XIII: La Misión fuera de Francia
La misión en Roma
En Roma existe todavía hoy, junto al palacio de Montecitorio, una via della Missione, y es la calle en que se levanta el palacio del cardenal Bagni, que fue comprado por los misioneros en 1659.
La misión verdadera y propiamente tal se estableció en Roma en 1642; pero los misioneros habían estado en Roma antes aún, como se ha recordado al tratar de los intereses de la Compañía ante la Santa Sede. El año 1631 había ido allá uno de los primeros compañeros del fundador, Francisco du Coudray; después, en 1639, se había dirigido allá, para un fin semejante, Luis Lebreton, que no se había limitado a sus misiones diplomáticas sino que, como buen misionero, había desarrollado una asistencia inteligente a encarcelados, pescadores y pastores de la compañía romana, muriendo víctima de su celo el 19 de octubre de 1641.
Aquella muerte, con el vacío que dejó, indujo a Vicente a poner una casa estable en Roma.
De la ejecución del proyecto fue encargado uno de los sacerdotes de la Misión más preparados: Bernardo Codoing, superior de la casa de Annecy, acompañado de un sacerdote italiano, llamado Juan.
Apenas pudieron lograr un discreto conocimiento de la lengua italiana, emprendieron las misiones en los centros más abandonados del Lazio, en las zonas infestadas de malaria y de pillaje.
A Codoing sucedió Dehorgny y más tarde el señor Berthe, sacerdote de capacidad extraordinaria.
Pero al año siguiente llegó a Roma el Cardenal de Retz, huido de Francia, porque, frondista, se había opuesto al rey y a Mazzarino, hasta hacerse encarcelar en el castillo de Vincennes. Habiendo muerto su tío Juan Francisco Gondi, arzobispo de París, durante su prisión, había presentado sus derechos a sucederle. Para que desistiera de esta demanda, el cardenal Mazzarino le ofreció la renta de siete abadías. Retz fingió que accedía, para que se le trasladara a una prisión más suave, al castillo de Nantes. El 8 de agosto de 1654 logró evadirse de allí, y cayó en Roma,
En Roma, el Papa Inocencio X pensó hospedarle en alguna comunidad francesa: y escogió la casa de la Misión. Probablemente sabía que, entre Retz y Mazzarino, Vicente había optado en su corazón por el primero.
Cuando se pidió al pobre Berthe, en nombre del Papa, que acogiera al peligroso prófugo, se halló en un gran apuro entre la obediencia al jefe de la Iglesia y el temor de irritar al rey de Francia: pues la embajada francesa le notificó que si acogía al enemigo de la corona, incurriría con toda la Congregación en la cólera del rey. En la duda, siguiendo las órdenes pontificias, el cardenal se había instalado, con su servidumbre, en la casa de los misioneros.
A Berthe no le quedó más opción que dar comunicación de ello a Vicente, en París. Aquí el rey Sol, que amenazaba al Pontífice y reverenciaba al Sacro Colegio, cuando supo que los sacerdotes de la Misión hospedaban a Retz, se enfureció y no quiso atenerse a razones.
En toda aquella tormenta, Vicente no perdió su serenidad; fue a ver al cardenal IVIazzarino para explicarle todo el asunto. Al cardenal no le gustaba nunca el de Paúl, porque la persona del sacerdote era un reproche tanto más vivo, cuanto más silencioso, a su opulencia y a su conducta. Por otra parte mostró estar persuadido, al menos en parte, de las razones del superior y consintió en que, fuera a ocupar el puesto de Berthe otro misionero francés: Edmundo Jolly, que tenía conocimiento directo de la vida de Roma.
Una de las primeras actividades de Jolly en Roma fue la de asistir a las víctimas de la peste, que entonces había estallado: también él fue herido por la epidemia, que descargó un rudo golpe contra su salud, pero sin impedir»- le trabajar todavía con celo.
