La superstición superada. Rue du Bac. 6. Instantes eternos

Francisco Javier Fernández ChentoCatalina Labouré, Virgen MaríaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Jean Guitton · Traductor: Antonio Beneyto. · Año publicación original: 1973 · Fuente: Ceme.
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6. Instantes eternos

La Conversión de Ratisbonne

Hace tiempo he publicado una obra sobre la conversión de Ratisbonne. He aquí su contenido:

Si alguna vez la palabra conversión, en su sentido eti­mológico de vuelta, o más concretamente de cambio brusco y completo del estado del espíritu, debe ser empleada, es precisamente aquí.

El jueves, 20 de enero de 1842, a la una de la tarde, Ra­tisbonne que era un israelita ferviente, instruido, seductor, amigo del mundo y caritativo, no tenía para la religión católica romana, que conocía perfectamente en todo su exte­rior, más que odio y desprecio. A la una y diez, después de un acontecimiento psíquico que voy a intentar describir y explicar, Ratisbonne pide con insistencia el bautismo, se adhiere a la fe católica que no le resulta extraña. Renuncia a todo. Acepta ser despreciado por los suyos.

Llega hasta el extremo en las nuevas exigencias de po­breza, castidad, abnegación, sacrificio hasta su muerte, el 6 de mayo de 1884.

Con razón, por la fe sabia y por la incredulidad crítica, sea para encumbrar a Ratisbonne, sea al contrario para empequeñecerlo, amigos y adversarios han comparado a Ratisbonne con san Pablo, y el acontecimiento de 1842 en la capilla de San Andrea delle Frate con el camino de Da­masco. Las dos conversiones se oscurecieron —o se aclara­ron— una con otra. En todo caso, para quien prescinde del tiempo y de los dieciocho siglos de duración que median, las dos conversiones parecen coincidir. Y la una, tan pró­xima a nosotros, puede esclarecer por analogía lo que ocu­rrió en los comienzos de la metamorfosis de san Pablo que tuvo tanta influencia en el desarrollo del cristianismo.

Lo que me atrajo de esta conversión, sobre la cual, la lectura de William James y de Goguel, la conversión de Bergson, habían despertado mi atención, fue su instanta­neidad.

Después de consagrar varios años de mi vida al estudio de «Temps dans ses rapports avec l’Eternité» debería, pen­saba yo (siguiendo las huellas de Platón y Kierkegaard), pararme en la meditación del «instante» que es complemen­tario a la reflexión sobre la Durée.

La filosofía moderna (esté en la línea de Hegel o la de Bergson o la de Teilhard de Chardin) se complace en las «evoluciones»; subraya aquello que en el tiempo es conti­nuidad, paso, progreso. Pero aquellos que estudian el tiempo más profundamente no ignoran que también presenta apa­riciones súbitas, momentos de eternidad, como si el flujo de la Durée fuera de pronto traspasado por la instantaneidad: Así, en misa, el momento de la consagración. En el resto, ¿cómo representarse el misterio del comienzo y el misterio del fin de un tiempo dado, si no es por la idea de instanta­neidad? No podemos nacer, morir (dormimos, despertarnos) nada más que en el instante. Pero el instante es inaprensible por la experiencia, como se ve en el sueño y en la vigilia.

Esta dificultad para aprehender el instante y estudiarlo en un caso privilegiado, es la que me ha hecho considerar, con sorpresa, la historia de Ratisbonne.

Estos son los extractos más característicos del relato de Ratisbonne.

Ratisbonne visita en Roma al barón de Bussiéres, Piazza Nicosia, núm. 38.

Yo miraba al barón de Bussiéres como un devoto, en el sentido malévolo que tiene este término.

—En fin, me dijo M. de Bussiéres, como usted detesta la superstición y profesa las doctrinas liberales, como usted es un espíritu fuerte y tan clarividente, ¿tendría el valor de someterse a una prueba muy inocente?

—¿Qué prueba?

—La de llevar un objeto que le voy a dar… ¡éste! ¡Es una medalla de la Virgen! Le parece ridículo ¿no es verdad? Pues yo le doy un gran valor a esta medalla.

La propuesta, lo confieso, me extrañó por su pueril singu­laridad. No me esperaba esta salida. Mi primera reacción fue la de reírme alzando los hombros; pero se me ocurrió que esta escena llenaría un delicioso capítulo de mis impresiones de viaje, consentí en aceptar la medalla como algo convencional que regalaría a mi novia. Dicho y hecho. Me pusieron la me­dalla en el cuello no sin trabajo, porque la cadena era muy corta y no me pasaba.

