Como se verá más tarde por el texto de esta noticia, traducida del italiano, ha sido escrita por un contemporáneo del Sr. Anselme.
El Sr. Jean-Baptiste Anselme era originario de Rochemole, aldea del Delfinado. Nació el 2 de abril de 1645. Sus padres vivían de sus bienes en un honesto desahogo, estimados y queridos de los que los conocían.
Como el pequeño Jean-Baptiste mostraba desde su más tierna juventud mucha inclinación por el estado eclesiástico, sus padres, queriendo secundar sus piadosos designios, le pusieron a pensión en casa de un piadoso y sabio eclesiástico de Saboya, quien tenía a gala instruir en los principios de la gramática a los niños que le parecía deber un día rendir servicio a la Iglesia: éste pareció ser de este número. En efecto, hizo sensibles progresos en la ciencia como en la virtud.
Este caritativo sacerdote concibió tanto afecto por su joven alumno que al ser nombrado, algún tiempo después, canónigo de Maurienne, deseó tenerle en su compañía y continuar enseñándole las humanidades en esta ciudad; pero el joven Anselme, habiéndole dado muestras de gratitud, tomó el partido de ir a proseguir sus estudios a Turín. Esperaba, teniendo allí relaciones más extensas, y tal vez maestros más hábiles, poder hacer mayores progresos, y disponerse mejor al estado eclesiástico, por el que su corazón se sentía siempre muy inclinado. El éxito respondió a sus esperanzas, sin que ello le fuera causa de vanidad: le fue tan bien en las humanidades, que se vio pronto en estado de enseñárselas a los demás. Del estudio de las humanidades pasó al de las ciencias más elevadas; durante este tiempo, siguió exactamente la máxima que san Agustín da al cristiano sabio que es unir inseparablemente la doctrina con la virtud, pie sciens et scienter pius. Evitó en particular las malas compañías, y llevaba una vida muy retirada; no se le encontraba más que en las iglesias y en el lugar donde vivía. A causa de sus buenas cualidades
Era verdaderamente querido y estimado de todos los que le conocían. Como llevaba esta vida inocente y aplicada, Dios permitió que le sucediera un incidente para probar su virtud.
Un día que estudiaba como de ordinario un tratado tal vez de la Gracia o el de la Encarnación, en un lugar apartado de la ciudad, algunos soldados de la ciudadela, cerca de donde estaba él, se imaginaron muy equivocadamente que el Sr. Anselme examinaba las fortificaciones. Ante lo cual, al ver que era francés, le acusaron de ser un espía, y sin otra forma de proceso, le metieron preso en la ciudadela. SE puede imaginar cuál fu la sorpresa de este buen estudiante, al verse maltratado así por un asunto tan quimérico y tan mal fundado; ya que no tenía perores intenciones contra el Estado de Saboya que los hermanos de José las tenían contra Egipto cuando fueron acusados de ser espías. Era únicamente el deseo de la ciencia lo que le había traído a aquel país. No se dejó desconcertar por este incidente imprevisto y un tanto desagradable. El gobernador de la ciudadela al reconocer su inocencia, le mandó soltar. Fue por entonces cuando tuvo el deseo y formó el plan de entrar en la Congregación dela Misión. Había visto los grandes bienes que los primeros sacerdotes de la Misión hacían en Turín donde acababan de ser fundados, y viendo que este instituto era conforme a su carácter espiritual y al atractivo que Dios le daba por el bien, se dirigió al visitador de Italia, que vivía por entonces en esta ciudad, para comunicarle su plan. El visitador, viendo en este joven excelentes disposiciones para el estado de misionero, no puso dificultades en admitirle, con tal que se en adelante se proveyera de un título canónico de patrimonio. El Sr. Anselme, encantado de verse admitido en un estado por el que sentía gran estima, regresó a su país para concluir todos los asuntos de familia, y dar los últimos adioses a su madre que era viuda desde hacía poco. Ella se sorprendió y se afligió al ver que con esta resolución iba por así decirlo a enviudar por segunda vez, perdiendo a su único hijo, que era el solo consuelo que le quedaba después de la muerte de su marido. No obstante, como era muy piadosa, realizó generosamente su sacrificio; y para inmolar de alguna manera ella misma una víctima que le era tan querida, acompañó a su hijo, cuando partió, durante una buena parte del camino, y después de derramar muchas lágrimas, le dio su bendición.
El Sr. Anselme continuó entonces su camino hacia Génova para ser admitido en el seminario interno, que se había fundado en esta ciudad. Llegó con mucho cansancio después de atravesar a pie las montañas del Delfinado y de la Saboya, y de una parte del Piamonte y de la Lombardía. Presentándose al superior de la casa de Génova, fue recibido más bien fríamente. El aire humilde y sencillo del que hizo profesión siempre, y el pobre equipaje de peregrino, que había adoptado para disponerse mejor al total abandono del mundo, fue lo que hizo dudar a los misioneros de Génova que su madre tuviera de qué subsistir en el mundo y creyeron que sería hacer un daño a esta respetable mujer privarla de un hijo de quien ella podía esperar su subsistencia, o bien que sería al menos perjudicar a la Congregación si se la comprometía en los gastos de la educación de este joven que un día se vería obligado a volver al siglo para ir a socorrer a su madre. Después de esto, el superior de Génova le negó la entrada del seminario interno. Fue inútilmente insistir y suplicar para que le recibieran asegurando que su madre no le necesitaría, y que le había dejado bastantes bienes para pasar cómodamente su vida; insistieron en la negativa. Así que tuvo que volver a Francia, al precio de las incomodidades que es fácil suponer; ya que parece que no se había provisto más que del dinero que necesitaba para llegar a Génova, de donde no había previsto que tuviera que regresar; además estaba hundido de cansancio por haber hecho a pie un viaje tan largo, en parte por los montes de los Alpes, que son muy altos y muy escarpados, y en parte, y se veía obligado a volver sobre sus pasos, y hacer por segunda vez el largo y rudo camino.
Fue ciertamente para el Sr. Anselme un gran motivo de mortificación, pero no se dejó obcecar por estas contradicciones. Se volvió a Turín y de dirigió de nuevo al visitador provincial. Éste se sorprendió por el procedimiento del superior de Génova, y muy edificado por la constancia del postulante, a quien nada podía detener. Le aconsejó que fuera hasta el Delfinado, y asegurara a su madre una pensión tal como ella no tenga motivos para solicitar que salga de la Congregación, una vez dentro de ella. El Sr. Anselme, obediente en todo, volvió a cruzar las montañas de Saboya, y llegado a casa aseguró una pensión vitalicia a su madre, como le habían dicho que hiciera.
Después de esto emprendió hacer a pie por tercera vez el camino de Génova. El superior sin otra cosa que objetarle, le recibió en el seminario interno el 18 de octubre de 1666. Yo no podría ofrecer una idea más justa del fervor con el que pasó su seminario sino refiriendo la carta que el Sr. Rossi, visitador de la provincia de Lombardía, ha escrito hace algunos meses sobre este asunto: «Hacía, dice, unos ocho meses que el Sr. Anselme estaba en el seminario, cuando yo entré, pero puedo dar este testimonio que durante todo el tiempo que permanecimos juntos, fue considerado por todos como un modelo de virtud».
El Sr. Figari, ahora asistente de Italia y que, como el Sr. Rossi, era entonces seminarista con el Sr. Anselme, ha notado desde aquel tiempo, en este buen misionero, un particular espíritu de sencillez y de humildad.
Después de hecha santamente la carrera de su seminario, fue admitido a los votos, que se hacen en la Congregación. Fue el 11 de octubre de 1668, durante el retiro que los seminaristas tienen costumbre de hacer en esta estación. Una vez admitido a los votos, sus superiores juzgaron conveniente hacerle repasar la filosofía y los tratados de teología que él había estudiado en el siglo. Vio, durante el espacio de un año, algunas materias más, siéndole necesario este tiempo para llegar a la edad que los cánones han determinado para el sacerdocio, que le fue conferido en las Cuatro Témporas de septiembre de 1669. Le confiaron entonces diversas ocupaciones. Debiendo componer un sermón que predicó en el refectorio ante toda la comunidad, todos los misioneros que le oyeron quedaron muy satisfechos; admiraron que predicara tan bien un joven cuyo exterior sencillo y casi descuidado no había dado nunca de sí la esperanza de un tan raro talento; y el superior entre otros dijo que no habría creído nunca que este joven debiera hacerlo tan bien. No quisieron dejar debajo del celemín a una luz propia para iluminar a tantas almas que caminaban entre las tinieblas del pecado y una vez que le aprobaron para oír confesiones, fue enviado en misión al Estado de Génova, donde comenzó a hacer brillar su gran celo por la salvación de las almas.
Habiéndoles parecido a sus superiores la prueba un golpe maestro, pensaron enviarle a Roma, a fin de que encontrara un campo más vasto para ejercer su gran celo en esta capital del mundo cristiano. Partió pues de Génova en 1670, lleno de un santo consuelo por ir a visitar las tumbas de los apóstoles y las catacumbas de los mártires.
En los registros que se tienen en Roma, por las misiones que dan los obreros de esta casa, se ve que el Sr. Anselme comienza a aparecer en los equipos en 1671. Recorrió este año y el siguiente el campo de roma y las fronteras del reino de Nápoles, donde tuvo grandes éxitos, y aunque el aire viciado de los lugares en que trabajaba produjo grandes enfermedades muriendo uno de sus cohermanos de una fiebre maligna , él no perdió valor por ello; sino que, siguiendo su carrera, continuó ganando nuevas victorias al demonio, cerrando acuerdos, disipando los odios más inveterados y los escándalos más enraizados, comprometiendo a un sacerdote, a un laico y a una joven que habían llevado una vida escandalosa, a pedir públicamente perdón a todo el pueblo por los malos ejemplos de su vida pasada. El año siguiente, era en 1672, trabajó con un éxito parecido en las diócesis de Terracina y de Palestrina, de donde fue enviado al territorio de Sublaque o Subiaco, que rodea la abadía de este nombre, convertida en tan célebre por la estancia de san Benito. El cardenal Charles Barberini, que re entonces su comanditario, se encontró en un ejercicio de esta misión y habiendo quedado extremadamente satisfecho por el celo y el talento del Sr. Anselme, concibió por él un afecto particular que conservó hasta su muerte. Quiso tener le siempre con él cuando hacía la visita de las parroquias de sus dos abadías de Sublaque y de Tarse, que son de una gran extensión y sobre las cuales tenía una jurisdicción episcopal.
Personajes notables venían como el pueblo a oír al celoso misionero, en particular varios condes, duques, obispos y cardenales. Entre ellos se señalaron el príncipe Borghèse, sobrino segundo de Pablo V, el Sr. duque y la Sra. duquesa de Conti y los Srs. sus hijos que son como se sabe de esta antigua y noble familia que ha dado desde el siglo décimo un número tan grandes papas a la Iglesia. Notemos también a Mpns. El cardenal Charles Barbarigo, noble Veneciano que ha sido el san Carlos de este último siglo por su celo admirable en la conversión de los pueblos y la reforma del clero; había entregado al Sr. Anselme todo su afecto iba a oír predicar a este buen misionero con una asiduidad y una satisfacción extraordinarias, y eso no sólo cuando predicaba en las parroquias de su jurisdicción, sino también en otros lados, como lo hizo una vez entre otras en Santa Marinella en una misión que el Sr. Anselme dio en la diócesis de Porto, a instancias del cardenal Cibo. Los obispos y los párrocos eran con frecuencia los primeros en hacer su confesión general. Los religiosos de varias órdenes y los superiores mismos llegaron a menudo a los pies del Sr. Anselme a examinar su vida pasada, con el dolor de sus corazones. En cuanto a los pueblos, ellos iban en masa a agobiarle por decirlo así en su confesionario para descargar su conciencia.
Pero él mismo habría tenido en poco los bienes que hacía entre los pueblos, si no se hubiera asegurado la continuación por la reforma de los eclesiásticos. Les dio pues conferencias sobre los deberes de su estado, y les hizo sobre todo sentir la obligación indispensable que tenían de trabajar sin descanso en la santificación de los pueblos por la instrucción y el buen ejemplo. Se encontraban siempre varios dee stos eclesiásticos en cada parroquia; se vieron alguna vez hasta sesenta e incluso ciento que asistían a los discursos del ferviente misionero. Hacían en gran número su confesión general con vivos sentimientos de penitencia; cuando había entre ellos algunas diferencias, el Sr. Anselme los reconciliaba, y si habían tenido la desdicha de dar algún escándalo a su pueblo, los comprometía a repararlos. Eso es lo que sucedió una vez entre otras a dos o tres párrocos que se entendían muy mal entre sí y que se encontraron en una misión que se daba en Royate, lugar que dependía de la abadía de Sublaque. Quedaron tan impresionados por los patéticos discursos de nuestro misionero que se pidieron públicamente perdón, con lágrimas en los ojos manifestando grandes sentimientos de compunción y de caridad: lo que edificó e impresionó en extremo a todo el pueblo que estaba presente, el cual derramaba lágrimas de ternura y de consuelo. Estos eclesiásticos así reformados ayudaban luego maravillosamente a comunicar el fervor al corazón de los pueblos.
Las señales de estima y de distinción que Mons. el cardenal Barberini continuaba dando al Sr. Abselme hicieron sospecha a algunos misioneros que Su Eminencia tenía algún plan de quitarnos a un tan buen obrero. Le pasaron aviso de Roma al Sr. Jolly, superior general, quien respondió, con una carta del 8 de octubre de 1683, que no se creía nada, ya que conocía la generosidad de este gran prelado el cual no hubiera querido causar este daño a una congregación que le era fiel por completo, y el gran apego que sentía este misionero a su vocación que no querría jamás abandonar por ningún beneficio temporal. En efecto el subordinó siempre el respeto que tuvo hacia este buen cardenal a la obediencia que debía a sus superiores. Con estos sentimientos fue en 1683 al palacio Barberini a dar los ejercicios espirituales a Su Eminencia que quería disponerse al sacerdocio. La Sra. princesa de Palestrina, de la misma casa Barberini, deseaba ardientemente hacer un retiro bajo la dirección del Sr. Anselme; este obediente misionero temiendo que hubiese en ello algo contra nuestras costumbres, se lo comunicó al Sr. Jolly para recibir sus órdenes con una perfecta indiferencia. Este digno superior general le otorgó el permiso de hacer esta acción de caridad como lo vemos por una carta que escribió al Sr. Martín, por entonces superior de nuestra casa de Monte-Citorio, el 5 de mayo de 1689: «El Sr. Anselme, dice, me escribe que la Sra. princesa de Palestrina desea ardientemente confesarse con él y que quiere hacer para ello los ejercicios espirituales. Se confiesa aquí en casa de las Hijas de la Caridad a damas que vienen a hacer el retiro; por eso creo que se puede dar esta satisfacción a esta dama». Este buen misionero no tuvo nunca otra relación a favor de esta casa poderosa que la que podía servir para dar paso a su celo.
El Sr. Jolly nombró en1688 al Sr. Anselme superior de la casa de Perugia. Este buen misionero se comportó con mucha prudencia y apaciguó los problemas bastante peligrosos que se habían suscitado contra nosotros, con ocasión de algunas fundaciones de misas que, sin nuestra participación, uno de nuestros bienhechores mandó aplicar por la autoridad legítima en nuestra iglesia, cuando una cofradía de esta ciudad había estado en posesión tiempos atrás.
Cuando el Sr. Anselme fue enviado como superior a Perugia, no hay vías de mansedumbre y de humildad que no emprendiera para desengañar al pueblo que había tomado partido por estos eclesiásticos, y para apaciguarlos a ellos mismos. Él lo consiguió.
El Sr. cardenal Barbarigo deseó tenerle en su diócesis de Montefiascone. El Sr. Anselme respondió plenamente a las esperanzas de Su Eminencia con el gran éxito de las misiones que dio a sus diocesanos y de los ejercicios espirituales con todo el clero de la ciudad y en especial a los jóvenes clérigos de su célebre seminario. Mandó también hacer este retiro a las religiosas y a toda la familia de este piadoso cardenal.
Como varios de Nuestros Señores Obispos querían tener al Sr. Anselme en su diócesis, no bien había servido a uno cuando se veía obligado a acudir a la llamada de otro. De esta manera, cuando hubo acabado el trabajo en emprendido en la diócesis de Mons. el cardenal Barbarigo, se vio en la necesidad de ir a ayudar a Mons. el cardenal Cenci en su nuevo arzobispado de Fermo, tomó pues, en 1698, el camino de la Marca de Ancona, donde esta diócesis se halla situada. No dejó de pasar a Lorette, para satisfacer la tierna devoción que tenía a la Madre de Dios; luego volver a tomar el camino de Fermo. Acompañó entonces a Mons. el cardenal en las visitas, preparando en todas las partes a los pueblos para recibir a su digno pastor. Allí produjo frutos extraordinarios y en especial en la ciudad episcopal, con sus predicaciones al pueblo, y sus conferencias al clero y los retiros espirituales que dio, ya a los eclesiásticos, ya a los laicos y a un gran número de monasterios de religiosas. Sucumbió en el segundo año de cansancio, y su enfermedad como los grandes calores obligaron a Su Eminencia a interrumpir su visita. Siempre quiso que el Sr. Anselme se quedara en su palacio, y comiera en su mesa, y aunque este buen misionero pidiera con insistencia ir a pasar el intervalo de las visitas a nuestra casa de Macerata, muy cercana a Fermo, jamás el cardenal, que le quería con ternura, quiso permitírselo o privarse de su compañía que le era muy querida. El Sr. Anselme pues se vio obligado a obedecer. Se mantuvo tan recogido en este gran palacio que este periodo fue para él una soledad. Encerrado en un apartamento de arriba, permanecía todo el día en gran silencio con su compañero, teniendo con toda exactitud la lectura espiritual y todos los demás ejercicios de piedad. Y no se sirvió de medios humanos para conservar las buenas gracias del cardenal, ya que nunca hombre alguno le habló de sus defectos con más libertad. Hacia finales de 1699, Mons. el cardenal Conci habiendo acabado sus visitas con este buen misionero quiso llevárselo a Roma, para que pudiera satisfacer su devoción durante el curso del año santo.