Mientras tanto los misioneros no habían limitado sus prestaciones al Lazio. En 1654 dieron una misión en los centros del Apenino, en la diócesis de Sarsina. En 1655 el cardenal Brancaccio quiso a los misioneros en Betralla. El año 1657 la misión llegó hasta Palestrina, en una zona a cerca de 40 kilómetros de Roma donde, entre boscaje y ruinas merodeaban no pocos ladrones y asesinos. En un pueblecito de poco más de mil habitantes había habido, en tres años, setenta homicidios. Los misioneros, con la predicación y los sacramentos, pusieron orden en las almas, induciendo a la población a perdonarse y a cambiar de vida.
Un joven, que había quedado inválido de un brazo durante una reyerta, abrigada el propósito de vengarse del que le había mutilado. Pero las palabras de los misioneros le cambiaron; y, habiendo hallado al enemigo en la plaza, corrió a su encuentro, se hincó de rodillas ante él y después, entre la conmoción del pueblo, los dos se abrazaron.
Una reconciliación semejante, en plena iglesia, en medio de la muchedumbre que lloraba, tuvo lugar entre dos familias que desde hacía años se hacían guerra sin cuartel. En ella una había tenido un muerto y un herido, la otra había tenido diez muertos. Ambas caminaban hacia el exterminio: cegados por el odio, se buscaban de noche y de día. Convencidos por los sacerdotes, los jefes de las dos familias, un anciano y un joven, se abrazaron, llorando: uno decía: «Quiero tenerte por hijo»; y el otro «te tendré por padre».
De esta manera y con resultados parecidos, desde el año 1638 al 1660, los misioneros de Roma dieron más de doscientas misiones.
Las Misiones en Irlanda e Inglaterra
Fue el mismo papa Inocencio X, el que, por medio de la Congregación de Propaganda, pidió, en febrero de 1645, el envío de misioneros a Irlanda.
Por su fidelidad a Roma, Irlanda hacía decenas de años que sufría un régimen de vejaciones por parte de la monarquía inglesa, que procedía contra los católicos con un método de expoliciaciones rabiosas que llegaron a provocar la rebelión sangrienta del año 1641. Después de varias vicisitudes fue dominada, en 1649, por Oliverio Cromwell, que desembarcó en la isla martirizada, con un ejército de 10.000 hombres armados; con estas fuerzas transformó la isla en una especie de colonia confiada a propietarios (plantadores) extranjeros. Durpnte todas estas peripecias, muchos católicos habían huido de la isla al continente.
Precisamente para asistir a las poblaciones martirizadas de la isla, Vicente preparó una misión, compuesta de cinco irlandeses, tres franceses y un hermano coadjutor oriundo de Inglaterra, que afrontaron la travesía por mar, peligrosa más por las insidias de los católicos que por los riesgos de las tempestades; y, llegados a Irlanda, se repartieron en dos grupos, uno se encaminó hacia la diócesis de Cashel, el otro hacia la de Limerick. Llegados a su destino, sembraron la palabra de Dios y reforzaron la fe en los campos sobre los que pesaba el terror de las fuerzas de ocupación antipapista, hasta que se desencadenó una nueva ola de persecución, Los misioneros franceses, buscados con avidez, tuvieron que esconderse y huir. Los siguió la bendición agradecida de los obispos que atestiguaron la bondad, más aún, la absoluta necesidad de las misiones dadas, entre dificultades enormes, por los sacerdotes de la Compañía, a los que se definía como «obreros infatigables que han dilatado el culto y el reino del Altísimo».
Quedaron en Irlanda cuatro misioneros irlandeses que, bajo la presión de los herejes, dueños de los campos, en medio de epidemeias y del hambre, siguieron desarrollando su obra saludable, En 1659, en una misión dada en la ciudad de Limerick, llevaron a la confesión general a todos sus veinte mil habitantes: aunque se habían embrutecido con las vejaciones, la miseria y las malas costumbres, especialmente la de la blasfemia. El obispo, conmovido, declaró que nunca, en memoria de hombre, se había obrado una revolución religiosa tan profunda y vasta como la realizada por esos sacerdotes. Por esto, cuando llegaron las tropas inglesas, los párrocos que habían hospedado a los misioneros, fueron desterrados o muertos: pero ninguno apostató. Como de costumbre, la guerra dejó detrás de sí la peste, de modo que los sufrimientos con los peligros se redoblaron.
