M. Pierre Cabel (1618-1688)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros PaúlesLeave a Comment

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Author: Desconocido · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1898 · Source: Notices II.
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Biografias PaúlesEl Sr. Cabel ha sido verdaderamente bueno, buen cristiano, buen sacerdote, buen misionero, buen predicador.

Con gran sentimiento me veo obligado a decir pocas cosas de la vida y de las virtudes del gran siervo de Dios, el Sr. Cabel. En todas partes donde ha estado ha sido siempre útil y edificante; sin embargo, lo poco que voy a escribir sobre él es lo que ha quedado en la memoria de algunos de nuestros hermanos a quienes ha dirigido por unos nueve años, teniendo en cuenta que por una parte los que le han conocido y aquéllos con quienes ha vivido en las demás casas han muerto en su mayoría, y además los que hubieran podido dar alguna información más particular no están en situación de hacerlo, sea por su avanzada edad, sea por los excesivos asuntos, sea también porque se aplican más a practicar la virtud que a escribir sobre ella; a lo que añadimos que el Sr. Cabel hacía lo posible por ocultarse a los ojos de los hombres con el fin de trabajar sólo por Dios como lo vamos a ver.

Debemos no obstante consolarnos al recordar la queja de san Juan Crisóstomo con ocasión de los apóstoles cuando recordaba lo poco que había quedado de los hechos heroicos de estas columnas de la Iglesia, y podemos añadir lo mismo respecto de los primeros cristianos, los cuales según el informe de san Lucas no eran más que un solo corazón y una sola alma, como si hubiera querido decir que la caridad y la unión eran tan grandes en ellos que parecían no tener más que una sola alma para amar a Dios y animar a todos estos corazones con este amor y sin embargo no tenemos casi ningún conocimiento de las acciones extraordinarias y de las virtudes que han practicado porque en esta edad de oro nadie pensaba en otra cosa que en avanzar en los ejercicios de la caridad y en adelantar a su prójimo en la práctica de la humildad.

Tenemos también razón en formular la misma queja a nuestros sacerdotes misioneros de los cuales apenas queda alguna memoria en aquellos que los han conocido más particularmente, tanto que a imitación de los primeros cristianos cuyos ejemplos seguían, practicaban  perfectamente las virtudes que veían brillar tan manifiestamente en sus cohermanos; y como estimaban en poco lo que hacían, no pensaban más que en avanzar más y más en el camino de la perfección, dejando a un lado cuanto habían hecho para poner los ojos en lo que se imaginaban que les faltaba. Esto por delante, veamos lo que se puede decir del buen Sr. Cabel.

El Sr. Cabel nació en Chésery, diócesis de Ginebra a principios del año 1618; y como había sido ordenado sacerdote por Mons. Juste Guérin, sucesor de san Francisco de Sales, el 13 de marzo de 1642, vino al mundo en el tiempo que vivía aún esa luminaria ardiente y brillante de la Iglesia, ese incomparable san Francisco, a quien nuestro querido difunto  profesaba gran devoción, leyendo con mucho calor y afecto las obras que aconsejaba de ordinario a los que estaban bajo su dirección, sobre todo las conferencias que este venerable prelado daba a las religiosas de la Visitación de las que era fundador.

En cuanto a las cualidades del Sr. Cabel, he advertido que era un hombre verdaderamente bueno, buen cristiano, buen sacerdote, buen misionero, buen predicador: cinco talentos que Dios da a muchos, pero no todos los hacen valer por igual.

En primer lugar, un hombre verdaderamente bueno es aquél cuya naturaleza está sometida a la razón, y la razón a Dios; puedo decir después de esto que el Sr. Cabel era un hombre verdaderamente bueno, no por inclinación de la naturaleza, era la recta razón la que era su guía en las cosas mismas en que se hubiera podido pensar a primera vista que ponía más movimiento de pasión; eso me descubrió un día en una ocasión semejante al darme razón de su proceder, en lo que vi que era un hombre muy razonable y que sólo pretendía cumplir con su deber. Era sociable en extremo y pronto en prestar servicio a su prójimo en el momento oportuno e importuno, dejando a Dios por Dios, que es una virtud muy rara y la señal infalible de un hombre verdaderamente bueno y de un espíritu muy razonable.

Esto se vio principalmente en el amor y la caridad que tenía para el prójimo, en particular por los encomendados a su cargo. Tenía un acceso dulce, gracioso y cordial; todas sus palabras iban bañadas con la miel del santo afecto.

Decía con frecuencia en la conversación palabritas para demostrar su afecto y animar en el camino de la virtud; iba siempre por delante en el saludo y sus palabras de ordinario con nosotros eran: Dios nos guarde, hermano; ¿cómo estáis? Al despedirse, nos decía con cariño: Ruegue por mí, hermano y yo rogaré por usted; y cuando nos encomendábamos a sus oraciones, sobre todo en los retiros, decía con gran cariño: Sí, hermano, no le olvidaré en el altar.

Cuando se enteraba que alguno de nosotros se sentía indispuesto iba al punto a visitarle para demostrarle cómo compartía su mal, exhortándole a hacer buen uso y a ofrecérselo a Dios. Hacia el final de sus días, cuando no podía ya sostenerse, no se cansaba de recibir amablemente a los que iban a verle, aunque le incomodara, animando incluso a los que tenían alguna preocupación a enfrentarse a ella para sentirse mejor.

