Mons. el obispo de Agen, escribía el Sr. Couty, me hizo el honor de informarme el 26 de noviembre de 1736 que acabábamos de perder en su seminario al Sr. Jacques Révérend. Este anciano misionero había nacido en París el 16 de octubre de 1660 y había entrado subdiácono en el seminario de San Lázaro el 1º de junio de 1684.
El enfermo, sintiendo por dentro de sí la respuesta de una muerte próxima, pidió que se le administraran los últimos sacramentos, él los recibió con las disposiciones más cristianas y más edificantes. Con estos sentimientos murió a medianoche del 25 al 26, llorado del pueblo, que conocida su muerte se dirigió en tropel a la iglesia del seminario. Se hizo el oficio en presencia de los Srs. eclesiásticos que, menos cuatro o cinco, todos habían sido formados por él, y de Mons. su obispo quien le visitó durante su enfermedad para charlar con él sobre las necesidades de la diócesis, y que nos ha demostrado el dolor que sentía por su pérdida. Debemos también ser sensibles a su muerte, ya que perdemos a un venerable misionero lleno del espíritu de nuestra santa vocación.
La diócesis de Agen le debe también muchas cosas, la ha servido durante cuarenta años con un celo constante, puro y desinteresado. Le ha sacrificado sus trabajos y sus penas. Todo el clero le miraba como a un padre, y tenía en él entera confianza. Pasaba por muy capaz y muy versado en la ciencia eclesiástica, lo era en efecto; por eso se le consultaba de todas partes en los casos difíciles y complicados, y respondía siempre con satisfacción de los que se dirigían a él. Su reputación sólidamente establecida le había hecho respetable a los obispos vecinos a menudo han sentido placer en verle, consultarle y conversar con él, siempre muy edificados al encontraren su conducta una amable sencillez que él unía a un gran saber. Todas sus vistas no tendían más que al bien de la Iglesia a la que servía. Prestaba mucha atención para que no se abriese la puerta del santuario a personas cuyas costumbres y conducta le resultaran justamente sospechosas.
Otra ventaja que ha procurado a la diócesis es haber inspirado a los eclesiásticos a quienes formaba, un justo alejamiento de todas las novedades, y una humilde sumisión tal y como se debe a las decisiones de la Iglesia. Dios le ha dado la gracia de estar él mismo sincera y sólidamente establecido en estos justos sentimientos. Basta con oírle en una de sus cartas escritas al Sr. Bonnet, superior general, que había creído, a causa de las circunstancias del tiempo y del lugar, deber interrogarle sobre sus disposiciones respecto de la bula Unigenitus: «Os confieso ingenuamente, dice, que en los primeros años que la Constitución ha hecho tanto ruido, todo cuanto oía de una parte y de otra me ha hecho guardar por algún tiempo el silencio respetuoso ; pero pronto después, y sobre todo después del concilio romano, me sometí totalmente de corazón y de espíritu, como me someto actualmente con toda la sinceridad posible. Este es mi sentimiento delante de Dios, yo lo declaro cuando es necesario, y estoy preparado para firmarlo con mi sangre». Otra vez, escribía también al mismo : «Estos son los principales motivos que me han determinado a aceptar la Constitución, a condenar lo que ella condena, a recibirla pura y llanamente, sin ninguna restricción ; quiero vivir y morir en estos sentimientos, y puedo deciros con sencillez que no he contribuido poco a la revocación de la llamada de Mons. de Agen».
Sin duda que el Sr. Révérend constantemente animado de este espíritu, prestaba excelentes servicios a la diócesis, pero al hacerlo, nada humano de empujaba: Dios solo era el objeto de su celo, y el rasgo que sigue nos hace ver qué puro era. Todos los miércoles se tenía en el obispado una congregación compuesta de Mons. el obispo, de los tres vicarios generales, del promotor y del Sr. Révérend. En esta asamblea se discutían las materias más difíciles de la jurisdicción sobre la gracia, y se decidían diversos casos propuestos para el bien de la diócesis. Durante la vacación de la sede uno de los Srs. vicarios generales poco favorable a nuestro Sr. cohermano, se propuso, sin ninguna razón que se sepa, apartarle de la asamblea; lo c onsiguió logrando introducir a otra persona. Este golpe naturalmente debía ser sensible a nuestro querido difunto; sus amigos se quejaron de esto con viveza, él solo lo soportó con ecuanimidad de espíritu, y sin manifestar la menor indisposición contra nadie. Continuó ni más ni menos, dando sus aclaraciones con el mismo desinterés y la misma sencillez, cuando tras las Congregaciones tenidas, se llegaba a pedirle su parecer sobre las cuestiones qu se habían tratado; pero se vio pronto la necesidad que había de su presencia así como de sus luces, y le rogaron que volviera a las conferencias. «Como quieran ustedes, respondió él sencillamente. Con tal de que trabaje por la diócesis, eso me es indiferente. Me encontrarán siempre presto a sacrificar mi vida por su servicio». Tan entregado al bien común, no es extraño que fuera tan universalmente estimado, respetado y querido, incluso del pueblo.
Los pobres le llamaban su padre, por su gran caridad con ellos. Los socorría con todo su poder y ellos se acuerdan todavía de lo que su tierna e industriosa caridad le hizo hacer en un año mísero, en el que encontró el medio de reunir 4.000 o 5.000 libras que distribuyó a los pobres con una gran prudencia. Encargado durante mucho tiempo del cuidado espiritual de los prisioneros, los visitaba asiduamente, los consolaba, y les prestaba todos sus servicios con mucho afecto y ternura. Tenía un cuidado muy paternal de los criados que servían en la casa, se incomodaba por ellos, si dejaban el servicio, les hacía aprender un oficio, para ponerlos en situación de ganarse la vida.
Entre mil rasgos de una humilde obediencia y de una gran virtud, citaremos el que se vio el último año, cuando se creyó conveniente darle un sucesor en el superiorato, y que es digno de notar. Había sido nombrado superior en 1696 por el difunto Sr. Jolly. Desde entonces había dirigido siempre la familia de Agen con dulzura y firmeza, prudencia y sabiduría sin embargo una vez que supo el nuevo destino que la Providencia hacía de él, se sometió, sin murmurar, sin quejarse, sin manifestar el menor descontento. Recibió al contrario con alegría y con cordialidad a quien venía a ocupar su puesto. Y si algunos poco instruidos en el mérito de la humildad y de la obediencia, han sido bastante indiscretos, para decirle su edad y su virtud merecían mejor trato, él ha despreciado sus discursos, y los ha considerado como a esos hombres, de quienes habla el Apóstol (I Cor., II, 4), que no son capaces de las cosas que son del espíritu de Dios. No es que fuera insensible a este cambio, que más de una reflexión debía naturalmente impedirle esperárselo, pero su sensibilidad no hizo sino aumentar el mérito de su humildad y de su paciencia. –Por último otro rasgo más del querido difunto era su afecto inviolable, sincero y cordial a la Congregación su buena Madre. Le ha sacrificado todos sus bienes, le ha prestado excelentes servicios con asiduidad, sin hacerse valer. – Anciennes Relations, p. 105. [