Vicente informado desde lejos, como se le podía informar, no cesaba de dar gracias al Señor por aquella fortaleza de alma de los sacerdotes, hechos confesores, en medio del azote que cada vez se hacía más devastador. Solo en Limerick, de 20.000 habitantes, por lo menos 8.000 fueron barridos por la peste. Cuatro jefes de la ciudad, entre ellos el alcalde, Tomás Strich, fortalecidos por los ejercicios espirituales hechos en la casa de los misioneros, fueron detenidos por la fe y condenados a muerte. Se mantuvieron firmes y serenos: se dirigieron al suplicio vestidos con los mejores trajes y, con palabras dignas de los mártires de todos los tiempos, afirmaron que daban su vida por la fe católica. Un misionero, simple clérigo, Tadeo Lye, fue asesinado ante los ojos de su madre. Otros dos, Brin y Barry, lograron pasar el mar disfrazados; un tercero, cuyo nombre se desconoce, continuó ejercitando su ministerio a escondidas.
Otros misioneros, en traje de mercaderes, fueron a las islas Hébridas y Escocia, donde la herejía, impuesta con la fuerza y la astucia, había sumido a las poblaciones en un estado de agonía religiosa, que se convirtió, en amplias zonas, en ignorancia absoluta, triplicada por la miseria y por el hambre sobre todo en las islas. Muchos no estaban bautizados; poblaciones enteras ignoraban a qué religión pertenecían.
En las islas, el señor Duggan, dirigiéndose con una barca a varios desembarcaderos, convirtió a centenares, a miles de ciudadanos y pescadores. La muerte, provocada por los trabajos excesivos, le abatió en medio de un trabajo riquísimo en frutos.
Un saneamiento semejante llevaban a cabo en– las islas británicas los misioneros Lumsden y White, hasta que les sorprendió la persecución. White, sorprendido con un jesuita y otro eclesiástico, fue encarceledo en Aberdeen, el año 1655.
Cuando llegó la noticia a Francia, san Vicente entrevió un nuevo mártir; y si, como hombre, se angustió por ello, como sacerdote bendijo a Dios «como por una gracia enteramente particular»1.
White no derramó su sangre. Después de algunos meses fue puesto en libertad amenazándole con la muerte si le sorprendían predicando. Se refugió en las montañas, donde predicó mientras vivió, es decir hasta 1679.
Misión en Madagascar
En 1648 la Sociedad de las Indias, que seis años antes había obtenido de Richelieu el monopolio de, la colonización de Madagascar, por sugerencia del nuncio en París, Nicolás Bagni, ofreció a Vicente la asistencia religiosa de la isla: asistencia que por el momento se limitaría a los pocos franceses que allí había, habiéndose mostrado los indígenas resueltamente adversos a toda obra de conversión intentada ya por los jesuitas.
Vicente no permaneció sordo a la llamada. Precisamente aquellos días estaba dando lecciones de catecismo a un negro de aquella isla. Por otra parte el celo misionero de un sacerdote, en el que la caridad se fundía con la catolicidad, no podía encerrarse dentro de los confines de Europa: si hubiera podido hubiera ido a todos los confluentes. Y participaba de los entusiasmos de las almas más apostólicas al leer las relaciones de los jesuitas y de otros misioneros de Africa y de Asia, y citaba frecuente. mente la obra de san Francisco Javier como documento de la vitalidad de la Iglesia.
Se volvió a su alrededor y buscó el sujeto a propósito para la ardua tarea: pues dirigirse entonces a Madagascar, a parte de las enormes dificultades de la travesía marítima, era arriesgado por la hostilidad de la población, por el misterio de aquella gran isla, y por el clima mortífero parra los europeos.