Esta gran bondad del Sr. Cabel no se ha visto menos con los Srs. pensionistas, de cuyo cuidado espiritual se había hecho cargo al llegar aquí, que del nuestro, y más aún por el estado violento en que están. Iba a verlos a menudo y los consolaba, los exhortaba a la paciencia y a hacer buen uso de sus aflicciones, haciendo lo posible por procurar la libertad a los que se comportaban bien, confirmándolos cada vez más en sus buenas resoluciones, de manera que a un buen número de ellos les ha ido bien después de recibir la libertad, para gran consuelo y satisfacción de los padres, hasta algunos han dejado el mundo para consagrarse a Dios en comunidades religiosas donde han vivido y viven todavía con gran edificación. Su caridad se ha dejado ver también  con estos señores por los cuidados que se tomaba de ellos cuando estaban enfermos, sobre todo con los pobres alienados; ya que si bien en otros tiempo los visitara como a los demás, se ocupaba más de ellos en aquel tiempo, visitándolos tres o cuatro veces al día para inspirarles algún buen pensamiento o para cuidarse  en algún buen momento en que la razón aparece en algunos y ponerlos a bien con Dios y asegurar su salvación, confesándolos y dándoles la absolución. Tenemos un prueba de ello entre otras en la persona de uno de estos alienados que se ponía tan enfurecido que se vieron obligados a dejarle los grilletes en las manos, que rompía todo lo que encontraba, y a quien por esto le habían empotrado el asiento, la mesa y la cama en la pared de su habitación. Puesto en oración el Sr. Cabel, como no dejaba de hacerlos en semejantes casos, este pobre, después de dieciocho o veinte años de extravagancias y de locura, volvió en sí, se confesó perfectamente, respondió muy bien al sacerdote de la parroquia que le administró la extrema unción y habría comulgado como viático si su mal que era extremo se lo hubiera permitido, pues apenas llegaba a sorber una cucharada de caldo. El Sr. Cabel era así por su bondad y su caridad la bendición de esta casa de los pensionistas, haciendo entrar a estos señores en el buen orden y no dudo que haya impedido muchos desórdenes en esta juventud sujeta en esta edad a sus libertades.

En segundo lugar, un buen cristiano que, estando animado por el espíritu de Nuestro Señor, le imita lo mejor que puede en su vida, en sus costumbres y en sus divinas virtudes. Los que han conocido al Sr Cabel pueden asegurar que tenía el espíritu de Nuestro Señor y que ha trabajado tanto que le ha sido posible formarse a sí mismo, y a los que estaban bajo su dirección sobre este original. Así no sólo ha tenido este nombre de cristiano, sino que el nombre ha estado seguido de las obras y ha caminado por las huellas de aquél  de quien ha recibido este glorioso nombre y conformado su vida con sus máximas y la profesión de su fe, la cual ha sido muy grande como se le ha visto en el trabajo continuo que desarrollaba, a ejemplo de su divino prototipo según el que se moldeaba para hacer conocer a Dios cada vez mejor para que se le honrara como lo merece a lo que venían a parar sus fecundas exhortaciones y las charlas familiares que tenía con los ordenandos, ejercitantes, pensionistas, como con otros hermanos en nuestras conferencias espirituales y comunicaciones en las que este espíritu de buen cristiano se manifestaba tan admirablemente. Amaba de tal manera a Nuestro Señor que tenía su santo nombre casi continuamente en los labios, pronunciándole como ejemplo en toda ocasión. Instruía de maravilla a los pensionistas en los misterios que este divino Salvador ha operado para nuestra salvación, cuyas fiestas se celebran en el curso del año; llevaba a todo el mundo a pasar estos santos días y su octava con gran devoción a fin de sacar el fruto que cada fiel debe sacar con ello. Por eso en las penitencias que imponía, mandaba siempre alguna oración breve diciendo por ejemplo a cada momento:

Para decir todos los días de la octava. Hacía lo mismo para las fiestas de la santísima Virgen y de los santos. Era muy devoto de esta incomparable Reina del cielo y de la tierra, y de todos esos grandes hombres que han imitado tan fielmente a Nuestro Señor durante su vida; era un gozo escuchar su panegírico que componía los días de sus fiestas, pues no omitía ninguno sin predicar a los pensionistas, sin olvidarse del Evangelio de los domingos, dando buenos medios para imitarlos y buenas moralejas muy eficaces para llevarlos a todos a huir del vicio y abrazar la virtud. En esto se le veía con frecuencia cuando hablaba de tantos desórdenes a los que los cristianos se dejaban conducir, hablaba con tal fuerza y vigor de espíritu que todos se sentían impresionados y, como ya he dicho, ha convertido a muchos. Tenía un talento maravilloso para la predicación que no ocultó sino que le ha dado la importancia según los planes de Dios que se lo había dado para su gloria y el bien de las almas. Ha ejercido este ministerio durante más de cuarenta años, sabiendo bien que uno de los principales deberes de un sacerdote es anunciar la palabra de Dios.

En tercer lugar, un buen sacerdote es quien está colocado entre la naturaleza divina y la naturaleza humana, para honrar a una con sus sacrificios, y a la otra con sus palabras y sus ejemplos. El Sr. Cabel era el buen sacerdote que poseía estas dos partes que se piden en el pontífice, poderoso en palabras y en ejemplos.

