El 6 de marzo de 1743, el Sr. Viganego, lleno de días y de méritos, maduro para la eternidad, cesó de vivir en este mundo para vivir para siempre en el cielo entre los dignos hijos de san Vicente. Desde hacía cinco años se veía reducido a un estado de gran debilidad, a consecuencia de un ataque de apoplejía.
Nacido en Génova de una familia honorable, el 28 de mayo de 1662, allí fue recibido en el seminario de la Congregación de la Misión en 1680.
Su padre, honrado por el papa con el cargo de tesorero del Condado Venaisin, vino a establecerse en Aviñón. El joven estudiante hizo allí sus humanidades bajo la dirección de los jesuitas y allí recibió los primeros principios de una educación cristiana. Su fidelidad a la gracia le atrajo las bendiciones de Dios. Dócil a su voz, desengañado del mundo, renunció a un brillante porvenir y entró en los sacerdotes de la Misión por celo de su perfección.
Durante los dos años de prueba se condujo con el fervor de un hombre que no busca más que a Dios, en el fondo de su corazón. Después de los votos, pasó a Roma, para hacer sus estudios de teología. Bien pronto, a la vista de sus progresos, se le juzgó capaz de enseñar. Se le escogió por uno de los cuatro sacerdotes que fueron enviados a Macerata a hacer una nueva fundación. Fue allí donde el cardenal Paulucci tuvo ocasión de conocer los méritos del Sr. Viganego. Este prelado le honró de tal forma con su estima que le eligió para establecer la reforma en su seminario y restablecer la disciplina en su diócesis, y en la de Fermo, de la que era administrador. Su Eminencia le ha dado siempre su confianza, como lo prueban las cartas agradecidas que le escribió. Aunque el Sr. Viganego fuera todavía muy joven en 1693, no obstante su sabiduría y sus talentos para la dirección determinaron al Sr. Jolly, por entonces Superior general, a ponerle a la cabeza de la casa de Macerata.
Algún tiempo después, fue llamado a Roma, para ser empleado allí en la enseñanza, luego fue director espiritual del colegio de la Propaganda, fue encargado también de dirigirle, en la ausencia del rector. Pasó de allí a Turín [349] donde ejercitó su celo en las misiones. En 1703, la Asamblea general le eligió para uno de los asistentes del Sr. Watel, Superior general.
Durante su estancia en San Lázaro, en París, fue nombrado prefecto de los estudios, se entregó con gran cuidado a poner en orden las memorias y los escritos concernientes con nuestro santo fundador.
En 1705, un campo más extenso se abrió a su celo, fue en Aviñón. Desde el siglo catorce esta ciudad pertenecía a los papas; residieron durante el gran cisma; ellos la administraron luego así como el Comtat Venaissin por legados. Había en Aviñón dos colegios: uno con el título de Saint-Nicolas, fundado en 1424 para veinte pensionistas por el cardenal de Bruniac ; el otro, llamado el colegio del Roure, fundado para doce por el cardenal Rovère, después papa con el nombre de Julio II. Estos treinta y dos sujetos, por nombramiento de varios obispos de Francia, de Saboya y de Italia debían formarse durante seis años en las ciencias eclesiásticas. Pero con el tiempo la relajación se había introducido en estos colegios. Habiendo pasado el gobierno a los pensionistas, vino la ruina de la disciplina, la licencia y el desorden, hasta matarse y asesinarse entre ellos. Urbano VIII, informado de estos abusos, había esperado ponerles remedio, sometiendo, por una bulla de 1639, estos dos colegios a la jurisdicción de la Congregación de la Propaganda. Primeramente, ella escogió a algunas personas sabias y prudentes de Aviñón y les confió, bajo sus órdenes, la dirección inmediata de estos colegios. Estos nuevos directores estando encargados de otros empleos y compartidos en cuidados más interesantes para ellos, la reforma no tuvo todo el éxito esperado. Esta consideración persuadió a Clemente XI de que el único medio de restablecer la buena obra, era reunir a los dos colegios en uno solo, a fin de introducir una regularidad más exacta, confiar el gobierno y la administración a los sacerdotes de la Congregación de la Misión [350] de la provincia romana, y ante todo al Sr. Viganego cuya capacidad y virtud conocía.