Miró en torno suyo y puso los ojos en un joven sacerdote de la casa de Richelieu, Carlos Nacquart, y le escribió una carta, densa de amor y de expectación. «…La Compañía ha puesto los ojos en vos, como en la hostia mejor que ella tiene, para ofrecérsela a nuestro soberano Creador… Oh queridísimo señor mío, ¿qué dirá vuestro corazón a una noticia semejante? …Se trata de una vocación no menos grande ni menos adorable que la de los mayores apóstoles y de los mayores santos de la Iglesia de Dios: se trata de designios eternos sobre vos que se cumplen en el tiempo! Solamente la humildad, señor, es capaz de llevar una gracia como ésta, y el perfecto abandono de todo lo que sois y podéis ser, en la exuberante confianza de vuestro soberano Creador, debe seguirla. Os son necesarios generosidad y gran ánimo. Precisáis una gran fe como la de Abrahán; necesitáis la caridad de san Pablo; os conviene tener celo, paciencia, deferencia, pobreza, solicitud, discreción, integridad de costumbres y gran deseo de consumiros allí por Dios, como tenía el gran san Francisco Javier»2.
Después de haber exaltado la vocación del futuro apóstol de Madagascar, san Vicente llega a los consejos prácticos. «Lo principal de vuestro estudio, después de haber trabajado para vivir… en olor de santidad y de buen ejemplo, será hacer concebir a aquellos pobrecitos, nacidos en las tinieblas de la ignorancia de su Creador, las verdades de nuestra fe, no con razones sutiles tomadas de la teología, sino con razonamientos tomados de la naturaleza. Os mandaremos imágenes de todos nuestros misterios, que sirven admirablemente para hacer comprender a aquella buena gente lo que les queremos enseñar, y que gustan mucho ver»3 .
La enseñanza por medio de imágenes era la que Vicente estaba experimentando con su joven negro que, efectivamente, fue bautizado el 22 de mayo.
El señor Nacquart abrazó el ideal que le presentó su padre y maestro y, con un hermano en religión de 28 años, Nicolás Gondrée, se embarcó en una nave llena de colonos que iban a Madagascar. La travesía duró seis meses.
Apenas llegaron se dieron cuenta, si es que ya no los conocían, de los obstáculos sobrehumanos con que iban a encontrarse. Junto a sí tenían franceses, aventureros y criminales, que habían llegado allí en busca de evasiones, los cuales, para sustraerse al tedio del ambiente y a la dureza del clima, se abandonaban a actos de lujuria desenfrenada. Alrededor de los franceses se movía el mundo esquivo de los malgaches, idólatras, con una religión natural en la que preponderaba la imagen del diablo, bajo la dirección psíquica de hechiceros (ombiasi), que habían insertado en el embrollo de las supersticiones algún eco del Antiguo Testamento y del Corán. Las poblaciones de Madagascar —como les había dicho ya Vicente en Francia—, por el clima, por las supersticiones y por el desprecio a la mujer, considerada como artículo de compra en la poligamia, estaban moralmente consumidos por el vicio, cultivado y trasmitido de padres a hijos.
Y sin embargo los indígenas no eran malvados. Eran naturalmente bondadosos, hospitalarios, corteses. Más bien era la colonización la que metía en sus costumbres el virus de una desconfianza y temor generalmente desconocidos para las generaciones precedentes. Los colonizadores, que habían caído sobre ellos, los más procedían únicamente con cálculos de explotación y robo. Hasta entonces no habían hecho más que hacer razzias por los campos y exterminar con asesinatos los pueblos de tal manera que los indígenas habían tenido bastantes más pérdidas que ganancias de la llegada de los conquistadores. Por otra parte en cuanto a religión, presentándose divididos en hugonotes y católicos, llevaban también a aquel ambiente un motivo de contienda.
