VIII.- Es superior de distintas casas de Italia.
El Sr. Martín no pudo disfrutar por mucho tiempo de la tranquilidad y del descanso del que disponía en su calidad de inferior; ya que su estilo de conducta era demasiado agradable y demasiado útil para que no se le encargara de algún superiorato. Fue pues hacia finales de 1670 enviado como superior a Génova. Llegó la víspera de Navidad y fue recibido con gran gozo, no sólo por los Misioneros sino por los principales personajes que se acordaban de todo el bien que había hecho en otro tiempo. Se quedó en Génova cerca de tres años y se ocupó con su fervor y su celo ordinarios en dar misiones y retiros a los eclesiásticos y a los seglares que se reúnen en esta casa.
En 1674, hacia finales de marzo, es decir después de las fiestas de Pascua, salió de Génova para asumir el puesto de Superior de la casa de Turín, a la que era enviado, y de camino pasó por Reggio de Lombardía donde había alguna esperanza de fundar una casa de la Congregación, para ver las disposiciones que se presentaban; esta casa fue erigida posteriormente. Llegado a Turín, recobró su querida ocupación de las misiones, y cuando pasaba por ciertos lugares del Piamonte donde había dado la misión mucho tiempo atrás y donde la gente le creía muerto, apenas se enteraban de su llegada cuando todos los habitantes acudían a verle y no cabían en sí de gozo. Es lo que ocurrió sobre todo en Carmagnola, cuando se dirigía de Vigone para dar una segunda misión en Bra. No sólo la gente del pueblo sino los principales de la comuna vinieron en corporación a visitarle y le invitaron a cenar. Nosotros no omitiremos aquí un hecho curioso, que le sucedió, cierto es, en otra época, pero que encuentra aquí su lugar. Un día que pasaba por una ciudad del Piamonte, entró en la iglesia, según su costumbre, para saludar al Santísimo Sacramento, vio que cantaban un servicio fúnebre muy solemne. Preguntó a uno de los asistentes por quién se cantaba aquella misa y quién se había muerto. Éste respondió que era por el Padre Don Martini, así le llamaban en el Piamonte, que había muerto hacía poco. Si [304] el pueblo de esta ciudad había mostrado tal puntualidad en hacer celebrar un servicio por él a la primera noticia de su muerte, se puede imaginar cuál fue el entusiasmo de su alegría cuando supo que no sólo vivía, sino que estaba presente..
En medio de estas demostraciones de júbilo con las que, él encontró no obstante a veces a gentes que le acogieron con bastante mala gracia en sus tierras pero que fueron luego castigadas por Dios. Mons. Hyacinte Trucchi pidió la misión para la ciudad de Ivrée de la era obispo y obtuvo a este efecto el placet apostólico y el permiso especial de la Congregación. El Sr. Martín se presentó con otros misioneros, pero los principales de la ciudad los recibieron muy mal, bien porque estuviesen descontentos porque el obispo no les hubiera hablado de su proyecto antes de mandar venir a los misioneros. Bien porque las misiones no les parecieran convenientes más que para los pueblos y no para las ciudades, se mostraron poco asiduos a los ejercicios de la misión, muy diferentes en esto de lo que se practicaba en otras ciudades del Piamonte, y de lo que hacían la gente pobre de esta misma ciudad. No obstante la misión se continuó y los pueblos vecinos acudieron con tal abundancia que la catedral no podía ya contener a la gente, y hubo que preparar una tarima en una gran plaza que está entre el palacio episcopal y el castillo para celebrar allí las últimas ceremonias de la comunión y de la bendición. En el último sermón sobre la perseverancia, el Sr. Martín dijo a los habitantes que los misioneros no habían venido para llevarse los bienes y que no querían siquiera llevarse el polvo de su ciudad. Estas palabras quedaron grabadas y las tomaron por una predicción que, en efecto se realizó. Mientras que estaba predicando, el cielo se oscureció y sobrevino de improviso una lluvia que le obligó a terminar el sermón en pocas palabras de manera que no pudo dar la bendición sino rápidamente y sin las ceremonias ni las palabras ordinarias. Al día siguiente el Sr. Martín salió a pie para ir a visitar a la Madona milagrosa de Oropa. En otras partes, cuando salía de una ciudad estaba siempre acompañado de una multitud numerosa y de los principales del lugar; por más que su humildad había pedido e ingeniado para evitar estas demostraciones, para escapar de ellas, se veía obligado a menudo a partir de noche; y aun así se vigilaban las puertas de la casa para impedirle marchar sin una buena escolta de nobles, y sobre todo lo que era más importante, sin el acompañamiento de las lágrimas de todo un pueblo que lloraba su partida como habría llorado la muerte de un padre. Allí no fue lo mismo, y el Sr. Martín salió acompañado tan sólo de un buen sacerdote, que en las demás misiones había ayudado a los misioneros a confesar. Cuando salió de la ciudad comenzó a llover, la lluvia aumentó, el cielo se puso negro, el trueno rugió y los relámpagos surcaron el aire, lo que le obligó a detenerse debajo de un árbol. Mientras se hallaba allí, un rayo cayó sobre la torre del castillo de Ivrée donde había doscientos barriles de pólvora y la lanzó hasta las nubes; los pedazos al recaer, aplastaron todo un barrio y ocasionaron la muerte de un gran número de habitantes; no quedó ninguna casa de la ciudad que no resultara dañada, por la caída de las piedras, por el fuego, o por la conmoción parecida a un temblor de tierra.
