La Medalla Milagrosa fue un inmenso éxito popular y mundial. Entre las medallas es la más difundida. Antes de la muerte de Catalina ya se habían distribuido por todo el mundo más de mil millones; cifra que hoy se ha multiplicado y no conoce igual; pero sobre todo, ninguna otra medalla catalizó tantas esperanzas, milagros, curaciones, conversiones, protecciones.
Durante el siglo XIX, el entusiasmo por la Medalla es brillante, no sólo en medios populares, sino aún entre hombres como Ozanam y Newman (aún antes de convertirse, como vimos); entre los cardenales romanos Lambruschini, Rivarola, Aloisi-Masella; entre los mismos papas: Gregorio XVI, Pío IX, León XIII.1 Ello no debe ocultar, empero, una corriente negativa y crítica, que reina entre bastantes intelectuales. Mas sería abrir un foso entre dos ámbitos cristianos: el ilustrado y el popular. No, hay que echar un puente, reconciliar y conjugar las justas razones de ambos, rectificando desviaciones y carencias.
La desconfianza y el desdén hacia las apariciones de la Medalla Milagrosa se sitúan en tres terrenos diferentes:
- la teología,
- la crítica histórica de las apariciones,
- la devaluación pastoral de las medallas, como forma de piedad irrisoria, caducada y supersticiosa.
Es preciso asumir estas tres dificultades para disipar la oscuridad.
1. El precario estatuto de las apariciones
Las apariciones en general, y la de la Medalla en particular, se han devaluado bajo múltiples aspectos: teológico, clerical, cultural y crítico.
Devaluación teológica
1. Las apariciones son las parientes pobres de la Dogmática. Esta define las revelaciones privadas en forma negativa, como accesorias, no necesarias, sin autoridad, gratuitas, peligrosas, merecedoras del anatema en cuanto pretenden aportar elementos nuevos, cuando la Revelación está cerrada.
2. La teología fundamental las pone igualmente en último lugar. Melchor Cano no las menciona entre los Lugares teológicos, ni siquiera entre los lugares anejos, que vienen para él en último lugar: razón, pensamiento de filósofos y juristas, historia. Sencillamente, no es para él lugar teológico alguno:
Las revelaciones privadas no conciernen a la fe católica, ni pertenecen al fundamento y principios de la doctrina eclesiástica, es decir, de la verdadera y auténtica teología, pues la fe no es una virtud privada, sino común (Opera De locis theologicis, Liber 12, Pars 3, Conclusio 3. Edition Vassairi, 1746, p. 350; cf. L. Volken, p. 291, note 73).
3. La exégesis clásica ha acostumbrado a contraponer la Revelación que es Palabra de Dios a las revelaciones privadas, intrusas, que amenazan erigirse en evangelios. Se cita al Apóstol Pablo: «Anatema quien predique otro evangelio, aunque sea un ángel del cielo» (Ga 1, 8).
4. La teología moral se ha apartado generalmente de este dominio ambiguo, que sin embargo la concierne, ya en el tratado de la fe, ya en el de la profecía.
5. La mística, que estaría en sus propios dominios, desconfía de estos fenómenos y los trata como peligrosos epifenómenos, a los que no debe darse importancia. San Juan de la Cruz escribía :
… el alma pura, cauta y sencilla, y humilde, con tanta fuerza y cuidado ha de resistir las revelaciones y otras visiones, como las muy peligrosas tentaciones… (BAC Vida y obras de san Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, L II, c. 27, Madrid, MCML, p. 706).
Era el tiempo en que la Inquisición perseguía a los Alumbrados, en grado que hasta Ignacio de Loyola, Teresa de Avila, Juan de la Cruz no estuvieron exentos de sospecha.
Vicente de Paúl comparte una reserva que entonces era de rigor, con una clara conciencia de los posibles abusos: «Los raptos y éxtasis dañan más que aprovechan», escribía el 31 de julio de 1634. Y sin embargo él tuvo apariciones. En 1641 vio, mientras celebraba misa, dos globos, cuyo sentido no era el de los de Catalina. Representaban a santa Juana Chantal y a san Francisco de Sales, y se unieron a un globo mayor, el de la Trinidad o Divinidad. Mantúvolo él muy secreto, salvo una comunicación confidencial que debió de hacer al arzobispado, en forma que recuerda a la de Catalina.
6. La historia eclesiástica se desdeña de tratar este campo, que durante largo tiempo estuvo a merced de pietistas e iluminados : éstos difundían una literatura propia, blanco de desprecios. Cuando yo acometí en serio este trabajo, provoqué burlas: me extraviaba en las tinieblas exteriores; ya no era «teólogo».
7. El Derecho canónico trata esta cuestión en forma limitada, restrictiva, represiva.
La posición crítica del poder eclesiástico
El derecho canónico hace eco a la legislación de los Concilios, comenzando con el V de Letrán, Decreto del 19 de diciembre de 1516:
Es deseo nuestro que, por ley ordinaria, las que se pretenden apariciones, antes de ser publicadas o predicadas al pueblo, para en adelante se consideren reservadas al examen de la Sede Apostólica. Si eso no pudiese acontecer sin riesgo de tardanza, o si alguna urgencia necesitase o aconsejase otra cosa, siempre que el asunto se notifique al Ordinario del lugar… Este, cuando lo estime conveniente, tomará consigo a tres o cuatro hombres doctos y graves y juntos examinarán el asunto diligentemente gravadas sus conciencias, etc. (Sess. 11, Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna, Herder, 1962, p. 613).
Este texto tiene por objeto principal prohibir o limitar la difusión de apariciones, reservar el asunto a Roma, no autorizar la intervención del obispo local más que en caso de urgencia, para entonces hacer un examen crítico, con cargo a la conciencia y restringiendo el juicio a un simple «permiso» (licentiam concedere possit). Estas restricciones repercuten en el Concilio de Trento, Sess. 25, en lo que atañe a milagros e imágenes (Ib p. 752).
En el siglo XVIII, el futuro Benedicto XIV (1740-1758) manifestaba idéntica insistencia:
La aprobación dada por la Iglesia a una revelación privada, no es sino la concesión de un permiso, después de atento examen, de suerte que esa revelación pueda darse a conocer para instrucción y bien de los fieles (De servorum Dei beatificatione, lib. 2, cap. 32, n. 11; cf. lib 3. c. 53, n. 15).