M. de Bussiéres se regocijaba maliciosamente por su vic­toria y quiso sacarle todo el partido posible.

—Ahora, me dijo, hay que completar la prueba. Tiene que rezar por la mañana y por la tarde el Memorare, oración muy corta y muy eficaz que san Bernardo dirigió a la Virgen María: «Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que no se ha oído decir jamás que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestro socorro, y pedido vuestro sufra­gio haya sido abandonado. Lleno de tal confianza vengo, oh Virgen de las Vírgenes, a arrojarme a vuestros brazos, gi­miendo bajo el peso de mis pecados me postro a vuestros pies. Oh Madre del Verbo, no desdeñéis mis plegarias, sino escu­chadlas favorablemente y dignaos atenderlas».

Hacia las once me llegué a casa de M. Bussiéres para de­volverle su inextricable plegaria. Le hablé de mi viaje a Oriente y me dio excelentes informaciones.

Pero, exclamó de pronto, es extraño que abandone Roma en un momento en que todo el mundo viene para asistir a las fiestas de san Pedro. Quizá no vuelva usted nunca, y sentirá haber faltado en una ocasión que tantos otros vienen a buscar con una curiosidad tan ávida.

Le respondí que había cogido y pagado mi plaza; que ya había avisado a mi familia, que había cartas esperándome en Palermo; que, en fin, era demasiado tarde para cambiar mis proyectos, y que decididamente me iba. Este coloquio fue in­terrumpido por la llegada del cartero que traía a M. Bussiére una carta del padre Ratisbonne. Me la dio a conocer; la leí, pero sin ningún interés, ya que se trataba en esta carta de una obra religiosa que M. Bussiéres publicaba en París. Mi her­mano ignoraba que yo estuviera en Roma. Este episodio ines­perado debería haber abreviado mi visita porque yo huía in­cluso del recuerdo de mi hermano.

No obstante, por una influencia incomprensible, decidí pro­longar mi estancia en Roma. Accedí, a instancias de un hombre que apenas conocía, a aquello que había denegado obstinada­mente a mis amigos y compañeros más íntimos.

¿Cuál era pues, ¡Dios mío!, este impulso irresistible que me hacía hacer lo que yo no quería? ¿No era el mismo que, de Estrasburgo, me empujaba a Italia, a pesar de las invitaciones de Valencia y de París? ¿El mismo que de Nápoles me empujaba a Roma a pesar de mi decisión de ir a Sicilia? ¿El mismo que en Roma, a la hora de mi partida, me forzó a hacer la visita que me desagradaba cuando no encontraba tiempo para hacer alguna de aquellas que me agradaban? ¡Oh conducta provi­dencial! ¿Hay, pues, una influencia misteriosa, que acompaña al hombre, en el camino de la vida? Había recibido al nacer el nombre de Tobías con el de Alfonso. Olvidé mi primer nombre; pero el ángel invisible no lo olvidó. Este era el verdadero ami­go que el cielo me había enviado; pero yo no lo conocía. ¡Ay…, existen tantos Tobías en el mundo que desconocen por com­pleto a este guía celeste y que se resisten a su voz!

Mi intención no era la de pasar el carnaval en Roma; pero quería ver al papa; y M. Bussiéres me había asegurado que lo vería el día primero en san Pedro. Fuimos a hacer algunas compras juntos. Nuestras conversaciones tenían por ob­jeto todo aquello que nos llamaba la atención…, un monumento, un cuadro, las costumbres del país…, y entre todas estas cosas se mezclaban siempre las cuestiones religiosas. M. Bussiéres las introducía tan ingenuamente e insistía con una rigidez tan viva, que más de una vez, en lo íntimo de mi pensamiento me decía yo que si alguna cosa podía alejar a un hombre de la religión era la insistencia misma que se ponía en convertirlo. Mi alegría natural me hacía reírme de las cosas más serias y a las chispas de mi ingenio se sumaba el fuego infernal de las blasfemias en las que no me atrevo ya a pensar hoy, de tal forma me espantan.

Y, mientras tanto, M. de Bussiére, al mismo tiempo que me expresaba su dolor, permanecía tranquilo e indulgente que un día será cristiano, pues hay en usted un fondo de rec­titud que me asegura y me persuade de que será iluminado, y por ello el Señor le enviará un ángel del cielo.

—En buena hora, le respondí, porque de otra forma la cosa será difícil.

Al pasar por delante de la Escala santa, M. de Bussiéres se llenó de entusiasmo. Se levantó de su coche y, descubrién­dose, exclamó con ardor: «Os saludo, Escala santa, aquí tienes un pecador que os subirá un día de rodillas».