Apenas llevaba tres años de superior en Turín, cuando fue enviado otra vez a Roma para ser Superior reemplazando al Sr. René Simon, llamado a Francia. Llegó a Roma el 17 de abril de 1677; fue durante este segundo superiorato cuando sucedió a esta casa la herencia considerable del Sr. Joseph Palamolla, sin el menor proceso ni la menor dificultad. La casa encontró entonces un socorro muy oportuno, ya que estaba en deudas por los grandes gastos que hacía para mantener a un gran número de misioneros, así como a muchos externos que llegaban para hacer el retiro. Hay motivos para creer que la razón que tuvo este buen señor para dejar su herencia a la casa de Roma fue el buen olor de las virtudes del Sr. Martín, como lo veremos con claridad cuando hablemos de su desinterés y de su pobreza, y como resulta también de las experiencias mismas del testamento del Sr. Palamolla en el que hace los mayores elogios del Sr. Martín al llamarle un religioso verdaderamente apostólico.
IX. Va a fundar la casa de Perugia y regresa a Roma.
Parece que este gran misionero había sido elegido por Dios para ser como la piedra angular de esta misión, no sólo en un lugar sino en un gran número; y en realidad no se podía hallar a nadie más idóneo para introducir en una casa naciente la regularidad más exacta y el espíritu primitivo del Instituto de la Misión, que el Sr. Martín, quien parecía un verdadero retrato de san Vicente, el primer fundador de esta misma Compañía. En 1680, el Sr. Thomas Cerini, después de numerosas instancias, vio por fin aceptadas sus ofertas para la fundación de una casa de la Misión en la ciudad de Perugia. El Sr. Edmond Jolly, entonces Superior general, envió al Sr. Martín para ser la piedra fundamental y el primer Superior. Si en las otras fundaciones este misionero había soportado muchas privaciones, tuvo que pasar muchas más aquí por la falta de las cosas necesarias y varias dificultades más. El Sr. Cerini estimaba mucho, es verdad, al Sr. Martín y estaba muy unido a sus obras. Muy pronto proveyó a esta casa dejándole toda su herencia. No obstante, en el comienzo, tuvo sus dificultades para darle lo prometido para darle una habitación conveniente, y le costaba Dios y ayuda para conseguir la renta anual asignada por la fundación. El Sr. Martín tuvo pues que sufrir a causa de la incomodidad de la casa, situada a las afueras de la ciudad, expuesta al viento del norte y extremadamente fría, y por la privación de muchas cosas necesarias. Su gran caridad y su corazón liberal por naturaleza, habían querido procurar no sólo incluso la comodidad de sus cohermanos, y al verses en este estado de indigencia se afligía amargamente y expresaba su dolor en las cartas que escribía por entonces a los superiores, a pesar de todo, no se quejaba por lo que sufría y no siquiera hablaba de ello; el fuerte frío le ocasionó la gota en las manos, y ello le hizo sufrir mucho mientras estuvo en Perugia; sus dolores eran excesivos y los nervios de sus dedos se contrajeron. Uno de los Superiores, habiéndolo sabido, no por sí mismo, sino por otro, y viendo que en sus cartas no hablaba más que de los sufrimientos de los demás, no de los suyos, se quejó suavemente a él indicándole que la conservación de su persona era de interés para toda la Congregación, y que debía tener un poco más de cuidado de sí mismo. Así que los Superiores creyeron conveniente separarle lo antes posible de Perugia y enviarle por tercera vez de superior a Roma, en lugar del Sr. Jacques Careni quien, después de suceder al Sr. Martín en su oficio, había acabado pronto su carrera y, un año y medio de superiorato, había pasado a la otra vida, el 25 de setiembre de 1681, a la edad de 34 años, y ya todo enriquecido de méritos. Ése fue el último viaje que el Sr. Martín realizó en este mundo; esta vez se quedó en Roma hasta el término de su vida, y en esta época de su vida, se preocupó más aun en avanzar por el camino de la virtud con los actos más excelentes de mostrando claramente que su tendencia a la perfección no era violenta, sino natural.
