásticos por toda la tierra, para la gloria de Dios y la salvación de las almas, y que todos los eclesiásticos tienen obligación de obedecerle en esto; y, según este principio que me parece digno de crédito, le he ofrecido a su divina Majestad nuestra pequeña Compañía para ir adonde Su Santidad ordene. Creo sin embargo, como usted, que es necesario que Su Santidad acepte con agrado que la dirección y la disciplina de los enviados esté en manos del Superior General, con la facultad de retirarlos y de enviar a otros en su lugar, aunque sea siempre en relación con Su Santidad, como los siervos del Evangelio con sus amos, que cuando les dice: «Id allá», están obligados a ir; «Venid acá», tienen que venir; «Haced esto», están obligados a hacerlo» (II, 45-46).

«Esta pequeña Compañía está educada en esta disposición»

«Me parece muy bien que le haya dicho usted al Sr. Ingoli que la escasez de obreros que tenemos y la obligación que sentimos con los señores obispos «circa missiones faciendas», nos privan de la posibilidad de atender al favor que su bondad nos ofrece de mediar con la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, para que proteja a la Compañía; creo, Padre, que hará usted bien en quedarse donde está y en fundamentar su trato con él en este principio, asegurándole, tal como le indiqué por medio del P. Lebreton, que yo creo que, puesto que solamente Su Santidad puede enviar «ad gentes», todos los eclesiásticos están obligados a obedecer, cuando él mande que vayan allá, y que esta pequeña Compañía se ha educado en esa disposición de que, dejándolo todo, cuando quiera Su Santidad enviarla «a capite ad calcem» a esos países, irá de muy buen grado. ¡Ojalá Dios nos hubiese hecho dignos de utilizar nuestras vidas, como la de nuestro Señor, en la salvación de esas pobres criaturas privadas de todo socorro! Trate usted este asunto con su habitual prudencia» (II, 214).

Enviados por la Iglesia, los misioneros de Berbería, de Madagascar, de todos los países «más lejanos», son para san Vicente como las promesas de una gran esperanza. En efecto, curiosamente, y en varias ocasiones, parece vislumbrar que quizás algún día, las jóvenes Iglesias de las misiones vendrán a dar a la Iglesia de Occidente la vida que ellas recibieron.

«La aniquilación de la Iglesia en Europa»

«Esta obra me parece muy importante para la gloria de Dios. Nos llama para allá el Papa, que es el único que puede enviar «ad gentes», y al que es obligatorio obedecer. Yo me siento interiormente inclinado a hacerlo, ante la idea de que sería en vano ese poder que Dios le ha dado a su Iglesia de enviar a anunciar el Evangelio por toda la tierra, y que reside en la persona de su Jefe, si sus miembros no estuvieran obligados por su parte a ir adonde se les envíe a trabajar por la extensión del imperio de Jesucristo. Además, (puede ser que me engañe) tengo mucho miedo de que Dios permita la aniquilación de la Iglesia en Europa, por culpa de nuestras costumbres corrompidas, de tantas y tan diversas opiniones que vemos surgir por todas partes, y del escaso progreso que realizan los que se esfuerzan por remediar todos estos males. Las nuevas opiniones causan tal estrago, que parece, como si la mitad del mundo estuviera metido en ellas; y es de temer que, si se elevase algún parti­do en el reino, emprendería la protección de las mismas. ¡Qué no hemos de temer ante ello, Padre, y qué no hemos de hacer para salvar a la esposa de Jesucristo de este naufragio! Si no podemos hacer todo lo que hizo Noé por la salvación del género humano en el diluvio universal, contribuiremos al menos con los medios que Dios quiera emplear para la con­servación de su Iglesia, poniendo nuestro óbolo en el cepillo, lo mismo que la pobre viuda del Evangelio» (III, 165).