Expresar lo que produjo en mí este acto inesperado, este honor extraordinario otorgado a una escalera, sería imposi­ble. Me reía como de una acción totalmente insensata; y, cuando más tarde, atravesábamos la deliciosa Villa Wolkonski, cuyos jardines, eternamente florecidos, están entrecortados por los acueductos de Nerón, levanté la voz a mi vez y exclamé parodiando la anterior exclamación:

—¡Os saludo, verdaderas maravillas de Dios! ¡Delante de vosotras es donde hay que postrarse y no delante de una es­calera!

Estos paseos en coche se continuaron durante los dos días siguientes, y duraban una o dos horas. El miércoles, 19, vi otra vez a M. de Bussiéres, pero parecía triste y abatido. Me retiré por discrección sin preguntarle la causa de su pena. No la supe hasta el día siguiente a medio día, en la iglesia de san Andrea delle Fratte.

Tenía que irme el día 22, pues había vuelto a reservar mi plaza para Nápoles. Las preocupaciones de M. Bussiére ha­bían disminuido su ardor proselitista y pensé que se había olvidado de la medalla milagrosa, mientras yo, murmuraba siempre con inconcebible paciencia la invocación perpetua de san Bernardo.

Pero a media noche del día 19, me desperté sobresaltado: veía fija delante de mí una gran cruz negra de aspecto muy particular y sin Cristo. Hice un gran esfuerzo para alejar esta imagen, pero no podía librarme de ella y siempre la volvía a encontrar delante de mí, a cualquier lado que me volviese. No podría decir cuánto tiempo duró esta lucha. Me volví a dormir. Y, al día siguiente, al despertarme, ya ni me acordaba.

Tenía que escribir varias cartas, y recuerdo que una de ellas, dirigida a la hermana menor de mi novia acababa con estas palabras: Que Dios os guarde…, después recibí una carta de mi novia el mismo 20 de enero, y por una coincidencia especial, esta carta acababa con las mismas palabras: Que Dios os guarde… Este día estaba, en efecto, bajo la protección de Dios.

En todo caso, si alguien me hubiera dicho por la mañana: «Te has levantado judío, te acostarás cristiano…», si alguien me lo hubiera dicho lo hubiera tenido por el más loco de los hombres.

El jueves, 20 de enero, después de haber comido en el hotel, y echado las cartas, fui a casa de mi amigo Gustavo, pietista, que había vuelto de caza, excursión que lo había tenido ale­jado de casa durante algunos días.

Se extrañó muchísimo de encontrarme aún en Roma. Le expliqué el motivo: Era el ansia de ver al papa.

«Pero me iré sin verlo, le dije, porque no ha asistido a las ceremonias de la basílica de san Pedro, donde me habían ase­gurado que lo encontraría».

Gustavo me consoló irónicamente hablándome de otra ce­remonia muy curiosa, que tendría lugar, creo, en Santa María la Mayor. Se trataba de la bendición de los animales. Y sobre este tema desbarrábamos en disquisiciones tales que podéis imaginaros pueden surgir entre un judío y un protestante.

Hablamos de caza, de diversiones, de los regocijos del car­naval, de la brillante velada que había dado el día anterior el duque de Torlonia. Los festejos de mi matrimonio no podían olvidarse, invité a M. Lotzbec, que me prometió asistir.

Si entonces (pues ya era mediodía), un tercer interlocutor se me hubiera acercado y me hubiera dicho: «Alfonso, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y tu Sal­vador y te postrarás en una pobre iglesia, te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en un convento de jesuitas, donde pasarás el carnaval para prepararte al bautismo, dispuesto a inmolarte por la fe católica; renunciarás al mundo, a sus pompas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu por­venir; y, si es preciso, renunciarás además a tu novia, al cariño de tu familia, a la estima de tus amigos, a tu fe judía… y no aspirarás más que a seguir a Jesús y a llevar su cruz hasta la muerte…». Digo, que si algún profeta me hubiera hecho se­mejante predicción, lo hubiera tenido por el hombre más insensato del mundo: el hombre que hubiera creído en la po­sibilidad de tamaña locura. Y sin embargo, es esa locura la que hoy ha logrado mi sabiduría y mi felicidad.

Al salir del café, me encontré con el coche de M. Teodoro de Bussiéres. Se paró y me invitó a subir para dar un paseo. El tiempo era espléndido, hacía bueno, y acepté encantado. Pero M. Bussiére me pidió permiso para pararse unos minutos en la iglesia de san Andrea delle Fratte, que estaba cerca, para hacer un encargo; me dijo que lo esperara en el coche; preferí bajarme a conocer esta iglesia. Se estaban preparando unos funerales y pregunté quién era el difunto que debía recibir los últimos honores. M. de Bussiéres me contestó: «Es un amigo mío, el conde de La Ferronays; su repentina muerte, añadió, es la causa de esta tristeza que debe usted haber ob­servado en mí desde hace dos días».