Esta comisión, muy honrosa por un lado, era muy onerosa por otro. La humildad inspiraba alejamiento para esta carga, pero el respeto al papa prescribió la obediencia. El Sr. Viganego se dirigió pues a Aviñón hacia el mes de octubre de 1705. Siguiendo las órdenes que había recibido, trabajó reuniendo a los dos colegios en una sola casa. Obligó a los seminaristas a vestirse y a vivir como eclesiásticos. Introdujo la regularidad necesaria para formar buenos sacerdotes, el retiro, la meditación diaria, las conferencias espirituales, las lecturas de piedad, los exámenes de conciencia, la frecuentación de los sacramentos, la aplicación al estudio, la asistencia a los oficios y la regularidad en las ceremonias, en una palabra todos los ejercicios que están en uso entre nosotros para formar en la Iglesia ministros tan virtuosos como sabios. La licencia fue desterrada así como la ociosidad que había traído el desorden. Pero ¡qué obstáculos no tuvo que vencer, cuántos enemigos no le trajo su celo! Los pensionistas indisciplinados se rebelan al solo pensamiento de reforma, suscitan procesos al Sr. Viganego y le enajenan los corazones con calumnias. Pero el sabio director triunfa de todo con sus habilidades, la solidez de sus principios y la fuerza de sus razonamientos. Los tribunales de Turín, de Roma y de Aviñón reconocen la pureza de sus intenciones, alaban su constancia, recompensan su desinterés y condenan a sus acusadores, que no actuaban más que por interés y por pasión. Así la reforma tuvo un éxito tan consolador, que el Soberano Pontífice expresó su satisfacción en 1709, en una bula aprobadora y confirmadora de la unión de los dos colegios. Su Santidad elogia en pocas palabras al Sr. Viganego diciendo que gracias a sus cuidados los pensionistas están ahora mejor formados en la religión y estudian las ciencias con más fruto: Alumni nunc religiosius educantur et litterarum studiis fructuosius vacant.
En este empleo ha pasado el resto de sus días, estimado como un hombre lleno de todas las virtudes.
Tenían por fundamento una fe viva. Hablaba de Dios con gran facilidad. De ese modo se había adquirido la confianza de todos. El Rey de Inglaterra, Jaime II, quiso, durante su estancia en Aviñón, tener al Sr. Viganego por confesor y, más tarde, le consultó por cartas escritas de su propia mano. Nuestro misionero tuvo en esta época el consuelo de traer a la Iglesia católica romana a milord Ivernez y a su mujer, la condesa de Ivernez, que eran del séquito del rey. Sólidamente unido a la Santa Sede, mantenía una distancia absoluta en cuanto a las novedades de los sectarios. Las menores palabras contra la autoridad del papa le producían vivo rechazo, persuadido como estaba de que nunca se excede en sumisión para con el sucesor de Pedro. Ponía un cuidado particular en todo lo que concernía al culto. Afligido por el lastimoso estado en que encontró la capilla, no omitió nada para restaurarla. Parecía más un granero que un lugar propio para el santo sacrificio. Puso todo su cuidado en reparar la casa de Dios. Pavimentada, abovedada, guarnecida de madera, fue pintada y además adornada. La sacristía fue provista de objetos de plata y de magníficos tapices para las fiestas solemnes. La dotó también de ornamentos para celebrar los divinos oficios con majestad. Ese era su gusto y se esforzaba en comunicarlo como uno de los caracteres de los buenos sacerdotes. Fiel siervo de María, él la honraba con un culto especial. Para testimoniar que le consagraba todo su afecto, había hecho fabricar un corazón de plata y lo había puesto en las manos de una piadosa estatua de María, expuesta a la veneración pública de la iglesia del colegio, su Reina y su Señora. Delante de esta estatua tenía la costumbre de recitar una breve oración y si alguien no imitaba su ejemplo, era reprendido.