X Sus ocupaciones en el tiempo que permanece en Roma.
La casa de la Misión de Roma había sido bien definida por un personaje que la había llamado el Hotel de Correos (Central…), queriendo designar con ello el flujo y reflujo de tantos asuntos que, como ya se ha dicho, vienen a abrumar al Superior en esta casa, sin hablar de las misiones que se dan en ella de continuo, durante ocho meses al año por dos equipos de misioneros, las ordenaciones, siempre numerosas, que en las Cuatro Témporas, el Sábado de la Pasión y el Sábado Santo ascienden siempre a cuarenta ordenandos, que vienen todos a la Misión para hacer su retiro de seis días; aparte de estas ordenaciones generales, hay también una cada mes extra tempora, de una veintena o más de ordenandos, entre ellos se encuentran a veces prelados quienes, por obligación o devoción, vienen a hacer el retiro en la casa de la misión. Apenas han dejado la casa cuando se vuelve a llenar de gente toda clase y condición que llegan a pasar unos días de retiro. Todos los martes hay una conferencia espiritual para un gran número de eclesiásticos que se reúnen y forman como una Congregación de sacerdotes se cuñares que llevan en el mundo una vida ejemplar. Cada día de la semana después de la cena, se enseñan las ceremonias de la misa a los sacerdotes extranjeros que ni pueden celebrarla en Roma, a no ser que hayan sido aprobados para las ceremonias por los misioneros.
No contento con el peso que le imponía la dirección de una numerosa familia de cincuenta misioneros o más de catorce o dieciséis convictos, no contento con la cantidad de cartas que un superior de Roma debe escribir a todas las partes del mundo en que está establecida la Misión. Ya que cada casa necesita a menudo recurrir a Roma, y otros lugares de los que escriben todos los días, y donde hay que enviar respuestas, ocupación que sería suficiente por sí misma para el trabajo de un secretario. El Sr. Martín contestaba sin embargo a todas las cartas con una gran puntualidad; no contento con el tiempo que necesitaba emplear en recibir las visitas de externos de todas clases que acuden cada día a la Misión, por un asunto o por otro, a quienes recibía siempre con un rostro sereno, con una caridad y una educación incomparables, dejando a todo el mundo satisfecho y consolado; no contento con las numerosas visitas que se veía obligado también a hacer personalmente por asuntos urgentes y que evitaba siempre que podía, no saliendo sino por pura necesidad; no contento, digamos, por tantas ocupaciones ordinarias y extraordinarias, asistí también él mismo cada semana a la conferencia de los eclesiásticos y la concluía con un discurso lleno de erudición y pronunciado con tal fervor que aquellos señores quedaban muy edificados y penetrados de compunción. Luego, en las ordenaciones, tomaba parte también en el trabajo, ya haciendo los discursos, ya tomando la dirección total del retiro. Durante los retiros de los ejercitantes, tomaba también dos o tres que dirigir, y se pasaba semanas enteras sin recreo, para poder pasar algún tiempo en piadosas conversaciones con ellos e incluso si en el número de los ordenandos había algún prelado o personaje de distinción que no iba al recreo con los demás, era el Sr. Martín quien se privaba él mismo de su recreo para charlar con ellos. No dejaba de vez en cuando de dedicar su semana para enseñar las ceremonias a los sacerdotes extranjeros; su devoción por el santo sacrificio de la misa le llevaba a servir en otra. Con tantas ocupaciones, continuó también, durante varios años, haciendo todos los días de fiesta una clase de sagrada Escritura, explicando los salmos de David por tres cuartos de hora a los ejercitantes de la casa. Como este proyecto tenía gran atractivo para él aprovechaba a menudo la ocasión del cansancio de los profesores de teología para reemplazarlos en esta clase de sagrada escritura, y lo hacía con tal aplicación y con tal abundancia de erudición que cautivaba la atención de los oyentes produciendo en ellos un gusto admirable.
