Las Visitas Canónicas y la vida de comunidad

Francisco Javier Fernández ChentoHijas de la CaridadLeave a Comment

CREDITS
Author: Benito Martínez, C.M. · Year of first publication: 2014 · Source: El autor.
Estimated Reading Time:

Las Visitas a las comunidades

Vivir contenta y feliz en comunidad es lo primero que debe encontrar una Hija de la Caridad que vuelva a casa después de evangelizar y servir a los pobres. Pero siempre no es así, de ahí que la Visitadora tenga la obligación de comprobar y animar o remediar las situaciones. Siempre ha sido así en la Compañía desde su fundación.

Al desplegarse las Hijas de la Caridad por regiones lejanas, Luisa de Marillac no podía estar presente, ni formarlas, ni siquiera supervisar personalmente las obras y la vida que llevaban. Se necesitaban las Visitas que hoy llamamos canónicas y pastorales. En verano de 1640 el P. Lamberto fue enviado por san Vicente a pasar Visita a la comunidad de Angers y en julio de 1647 a la de Nantes. Además, en la primavera de 1647 el Consejo de las Hermanas envió a Sor Juana Lepeintre a pasar Visita a la comunidad de Nantes. Las Visitas realizadas por los Misioneros paúles y por las Hermanas, entran a formar parte de las estructuras de la Compañía, como las Reglas, los Consejos y las consejeras, que san Vicente tomó de las Congregaciones religiosas, considerándolas útiles para la Compañía de las Hijas de las Caridad1.

Desde la aparición de las Órdenes mendicantes las Visitas canónicas se consideraron obligatorias, y el Concilio de Trento imponía que «todos los superiores de las religiones que no están sujetos a los Obispos, y tienen jurisdicción legítima sobre otros monasterios inferiores y prioratos, visiten de oficio a aquellos mismos monasterios y prioratos que les están sujetos… y estén obligadas todas las personas que mandan en los monasterios de las órdenes mencionadas a recibir a los referidos visitadores, y poner en ejecución lo que ordenaren». Teniéndolo en cuenta, santa Teresa de Jesús había publicado en 1576 un tratado dirigido a los visitadores de la orden de carmelitas descalzas, indicando la necesidad y utilidad de las Visitas para evitar la relajación, animar al cumplimiento de la regla, revisar el libro de gastos, las labores, conocer a las religiosas melancólicas, las amistades particulares y los deslices en la práctica diaria2.

Debido a la lentitud de los medios de transporte en el siglo XVII y a las dificultades y peligros de los caminos, aumentados cuando era una mujer la que viajaba, Luisa de Marillac compensaba con las cartas la tardanza en hacer Visitas personalmente3. Además de las ventajas que traían las Visitas, según santa Teresa, santa Luisa sabía que la Compañía y las comunidades de las Hijas de la Caridad eran peculiares, pues las Hermanas no vivían toda la vida en el mismo convento elegido por cada una, como las religiosas, sino que podían ser destinadas a otras comunidades, frecuentando además las calles de las ciudades y los caminos de los pueblos (c. 692). A través de las cartas, santa Luisa pretendía que sus hijas no se sintiesen alejadas, olvidadas o en soledad, sino cerca de París y unidas a la Casa central, que Luisa llamaba sencillamente la Casa. Por este me­dio supo unir a todas las Hijas de la Caridad esparcidas por las villas y los pueblos de Francia y de Polonia. Para lograrlo, les contaba los trabajos y destinos de sus compañeras y les daba noticias de las nuevas fundaciones, algunas muy lejos de París. A veces, se respira un vaho de dolor cuando les anuncia la enfermedad o la muerte de Herma­nas que ellas conocían, algunas aún jóvenes.