Yo no conocía a M. de La Ferronays. No lo había visto nunca y sólo sentí una pena bastante difusa, la que se siente siempre al enterarte de una muerte repentina. M. de Bussiére me dejó para ir a reservar un banco para la familia del difunto. —»No se impaciente, me dijo subiendo al claustro, será cosa de dos minutos…».

La iglesia de san Andrea es pequeña, pobre y desierta; …creo que yo estaba solo; …ningún objeto de arte me llamaba la atención. Paseé maquinalmente mirando a mi alrededor sin pensar en nada; únicamente me acuerdo de un perro negro que saltaba y brincaba delante de mí… Pronto desapareció este perro, la iglesia también desapareció entera, no vi nada más…, o mejor dicho, ¡Oh Dios mío! ¡Vi sólo una cosa!.

Cómo sería posible explicar lo que es imposible de expresar; cualquier descripción, por muy sublime que fuera, sólo sería una profanación de la verdad inefable. Yo estaba allí pos­trado, bañado en lágrimas, el corazón fuera de mí, cuando M. de Bussiéres me hizo volver a la realidad.

No podía contestar a sus preguntas precipitadas; por fin agarré la medalla que llevaba en mi pecho; besé con efusión la imagen de la Virgen radiante de gracia… ¡Oh! ¡Era Ella!

No sabía dónde estaba, no sabía si era Alfonso o si era otro; experimenté tal cambio que a mí mismo me creía otro… Intentaba encontrarme y no me encontraba… La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma; no pude hablar; no quise decir nada; sentí en mí algo tan solemne y tan sagrado que hice llamar a un sacerdote… Me condujeron hasta él y sólo entonces cuando recibí la orden, hablé como me fue posible, de rodillas y con el corazón palpitante.

Mis primeras palabras fueron de agradecimiento a M. de La Ferronays y a la archicofradía de Notre-Dame des Vic­toires. Sabía de forma segura que M. de Ferronays había rogado por mí; pero no podría decir cómo lo supe, del mismo modo que no sabría explicar las verdades por las que obtuve la fe y el conocimiento. Todo lo que pude decir es que en el momento del hecho la venda cayó de mis ojos; pero no una sola venda sino una multitud de vendas que me habían cegado; todas ellas desaparecieron una a una y con mucha rapidez, como la nieve, el barro y la escarcha, bajo el efecto del sol.

Sólo sé que al entrar en la iglesia lo ignoraba todo y que al salir lo veía todo claro. No puedo explicar este cambio sino comparándolo con un hombre al que se despierta de pronto de un sueño muy profundo, o por analogía con un ciego de nacimiento que súbitamente ve la luz; este ciego ve, pero no puede definir la luz que lo ilumina y en cuyo seno contempla los objetos que admira. Si no se puede explicar la luz física, ¿cómo se podría explicar la luz que, en el fondo, no es más que la verdad en sí misma? Creo decir verdad al afirmar que no tenía conocimiento de los textos, pero que entreveía el sen­tido y el espíritu de los dogmas. Más que ver sentía estas cosas y las sentía por los efectos inexplicables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior y estas impresiones, mil veces más rápidas que el pensamiento, mil veces más profundas que la reflexión, no sólo habían emocionado mi alma, sino que además la habían hecho dar un giro, y la habían dirigido en otra di­rección, hacia otra meta y mediante una vida nueva.

Me explico mal, pero ¿cómo quiere, señor, que encierre en palabras estrechas y secas unos sentimientos que el propio corazón no puede contener?

Sea como sea y a pesar de este lenguaje inexacto e incom­pleto, el hecho es que en cierta forma me sentía un ser desnudo, como una tabla rasa… El mundo no significaba ya nada para mí; las prevenciones contra el cristianismo no existían, no quedaba ni rastro de los prejuicios de mi infancia; el amor a mi Dios había ocupado de tal manera el puesto de cualquier otro amor, que mi novia incluso aparecía bajo un punto de vista nuevo. La amaba como a un objeto que Dios tiene entre sus manos, como un regalo precioso que hace amar aún más al que lo obsequia.

No puedo resumir aquí las consideraciones que he hecho sobre esta experiencia. Sea suficiente remitir al lector al libro. Pero será mejor oir antes la voz (patética) de un lector privilegiado.

