Paris. 3 septembre, 1735.
La biografía que vamos a dar está sacada casi completamente de las Notices sur les Missionnaires défunts que se publicaban en otro tiempo cada año. En el cuaderno, de 1736, va de la página 21 a la página 78. Hemos añadido en dos o tres lugares algunas palabras de explicación o alguna información; se lo reconocerá por ir entre paréntesis.
La Congregación de la Misión no ha tenido desde hace mucho tiempo pérdida tan sensible como la que tuvo el 3 de setiembre último, por el fallecimiento del Sr. Jean Bonnet, su muy honorable Padre y sexto superior general. Dios se lo había dado en su misericordia para gobernarla y sostenerla en los tiempos más tormentosos, y ha querido su adorable sabiduría quitárselo en los días de su paz y de su tranquilidad. Él se lo había preparado para procurar con sus cuidados y sus oraciones la beatificación y canonización de su fundador, y él se lo ha quitado, cuando después de obtener la primera felizmente, estaba en vísperas, por decirlo así, de ver la segunda, y servirse de ella para aumentar la piedad y el fervor de las dos comunidades sometidas a su dirección. Ese era su meta principal de sus más continuos deseos; pero, aunque se haya muerto sin ver su entero cumplimiento, hay motivo de esperar que Dios le dé pronto este consuelo, y que ella formará parte de la recompensa por los servicios que ha procurado rendirle durante su vida.
I.- Comienzos y formación.
Fue el 29 de marzo de 1664 cuando el Sr. Jean Bonnet nació en Fontainebleau, y fue bautizado en la iglesia parroquial de San Luis. Su madre, pobre según el mundo, pero rica a los ojos de Dios por su piedad, tuvo un gran cuidado de su educación. Ella depositó muy temprano en su corazón los principios de la virtud; y para apartar de él toda ocasión peligrosa, le tenía casi siempre en su compañía, enseñándole con su ejemplo la práctica de los deberes del cristianismo, inspirándole con sus actos de virtud y de religión toda la estima y el gusto de que su edad era capaz. Pero le faltó poco para que el celo de esta virtuosa madre le costara caro a su ternura, y no le hiciera perder a ese mismo hijo por quien sentía todos los días los dolores del parto, hasta ver a Jesucristo perfectamente formado en él. Ya que un día que regresaba sudoroso de un paseo con otros jóvenes escolares, ella le dijo: «Vamos, hijo mío, a acompañar a Nuestro Señor, mírale pasar». Él la siguió sin dificultad, pero al no poder entrar en la habitación del enfermo, el frío, que era fuerte en la escalera, le agarró de tal manera que al volver de la iglesia se le declaró una pleuresía; el mal se hizo pronto tan violento que el niño, después de recibir los sacramentos, perdió el habla, y no dio ya ningún signo de conocimiento. La conservó no obstante, ya que distinguió a los sacerdotes de la parroquia que venían a verle, recordó lo que cada uno de ellos le decían, él se lo contó después, y lo mismo con las palabras y acciones de su madre. Este suceso, que aumentó su gratitud y su unión con el Señor, le ha hecho toda su vida muy atento a hablar de Dios a los enfermos, incluso cuando ellos daban la impresión de no entender nada, y recomendar a los demás a hacer lo mismo, pero con una voz moderada y en pocas palabras, pues él mismo había advertido que le decían demasiadas cosas, y que le hablaban demasiado alto.
Por entonces él se dedicaba a las bellas letras, a las que le habían apuntado desde muy temprano, dada su gran vivacidad. Pues bien, niño como era, cuando le presentaron a quien debía enseñarle las lenguas latina y griega, le habló como hombre hecho y derecho: «Señor, le dijo, le prometo a usted una cosa, y yo le pido dos. Os prometo estudiar con todas mis fuerzas, y si no es suficiente de día, estudiaré también de noche; pero os pido, primeramente que no me tratéis mal, porque si me va mal, no será culpa mía; y en segundo lugar que me digáis, dentro de tres meses, si soy apto para el estudio, con el fin de que si no lo puedo conseguir, no pierda el tiempo en ello, y pueda tomar otro camino». No hubo nada que temer. La naturaleza le había dado tantos talentos para las ciencias, y él mantuvo tan bien la promesa que había hecho de aplicarse totalmente al estudio que pronto hizo tales progresos que sobrepasaban con mucho su edad. Fue la admiración de sus maestros; por eso no dudaban en sacarle en toda ocasión, por ejemplo, cuando se trataba de cumplidos, no sólo con los prelados y los embajadores que pasaban a menudo por Fontainebleau, sino también con el serenísimo Delfín, nieto del rey Luis XV; y nunca la novedad del espectáculo o el número de los oyentes, ni la calidad de las personas o el resplandor que los rodeaba, desconcertaron al joven orador. Siempre salió del paso con aplausos, porque hablaba siempre con tanta seguridad y facilidad como gracia y modestia.
