Misión histórica de La Milagrosa

Francisco Javier Fernández ChentoVirgen MaríaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: José María Román, C.M. · Año publicación original: 1973 · Fuente: Anales.
Tiempo de lectura estimado:

Amadas Hermanas, señores y amados sacerdotes:

El título de la conferencia quizá pueda parecer a algunos ex­cesivamente ambicioso: LA MISION HISTORICA DE LA MILA­GROSA. En realidad a mí también me lo parece, sobre todo una vez que lo vi estampado en letras de molde; porque mi propósito es muy sencillo. Se trata de preguntarnos, a estas alturas de 1973, a los ciento cuarenta y tres años de las apariciones de la Virgen a Santa Catalina, por el papel histórico que ha desempeñado la Milagrosa, en su triple proyección: apariciones, medalla, mensaje, el papel histórico que ha representado en la vida de la Iglesia; qué función ha cumplido; qué ha significado como realidad ac­tuante y presente en la Iglesia; qué obras, qué transformaciones se le deben. Un breve haz de preguntas, fácilmente ampliable, a las que quisiera contestar hoy de manera medianamente al me­nos satisfactoria.

Busquemos un punto de partida que sea a la vez firme y só­lido. Y éste no es otro que el hecho de las apariciones, el hecho histórico de las apariciones.

Ni me voy a meter en crítica histórica, ni voy a hacer tam­poco mucho menos— análisis del carácter teológico-espiritual de las apariciones. Voy simplemente a afirmarme en ese suelo, para arrancar de ahí.

El hecho de las apariciones está atestiguado y a mí, para los propósitos de esta conferencia, me basta con ello por un proceso canónico realizado en 1836, con las máximas garantías de objetividad y de seriedad, en diecinueve sesiones„ haciendo compa­recer prácticamente a todos los testigos que se habían relacionado con las apariciones, excepto a la propia vidente, cosa típica de las apariciones de la Milagrosa: yo creo que es la única aparición apro­bada por la Iglesia, en la que la vidente no comparece a dar su testimonio, y en una época y en un país en el que son rechazadas otras muchas pretendidas apariciones. Y la encuesta de este pro­ceso canónico concluía: «Que parece evidente que la visión no es obra de una imaginación loca y desarreglada, o extravagante y exaltada; que todo es real; que nada es fantástico, y que todo, en este acontecimiento sobrenatural, parece merecer confianza».

A esta conclusión, tan ponderada, de la encuesta canónica, ha­cen comentario y en este caso comentario luminoso— más de setenta documentos de la Santa Sede, que hacen referencia di­recta o indirecta a las apariciones: veintiséis Breves, veinte Res­criptos, catorce Decretos, seis Indultos, innumerables alocuciones y discursos de los Papas. Entre ellos quiero destacar el Decreto del 23 de julio de 1894, por el que se autoriza la celebración de la Solemnidad de la Manifestación de la Inmaculada Virgen María de la Sagrada Medalla. Lo quiero destacar, porque es curioso que en la petición de esta fiesta no se había nombrado para nada a las apariciones: se había solicitado simplemente una fiesta de la Inma­culada el día 27 de noviembre. Y es la Santa Seda la que, al con­ceder la fiesta, quiere que se titule: «Solemnidad de la Manifes­tación de la Inmaculada Virgen de la Medalla Milagrosa», ha­ciendo ella alusión a las apariciones.

Pero quizá más importantes que los documentos son los hechos. Son nueve Papas, innumerables obispos            porque sería inútil ponerse a contarlos, los que han puesto en la Medalla la misma fe y la misma confianza que cualquier enfermo de un hospital perdido o cualquier niña de la Asociación de Hijas de María.

Y los santos, los santos de nuestro tiempo, prácticamente to­dos los santos canonizados que han vivido después de las apari­ciones, que han obtenido la medalla, o la han repetido, o se han consagrado a la Virgen bajo la advocación de Milagrosa, o ante la imagen de la Milagrosa, que la han declarado protectora de sus parroquias, de sus congregaciones religiosas, de las almas confia­das a ellos, de sus diócesis; que le han levantado altares, iglesias, imágenes… Sería muy largo contar todos los santos que han ac­tuado. Quisiera escoger simplemente algunos.