También era un verdadero discípulo de Nuestro Señor, piadoso en sus juicios, justo en sus consejos, devoto en el altar y en la salmodia en el coro, estable y frecuente en la iglesia a donde llegaba siempre el primero, sobrio en las comidas, prudente en la alegría, puro en su conciencias, asiduo en la oración, paciente en la adversidad, generoso en la prosperidad, rico en virtud, diligente en sus acciones, prudente en sus palabras, verdadero en sus predicaciones; por último, este buen sacerdote salía de su lecho como el fénix de su nido, sin otras llamas que las de ese gran sol de justicia que quema a los ángeles en el cielo y los corazones angelicales en la tierra.

El Sr. Cabel, como verdadero sacerdote de Jesucristo, estaba lejos de ese espíritu de orgullo y de ambición que pierde a casi todo el mundo, y sólo pensaba en agradar a Dios en todas las cosas y en desempeñar bien las obligaciones de su ministerio para su mayor gloria y la salvación de sus hermanos. Dios solo era su bien, en la consideración que le pertenecía por entero; por eso dijo a una de nuestros hermanos que había ido a verle días antes de su muerte, quien hablándole de la hinchazón de sus piernas daba señales de participar de sus dolores: Hermano, dice este hombre de Dios, Dios dispondrá de mí como le plazca; es el dueño de todo, las piernas son de él también lo mismo que todo el cuerpo.

Estaba tan atento a Dios, que parecía que era visiblemente, de suerte que parecía que le gobernaba el Espíritu Santo en todo y por todas partes, y que no hablaba ni obraba sino por el movimiento de este divino Maestro, como todos los que le han conocido lo han podido observar. De ahí procedías que todas sus palabras tendían a Dios, no teniendo otra cosa que hacer por su parte que secundar los buenos sentimientos que Dios le inspiraba. Habría estado hablando un día entero sin cansarse, sin otro estudio ni preparación que prestar atención a las luces que recibía del cielo, y muchos se han admirado con frecuencia de esta gran facilidad que tenía de hablar de Dios, que es una gran prueba del amor que sentía por él; ya que se habla de lo que se ama. Este divino amor era su peso y también toda su fuerza, que le hacía infatigable; me contó haber servido él solo la parroquia de Sedan en una quincena de Pascua; hallándose enfermos todos los demás de nuestra casa. Trabajaba noche y día sin tiempo para tomar sus comidas. Este gran amor y este gran valor le hicieron lograr bienes inmensos: era el ojo del ciego, el pie del cojo y el padre nutricio de los pobres para quienes escribía fervorosas cartas en París, para procurarles grandes limosnas; era el consuelo de los afligidos y el látigo de los herejes que le tenían no obstante estima, viéndole incansable en las funciones de su ministerio. Me dijo que una vez un luterano estaba enfermo en Sedan, en casa de una mujer hugonote; al verle ella en peligro de muerte, le preguntó si iba a buscar al ministro de su prédica o al cura de la parroquia; este hombre, que era casi de su religión, le dijo que llamara a quien quisiera, esta mujer mandó venir al Sr. Cabel, que puso en muy poco tiempo a este luterano en canino de salvación, le hizo abjurar de sus errores y hacer profesión de la fe católica; y una vez bien instruido, se murió confortado con los sacramentos. Existe un gran número de conversiones que ha operado Dios por este siervo suyo y buen sacerdote tanto entre los católicos como entre los herejes; hemos visto aquí grandes conversiones entre los pensionistas desde que ha llevado las dirección  espiritual, como ya se ha dicho; de donde se puede inferir la gloria que tiene en el cielo; «pues quien haya sido la causa de la conversión de un pecador del camino del error salvará su alma de la muerte y cubrirá una multitud de pecados», dice Santiago.

Todos somos testigos de su gran trabajo en las funciones de su vocación, y puedo decir que trabajaba por cuatro, sobre todo los domingos y fiestas; desde las cuatro y cuarto, por la mañana, confesaba, y a menudo hasta las siete, que iba a los pensionistas, donde confesaba también; luego predicaba  casi una hora, decía la misa a los pensionistas, tras lo cual venía otra vez a confesar a la sacristía, o a asistir a la misa mayor, o al menos a una parte, tenía tanto celo en ello  según el espíritu primitivo, que se le ha visto llegar después de la poscomunión, por no haber podido venir antes, y todo ello sin tomar refresco alguno.

Tenía de ordinario dos ejercitantes, y a veces tres o cuatro, incluso en el tiempo en que dirigía a un grupo de nuestros hermanos en retiro, y a menudo se iba a confesar donde las Hijas de la Caridad, aparte de la dirección que tenía de los pensionistas y de nuestros hermanos. Escribía también un gran número de cartas, y me decía que era para mantener la caridad y la unión, consolar, alegrar y animar a sus cohermanos. No sé cómo podía encontrar tiempo para tanto trabajo, y hay que confesar que en ello ha tenido el carácter de los mayores santos cuyas vidas están llenas de tan grandes trabajos que no se puede comprender cómo podían tener tiempo para hacer lo que han hecho, pero los santos pueden hacerlo todo bien en aquél que los conforta, y los malos perezosos no hacen nada más que mal.