El 12 de mayo de 1877 La Sagrada Congregación de Ritos manifestó reservas contra las imágenes de apariciones, subrayando de nuevo que éstas, aun las de La Salette y Lourdes, no están aprobadas, sino sólo «permitidas como objeto de piadosa creencia» (permissa… fide credenda), «con fe solamente humana» (fide tantum humana).
Los términos son todavía más rigurosos en una respuesta del Santo Oficio que atañe al escapulario de Pellevoisin:
Aunque esta devoción está aprobada (por Pío X en la audiencia del 30 de enero de 1900, con documento del 4 de abril), de ahí no se sigue, directa o indirectamente, que lo estén las apariciones, revelaciones, gracias de curación u otras, sean cuales y como fueren (ASS 37, 1905, p. 373-374).
El 8 de septiembre de 1907 confirma solemnemente Pío X (en la encíclica Pascendi) la declaración de que, en estas materias, la Iglesia no sale garante… Sencillamente, se abstiene de impedir la creencia en cosas a las que no faltan motivos de fe humana (Actas de Pío X, Paris, Bonne Presse, t. 3, p. 175). Pío X cita aquí el Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, con fecha 12 de mayo de 1877, concluyendo :
Quien sostiene esta doctrina está en lo seguro, pues el culto que tiene por objeto a una aparición, en cuanto concierne al hecho mismo es relativo y envuelve siempre como condición la verdad de ese hecho; mas en cuanto absoluto, se funda en la verdad, pues hace referencia a los santos que honra. Dígase lo mismo de las reliquias.
Dicho de otro modo, lo absoluto que la Iglesia aprueba en una aparición consiste en que se reza a Cristo o a la Virgen, y de ningún modo el que éstos se hayan aparcido en el lugar donde son venerados: eso es relativo, y sólo el destino último del culto es absoluto.
Inspiró esas intervenciones de la autoridad una preocupación de prevenir la vuelta a los excesos del montanismo, de las innumerables sectas medievales o del Renacimiento (Alumbrados, etc.). Son unilaterales y, al acumular restricciones, llevaron la devaluación a tal extremo, que desde hace unos cuarenta años toma ya cuerpo la reacción: de Pío XII a Juan XXIII, de Pablo VI a Juan-Pablo I.
El rigor de la tesis clásica comenzó a ser puesto en tela de juicio por teológos de espíritu crítico y ecuménico, la vanguardia de aquella época:
- Y. Congar, 1937, en Supplement á la Vie Spirituelle, pp. 46-48.
- K. Rahner, quien revaloriza la adhesión a las revelaciones privadas en cuanto provenientes de la fe teologal conforme a la línea de Suárez (Révélations privées, en Revue d’Ascétique et de Mystique 25, 1949, p. 508).
Ninguno de estos dos teólogos era inclinado a las apariciones. Ambos se proponían defender el valor de la fe personal y del lazo directo con Dios contra un extrinsecismo que reservaba la luz y los carismas al Magisterio y remitía a los fieles a la obediencia incondicional.
La posición clásica quedó sujeta a debate y discusión en el Congreso Mariológico Internacional de Lourdes, por iniciativa del Presidente-Fundador, Padre Balic, miembro del Santo Oficio. Esta invitación despertó actitudes audaces, ansiosas de conferir a las apariciones de Lourdes valor de fe dogmática. Una tesis tan extremada, cual la sostenía con inteligencia Dom F. Roy, no tuvo eco. Pero se impuso una evidencia: la actitud de Roma no es sólo permisiva; es de hecho alentadora, al menos para el caso de Lourdes (sobre este debate, R. Laurentin, en Vraies et fauses apparitions, Paris, Lethielleux, 1973, p. 173-180).
La restricción oficial en cuanto a las apariciones ha sido dejada atrás por los mismos papas: Pío XII y Pablo VI dieron considerables muestras de favor a Lourdes y a Fátima.
La tesis de Rahner es que las apariciones fueron devaluadas por el poder eclesiástico, pues la pretensión de tener línea directa con el cielo prejuzgaba el Magisterio. Según Rahner, esa actitud adusta con los carismas y revelaciones privadas sólo se atemperó para las apariciones de la Virgen, cuyas apariciones demostraban ser más modestas, maternales y pietistas.
Crisis y retorno del símbolo
Allende las razones del orden del poder, la depreciación de las apariciones se explica por razones de orden cultural. Una aparición es un mensaje de orden sensible, simbólico. Mas la historia del pensamiento, desde el «milagro griego» de los filósofos, ha dado preponderancia a la razón sobre el símbolo. El símbolo era la noche, la caverna; la razón, la luz. En la Iglesia triunfó la abstracción cuando la teología se hizo universitaria en el siglo XIII (París 1215; Oxford 1249, etc.). La teología, cuyo asiento era hasta entonces el magisterio de los obispos, en contacto con el pueblo, comenzó a cultivarse en medios intelectuales especializados. El mundo de los clérigos (en el doble sentido de la palabra, eclesiástico y universitario) pugnaba por la conquista de la racionalidad.
Una segunda ola, más radicalmente racionalista, surge con el nacimiento de las universidades seculares, de múltlipes facultades, ansiosas por desembarazarse del Magisterio; éste había llegado a agarrotar, y su símbolo está en el Santo Oficio que da la caza a Galileo. La crítica y las luces —ideal de siglo XVIII, de las grandes universidades del siglo XIX—, he ahí también el ideal de la nueva corriente.
Este racionalismo conquistador, riguroso y a las veces inhumano, provocó reacciones : del romanticismo al simbolismo, del surrealismo a los movimientos hippie y demás. El psicoanálisis —una corriente «sui generis»— ha devuelto el valor a la función arcaica y fundamental de los símbolos, en cuanto raíz de la vida psíquica y del conocimiento, aunque Freud reduzca tendenciosamente su valor objetivo. Un filósofo como Sartre, y toda una corriente intelectual, acometió la revalorización de la dimensión simbólica del conocimiento como primera y fundamental. En efecto, el simbolismo imaginario es primordial. Es una fuente de estímulos para el conocimiento: allí mana su vida, su dinamismo, sus proyectos. El conocimiento racional se extingue, de no ser alimentado por este motor sensible; si falta él, aun la sensación, extenuada, se extingue.
Pese a esta inversión de tendencias, en la Iglesia continuó la gran marejada relacionista, de cuya revolución los clérigos van a veces a la zaga. Acabamos de asistir a una fase hipercrítica, reductora y apoética de la teología, cuando incumbe a ésta más bien una función instauradora en materia de interpretación de símbolos.