Cuando los sacerdotes del señor Vicente desembarcaron en la isla, fuera de los franceses, no encontraron más que un par de negros y algún esclavo bautizados. Y sin embargo hallaron buena acogida en el rey indígena, Andrian Ramaka, que de niño había sido convertido por los jesuitas. Con sencillez los misioneros empezaron a familiarizarse con los niños y después, venciendo repugnan. cias infantiles, se ganaron la confianza de los grandes. Así pudieron hablar de Jesucristo en más pueblos y bautizaron sobre todo a las jovencitas, más libres y dispuestas a librarse de supersticiones y respetos humanos. En medio de un calor asfixiante, entre peligros y fatigas, con las molestias de la escasa alimentación, en medio de los escándalos de connacionales depravados y desdeñosos, que en vez de convencer con la civilización, volvían a vencer con las armas, Nacquart, que censuraba aquel método de penetración armada, bárbaro y anticristiano (así lo definía), tan ruinoso cuanto innecesario, y que por esto se veía obstaculizado por el gobernador y por sus hombres perversos, a pesar de todo, confiando únicamente en Dios, desarrolló un ministerio incansable, moviéndose por aquellas zonas desconocidas junto con su hermano en religión Gondrée. Por los indescriptibles sufrimientos Gondrée murió agotado. Habiéndose quedado solo, con ánimo indomable, Nacquart reanudó sus correrías apostólicas; viajó mucho y catequizó a no pocos malgaches, en m-cUo de los cuales apareció como un ser enviado por el cielo; no bautizó a muchos porque antes quería instruirlos bien. Para esto habría necesitado colaboradores. Y escribió sobre ello al señor Vicente a París, pidiéndole misioneros con la llamada de San Francisco Javier: «¿Dónde están tantos doctores que pierden su tiempo en las academias, mientras tantos pobres infieles petunt paneni, et non est qui fragat eis?»4.
Mientras tanto, nombrado por la Propaganda prefecto de la Misión, el 2 de febrero de 1650, empezó la construcción de una Iglesia en Fuerte Delfín, echando los cimientos de la Iglesia malgache. Pero aquella sucesión de sufrimientos y aquella presión de hostilidades, al fin, quebrantaron también su vigor. Con fiebre quiso decir misa y hablar a los fieles el día de la Ascensión. Fue un esfuerzo que le abatió: casi un martirio en una tierra desierta. Se extinguió entre el sentimiento general.
Habiendo desaparecido los dos misioneros, sobre la isla ardió la guerra entre colonos e indígenas con acciones de una ferocidad exterminadora
Vicente conoció la grave pérdida tarde. Hacía tiempo que estaba preparando un nuevo contingente de misioneros para enviar a la isla, de acuerdo con la Propaganda: pero durante cuatro años no pudo encontrar una embarcación conveniente, mientras que valerse de las naves holandesas hubiera sido, más que árduo,, peligroso, por los designios de dominios sobre la isla, en perjuicio de Francia, de que se hablaba en los Países Bajos. Vicente que se informaba de todos los datos, estaba al corriente de los maneios hurdidos contra su patria y no quería aventurar a sus sacerdotes en manos de enemigos potenciales y además herejes. Finalmente, el 8 de marzo de 1654, logró hacer partir a dos sacerdotes, Bourdaise y Mousnier y a un hermano, Forest, sobre dos paquebotes franceses.
Los nuevos misioneros, en parte tuvieron que volver a empezar de nuevo, puesto que en los cuatro años que habían pasado desde la muerte de Nacquart, la obra evangelizadora había sido demolida por las batallas, las epidemias y los vicios. La reanudaron con tal celo que en poco tiempo se reavivó el fervor religioso en muchos puntos de la isla, de modo que tuvieron que pedir un refuerzo de misioneros a su padre que, aunque lejos, estaba siempre presente. Efectivamente no podía olvidarse por un momento de aquellos hijos, lanzados a la aventura más peligrosa; y, mientras seguía sus vicisitudes con temor, se enteraba de sus éxitos con alegría y se los comunicaba a todos los sacerdotes de la Misión. «En Madagascar —decía— los misioneros predican, confiesan, catequizan continuamente. desde las cuatro de la mañana hasta las diez, y después desde las dos de la tarde hasta la noche. El resto del tiempo es para el oficio y la visita a los enfermos.
Esos son verdaderos misioneros…!» Su espectáculo le convencía de que la Misión lo podía todo, teniendo en sí, de Dios, el germen de la omnipotencia5.