Ustedes recordarán, por ejemplo, a San Juan María Vianney, el cura párroco de Ars, que es el que encarga la primera imagen de la Milagrosa que se conoce, y la coloca en su iglesia, y que hace grabar en el reverso de las puertas del sagrario de su iglesia el reverso de la Medalla Milagrosa, y que es un repartidor infa­tigable tle medallas…

La Madre Sacramento, Santa María Micaela del Santísimo Sa­cramento, la Vizcondesa de Jorbalán, fundadora de las Adoratri­ces, que visita, a los pocos años, a los poquísimos años de las apariciones, la capilla de las apariciones, y que vuelve de París con una maleta llena de medallas, que pinta ella un cuadro de la imagen de la Milagrosa, que traduce la primera traducción o la segunda, porque es dudoso cuál de las dos aparece primero, pero, en fin, es una de las primeras traductoras del libro que da noticia de la Medalla Milagrosa, y que durante el mes de mayo lee, en este libro traducido por ella, cada día una página de la historia o de los favores de la Milagrosa…

San Juan Bosco, que reparte las medallas, que cuenta a sus chicos por la noche las historias de las apariciones…

Y, el último, Maximiliano Kolbe, recién canonizado, que ha pasado a la historia por el rasgo último de su vida, ese rasgo he­roico de ofrecerse en el campo de concentración de Auschwitz para ser ejecutado en lugar de un padre de familia, y que ha sido glorificado por ello. Pero una muerte así no se improvisa: una muerte así es el fruto de una vida de santidad. Y Maximiliano Kolbe ahora destaca por su muerte. A medida que se vaya pene­trando también en su vida y en su mensaje, destacará, sobre todo, por su obra de fundador de la Milicia de la Virgen María, las milicias de María, que dice textualmente, en el proyecto de fundación, que se pone bajo el patrocinio de la Inmaculada Virgen María de la Medalla Milagrosa y que obliga a todos los miem­bros de la milicia a llevar la Medalla Milagrosa, y que, con un humor propio de su país y de la época difícil, luchadora, en que le toca vivir, dice que la Medalla Milagrosa, las medallas milagrosas son sus cartuchos…

Y el hecho definitivo: la canonización de Santa Catalina.

Todos sabemos que una canonización no es una aprobación de las visiones del santo. Sin embargo, es interesante volver a leer ahora algunos párrafos del decreto de canonización. «A esta ve­nerable sierva de Dios, según se dice, se le apareció benignísima­mente la Inmaculada Virgen María y le confió el encargo de acu­ñar una medalla que presentara en el anverso la imagen de la mismá Madre de Dios aplastando su virginal pie la cabeza de una serpiente e iluminando el orbe de la tierra con los rayos de sus manos extendidas, teniendo a su derredor las palabras: «Oh Ma­ría sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos», y en el reverso, el santo nombre de María, con el signo de la cruz encima, y debajo dos corazones, el uno coronado de espi­nas y el otro traspasado por una espada. Es admirable a nuestros ojos la propagación de esta milagrosa medalla».

Y el Papa Pío XII, en la homilía pronunciada en la misa de la canonización, repetía prácticamente, aunque en otros términos, las palabras del decreto: «Es ciertamente digno de admiración suma el que la augusta Madre de Dios, según se dice, se dejara ver de una humilde joven, que hablara con ella palabras miste­riosas, y que le manifestara, radiante ante sus ojos, una milagrosa medalla que había de propagar por todos los medios, no sin una abundante efusión de gracias celestiales».

Hemos dicho que la Iglesia al canonizar un santo no canoniza sus visiones. Es más: la Iglesia propiamente nunca aprueba una aparición en el sentido de decir que aquello se ha producido. Sim­plemente lo que hace es decir: que no hay nada que pruebe lo contrario, y no hay nada que se oponga a la fe en ello.

Ahora bien, estas palabras del decreto, y estas palabras de Pío XII, aun conservando esa fórmula precautoria de la autoridad de la Santa Sede, «según se dice», parecen, desde luego, ir más allá de una mera no obstaculización a la difusión del culto y de la medalla.