En vida de san Vicente, se había tratado de una fundación en España y este santo fundador de la Congregación de la Misión había puesto los ojos para esta empresa en el Sr. Martín a causa de la gran importancia que veía en él para la gloria de Dios y salvación de las almas. En consecuencia, había recomendado al Sr. Martín que aprendiera el español, aunque esta lengua no le sirvió para el proyecto en cuestión, ya que la fundación no tuvo lugar, no obstante sirvió de otra manera al celo del Sr. Martín para asistir a los numerosos eclesiásticos de esa nación que venían a la casa de la misión de Roma para tener allí el retiro, les servía así de guía y de confesor. Lo que era más admirable era ver al Sr. Martín en medio de tantas ocupaciones con un rostro siempre sereno y siempre tranquilo; se le veía con la misma afabilidad acoger a todo el mundo, responder a todos y actuar como si no hubiera tenido otra cosa que hacer, con una tranquilidad de espíritu imperturbable, y en medio de tantas ocupaciones, no faltaba casi nunca a los ejercicios de la regla. Con mucha frecuencia era el primero en la oración, en el oficio divino, en los exámenes y en los demás ejercicios de la Comunidad.
XI. Sus debilidades.
Aunque el Sr. Martín en su juventud hubiera sufrido del estómago, como lo hemos visto n el primer capítulo, aparte de un temperamento bastante delicado, gozó siempre en la Congregación de una salud bastante buena. La primera vez que estuvo en el Piamonte fue atacado de una fiebre cuartana, que duró más de un año, pero que no le impidió entregarse a los ejercicios ordinarios de piedad y de regla; no le impidió más ir a misiones, y hasta se podría creer que este trabajo le resultaba saludable, ya que su salud no hizo más que mejorar con el ejercicio. En las demás ocasiones tuvo algunos ataques de gota a los pies, cuyos dolores no fueron sin embargo muy agudos ni de larga duración. Tuvo además gota a las manos, que se hizo sentir mientras estaba en Perugia y se prolongó algunos meses después de su regreso a Roma. No obstante como el mal se había enraizado, y había pasado de un lado al otro del cuerpo, un invierno que hizo mucho frío en Roma, sufrió tanto de la gota que con ello perdió casi el oído y sufrió dolores muy vivos. El gran Papa Inocencio XI, enterado de –no se sabe cómo- este mal del Sr. Martín, le envió a su médico dos veces para saber cómo le iba y si necesitaba algo. El Sr. Martín agradeció a Su Santidad la atención y la estima en que le tenía, pero no dejó de seguir la vida en común, levantándose por la mañana a la hora de costumbre, menos una o dos veces que su asistente creyó un deber de conciencia y le importunó de manera que le hizo cambiar de habitación para tomar una más caliente y guarda cama una hora más que los demás, pero eso duró sólo unos días; nada más sentirse mejor recobró su tren ordinario y el régimen de la casa. Demostró una vez más cuál era su humildad, ya que no quiso que le tratara el médico del Papa, que era el más estimado de Roma por el tratamiento de la gota y que Su Santidad misma le había enviado, pero se contentó con los cuidados del médico de la casa, no buscando singularidad, incluso por algo tan necesario a su salud. En sus últimos años sufrió más de la gota en manos y pies y cada año le retenía varios meses en cama y le causaba violentos dolores que soportaba con gran paciencia sin la menor señal exterior de lo que sentía interiormente a excepción de un rechinar de dientes o de alguna breve exclamación graciosa que servía menos para aliviarle que para regocijo de los que le servían, pues no buscaba en su mal otro consuelo que una buena lectura espiritual.