Sus grandes talentos unidos a la inclinación por el estado eclesiástico y a la regularidad de sus costumbres, pedían que se le enviara a entrar en el clero pues se preveía que prestaría un día grandes servicios a la Iglesia. Así el Sr. Durand, sacerdote de la Congregación de la Misión, y primer párroco de esta Congregación en Fontainebleau, le hizo confirmar y tonsurar el 19 de setiembre de 1677; Fue de manos del gran Bossuet, que no era entonces más que obispo de Condom, cuando este pequeño Samuel fue iniciado en el servicio de los altares, se presentó con tanta gravedad, religión, buena gracia, aptitud y presencia de espíritu en el ejercicio de las primeras funciones de un joven clérigo, que le nombraron muy pronto la dirección de las ceremonias, de las que se encargó hasta entrar en la Misión. Fue a la edad de catorce años, como él mismo lo ha escrito, durante las oraciones de las cuarenta horas ante el santo Sacramento, cuando selló con Dios su vocación. Fue recibido en la Congregación a la edad de diecisiete años. Lo habría hecho a la edad de quince, pero el Sr. Jolly, tercer superior general, que conocía su amor por la lectura y el estudio, escribió a Fontainebleau que había que darle trabajo por dos años. Creyeron halagarle pues, de alguna manera, por algún tiempo, primero con un comercio de cartas ya latinas ya griegas, que escribía a San Lázaro. Luego, se le exigió que tradujera en Latín el primer volumen de la Disciplina eclesiástica del P. Thomassin, que acababa de aparecer, Era, en total, demasiado trabajo, no por la dificultad sino por la extensión; sin embargo, el pequeño postulante lo emprendió con tanto ardor y lo aguantó con tanta constancia que lo acabó. Sin duda, se gloriaba porque el fin de su obra sería el del retraso que traía al cumplimiento de su deseo, pero todavía no habían acabado sus pruebas. Era pequeño de talla y se temía que con tal vivacidad de espíritu, su cuerpo no fuera lo suficiente fuerte para sostener el género de vida que quería abrazar, Con este miedo, le buscaron una nueva ocupación, pero se ha de confesar que lo que le prescribieron habría acabado con cualquier otro espíritu menos sólido que el suyo, o menos determinado a darse a Dios en la Misión. En efecto, le pidieron que pusiera en Francés a su modo el mismo volumen que acababan de mandarle traducir en latín. (De ahí, sin duda, data la rara facilidad con la que se expresaba y escribía en latín. «A ejemplo del famoso P. de Lingendes, observa Collet (Meditaciones, Introducción, p. 3), el Sr. Bonnet hacía sus sermones en latín; y ése era también el método de su cohermano el Sr. François Hébert, párroco de Versalles, y que murió obispo de Agen. Pero se puede decir, añade Collet, que les daba un giro tan bello y tanto calor en francés, que la copia superaba con mucho al original. Partía, rompía los corazones, cuyas llagas cerraba luego con una prudencia admirable»). El Sr. Bonnet superó pues todavía de niño, todas las dificultades sometiéndose a todo, y tuvo al fin el consuelo de obtener el permiso de venir a París.
El 23 de octubre de 1681, comenzó su primer retiro en la casa de San Lázaro y fue con estas santas y sabias disposiciones como comenzó sus pruebas el 28 del mismo mes.
No era tan sólo la mortificación hacia donde dirigía su atención nuestro ferviente seminarista, vigilaba también con todo el cuidado posible, sobre los menores defectos o imperfecciones , tratando de corregirse o de preservarse de todo lo que había oído reprender en los demás.
Mientras se hallaba tan preocupado por la perfección, le enviaron a Versalles, conde los sacerdotes de la Misión atendían la capilla del castillo real. Pasó allí cerca de un año. Allí, encargado de la instrucción de los pequeños clérigos, supo ganárselos tan bien con su celo para su adelanto, con la dulzura de sus maneras y por recompensas colocadas a propósito, que no tuvo necesidad nunca de otros medios para contenerlos en sus deberes, y que siempre le produjeron satisfacción. En este empleo y en todo lo demás a lo que se le dedicó al mismo tiempo, se vio como las primicias de este espíritu de dirección, de esta prudencia, de esta obediencia, de esta firmeza, de esta regularidad, de este celo por la gloria de Dios, y de esta igualdad tan rara que han constituido su carácter. Un día, un ilustre arzobispo, y que tenía gran autoridad en la capilla del rey, vino a pedir, con urgencia, algo para la misa de Su Majestad; el joven Bonnet abrió al puntos varios armarios, para ver si lo que el prelado pedía se hallaba allí, pero fue inútil, y se vio obligado a decir: «Monseñor, no encuentro nada, al parecer que tal oficial se lo traiga». El arzobispo, levantando la voz que tenía naturalmente fuerte, le respondió: «Mire pues, busque, venga»; pero como el sabio clérigo no ignoraba que su deber era responder de lo que había en la sacristía o en la iglesia, y no ir a correr por el castillo para buscar lo que estaba bajo custodia de los oficiales de Su Majestad, se quedó tranquilo en su puesto: «Qué clase de hombres, dijo entonces el prelado, se mueven como la Bastilla. –He buscado en todos los armarios, Monseñor, le respondió el clérigo con tanta seguridad como respeto, y eso es todo lo que puedo hacer».