Frangois Mauriac, en su Bloc-Notes de mayo de 1964, comentaba así mi libro sobre Ratisbonne. El lector me ex­cusará de citar el texto íntegro, como un homenaje al gran escritor, que renovaba todo lo que tocaba con su llama, su sinceridad y el poder mágico que tenía sobre las palabras, a la manera de los místicos y de los poetas.

Existen instantes eternos y, a su alrededor, todo un destino cristaliza algunos instantes que duran hasta la muerte por muy viejo que se encuentre el hombre. Lo que le ocurrió a Claudel en las vísperas de Navidad en Notre-Dame, cuando el coro cantaba el Adeste fideles, lo que le ocurrió a Pablo de Tarso en un recodo del camino que sólo duró el tiempo de oir la frase: «Yo soy ese Jesús al que tú persigues…», lo que le pasó a Max Jacob… Una vida entera se condensa y adquiere su forma de­finitiva en pocos segundos, mientras que a tantos otros, como a san Agustín, les hizo falta seguir un camino largo, una subida interminable, antes de desembocar en la luz.

Me hubiera sentido celoso, durante toda mi vida, de estas visitas relámpago a aquellos que en un segundo les fue dado todo. A uno de ellos, sin embargo, no lo tomé en consideración: ese joven judío, Alfonso Ratisbonne, convertido repentinamente el 20 de enero de 1842 ante un altar de la iglesia san Andrea delle Fratte de Roma. Jean Guitton nos cuenta su historia en un pequeño libro muy denso. ¡Y Dios sabía, sin embargo, cuan familiar me iba a resultar Ratisbonne! Su historia evoca en mí todo un mundo lejano y medio olvidado: los románticos del catolicismo francés y romano, los héroes del relato de una monja, Madame Augustus Graven, y cuya historia había yo soñado escribir a los veinte años; mi espíritu no debía estar menos cercano a La Chénaie (donde se retiraron) 1 Lacor­daire, Montalembert, Lamenais, que al cuadro de Port-Royal de Sainte-Beure.

La conversión fulminante del joven Ratisbonne se debió a la intercesión del conde de La Ferronays, que acababa de morir en Roma. Alberto de La Ferronays, el abad Gerbet, «el más dulce y sufrido de todos los hombres», Alejandrina de Alopeus, todas estas sombras santas y encantadoras envuel­ven gimiendo mi barca y me piden cuentas del libro que no escribí, y que únicamente, quizá, yo hubiera sido capaz de escribir entonces cuando los estimaba.

a verdad es que me desligué de ellos y que no me acom­pañaron mucho tiempo. Sólo Eugenia y Mauricio de Guérin y un poco más alejado, el padre Lacordaire, me siguieron hasta la última etapa. Los otros se dispersaron hace mucho tiempo.

Pero incluso, en el tiempo en que me eran los más cercanos, no tomaba en consideración a Ratisbonne, yo que estaba tan ávido de un testimonio como el suyo, que nos hace palpar lo sobrenatural, que nos lo hace sentir como una quemadura. Lo que le ocurrió a Ratisbonne en san Andrea delle Fratte es del mismo orden que lo del camino de Damasco, pero fue la Virgen y no Cristo quien se manifestó. Esta conversión es el resultado de un orden de fenómenos singulares, de prác­ticas un poco extrañas. La historia de la medalla milagrosa de Catalina Labouré (que algunos años antes había visto a la Virgen en la capilla de la calle del Bac) es la fuente de toda esta historia. El análisis de Jean Guitton hace resaltar lo que aquí existe de misterio, imposible de eludir, prescindiendo de la perspectiva de «amuleto». Pero al fin me doy cuenta de lo que alejaba a Ratisbonne del joven modernista «a ultranza» que yo era a los 20 años. No era el hecho de haber intervenido la Virgen. ¿Cómo podría esto molestarme, a mí que de niño se me educó en este amor, y que, toda mi vida, daría tanta importancia y significación a los acontecimientos de Lourdes? Estaba molesto por esa medalla colocada en el cuello de Ratisbonne, por esa oración (a pesar de lo querida que me era): el «Acordaos» de san Bernardo, que parecían tan necesarias para el milagro, como lo fue el barro que Cristo puso en los párpados del ciego.