Una prudencia consumada formaba su carácter distintivo. Esta virtud ha brillado en el establecimiento de Aviñón. Se necesitaba un hombre ni precipitado en sus resoluciones, ni tímido en presencia de las dificultades: El Sr. Viganego fue el hombre que se deseaba. Él halló el arte de hacerse temer y amar al mismo tiempo. Por muy necesarios que le fueran los ahorros para restablecer la casa y la iglesia, lejos de recortar buen trato, introdujo en la alimentación un ordinario abundante y conveniente. Quería a todo el mundo como un tierno padre quiere a sus hijos. Persuadido de que se sacude un yugo demasiado riguroso y que, por otro lado, no se aprovecha lo suficiente bajo una regla demasiado blanda, adoptó un término medio tan justo entre la libertad y la severidad que todos se inclinaban al bien con facilidad. Si dejaba una noble independencia con la que los caracteres parecían mejor al natural, sin embargo era inflexible en exigir el deber. Firme en las reprimendas merecidas, era siempre constante en las resoluciones tomadas. Se temía infinitamente desagradarle.
Le había costado un rato adquirir esta autoridad. Cualquier otro menos valeroso habría sucumbido frente a las resistencias. Aviñón se opuso a la unión de los dos colegios, que parecía un deshonor. Se llegó a los insultos y a los ultrajes. Se llegó hasta indisponer contra él a un cardenal, de paso en Aviñón. Se le describió a Viganedo como un turbulento. En esta prevención, el prelado recibió su visita con frialdad y le apostrofó incluso con ese tono de desprecio. » ¿Sois vos ese Sr. Viaganego que hace que se hable tanto de él y que parece que no ha llegado a esta ciudad más que para perturbar la paz y el reposo? Ya veremos el medio de haceros entrar en razón. –Vuestra Eminencia tiene mucho crédito, respondió modestamente el humilde superior, pero yo le suplico que crea que yo no hago otra cosa que ejecutar, lo mejor que puedo, las órdenes del papa».
Los alumnos disimularon primeramente su cólera, pero deseosos de recuperar una libertad que habían merecido perder, se dejaron llevar a los excesos más violentos contra el Sr. Viganego quien, por temor a su furor, fue obligado a retirarse por algún tiempo y mantenerse oculto. Actuaron también contra su honor, que se esforzaron por mancillar ante el papa, por mil calumnias, difundidas en cinco memoriales, que presentaron en diferentes tiempos. No habiendo logrado nada ante Clemente XI, ni ante sus ministros, que conocían de sobra el carácter y la virtud del Sr. Viganego, ellos desplegaron su malicia en la corte de otro gran príncipe cuyos súbditos tenían derecho a lagunas plazas en estos colegios. Le persuadieron de que esta reforma era fatal para sus súbditos que, desde esta unión, eran despreciados y maltratados. Este príncipe hizo llegar al Sr Viganego los reproches más amargos por el intermedio del vicelegado. Pero este celoso superior respondió para justificarse que no había más que examinar su conducta.
Entretanto, él recurría a Dios y le recomendaba su obra. Poco a poco, la Providencia permitió que la verdad saliera a la luz. Se hizo justicia al desinterés del superior. Su paciencia fue alabada: se vio querido y respetado. Se reconoció que, en lugar de enriquecerse en su administración, había puesto de lo suyo, Estos colegios que él había encontrado cargados de deudas fueron liberados por sus ahorros. Los derechos de los colegios se habían perdido o se discutían, por su estudio de los antiguos monumentos y privilegios unos fueron recuperados, los otros reducidos a justos arreglos.
Un corazón menos humilde que el del Sr. Viganego se habría envanecido a la vista de tan felices éxitos. Tan modesto en la prosperidad como resignado había estado en la desgracia, no hablaba de ello nunca más que para resaltar la conducta admirable de la Providencia que alcanza cuanto parece imposible a los hombres. «Yo no podría comprender cómo se arreglaba aquello», decía él después. Su fe era viva, su esperanza firme, su caridad ardiente para con Dios y para con el prójimo. Lleno de celo por la gloria de Dios y la buena educación de los jóvenes eclesiásticos, era sencillo, recto, enemigo de la duplicidad, del respeto humano y de toda política mundana. Recobrado cinco años antes de su muerte de un ataque de apoplejía, se puso a recitar cada día las oraciones de los agonizantes, Aumentando la debilidad de su cabeza en 1742, pasó seis meses en el lecho. Advertido de su fin por la opresión del pecho y la hinchazón de las piernas, pidió y recibió los sacramentos, y se apagó el seis de marzo. Fue un ataque de parálisis que le hizo pasar a gozar de la recompensa de sus trabajos.