Un par de años antes de su muerte fue atacado de una cerrazón bronquial y de una gran inflamación de la garganta, ocasionada, según se cree, por el calor interior del amor de Dios y por la mortificación en el beber, ya que siendo de un temperamento muy bilioso y ardiente, sufría de ordinario sed, mas su mortificación no le permitía beber fuera de las comidas ordinarias; y aun en eso se moderaba mucho, por lo que se produjo una continua inflamación de pecho; a ella también se debe una dificultad para hablar, de manera que apenas se hacía oír. Aprovechó la ocasión para ceder a otro la conferencia de los eclesiásticos; se retiró también de toda relación con los externos, so pretexto de que no podía decir dos palabras seguidas. Aprovechó sus debilidades para aplicarse más, según su decir, a la oración y al recogimiento, sabiendo muy bien que cuanto menos hablaba con los hombres más podría comunicarse con Dios. También le sirvió esta dificultad de hablar para renovar sus insistencias ante el Superior general para verse descargado del empleo de Superior. Fue escuchado al fin, para su gran satisfacción, como lo veremos al hablar de su humildad. Pero su gozo fue de corta duración como lo diremos también, ya que sucesor el Sr. Pancrace Gini, habiendo muerto al cabo de tres meses, en calidad de asistente y de más antiguo de la casa, se vio obligado a volver a tomar la dirección hasta que se nombrara otro superior, es decir durante varios meses. Esta vez el Sr. Martín dejó el cargo con una alegría sin igual y siguió hasta la muerte como el último de todos, sometido a la regla y fiel al orden común. Era realmente bien admirable y edificante ver a este buen anciano de setenta años, que, sufriendo aún por los restos de su gota y un tumor en las rodillas, hallarse siempre en la oración, en los exámenes, en las conferencias y en todos los demás ejercicios, y no querer nunca omitir ninguna de las genuflexiones cuando había que hacerlas; y a veces, cuando quería besar los pies a los demás, se prosternaba primero en tierra y la besaba; luego con una gran humildad se dirigía hacia ellos, pero con frecuencia se caía todo lo largo que era. No obstante, a pesar de todas las representaciones que le hacían, no quiso nunca ni omitir genuflexión ni prosternación, llegando un día este anciano impedido a querer, arrastrándose como podía, besar los pies a toda la Comunidad.
XII. Su última enfermedad y su muerte.
Este gran calor interior, que le devoraba la garganta y le consumía el pecho seguía creciendo y le inflamó de tal manera los pulmones que al final le produjo la muerte. . Él ya la miraba como próxima. En el mes de octubre de 1693, hizo su retiro con una confesión general de toda su vida comenzando por su infancia hasta este momento; y la hizo, como dijo él mismo a su confesor, con el fin de prepararse a la muerte. Comenzó a experimentar el primer accidente la víspera de San Silvestre, el 30 de diciembre de 1693, hacia medianoche. Fue presa entonces de una opresión hacia la región del corazón que le causó unos dolores tan violentos que le obligaron a pedir auxilio y, al no poder hablar, hizo ruido para hacerse oír de los que estaban cerca de su habitación; todos acudieron para ayudarle con fricciones o con otros remedios, pero fue en vano. Al día siguiente por la mañana el médico declaró que su mal era mortal. Se llevaron al enfermo a la enfermería y allí estuvo cuarenta y ocho horas en su cama, como en un teatro, para mostrar esas excelentes virtudes que adornaban su alma. Se hubiera dicho que sabía que no le quedaba más que poco tiempo para merecer, y quiso en esta última enfermedad apresurarse a dar toda la perfección posible a este edificio de santidad que Dios reclamaba de él. En principio, no había en la enfermería donde le pusieron todas las comodidades convenientes a los enfermos; como alguien quería traerle de comer, no se lo permitió y quiso él mismo ir a buscar su alimento, prefiriendo molestarse a sí mismo que incomodar a nadie por él; sucedió que el mismo que le servía se olvidó una vez de ponerle una manta necesaria para preservarle del frío, que era entonces riguroso. No dijo nada ni pidió que le cubrieran, y cuando el enfermero, al darse cuenta, quiso ponerle algo en los hombros , se lo negó diciendo que no había que ser tan delicado.
Se tuvo una consulta de los mejores médicos de Roma, quienes declararon que su mal era causado por una inflamación de los pulmones y que era incurable. La enfermedad hizo tales progresos que los médicos anunciaron que se le debía administrar el santo Viático. El martes siguiente, 5 de enero de 1694, a las tres de la tarde, a las tres de la tarde se lo llevaron, y en esta ocasión, el Sr. Martín pidió perdón a todos los miembros de la casa que acompañaban al Santísimo Sacramento con palabras penetradas de tanta humildad que arrancaron las lágrimas a todos los asistentes; dijo que debía tener cien lenguas para expresar el dolor por haber sido una piedra de escándalo y una causa de desedificación y de mal ejemplo para los otros; que se encomendaba de todo corazón a sus oraciones para obtener de Dios el perdón de tantos pecados. Era precisamente la hora en la que se reunían los eclesiásticos para la conferencia; muchos de entre ellos quisieron acompañar al Santísimo Sacramento y quedaron tan impresionados por la devoción que resplandecía en aquel rostro angelical que muchos no pudieron contener las lágrimas y las derramaron en abundancia. Todo el mundo admiró la devoción con la que recibió el santo sacramento no sólo esa vez sino todas las veces que le llevaron la comunión durante su enfermedad, lo que sucedió varias veces, , y hasta habría comulgado de buena gana todos los días, a no ser por el temor a incomodar a los demás. Su rostro parecía entonces no el de un hombre, sino el de un ángel, y despedía como un rayo de la dulzura interior que llenaba su corazón.