La tranquilidad con que se le hacía un reproche, en esta ocasión, no le impedía tener acción, celo y libertad, cuando se trataba de la casa de Dios. Más de una vez, el Sr. Duvaucel, el director de la capilla, juzgó conveniente fiarse del celo de su clérigo; ya que, cuando no creía su deber dar algunos avisos, empleaba para ello su alumno, cuyo talento ya conocía, para hacer y decir todo con gracia. En una ocasión, le dijo: «Hijo, fíjese en la Sra. princesa de … que quiere recibir la ceniza, pero no conviene que ella se presente en una ceremonia de religión en el estado en que se ve; id a decírselo». El joven sintió algo de repugnancia en ir a hacer este cumplido: no obstante, la obediencia y el amor de Dios le hicieron decidirse inmediatamente, va en sobrepelliz a ponerse de rodillas al lado de la princesa que lo estaba también y le habla así: «Se dice, Señora, que Vuestra Alteza serenísima desea recibir la ceniza. –sí, Señor, replicó ella. –Pero yo le ruego que considere, respondió el clérigo, que no parece estar en buena disposición para presentarse a los pies de un sacerdote para un acto de religión y de penitencia. –Tenéis razón». Dice la princesa; y tras un momento de reflexión, tomando del bolsillo un pañuelo que colocó, como convenía, sobre los hombros: «¿Estaré bien así?, le dijo. Señora, así estará menos mal». El buen espíritu de esta princesa, y la piedad sólida en la que Dios la ha educado desde entonces han hecho que ella tenga siempre mucha bondad para con el Sr. Bonnet, una vez convertido en superior general, y que le ha hecho alguna vez el honor de consultarle sobre asuntos que podían interesar la gloria de Dios.
Si nuestro virtuoso seminarista tenía firmeza y celo por la casa del Señor, sabía también prestarse a la caridad y dejarse manejar por la obediencia. Ésta fue muy probada en Versalles. Tuvo que vérselas con el párroco y con el director de la capilla, y como con bastante frecuencia le pedían cosas opuestas, él les pedía que primero se pusieran de acuerdo, asegurándoles que haría de buen grado todo cuanto le prescribieran: pero estos dos señores, que se respetaban mutuamente, tanto por su virtud como por su sitio, no habiendo juzgado conveniente explicarse a la vez, el joven seminarista encontró en su prudencia un recurso; fue obedecer al párroco cuando le decía que hiciera así tal cosa, y de obedecer luego al director cuando éste le decía que lo hiciera del otro modo. Así pues, los dos quisieron siempre tiernamente a un niño que no se les resistiera nunca, y que cumpliera con perfección todo lo que se le confiaba. La época en que debía pronunciar los votos se acercaba; fue llamado a París. Como un viajero que, cuando ve el término a donde va, se olvida de la fatiga y redobla el paso, tomó los ejercicios del seminario con renovado fervor y un consuelo muy grande con la esperanza de tener pronto la dicha de consagrarse irrevocablemente al Señor. Esta esperanza fue en efecto cumplida, y el 29 de octubre de 1683, pronunció sus votos en presencia del Sr. Bessière, con los sentimientos de la más tierna gratitud y la más inviolable fidelidad; sentimientos que no fueron pasajeros ni simplemente afectivos, sino perseverantes y eficaces.
El paso del seminario a los estudios es resbaladizo y peligroso para muchos. Uno que durante su tiempo de probación ha parecido piadoso, dócil, regular, recogido, humilde y mortificado, cuya piedad ablanda el estudio, cuyos conocimientos disminuyen la humildad, cuya regularidad, el recogimiento y la docilidad van cediendo paso poco a poco a un cierto aire de libertad que afectan de buen grado los que creen saber algo, y por último, aquellos cuya mortificación se quiebra, si no a la delicadeza, al menos a la demasiada atención y miramientos con el cuerpo, bajo pretexto de conservar la salud para sostener el trabajo del estudio. Dios preservó de todos estas peligros a nuestro novel estudiante; se repartió de tal manera entre el estudio y los ejercicios de piedad, que el ardor que tenía por aquél nunca dañó a ésta; iluminó su espíritu, sin desecar su corazón; cultivó con tanto cuidado la caridad que edifica, como jamás la ciencia que infla: a pesar de los grandes y rápidos progresos que hizo, se le vio siempre humilde, porque estaba persuadido de que siendo hijo del humilde vicente de Paúl, la humildad le era muy necesaria, y que él no perdía de vista la resolución que había tomado de avanzar en esta virtud.