¿Qué pienso hoy de lo que entonces me molestaba? Cuando me examino me doy cuenta de que, después de que en otro tiempo denuncié los excesos de lo que llamaba «mariolatría», mientras asimilaba nuevas definiciones dogmáticas en relación con la Virgen, otro peligro muy distinto me surgía hoy; era el perder de vista que el culto de la Madre de Dios (es el tí­tulo que el concilio de Efeso atribuyó a María) encierra un signo de verdad y de autenticidad que caracteriza para siempre a la santa Iglesia. Gracias a las dos Iglesias, la de Oriente y la de Occidente, se cumple la profecía del Magníficat, que san Lucas puso en boca de la Virgen: «Et beatam me dicent omnes generationes». Si la Virgen se ha aparecido en la Sa­lette, en Massabielle, en la calle del Bac, en san Andrea delle Fratte, es porque la Iglesia osó de alguna manera exprimir todo el sentido de las palabras del ángel: «Bendita entre to­das las mujeres». No debemos de variar de manera de pensar con respecto a la Virgen para acercarnos a nuestros hermanos protestantes. Debemos dársela o devolvérsela en la medida en que la han perdido. Pero nosotros, guardemos celosamente nuestro tesoro.

No menos que Jean Guitton estoy en desacuerdo con el «atonteceos» de Pascal, o con lo que dice del autómata: hay que educarle a tomar el agua bendita. Lo que ocurrió aquel día en san Andrea delle Fratte desconcierta a la razón: un joven judío, rico, prometido a una joven que ama, que detesta (o que cree detestar) a la Iglesia católica, se encuentra repentina­mente inundado de luz, pide el bautismo, deja todo y se con­vierte en un santo sacerdote.

Sí, un milagro repentino, pero ligado, ya lo he dicho, al hecho de llevar una medalla. Yo me pregunto: ¿una cosa de este tipo no ha significado nunca nada para mí? La medalla milagrosa…, pues claro, la tengo. Está prendida en mi rosario. ¿De dónde me llegó? Una sobrina creo, me la envió cuando me operé en 1932. ¿Qué puesto ocupa en mi vida? Aparentemente ninguno. El rosario no es mi fuerte tampoco. Pero lo llevo conmigo, a veces, lo aprieto como a una mano (como si mi madre me hiciera atravesar esta última calle). El puñado de cuentas con las que está mezclada la medalla, y que aprieto, ¿por qué no podría estar privilegiado con una gracia, si todo es gracia, incluso la materia, si todo se convierte en operante, si todo lo transmite, si todo nos la da?

¿Y qué cristiano no conoce cada palabra de la oración que fue para Ratisbonne como el sésamo de ese cuento maravilloso y que derribó los muros de su escondite: «Memorare o piisima virgo Maria… ?». Es la oración de san Bernardo que nos sa­bemos de memoria desde niños…

Todo esto parece locura o puerilidad a los agnósticos y a los ateos; el enorme interés del libro de Jean Guitton consiste en que el autor se pone en el puesto del ateo y del agnóstico y que, siendo cristiano, sigue siendo filósofo —y filósofo de hoy— y que se enfrenta con el problema sin intentar camuflarlo.

Una imagen cualquiera de la Virgen, unas palabras de una oración y no de otras, la trama de nuestras vidas está hecha de estos encuentros: El absurdo, es el revés de la tapicería, cuyo dibujo eterno aparece un día. A principios de año le pregunté a mi mujer de dónde provenía cierto cuadro relegado al rincón de una habitación y vuelto contra la pared. Supe que una sol­terona a la que atendió hasta su muerte le había legado esa pintura, muy mediocre, que debía ser de la época de Luis Felipe. Pero, de todas maneras, representaba a la Virgen. Se me ocurrió colgarlo sobre mi cama. Mi mujer así lo hizo, y con todo, esta Madre, con las manos abiertas, me mira al dormir o al velar… Pues ella tiene las manos abiertas, dulce­mente separadas: es la Virgen de la medalla milagrosa, me en­teré ayer al leer el libro de Jean Guitton. No creo en el azar: un libro y una pintura se juntan en un lugar de nuestra vida, dos hilos se entrecruzan. Y las palabras de una vieja oración, dicha maquinalmente desde la infancia, pierden el moho que las recubría, y queman sordamente con ese amor que poseía san Bernardo la primera vez que recitó el Memorare.

Otro buen texto —y de un auténtico escritor— me aclara el relato de Ratisbonne. Es la página en la que André Fros­sard cuenta una iluminación instantánea, análoga a la de Ratisbonne, que transformó su vida, cuando tenía 20 años. Fue educado en el más completo ateísmo, «aquel en que la cuestión de la existencia de Dios ni siquiera se plantea».

En Dieu existe, je l’ai rencontré cuenta —en cuanto puede contarse— el instante de eternidad irrumpiendo en su vida. Entró por casualidad, o por una secreta necesi­dad, en la capilla de las hermanas de la Adoración Reparadora de la calle de Ulm. Y así es como escribe su expe­riencia mística:

Antes de nada he de decir que me han sido sugeridas estas palabras: vida espiritual. No me han sido dichas, no las he for­mulado yo, las oí como si hubiesen sido pronunciadas cerca de mí, en voz baja, por una persona que hubiera visto lo que yo aún no veo.