Algunos días después recibió la Extrema Unción con los sentimientos de una gran humildad y una igual piedad, respondiendo por sí mismo al sacerdote que la administraba, y continuó preparándose a este último paso con frecuentes actos de virtud.
Aparte de la inflamación y de los espasmos, la opresión del pecho y de la garganta que le causaban grandes dolores, fue también asaltado por los tormentos de la gota en los pies y en las manos, que le contraían todos los nervios. Sin embargo, no se le oyó nunca proferir ninguna palabra, ni hacer un solo movimiento ni lanzar un gemido para demostrar lo que sufría o quejarse de los que le servían, ya que sucedió varias veces que éstos, por descuido, no hicieron bien su deber; más aun, tenía costumbre de repetir lo que acostumbraba a decir su venerable fundador, san Vicente, en medio de sus mayores dolores: Adauge dolores, sed adauge patientiam. Señor, aumentad los dolores, pero aumentad también la paciencia. Se quejó, es cierto, en alguna ocasión, pero era de ser bien servido, y porque se hacía demasiado por prolongar su vida. Cuando le daban siropes bien preparados y bien azucarados, y demás remedios de precio, los tomaba, de hecho, por obediencia hacia el enfermero, a quien se sometía en todo como un seminarista a su director; pero entonces decía: «¿Y por qué tantas delicadezas? Un poco de pan me bastaría para prolongar la vida«. El doctor Brasaula, médico de la casa, le visitaba a menudo debido al afecto que le tenía y le prodigaba toda clase de cuidados; pero el Sr. Martín le rogó varias veces que no se molestara tanto por un pobre anciano como él.
Su humildad se alarmó sensiblemente cuando recibió la visita de tres eminentísimos cardenales, Mellini, Coloredo y Aghirre. Dijo al primero que se asombraba al ver que su Eminencia se hubiera dignado visitar a un pobre sacerdote como él; a lo que respondió el cardenal: «El Sr. Martín sabe bien todo lo que le debo«; haciendo alusión principalmente a la servidumbre a la que el Sr. Martín se había condenado cuando había ido a hacer el retiro a la Misión. El cardenal Coloredo, en su segunda visita, le llevó de parte de Su Santidad la bendición papal con la indulgencia plenaria en el artículo de muerte, que le había conseguido sin pedirlo. El cardenal Aghirre, no contento con venir a verle en persona, mandó todos los días que le dieran noticias suyas, tan grandes eran la estima y el afecto que sentía por él. Recibía todas las visitas que le hacían con un rostro alegre y sereno, sin mostrar nunca el menos fastidio. Una vez tan sólo, que debía tomar algún alimento, y que experimentaba un gran dolor y una gran dificultad en tomarlo, se negó a admitir a alguien; pero al instante de hizo entrar y le pidió perdón, por temo a haberle causado pene. Resentía asimismo un gran disgusto porque cada noche dos misioneros querían velarle y se quejaba diciendo que era demasiada molestia: «Y ¿a qué viene, exclamaba, querer alargarme tanto la cruz y retrasarme la entrada en el cielo?».
Le parecía que se equivocaban con él al emplear tantos remedios y tantos caldos que le impedían llegar al término de todos sus deseos. Un clérigo, después de conversar un rato con él, se puso a leer con toda tranquilidad; el Sr. Martín temió que se aburriera, y dolido de no poder hacerle hablar, le dijo:
«Hermano, vaya a divertirse, dése un paseo, porque es a mí a quien Dios manda ahora sentirse melancólico».
