III.- El Sr. Bonnet, Superior General
No hacía aún seis años enteros que el Sr. Bonnet estaba en Chartres, cuando la Asamblea general de 1703, le eligió como uno de los asistentes del Sr. Watel, nuestro quinto superior general. Se trasladó a San Lázaro muy poco después. Fue primero director de los retiros y prefecto de los estudios; Tuvo a continuación la dirección hasta el 3 de octubre de 1710. Gobernó entonces la Congregación en calidad de vicario general nombrado por el Sr. Watel y después hasta su muerte, como superior general. Había sido elegido para este empleo el 10 de mayo en la Asamblea de 1711. Ésta es la sucesión de episodios de su vida siempre laboriosa y muy entregada, siempre virtuosa y edificante, siempre útil a sus cohermanos y a una infinidad de otras personas. (La Compañía de las Hijas de la Caridad fue entre todas las obras de san Vicente querida en el corazón del Sr. Bonnet. Les comunicó su elección en términos que manifestaban su gran interés. Organizó para ellas los retiros anuales casi tal y como se practican hoy. Ello con un cuidado atento por todo lo que se refería a la buena administración de su comunidad; en dos ocasiones, por ejemplo, les anuncia una nueva distribución de sus casas en provincias diversas, a medida que el número de establecimientos aumentaba. En el Compendio de Conferencias de los diversos superiores generales y directores de la Compañía de las Hijas de la Caridad, hay más de cuarenta instrucciones de él, llenas de prudencia, de buen sentido elevado y de espíritu de Dios. –Edición in-4, París, 1846; t. II, p. 315 y siguientes).
A las pruebas que se han visto ya del bien realizado por él, se han de juntar las que resulten de las virtudes que ha practicado constantemente, y de las que se van a exponer algunos rasgos.
IV.- Virtud de M. Bonnet.
La fe es el fundamento de todas las demás, y éstas no pueden dejar de ser verdaderas y sólidas cuando aquélla es igualmente humilde y generosa, sencilla e ilustrada, pacífica y activa. Pues bien, la del Sr. Bonnet ha tenido todos estos caracteres. Dócil hijo de la Iglesia, ha recibido en todo tiempo las decisiones con un profundo respeto: celoso ministro de esta santa Esposa de Jesucristo, él ha defendido siempre su autoridad; vigilante superior, no ha omitido nada de lo que dependía de él para preservar a sus inferiores de todo contagio de error; servidor prudente y amigo caritativo, ha prestado, sin salirse de los límites de la discreción, pero también sin hacerse esclavo del respeto humano, el mismo buen oficio a todos los que se han relacionado con él. Vamos a ver en lo que sigue las pruebas de estos diversos puntos.
Desde los comienzos de sus estudios, se propuso reglas para evitar todo extremo en materia de doctrina y de dirección espiritual, y veamos cómo habla: «(Nº 6) Evitaré todas las averiguaciones temerarias, todas las novedades profanas, todos los dogmas y los sentimientos no aprobados por la Iglesia y los buenos teólogos. (Nº 7) En cuanto a lo que se refiere a los dogmas expresamente contenidos en las sagradas Escrituras, o determinados por los santos concilios generales no tendré otro cuidado mayor que creerlos con la sencillez de los niños, ni otra curiosidad que saberlos defender sobre buenos y sólidos fundamentos, y defenderlos contra los esfuerzos y las vanas objeciones de los herejes, de los impíos, de los infieles. (Nº 8) En cuanto a las verdades dogmáticas sobre las cuales la Santa Sede se haya pronunciado, yo me someteré a ellas siempre de buen grado con la misma docilidad. (Nº 10) En cuanto a los hechos decididos por los concilios y por los papas, como, por ejemplo, que haya que decir anatema a Nestorio, y que las cinco proposiciones jansenistas están de verdad extraídas del libro titulado Augustinus, etc., yo me someteré a ellos igualmente sin dudar y sin tergiversar. (Nº 19) yo condenaré las cinco proposiciones extraídas del Augustin del difunto Sr. Ypres, precisamente en el sentido y en el modo que los papas las han condenado». En 1699, escribía al Sr. Pierron: «Nosotros examinamos ayer. Monseñor y yo, algunos lugares del P. Quesnel sobre san pablo. No sé en qué este Padre ha pensado ir a insertar en sus obras proposiciones tomadas de Baïus y de Jansenio. Los obispos leyendo este libro con atención, es una gran casualidad, que escape a una censura».