Lo cierto es que, a partir de aquella tarde de 1830, aquella tarde en que una Hija de la Caridad, novicia todavía, desconocida totalmente, ve en la capilla del Seminario interno, ve la imagen de María, se puso en marcha un movimiento vigoroso que iba a tener unas repercusiones imprevistas e importantísimas.

Esas repercusiones, lo que ha significado, lo que ha hecho la Milagrosa, a partir del momento de sus apariciones, es lo que yo quisiera analizar hoy.

Pero, antes de entrar en este análisis, vamos a hacernos cargo de la situación histórica en que se producen los hechos.

Ante todo, las fechas.

Sabemos —lo hemos dicho varias veces ya— que las visiones de Santa Catalina empiezan a producirse en abril de 1830 y se prolongan a lo largo de todo el noviciado de la Santa.

No olvidemos tampoco que la noticia más antigua que se con­serva de las apariciones es un documento escrito en español, por una mano desconocida, fechado en París el 5 de agosto de 1833, y descubierto, o redescubierto, en 1934, en el Hospital de Incu­rables de Madrid. Se trata de una carta dirigida probablemente a las Hermanas de aquella casa para informarles de las recientes apariciones y de los primeros milagros atribuidos a la medalla. La carta lleva una posdata, que, ésa sí, va firmada por el Padre Lam­boley, que era, junto con el Padre Aladel, confesor de Santa Ca­talina.

Bien; pues las fechas de las visiones son las primeras visiones referentes ya de una manera más o menos directa a la gran ma­nifestación de la medalla: 25 de abril al 3 de mayo de 1830, las visiones del corazón de San Vicente durante la novena de la tras­lación de las reliquias; el 6 de junio, el día de la fiesta de la Santí­sima Trinidad, durante la misa, en el Evangelio, la visión de Cristo; en la noche del 18 al 19 de julio del mismo año, la visión de la Virgen de la silla, el coloquio y las profecías; y el 27 de noviembre, el sábado anterior al primer domingo de adviento, la visión fundamental que todos conocemos: la Medalla, que se re­pite varias veces —esto está atestiguado tanto en el proceso como en otra serie de documentos—, se repite varias. veces hasta los primeros meses de 1831. A veces se habla de tres apariciones. En realidad son bastantes más de tres; son, al menos, unas siete apa­riciones, en que se repite la aparición y el encargo de acuñar la medalla, sin duda para vencer la resistencia sobre todo del con­fesor, que se niega a dar crédito en los primeros instantes a las apariciones.

Bien: ¿qué ocurre, qué estaba pasando en el mundo, en la Iglesia, en la familia espiritual de Santa Catalina en esos mo­mentos de las apariciones?

¿Qué estaba pasando en el mundo?

Se puede decir con dos palabras: se está en plena época revo­lucionaria.

Ha pasado la Gran Revolución, que ha sido derrotada con Napoleón en Waterloo, y que ha sido reprimida durante quince años por la Restauración y la Santa Alianza. Pero está a punto de empezar; más bien, es inminente la segunda oleada revolucio­naria, que acabará triunfando: la Revolución de 1830. Acabará triunfando, aunque, hasta cierto punto, habrá sido rectificada; en cierta medida habrá sido domesticada; desde luego, despojada ya de la virulencia terrorista y antieclesiástica de la primera Revolu­ción Francesa.

Cuando Santa Catalina tiene las primeras visiones, abril de 1830, reina todavía en Francia Carlos, el hombre por excelencia de la Restauración. Carlos X y su nuera,* la duquesa viuda de Berry, madre del Delfín, han visitado en la iglesia de los Padres Paúles, en la iglesia de San Lázaro, las reliquias de San Vicente, y habían sido recibidos con todos los honores por el Superior Ge­neral de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad.

Poco después de las primeras visiones la . Restauración ha te­nido su gran éxito exterior: la conquista de Argelia —el desem­barco es el 14 de junio; la toma de Argel es el 5 de julio—, que no le servirá para afianzarse, porque se vive un clima prerrevo­lucionario. Ha habido un cambio de Gobierno en Francia; ha entrado a gobernar lo que hoy se llamaría la facción menos aper­turista, la facción más cerrada, ha provocado las iras populares —sobre todo la publicación de unas ordenanzas que restringen la libertad de prensa—, y en efecto, el 27, el 28 y el 29 de julio de 1830 se producen lo que se llama las Tres Gloriosas Jornadas, el estallido revolucionario que pone fin al reinado de Carlos X y pro­clama a Luis Felipe de Orleáns Rey de Francia el 8 de agosto de este mismo año.