La carta n. 15, del 26 de octubre de 16394, es la primera que conservamos de Luisa de Marillac, en cuanto Superiora General de la Compañía, con aire de cumplir por carta una Visita de oficio a la comunidad de Hijas de la Caridad de Richelieu. Es cierto que se conserva otra carta a Sor Bárbara Angiboust del año 1636, pero más parece una carta de animación espiritual a una amiga y de consuelo a una compañera enferma, aunque también les indique la manera de servir a los pobres, en paralelo con las Señoras de la Caridad. Esta otra carta a las dos Hermanas de una comunidad tiene todos los ingredientes de lo que hoy llamamos una Visita Canónica, deteniéndose en el papel evangelizador que tiene el testimonio de la vida comunitaria. Santa Luisa da por sentado que la comunidad de las Hijas de la Caridad debe tener una organización interna totalmente distinta no solo de las comunidades religiosas, sino también de las Caridades, porque de hecho ya es una institución, cofradía o asociación, distinta de las «otras Caridades», aunque oficialmente aún no esté reconocida por el Arzobispo de Paris.

Es una carta de una mujer madura de 48 años que no está agobiada. En ella ya encontramos las tres dimensiones de una comunidad vicenciana que serán constantes en la correspondencia posterior: sugerencias dinámicas para vivir unidas en comunidad, vivencias de vida de Dios y servicio a los pobres. A pesar de la desenvoltura y espontaneidad de su estilo, se ve que santa Luisa la había pensado detenidamente, pues el tema era crucial para la nueva Compañía: hacer una comunidad donde las Hermanas viviesen unidas en amor mutuo, como soporte del servicio.

El estilo es diferente de otras cartas, es más sencillo; literariamente es correcto. Sigue una lógica espontánea. Con soltura y habilidad cada párrafo exige el siguiente y cada idea introduce la explicación. La señora Gousault reza por las Compañía… y ellas ya han probado los efectos de esa gracia con el bien que su bondad ha querido que hagan en el lugar en que están. Pero… Y pasa al tema central de la carta: los fallos en la vida comunitaria, empezando por la superiora, Sor Bárbara, y pasando a la compañera, Sor Luisa, para terminar animándolas a cambiar, señalándoles los medios y llenándolas de esperanza. De este modo los párrafos parecen concatenados y tanto los duros reproches como las recomendaciones firmes se presentan con suavidad y cordialidad; comenzando por lo positivo pasa a corregir los fallos. Sin herir hacen reflexionar. Como una profeta verdadera, corrige, pone remedios y contagia esperanza.

La carta número 15

A las Hermanas Bárbara Angiboust y Luisa Ganset, en Richelieu:

26 de octubre de 1639

Mis buenas Hermanas:

No dudo de que habrán sentido mucho la pérdida que hemos tenido con la muerte de la señora Presidenta Goussault. Lo mucho que le debemos ha de servirnos para imitarla, a fin de que así Dios sea glorificado; lo espero de ustedes con su santa gracia, y ya han probado ustedes, hijas mías, los efectos de esa gracia con el bien que su bondad ha querido que hagan en el lugar en que están. Pero me he enterado de lo que siempre he temido tanto, y es que su pobre servicio, que iba tan bien en el cuidado de los enfermos y la instrucción de las niñas, no ha servido de nada para la perfección de ustedes; al contrario, parece que las ha perjudicado, porque el buen olor que daban empieza a perderse. Piensen, mis buenas Hermanas, en lo que hacen: ustedes son causa de que Dios frecuentemente sea ofendido en lugar de que sea glorificado, el prójimo escandalizado y den pie a que no se estime tanto el santo ejercicio de la Caridad. ¿Cómo se atreverán ustedes a comparecer un día delante de Dios para darle cuenta del uso que han hecho de la gracia tan grande que les ha concedido llamándolas al estado en que las ha puesto? Pretendía sacar su gloria y he aquí que ustedes se la usurpan.