El último inciso de esta frase afectó a lo más profundo de mi conciencia. No quiero decir que el cielo se abra; no se abre, se lanza, se eleva de pronto, fulguración silenciosa de esa in­sospechable capilla en la que se encontraba misteriosamente encerrado. ¿Cómo describirlo con estas palabras que no al­canzan a expresar lo que quiero y que me niegan sus servicios y amenazan con interceptar mis pensamientos para reducirlos a simples quimeras? Al pintor que le fuera dado entrever co­lores desconocidos, ¿con qué los pintaría? Es un cristal indes­tructible, de transparencia infinita, con una luminosidad des­lumbrante (un grado más de esta luminosidad me hubiese ani­quilado) y azul, un mundo, un mundo distinto de un resplandor y una densidad que relega al nuestro a las sombras frágiles de los sueños inacabados. El es la realidad, la verdad, y aún viéndola desde esta orilla oscura estoy sobrecogido. Existe un orden en el universo y, en su cumbre, por encima de este velo de bruma resplandeciente, se halla la evidencia de Dios, la evidencia hecha presencia y la evidencia hecha persona de ese mismo que yo hubiera negado un instante antes, al que los cris­tianos llaman Padre nuestro, y de los que he aprendido que es dulce, con una dulzura sin igual, que no es la cualidad pasiva que se designa a veces con este nombre, sino una dulzura ac­tiva, agresiva, que sobrepasa toda violencia, capaz de hacer estallar la tierra más dura y al corazón humano que sea más duro que la piedra.

Su irrupción avasalladora, totalitaria, va acompañada de una alegría que no es otra sino el gozo del que se siente sal­vado, la alegría del náufrago recogido a tiempo, con la dife­rencia de que, en el momento en que soy izado hacia la salva­ción, tomo consciencia del barro en el que estaba inmerso sin saberlo, sumergido, y me pregunto, aún cuando estoy metido en él hasta la cintura, cómo he podido vivir y respirar.

Todas estas sensaciones, que me cuesta traducir al terreno del lenguaje inadecuado de las ideas y de las imágenes, son simultáneas, van enlazadas las unas con las otras, y después de algunos años me sería imposible agotar su contenido. Todo está dominado por la presencia, más allá y a través de una in­mensa asamblea, de aquel que no podría nunca escribir su nombre sin que me asaltara el temor de herir su ternura, ante el que tengo la suerte de ser un hijo perdonado, que se despierta para saber que todo es don.

Fuera seguía haciendo buen tiempo, tenía cinco años y este mundo antes hecho de piedra y brea, era ahora un enorme jar­dín donde me estaba permitido jugar tanto tiempo cuanto al cie­lo le placiera. Willemin, que caminaba a mi lado y que pare­cía haber descubierto alguna cosa particular en mi fisonomía, me miraba con insistencia de médico: «¿Pero qué te pasa? — Soy católico.», y temiendo no ser lo suficientemente explícito, añadí «apostólico y romano» para que mi confesión resultara completa. — Tienes los ojos desorbitados. — Dios existe y todo es verdad. — ¡Oh, si te vieras!» Yo no me veía. Era una lechuza que sale a la luz a medio día.

Cinco minutos después, en la terraza de un café de la plaza de Saint André des Arts, le contaba todo a mi amigo. Bueno, todo lo que, en el caso de lo inexplicable, acerté a decir del mundo que se me había abierto de pronto, de ese concierto luminoso que hizo estallar sin ruido el refugio de mi infancia y que había reducido mis paisajes en estado de vapor. Los des­pojos de mis construcciones interiores se esparcían por el suelo. Miraba a los que pasaban sin ver y pensé cuál sería su asombro, cuando a su vez les llegara el descubrimiento que yo acababa de hacer. Seguro que, tarde o temprano, les ocurriría la misma aventura, me divertía, por adelantado, con la sorpresa de los incrédulos que dudaban sin sospecharlo. Uno de nosotros trajo a colación a aquel dictador teatral que concedió dos mi­nutos al cielo para fulminarlo; si no lo hacía, creyéndose auto­rizado, lo declararía públicamente vacío; lo absurdo del reto lanzado al infinito por este grano de polvo, nos hizo reír a car­cajadas. Dios existía, estaba incluso allí, descubierto y disimu­lado por ese torrente de luz que, sin palabras ni figuras, hace comprenderlo y amarlo todo. Me doy cuenta de lo exhorbi­tantes que estas afirmaciones pueden ser, pero ¿qué puedo hacer contra esto, si el cristianismo es verdadero, si hay una verdad, si esta verdad, es una persona que no desea ser des­conocida?