Esta revolución, que va a tomar un día diversos vestidos a lo largo de lo que queda de siglo: Monarquía burguesa de Luis Fe­lipe, revolución de 1848, Segundo Imperio, Comuna, Tercera Re­pública…, es ya irreversible, y va a ser europea. Tres años más tarde se producirá en España, en 1833, precisamente cuando lle­gaba a Madrid la noticia de las apariciones, con la muerte de Fernando VII. En Suiza, en Bélgica, los brotes revolucionarios de Italia, con la joven Italia y la joven Europa de Mazzini, en Ale­mania, en Polonia…, prácticamente en todo el mundo.

¿Qué les pasa a los católicos?

Los católicos, hablando en términos generales, están amedren­tados. La revolución significa para ellos el triunfo de la impiedad. No podemos reprochárselo, porque ellos carecen de la perspecti­va nuestra: ellos no saben que va a surgir, que está surgiendo un mundo nuevo, y que en ese mundo nuevo la Iglesia y el Cristianismo tendrá una nueva primavera y otra manera de estar en el mundo; pero ellos no lo saben. La mayoría de ellos no tienen otro recuerdo que las sangrientas jornadas del terror, y entonces es lógico que estén amedrentados. Está amedrentada, por supues­to, Santa Catalina Labouré. Ella es de familia campesina, donde se conserva todavía el culto y la veneración al Rey. Su padre era un realista ferviente, y el sacerdote que la dirigió durante su ado­lescencia en el pueblo era uno de los antiguos sacerdotes no jura­mentados en la Revolución. Esto puede explicar algunos de los aspectos de las visiones, sobre todo de la visión del 18 al 19 de julio, pero precisamente los aspectos más marginales y los menos contrastables. Es curioso que en ningún documento eclesiástico se aluda para nada a la visión del 18 al 19 de julio, ni siquiera en el primer proceso canónico. La visión que se toma en cuenta es la del 27 de noviembre.

Ahora bien, ni siquiera en esas visiones, y tampoco, por su­puesto, de ninguna manera en la medalla, hay nada que vincule el futuro de la devoción ni de la religión al antiguo régimen; y en realidad va a servir más bien para lo contrario, para hacer que los católicos se apoyen en sí mismos, sin dependencia de la situa­ción política. La Milagrosa, lo vamos a ver, les va a dar fe. Lo que pasa es, como tantas veces, que ellos creen una cosa, y la Providencia prepara otra.

¿Y en la Iglesia, qué está sucediendo en la Iglesia en el mo­mento de las apariciones de la Milagrosa?

El siglo XIX está ya suficientemente claro para la historia de la Iglesia. Se le puede resumir también en dos palabras: destruc­ción y reconstrucción.

Destrucción: Se ha producido una descristianización; está en marcha un proceso de descristianización, que ha sido muy amplio durante los años de la Primera Revolución, como resultado de la revolución misma, de sus antecedentes ideológicos, la Ilustración, del Positivismo, del Racionalismo. Esto es un hecho. En Francia de una manera especial se palpa que se está descristianizando el pueblo, y la Iglesia siente una especie de terror o de miedo al menos de la pérdida de tantas almas; y se inicia, o se va a iniciar, una época de reconstrucción, reconstrucción sobre nuevas bases que acabará por ser, en un terreno, la aceptación de hecho del nuevo orden político-social, que será el impulso religioso de uno de los movimientos que constituyen el Romanticismo, el nuevo pensamiento católico… Es la época, por no citar más, de New­man en Inglaterra y de Lacordaire en Francia. La expansión mi­sionera, el catolicismo social, que está a la vuelta de la esquina, y que se va a iniciar por un hombre vinculado a la herencia doc­trinal de San Vicente, por Federico Ozanam, y que culminará, ese movimiento de reconstrucción, en la unidad en torno al Papa.

¿Y en la doble familia espiritual de la Santa, en la Congrega­ción de la Misión y en las Hijas de la Caridad, qué está pasando en estos años?