Los efectos de esta corriente reductora recuerdan el del DDT en ciertos medios vivos, y más generalmente las asepsias radicales, a las que se atribuye la muerte de numerosos niños en incubadoras modelo, durante cierta época americana: es como si se esterilizase la vida. Así, en el mundo latino, se redujeron y extinguieron el arte cristiano y la simbólica, fueron aniquilados. La mediocridad del arte clásico decadente (formalista y secularizado), facilitó el trabajo de disecación crítica y de desafección.
Mas la muerte de los símbolos produjo un malestar en el pueblo de Dios y una nueva reacción compensatoria: los iconos orientales se difunden hoy en el mundo latino, forman una marea y vienen a repoblar un cierto desierto simbólico.
El éxito de la Medalla en el siglo XIX se explica en parte como reacción espontánea a la triple ola de racionalismo :
- humanista del siglo XVII,
- filosófico del siglo XVIII —siglo de las «luces»—,
- Revolución Francesa, al alborear el siglo XIX, cuando se instaura el culto a la diosa «Razón».
El pueblo cristiano, ayuno de signos y símbolos, sentía la necesidad de éstos. La Medalla fue una respuesta providencial a un pueblo que podía parecer descristianizado, pero que conservaba la fe, con hambre y sed de signos.
En una palabra, las apariciones sufrieron una depreciación, en virtud de tres factores convergentes :
- temor de riesgos reales,
- aspectos cautos de la autoridad,
- racionalismo reductor, desconocedor de símbolos, signos y presencia.
2. La sospecha de la crítica histórica
Razones de la crítica
En el terreno histórico, una causa precisa acentuó la depreciación de las apariciones de la Medalla. Las apariciones y la hagiografía se habían convertido en el dominio de la facilidad, la credulidad, la ilusión. Y los historiadores tenían sobradas razones para despreciar esa literatura.
La crítica se radicalizó en una primera oleada, entre los protestantes liberales del siglo XIX, luego tardíamente entre los católicos (neo-liberales): los años de 1966 y 1972 fueron de paroxismo, y crítica era la palabra clave; la fe experimentó una reducción en beneficio únicamente de las ciencias humanas capaces de iluminar ciertos aspectos de la fe, mas no alcanza a la fe en cuanto tal. Ciertas metodologías no dejaban ya paso, como por efecto de una estrangulación, ni a la luz de la fe, ni siquiera a la teología.
Por lo que atañe a la Medalla, la crítica contra la hagiografía y las apariciones se cebó más que en Lourdes, pues Lourdes fue atacada sobre todo por racionalistas incrédulos, mientras que la Medalla encontró una oposición dentro de la Iglesia y aun entre los mismos lazaristas.
En esa línea se comprometío el Padre Coste, archivero, documentalista e historiador, con la pasión y el agere contra que en ello ponen a veces los clérigos. Caso complejo, pues Coste celebraba regularmente misa en el altar de la Virgen del Globo (a la que tenía empero por invención de Catalina) y programó el número del Centenario en los Annales de la Compañía, por él dirigidos —hízolo en términos sobrios, delimitados, pero del todo positivos. De otro lado, como historiador crítico, admitía la aparición de la Medalla según la versión de Aladel: tenía a ésta por auténtica, previa al por él estimado desvarío de Catalina. En la aparición de la Virgen del Globo veía sólo la imaginación de una pobre chica, nada santa, más bien «falta de un tornillo». Mantenía secretas sus opiniones críticas, que no exponía, de palabra o por escrito, si no se había asegurado el silencio de quien elegiera por interlocutor o destinatario. He ahí el punto paradójico en aquella actitud disociada: celebrar regularmente misa, con fervor, en el altar de la Virgen del Globo y tener sin embargo a ésta por pura imaginación de Catalina.2
Literalmente habían exasperado a Coste las facilidades apologéticas de un Misermont. Coste descubría —cuando todavía eran adolescentes y sistemáticos— el ideal y los métodos de la crítica histórica. Se conocían de oídas sus Memorias críticas entre los historiadores especializados: no habían sido leídas, mas el rumor bastaba a crear entre los doctos un prejuicio desfavorable. Catalina, y aun la santidad de ésta, se hacían sospechosos en fe a la persona del historiador de Monsieur Vincent.
Yo advertí siempre, desde que comencé a trabajar en este campo, escepticismo y conmiseración. Al inicio de mis trabajos sobre la Medalla Milagrosa, había historiadores amigos que confidencialmente me decían: —¿Cómo ? ¿Pero no lo sabe usted? ¿Nadie le ha hablado de los trabajos del Padre Coste ? ¡Seguramente le serán ocultados!
Considero caducado este problema. Júzguese por los dos volúmenes de documentos que he publicado —lamento no se autorizase la publicación del tercero, que por desgracia se estimó supérflua— y por la Vie de Catherine, que sale en noviembre, 1980.
La autenticidad histórica de las apariciones
El trabajo histórico sobre las apariciones de la Medalla es ciertamente incómodo.
Las fuentes son raras, tardías, incompletas, fragmentarias. Ningún documento en los tres primeros años; durante 46 años, ningún trabajo propiamente histórico. Es de lamentar, pero la carencia ahí no obedece a ningún disimulo; quiere sólo proteger a la vidente: con su muerte (1876) cesa el secreto. Catalina confió en conciencia las apariciones de la Medalla a Monsieur Aladel; sustancialmente fiel a ellas, éste las seleccionó e interpretó, mas limitado por las razones expuestas en las dos conferencias previas. Sólo después (1841-1876) puso Catalina sus recuerdos por escrito, en forma ingenua y sincera, pero torpe, pues había aprendido a escribir a los 18 años. Sus autógrafos no fueron destruidos, aun creando embarazo a las versiones convencionales. A Geoffre y Chevalier cabe el mérito de haberlos tenido en cuenta, a contra corriente de la tradición establecida.
No hay, pues, fondos tenebrosos. Lo que desvió de una indagación seria y de un esclarecimiento de las fuentes, fue sólo la preocupación por un secreto que Catalina misma deseó, con la ausencia de preocupación histórica, un exceso de prudencia, de convención, la preocupación excesiva por la pastoral y sus frutos. Precisamos ya en qué sentido se la podía lamentar (2.a conferencia), comprendiendo al mismo tiempo los motivos.