Todo su consuelo en esta larga enfermedad era escuchar la lectura de los libros de piedad y sobre todo la Pasión de nuestro divino Redentor y la vida de san Felipe de Neri; él rogaba con frecuencia a los misioneros que venían que le hicieran alguna lectura piadosa o le contaran algún hecho edificante. Los clérigos tenían costumbre de ir a distraerle con el canto de las letanías o de algún otro cántico. Un día dijo a un enfermero: «Hermano, llame un rato a esos jóvenes que vengan a cantar algo alegre porque un pecador se va al cielo»; y al decirlo, entonó él mismo un cántico espiritual. Había mandado poner el pie de su cama una imagen de la Santísima Virgen, copiada de la de Santa María Mayor que fue pintada por san Lucas; ponía a menudo los ojos en ella y se expansionaba con las más bellas expresiones de ternura para con esta madre de misericordia. Pedía con frecuencia a los que le atendían que le ayudaran ante Dios para conseguir la pronta disolución de los lazos que le retenían lejos de Dios, y repetía a menudo al enfermero: «Ah, hermano, ¿cuándo llegará el día que yo deje esta vida, cuando el último obstáculo desaparezca»? Pidió a otro que le consiguiera la gracia de morir en el beso del Señor. Por último todas sus palabras, todos sus deseos no tenían otro objeto que su próxima unión con su Dios. hasta en los delirios en los que caía repetidas veces, no hablaba de otra cosa que de la santa comunión, preguntando cuándo vendría, cuándo le darían el santo sacramento y otras cosas parecidas que mostraban los sentimientos de su corazón.
Durante su enfermedad, se esforzó también por decir el oficio divino ciertos días, entre otros, el día de la Circuncisión, recitó parte de él, pero la violencia de la fiebre y la dificultad para pronunciar y respirar no le permitieron acabarlo, pero prefería que un sacerdote lo recitara en su presencia, y él le seguía en voz baja mientras podía. Viendo un día a muchos estudiantes y seminaristas que se hallaban en su presencia y parecían tristes a causa de la pérdida de un misionero tan grande a quien todos querían como a un padre y reverenciaban como a un santo, les dijo: «Estad alegres, mis queridos hermanos, porque un pecador va tal vez a entrar pronto en el Paraíso«.
El Padre Acami, de feliz memoria, del Oratorio de San Felipe de Neri, que era su amigo íntimo, le trajo un día el bonete de este santo; el Sr. Martín la recibió con gran devoción y se encomendó a san Felipe, no para pedirle la salud, sino más bien para lograr gozar pronto de su compañía en el paraíso. En estos sentimientos, afectos diversos y oraciones jaculatorias y actos de virtud continuó hasta el 16 de febrero, en el que pareció tan abatido por el mal que se vio que se acercaba su fin. Ese día, el Sr. Charles Augustin Fabroni y el Sr. Horace-Philippe Spada, y el abate Jean-Jacques Fattinelli que eran de los principales de la conferencia de los eclesiásticos, vinieron a visitarle y arrodillándose ante su lecho, le pidieron la bendición; pero él les respondió: «Señores, lleváis la bendición a todas partes con vos mismos«, y su humildad no le permitió hacer el menor signo de bendición. El hermano enfermero que le había oído le dijo: «Señor Martín, me encomiendo a vos para que os acordéis de mí en el Paraíso«. Éste, creyéndose obligado por la caridad de este hermano, le respondió: «Sí, hermano, espero ir al Paraíso, y allí me acordaré de vos«. Agradeció de la misma manera al superior de la casa por la gran caridad con la que le había atendido y hecho servir durante su enfermedad diciéndole: «¿Qué habría sido de este pobre sacerdote si no le hubierais socorrido»? Declarando con ello que él había recibido a título de limosna todo lo que habían hecho por él sin acordarse en nada de lo que él había hecho en la Congregación para la gloria de Dios y su prosperidad; y en realidad se acordaba tan poco que, como lo diremos después, trató de Satán a alguien que quiso traérselo a la memoria. Por la tarde se hizo dar la bendición papal que le había conseguido el cardenal Coloredo, y al llegar la noche entró también él en agonía y pasó toda la noche haciendo la recomendación del alma o diciendo alguna devota oración un poco antes de morir; prefería ante todo la Pasión de Nuestro Señor, como lo demostró otra vez algo antes de morir; ya que un sacerdote que le leía la Pasión de NUestro Señor en el Evangelio de san Juan, vio que el agonizante tenía la cabeza inclinada, los ojos cerrados y no daba ya señales de vida, dijo entonces al enfermero que se había muerto, y cesó de leer. En ese momento el Sr. Martín, que no había muerto, sino que estaba dulcemente absorto en la contemplación de los sufrimientos de su Salvador, recobró las pocas fuerzas que le quedaban, abrió los ojos y levantando la cabeza trató de decir algo. El hermano se acercó entonces para escuchar lo que quería y se dio cuenta que deseaba que continuaran la lectura. La continuaron en efecto hasta las cuatro y media de la mañana, en que entregó su alma a Dios con una tranquilidad admirable, a la hora misma en que treinta y cuatro años antes había muerto san Vicente, su padre, es decir a la hora en que la comunidad empezaba la oración, y es de esperar que fuera también la misma en que se llevó su alma de esta vista oscura que tenía de sí a este ejercicio de los Bienaventurados, el 17 de febrero de 1694.