Su oración, formada según el método de san Francisco de Sales, no se inclinó hacia esas vías singulares y peligrosas que estuvieron demasiado en boga hacia finales del del siglo en el que había nacido; pero si no se distinguía en la manera de orar, lo hacía bien por el cuidado con que se disponía a la oración, persuadido de que no debía poner menos cuidado para lograrlo en el ejercicio de la oración, del que llevaba cuando había que sostener o hacer defender tesis públicas.
En cuanto a los sacramentos, no sólo no omitía jamás recibirlos en los días señalados por su regla, sino que era más exacto aún en prepararse para ella. Sus confesiones iban precedidas de una preparación atenta, de manera que el Sr. de la Salle, su confesor se creyó obligado a hacerle reducir el tiempo; pero le dejó en la práctica de dar más extensión a sus preparaciones para la comunión y a sus acciones de gracias.
Con tales disposiciones, se entiende perfectamente que sus estudios no podían ser hechos sino muy cristianamente. Y la prueba indudable de que sólo estudiaba por Dios es que no estudiaba más que lo que Dios quería y de la manera que quería. Él no fue ni el juguete de una curiosidad ligera e imprudente, que hace rebuscar todas clases de ciencias y que no permite investigar a fondo ninguna, ni el esclavo de una pasión desreglada, infatigable, que hace devorar, sin provecho, los volúmenes enteros, que no conoce límites, y que no distingue tiempos. Muy alejado de todos estos defectos, se dedicó atentamente a estudiar, a comprender y a imprimir en su memoria las lecciones que le eran prescritas. No ignoraba la utilidad que se extrae de las diversas ciencias y de las lenguas; pero la prudencia le dictó que no era posible abrazar útilmente tantas cosas a la vez, y la virtud le dio bastante fuerza para reservar para tiempos más oportunos el deseo de una cosa buena y hasta necesaria, pero que habría estado por entonces fuera de lugar.
Llevaba habitualmente la vista modestamente baja, no sólo en la iglesia, en el refectorio y en todos los lugares donde la comunidad se reunía, sino en la clase, caminando por la ciudad y por la casa. Fuera del tiempo de recreo, no se permitía hablar sin necesidad; no se reía nunca ruidosamente; se mantenía siempre modestamente sentado. Quería, en su modestia, honrar e imitar el recogimiento interior y exterior de la santísima Virgen, y su meta era mantener así en él el espíritu de compunción y de conservarse, por la unión con Dios, en el espíritu de fervor y en el celo de la perfección.
Fue en estas disposiciones tan santas como le hicieron recibir el subdiaconado, el 12 de junio de 1688, y el diaconado el 18 de setiembre siguiente. La intención del Sr. Jolly ordenarle sacerdote en Navidad; pero el humilde diácono temió tanto la dignidad del sacerdocio, que se arregló, por sus insistentes súplicas, con el Sr. Superior general que le concediera un plazo. Debió a pesar de todo someterse a la voluntad de Dios, y recibir el sacerdocio el 5 de marzo de 1689. Fue para él la ocasión de un fervor renovado. Guardó únicamente para Dios todos los afectos de su corazón y se encerró más y más en el interior de sí mismo, sin dejar de ser dulce, afable y gracioso, se volvió más serio y más reservado.
Sus males de pecho le habían reducido a un estado tal que el médico pretendía que no le quedaban más de seis semanas de vida. El peligro en que se hallaba fue el único capaz de obligar al Sr. Jolly a retirar de San Lázaro a un sujeto tan propio para animar los estudios y mantener el amor de la virtud y del buen orden. Le enviaron pues en 1689 hacia finales del mes de agosto, o a comienzos de setiembre, a Châlons-sur-Marne, con la esperanza que el aire no era tan vivo, y el trabajo más moderado, él podría tal vez restablecerse
2.- Conducta del Sr Bonnet como misionero y director de seminario.
Le costó mucho al Sr. Bonnet dejar la casa de San Lázaro, pero el contento que experimentó en su nueva morada y más todavía su sumisión a la voluntad de Dios, le conservaron en una tranquilidad tan perfecta que escribía algún tiempo después al Sr. Jolly: «He sido recibido de todos nuestros señores, de la manera caritativa y cordial que me habíais dicho. Esta caridad no es pasajera, o de un día tan sólo, ya que continúan todos mostrándome el mismo apoyo. Será pues siempre verdad que los haberes no harán nunca mejor que cuando pongan en el seno de la divina Providencia, el cuidado de disponer de todo lo que les concierne, del lugar, de los empleos, de las personas, etc. No había en Francia ninguna casa de la Compañía donde yo tuviera más conocimiento que en Châlons, y ahora no conozco, después de la de San Lázaro a la que quiero de forma especial y en la que me tendré toda mi vida por feliz de ocupar el último lugar; no conozco, repito, donde pueda vivir más contento y trabajar más útilmente en mi salvación». Allí vivió en efecto en una gran paz, estimado y admirado de todos por sus talentos, respetado y querido de sus cohermanos por la sabiduría de su conducta y la dulzura de su virtud; amado de su superior por su perfecta obediencia y su exacta regularidad.