Por último, este buen sacerdote era todo de todos para ganarlo a todos a Jesucristo, considerándose deudor de todos, de los sabios y de los ignorantes, pobres y ricos, grandes y pequeños, jóvenes y ancianos; pero no hay razón para admirarse si el Sr. Cabel hacía tantas cosas y no se desanimaba por nada, como aceptaba de buena gana todo aquello con lo que le querían cargar, porque habiendo comenzado desde la juventud a hacer el bien con fervor, sin volverse nunca atrás, ha continuado y perseverado hasta el fin con el mismo ardor y un deseo insaciable de rendir a Dios y al prójimo todos los servicios de que era capaz; y lo que es de admirar en él es que no ha creído que su edad avanzada y sus debilidades, de las que diré unas palabras de paso enseguida, le debieran dispensar, tan verdad es lo que dice el Espíritu Santo por la boca del Sabio, que el amor es fuerte como la muerte, y que será bien difícil que el hombre abandone en su vejez las virtudes que haya contraído en su juventud.

Un buen misionero es el que está animado por el espíritu de su vocación, que es una eminente participación  del espíritu de los apóstoles, y sobre todo del primer misionero, Nuestro Señor Jesucristo. El Sr. Cabel poseía las virtudes que componen este espíritu en un  alto grado. Su sencillez le preservaba de todo fingimiento, hipocresía, duplicidad o disimulo. Hacía sus obras con gran tranquilidad de espíritu, sin perturbarse, aborrecía la mentira y no se excusaba de sus faltas. Cuando veía que alguno de la Compañía no caminaba en este espíritu, esto le producía un vivo resentimiento, como lo ha expresado repetidas veces. Nos avisaba con sentimientos tiernos en extremo, exhortándonos con palabras muy impresionantes a obrar unos con otros en este espíritu de sencillez y de unión. Por último, tenía el fruto de la sencillez, que es estar sin envidia; estaba muy contento con el estado en que Dios le había puesto, y se mantenía en él en el orden que se dirige recto a Dios, sin querer suplantar a nadie; era enemigo de la duplicidad que es roída por la envidia.

Su humildad. –Se daba poca importancia a sí mismo, aunque mucha al carácter sacerdotal del que se sentía honrado, y sabía hacerse respetar en las ocasiones en que era necesario. Muy circunspecto en lo que podía redundar en alabanza suya, recibía con buen corazón los avisos y las correcciones, diciendo claramente sus defectos, hasta donde lo permitía la prudencia. No se hallaba a gusto en las superioridades, y tan sólo le retenían el puro amor de Dios y la obediencia; pero su humildad no dejaba pasar ninguna ocasión sin que insistiera ante los superiores mayores para que le libraran del cargo de superior. El Sr. Alméras le descargó del de Sedan y del de Saint- Méen, por sus muy insistentes peticiones, prefiriendo ser inferior que superior, de obedecer a todos en lugar de mandar a uno solo, lo que da a entender que no aspiraba a los primeros puestos y que, según el espíritu de san Pedro, su patrón, no ambicionaba tener dominio sobre el clero, sino que se contentaba con ser de buena gana el modelo del rebaño por la práctica de la humildad. El afecto que tenía hacia esta virtud se vio durante todo el tiempo que dirigió a los Srs. pensionistas. Le amaba tanto más porque no hay en ello ningún brillo ni ninguna ventaja exterior, sino muchas preocupaciones y solicitud, y a veces incluso rechazos y desprecios por parte de estos señores, que no sobrellevan sus males con paciencia y se olvidan con frecuencia del carácter de aquellos a quienes hablan. Esta virtud ha brillado también entre nosotros en las exhortaciones que nos daba las fiestas y domingos; se colocaba entre nosotros en los bancos, no queriendo sede particular como es costumbre hacerlo en semejante ocasión pública; y como durante estos últimos años se adormecía fácilmente a causa de dormir poco durante la noche y había trabajado mucho toda la mañana (estas charlas se hacían los domingos y fiestas, desde la una hasta las dos), y también por causa de su edad, además de las precauciones que ponía de su parte, haciéndose estornudar con una pluma que se metía en la nariz para despertarse, encontraba bien que alguien le tirara de los hábitos. Cuando nos confesaba en la iglesia, no quería tampoco silla especial, contentándose  con sentarse en los bancos a lo largo de los balaustres. Todo ello muestra su inclinación por la humildad exterior que practicaba con tanto cuidado, y que procedía del interior para cuya conservación huía como peste de todo lo que se le oponía. De ahí este desprecio por todas las cosas de la tierra y por todas las grandezas del mundo, que él consideraba como barro, como le dijo a uno de nuestros hermanos, el cual habiéndole dicho que había propuesto a un oficial la inclinación que sentía por un empleo en el que parecía de cierta preeminencia, el Sr. Cabel le dijo bien claro que allí no estaba el camino de los santos, que nunca había que presentarse ni adelantarse a ningún cargo, que era una tentación del diablo el que solo podía inspirar tales sentimientos. No aprobaba tampoco que nosotros los hermanos nos dedicáramos a leer libros curiosos y elevados, sabiendo muy bien, como decía a veces, que necesitábamos más calor para servir a Dios que luces para conocerle, dado que, para gente que hace todos los días tantos ejercicios espirituales como nosotros hacíamos, las luces que no nos faltan  y que el libro mismo de nuestras reglas es suficiente para conducirnos a una eminente perfección, si se practica bien. Se puede creer que una conducta así, que él trataba de inspirar, no procedía más que del afecto por la humildad.