Con un corazón semejante, envió a Madagascar a otros tres misioneros en octubre de 1655; y éstos se vieron más obstaculizados que los otros por la hostilidad de los hugonotes. De nuevo la muerte hizo estragos en las filas de los misioneros y de los fieles más próximos a ellos, mientras que en Francia dificultades de todo género impedían la partida de otros navíos, que llevaran otros sacerdotes. En la Compañía empezó a difundirse el desaliento; pero también contra él se levantó, como un antiguo profeta. Vicente, recordando que las empresas de Dios chocan contra barreras de muerte y que de los seiscientos mil hombres conducidos por Moisés no entraron en la tierra prometida más que dos mil. «Dios ha llamado a nuestros hermanos a aquella tierra y unos mueren en el camino y otros mueren apenas han llegado. Ante esto hay que inclinar la cabeza y adorar los designios tan admirables e incomprensibles de Nuestro Señor». Según él habría sido una vileza y cobardía abandonar aquella viña a la que el Señor los llamaba. «¡Hermosa Compañía sería de la Misión si, porque cinco o seis han muerto, abandonara la obra de Dios! ¡Compañía cobarde, apegada a la carne y a la sangre! ¡Oh, no! Yo no creo que en la Compañía haya uno solo que tenga tan poco ánimo y no esté más que dispuesto a ocupar el sitio de aquellos que han muerto»6.
Efectivamente no faltó el ánimo. Pero como si no bastaran las dificultades —del mar y del clima, de los hugonotes y de los idólatras, de la ignorancia y de la miseria—, surgían continuamente otras nuevas en Francia misma, donde la Compañía de las Indias, frente a los fracasos, había tomado una actitud de inseguridad que, algunas veces, llegaba a un abandono práctico de la empresa. Reconstituida sobre nuevas bases, la Compañía chocó con el mariscal de la Meillaraye, encargado de poner a disposición su nave. Hombre irascible y desconfiado, el mariscal, en cierto momento, creyó que el señor Vicente era partidario de la Compañía: de ahí estorbos y enojos. Vicente trató de aplacarle escribiendo a él y a sus confidentes, pero no obtuvo respuesta: señal de la cólera de trueno )del mariscal, acostumbrado a hacer temblar a los corazones y a bajar las frentes. Entonces Vicente volvió a la carga, y obtuvo como respuesta una carga de invectivas.
En casos semejantes, la diplomacia del santo volvía a las fuentes, al Evangelio. Y escribió una tercera carta, en la que explicaba que enviaría nuevamente misioneros a Madagascar, pero a condición de que fuera del agrado del mariscal, de lo contrario, no. Mas aún, sin tener en cuenta a los seis misioneros muertos sobre el campo del apostolado malgache, ni las siete u ocho mil pesetas gastadas en la expedición apostólica, Vicente le decía, con toda suavidad, que si así le placía al mariscal, sería llamado a Francia el único misionero que quedaba. En cuanto a las acusaciones que se le hacían, a él, a Vicente, de haber tomado partido por la Compañía contra el mariscal, le aseguraba que se había hecho un mal servicio a los misioneros difundiendo semejante noticia: y cortésmente, pero firmemente, redujo el asunto a sus términos: «En cuanto a mí —añadía—, nunca he considerado más que el servicio de Dios en ese negocio y pienso que ellos tienen el mismo fin. Ciertamente, Monseñor, todos nos hemos alegrado de que la Providencia se haya fijado en vos para la fundación de su imperio en aquella región, y hemos rogado a Dios y le rogamos frecuentemente que bendiga vuestra persona y vuestros designios. Y si la respuesta que el señor de Lamoignon le dé no es conforme con vuestra intención, lo sentiría mucho y humildísimamente os pido, Monseñor, que creáis que en esto he hecho todo lo que he podido y que sólo mis pecados me han hecho indigno de serviros eficazmente en este asunto según vuestro deseo. Si, pues, Monseñor, os place hacernos la gracia de que continuemos nuestros pequeños servicios a Dios en Madagascar y dar pasaje a los obreros que hemos destinado para esto, humildísimamente os suplico, Monseñor, que me lo hagáis saber cuanto antes, de modo que podamos hacerlos partir prontamente»7.
Ante la humildad, el mariscal depuso las armas. Quedó, como suele decirse, desarmado; y los misioneros partieron: cuatro sacerdotes, dos hermanos coadjutores y dos jóvenes negros. Sólo que, apenas partieron, fueron asaltados por una tremenda tempestad y después por una nave de corsarios, que los trajo a España. «He aquí —comentó el Santo— un hermoso asunto para adorar los designios de la Providencia».