Usted, Sor Bárbara, por su poca cordialidad con la Hermana que Dios le ha dado, por sus pequeños desaires y por la poca tolerancia con sus debilidades, ¿cómo no se ha acordado usted de que cuando se la puso con ella para ocupar el puesto de superiora, era para obligarla a los deberes de madre, mucho mayores que los de las madres naturales, teniendo que cuidar, más que éstas, de su salvación y perfección, lo que la obligaba a una gran mansedumbre y caridad, tal como las recomendó el Hijo de Dios en la tierra? Y, al aceptar ese cargo, ¿no vio enseguida a qué humildad la obligaba, ya que tiene tantos motivos para reconocer sus deficiencias? ¿No debe usted tener siempre ante los ojos, cuando ordena algo, que es la obediencia la que se lo hace hacer y no que le venga de usted misma el derecho a mandar? Ahora bien, querida Hermana, espero que el mal no esté en tal estado que no tenga remedio. Ponga sus faltas abiertamente ante sus ojos, sin excusaros, porque, en realidad, nada puede ser causa del mal que hacemos sino nosotros mismos. Confiese esta verdad ante Dios, excite en su corazón un gran amor por nuestra querida Sor Luisa, y a la vista de la misericordiosa justicia de nuestro buen Dios, échese a sus pies y pídale perdón por sus sequedades hacia ella y por toda las penas que le ha causado, prometiéndole, con la gracia de Dios, amarla como Jesucristo mismo quiere, dándole pruebas del cuidado que debe tener de ella y abrácela con ese sentimiento verdadero en el corazón.

Y usted, querida Sor Luisa, he aquí que ha caído de nuevo en sus pequeñas malas costumbres. ¿Qué piensa usted de su estado? Es una vida de libertad ¿y no le importa? Tiene que ser de una continua sumisión y obediencia. ¿Es posible que usted nunca piense en ello, o que si lo medita, tenga tan poco amor a Dios y tan poco temor de su salvación, que descuide usted hacer lo que está obligada? Hija mía, hágase un poco de violencia. ¿Qué saca usted cuando hace sin permiso visitas o viajes y quiere vivir en todo según su voluntad? ¿No recuerda que no debe hacer nada ni ir a ningún sitio sin el permiso de Sor Bárbara, a la que aceptó usted como superiora antes de marchar y a quien debe amar tanto o más que si fuese su madre? Creo que no piensa usted nunca en su condición puesto que hace tantas cosas que son incompatibles con ella; ¿no lamentaría usted perderla por tan fútiles satisfacciones? Yo creo (y este pensamiento me ha venido ahora mismo a la mente) que la causa de la mayor parte de las faltas que comete es que tiene usted dinero y que siempre le ha gustado tenerlo. Si quiere creerme, deshágase de esa afición; póngalo todo en manos de Sor Bárbara; no quiera tener más que lo que a ella le parezca bien y excítese al amor de la pobreza para honrar la del Hijo de Dios, y por este medio conseguirá lo que necesita para ser verdadera Hija de la Caridad. De otro modo, dudo mucho de su perseverancia, y le digo esto con temor de que no lo haga, pero no he podido menos de decírselo; recíbalo de buen grado, porque es el amor que Dios me da por todas ustedes el que me hace hablar así. Y ahora, ¡ánimo, mi buena Hermana! Espero que no despreciará mis pequeñas advertencias, y siendo así, reconociendo cuán digno es Dios de ser amado y servido, avergüéncese de haberlo hecho tan mal desde que El le ha concedido la gracia de llamarla al estado en que se encuentra y especialmente al lugar en que tantas bendiciones ha derramado sobre su santo empleo: y tomando resueltamente la determinación de obrar de una manera muy distinta de cómo lo ha hecho en el pasado, échese también a los pies de Sor Bárbara con … [aquí está roto el papel].

(¿No ven ustedes que sus almas no) pueden estar en paz y que esta es la causa de que no participen de la santa paz que el Hijo de Dios trajo a los que tienen buena voluntad, ni tampoco de la que dejó a sus santos Apóstoles al subirse al Cielo?

Al advertirles sus faltas, ellas me ponen las mías ante los ojos; lo que me obliga, hijas mías, a decirles que la que me causa mayor pena actualmente es el mal ejemplo que les he dado en la práctica de las virtudes que les recomiendo; les ruego, mis buenas Hermanas, que lo olviden y que pidan perdón por mí, y la gracia de corregirme, como lo deseo de todo corazón.