Apenas fue conocido en la familia y en el seminario, cuando todos le tomaron confianza para su dirección espiritual, y se puede juzgar del celo, de la caridad y de la prudencia con que se portaba en el sagrado tribunal por los cuidados que tuvo en lo exterior para formar en la virtud a los Srs. jóvenes eclesiásticos y a los hermanos de quienes había sido nombrado director. Velaba sobre la conducta de éstos, les daba con bondad los pequeños avisos que les creía necesarios, y los reunía exactamente todas las fiestas y domingos para hacerles lecturas e instrucciones proporcionadas a su estado. En cuanto a los jóvenes clérigos seminaristas, les costó algo en un principio sufrir algunas reformas que necesitaban, pero ellos se sometieron, y no pudieron negar ni su estima, ni su [86] afecto a un hombre que los instruía con tanta claridad como solidez, y que los formaba en la virtud con tanta dulzura como celo. Había en aquel tiempo, en Châlons, una especie de seminario menor, cuyos alumnos venían al mayor a hacer sus retiros; y como por lo general querían dirigirse al Sr. Bonnet, cuyo aire afable los atraía, aprovechó esta confianza para el bien de estos jóvenes señores. Los formó en la oración, cuyo uso apenas conocían, trabajó en toda circunstancia para hacerlos virtuosos y espirituales. Lo mismo hacía respecto de lo eclesiásticos del seminario mayor, pero de una manera más seguida; también, tuvo el consuelo de ver a varios darse a Dios, y continuar, cuando salieron del seminario, viviendo como vivían en él, en la práctica de la oración mental, en separación del mundo, en la aplicación al estudio y en la fidelidad a las funciones de su ministerio.
Pero, si los Srs. Seminaristas concibieron de su director las ideas más positivas, las personas que gobernaban la diócesis no atribuyeron menos justicia a sus méritos. El prelado era entonces Mons. Louis-Antoine, luego cardenal de Noailles y arzobispo de París. Había quedado muy satisfecho de los discursos que el Sr. Bonnet había pronunciado en las aperturas de las clases y de las explicaciones que le había escuchado dar por entonces; pero quería ver por sí mismo si el curso del año respondía al principio del mismo, y si lo que había oído en éste no era más que efecto de una preparación extraordinaria. Vino por eso varias veces al seminario mientras estaban en clase, y vio con placer que estaban siempre en situación de recibirle, aunque no se esperara su visita. Habló de él con elogios en diferentes momentos, tuvo incluso la bondad de mostrar alguna vez su satisfacción al Sr. Bonnet en los términos más complacientes, y los Srs. grandes vicarios y otras personas que tenían alguna autoridad en la diócesis, testimoniaron abiertamente en toda ocasión la importancia que daban a sus méritos, a su virtud y a su talento para la instrucción y la educación de los jóvenes eclesiásticos.
Era posible que triunfando en sus empleos, siendo querido dentro y considerado fuera, se apegara su corazón demasiado a su puesto y a las personas en quienes hallaba sentimientos tan capaces de halagarle, pero estuvo siempre en guardia contra esta tentación, y protestó a menudo, en sus cartas al Sr. Jolly, que nunca se apegaría a Châlons, ni a ningún otro lugar. Por lo demás, estas dulzuras no carecían de mezclas. Le había ido bastante bien el año de 1691, pero tuvo también sus inconvenientes causados por el movimiento de ideas de lo que hablaremos más adelante. Su salud fue así puesta a prueba.
Hacia finales de 1692, fue por algún tiempo, con el Sr. Hourdel, a tomar parte en los trabajos de las visitas episcopales, y cayó pronto en un agotamiento general acompañado de una fiebre lenta continua y de una gran debilidad y sequedad del pecho. Cuando se vio un poco restablecido, se creyó obligado a dar aviso al Sr. Jolly de este nuevo accidente.
Era demasiado querido del Sr. Jolly, para que este sabio superior no pusiera todos los medios para conservar a este buen sujeto. Y conocía sus talentos y tenía suficientes pruebas de su virtud y de su prudencia. Se había servido con frecuencia de él para diferentes asuntos, aunque fuera joven; y este excelente superior a quien no faltaban por cierto ni penetración ni experiencia, había querido hacia finales de 1691 consultarle sobre los medios de superar los trabajos que llevaba consigo desde hacía algunos años la dirección de la casa de Châlons, en relación con algunas personas que tenían más crédito en el obispado que afecto por el seminario mayor. Así movido por la estima y la amistad hacia tan digno misionero, le llamó primeramente, y después de algunos meses de descanso, hallándose su salud casi restablecida, le envió de superior a Auxerre. Todavía no tenía treinta años, pero no dejó de desempeñar su trabajo, como si se tratara del superior más experimentado. Su salud resultó más variable y más débil todavía en Auxerre que en Châlons. La fiebre, ya intermitente, y ya continua, los catarros y las sequedades de pecho, que se sucedían, hicieron temer lo peor. Entretanto, a pesar de tantas enfermedades y debilidades, siguió llevando una vida bastante dura trabajando mucho.