Sin embargo, los textos del propio Aladel y sus confidentes, los autógrafos de Catalina, la investigación Quentín (indirecta, por desgracia), la que realizaron los primeros historiadores en 1876, las del Proceso de Canonización, los archivos familiares y otros por nosotros descubiertos, demuestran que la aparición fue una experiencia sincera de Catalina.
Las fechas, número, tenor de las apariciones, iconografía de la Medalla, una vez sometidas a análisis, se han establecido, para lo esencial, en la Vie de Catherine, que será publicada para el CL aniversario de las Apariciones (DDB 2 vols).
La autenticidad de su vida confirma la de las apariciones. Aparte algunos momentos de gracia, cuando sus antenas captaban percepciones excepcionales, no demostraba imaginación alguna; por el contrario, era realista, muy equilibrada tanto en sus relaciones humanas como en su piedád. Lejos de estorbarlo, las visiones estimularon su servicio, maravillosamente generoso, penoso, fiel, eficaz, sin interferencia negativa. He ahí lo que hemos establecido día por día. Es un testimonio admirable.
Las inquietantes armonizaciones que habían proyectado en los hechos las diferencias de interpretación de los testimonios están rebasadas por el análisis de los documentos. Se ha despejado el terreno de confusiones embarazosas. Si quedan puntos débiles, esos son sólo puntos menores.
En una palabra, un buen uso de la crítica histórica (con la simpatía y la sensibilidad hacia las realidades de la fe y la experiencia cristiana sin las que nada en la historia se comprende, especialmente en la historia religiosa) establece los hechos de manera seria y convincente, con derechos idénticos a los de los hechos históricos que todos admiten. Esos resultados se establecen en forma que puedan someterse a control y comprobación en los volúmenes citados. Los testimonios son sinceros: Catalina lo es en primer lugar. Concuerdan entre sí, con los límites y divergencias que hay siempre entre testimonios independientes, normales y explicables.
Henos aquí prestos a plantear la cuestión de la interpretación: ¿Es auténtica la aparición que refiere Catalina?
¿Visión objetiva o subjetiva?
Se pregunta: —¿Soñó?— Así me lo preguntaron a mí los propios Lazaristas cuando me puse a trabajar. Para comenzar, las visiones de la Medalla (27 de noviembre) no se produjeron de noche, sino de día, a las 17,30, hora de vigilia y realismo, y eso neutraliza las dudas sobre la visión nocturna de la Virgen en el sillón. Después de esta primera visión nocturna —la que mayor escepticismo provoca—, nota Catalina «que ya no se vuelve a dormir», cuando, a las dos de la mañana, retorna de la capilla, y continúa despierta hasta que la campana toca a levantarse (n.° 564).
De ordinario, empero, se plantea la cuestión en forma más abstracta: ¿Visión subjetiva u objetiva? ¿Simbólica o real? ¿Vio Catalina a una persona o más bien se apercibió de una imagen ? ¿Era la Virgen María o un producto de su imaginación ? Tal es el dilema clásico, que yo creo ficticio.
Marc Oraison, cirujano y luego sacerdote tocado de psicoanálisis, aunque no psicoanalizado él mismo, gustaba de repetir : «Cuando alguien ve una aparición, que los demás, en idénticas condiciones de observación, no ven, digo, desde un punto de vista médico estrictamente clínico : Una alucinación». Me debatí con Oraison en persona durante un Simposio del Instituto Católico de París, y luego, poco antes de su muerte, en Radio Namur. Importa que resituemos este juicio simplista en relación al problema del conocimiento.
Todo conocimiento envuelve un aspecto subjetivo: el de las informaciones que llegan al sujeto; y otro objetivo: la intencionalidad del acto cognitivo, que llega al objeto por aquellas mediaciones y subjetividad. El impacto material de las informaciones sobre el sujeto y la intencionalidad que alcanza al objeto real son como el anverso y el reverso de la cognición, su esencia y su medio.
Eso es cierto para la cognición sensible, considerada como la más realista. «He visto» es un argumento mayor, tanto en la vida como en los procesos. Si veo un árbol verde, es porque hieren mi retina vibraciones incoloras, de una longitud de onda de 500 milicrones; ese impacto desencadena cambios físico-químicos (incoloros, una vez más) que, por el nervio óptico, llegan al cerebro, donde son descifradas. En cuanto a la cognición misma, es un acto del sujeto, quien descifra, mas sobre todo efectúa una interpretación de orden simbólico y ve el color verde. Todos los seres humanos —salvo daltonismo u otra enfermedad— conviene en cuanto al árbol verde, pues la frecuencia de vibración da una información sobre el objeto que el sujeto conoce y traduce de manera sensible y simbólica, pero objetiva y comunicable. Los primeros filósofos que analizaron el mecanismo de la cognición dijeron que la percepción de los colores era una alucinación verdadera. Lo que percibo —decíase— no es el objeto exterior, sino los cambios químicos terminales de mi cerebro, que son estrictamente incoloros. Esta crítica materialista, estrecha e ingenua, está rebasada hoy día. Se tiene ya noticia más exacta de la articulación entre la información material y la cognición misma, entre el impacto subjetivo de las señales y la percepción que reconoce objetivamente los colores bien determinados sobre los que se conviene.
Del mismo modo hay que razonar en caso de apariciones: es una paradoja calificar de alucinación a una cognición semejante. Como la cognición sensible puede calificarse de alucinación verdadera, si el acto del sujeto alcanza verdaderamente a la persona manifestada, aunque por un proceso diverso al de la cognición material ordinaria. Pues la cuestión es saber si el objeto —aquí la Virgen María— es conocido, personalmente alcanzado, y si entre esa Virgen y Catalina se da verdadera comunicación. Es una cuestión que sigue planteándose, aún cuando quede atrás el dilema, parcialmente ficticio: ¿Fue algo objetivo o, por el contrario, subjetivo ?
No hay lugar, pues, a preguntarse, como Poulain, teólogo místico de comienzos de siglo, si las vibraciones materiales provenían del manto azul plata que apareció a la derecha del altar en rue du Bac, del todo iguales a las del manto azul de tal estatua de la capilla, o si produjo vibraciones en la atmósfera «algún ángel», o éste actuó más bien sobre la retina y el nervio óptico, etc.: vanas cuestiones.
La comunicación en la Comunión de los Santos no es del mismo orden que la comunicación material corriente, por muchos motivos.