También aquí son años de renacimiento, de reconstrucción, casi diríamos de nueva creación. Porque las dos Congregaciones, primeramente en Francia, y sucesivamente en el resto de Europa, han sido prácticamente destruidas. Ha sido una de las primeras medidas de la Revolución, de la primera Revolución Francesa: el 18 de agosto de 1792 han sido suprimidas las dos, y después la tempestad revolucionaria las ha dispersado, o ha causado innu­merables martirios: más de cuarenta sacerdotes de la Congregación de la Misión, casi otras tantas, aunque menos, Hijas de la Cari­dad. Han tenido una precaria restauración bajo el régimen de Na­poleón, tan precaria, que no se ha logrado la unidad de las dos Congregaciones, sino que las dos Congregaciones han atravesado, desde 1800, en que muere el último Superior General elegido antes de la Revolución, el Padre Cayla de la Garde, hasta 1827, una época en que hay prácticamente dos Superiores generales, dos Vicarios generales: uno en París y otro en Roma. La Congregación está destruida y deshecha. Es muy poco antes de las apariciones, el 16 de noviembre de 1827, cuando el Papa, todavía procedi­miento extraordinario, nombra un Superior General de la doble familia, el Padre De Wailly, y es en vísperas casi de las apariciones, el 18 de mayo de 1829, cuando, por fin, se elige un Superior General, el Padre Salhorgne. Pero en este mismo año, y a los pocos días de haber ingresado Santa Catalina en el Seminario in­terno, se produce la Novena de la traslación de las reliquias de San Vicente. Y la traslación de las reliquias de San Vicente es un acontecimiento que es como una puesta en marcha de nuevo: ahí se empieza otra vez, tanto para las Hijas de la Caridad como para la Congregación de la Misión. En otros países, ya he dicho que sucederá quizá un poco más tarde; pero en todos se dará el mismo proceso: de destrucción y de época de reconstrucción.

En ese panorama, por lo tanto, sombrío, desde luego, para la doble familia de San Vicente, temeroso para la Iglesia, inseguro para el orden político y social, aparece la medalla, o más amplia­mente, aparece la Milagrosa. ¿Qué iba a representar la Milagrosa para esos católicos, para esos hijos de San Vicente, amedrenta­dos, temerosos, apesadumbrados? ¿Qué iba a darles?

Vamos a empezar por una afirmación sencillísima de los he­chos: la rapidísima difusión de la medalla y de la noticia de las apariciones.

Según la encuesta canónica del Arzobispado de París, en los cuatro años transcurridos desde la acuñación de las primeras me­dallas en junio de 1832 y la fecha de la encuesta, 1836, se habían acuñado unos doce millones de medallas, más de doce millones de medallas… Y en los dos años de la edición del librito con la his­toria de las apariciones se habían editado al menos 117.695 ejem­plares. En 1833, como hemos visto ya, ya había llegado a España.

Había, pues, en el ambiente una avidez de noticia mariana, de ayuda sobrenatural, de protección, de apoyo para un esfuerzo de recuperación cristiana de la sociedad.

Pues bien, esa triple avidez era la que iba a saciar la Mila­grosa.