«No ha prometido que esta Iglesia estaría en Francia»

«Es cierto que el Hijo de Dios ha prometido que estaría en su Iglesia hasta el fin de los tiempos; pero no ha prometido que esta Iglesia estaría en Francia, o en España, etc. Ha asegurado que no abandonaría a su Iglesia, y que ésta perduraría hasta la consumación del mundo, en algún lugar del mundo, pero no concretamente aquí o allí. Y si había algún país donde parece que debería haberla dejado, parece que no hay un lugar más digno de preferencia que la Tierra Santa, donde él nació y empezó su Iglesia, y realizó tantas y tan­tas maravillas Sin embargo, fue a aquella tierra, por la que tanto había hecho y tanto se había complacido, a la que quitó primero su Iglesia para dársela a los gentiles. Antigua­mente, a los hijos de aquella misma tierra les quitó también el arca, permitiendo que fuese cogida por sus enemigos, los filisteos, prefiriendo, por así decir, ser hecho prisio­nero con su arca, sí, Él mismo prisionero de sus enemigos, antes que quedarse entre unos amigos que no cesaban de ofenderle. Así es como Dios se portó, y sigue portándose todos los días con los que, a pesar de deberle tantas gracias, le provocan con toda clase de ofen­sas, como hacemos nosotros, tan miserables. ¡Ay de aquel pueblo al que Dios dice: «Nada quiero de vosotros, ni sacrificios, ni ofrendas; ni vuestras oraciones, ni vuestros ayunos me agradan; no quiero ni verlos. Lo habéis ensuciado todo con vuestros pecados; os abandono; marchaos, no tendréis parte conmigo». ¡Ay, padres, ¡qué desgracia!».

«Pero, ¡Oh Salvador!, ¡qué gracia ser del número de los que Dios desea servirse para tras­ladar sus bendiciones y su Iglesia! Podemos verlo por la comparación con un señor des­graciado que se ve obligado a huir y a marcharse al destierro por culpa de una necesidad, de la guerra, de la peste, del incendio de sus posesiones, o por la desgracia de un prínci­pe, y que, en medio de la ruina de todas sus fortunas, ve a algunos que vienen a ayudar­le, que se ofrecen a servirle y a transportar todo lo que tiene. ¡Qué alegría y qué consue­lo para aquel hombre en medio de su desgracia! ¡Ay, Padres y Hermanos míos, qué gozo sentirá Dios, si, en la ruina de su Iglesia, en medio de esos trastornos que ha causado la herejía, en el incendio que la concupiscencia ha provocado por todas partes, se encuen­tra con algunas personas que se le ofrecen para trasladar a otro sitio, si se puede hablar así, los restos de su Iglesia, o para defender y conservar aquí lo poco que quede! ¡Oh Sal­vador, qué gozo sientes al ver a estos servidores y este fervor para defender y mantener lo que aquí te queda, mientras que van otros a conquistar para ti nuevas tierras! ¡Ay, Padres, qué motivo de alegría! Veis cómo los conquistadores dejan una parte de sus tro­pas para guardar lo que poseen, y envían a los demás a conquistar nuevas plazas y exten­der su imperio. Así es como debemos obrar nosotros: mantener aquí animosamente las posesiones de la Iglesia y los intereses de Jesucristo, y entretanto trabajar incesantemen­te por realizar nuevas conquistas y hacer que Le reconozcan los pueblos más lejanos» (XI, 244-245).

III. – Cuestiones pra la reflexión y el diálogo

1. A partir de 1617, el ideal misionero de san Vicente se va ampliando progresivamente. Hacia el final de su vida, hasta él mismo está dispuesto a partir.

  • ¿Cuál es nuestro criterio en relación a la Misión ad Gentes: de estrechamiento de horizontes o de ampliación?

2. Para san Vicente la Misión ad Gentes es el aguijón, el criterio de la vocación misionera de la Compañía. Nuestra provincia no es toda la compañía, toda la Comunidad.

  • ¿Cómo nos preocupamos de informarnos de cómo se vive fuera de nuestra nación? ¿Cómo aceptamos el dejarnos interpelar por otras formas de ver, distintas de la nuestras?

3. Compañeros, compañeras nuestras han salido a misiones extranjeras.

  • ¿Consideramos que eso es «asunto suyo» o también nuestro, porque somos solidarios? Y ¿cómo vivimos esta solidaridad?

4. Para san Vicente la Misión ad Gentes es la esperanza de la Iglesia para volver a la vida a los «restos» de la Iglesia de Occidente. La Misión ad Gentes para él es esencial a la Iglesia.

  • Como san Vicente, ¿estamos siempre disponibles para responder hoy a las lla-madas de la Iglesia, incluso si eso exige un desarraigo?

5. «Si no estamos aferrados a unos malditos caprichos» (XI, 536). A la luz de ese texto y también del XI, 289:

  • ¿Nos preguntamos lealmente, si aceptaríamos con gusto ser desarraigados, abandonar una actividad, un sector en el que estamos actuando?

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