Ante todo la Virgen María, aunque creatura corporal glorificada, no pertenece a nuestro espacio-tiempo. Está en otra duración: la de Dios. Aun comprendiendo el mecanismo del conocimiento dentro de nuestro espacio-tiempo, ningún medio tenemos de comprobar y establecer científicamente ese otro mundo caracterizado por otra duración: la eternidad de Dios. ¿Qué información puede transmitir, y por qué medios, a nuestro espacio-tiempo, móvil y fugaz, ese otro espacio-eternidad sincrónica ? Todo cuanto nosotros podemos conocer es la receptividad de la vidente, sus posibilidades de cognición sensible. Nos es desconocido el foco emisor y cómo alcanza a esa vidente. La cognición es ahí menos material, más espiritual e inmediata que la cognición sensible ordinaria. He ahí por qué una comunicación celeste puede darse en sueños. La primera comunicación espiritual recibida por Catalina fue precisamente un sueño en el que san Vicente, amparado en el anonimato, orientaba su vocación. Pero las apariciones de la Medalla, túvolas Catalina en estado de vigilia, durante la oración de las cinco y media de la tarde.
El punto común en uno y otro caso (comunicación en estado de vigilia o en sueños) es que, al menos de ordinario, esas comunicaciones no vienen a través de ojos y oídos, sino en una percepción más íntima. Los videntes notan a menudo esta interioridad, sobre todo en las palabras. Una revelación privada, aún cuando dé una impresión auditiva, no procede de vibraciones transmitidas por la atmósfera, captables para un tercero. Alcanza directamente a la sensación, más que al sentido, a la percepción misma, más que al órgano. Así Bernadette, oía ella sola las palabras de la Virgen en medio de una densa multitud, y como desde el interior —decía—. Sólo ella veía a Nuestra Señora en el nicho de la aparición, hacia el que la multitud miraba y nada veía. De igual modo, sólo Catalina vio el «cuadro de la Medalla» durante la oración, sobre la pared del presbiterio, a la derecha, hacia donde también las demás Hermanas miraban. Es un indicio de que las apariciones constituyen un modo de comunicación sui generis, de una persona a otra, que no se debe juzgar según el conocimiento ordinario. La cuestión de los colores parece ser un intermedio entre lo que percibimos por virtud de un estímulo procedente del mundo material y lo que proyectamos en los sueños. La diferencia está en que el sueño sale únicamente de nosotros, mientras que la aparición auténtica es una información impartida por otra persona. El medio que utiliza esa información se sustrae al experimento. A lo sumo podría aún decir más, si se estudiasen y explicasen científicamente un día los hechos telepáticos auténticos, en los que hubiese habido verdadera comunicación a gran distancia.
Las modalidades del éxtasis pueden ser diversas : no han sido estudiadas científicamente. En el caso de Catalina escapan por completo a la experimentación : no fue observada por testigo alguno durante sus apariciones. Nadie la sometió a un test, como a Bernadette, hincándole alfileres o, como hizo el Doctor Dozous el 7 de abril de 1858, probando su sensibilidad a la llama de una candela —lo que permite una descripción bastante objetiva del éxtasis de Bernadette—. Pero nadie vio jamás en éxtasis a Catalina. Se sabe a lo sumo que, después de una aparición, a tal punto quedó absorta en impresión tan viva, que olvidó una vez tomar la porción apartada para ella en el refectorio (Vie, ch 3).
Todo conocimiento envuelve a la función simbólica. De ese orden es la percepción del color: simple interpretación de señales descifrables, frecuencia y longitud de ondas entre los 400 y los 780 milicrones. Y el color verde es el mismo en la cognición sensible del mundo exterior y en el orden imaginario de la creación pictórica. Poco importa; una aparición envuelve en grado muy elevado a la función simbólica de todo conocimiento humano, pues es el símbolo lo que da el sentido, y hay mucho sentido en una aparición. Dicho esto, el grado puede ser diverso en la espiritualización, la simbolización, el impacto de lo subjetivo de la señal que establece el contacto entre la vidente y la persona por ella vista.
La gama de las apariciones
Así miradas, las visiones de Catalina presentan diferentes caracteres:
- Catalina tuvo tres sueños proféticos: ve a san Vicente, quien indica cuál va a ser su vocación; a su hermana Tonina, quien la ha precedido en el cielo —dice— ; a la Virgen en Reui-lly durante la Comuna (aunque los testigos se dividen en cuanto a la interpretación, Vie, ch 7).
- La visión del corazón de san Vicente (abril, 1830) es una comunicación esencialmente simbólica, donde evidentemente media un signo. Claramente, Catalina no vio la reliquia del corazón material de Monsieur Vincent, que estaba en Lyon, ni su cuerpo físico, que de acuerdo con la doctrina clásica no ha resucitado. La visión profética de la Cruz que se quería erigir en París (1848) es del mismo orden.
- La aparición de la Virgen en el sillón, muy cercana y aún táctil, pues Catalina dice que apoyó las manos en las rorillas de la Virgen, sería un caso límite en el sentido opuesto, por misterioso que parezca.3
- La aparición de la Medalla se sitúa entre un caso y el otro. Presenta una fuerte estructura simbólica: de ahí que se la designe como cuadro (por Aladel y aun Catalina, n.° 457, CLM 1, p. 295); tendería a indicarse una visión de dos dimensiones, plana, como para mejor mostrar el modelo de las dos caras de la Medalla y facilitar la traducción plástica de ella.
- En todos los casos estimo auténticas las apariciones, no sólo porque tienen sentido y aprovechan a la vida de Catalina y a la de la Iglesia, sino en cuanto que remiten a los designios de Dios, a san Vicente y a Nuestra Señora en la Comunión de los Santos. Se establece un contacto, no porque el objeto (la Virgen o el corazón material de san Vicente) entren (como una nave espacial) en nuestro espacio-tiempo, sino porque la persona de Nuestra Señora y de san Vicente se comunicó sensiblemente con la de Catalina, cuya fe, hasta entonces nocturna e insensible, sensiblemente experimentó la comunicación de los santos.
Aspectos de la autenticidad
La función simbólica envuelta en toda cognición (ya perciba o bien imagine) es receptiva. Es un medio para que el sujeto cognoscente alcance en forma polivalente muy diversas realidades —lo saben los poetas.
Estimar auténtica una aparición no es sólo reconocer su conformidad con las normas de la fe, su inserción en el equilibrio psicológico, sus frutos; lo reconocido consiste en que tal comunicación es auténtica, que las personas implicadas han establecido contacto. La valoración definitiva no es resultado de comprobaciones de orden material;4 más bien reclama una interpretación de orden espiritual, con un elemento de conjetura. Puede compararse la valoración de esta comunicación sui generis con la diversidad de nuestras comunicaciones or – dinarias. Yo puedo entrar en comunicación real con cada uno de ustedes conversando en este recinto, pero también por televisión, teléfono, carta y de otros muchos modos. Son modos muy diversos, pero auténticos todos ellos. No es éste el momento de clasificar todos los modos posibles, ni de preguntar si existen comunicaciones «telepáticas». Mucho más difícil es definir y clasificar las visiones y apariciones cuando se desconoce el foco emisor. Eso no impide el que la cognición alcance su objetivo, como lo hace todo conocimiento, por el misterioso proceso de intencionalidad que caracteriza y define a la cognición misma. La intencionalidad consiste en que el cognoscente, pese a la relatividad, a la subjetividad, a la diversidad de los medios de comunicación, pueda alcanzar lo otro en cuanto otro —a lo que se añade la reciprocidad en el caso de la persona.
Los signos de autenticidad de una aparición no son solamente ni sobre todo de orden experimental. Los argumentos de orden experimental son indirectos, relativos. Catalina es una campesina realista y eficaz: en su actividad paciente y avisada no mezcla las visiones; articula esa abertura insólita con una vida perfectamente organizada que hace se la apode «la Hermana Regular». De sus apariciones habla con coherencia y modestia, sin ponerse a sí misma por delante ni exhibir los propios sentimientos: buenos signos, o indicios.
Mas el verdadero signo de la autenticidad es el contexto espiritual, la fe de Catalina, su caridad: en medio de cuanto la rodea, su vida muestra ahí el fruto de las apariciones. No desarrollaré este campo de discernimiento, que reaparecerá en la exposición del Padre Roche. Diré sólo que los estudios hechos por mí para establecer la vida de Catalina hablan con argumentos nuevos en favor de su equilibrio, de su santidad (la santidad de los pobres, una santidad ejemplar), en favor de la sana articulación entre sus apariciones y su vida ordinaria, entre su fe y su servicio.
Esa autenticidad culmina en el gusto activo y consciente advertido en Catalina, cual Dios lo inspira a los testigos del Evangelio —Francisco de Asís o Vicente de Paúl—, gusto de los pobres, amor a ellos, predilecta acogida de cuantos desgraciados se presentan: indigentes materiales o psíquicos; así la célebre Blaísine Lafosse, llamada «La Negra», un desecho recogido por Catalina, quien la toma por auxiliar y conserva durante más de un cuarto de siglo, contra el consejo de todos, deseosos de ahorrar aquella plaga a la casa. Su caridad perfilada, aparte de una inmensa disponibilidad, destaca al preguntarnos cómo pudo hacer tantas cosas o fue capaz de atender tan constantemente al servicio de los pobres.
He ahí el sentido —no geométrico— en que nos creemos fundados para considerar auténticas las apariciones:
- Porque ayudaron al equilibrio, estimularon la fe, esperanza, caridad, generosidad de Catalina, dieron frutos según el Evangelio, en ella misma y en otros;
- Porque, en el marco de la Comunión de los Santos, muestran las señales de la comunicación.
Quienes pasan por tales experiencias, dicen ser esa cognición más real que la ordinaria, a la que eclipsa como una sombra.
3. Crítica en función de la Medalla
Marginalización y descrédito
Resta examinar la tercera causa del descrédito : Estas apariciones han lanzado una Medalla. Ahora, entre los intelectuales católicos, las medallas consiguen todavía menos estima que las apariciones. Se las ignora y desdeña, se las llega a tener por devoción supersticiosa.
Al comienzo de la reflexión propiamente teológica sobre la Medalla, comprobé que los grandes diccionarios desconocían tal palabra. No existe medalla en el Dictionnaire de Théologie Catholique, y el Dictionnaire d’ Archéologie chrétienne et de Liturgie, de J. Leclercq, sólo trata el problema bajo el concepto de amuleto. Eso manifiesta desestima por los símbolos y ritos, en ventaja exclusiva de la abstracción, según ya vimos. Y la abstracción de los universales que reina desde el siglo XIII es agravada aquí por la ola crítica del siglo XIX. Las medallas han conservado un auditorio popular, no cultivado, mayor de lo que parece, y son dignas de mejor trato.
Se ha producido recientemente una inversión. Hay laicos que ostentan medallas en el pecho, cuando los pectorales tienden a desaparecer del de los obispos.
Da que pensar la desproporción entre el desprecio sentido por las medallas, aun en lo pastoral, y todo lo aportado por la Medalla Milagrosa, de la que, en 1878, decía Chevalier, resumiendo una epopeya de 46 arios :
La aparición de 1830 […] significó el fin de un período desastroso para la Iglesia y la sociedad […] Fue el comienzo de una nueva era: era de misericordia y de esperanza (Chevalier, ed 1878, p. IV).
¿Cómo pudo una medalla convertirse en signo de esperanza, en fermento de tal movimiento de fe, de conversión, de carismas ?
Lo visible y lo invisible
¿Qué puede significar una medalla? ¿No atañe la fe a lo invisible, en contraste con lo visible? ¿No vige ahí la ley: «Bienaventurados quienes, sin haber visto, creyeron»? ¿No es lo visible un parásito de la fe?
Cierto, la orientación hacia lo invisible es esencial a la fe, pero el hombre, animal racional, se orienta por medio de signos sensibles de lo visible a lo invisible, «per visibilia ad invisibilia», según la antigua máxima. Así es como toda suerte de signos sensibles, cuya clave son los sacramentos —actos de Cristo mismo— juegan tan importante papel en nuestra vuelta a Dios por la fe. Esta función de los signos fue informada por la Encarnación del Híjo de Dios. Así el mandamiento inicial del Decálogo : «No te harás imagen alguna…» (Ex 20, 4) es superado en la crisis iconoclasta; y la conclusión más importante del Concilio II de Nicea (878, Denz – Sch 601) relativiza la imagen: es relevo, medio o instrumento transmisor que precisa referir siempre a la realidad por él representada. En el AT los signos jugaron un papel figurativo de lazo entre Dios y los hombres: tuvieron su plenitud en el advenimiento del Hijo de Dios hecho hombre.
Grandes movimientos espirituales vieron aparecer así signos catalizadores, de ordinario irracionales : esos humildes signos no tienen valor esencial de sacramentos, pero juegan un papel despertando el dinamismo espiritual y carismático: son medios de ruptura, desbloqueo interior, despeje de defensas o servidumbres psicofisiológicas. ¿Por qué es éste tal vez un proceso corporal: un modo de respirar, en el hesicasmo, una posición física en otras espiritualidades, la glosolalia en el pentecostalismo y en la renovación carismática ? ¿Por qué tienen el zen y el yoga un éxito que deben a la adopción de posturas, como apoyo de una experiencia o de una ruta espiritual, cuyo momento de evaluación no es éste ?
Esos signos, medíos y técnicas psicosomáticos son diversos y de valor desigual. Pueden ser más o menos cristianos. En el mejor caso juegan un papel catalizador y estimulante. Quiebran las inhibiciones, inercias, defensas interiores, liberan el impulso de la fe y de las facultades humanas, tan difíciles de comprometer en un camino espiritual, de orientar a Dios mismo. He ahí el género de ayuda que aporta la humilde Medalla Milagrosa.
Medalla y moneda
Una medalla es el menor y más humilde de los signos : un signo mínimo por su tamaño. El mismo vocablo medalla designa esa humildad. El término «medalla», que se crea en la Italia del siglo XII, significa, ante todo, la moneda más pequeña: el óbolo, como el medio denario, una pieza desmonetizada ; de donde el dicho : «Se coge la moneda, no las medallas» (chatarra, como quien dice).
El vocablo quedó para designar esa moneda gratuita5 que tenemos en las medallas conmemorativas, honoríficas, olímpicas, comerciales, religiosas. Pero ¿qué relación hay, según eso, entre moneda y medalla, si ya el nombre de medalla fue originariamente el de una moneda ? Cierto, ambos conceptos se encabalgan, y son alternativos en el empleo de los institutos de numismática: el gabinete de Medallas, de la Biblioteca nacional de París, es principalmente una colección de monedas, y la Casa de la Moneda acuña medallas, entre ellas la Milagrosa, que allí encontró una de sus más hermosas realizaciones (CLM 1, p. 61).
Una y otra palabra designan el mismo tipo de objeto : un disco de metal que ostenta alguna efigie simbólica.
Mas la relación original entre medalla y moneda delata la prioridad de la forma gratuita, sagrada, llamada hoy medalla y antes numisma (o nomisma) en griego y latín, palabra que se emparenta con numen, divinidad.
Las medallas se inventaron en el Oriente Medio algunos siglos antes de nuestra era. Se acuñaban piezas con la imagen del dios, pero también de los monarcas, entonces divinizados. Los poderes de este mundo se apoderan muy pronto de este signo de comunicación social, poniéndolo a su propio servicio. He ahí cómo la medalla, signo de intercambio, vino a ser entre otras cosas moneda.
El comercio despertó un formidable desarrollo de las formas monetarias. De ahí que llegara a decirse que la moneda (secularizada) es el rostro fúnebre de Dios. Haciéndose cuantitativa, la medalla-moneda-numisma fundamentaba una especie de religión sucedánea: la del dinero, que da poder y moviliza la vida de los hombres. El dinero es un poderoso vínculo social, que en esa forma realiza la etimología de «religión» (de «ligare», vincular, constitución de un lazo comunitario : «No se puede servir a dos señores, a Dios y a las riquezas», dice ya Cristo en el Evangelio).
La moneda, pues, aplastó a las medallas; pero éstas han recuperado su valor desde que la moneda metálica, como vil metal devaluado, dejó de circular y el papel adquirió curso legal, como también el documento de cambio. Sólo la fiebre del oro, cuya cota no deja de subir en la bolsa, perpetúa lo que había sido en la vida cotidiana el prestigio del Luis de oro o el Napoleón, del Soberano, títulos de realeza todos ellos, que aún perduran.
Al peso, es más alta la cota de la pieza que el de la barra, el prestigio inalterable del Mammon interfiere con el de las medallas como tales.
En el dominio religioso, este signo tiende a recuperar su sentido original: un sentido sagrado. ¿Cuál puede ser la humilde función de ese signo ?
Función de las medallas
Concedamos a la corriente devaluadora esa presunción de que contribuyen a la desviación y superstición, como lo haría un amuleto a un objeto mágico. Un sentido fructífero, como lo siente Catalina y Roma reconoce, instituyendo para los lazaristas e Hijas de la Caridad la fiesta de la Medalla Milagrosa (1894), ¿no será el verdadero sentido ?
1. Ese signo comienza por tener la misma función que un icono : es la traducción plástica de una realidad de fe. Es una Biblia ilustrada, Biblia de pobres. La Medalla puede ser objeto de una catequesis, como lo han visto algunas Hijas de la Caridad estos últimos años. El valor iconográfico de la Medalla Milagrosa es, a un tiempo, simple, bíblico y esencial. Baste decir en resumen :
—El anverso representa, bajo una forma particularmente elocuente, a la Mujer del Apocalipsis (c 12): María, tipo de la Iglesia, revestida de sol, Irradiando el «Sol de Justicia», que es Cristo, y coronada de Estrellas. Así, el signo original de la Inmaculada (significado por la inscripción) es al mismo tiempo un signo escatológico. Confluye con la iconografía clásica, que a menudo presenta a la Inmaculada Concepción y a la Asunción según ese mismo modelo. Así, el plan de Dios sobre la Mujer predestinada a ser su Madre, se sintetiza en el origen y término de él, pues es un mismo destino, que parte de la Inmaculada Concepción y se desarrolla hasta la actual gloria de María en Cristo. Esta admirable correspondencia del don inicial con el don final (sin la falla del pecado entre uno y otro) manifiesta una perennidad que se avoca a Dios; contiene una referencia total a la perennidad de los misterios de Cristo, cuyo ayer terrestre permanece en el hoy celeste, donde llega a plenitud la Comunión de los Santos, pues Cristo dura ayer, hoy, eternamente, por coincidencia de su personalidad eterna con sus actos temporales, jamás caducados, siempre salvadores. Así coinciden los misterios terrestres de Cristo y su irradiación actual, una parte de la cual pasa por la Comunión de los Santos.
—En el reverso encontramos, arriba, como debe ser, el signo esencial de la Cruz, que fue central para Catalina, como lo fue para Bernadette de Lourdes. Es la clave de todo, comprendida la Inmaculada Concepción, fruto anticipado de la Redención. La presencia de María va unida a esa Cruz, al pie de la cual recibió ella su título de Madre de los Discípulos (Jn 19, 25-27).
En la parte inferior del reverso, los dos corazones significan el amor, que es el sentido mismo del reverso, los dos co-
En la parte inferior del reverso, los dos corazones significan el amor, que es el sentido mismo de la Cruz. Esos corazones aparecen bajo el signo de la Pasión, cuando el Salvador da la prueba de amor más grande y eficaz. El Corazón de Cristo está coronado de espinas; el de María, traspasado por la espada en la que Simeón ve la Pasión: «Una espada de dolor traspasará tu vida» (Lc 2, 35).
Son signos bíblicos, relativos, según la dorada regla que el Concilio promulgó para los iconos. Nos remiten al misterio mismo, y sitúan a María en su referencia a Cristo. Ahora, María es ciertamente un signo, según Is 7, 14 y Ap 12, 1, signo que nos remite a la salvación en Cristo.
2. Ese tiene un valor conmemorativo. Es la evocación de Cristo y de su Madre, invitación a la esperanza, a la oración. Juega un papel para el hombre distraído y disperso, pues tiene la memoria que pide la necesidad para realizar la anámnesis : vuelve sobre los recuerdos esenciales a la vida. La dimensión religiosa no escapa a esta ley.
3. La Medalla es signo de una presencia, pues estos recuerdos nos remiten, no al pasado, sino a la perennidad de Cristo y de la Comunión de los Santos. En razón de ese título, garantizan la protección de Cristo y de Nuestra Señora, que está con Cristo. Dios asocia a veces su ayuda a humildes lazos trabados por humildes signos, según la debilidad humana consciente de sus límites, siempre en la fe y en la oración.
4. Siendo la Medalla un objeto, tiene asimismo valor de lazo: ya desde el origen, la función del signo es polivalente:
—Una medalla puede ser un signo distintivo, lo cual hace se la utilice como decoración : medalla al mérito militar, medalla de oro, olímpica o comercial.
—Puede ser una insignia. La Medalla Milagrosa jugó ese papel para varias cofradías y asociaciones : uniforme, test de identidad, de reconocimiento mutuo entre quienes la llevaban. Las medallas jugaron este papel en tiempos turbulentos. Los protestantes, en apariencia extraños, hostiles a toda medalla, utilizaron de esa forma el MEREAU (ficha), una medalla que les servía para reconocerse entre sí en tiempos de persecución (por la época de las dragonadas). Esa ficha servía asimismo de título para asistir a la Cena. Era concedida por los pastores a los fieles dignos de acercarse a la comunión; ellos la devolvían antes de recibir la Hostia y beber el Cáliz.
5. La Medalla, en cuanto objeto que uno lleva, significa también compromiso para con Dios, en el sentido de una confianza, una oración, un servicio, como lo comprendió Catalina Labouré. Este lazo con Dios y la Comunión de los Santos estimula el compromiso con los demás, que tanto ilustra la caridad constante, eficaz, avisada de Catalina.
En una palabra, la Medalla es un signo auxiliar de la contemplación y del compromiso. Es un refuerzo escatológico. No es un signo obligatorio, una necesidad de salvación. Es uno de esos lazos libres y gratuitos, que todo cristiano puede elegir, según la vía espiritual por la que Díos le llame, entre los medios que mejor le sirvan para el camino. Se emparenta con los menudos y gratuitos signos de la amistad : un recuerdo, una foto, una carta guardada en la cartera, en la gaveta íntima del escritorio.
Hoy como ayer, la experiencia efectúa esa elección, a veces de manera brillante y profunda. Analizando la antigua y permanente función de la Medalla, expresamos su actualidad, la vemos renacer hoy, cuando renacen los signos, humanos y religiosos.
Yo era extraño a la Medalla antes que se me pidiese hacer su estudio histórico y teológico. Tenía la impresión de que era demasiado material, mágica o subjetiva. Y he hecho esa humilde experiencia, que penetró en mí sin devaluar nada esencial, todo lo contrario. Puedo decir que he hecho la experiencia de la Medalla, no como magia, sino como valor pleno de esperanza y de comunión. He experimentado éste con gozo, aunque no como una facilidad. He recibido mucha ayuda y protección, pero no como una panacea. La ayuda de Nuestra Señora viene también entre las pruebas y con la cruz, pero trae consigo la paz y el triunfo de la gracia de Dios.
- En relación con los Papas y la Medalla Milagrosa, ver CLM 1 (Gregorio XVI y Pío IX en el índice de nombres de persona) y t. 2 (León XII en el índice de nombres de persona).
- Testimonio de una Hermana antigua, que entró en el noviciado en 1913. Según otros testimonios, pero a través de dos intermediarios, Monsieur Coste se habría retractado de sus críticas en el lecho de muerte (testimonio oral, escrito a petición mía, de Monsieur Bonjean, quien lo había recibido de un colega).
- Catalina parece distinguir «la sillón del director», cerca del que esperaba, frente por frente del comulgatorio, y el sillón de la aparición, hacia el que se dirigió y el cual, según un testigo, «formaba parte de la aparición» ( Vie de Catherine, ch. 3, n.).
- Dr. J. Postel, La psychiatre devant les visions des mystiques, en Les visions mystiques, o bien en Nouvelles de P Institut catholique de Paris, février 1977, n.° 1, p. 88-9, quien subraya «la quiebra del examen pericial psiquiátrico en el dominio judicial» por su referencia «a un modelo nosográfico cuya carencia de fundamento teórico la mayoría de los autores convienen hoy en denunciar, al igual que su plasticidad e incoherencia», etc. Su conclusión es que fracase el discurso psicopatológico en su intento por sobrepasar el discurso religioso… Un discurso psicosociológico, el sociológico sobre todo, puede que llegase más lejos en el análisis de los hechos místicos. El sólo arbitraría cómo se reparten allí lo moral y lo patológico, lo divino y lo diábólico.
- Raíz ment (de la familia de una raíz indoeuropea, men, que designa la actividad mental y que explica un conjunto muy ramificado de palabras afines). Moneda, «moneta», pertenece a la rama de los vocablos que se forman a base de mon, cuyo significado es «mostrar»: de ahí apariencia, signo, comunicación (a cotejar con monición, monumento, demostración, el francés «montre»).