He sido también demasiado negligente en escribirles, pero quiero creer que me perdonan, como así se lo ruego, y ofrezco a Nuestro Buen Dios el acto de reconciliación que tengo la seguridad van a hacer de todo corazón, lleno de buena voluntad; al que uno el mío para que juntas obtengamos la misericordia de la que tenemos necesidad y la gracia de vivir en adelante del amor de Jesús Crucificado, en el que soy, mis queridas Hermanas, su muy humilde hermana y servidora.

Ld Marillac

[Al margen] ¿Saben (mis queridas Hermanas, lo que) espero de su reconciliación, además de una renovación de afecto? Es (que tengan el corazón) abierto la una para la otra, que no se las vea nunca a la una sin la otra; que vayan (juntas a las visitas) que hagan en la ciudad y que se guarden de amistades particulares (con las señoras, no haciéndoles) visitas en manera alguna, no amando nada tanto como su casa en compañía (la una de la otra. N)o digo que rechacen las visitas que algunas buenas mujeres (tengan l)a caridad de hacerles. Una verdadera humildad lo arreglará todo.

La vida de comunidad

Los pobres se introducen siempre en la corresponden­cia de Luisa, unas veces asidos al fin de las cartas y otras, expresados en los consejos que da a las Hermanas. El servicio es el comienzo de la Compañía, luego vendrá vivir en comunidad. Sin embargo, aunque santa Luisa y san Vicente consideran el nacimiento de la Compañía desde el momento en que puso a Margarita Naseau a servir a los pobres en la Caridad de San Salvador, desde que Gobillon escribió la Vida de la Señorita Le Gras, oficialmente se ha considerado el nacimiento de la Compañía desde el instante que comenzaron a vivir en comunidad, el 29 de Noviembre de 16335, considerando, así, la vida de comunidad como constituyente de la naturaleza de la Compañía.

La Hija de la Caridad no entra en la Compañía para vivir en comunidad sino para servir al pobre, pero viviendo en comunidad. Lo cual supone que el servicio y la vida comunitaria se refuerzan y se unifican. Si falla el servicio, se destruye la vida de comunidad, pero si la vida de comunidad no se realiza, fracasa el servicio6. No existe Hija de la Caridad sin el servicio, cierto, pero tampoco sin la vida de comunidad7, pues es su forma natural de vivir, como la familia lo es de los seglares.

A diferencia de las religiosas de entonces que vivían en común una vida individual8, los fundadores impusieron a las Hijas de la Caridad una vida comunitaria rigurosa, donde bienes, cosas y hasta los lugares eran comunes: comedor, dormitorio con camas separadas por cortinas, capilla donde hacían la oración al mismo tiempo, sala común para estar y trabajar. Lo exigía el hecho de que ordinariamente cada Hermana pasaba gran parte del día sirviendo a los pobres de una manera individual. Necesitaban cumplir aquella advertencia que dio Jesús a los apóstoles, cuando volvieron de la misión: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco» (Mc 6, 30). La comunidad es ese lugar tranquilo de descanso con tiempo para las relaciones comunitarias entre las Hermanas.

Esta carta tiene ese fin: organizar la vida comunitaria, como lo haría ella si pasara Visita Canónica en persona a la comunidad de Richelieu, con dos objetivos claros: que vivan unidas, lo cual será su obsesión durante toda su vida, y que la comunidad evangelice por medio del testimonio para que Dios sea glorificado, el prójimo no sea escandalizado y se estime el santo ejercicio de la Caridad». Y como de paso, va afirmando algunos puntos que las Hermanas debían saber de memoria.