Su mortificación. –Podía decir con el Apóstol que su cuerpo estaba siempre rodeado de la mortificación de Nuestro Señor, a fin de que la vida de nuestro divino Salvador se manifestara en él; los grandes trabajos que ha emprendido por la salvación de las almas son una prueba de ello. No era más que diácono cuando iba ya a misiones con nuestros sacerdotes de Annecy. Una vez ya sacerdote, en 1642,  fue vicario de una parroquia grande, y después de cuarenta y seis años de sacerdote ha trabajado sin descanso hasta la muerte.

Apenas la campana de levantarse a las cuatro de la mañana había acabado de sonar, cuando se le veía salir de su habitación, aun con los grandes fríos, sin ropa de cama, como si se tratara de los grandes calores de verano, para ir a saludar a Nuestro Señor; volvía por su ropa y se dirigía a la oración. Nunca se calentaba en invierno, por duro que fuera el frío y por septuagenario que fuera, y con todas sus enfermedades; paseaba después de la comida lo que podía, para calentarse un poco los pies. No desayunaba nunca, aunque su edad hubiera parecido necesitar este alivio.

Estaba sometido a varias debilidades corporales, pero su gran mortificación se las hacía despreciar. Me dijo hace unos años que, desde hacía treinta años, uno de sus intestinos le salía por el ano de suerte que viéndose obligado a veces a tomar medicina le resultaba un gran motivo de mortificación y una gran incomodidad en todo tiempo y en todo lugar. Aparte de eso, tenía desde hacía mucho una hernia por la que sufría mucho sin quejarse. Su mortificación se dejó ver también en el escaso cuidado que se tomaba para sus comodidades, contentándose con lo más necesario; como también en el amor al trabajo, sin rechazar cualquier cosa que le impusieran, y sin decir nunca: Ya basta.

Podíamos incluir también en este apartado el cuidado que tenía en guardar la modestia, en todo su exterior, y que estaba siempre bien compuesto; caminaba siempre al mismo paso y sin precipitación, aunque fuera siempre bastante rápido. Esta modestia se reflejaba sobre todo en el coro. No se dispensaba nunca del oficio a no ser por razones legítimas como la confesión o la predicación a los pensionistas. Se mantenía en su sede como una estatua, no produciendo otro movimiento que el del coro o de los labios para alabar a Dios. En el altar estaba como un ángel; decía la santa misa con un fervor que encantaba a los que se fijaban; nunca se apoyaba en el respaldo de la sede, pero se sentaba en el puro borde, manteniéndose siempre recto estando sentado o de pie. No miraba a la cara a las personas a quienes hablaba, y elevaba los ojos al cielo a menudo al hablar y no alzaba la voz.

Lo que le sostenía en una gran modestia era su unión continua con Dios interiormente, así que lo que parecía por fuera no era sino un reflejo de su modestia interior, sin la cual la exterior  no es más que pintura que engaña a los que se divierten con ella. Cuando iba y venía, oraba a Dios vocalmente, cumpliendo así a la letra lo que dice Santiago que hay que orar siempre.

Estaba siempre lleno interiormente del espíritu de penitencia y de mortificación y, como es de presumir no se perdonaba en las necesidades públicas, por las cuales decía con frecuencia en la santa misa tantas colectas como se pueden decir; lo que hacía que se prolongara un poco, pues era algo acomodaticio en este punto, no siendo ni demasiado largo ni demasiado corto;  como también cuando tenía que estudiar los casos que se referían a los pecados de la carne, para reprimirla por el saco y el cilicio con los que es de creer que se cargaba en estas ocasiones, como se lo dice, hablando en general, a estos Srs. pensionistas de este vicio «Es preciso (son sus propias palabras), cuando uno se ve obligado a estudiar esta clase de materias, cargarse de penitencias y de cilicio para cortar las revueltas de la carne». Se puede decir también lo mismo de este hombre de Dios, cuando en las parroquias o en las misiones estaba obligado a confesar a toda clase de personas, cuyos vicios más comunes son la impureza y la borrachera; pero sobre todo cuando encontraba a personas tímidas a quienes les cuesta descubrirse a un confesor sobre la materia del sexto mandamiento y se tiene la obligación de descender a lo particular del vicio para asegurar su conciencia.

Su mansedumbre. –Aun cuando fuera austero consigo mismo por la inclinación que tenía hacia los sufrimientos  y la mortificación, no tenía humor molesto ni ninguna virtud incómoda para el prójimo. Tenía un acceso fácil, demostrando una gran afabilidad y serenidad en su rostro. No hacía nada con precipitación o aturdimiento; sino que todas sus acciones y sus palabras estaban compuestas y articuladas. Tenía un gran aguante con el prójimo, y preciso era que fuese grande para soportar como lo ha hecho durante tantos años a espíritus tan poco dóciles como son la mayor parte de estos señores que él gobernaba, para tenerlos a todos contentos con su dirección, como ellos lo decían en sus encuentros; como también respecto de nosotros hermanos la mayor parte de los cuales no tiene una gran educación en el mundo. Esta dulzura se manifestaba en particular en las repeticiones de oración, en el tiempo de los retiros, donde algunos, por olvido, volvían a repetir lo mismo o decían algo fuera del tema, cosas risibles por simpleza, y no obstante él no los reprendía, sino que los escuchaba con paciencia hasta el final sin demostrarles el menor descontento.