Podemos añadir que, por último, habiéndole dicho una persona que se podría tal vez muy bien tratarle de sospechoso de jansenismo, él le respondió con seguridad que no era posible; y le expuso la demostración en una carta bastante larga. «Nunca, le dice, he adelantado nada sospechoso en esta materia, y yo estoy actualmente muy alejado de estos sentimientos heréticos. Acepto de buena fe todas las censuras que se han dictado por los papas, y estoy preparado a firmar el Formulario y las Constituciones apostólicas. Mis tesis de 84, 86 y 87, prueban mi oposición a la tercera proposición de Jansenio sobre la naturaleza de la libertad necesaria para el mérito. El compendio que hice, en 1689, del libro de Jansenio muestra convincentemente que las cinco proposiciones son de este autor. En mis cuadernos de teología he establecido formalmente conclusiones opuestas totalmente a las de los innovadores, como ésta: las obras de los infieles no son todas pecados; la gracia eficaz no mueve necesariamente. –El elogio que he hecho de las cualidades y de las virtudes del difunto Mons. Paul Godet Desmarais bastaría para separar por siempre de mí toda sospecha, así hablo: «Se ha opuesto fuertemente a las herejías nacientes de estos últimos tiempos. La del jansenismo ha sido la más peligrosa, la más dominante, la más recalcitrante que haya cansado a la Iglesia durante la vida de este prelado: herejía orgullosa, soberbia, insolente, sutil, disimulada; herejía tan frecuentemente fulminada por la Iglesia, pero siempre rebelde a la luz y refractaria a la autoridad legítima. Después de ser repetidas veces condenada en el sentido de su autor, se atrevieron a disfrazarla bajo las apariencias especiosas de un caso de conciencia firmado por cuarenta doctores. Será siempre el privilegio y la gloria de este santo obispo haber vivido en la sana doctrina de la Iglesia, de haberla defendido bien durante su vida y de haber merecido morir por el exceso de los cuidados que se ha tomado por sostenerla.
Tal fue la sumisión personal del Sr. Bonnet a las decisiones de la Iglesia. Pero ¿cuál fue su celo por hacerla respetar y recibir? Habiéndole mostrado un sabio teólogo que quería refutar las reflexiones hechas contra la ordenanza por la que Monseñor de Chartres había condenado las Instituciones teológicas (de Juénin), y habiéndole rogado que le diera sus consejos, el Sr. Bonnet le demuestra primero lo que tiene que temer del resentimiento de sus partes, pero le anima después: «¿Por qué dudaríais en tratar de detener el progreso de una herejía sutil, orgullosa, insolente, rebelde y muy perniciosa a la religión?» Después de esto, le traza en cuatro o cinco capítulos el plan de la obra. En el primero, hacer ver por fieles extractos que Calvino ha dicho, que con la gracia más fuerte no se pueden cumplir los preceptos, y Jansenio, por el contrario, que se cumplen necesariamente con la gracia eficaz. En el segundo, mostrar que la Iglesia tiene el derecho y la posesión de condenar los escritos de los autores, de señalar las proposiciones erróneas y de censurarlas, y que sus hijos están obligados a obedecerla, no sólo guardando el silencio respetuoso, sino también adheriéndose interiormente. En el tercero, hacer sentir que el autor de las Reflexiones (Quesnel) no es sincero y de buena fe cuando da la doctrina de los cinco artículos como el sistema de Jansenio, y mucho menos cuando pretende que los obispos de Francia y de Roma incluso los han considerado como católicos. En los capítulos siguientes, probar brevemente por textos formales de las Instituciones que su autor establece, o salva, o defiende cada una de las cinco proposiciones. Añade luego algunos consejos, y entre otros éste: «Por lo demás, yo no querría que la fuerza del discurso dependiera de la acritud de las palabras, sino dela enormidad de los hechos, a fin de escribir cristianamente y no caer en el defecto que yo reprendería en el autor delas Reflexiones«.
Este celo por la sana doctrina se conocerá mejor aún por la vigilancia con que ha preservado de los nuevos errores a las personas que estaban bajo su dirección. Entregado desde 1704 hasta 1710 a la formación de los jóvenes misioneros durante el tiempo de sus experiencias, tuvo mucho cuidado de inculcarles las verdades católicas opuestas a las novedades profanas de los últimos siglos (los errores jansenistas). Ellos leen en las Meditaciones que ha preparado para ellos: «Yo creo, oh mi Dios, que os hicisteis hombre para salvar a los hombres. Creo que es por todos ellos y por mí en particular que os entregasteis a los tormentos: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me. Dios quiere salvar a todos los hombres, Jesucristo ha muerto por todos ellos y los invita a todos a la perfección conveniente a su estado, ¿de dónde viene pues que haya tan pocos salvados? Nadie nos ha contratado: Nemo nos conduxit; falsa excusa de los herejes, ellos dicen: » El Señor no nos ha llamado, su gracia nos ha faltado». Os equivocáis y queréis engañar a los demás; queréis llevar vuestra iniquidad hasta el seno de Dios. Él os ha llamado, os llama todavía; pero, hasta ahora, queréis hacer oídos sordos, resistís sin cesar a su Espíritu Santo. Vocavi et renuistis».
No era sólo a estos jóvenes a quienes enseñaba a pensar así, sino en los retiros de los Srs. párrocos, establecía las mismas verdades. ¿Habla de la medida de las gracias para animar a sus oyentes a un saludable temor? Se cuida de decir que los mismos que han agotado esta medida tienen sin embargo aún los socorros necesarios para poder salvarse.