Fue en la ordenación de septiembre de este mismo año cuando tuvo el honor de dar los ejercicios espirituales a Mons. el cardenal Albano en nuestra casa de Monte Citorio. Su Eminencia se comportó en ellos como durante las demás ordenaciones, es decir con una edificación extraordinaria, poco después recibió la santa orden del sacerdocio. Dios elevó poco después a este gran cardenal a la dignidad de Soberano Pontífice; tomó el nombre de Clemente XI. El nuevo papa, en lugar de olvidarse en el estado de su gloria de una persona que se ocultaba con el cuidado que hacía el Sr. Anselme, no hizo más que aumentar los testimonios de su benevolencia y del afecto que sentía por él. Este buen misionero continuaba sus trabajos apostólicos en Olabano en la diócesis de Palestrina, con su fervor ordinario, cuando una enfermedad imprevista obligó a sus superiores a llamarle a Roma. El Soberano Pontífice, al ver al Sr. Anselme sometido a tan frecuentes achaques, quiso que en adelante residiera en Roma y que no diera ya misiones; lo que mortificó como se puede ver a este ferviente misionero quien, como reconoce el Sr. Jolly en una de sus cartas, hubiera deseado consumar y acabar su vida en las misiones.
El papa le ordenó también que viniera todos los días a su audiencia. Todo el mundo en Roma se vio sorprendido por esta señal de predilección, y todo el mundo también trató de sacar provecho. Pero el Sr. Anselme no queriendo servirse de su crédito más que en los asuntos de piedad y que se referían a la gloria de Dios, despachaban a los que querían emplearle en asuntos seculares. Al ver la enumeración de todas las acciones exteriores de caridad que le ocuparon durante los trece primeros años del pontificado de Clemente XI, se podría imaginar que estaba en un movimiento perpetuo y que su vida debía estar en una continua agitación; sin embargo llevaba, incluso en ese tiempo, la vida más recogida del mundo; pasaba en efecto toda la mañana en la iglesia de Monte Citorio y toda la tarde en su habitación, o en la basílica de Roma. Que si alguno quería confesarse encontraba siempre a este buen anciano dispuesto para oírle; iba al punto por su sobrepelliz que tenía de ordinario en el coro, y acabada la confesión, se la quitaba y regresaba a la planta de la iglesia donde tenía costumbre de estar de rodillas para oír las misas; y al llegar nuevos penitentes, iba siempre a por la sobrepelliz con la misma tranquilidad, sin que todas estas frecuentes interrupciones turbasen lo más mínimo la paz de su corazón, franceses, italianos, españoles, alemanes, todo el mundo era bienvenido, y hablaba muy bien las lenguas de estas naciones, menos el alemán que suplía cuando le era posible por el latín. Acabadas todas las misas, empleaba el poco tiempo que quedaba hasta comer, en la lectura espiritual. Después de comer y del recreo, donde charlaba siempre sobre cosas buenas haciendo una mezcla perfecta de alegría y de modestia, descansaba a veces un poco al estilo de los países calientes. Tras lo cual decía Vísperas, saliendo después de ordinario a visitar las iglesias y los hospitales.
Lo único que la afligía durante su enfermedad era no poder decir la misa porque tenía la mano derecha casi sin movimiento. Cuando su mal no le permitía ya salir de su habitación, lo que sucedió en enero de 1714, seguía allí con una paciencia angelical, conservándose tan tranquilo y con el rostro tan sereno cuando le dejaban solo como cuando estaba en compañía. Se constató los tres o cuatro últimos días de su vida que su fervor había aumentado. Cuando las personas que le asistían a su paso, le sugerían algunos pasajes de la Escritura y algunos sentimientos de piedad, se le veía mover los labios, y reunía todo la fuerza posible para dirigir los ojos llenos de amor hacia el cielo y a su crucifijo. Recibió los sacramentos con una devoción singular y ganó la indulgencia que nuestro Santo Padre el Papa le había concedido tantas veces para la hora de la muerte. En una dulce agonía, se durmió con el sueño de los justos, entregando a Dios su alma cargada de méritos y de buenas obras. Fue el 19 de enero de 1714; cumplía los sesenta y nueve años y los cuarenta y ocho de su vocación.