Hay una cosa evidente, y es que la Milagrosa el primer papel que cumple, que basta un simple análisis de los hechos para con­vencerse de ello, es el de reanimar el movimiento mariano de la Iglesia: reanimarlo primero por el contenido, el mensaje, el con­tenido doctrinal de la medalla, en el cual yo no me voy a exten­der, porque todos lo conocemos, que condensa en un símbolo toda la especulación teológica en torno a María Santísima; en segundo lugar, porque desencadena, pone en marcha en el siglo XIX el movimiento en favor de la proclamación del dogma de la -Inma­culada. No hay historiador de la Iglesia, prácticamente no hay ningún historiador de la Iglesia que, al hacer la historia de la proclamación del dogma de la Inmaculada, no diga que el origen del movimiento en el siglo XIX hay que encontrarlo en las apari­ciones de la Rue du Bac. Lo mismo que García Villoslada, prác­ticamente en todos, incluso en el Diccionario de la Teología Ca­tólica. Y es que es un hecho claro. La doctrina de la Inmaculada no se descubre en el siglo XIX, era muy antigua en la Iglesia. Pero cuando resurge la fe, y cuando resurge el deseo del pueblo cristia­no de ver proclamado este dogma, es a partir de las apariciones. Porque, claro está, la Medalla, las apariciones reafirman de una manera solemne, casi descarada, la doctrina de la Inmaculada Concepción. Ahí está, grabada en símbolo, pisando con su pie la cabeza de la serpiente, y ahí está dicho expresamente en letra: «Oh María concebida sin pecado…». Y entonces, claro, se produ­ce el movimiento que va ganando amplitud. Las súplicas que se dirigen a la Santa Sede —este estudio no está hecho, y a mí, claro está, tampoco me ha sido posible hacerlo,  pero, por lo menos, sé de bastantes de ellas, que las súplicas que dirigen los obispos, son bastantes los obispos, y no sólo franceses, que al suplicar la definición dogmática de la Inmaculada aducen el hecho de las apariciones de la Virgen Milagrosa en la calle de Bac a Santa. Ca­talina Labouré, o a una Hermanita de la Caridad. En este sentido podemos decir que es responsable la Milagrosa —las apariciones de la Milagrosa— de la definición de 1854.

Y un tercer aspecto: la devoción mariana que suscita. Inicia una nueva era de devoción mariana la Milagrosa. Surgen las asociaciones marianas. En Nuestra Señora de las Victorias, en París, que ya sabemos que la Asociación de Nuestra Señora de las Victorias surge, porque el párroco, el que era párroco precisa­mente del territorio donde está la casa de las Hijas de la Caridad había sido trasladado, después de las apariciones, a Nuestra Se­ñora de las Victorias, y entonces él tiene la idea de poner en Nuestra Señora de las Victorias una imagen de estas recientes apariciones, y se hace la asociación, que en realidad es una aso­ciación de la Milagrosa.

En Madrid esto es en 1836—, en Madrid, a partir de 1840, y después ya confirmada en 1845, y establecida de una manera definitiva en 1847, la asociación, en un tiempo tan famosa y tan numerosa, de la parroquia de San Ginés, que fue la primera asociación. Y luego ya, lo que todos conocemos, la Asociación de Hijos e Hijas de María, la Asociación de la Medalla, la Legión de María, que se reúne siempre en torno ü una imagen de la Mila­grosa, y, por supuesto —ya las he citado , las Milicias de María del Padre Kolbe.

No son los únicos movimientos; habría que hablar de otros muchos. Lo que quiero es simplemente hacer ver cómo quizá la primera función, la primera misión histórica cumplida por la Milagrosa es esta reanimación de la devoción a María en una época que necesita una nueva espiritualidad, una nueva manera de ver a María; quizá en una época romántica, fervorosa, tierna aparece la imagen de la medalla.

Más ampliamente cumple una segunda misión la Medalla Mi­lagrosa. Porque a ella se debe, en parte, el inicio de un movi­miento de recuperación en la Iglesia, de nuevas bases para un cristianismo de nuestro tiempo.

Empecemos por los milagros: es lo más llamativo de la Mila­grosa; por eso se llama así. ¿Qué son los milagros? ¿Qué repre­sentan los milagros, esos milagros que prodiga la Virgen a través de la Medalla?… Pero son decenas, son cientos de milagros obrados en diversas partes del mundo, continuamente: es una es­pecie de lluvia…

Desde luego, hay que atenerse a los hechos. Son innegables. Están, en muchos casos, atestiguados más allá de toda duda ra­zonable. Están muchos de ellos reconocidos por la Iglesia. Son admirables, extraordinarios. Son de todas clases: curaciones ma­teriales, conversiones, etc. ¿Para qué o por qué los milagros? ¿Tienen una razón de ser estos milagros obrados en pleno si­glo XIX?…

Los milagros, no lo olvidemos, son signos —así los llama siem­pre el Evangelio de San Juan—, son signos de la presencia con­soladora de Dios. Y así es como los interpreta la Iglesia, el pue­blo cristiano en el siglo XIX los milagros de la Milagrosa. Es decir, que se toma conciencia de que Dios está presente en esos tiempos, que ellos creen tan duros, tan calamitosos, tan -negros para la Iglesia; de que Dios no ha abandonado a la Iglesia. Die­ron a los cristianos de la época la seguridad de la protección ce­leste, de la ayuda de Dios a través de su Madre. Ese es, en cuanto nosotros podemos alcanzarlo, el por qué de los milagros.