Un joven regente le pedía en una ocasión una instrucción para comportarse en las primeras clases de teología, el Sr. Bonnet le tranquiliza y le advierte, entre otras cosas, que un escollo muy peligroso es el de dar en partidos extremos, bien respecto de los dogmas, bien en lo que se refiere a las reglas de la moral: «Es preciso, le dijo también, evitar ante todo, en los dogmas de la gracia, los sentimientos y los errores de Jansenio y de sus discípulos». Añadía con razón: «No se ha de atacar a la gente al buen tuntún, o sospechar de ellos sin fundamento; pero tampoco se ha de ser un mal tolerante que, para tener una paz falsa con los hombres, sufre, sin gritar, que se haga la guerra a Dios. No se ha de decir: tal compañía es jansenista, tal otra está corrompida en su moral; basta con condenar el error y la depravación en aquellos que la Iglesia ha notado, y se han de respetar los cuerpos de los que son miembros».
Sabiamente reservado en hablar de tal o cual cuerpo en particular, no perdonaba a los innovadores en general: «Cuento en el número de los más culpables a los jansenistas y a los quietistas; aquéllos porque hacen a Dios autor de sus iniquidades; éstos, porque quieren hacerle cómplice de las suyas. Los primeros mienten diciendo que han pecado, porque Dios ha consentido en sus crímenes. Unos y otros blasfeman; ni unos ni otros tienen del Señor sentimientos dignos de su bondad y no le buscan con corazón sencillo». Es lo que decía en un discurso en 1709 cuyo texto era esta palabra de la sabiduría: Sentite in Domino in bonitate.
Hablaba también con más fuerza y vivacidad cuando se trataba de proteger a los suyos contra las nuevas opiniones: «Si el libro que les he dado, escribía él en 1734, dice que la gracia eficaz es la gracia medicinal del Redentor, dice la verdad; pero no es la única, y si rechaza la gracia suficiente, es bueno y perfecto jansenista. Hay que perderlo todo para poner al abrigo nuestra fe y nuestra obediencia a la Iglesia y a la Santa Sede; no vayan más a ese confesor; tomen otro». –Algunos años antes, una religiosa, muy respetable por su sabiduría, su virtud, su mérito, su nacimiento, le rogó que tuviera a bien levantar la prohibición que había impuesto a uno de sus inferiores de ver de vez en cuando a una dama de consideración y que hacía profesión de virtud, pero no, por entonces, de sumisión a la Iglesia, y él respondió: «Una vez que me aseguréis que está perfectamente sometida, no de palabras, sino de obras; que no está liada a vuestras desobediencias; que no pasa por su canal en vuestra comunidad nada seductor, yo lo haré de buena gana; hasta entonces no cambiaré nada de cuanto he dicho. En ello creo imitar de muy cerca a nuestro bienaventurado Padre y el vuestro. Sería para mí muy grato complacer a esta dama, pero yo debo a Dios, a la Congregación y a mí mismo la dirección que tengo de este encuentro». –En otra ocasión, habiendo dicho un señor algunas palabras que hacían sospechar que su confesor era cómodo, indiferente e indolente en cuanto a la sumisión a los decretos de la Iglesia, el Sr. Bonnet le expresó en una carta que esta indolencia era el carácter más reprobable que se pueda atribuir a un confesor: Que es indiferente para las cosas de la religión, sin tener ninguna, y que no debía sorprenderse de que su confesor se hubiera contristado por las palabras que habían dado ocasión a la sorpresa. «Me preguntáis, añade, si un confesor puede o debe hablar de Constitución a sus penitentes. -No, a los que viven en la sencillez de la fe y en una perfecta sumisión a la Iglesia. Pero en cuanto a las personas de calidad, bien instruidas, y que en todas las compañías hablan unas veces bien, otras veces mal, puede y debe, antes de escucharles, asegurarse de su sumisión filial a la Iglesia; donde la fe no es pura y entera, humilde y sencilla, sumisa y obediente, no puede haber verdadera santidad, ni verdadera justicia».
Las Damas Ursulinas de Mantes, habiéndole pedido hacer una novena en la tumba del bienaventurado Vicente de Paúl a favor de una religiosa de Port-Royal-des-Champs, que había sido trasladada a casa de ellas, no solamente aceptó la propuesta, sino que escribió a esta persona una carta igual de honrada y apremiante, para comprometerla a someterse. «Aunque supusiéramos falsamente, le dice, que el papa y los obispos no han recibido de Dios, gracia, luz y poder de decidir sobre las cuestiones parecidas a la que se está tratando, está fuera de toda duda que por su carácter, su puesto, su dignidad, merecen tanto y más crédito que las personas que os han persuadido de no creer lo que os dicen sobre los errores del libro de Jansenio; y si tuvierais que arriesgaros al error, sería mejor equivocarse con el papa y los obispos que se os han dado por Dios para iluminar vuestra fe y para defenderla, que con particulares que no han recibido una gracia semejante, una autoridad igual, ni una misión parecida. Pero si añadimos que Dios los ha elegido como jueces de esta clase de asuntos, que los ilumina de un modo muy particular para llegar a conocer la verdad, y que los asiste con su espíritu para no equivocarse, ¿por qué no obedecer a la Santa Sede? ¿Tenemos nosotros más espíritu, más juicio, más solidez que san Jerónimo quien, en las cuestiones disputadas de su tiempo entre los herejes y los católicos, escribía al papa Dámaso: «Yo me adhiero a la cátedra de Pedro, todo el que celebra la Pascua (judaica) es un profano, y todos los que no se salven en esta arca, perecerán en las aguas del diluvio?»