Mostraba gran compasión a los que caían por debilidad y los excusaba con toda la caridad posible. Cuando alguno de los hermanos iba verle por alguna preocupación espiritual o por alguna tentación, le recibía con una dulzura increíble y se las arreglaba para dejarle contento, consolado y animado.

Su celo. –Procuraba con mucho fervor todo lo que contribuía a la gloria de Dios, y alejaba siempre que podía lo que le era opuesto. Tenía el don de las lágrimas y le empleaba como el profeta-rey en llorar las injurias hechas a Dios  y la pérdida de los pecadores, y no tenía gozo más grande que ver a Dios bien servido y muy honrado. Amaba el ornamento de su casa, que es la iglesia, y sentía mucho las irreverencias que se cometían en ella; reprendía valerosamente a los escandalosos, a los blasfemos y a los pecadores públicos. Por último, el mismo celo de la gloria de Dios le llevaba a alabar y honrar a los santos y a procurar que se los honrara; y para ello, cuando predicaba a los Srs. pensionistas, no dejaba de anunciar todos los domingos después de su exordio, antes de entrar en materia, las fiestas principales de la semana que no son más que de devoción, exhortando a todos a pasar esos días devotamente en las virtudes de las que cada santo nos ha dado ejemplo. Tenía muy en particular una tierna devoción a la santísima Virgen, a cuyo altar llegaba con frecuencia un poco antes del examen general para rezarle alguna oración; y para mostrarle y a todo el mundo que estaba entregado a su servicio, llevaba el rosario en su cintura, según la laudable costumbre que nuestro venerable fundador ha introducido, a la que llamaba santa y decía que debía observarse.

El celo por la gloria de Dios producía en él el celo de su propia perfección. Eso se ha visto por el gran afecto que tenía a la oración mental según el método enseñado por san Francisco de Sales y por nuestro venerable fundador, y ha sido uno de los más fervientes en condenar el método de los jansenistas de aquel tiempo, porque veía que llevaba a la ilusión y al error, y que él era del parecer que no había que reducir en método lo que no era más que un don de Dios.

Tenía en una alta estima todas las santas reglas, costumbres o usos de la Compañía; él las ha practicado con gran celo y por el gran amor que tenía a su vocación.

Celebraba oír hablar de Dios, sea en las conferencias sea en cualquier otra parte, y lo sentías de verdad cuando se hallaba en conversaciones donde no se hablaba más que de bagatelas, o de cualquier otra cosa, o de las novedades, como me ha contado alguna vez. Tenía varias prácticas de fervor por las cuales se mantenía en la devoción; de manera que en las repeticiones de oración de la comunidad o en nuestros retiros, e incluso en sus predicaciones, le costaba contener las lágrimas y evitar los sollozos, lo que procedía de su don de lágrimas y de la unción de su devoción.

Su celo por la salvación de las almas. –Siendo tan celoso de la gloria de Dios y de su propia santificación, no podía evitar, como ya se ha dicho, ser muy celoso de la salvación de las almas. Sabía que es uno de los sacrificios más agradables que se pueda hacer a Dios el de entregarse sin reserva a la salvación de las almas rescatadas por la sangre preciosa de Jesucristo, y era con vistas de esta santa muerte y pasión como predicaba con tanto celo para tratar de hacer de suerte que la sangre de este divino Salvador no les fuera inútil. Esta era a razón por la que no se ahorraba esfuerzos, teniéndose por demasiado afortunado al consumir su vida por el mismo fin que su divino Maestro había dado la suya.

Cada año, por semana santa, se tomaba un día para oír la confesión de aquellos de entre los pensionistas alienados en quienes advertía algo de razón; luego les daba a todos en general la bendición; y para ello advertía a nuestros hermanos que se ocupaban de ellos, dos o tres días antes para hacerles subir a la capilla en el momento señalado. Cuando alguno de esta pobre gente se moría, y aún en la enfermedad y en otros tiempos tenía mucho cuidado de encomendarlo a las oraciones de la comunidad, y él mismo no se olvidaba de  de rezar a Dios por él. Tenía una ternura y una devoción particulares por los difuntos; ya que, aparte de las misas que decía y de las oraciones que hacía por ellos, tenía esta santa práctica de dar a decir a sus penitentes al fin de cada mes un De profundis por las almas de las personas fallecidas en aquel mes; y en los días de la Conmemoración de los difuntos, hacía una ferviente exhortación para que todos rezaran a Dios por las almas del Purgatorio.

La fama del celo del Sr. Cabel era tal que no ha habido nadie de los que han tenido la suerte de conocerle y hablarle que no se hayan sentido muy edificados y envueltos en su virtud, y que varios han publicado por todas partes teniéndole como santo. Veamos un ejemplo: En el tiempo en que el Sr Cabel estaba en Sedan, entre varias personas de conciencia, el principal era el Sr. mariscal de Faber, gobernador de aquella ciudad, el cual se había hecho recomendable a  todo el mundo por sus virtudes heroicas. Un día varias personas de condición, conversando en París sobre la piedad de este buen señor, le admiraban sinceramente, cuando uno de los que componían esta honorable asamblea y que conocía la virtud del Sr. Cabel, dijo: «Señores, no hay que extrañarse si ven ustedes tanta virtud en el Sr. mariscal, porque tiene a un hombre de una gran virtud y a un santo por director, que es el Sr. Cabel, sacerdote de la Misión y párroco de Sedan». Ése es un buen testimonio de la piedad y del celo de nuestro difunto, por los que ha cumplido plenamente los deberes de su ministerio…

Era fiel en hacer por caridad la corrección a los que veía ofender a Dios, tomándose el tiempo para hacerlo. Tenía un método particular al administrar el sacramento de penitencia: hacía en pocas palabras una pequeña exhortación a sus penitentes, que era un resumen de lo más necesario, con relación a aquello de lo que se habían acusado; y como era uno de los confesores que he visto aquí que impusiera  las penitencias más fuertes, repetía dos veces la que imponía para que se acordaran mejor; se apoyaba para las penitencias que daba algo fuertes en dos principios de los cuales uno era que las penas de la otra vida eran extremas y sin ningún mérito incluso en el purgatorio, era conveniente imponerlas en el tribunal de la penitencia que pudieran de alguna manera  prevenir a aquellas, si no en todo, al menos en parte, además de que la penitencia que va unida al sacramento es mucho más eficaz que la que se hace por propia voluntad; el segundo fundamento era, en aquellos que no solamente habían merecido el purgatorio, sino varias veces el infierno se debían aceptar las penitencias para reparar de alguna manera el placer que se tenía al ofender a Dios; que si aquellos a quienes se les imponían eran inocentes, esto les serviría de aumento de meritos; uniendo también a eso que muchos viendo que se les imponía poca penitencia se imaginan que las faltas de que se han confesado no son considerables; es lo que muchos le han oído decir, si no en sus propios términos, al menos en el mismo sentido. Hacía cuanto estaba en él para el adelanto y la salvación de las almas; pero cuando el pecador no respondía a su celo, sufría, gemía y ofrecía sus oraciones y sus santos sacrificios a Dios para calmar su cólera y obtener misericordia para los pobres pecadores. He advertido en el tiempo de los retiros anuales su gran celo por animarnos a trabajar  por nuestra salvación y nuestra perfección; estaba tan inflamado del amor de Dios en estas ocasiones que sus palabras y su rostro estaban encendidos; y al verle y oírle, parecía que hubiera querido destilarnos su corazón en pleno sollozo por el impulso de su gran celo y de su amor; y apoyaba fuertemente en la cuenta que debemos dar a Dios por todos los medios de los que ha privado a otros que tal vez habrían hecho mejor uso de ellos. Nos decía incluso que no había hermanos en las religiones o comunidades que tuvieran tantos auxilios espirituales como tenemos nosotros, y se sorprendía que muchos no sacaran provecho como él lo había deseado.    Nos recomendaba sin cesar la caridad y la observancia de nuestras reglas en general y en particular las de nuestros oficios, y sobre todo que se fuera muy obediente a los oficiales. Su celo por la conservación del espíritu primitivo de nuestra Congregación es inexplicable, tan grande era; todos saben que es eso lo que le llevó a oponerse a innovaciones que algunos particulares habían querido introducir en antiguos usos de la Compañía, como me lo contó con lágrimas en los ojos el día de Navidad de 1686; la asamblea general de 1692 ha reconocido y aprobado este santo celo.

Un buen predicador. –Era un buen predicador que trataba de sobresalir tanto en la virtud y en la perfección por encima de aquellos a quienes enseñaba que estaba persuadido que era el único medio de serles útil. Nos pedía que fuéramos humildes, muy mortificados y sumisos, y es cierto que tenía toda la razón, ya que es de desear para la edificación de la casa y de la ciudad donde se vive y para ser el buen olor de Nuestro Señor en todos los lugares adonde se va, y en particular para dar un gran gozo y tranquilidad a los superiores, a quienes no cuesta nada dirigir a sus inferiores cuando tienen estas virtudes, y que por el contrario no tienen penas mayor que tener que dirigir a gente que está desprovista de ellas.

Predicaba como ya he dicho con un celo y una fuerza admirables, sobre todo a los Srs. pensionistas, cuya salvación le preocupaba tanto que `parecía que les hablaba más bien con las entrañas que con la boca. Una vez entre otras predicando sobre la Pasión, su celo le transportó tanto que se vio obligado a detenerse y acabar su sermón en voz baja, por no permitirle los sollozos de su corazón y las lágrimas de sus ojos proseguir de otra forma.

Practicaba lo que predicaba. He referido ya que el Sr. Cabel sobresalía en humildad y en perfección y en mortificación, y que él ha practicado en estos dos puntos lo que predicaba a los demás; pero puedo decir que no ha sobresalido menos en sumisión y en obediencia; las diversas ocupaciones de las que se le ha encargado al mismo tiempo son un honorable testimonio. Sería éste el lugar para contar su exactitud en los ejercicios de la Comunidad, pero como ya he dicho algo de paso no diré más. Todo se entiende suficientemente en un hombre que ha conservado siempre el espíritu de su seminario y que no ha perdonado nada para escalar la cima de la perfección, como lo ha hecho el Sr. Cabel. He admirado a este venerable anciano de setenta años ser como un niño en la presencia de su superior y obedecerle sin replicar a la menor señal de su voluntad.