Las apariciones de la Milagrosa les da también a los cristianos de la época un distintivo. Los cristianos se reconocen, se agrupan. La Medalla les da una bandera, y más la Inmaculada, cuando la Medalla haya cumplido su primera gran misión: hacer que se pro­clame el dogma de la Inmaculada; y una plegaria, la jaculatoria, tan fácil de repetir en una época de civilización de aglomeraciones, que empieza, y de prisa, con tan poco espacio y tan poco tiem­po para la oración sosegada.

Y así empieza el despegue, la recuperación de la Iglesia a par­tir de 1830.

Al año siguiente es elegido Gregorio XVI, el 2 de febrero de 1831. Gregorio XVI es ya todo lo contrario de los Papas pusi­lánimes del siglo XVIII, estos Papas que estaban como totalmente desbordados por la marea del racionalismo de la Ilustración; es­tos Papas que se dejan llevar incluso —quizá no tendrían otro re­medio, ¿no?; no se trata de juzgarlos—, se dejan llevar incluso a la supresión de la Compañía de Jesús.

Gregorio XVI inicia un nuevo estilo de pontificado. Es el Papa de la reacción católica. Puede hoy parecernos esa reacción destemplada; puede parecernos, en el caso de su sucesor, excesi­va; puede parecernos incomprensiva del mundo que tiene delan­te; es el Syllabus. Pero lo cierto es que esa actitud de Grego­rio XVI y de Pío IX tienen la virtualidad de dar fortaleza a los católicos en unas nuevas circunstancias. Y no olvidemos: Pío IX es el Papa que proclama el dogma de la Inmaculada. Y es hacia 1830 cuando surgen una serie de iniciativas carismáticas: el gran esfuerzo misioneros: el Africa, la India, China; el renacimiento litúrgico romántico, con Dom Guéranger; las nuevas congregacio­nes religiosas, muchas de las cuales introducen en su hábito la Medalla Milagrosa; las demás apariciones, que serán como un eco de la de 1830: Lourdes… Se inicia el catolicismo social por obra de Ozanam…

No quiero decir que todo este movimiento haya sido produ­cido por la Medalla; pero lo que sí es claro es que la Medalla está ahí presente, la Milagrosa está ahí presente, y es una parte de ese gran despegue católico, que nos va a llevar al catolicismo de nuestros días, a un catolicismo presente en el mundo real en que está insertado, y que, desde luego, en muchos casos es la fuerza impulsora.

Y una tercera misión histórica de la Medalla Milagrosa, de la Milagrosa, en general: es el instrumento de la reconstrucción de la doble familia vicenciana; ante todo, de la reconstrucción ins­titucional, que llega en el momento preciso. Ya he dicho antes, cuando con el reciente nombramiento del primer superior general, y la más reciente elección del segundo, después de la revolución, ambas congregaciones reanudan su vida corporativa, y están ame­nazadas de nuevos peligros, está unida la fecha de las apariciones a la traslación de las reliquias, que es sentida —os lo indicaba ya antes— como una vuelta del fundador, y que realmente vuelve para poner en marcha su obra. Ahora se está todavía, a la altura de 1830, en una restauración de ambas congregaciones que es pu­ramente una vuelta al pasado, y esto va a durar prácticamente hasta 1843. Se quiere reconstruir la doble familia, y naturalmente, como siempre ocurre en esos casos, no se encuentra más que volver a hacer lo que había, volver a poner lo que había. Pues es curioso que el hombre que va a iniciar la restauración de otra ma­nera, restauración como recreación, casi como nueva construc­ción, el Padre Juan Bautista Etienne, está presente desde el pri­mer momento en las apariciones, es testigo, con el Padre Aladel, en el proceso; solicitará él el que se conceda el decir «et Imma­culatam» en el prefario de la Virgen, y el «Regina sine labe con­cepta» en la letanía; será él quien funde los Hijos de María; escribirá la primera circular sobre la Medalla… Pues bien, ya les digo, Etienne, como Superior General de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, será el impulsor de la restau­ración, equivalente casi a una nueva fundación. Sin duda, la figura es discutible desde otros muchos puntos de vista; pero el hecho en sí de la grandeza de este hombre, que vuelve a hacer marchar un organismo muerto, es innegable.