No eran sólo religiosas o laicos a los que el celoso superior trataba de llevar a la sumisión, o se esforzaba por impedir que se separaran de ella; fiel imitador del bienaventurado Vicente, se atrevió, con la modestia y el celo conveniente, a llevar más de una vez sus muy humildes advertencias a prelados por los que sentía una estima singular y el más profundo respeto. «Equivocarse, escribe a uno de ellos, es una debilidad que va con nuestra naturaleza humana, y desde el error de nuestros primeros padres, no hay hombre que no se haya equivocado infinidad de veces. Los más hermosos espíritus al tratar de las materias más elevadas, y al tomar un mayor vuelo, están sujetos a cometer las mayores faltas: Es pues verdad que es propio de los hombres y hasta de los más grandes hombres equivocarse y errar, pero es preciso que sea una gloria especial, una ventaja particular, y como lo propio de Vuestra Ilustrísima, reconocer los errores, repararlos y sacar provecho de todas las maneras, como Ella puede muy fácilmente… Sois cristiano y muy digno hijo de la Iglesia, por lo tanto obligado a someteros al que la gobierna en calidad de cabeza visible. Sois prelado, por consiguiente estáis obligado a edificar a la Iglesia universal, enseñando a los grandes y a los pequeños que la humildad es una de las virtudes más esenciales de cristianismo. Vuestro rebaño está felizmente unido a la Santa Sede, por eso, os convertiríais en sospechoso y poco útil, si os desviarais lo menos del mundo en vuestra sumisión. Vuestra palabra está comprometida en ello y, por tanto, vuestra fidelidad y vuestra gloria. Se ha de sostener todo el peso de esta gloria naciente y elevarla hasta la consumación. Cuanto más agobiéis al Libro, más fuerte pareceréis; cuanto más lo toleréis más pasaréis por débil y más sospecho seréis».
Para terminar este artículo de la fe del difunto Sr. Superior general y hacer ver dada vez más su sencillez, la fuerza y la perseverancia, añadamos este extracto de su testamento: «Con relación a la Constitución yo declaro a la Compañía: 1º que he aceptado por mi carta del 6 de octubre de 1713, y a la que me he sometido perfectamente de corazón y de espíritu; 2º que en mi retiro de 1723 empleé tres días a los pies del crucifijo en releer más atentamente aún esta pieza, y que he encontrado receptiva en todas sus partes, no por interés o por política, o por acomodarme al tiempo, sino por convicción formada de la manera que voy a decir; 3º sin tener en consideración a los escritos hechos de una parte y de otra, he confrontado esta bula con mi catecismo y mi antigua creencia, he definido con santo Tomás las veinte cualificaciones, las he aplicado a las ciento y una proposiciones, y no he encontrado ninguna de éstas que no mereciera en un sentido natural y no forzado una o varias de las dichas cualificaciones, como se puede ver en el original escrito de mi mano, o en las dos copias que se han hecho por los Srs. Thibault y Mol…; 4º esta Constitución habiendo sido recibida unanimi consensu en nuestra última Asamblea general la cual se ha sometido de buen grado y sin ninguna coacción, nosotros no hemos omitido nada para hacerla recibir en toda nuestra Congregación; y hemos guardado y guardaremos fielmente, con la ayuda de Dios, todos los decretos de la dicha Asamblea sobre esto; 5º ruego al Sr. Vicario general y al que sea elegido superior general después de mí, que sean fieles a ellos por las razones siguientes: 1º tal es la voluntad de Dios claramente señalada por la Santa Sede y por todo el orden episcopal; 2º esta bula hace ley en la Iglesia y en el Estado. Pues, siguiendo las palabras del apóstol: Qui potestati resistit, Dei ordinationi resisitit: Qui autem resisitunt, ipsi sibi damnationem adquirunt; 3º la máxima de san Gregorio, papa, es muy verdadera, y esta sostenida por la experiencia de todos los siglos: Dedignatio subjectionis indignum facit proelationis: quien no obedece a sus legítimos superiores, no merece ser obedecido por sus inferiores; 4º una vez que los innovadores han llegado hasta sacudirse el yugo del primer superior eclesiástico que es el papa, ellos pisotean a todos los demás superiores subalternos, sin pudor, sin reparos y sin ningún respeto, faltando incluso a las leyes divinas y a las convivencias humanas; 5º no hay más que abrir los ojos para ver los desórdenes espantosos que han introducido en las comunidades de hombres y de mujeres: han minado la sumisión, la obediencia a la justa subordinación debida a los superiores; han pisoteado el espíritu de los fundadores, los votos y las reglas; han turbado la paz, la unión y la concordia, y las han sustituido por disensiones, aversiones, confusiones difíciles de calmar; 6º la Congregación de la Misión, la autoridad del superior general, de los visitadores y de los superiores locales no se pueden sostener y ponerse a cubierto de los insultos de los tipos díscolos sin esta perfecta sumisión de corazón y de espíritu a la Santa Sede. Sin ella seremos scopae dissolutae, ‘escobas deshechas’, un cuerpo sin alma, sin espíritu, sin nervios, un fantasma y un verdadero cadáver de congregación. Entretanto es imposible que subsista si no forma cor unum et animam unam; unum corpus et unum spiritum. Sin ello los espíritus se dividen, los corazones se separan, y de ahí nacen todos los defectos opuestos a la unidad; 7º hay que vigilar sobre todo que la juventud no caiga en el mal gusto de las novedades, marcando nosotros mismos un distanciamiento en todos los discursos públicos y particulares, escogerlos para prefecto de sus estudios y para regentes a hombres sabios, virtuosos, pacíficos, capaces, regulares, humildes y sumisos, por último quitarles los libros que hablan demasiado libremente del papa y de los obispos». (Hemos reproducido aquí todo lo que, en la Noticia contemporánea, concierne a la fe del Sr. Bonnet y la manera de actuar, ya que esta tempestad del jansenismo fue la más dura que se encontró durante toda su carrera de superior de seminario, luego de superior general de la Congregación).
La humildad puede considerarse verdadera y sólida, cuando a una gran estima de esta virtud se añaden sentimientos bajos de sí mismo, y a la indiferencia por las alabanzas y la reputación, la paciencia en el desprecio, las afrentas, las calumnias, que se aceptan con gozo los empleos oscuros, que no se busca exhibirse y se es sencillo en sus maneras, en sus conversaciones y en todo su exterior. Pues bien, nuestro difunto Sr. Superior general daba tal importancia a la virtud de la humildad que prefería un acto suyo a los éxtasis, a las revelaciones, y a otras gracias con las que Dios favorece a veces a sus servidores». Ésas son sus propias palabras.
Con esta profundidad de la humildad ha hallado el Sr. Bonnet el oro de esta doble caridad que es el cumplimiento de la ley, pues ella nos hace practicar todas las demás virtudes. Él ha amado a Dios y ha amado al prójimo. Su amor por Dios ha sido tierno, constante y activo; su amor por el prójimo ha sido compasivo, cristiano, justo y bien reglado. Si hablaba era siempre como hombre de bien que saca cosas buenas del buen tesoro de su corazón. Que se encontrara en la compañía de sus cohermanos o en la de personas del exterior, del rango o de la condición que fuesen, era siempre el mismo en este aspecto, y sin hacerse incómodo, sabía manejar hábilmente todas las ocasiones para llevar a los demás a la virtud y animarlos en el servicio de Dios. Si escribía, hacía lo mismo; y siempre cons encillez, con modestia y todos los miramientos de la educación cristiana. No se puede juzgar por este punto de una carta a la Sra. abadesa de Saint-Julien d’Auxerre: «Me parece, Señora, que mi carta degenera en sermón, no es sin embargo mi propósito exhortaros ni instruiros sobre vuestros deberes; tengo solamente el pensamiento de conversar con vos sobre cosas útiles, como lo haría en vuestro locutorio. Además, tengo por práctica no escribir nunca inutilidades a nadie, y cuando no fuera así, creería divertir a una santa religiosa con la lectura de una carta puramente humana. Sé desde hace tiempos que siendo buena y fiel sierva de Nuestro Señor, es agradaros el presentaros sus deberes, porque es, no una censura de vuestra vida, sino una aprobación de vuestra conducta». Este era el tenor de las cartas de nuestro difunto Sr. Superior general. Este el género de escribir en el que trataba de formar a los que tenían el honor de trabajar con él. «Pongamos siempre en nuestras cartas, les decía, algunas palabras de Dios».
El amor que le transmitía le daba una gran estima y un tierno afecto para todos aquellos que él creía virtuosos. Que un hombre tuviera mucho o menos espíritu, que estos talentos fueran raros o comunes, el Sr. Bonnet hacía poco caso de todo esto, pero él no podía negar su corazón a los que creía que tenían totalmente consagrado el suyo a la virtud. «Cuando se está bien persuadido, decía, que un hombre es de Dios, hay que comunicarle muchas cosas». Con este principio ha vivido casi toda su vida ha vivido cordialmente con personas cuya piedad era sólida, pero cuyas maneras eran a veces propias para ejercitar la paciencia de los demás. La suya estaba a prueba de estas clases de defectos, y la sola cualidad de verdadero cristiano, de hombre de Dios, de buen sacerdote, los cubría a todos a los ojos de nuestro caritativo padre quien no podía por menos que encontrar amables a los que él sabía que amaban al Señor y eran amados por él.
¿Qué no ha hecho el celoso misionero para convertir al pecador, para afirmar al justo debilitado, para levantar al que ha caído, para animar a la perfección a los que los llamaba su estado? Tantos retiros públicos y particulares como él ha dirigido en Châlons, en Auxerre, en Chartres, en la casa real de Saint-Cyr, y en San Lázaro, para los Srs. eclesiásticos de la diócesis y para los Srs. laicos; retiros que han tenido con frecuencia, en personas de distinción y en pecadores inveterados, los éxitos más felices y de los nosotros hemos sido los testigos, pero cuyo detalle nos llevaría demasiado lejos. Tantas misiones en las que ha trabajado con celo, sin distinción de lugar ni de personas; la buena gente del campo, los pobres del hospital del Nombre de Jesús, los pensionistas encerrados en esta casa y los obreros, los oficiales y los soldados de los Inválidos, los burgueses y demás habitantes de Versalles, todo le ha sido igual, y ha prestado siempre su ministerio con tan buena voluntad con unos como con otros, sea en el púlpito, sea en el tribunal de la penitencia..
Digamos por último que, desde su juventud, el Sr. Bonnet se había ofrecido al Sr. Jolly para las misiones extranjeras; que, en los años 1701 y 1702, reiteró las mismas ofertas al Sr. Pierron para China, y que, con la esperanza de ser enviado allí pronto, se aprendió el español y terminó de perfeccionarse en el italiano.
Este digno sucesor de san Vicente amaba tiernamente a sus padres y sobre todo a su virtuosa madre; pero los amaba, no para complacerse en verlos o en procurarles ventajas temporales, sino para ayudarles con sus consejos y sus oraciones a adelantar la obra de su santificación. Cuando le enviaron de París a Auxerre, Fonlainebleau se encontraba naturalmente en su camino, pero él sacrificó a la virtud el placer que habría tenido pasando por allí y se apartó. Regresa de Auxerre a París: «Llegaré tal día, escribe a su madre, esperad en la iglesia hacia las seis, oiréis mi misa y nos veremos después». Fue todo lo que le concedió y partió la misma mañana. Él sentía no obstante por ella todo lo que un hijo bien nacido puede sentir por una muy buena madre, y él estaba lleno de las grandes obligaciones que le tenía.
En 1702, escribía: «A mi regreso aquí, me he encontrado con la triste noticia de la muerte de mi querida madre a quien yo amaba tan tiernamente. Me siento tan afligido y a la vez sometido a Dios, teniendo la confianza de encomendarla a vuestros santos sacrificios». Siete u ocho meses antes, le habían dicho que estaba peligrosamente enferma. «Lo que me consuela, dice entonces, es que el Sr. de Vacquez hace por la salvación de su alma y por su alivio todo lo que podría hacer yo mismo si estuviera a su lado. Se trata de una madre a la que, aparte de las obligaciones comunes, yo le debo una muy sabia y santa educación desde la edad de tres o cuatro años. Ella es la única cosa que he perdido con pena, cuando he tenido la suerte de entrar al servicio de Nuestro Señor».
Aparte de nuestros padres según la carne, tenemos otros según el espíritu; nuestros superiores son nuestros padres, y los que profesan el mismo Instituto que nosotros son nuestros hermanos de una manera más particular que el resto de los hombres. Para unos y para otros, el Sr. Bonnet ha tenido una caridad cordial, justa y bien reglada. ¿Acaso un hijo no ama a su padre desde el fondo de su corazón, al desearle la conservación, que se la pide a Dios frecuentemente y ardientemente y que hace que se la pidan de la misma manera a todos cuantos él puede comprometer, cuando evita sobre todo contristarle lo menos posible, compadece sinceramente todas sus penas, trata de hacérselas soportables, y para librarle de ellas, se cargaría con ellas de buena gana, si fuera posible? Pues él escribía al Sr. Jolly, entonces superior general: «Sigo amando tiernamente mi vocación; continúo, Señor, recomendándoos todos los días a Nuestro Señor, y seré fiel a la ley que me he impuesto de ofrecer el santo sacrificio para que Dios tenga a bien conservaros largo tiempo en la Congregación». Él añadía: «He sentido mucho dolor en la muerte del Sr. Thévart, uno de mis más antiguos Padres espirituales. Con él pierdo mucho, ya que él decía, de vez en cuando la misa por mí a condición de que yo fuera todos los días a la tumba del Sr. Vicente a decir por él un Pater y un Ave, y renovar sus votos. Ofreceré a menudo el santo sacrificio por su descanso». Era en 1689 cuando escribía así al Sr. Jolly.
Como un hijo no cumple más que imperfectamente el precepto de honrar a su padre y a su madre, si al respeto que les tiene, no une una exacta sumisión, también los inferiores no aman lo suficiente a sus superiores, si no se esfuerzan en ser su consuelo por una obediencia perfecta y constante. La del venerable Sr. Bonnet ha tenido excelentemente estas dos cualidades, y en los diferentes estados donde se vio, ella siempre se ha extendido a sus deseos más inocentes, cuyo cumplimiento él no ha pedido, a sus peticiones mejor fundadas que no ha dado cumplimiento sino con la más completa resignación; a las cosas menos graciosas que se han deseado de él, y a las cuales siempre se ha prestado de corazón; a las propuestas que se le han hecho por las personas de más alta condición, y en las que nunca ha querido entrar sino con una perfecta dependencia de sus superiores; a los empleos y lugares que ha ocupado, habiendo estado listo para dejarlos a la primera señal de la voluntad de Dios, y habiéndolos abandonado con el desprendimiento más ejemplar. Era sin duda un deseo muy inocente el de vivir en una casa regular, y que suministra más medios de conservarse en el fervor. El Sr. Bonnet deseaba con esta consideración la permanencia de la casa de San Lázaro, y sin embargo se abstuvo siempre pedir volver a ella. Todo lo que se permitió en este aspecto fue la simple exposición de sus deseos: «Si alguna vez sucediera, decía, que mis pobres servicios puedan ser de alguna utilidad en la Casa de San Lázaro, yo volveré a vuestro lado, Señor, con tanto gozo que sólo me faltará la renuncia para partir. No es sin embargo una petición, ni siquiera un deseo formal, es una simple complacencia y una disposición habitual a dejar todo otro lugar para volver a aquél en que comencé a servir al Señor, y que no me impedirá vivir contento en la distancia presente, y hasta en uno más importante». Porque como se ha dicho se había ofrecido a ir a las misiones extranjeras.
Se sometió siempre de buena gana a las órdenes de sus superiores, incluso cuando su ejecución debía o privarle de lo que constituía su consuelo, o exponerle a nuevas cruces. Siendo todavía superior en provincias, tenía un asistente que, por su dulzura, su sabiduría, su virtud, su buena conducta, formaba su alegría, y cuya vida ha escrito después; sin embargo cuando se le piden, se somete sin ninguna resistencia. «Por lo que se refiere al cambio del buen Sr. Corre, escribe, es un sacrificio que se ha de hacer de corazón a las órdenes de la divina Providencia. No pretendo por estos muy humildes reparos esquivar el golpe, sino tan sólo daros el medio de ajustar la casa de Toul y conservar la nuestra en Paz, en regularidad y en estado de realizar nuestras funciones. Después de eso, yo acepto de antemano este cambio de buena gana, convencido de que nuestro bien está en la sumisión».
Su desprendimiento fue sometido a otra prueba, cuando en 1697 le trasladaron de Auxerre a Chartres. Inmediatamente, nada más recibir la orden, se fue a agradecer a Mons. André Colbert todas las bondades con que le había honrado, y a rogarle que aceptara su partida. El obispo se opuso fuertemente, pero el Sr. Bonnet le dijo: » Hasta ahora, Monseñor, he tenido gracia para serviros, porque Dios me lo pedía; en adelante ya no la tendré, porque me quiere en otra parte. –Esperad por lo menos, dijo Su Ilustrísima, a que yo reciba contestación de París. –Dudo, Monseñor, que logréis cambiar este destino: pero yo no prejuzgaré vuestros planes marchando al momento, ya que os prometo regresar de buena gana, si me envían». Partió pues sin dilación, y cuando Monseñor de Chartres le vio: «¿Cómo habéis podido salir de Auxerre, le dijo? Al parecer lo habéis hecho por vuestra cuenta. –Sí, Monseñor, le respondió, y los misioneros deben obedecer sin hacer intervenir inoportunamente a sus superiores». Unos quince meses después, este mismo prelado, en un viaje que hizo a París, habiendo presentido que el Sr. Pierron tenía algún plan sobre el superior del seminario de Chartres tomó a su regreso al Sr. Bonnet aparte, le pregunta, con sus maneras atractivas, si no tenía algún motivo de pena: pues él pensaba que tal vez el Sr. Bonnet mismo había propuesto su cambio. Pero éste habiéndole asegurado una y otra vez que estaba muy contento, el obispo le dijo que creía haber entrevisto que el Sr. Pierron quería colocarle en otra parte, y añadió: «¿No le ha dicho a usted nada? –No, Monseñor, y ha hecho muy bien; ya que yo habría venido a pediros vuestra bendición y mi despedida, como se la pedí a Mons. de Auxerre; y a pesar del dolor que hubiera sentido, no me habría levantado de vuestros pies hasta que no me hubierais permitido obedecer. Me alegro de que se haga lo que deseo justamente, y creo que nuestros Srs. Superiores piensan lo mismo. Es pues justo obedecer». Monseñor de Chartres, que se sabía y amaba las buenas reglas, alabó esta disposición y reconoció que tal era el deber del misionero.
Los que no aman al prójimo más que con vistas humanas, no lo sienten de ordinario mucho, cuando la muerte se lo ha hecho inútil; pero los que aman en sus amigos la justicia, la probidad, la rectitud y las demás virtudes, no pueden ser insensibles a la pérdida de tantos buenos ejemplos y del consuelo que encontraban en el trato de estas virtuosas personas. Con estos sentimientos el Sr. Bonnet, abriéndole su corazón a su superior general, le decía: «La muerte del Sr. Corre me ha afligido grandemente, pues yo no conocía en la Compañía persona más humilde, más dulce y más santa que él, sin hacer por ello ninguna comparación. Monseñor de Auxerre decía que no cometía pecados veniales, y que el demonio no se atrevía a acercársele. Es verdad que era un hombre de los menos faltones, y de los más uniformes en la virtud. Ya me cuesta consolarme por la pérdida de este querido amigo, conviene sin embargo sacrificarlo todo a Dios». El Sr. Bonnet no amaba sólo a los que eran tan perfectos, era suficiente con ser hijo de la Congregación para tener buena parte en su caridad.
Hay pocas personas en la Congregación que no sepan cuál ha sido en todos los tiempos su caridad con los enfermos, sin distinción de estado, y los cuidados que se ha tomado para procurarles todos los remedios ordinarios y hasta extraordinarios. Él se preocupaba porque no les faltaran las cosas más importantes, fuera cual fuera su reputación. Mientras se hallaba en Châlons, escribieron una carta calumniosa contra uno de los hermanos de esta familia; la orden de su cambio llegó poco después, el Sr. Bonnet, que se temió que se diera crédito a la calumnia, tomó enseguida la defensa de este buen hermano: «No podemos, escribió, sino consentir en el cambio del hermano François Langlois, y en todos los demás que Dios quiera hacer en nuestra familia, pero nos molestaría bastante que fuera con ocasión de la carta de este desdichado anónimo. El hermano François es uno de los más reservados y de los más discretos en esta materia de la que se trata. Él es trabajador, dócil, obediente y buen servidor de Dios. Con él perdemos mucho sea cual sea el motivo para que nos lo quiten; pero si es con ocasión de esta condenada carta, os lo aseguro, Señor, que nos duele en el alma». No fue menos celoso para defender la pureza de la fe de sus cohermanos, que para hacer ver la inocencia de sus costumbres. Mientras era asistente del difunto Sr. Watel, habiendo sabido que habían acusado de novedad a uno de los mejores sujetos de la Congregación y que esta delación, si bien muy mal fundada, había causado una fuerte impresión en el espíritu de Luis XIV, se lo contó enseguida a este cohermano, quien avisado no tuvo dificultades en justificarse ante Su Majestad con la sencilla declaración de sus verdaderos sentimientos y de la conducta que siempre había tenido respecto de los innovadores.
Por lo demás él no ha querido con menos fuerza a la Congregación en general que los particulares con los que se estimaba afortunado de vivir. Le estaba enteramente dedicado, y dejaba a un lado todo lo que creía poder dañarla, y tuvo gran cuidado de mantener en ella todo lo que estimó propio para conservarla en el espíritu de su bienaventurado fundador. Tenerse como hijo de la Congregación, estar preparado para servirla en todos los tiempos, los lugares y los empleos, es lo que constituye el verdadero apego de un misionero a su estado, y esta fue siempre la disposición del difunto Sr. nuestro muy digno Superior general. Se explicaba al Sr. Jolly en estos términos: » Estoy siempre en la resolución de emplear, con la gracia de Dios, toda mi vida en servir a mi muy querida madre la Congregación de la mejor manera que pueda hacerlo, y en todos los lugares y los empleos en los que Dios quiera colocarme». Él la ha servido, en efecto, de muchas maneras, y le ha rendido un servicio esencial dejando a un lado todo lo que podía dar entrada al error en ella.
Después de esto, no se ha de dudar que no haya puesto, en toda ocasión, sus esfuerzos por conservar en ella todas las prácticas de piedad que había encontrado en uso, para mantenerla en una exacta regularidad.
No podemos acabar mejor las pruebas de su amor hacia la Congregación, que con lo que ha dicho al final de su testamento. «En cuanto a nuestra Congregación, como le debo todo lo que soy en el orden moral y espiritual, también he vivido siempre para ella, y quiero morir en su fiel servicio. No lo he hecho hasta ahora con tanta perfección como hubiera debido, pero con un afecto muy filial por ella al que sería difícil añadir nada, y espero, pr Jesucristo, Nuestro Señor, servirla en el cielo hasta el fin de los siglos, después de que haya sido del agrado de Dios tener misericordia de mí, y purgarme de los restos de mis pecados».
Tal es el cuadro de las virtudes del Sr. Bonnet. (Su generalato fue uno de los más importantes para la Congregación, por la extensión que dio a las obras, por el número de los nuevos establecimientos, por las importantes medidas administrativas que tomó. Es en una historia de la Congregación donde se debe escribir eso. La presente noticia no siendo más que un relato de edificación, nos hemos sujetado al recuerdo de los ejemplos de piedad y de virtud que ha dejado el muy notable y muy digno superior general).
Fue el mes de noviembre de 1734 cuando comenzó a alterarse la salud del Sr. Bonnet, por la fiebre y reumas que se le juntaron. Hubo diversas alternativas en el curso de 1735. Por último, el 1º de setiembre, le llegó una fiebre muy violenta. Se confesó entonces, luego sintió que le volvían las fuerzas sensiblemente de un momento a otro, de manera que al día siguiente, día de San Lázaro, se levantó, caminó como siempre por la enfermería, y pasó el día tranquilamente. La mañana del 3 de octubre fue también sin ningún incidente, pero a mediodía, volvió la fiebre; aunque el acceso no fue tan violento como el precedente, fue superior a los remedios, y a las siete de la tarde nos llevó a nuestro muy amable padre. Se le habían administrado los sacramentos algunas horas antes.
Durante el curso de esta enfermedad, se vio todo lo que había sido toda su vida; lleno de bondad y de cordialidad para los que le servían o que se acercaban a él; pacífico y tranquilo, a pesar de la ocasión que tenía de aburrirse y de disgustarse por una falta de actividad tan larga, que debía no obstante serle muy sensible, acostumbrado como estaba a trabajar sin cesar; siempre unido a Dios, y ocupándose en esta última enfermedad, como lo había hecho en las otras, en las grandes verdades de la religión, sobre todo en las misericordias del Señor, de la caridad con que nos ha lavado de nuestros pecados en su sangre. Animaba su confianza con estas palabras del profeta: «Las misericordias del Señor sobrepasan todas sus obras: Miserationes ejus super omnia opera ejus «, y por éstas: «Nosotros tenemos un buen Maestro: Habemus bonum Dominum «. Son de san Ambrosio y le eran familiares.