Revistieron su cuerpo con los ornamentos sacerdotales y se lo llevaron a la capilla doméstica, donde muchas personas de la casa y de los externos vinieron a besarle la mano, y se notó que a su vista y al tocarle no se experimentaba ningún de esos movimientos de susto o de repulsión que inspiran de ordinario los cadáveres, sino que por el contrario se veía en todos una expresión de dulzura y de consuelo, señal manifiesta de esta gloria de la que podemos creer que goza en el Cielo. Era de una complexión delgada, seca y robusta, , y de un temperamento sanguíneo y bilioso, de una talla media más bien pequeña que grande, y un poco encorvada en sus últimos años; su rostro, siempre alegre, era blanco, con las mejillas vivamente coloreadas; tenía el pelo blanco, la frente amplia, los ojos vivos y una vista excelente, ya que no se había servido casi nunca de de anteojos, la nariz gruesa, un tanto aquilina, la boca grande, el porte grave y modesto. Hacia las nueve, lo llevaron a la iglesia, donde se celebraron las exequias con oficio y misa solemne, que fue cantada por el Sr. abate Fattinelli, en presencia de muchos sacerdotes externos.
Pronto se extendió la noticia de su muerte por Roma, un gran número de personajes de condición, prelados y cardenales enviaron sus condolencias a la casa de la Misión para testimoniar la pena que sentían por la pérdida de un hombre tan notable, sus hábitos y todos los objetos que le habían servido fueron repartidos y guardados con veneración como reliquias y todos se esforzaban por tener algo que le hubiera pertenecido. Un eclesiástico externo, entre otros, que le había tenido como director durante su retiro y reconocía deber a sus cuidados el buen estado de su alma, realizó tantas instancias echando mano de tantos medios que consiguió su viejo breviario que conservó como un tesoro. Otro sacerdote externo tuvo también como un gran favor poseer el pequeño ceñidor que le había atado las manos después de muerto. A las dos de la tarde fue enterrado en la sepultura ordinaria y su féretro fue colocado a la izquierda de la entrada. Algunos días después, los eclesiásticos de la Conferencia celebraron un oficio solemne con una misa cantada.
El superior de la casa, al verse obligado a salir para hacer la visita de algunas casas de la Congregación, varios días antes de la muerte del Sr. Martín, había ido a despedirse de él, y esta circunstancia había dado lugar a una pequeña discusión entre ellos dos sobre quién recibiría la bendición del otro. El superior quería que el Sr. Martín le diera su bendición como más antiguo en edad y de vocación, como habiendo sido varias veces nombrado superior, y sobre todo porque le reverenciaba a como a un santo, y porque consideraba como un gran favor recibir en ese momento supremo la bendición del Sr. Martín; pero éste alegaba a favor de su humildad que el otro era su superior y el otro su súbdito. El debate se resolvió de tal forma que ni uno ni el otro dio su bendición, y ambos salieron vencedores abrazándose cordialmente y el Sr. Martín, pronunciando su último adiós, prometió a su superior que cuando estuviera en el cielo recomendaría mucho a Dios a la Congregación. No tardó efectivamente en sentir la eficacia de sus súplicas, sobre todo la casa de Roma donde él murió; ya que, en cuanto a lo temporal, recibió un mes después de su muerte una renta anual muy considerable de la liberalidad del papa Inocencio XII. Su santidad habiendo aplicado por su propia iniciativa a la iglesia de esta casa treinta y cuatro misas ordinarias sobre las que había dejado el cardenal Jerónimo Gastaldo. En cuanto a los súbditos, el vacío causado por la muerte del Sr. Martín quedó cubierto por la entrada de muchos postulantes de todo rango y nación, quienes, poco después, prometían se buenos operarios en la viña del Señor. Por lo que se refiere a lo espiritual, se ha observado que después de la muerte del Sr. Martín, la caridad y la unión fraterna han ido en aumento, y se ha visto en todos un deseo más ferviente de trabajar en la perfección imitando las virtudes de este gran misionero, señal evidente de que ha entrado prontamente en el Cielo para gozar de las recompensas de sus numerosas fatigas, y allí tiene presente el bien de su Congregación con una caridad más perfecta y súplicas más eficaces.