Los que saben qué grande fue la carencia, en 1693 y 1694, comprenderán fácilmente que el seminario de Auxerre que, en los mejores años, se ve en apuros en lo temporal debió resentirse mucho por la miseria general, careciendo de fondos y de provisión. Fue preciso pues reducirse a pan muy moreno, a una medida muy mediocre de vino, y a una muy pequeña cantidad de carne.
Este tratamiento no era precisamente el indicado para fortalecer la débil salud del Sr. Bonnet.
Casi siempre enfermo durante los cuatro años de su estancia en Auxerre, no obstante, ¿qué no hizo por el bien de la diócesis, por el de la familia de la que estaba encargado, por el alivio de los pobres, y para frenar varios escándalos públicos?
Si su celo no hubiera tenido por objeto más que las funciones naturalmente unidas con el oficio de superior de un seminario, no habría sido para él una fatiga, teniendo en cuenta su gran facilidad, pero a sus ocupaciones la Providencia permitió que se añadieran tantos más que sorprende que haya podido resistir. En las visitas que ante todo debía hacer y recibir, se había apreciado tanto su modo de hablar de Dios y llevar a la virtud, que los principales eclesiásticos y los burgueses más acreditados quisieron venir al seminario para hacer el retiro bajo su dirección; y con frecuencia tenía a varios a la vez. Por otra parte, Mons. André Colbert creyó haber encontrado en él a un hombre propio para ayudarle en todo aquello que un obispo puede descargar en una persona de mérito y de confianza; quiso tenerle a su lado en sus visitas; le encargó de examinar todos los puntos de reforma de los que su diócesis podía necesitar, y luego los convertía en ordenanzas. Le mandó redactar las memorias necesarias para llegar al establecimiento de las conferencias eclesiásticas de ciencia y de piedad cuya costumbre tenía idea de introducir en toda su diócesis; le obligó a redactar, en forma de catecismo, una instrucción sobre la tonsura, y otra para los confesores; le empleó en las funciones extraordinarias, como en la célebre reparación del sacrilegio cometido en 1697, en Coulanges-sur-Yonne. El concurso de las parroquias vecinas, el horror de la profanación, el celo del honor de Jesucristo, tan indignamente ultrajado, se posesionaron de tal forma del Sr. Bonnet que confesó después que se encontraba fuera de sí, y que no se dominaba ya. (Es de este discurso, sin duda, del que hablaba Collet en su Introducción a las Meditaciones: «Mientras era superior del seminario de Auxerre, hubo una iglesia del campo que fue indignamente profanada. Rompieron el tabernáculo, y se llevaron el copón con las santas hostias los perversos. Mons. Colbert, que era el obispo, quiso trasladarse allí, para reparar, en lo posible, el ultraje que se había cometido en el cuerpo de Jesucristo; y comprometió al Sr. Bonnet a acompañarle. El prelado que vio, al llegar un concurso extraordinario de todas las parroquias vecinas, creyó que una palabra de exhortación no podría por menos de hacer mucho bien; y pidió al Sr. Bonnet, cuya facilidad conocía, que aprovechara la ocasión. Éste, que no esperaba menos, pide media hora para pensar. Al cabo de ese breve intervalo, sube al púlpito, y toma por texto estas palabras de Magdalena afligida. «Tulerun Dominum meum, et nescio ubi posuerunt eum: Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto». (Jn. XX 13). Pronunció estas palabras con un sentimiento de dolor, y apenas acaba de traducirlas, cuando su auditorio se deshace en llanto, y prorrumpe en gritos. ¿Qué no hizo el resto de su discurso?»
Tantos buenos servicios se ganaron por completo el corazón del virtuoso prelado, bajo quien tenía el consuelo de trabajar, pero algunas personas no se sintieron igualmente contentas. Se sabía que había sido el promotor de los retiros eclesiásticos, y no eran del gusto de todos. La autoridad del obispo y la bondad de la causa los habían hecho pasar al sínodo a favor de las sabias precauciones que se habían tomado en la ordenanza, y del celo de dos de los más dignos sacerdotes de la diócesis que quisieron ser nombrados a la cabeza del primer equipo; pero cuando se vio que, dos meses después, se pasaba de la propuesta a la ejecución, los que temían este ejercicio hicieron explotar su descontento. Pero la obra salió a flote, era lo que él deseaba.