Habiéndose puesto en esta disposición, no cejó en su empeño y aun frente a las otras tremendas dificultades que sobrevinieron, se mantuvo firme en su propósito de enviar misioneros. Resistió aun cuando el mariscal montó nuevamente en cólera contra la Congregación de San Lázaro; y esta vez le calmó hasta el punto de hacerle huésped de los misioneros.
Estos partieron de nuevo y de nuevo fueron afligidos por tempestades que, a través de horrores de toda clase, los arrojaron nuevamente sobre la costa francesa.
Misión en Polonia
La dama de la caridad, Luisa María Gonzaga, al llegar a ser reina de Polonia deseó inmediatamente tener en aquel reino obras vicencianas. Y Vicente le mandó a uno de sus discípulos de más confianza: Lambert.
Como era costumbre suya, aunque todavía joven, Lambert, junto con los hermanos en religión, se prodigó en Varsovia en el servicio de los apestados; un servicio trabajoso y peligroso porque la ciudad carecía de toda clase de medios asistenciales y de higiene: los cadáveres quedaban por las calles; a los enfermos se los arrojaba de casa para que no infeccionaran a los demás y se los dejaba morir de hambre; los ricos huían al campo, los pobres se quedaban sin trabajo. Con angustia de la reina en Polonia y de Vicente en Francia, Lambert cayó víctima de su celo apostólico. La reina escribió de su puño y letra a Vicente, una carta en la que entre otras cosas, le decía: «Si no me mandáis a un segundo Lambert, no sabré qué hacer».
Y Vicente destinó al señor Ozenne, junto con un clérigo y algunas religiosas de la Visitación de Annecy y a su director espiritual, para que fundaran un convento en Varsovia. La nave en que se embarcó la expedición, partió el 20 de agosto de Dieppe, y apenas estuvo en alta mar, fue atacada por piratas ingleses, que robaron, desnudaron y expusieron a los pasajeros a los riesgos de una navegación borrascosa. Llegados a Douvres, pasaron un largo período de privaciones, durante el cual las religiosas, socorridas por buenas señoras inglesas, vivieron entregadas a la oración hasta que pudieron volver a Francia, junto con los otros compañeros. Desde allí los misioneros, en pleno invierno, se pusieron inmediatamente de nuevo en camino, solos, llegando a Varsovia, a tiempo para dedicarse a servir a los apestados.
En el otoño siguiente se dio la primera misión, que logró restablecer las buenas costumbres y avivar la fe en miles de almas, tanto que Vicente, que seguía las iniciativas de sus hijos con amor y con avisos, tuvo que enviar otros clérigos y algunas Hijas de la caridad. Habría enviado más, si el suelo de Polonia no hubiera sido invadido por las tropas de Gustavo Vasa, que ocupó Varsovia, de la que fue expulsado y a la que volvió al año siguiente sembrando la muerte y desfogando su fanatismo sectario contra iglesias, conventos y personas religiosas.
En cuanto las circunstancias lo permitían, Vicente era informado continuamente por la reina y por los suyos e intervenía ante el gobierno de Francia para que protegiera, en cuanto fuera posible, la incolumidad de los súbditos franceses, desplazados a Polonia. En medio del temor por el futuro incierto una luz iluminaba su ánimo paternal: y venía de la conducta de fortaleza y sacrificio de sus hijos, en medio de aquel cataclismo de llamas y de ruinas. «Ni los cañones —podía anunciar a los sacerdotes de San Lázaro—, ni el fuego, ni el saqueo, ni la peste, ni las otras privaciones y peligros en que se encontraban, les ¡han hecho abandonar su puesto, es decir el lugar en que la Providencia los ha puesto, prefiriendo poner en peligro su vida antes que faltar a la práctica de la misericordia»8.
En esta práctica tuvieron que prodigarse durante muchos años, cada vez más, a medida que la guerra reducía —como era su deber— las ciudades en cementerios, rodeados de campiñas convertidas en desiertos, infectados de epidemias.