El primero es que la vocación de las Hijas de la Caridad viene de Dios. Le preocupaba que después de seis años de vida en común se consideraran seglares y no mujeres consagradas que se habían entregado a Dios para servirle en los pobres. Cinco meses antes le había confirmado y explicado a la superiora de las benedictinas reformadas que las Hijas de la Caridad tenían una vocación divina de mujeres consagradas a Dios igual que ellas. Quiere convencer a las Hermanas que era Dios quien las había hecho una gracia tan enorme, «llamándolas al estado en que las ha puesto». Esta gracia es la vocación que lamentarían perderla y de la que tienen que responder ante Dios, pues, para salvarse, según ella, se requiere cumplir las obligaciones de esta vocación: servir a los pobres y dar testimonio ante la gente de su vida de consagradas, aunque a ellas no les ha servido de nada para su perfección

Y se introduce plenamente en el segundo punto, en lo que puede ser una Visita de oficio: en la ocupación de cada Hermana en comunidad, de Madre en la Superiora, de Hermana obediente en la compañera y de amigas que se quieren entre ellas y con los pobres. Para ello se pone a dialogar con las dos Hermanas a las que conocía des­de el día en que llegaron a la Casa para ser Hijas de la Caridad. Se acordaba de sus virtudes y defectos, de sus aficiones y manías.

La Hermana Sirviente

La Compañía todavía está en los comienzos. La Señora Goussault aparece con la importancia que tuvo en la Compañía, de acuerdo con el Primer Reglamento de 1633 en el que se dice: «Dicha Cofradía estará dirigida por tres viudas o solteras de cierta edad. De las tres, una será la Superiora, otra la tesorera y otra la ecónoma» (E 31). La señora Goussault y la señorita Pollalion fueron las dos primeras oficialas que ayudaron a la Superiora Luisa de Marillac.

Siguiendo el primer Reglamento, a la Hermana que puso al frente de la comunidad la llama Superiora, como se llamaban las responsables de las Caridades de Señoras. Fue tres años después, en junio de 1642, cuando se decidió que se llamarían Hermanas Sirvientes: «Estando en un monasterio de mujeres, el de las Anunciadas, según creo, -cuenta san Vicente- vi que a la superiora la llamaban ancela. Esto me hizo pensar en vosotras. Esta palabra ancela, mis queridas hermanas, viene de la palabra ancilla, que quiere decir sirvienta; y fue el título que la santísima Virgen adoptó cuando dio su consentimiento al ángel para el cumplimiento de la voluntad de Dios en el misterio de la Encarnación de su Hijo; lo cual me ha hecho pensar, mis queridas hermanas que, en adelante, en vez de llamar a las hermanas superioras con ese nombre de superioras, no utilizaremos más que la palabra de hermana sirviente. ¿Qué os parece?; les dijo este queridísimo Padre a algunas de las hermanas. Y su proposición fue aceptada» (IX, 81). Desde entonces las superioras de las comunidades se llamaron Hermanas Sirvientes, mientras que el nombre de Superiora se reservó exclusivamente para la Superiora General de la Compañía (D 220).

Y pone un principio revolucionario para entonces contra el absolutismo de aquel siglo: A la Hermana Sirviente le viene la autoridad por el acto de obediencia que hizo al asumir el cargo y es esta obediencia la que le da el derecho a mandar y no porque le venga de ella misma. Es decir, la autoridad le viene a la Hermana Sirviente de Dios a través de los superiores que la han nombrado y ella ha obedecido. Lo cual le exige mucha humildad. No es, por lo tanto, una autoridad absoluta, sino la de una madre en la familia. Y más que una madre, la Hermana Sirviente es también el soporte animador de las Hermanas a las que debe tratar con cordialidad, sin desaires y con tolerancia en sus debilidades; es decir, con gran mansedumbre y caridad, preocupándose especialmente de su salvación y perfección.

La autoridad puede chocar con la libertad de las compañeras. Y dirigiéndose a Sor Luisa, la compañera de Sor Bárbara, se enfrenta a una disposición de mucha actualidad hoy día, la libertad y su consecuencia: vivir la vida social como antes de ser Hija de la Caridad, haciendo sin permiso visitas o viajes. Como en la carta que meses antes había escrito a la Superiora de las Cistercienses, le dice a Sor Luisa que ella, al entrar en la Compañía, ha asumido una condición, un estado de vida consagrada, distinto de las seglares. Y añade la obligación que tiene de no hacer nada que haga peligrar la perseverancia en esta condición que hoy llamamos vocación de verdadera Hija de la Caridad.