El milagro duró un mes. Cada mañana, descubría con en­tusiasmo esta luz que hacía palidecer al día, esta dulzura que nunca olvidaré, y que constituye todo mi saber teológico. La necesidad de prolongar mi estancia en el planeta, cuando tenía ese cielo al alcance de la mano, no me quedaba claro, y lo aceptaba más por agradecimiento que por convicción. Sin embargo, luz y dulzura perdían cada día un poco de su inten­sidad. Finalmente, desaparecieron sin que por ello yo volviera a mi soledad. La verdad me sería dada de otra forma, tendría que buscar después de haber hallado. Un sacerdote de Saint Esprit se encargó de prepararme para el bautismo y me ins­truyó en la religión de la que sólo podía precisar que no sabía nada. Lo que me dijo de la doctrina cristiana, era lo que yo esperaba y lo recibí con alegría; la enseñanza de la Iglesia era verdadera hasta la última palabra, y tomaba nota de cada renglón con un redoble de aclamaciones. Una sola cosa me sor­prendió: no es que la Eucaristía me pareciera increíble, pero que la caridad divina hubiese encontrado este medio inaudito de comunicarse, es lo que me maravillaba, y sobre todo que hubiese elegido, para hacerlo, el pan que es el alimento del pobre, y el alimento preferido por los niños. De todos los dones presentados ante mí por el cristianismo, éste era el más bello.

William James había estudiado la conversión de Ratis­bonne. Bergson había conocido las circunstancias por su amigo americano. Bergson se interesaba por el «mundo in­visible», por aquello que podía establecer entre este mundo y nosotros una intuición furtiva, pasajera, un contacto —cosa para mí insuficiente—. El pensaba que en Occidente la «cien­cia» se había adaptado a través de la matemática a la mate­ria; el espíritu occidental, romano, práctico, se había orien­tado hacia el Imperio, hacia el dominio del cosmos por las técnicas de la cantidad: lo que se ha logrado prodigiosamente en nuestros días más que nunca.

Pero hubiera sido posible otra vía, aquella que nos hu­biera introducido en otro tipo de conocimientos, tan exacto, tan maduro, aunque con otra certeza distinta a la certeza formal de las matemáticas. Hubiera sido un conocimiento fundamentado sobre las experiencias de hechos muy raros, muy marginales, y sobre el estudio de las semejanzas de estas experiencias. Por otra parte, esta experiencia había sido olvidada generalmente, sea porque se la envolvía en ficciones, en mitos, sea porque se encontraba en Occidente tan amal­gamada con la revelación religiosa que no se podían estudiar estos hechos «panorámicos» fuera de lo sagrado, en sí mismos. Pero si se hubiera seguido esta vía que nos podía introducir en el espíritu de aquello que es singular y raro, de aquello que es excepcional —en lugar de dejarse seducir por la cantidad, la generalidad—, si se hubiera prestado atención a los conocimientos marginales, y profundos, a los hechos, a los seres aún «no identificados», se hubieran po­dido adquirir acumulando, criticando y comparando las comprobaciones, si no verdades absolutas en el sentido ma­temático de la palabra, al menos altas probabilidades sobre los objetos que más nos preocupan: el destino del alma post mortem, la comunicación entre las conciencias, los in­tersignos, los mensajes, los presentimientos: en suma, sobre este mundo «preternatural» en el que estamos inmersos, como las dos primeras dimensiones del espacio lo están en la ter­cera dimensión de profundidad. Y Bergson se asomaba con curiosidad a los testimonios que podían introducirnos, fuese por fulguraciones, por destellos momentáneos, en el uni­verso invisible. Fue por esto por lo que captó el interés de la conversión de Ratisbonne.

Releamos en esta perspectiva la última página de su último libro, donde habla de la exploración de la Terra incognita:

Supongamos que un resplandor de este mundo descono­cido nos llegue, visible a los ojos del cuerpo. Qué transforma­ción se produciría en una humanidad generalmente acostum­brada, a pesar de lo que diga, a aceptar como existente sólo lo que ve y lo que toca. La información que nos vendría de esta forma no afectaría quizá más que a lo que tienen de inferior las almas, el último grado de la espiritualidad. Pero no haría falta mucho más para convertir en realidad viviente y fehacien­te una creencia en el más allá que parece encontrarse en la mayoría de los hombres, pero que permanece casi siempre como verbal, abstracta, ineficaz… En verdad, si estuviéramos seguros, absolutamente seguros de sobrevivir, no podríamos pensar en otra cosa… el placer quedaría eclipsado por la alegría.

 

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