Y la reconstrucción espiritual, más importante, que era, y se­guirá siendo después, muy necesaria. Figurémonos en 1830 la can­tidad de Misioneros e Hijas de la Caridad que han estado ausen­tes durante años de la vida de comunidad, una vida de comuni­dad perdida, ausencia por completo de lectura, de la tradición de la propia espiritualidad… Ha sido un corte realmente grave.

Y la Milagrosa va a volver a poner en marcha esa espiritua­lidad. En primer lugar, porque hay unas recomendaciones con­cretas para ambas familias, pero que quizá son lo de menos; lo que pasa principalmente es que tanto las Hijas de la Caridad como los Padres Paúles toman conciencia de que se les ha dispensado una distinción en cierto sentido, recobran personalidad—; de que se les ha confiado una misión; de que se les ha dado una medalla como signo: los milagros… Todo esto despierta el fervor y le confiere intrepidez a la doble Congregación. Quizá, quizá todas las consecuencias que se derivan de la Medalla no todas son favora­bles. Se ha dicho —aunque yo lo creo muy discutible— que la Mi­lagrosa desfigura, hasta cierto punto, por los extremos o los exce­sos a que se llega, la espiritualidad propiamente vicenciana de ambas comunidades. Puede que haya algo de verdad en eso; pero esto no puede hacernos olvidar que, sin embargo, es la Milagrosa la que vuelve a hacer posible en absoluto una espiritualidad vicenciana. Y más importante todavía, la Milagrosa confiere a ambas familias la proyección apostólica. Las apariciones dotan a las Hijas de la Caridad y a los Padres Paúles de un instrumento de influencia apostólica, que no tenían, que no habían tenido, sobre la juven­tud: los Hijos y las Hijas de María, en una época en que las Hijas de la Caridad se iban a proyectar mucho más que antes sobre la juventud por medio de los colegios y orfanatos. Nunca se valorará bien lo que las congregaciones marianas han signifi­cado como instrumento de apostolado de los Padres Paúles y de las Hijas de la Caridad. Y éste se debe a la Milagrosa. Les provee de un instrumento, y de un instrumento propio para la época; de un instrumento de apostolado para con los enfermos y heri­dos… En los hospitales, en los frentes de combate, las Hermanas, sobre todo, han creído en la Medalla, y la han usado, quizá in­cluso han abusado de ella; pero lo cierto es que ha sido el medio que tenía a mano de una manera fácil la Hermana de hacer apos­tolado, y que en muchos casos este apostolado ha sido muy autén­tico objetivamente, y muy eficaz objetivamente.

Lo mismo para los Padres Paúles la Milagrosa ha sido tam­bién instrumento de apostolado en las misiones, en las misiones del siglo XIX y del siglo XX; y el confesonario… Han adquirido un nuevo matiz. Y ha dado, yo diría, valentía a unos hombres que, en el momento, sobre todo, en que aparece la Milagrosa, se encuentran como un poco desbordados.

En la homilía que Pío XII pronunció, y a la que ya he aludido, el día de la canonización de Santa Catalina, el Papa declaraba, refiriéndose a la vidente de la Milagrosa: «Se le confía una misión que ha de ser no solamente transmitida, sino que ha de tener cum­plimiento en su día: reanimar el fervor entibiado de la doble fami­lia del Santo de la Caridad, sumergir el mundo entero en un dilu­vio de pequeñas medallas portadoras de todas las misericordias espirituales y corporales de la Inmaculada, y suscitar una asociación piadosa de Hijas de María para salvaguarda y santificación de las jóvenes».

Yo tengo que confesar que esas palabras del Papa Pío XII, leí­das en mi juventud quizá un poco precipitadamente, y releídas después varias veces con ánimo de reflexión, se encuentra con­densadamente el germen de esta exposición mía, que no ha que­rido ser sino un comentario documentado de las afirmaciones del Papa. Ojalá que haya acertado a hacerlo con un mínimo de rigor y de fuerza probatoria.

Gracias.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *