La formación de Luisa de Marillac

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez · Año publicación original: 1995 · Fuente: CEME.
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Cuando leemos los escritos de Luisa, igual que a Gobillon, nos parecen «tan sólidos» que quedamos admirados. La profundidad de sus pensamientos nos da la sensación de le­er a una mujer que sabe de filosofía y que conoce la teología y la espiritualidad. No nos extraña que se iniciara en latín y hasta que lo supiera, ya que en aquella época se enseña­ba a leer en los libros de latín, pero sentimos una emoción inesperada al descubrir que ha­bía sido iniciada en la pintura, que ejercitará, como entretenimiento, a lo largo de su vida.

Se puede concluir que fue una mujer mejor formada que la mayoría de las mujeres de su alrededor, instruida y aficionada a la lectura «que hacía lo más común de sus ocupa­ciones». ¿Dónde se formó esta mujer? Luis de Marillac, continúa Gobi­llon, «la puso en pensión en el monasterio de las religiosas de Poissy, donde tenía algu­nos parientes». Parece que fue en octubre de 1591, cuando Luisa tenía tan sólo dos me­ses. Al mismo tiempo, Luis de Marillac le hizo donación de nueve arpents de labranza, —entre tres y cuatro hectáreas— en terrenos de Ferriéres-en-Brie, y entregó una carta a una tía de Luis, llamada también Luisa de Marillac.

Poner niñas tan pequeñas de pensionistas en los monasterios, era frecuente por enton­ces. No sólo era el modo corriente de educar a las niñas de condición, sino que eran los únicos colegios femeninos donde podían recibir enseñanza24. No se sabe cuánto tiempo pasó con las dominicas de Poissy. Allí, pudo estar hasta 1602 en que terminaría el proce­so entre Luis de Marillac y Antonieta Camus y Luis se hizo cargo de Inocencia como hi­ja suya. Luisa tenía entonces once años de edad. Hacia esa edad, una niña pasaba a ser mujer. Pero seguramente, abandonó Poissy en julio de 1604, cuando muerto su padre, na­die se responsabilizó de pagar la alta pensión en aquel monasterio para niñas nobles. Nos extraña que Luisa, la religiosa tía de Luis, no hiciese nada para retener a su sobrina nieta, pues vivió hasta 1629, y que Luisa nunca nombrara a esta religiosa.

En estos once-trece años que pasó en Poissy, recibió una educación completa y ade­lantada. Aunque en aquel tiempo, la precocidad de los niños era mayor que en nuestro tiempo, no se puede afirmar, como lo hace Gobillon, que estudiase filosofía. To­mando la nomenclatura de los colegios masculinos, podríamos decir que terminaría la gra­mática, y dejaría el convento al comenzar la retórica. Las ordenanzas sobre la enseñanza eran exclusivas para el sexo masculino, excepción hecha, aunque rara, para los talleres de los escribanos, donde también aprendían a escribir las niñas y, hasta algunas veces, con­tra las ordenanzas, en plan mixto.

Las hijas de las familias acomodadas eran educadas en casa o en los internados de los conventos. Aunque el analfabetismo era enorme y superior al de los hombres, no era ra­ro encontrar mujeres nobles que sabían leer y escribir penosamente; tampoco eran esca­sas las mujeres de clase baja bien instruidas o que aprendían a leer y escribir correcta­mente, y hasta a sumar y restar, pensando en algún oficio remunerable.

La formación que se impartía en los conventos era sobre todo cristiana y humana; ve­mos, sin embargo, que Luisa de Marillac recibió también una exquisita enseñanza acadé­mica. El convento de Poissy, propiamente, era una abadía del siglo XI que Felipe el Her­moso donó a las dominicas en 1304 con una condición: «La priora y la comunidad pue­den recibir para Hermanas a personas nobles, pero de ninguna manera a quien no sea no­ble, a no ser con el consentimiento pedido y otorgado de nuestros sucesores los reyes de Francia. A pesar de la nobleza del monasterio y de sus riquezas, no parece que estu­viera relajado; sus contemporáneos nos dicen que las monjas llevaban una vida regular hasta espiritual. Era un islote extraño en el mundo religioso femenino, anterior a las re­formas del siglo XVII. Sus monjas tenían fama de instruidas en el humanismo. Tradu­cían los clásicos griegos y latinos y comentaban las Escrituras; componían poesías y es­cribían meditaciones. Todo esto, hacía Luisa de Marillac, la religiosa dominica, pariente de Santa Luisa. Era tal la categoría del convento que el 12 de mayo de 1602, el Delfín de sólo dos años, futuro Luis XIII, tuvo que ser llevado a visitar el convento como una obli­gación social. Era abadesa Juana de Gondi, hermana del General de las galeras. Fue la aba­desa que tuvo Luisa durante su estancia en Poissy.

La formación de Luisa fue excelente. Al pasar los años, todo le perecía como si el des­tino de su vida fuera dirigido por Dios mismo para una obra que El necesitaba en favor de los pobres.

Formación en un pensionado.

Gobillon continúa dándonos noticias interesantes: Su padre «habiéndola retirado de allí [Poissy] algún tiempo después, la puso en París, entre las manos de una señora hábil y vir­tuosa, para que le enseñara las labores propias de su condición». ¿Cuál? ¿La nobleza en que había vivido o la ilegitimidad que tenía que vivir? Gobillon concretiza bien, fue su padre quien la puso en el pensionado, con lo cual niega que fuera a la muerte de su padre, cuando la sacaron de Poissy, e insinúa que fue al terminar el proceso sobre la legitimidad de Inocencia, cuando Luisa tenia 11 años.

Sor Bárbara Bailly, la Hermana puesta para que cuidara de Luisa, que descuidaba su salud en los últimos años de vida, concretiza más: La señorita Le Gras «nos contó algu­nas veces que, siendo joven [la juventud comenzaba hacia los 11 años], había estado de pensión en casa de una mujer piadosa [Gobillon usa la palabra maitresse, es decir dueña o formadora, Bárbara emplea filie, o sea, mujer joven, célibe o que ha hecho voto de cas­tidad] con otras señoritas como ella» [demoiselle: joven de condición y no del pueblo lla­no]. No era, por lo tanto, una pensión cualquiera. Era un pensionado para jóve­nes de condición.

Sor Bárbara Bailly continúa: «Y viendo que la dueña era pobre, le dijo que tomara la­bores para los comerciantes; que ella trabajaría para ella; y animaba a sus compañeras a hacer lo mismo. Y ella hacía los trabajos humildes de la casa, como cortar leña y otras co­sas pesadas». Un internado donde las residentes hacen labores y hasta trabajos pesados es una residencia donde se paga poco. Era, por lo tanto, un pensionado para jóvenes de con­dición media baja: pequeñas burguesas, hijas de pequeños nobles de provincia sin gran­des recursos o jóvenes bastardas. Estos pensionados eran corrientes en París.

Aquí, debió estar hasta los 21 años, unos meses antes de casarse, en que fue a vivir con los Attichy-Marillac, ya que cuando se casó no tenía muebles, ni siquiera la cama, in­dispensable para cualquiera que viviese independiente. Esta señora las preparaba para lle­var con habilidad una familia y la parte doméstica de una hacienda o negocio: trabajos de familia, labores domésticas, contabilidad, etc. En este pensionado, debió tener mucho tiempo para leer y seguramente aquí se apasionó por la lectura de libros que se transpa­rentarán más tarde, cuando escriba sus pensamientos.

Así, se completó la formación de la señorita Le Gras en todo lo necesario para el go­bierno de una comunidad y la dirección de otras personas. Su personalidad se hizo fuerte, decidida y aguda para los negocios. Pero también, debió sentirse sola. La soledad le presentó ya desde la adolescencia, con toda naturalidad, que era ilegítima y que no tenía a nadie.

Las capuchinas.

Por los años en que residía en el pensionado, sucedió un acontecimiento que la mar­cará duramente. Gobillon señala de una manera vaga que, hacia 1604, «por el tiempo en que deliberaba sobre su vocación, perdió a su padre» (pg. 9). Puede indicar solamente el comienzo de una idea de vocación. Sor Maturina Guérin cuenta que comenzó «a hacer ora­ción hacia los 15 ó 16 años y que hizo nacer en ella el deseo de ser capuchina». Y Sor Bárbara Bailly añade el detalle de que, «cuando iba al convento de estas religiosas, quedaba gozosa tan pronto como veía solamente los muros».

No debe extrañar que Luisa, joven de 15 años, quedara impresionada el 23 de julio de 1606 por la deslumbrante procesión que se formó para trasladar a las capuchinas del con­vento provisional, en las afueras de París, hasta el nuevo, en el arrabal de Saint-Denis: do­ce capuchinas descalzas y coronadas de espinas, precedidas por un cortejo de clérigos con el Cardenal-obispo de París, Enrique de Gondi, y numerosos capuchinos al frente. Toda la ciudad quedó sobrecogida de emoción y todo el mundo hablaba de la impresión que ha­bía causado la ceremonia. Es posible que una joven emotiva de 15 años soñara con en­tregarse a Dios.

Es evidente que Luisa, sincera en su piedad, creyera sentir una llamada de Dios, pero tampoco es descabellado pensar que su situación de soledad, sin un futuro claro, debió in­fluir en el espejismo de su vocación capuchina.

Fuera lo que fuera, no parece probable que fuese ese el momento en que pidió la en­trada en el convento. Hay que tener presente que en julio de 1607 entraron otras 12 novi­cias y que en 1611 recibieron las nuevas constituciones. Sabemos que Luisa pidió el in­greso en las capuchinas al P. Honoré de Champigny. Ahora bien, el P. Champigny fue guardián de París de 1604 a 1606. Desde este año, estuvo fuera de París: de 1606 a 1609 fue Provincial de Lorena, seguidamente pasó un año en Chaumont, y de 1610 a 1612 fue guardián en Langres. En mayo de 1612, fue elegido provincial de París, pero no llegó a la capital hasta julio de 1612. Fue seguramente en el verano u otoño de este año, cuando Luisa presentó su vocación al provincial de los capuchinos y, rechazada, aceptó el matri­monio que le habían preparado sus familiares. Gobillón aclara que el padre Honoré «juz­gó que ella no podría soportar las austeridades, a causa de la debilidad de su constitución, y le declaró que creía que Dios tenía algún otro designio sobre su persona». No cabe duda que esto lo escribió Gobillon después de conocer su vida entera, como una dis­culpa a la defensiva y como una profecía por no haber entrado en un convento, lo que él consideraba propio de una voluntad voluble. Es la objeción que puso el Promotor de la Fe, cuando discutió sobre su santidad: si las capuchinas eran demasiado austeras, ¿por qué no entró en otro convento? Pudo ser su nacimiento ilegítimo y punible lo que le impidió profesar, entrar en un convento, pero no parece que fuera ésta la causa. Su nacimiento, ciertamente, era un impedimento legal para ser religiosa, pero la práctica demuestra que, sin dificultad, se lograba una dispensa cuando había influencias o dinero y Luisa podía lo­grar ambas cosas. Lo lógico hubiera sido entrar en las dominicas de Poissy, como era co­rriente entonces: profesar en el convento en que se educaba una chica. Sin embargo, se lo impedía la categoría del convento: para mujeres nobles.

Sabía que las capuchinas no ponían objeción alguna a su nacimiento. Y así, parece por lo que cuenta Sor Bárbara Bailly: que las capuchinas la acogieron de vez en cuando en su casa, como una experiencia vocacional:

«También, tuvo grandes deseos de ser capuchina y nos decía [Luisa] que cuando iba allá [al convento de las capuchinas], quedaba totalmente gozosa tan pronto co­mo veía solamente los muros. Allí, comió a menudo raíces».

Está claro que, a pesar de su ilegitimidad, frecuentó el convento y hasta debió comer algunas veces raíces [zanahorias, nabos, tubérculos…], si no en el comedor de las religio­sas, sí dentro del convento. No cabe duda que si pidió el ingreso fue porque las capuchi­nas le dieron esperanzas y ella se sentía capaz de soportar las austeridades. Luisa no era débil ni enfermiza, parece delgada pero fuerte. Todo indica que sus parientes la necesita­ban para su política e influyeron para que la rechazaran.

Sor Bárbara continúa: «Y fue contra su voluntad y por obedecer a sus familiares so­lamente por lo que se casó». Años más tarde, Luisa declaró lo mismo a uno de esos fa­miliares: sus parientes «me hicieron entrar en la forma de vida que me ha puesto en la situación en que estoy». La lectura inmediata y natural lleva únicamente a la con­clusión de que Luisa fue obligada o presionada a casarse, pero no a abandonar una vo­cación religiosa. La lectura histórica, sin embargo, es otra: toda mujer que se conside­raba decente no podía permanecer soltera, sinónimo de mujer libre; tenía que aspirar al matrimonio o al convento. No es obligar a casarse, es su camino natural, a una mujer que no siente vocación religiosa, pero sí lo es para una mujer que busca su vida en un convento.

La intromisión de los padres o de los familiares de una persona en favor o en contra de la vocación, era corriente a principios del siglo XVII. Entraba en juego la herencia y la economía familiar. No menor influjo ejercían las ideas políticas y sociales. Eran años en los que renacía el influjo del derecho romano, trayendo a primer plano la autoridad pa­terna y el predominio del Estado sobre la Iglesia, o al menos, su independencia. No se pue­de olvidar la influencia que ejercían los nobles en las decisiones de los conventos. Los Marillac eran nobles e influyentes ante la Corte, mientras que Luisa era una pobre huér­fana e ilegítima. Luisa era una pieza cotizada para controlar la secretaría de la Reina re­gente María de Médicis por medio de un matrimonio de una plebeya, Luisa, con un se­cretario plebeyo, Antonio Le Gras. Tampoco se puede preterir que los Marillac, repre­sentantes del Partido devoto, con aureola de católicos intachables, no deseaban una dis­pensa de bastardía, que podría airear cierta clase de ilegitimidad, acaso vergonzante.

Varios autógrafos de la santa nos dan la certeza de que había hecho voto de ser reli­giosa o, al menos, de virginidad, y al no poderlo cumplir, el voto se convirtió en lo hon­do de su conciencia en una niebla continuamente presente durante muchos años.

El 13 de agosto de 1610, recibió acta real de emancipación para poder administrar sus bienes personalmente. Lo había pedido para ella el Tribunal de Justicia, al verla sola y sin que nadie se ocupara de su pequeña fortuna. Hasta Miguel de Marillac, tutor de su her­manastra Inocencia de Marillac, había sido condenado a pagar a Luisa lo que le debía Ino­cencia, ya que el señor de Marillac retardaba en satisfacerlo. Un tal Blondeau fue encar­gado por el Tribunal en 1608 para que la defendiera. A los dos años, el Tribunal consi­deró oportuno y más eficiente para Luisa pedir acta real de emancipación. El día anterior había cumplido 19 años; es decir, había iniciado los 20.

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