En ese momento recuerda que la causa de la mayor parte de las faltas que comete es que tiene usted dinero y que siempre le ha gustado tenerlo. La conocía bien, era una mujer que siempre le había gustado vivir en todo según su voluntad y le costaba obedecer, a pesar de haber recibido voluntariamente a Sor Bárbara como Hermana Sirviente.

Pero pone el remedio: reconciliarse mutuamente y confiar la una en la otra, porque si no se tienen confianza mutua, cuando se ocasionen algún disgusto irán a hablar a otras personas de lo que ocurre entre ustedes (c. 371), le dirá años más tarde a la Hermana Sirviente de Chars, Sor Juliana Loret. Claro que, para reconciliarse, antes hay que saber reconocer los fallos. Y para dar ejemplo comienza reconociendo los suyos. Reconocer los fallos será una constante en su dirección y caminar hacia la perfección individual y comunitaria.

  1. SV. III, 163, 191-193; X, 709; SL. cc. 30, 32, 189, 191, 192.
  2. CONCILIO DE TRENTO, Sesión XXV, «De los regulares y monjas»: CAP. XX. Los superiores de las religiones no sujetas a Obispos, visiten y corrijan los monasterios que les están sujetos, aunque sean de encomienda. Santa Teresa de Jesús, Obras completas, BAC, Madrid, 1986 pp. 841-855
  3. El 16 de octubre de 1627, Pedro Alméras había publicado el Reglamento de Correos. Aunque deficiente, organizaba los correos especiales ya existentes e instituía «los correos ordinarios que, a un precio módico, salían y llegaban en días deter­minados de la semana», desde París a las principales ciudades y viceversa. El correo a Angers no tardaba menos de tres días, si todo iba bien, pero podía haber retrasos de diez días y hasta de un mes debido a lluvias, acci­dentes, dificultad de encontrar la dirección del destinatario, detenciones llevadas a cabo por las autoridades para conocer el contenido del correo y de la correspondencia privada. Se consideraba un derecho del Estado abrirla, como un medio para descubrir espías o impedir la propagación de rumores peligrosos para la nación o de noticias consideradas como «secretos de estado». Tampoco era difícil que las cartas se perdieran por el camino.  (SL. c.61, 101, 105,…) Ver Benito MARTÍNEZ, «Luisa de Marillac organizadora», en AA.VV., Luisa de Marillac (XVIII Semana de Estudios Vicencianos) Salamanca (CEME) 1991 p.142-146. 
  4. Santa Luisa de Marillac. Correspondencia y escritos, CEME, Salamanca 1985, nº 15. Autógrafa. En los Arch. de las Hijas de la Caridad en Paris (Rue du Bac) Rc 3, lt 11.
  5. SL. c. 14; SV. IX, 68. Gobillon, Vida de la Señorita Le Gras, CEME, Salamanca 1991, p. 75. En 1639 santa Luisa escribe a la Superiora de las cistercienses que hay Hijas de la Caridad desde hace ocho años. Pero en ¿1640? escribe a san Vicente: «Tal día como mañana, hará unos cinco o siete años, empezaron las primeras a vivir en Comunidad, aunque fue muy pobremente (c. 39).
  6. SV. XI, 397-398, I, c.76
  7. La Superiora General «puede, con el consentimiento de su Consejo, autorizar a una Hermana, por una causa justa, a residir fuera de una casa de la Compañía» (C. 66f).
  8. Originariamente, la celda era el lugar individual donde cada una de las religiosas de clausura hacía la oración, las penitencias, la lectura y la escritura, o las actividades encomendadas por la abadesa o priora, mientras que para el descanso había un dormitorio común. Aunque algunas congregaciones mantuvieron los dormitorios comunes, paulatinamente la celda pasó ser la habitación y el dormitorio individual de cada religiosa, conteniendo una pobre cama con jergón de paja y sábanas de estameña, una manta, una estera y unas estampas de papel, y poco a poco se fue añadiendo una mesa y una silla.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *