Aquí tiene el ejercicio de que le he hablado1 y que me parece muy adecuado para usted, según el conocimiento que su bondad ha querido darme de su alma. Viva, pues, así, siendo toda de Dios, querida señora, por esa unión suave y amorosa de su voluntad con la de Dios, en todas las cosas. Esta práctica comprende en su santa sencillez todos los medios para llegar a la sólida perfección que Dios quiere de usted, según me lo parece. Tenga siempre, querida señora, en gran aprecio la humildad y la mansedumbre cordial, y trate con toda sencillez y familiaridad inocente, con Nuestro Señor, en sus oraciones, y cuando durante el día eleve su espíritu hacia El, que es la divina dulzura, no tenga en cuenta si siente o no gusto en ello o consuelo; Dios lo único que quiere de nosotros es nuestro corazón; no ha puesto en nuestro poder más que el puro acto de la voluntad y es lo que mira, junto con la acción que de él procede. Haga las menos reflexiones que le sea posible y viva con una santa alegría al servicio de nuestro soberano Dueño y Señor.
Aquí tiene, pues, señora, sencillamente como Nuestro Señor me lo inspira, lo que su humildad ha pedido a mi pobreza. Suplico a su infinita bondad haga llegar a su amada alma a la más alta perfección en que su Amor la quiere. Le ruego, señora, me encomiende a su divina Misericordia y crea que he hecho ya lo que deseaba usted de mi y que no la olvidaré nunca en mis pobres oraciones como tampoco a su señor marido y demás personas que le son queridas. Dios sea bendito.
C. 723 Rc 2 It 40. Carta autógrafa.