Sus trabajos por la diócesis no le hicieron olvidar el cuidado de la familia de que estaba especialmente encargado, y cumplió siempre, en lo que a él correspondía, los deberes de superior dulce y firme, de padre tierno y caritativo, de ecónomo fiel y prudente.
La parte más importante de la dirección de una familia es ciertamente el cuidado de lo espiritual, pero el de lo temporal debe necesariamente ser también el objeto de la atención del superior, ya que no podría ni establecer ni conservar aquélla si no trabajara por mantener o en mejorar éste. Según este principio, el Sr. Bonnet evitó con cuidado todo lo que podía incomodar a una casa que no pasaba por momentos precisamente boyantes, y él prefirió privarse y sufrir con sus cohermanos que pedir prestado como el obispo le aconsejaba: «Se quería que en lugar de aumentar, como era necesario evidentemente, la pensión de los Srs. seminaristas, disminuyera más su paga, y por consiguiente la de los misioneros: «Nos hallamos, respondió él, en el punto más bajo de los recortes; no me pertenece reducir a mis cohermanos a una alimentación incapaz de sostenerlos, y dudo si el Sr. Jolly aprobará lo que hemos hecho al respecto». ¿Cómo pues evitó el préstamo y el exceso del recorte? Haciendo estas provisiones convenientes. Ahí estaba todo su recurso, y Dios le bendijo visiblemente. A falta de una casa de campo, era necesario, los días de vacaciones, llevar a los seminaristas por una parte o por otra; lo cual tenía sus inconvenientes y no era muy favorable a la regularidad. El Sr. Bonnet lo sintió, y con la ayuda de algunas personas amigas, compró un bien, ciertamente pequeño, pero poco distante, y donde el seminario pudiera tomar sus recreaciones.
Fiel imitador de la caridad del bienaventurado Vicente de Paúl, se entregó con todo el afecto de su corazón a la ayuda de los pobres. Tuvieron mucho que sufrir, sobre todo en Bourgogne, en los años 1694 y 1695. El Sr. Bonnet escribió con frecuencia por ellos a París y les logró muchas limosnas; las incrementó con lo que pudo recoger de las personas acomodadas de Auxerre y alrededores; para la distribución de estas ayudas hizo gran número de viajes; y los hizo siempre a expensas de su casa y una vez con peligro de su vida, al ser atacado por tres hombres; pero la presa en que confiaban se les escapó con la presencia de espíritu del caballero y con la velocidad del caballo cuya brida no había agarrado. En estas carreras caritativas, iba de casa en casa, de choza en choza, y examinaba las necesidades y recursos para acomodar las ayudas; consolaba a los enfermos, animaba a los que la miseria no había arruinado del todo la salud; se esforzaba por hacer renacer la esperanza en estos corazones abatidos; pues a la limosna corporal, añadió siempre la espiritual.
Estaba de esta forma ocupado en procurar la gloria de Dios, cuando el Sr. Pierron, que acaba de ser elegido superior general después de la muerte del Sr. Jolly, le llamó a París para enviarle a ocupar su puesto en Chartres. Su reputación le había precedido, y Mons. Paul Godet Desmrais no le hizo más que esta pregunta: «¿Es usted superior del seminario, en Auxerre?» Tras lo cual, abrazándole con mucha bondad, le dio desde ese mismo día pruebas inequívocas de su estima y de esa entera e íntima confianza con la que le honró siempre en lo sucesivo. El Sr. Bonnet respondió a ello en primer lugar con su respeto y entrega, y más tarde el celo con el que sirvió a este grande y santo obispo, y la sabiduría con que llevó a cabo todas las comisiones que le encargó Su Ilustrísima. Desde la primera entrevista, el prelado se había abierto a él sobre sus disposiciones interiores, y le había tomado por su confesor; se encontraba tan bien que viéndose obligado, en 1702, a ir a Bourbon a tomar las aguas quiso tenerle con él, y tanto se lo rogó al Sr. Pierron, entonces superiorr general, que lo consiguió. Pero se ha de decir, de paso, que si Mons. el obispo de Chartres era muy inclinado a favor de de su director, éste sentía hacia por Su Ilustrísima la más alta estima. No solamente en lo que concernía a su persona quería Mons. Desmarais conocer el parecer del Sr. Bonnet, se lo pedía también acerca de las dificultades qu se presentaban en la dirección; pero persuadido de las luces y de la confianza de aquel a quien consultaba, le escribió en la primera ocasión: «Yo soy sencillo en mi confianza y no os pido más que un sí o un no». El superior no sólo no dejó de apoyar sencillamente su consejo, y el obispo le demostró su satisfacción, pero de rogó también que no motivara sus respuestas. Le empleó luego en las visitas, los discursos sinodales, las visitas y retiros de diferentes monasterios de religiosas de Mentes y otros lugares de la diócesis; y todas sus diversas funciones tuvieron un éxito tan feliz que Monseñor de Chartres, escribiendo al Sr. Pierron, en enero de 1689, decía: «Por lo demás, no puedo expresaros suficientemente lo contento que estoy con el Sr. Bonnet; tiene mucho talento, un buen espíritu, un buen corazón, una virtud recta, amable y sin testarudez. Es uno de vuestros mejores súbditos, le quiero incondicionalmente, os agradezco de todo corazón por habérmelo dado».