Su obediencia. –Le daba a entender sinceramente que estaba lleno de bondad para obedecerle y que podía todo lo que la obediencia ordena con la ayuda divina que no falta nunca a un verdadero obediente. Cuando hablaba del superior era siempre con respeto, y no le nombraba nunca sin descubrirse profundamente, llamándole siempre nuestro muy honrado Padre.

Hacía cuidadosamente con agrado y de buena gana lo que la obediencia deseaba de él, y obedecía también humildemente a un oficial subordinado como al visitador y al superior general; no hay que sorprenderse, ya que obedecía por Dios a quien miraba siempre en la persona de sus superiores; era muy antiguo de vocación, era hábil y experimentado en todas las funciones de la Compañía, era bueno para las misiones, para los seminarios, para los ordenandos, para los ejercitantes, para las parroquias. en una palabra valía para todo, siendo muy docto como le ha calificado gente bastante conocedora.

Había sido visitador de la provincia de Champaña, había sido superior de dos de las casas más importantes de nuestra congregación; había presidido una asamblea provincial y había sido diputado a la asamblea general que eligió al Sr. Alméras como segundo superior, y a pesar de ello se le ha visto como súbdito en casas pequeñas y bajo jóvenes superiores comportarse con ellos humildemente como lo haría un virtuoso seminarista, y esto lo hemos presenciado aquí con respecto a dos subasistentes que le sucedieron en este oficio, los cuales no vinieron al mundo sino varios años después de que fuera sacerdote y misionero y con todo los respetaba en este oficio como a sus superiores…Eso es ser buen predicador y hombre apostólico practicar fielmente lo que se quiere que los demás hagan, por eso  está en olor de santidad.

Así es como hizo valer los cinco talentos que recibió de su divino Maestro, quien le habrá dicho a la hora de su muerte lo que todos tenemos razón para creer: ‘Ánimo, siervo bueno y fiel; por haber sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho, entra en el gozo de tu Señor’.

Veamos lo que el Sr. Jolly, nuestro muy honorable Padre, escribió después de la muerte de nuestro querido difunto, que confirma un poco lo que he dicho en este compendio:

En París, 26 de septiembre de 1688.

«… Es del agrado de Dios visitar a la Compañía con frecuentes pérdidas que hacemos de sus mejores súbditos como la del Sr. Pierre Cabel que murió esta mañana aquí. Prestaba  durante cerca de cuarenta y cinco años muy buenos servicios a Nuestro Señor en nuestra congregación, por la que ha sentido siempre el afecto  de un verdadero hijo y un gran celo por la conservación de su espíritu primitivo. Era fiel en la observancia de las reglas en su vejez como si no hubiera hecho más que empezar; tenía el don de las lágrimas, era sencillo, humilde, bueno, mortificado y muy celoso por la salvación de las almas, en cuyo servicio fue incansable; aquí era muy admirado viéndole a la edad de setenta años trabajar por así decirlo como entre cuatro. Estaba amenazado de hidropesía hacía un mes y comenzaba a formársele los últimos días; no dejaba de ir a confesar a la sacristía como si hubiera estado sano, y ello hasta los dos últimos días de su vida, que Dios se ha llevado esta mañana para darle en el cielo la vida eterna en recompensa por tantos trabajos como ha sufrido durante su largo peregrinar para el servicio de su divina Majestad. No me olvido de rogaros, Señor, que le deis y tributéis las asistencias acostumbradas».

Para concluir este resumen de la vida y de las virtudes del difunto Sr. Cabel, he creído que el elogio que el Eclesiástico hace de Calef podía convenir como las letras de su nombre al Sr. Cabel, «El Señor dio a este mismo Caleb una gran fuerza y su cuerpo permaneció en su vigor hasta en su ancianidad, y subió a un lugar de la tierra prometida que su raza conservó siempre como su herencia, a fin de que todos los hijos de Israel reconozcan  que es bueno obedecer al Dios santo en su ancianidad como si no hubiera hecho más que comenzar; tenía el don de lágrimas, era sencillo, humilde, bueno, mortificado y muy celoso de la salvación de las almas, para el servicio de las cuales no ahorró esfuerzos, y se le admiraba aquí al verle a la edad de setenta años trabajar por así decirlo como entre cuatro. Estaba amenazado de hidropesía desde hacía un mes, que comenzaba a formarse hacía unos días, no dejaba de ir  a confesar a la sacristía, como si estuviera sano, y esto hasta los dos últimos días de su vida, que Dios se la ha quitado esta mañana para darle en el cielo la vida eterna en recompensa de tantos trabajos como ha sufrido  durante su larga peregrinación por el servicio de su divina Majestad. No se me olvida, Señor, rogarle que le den y le tributen las asistencias acostumbradas.

Para concluir este breve resumen de la vida y de las virtudes del difunto Sr. Cabel, he creído que el elogio que hace el Eclesiástico de Caleb podía convenir así como las letras de su nombre al Sr. Cabel.

«`El Señor dio a este mismo Caleb una gran fuerza y su cuerpo siguió con su vigor hasta en su ancianidad, y ascendió a un lugar de la tierra prometida que su raza conservó siempre como herencia suya, a fin de que todos los hijos de Israel reconozcan que es bueno obedecer al Dios santo».

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