Las funciones domésticas no sufrían por estas expediciones a las que de vez en cuando le obligaba su obispo, porque no concedía a éstas más que el tiempo necesario, y que de regreso a su casa, no se tomaba ningún descanso. Los ejercicios de su comunidad y las conferencias de los Srs. seminaristas seguían siempre su marcha. Velaba asiduamente por el progreso de estos señores, examinaba su conducta y sobre todo su vocación. ¿Había en ésta defectos esenciales? No tenía en cuenta ni el rango y el crédito de los protectores ni los intereses de las familias; pero hacía las cosas sin ruido, y tomaba justas medidas para que el retiro de los sujetos no les produjera ningún disgusto. Un joven que no había entrado en el seminario más que porque no era el mayor de su familia, temía con razón que si dejaba el estado eclesiástico, se viera expuesto a la indignación de su padre; nuestro sabio superior le sacó de apuros proponiendo a Monseñor de Chartres un medio resultó sin ninguna negociación. Luis XIV dijo al padre de este joven: «Vos tenéis un hijo en cierto lugar, yo le quiero a mi servicio en tal cuerpo. Que se presente allí dentro de ocho días, y que nadie se lo reproche ni le moleste por cambiar».
El respetable superior tenía cuidado de apartar de los jóvenes clérigos todo lo que podía hacerles perder el horror del mal; y no prestaba menos atención a hacerles practicar las virtudes propias de su estado; quería que fueran piadosos y que se acostumbraran a hablar con Dios, que amasen el estudio, que aprovechasen con alegría todas las pequeñas ocasiones de trabajar por la salvación de las almas, y que se aplicasen a mortificar las pasiones; a pesar de su dulzura no dejaba de reprender con firmeza y de castigar incluso a veces sus faltas, cuando eran de importancia o en sí mismas, o en sus consecuencias. Celoso del avance de estos señores, no descuidaba a sus cohermanos; se había hecho una regla de quererlos a todos y hasta a sus mejores amigos, más por ellos y por la Compañía, que por sí mismo. Por eso no dudaba en contristarlos por algunos días, cuando lo creía necesario, sea para la conservación de su salud, sea por la enmienda de sus defectos. Así pues, aunque tuviera mucha estima por la virtud del Sr. Regnard, no obstante que su manera de vivir arruinaba sus fuerzas, y le hacía casi no apto para nuestras funciones, se propuso unirle al tren común hablándole con alguna firmeza. «Me tomaré tiempo para mantenerme firme, escribía al Sr. Pierron, y le haré dormir y comer; de otro modo, es un hombre perdido que no podrá nunca hacer nada. Ya he logrado dos veces hacer entrar en el ritmo de la comunidad a dos ancianos particulares en sus manías. Pero no haré de malo sin embargo sin que me lo hayáis permitido, e incluso aconsejado».
Por lo demás, empleaba con sus inferiores todas las buenas formas, las deferencias y las atenciones posibles. Si se encontraba con alguna diversidad de pareceres en lo que proponía hacer, no se servía de su autoridad para decidir, sino que él exponía el asunto a los superiores mayores, persuadido, decía él, que para vivir en paz en una comunidad, se han de respetar no sólo las razones sólidas, sino también las ideas poco fundadas de las personas con las cuales se tiene el honor de vivir. Si alguien de su familia estaba enfermo, le procuraba generosamente los remedios, hasta extraordinarios. «Si vos tenéis la bondad de permitir que se lleve a Bourbon a nuestro hermano Philbert Pusset, yo haré que lo lleven al punto, y os ruego que no tengáis en consideración los gastos, siéndonos este buen hermano muy querido, y además muy virtuoso»; es lo que escribía al Sr. Pierron el 28 de setiembre de 1699. Si, por falta de luces antes que de buena voluntad, sus inferiores cometían faltas, los soportaba con caridad. Él era por el contrario firme y caritativamente severo con los que no querían ni hacer su deber, ni ser reprendidos de sus faltas. «Recibiré agradablemente al Sr. N., decía él un día, pues es ésa vuestra voluntad, y le atenderé con afecto en lo que pueda, si se corrige; pero si él pensara en hacerse el malo; verá con quien está hablando; pues no me asustan de ninguna manera las fanfarronadas o la resistencia, sino al contrario tan dispuesto a hacerse doblegar a los que se rebelan, como a soportar de todos maneras a los que se doblegan, y que al menos son humildes en sus defectos».