Homilía del Cardenal Rodé en el 350 aniversario de la muerte de San Vicente de Paúl y de la de Santa Luisa de Marillac

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Franc Rodé, C.M. · Año publicación original: 2010.

S.E.R. el Sr. Franc cardenal Rodé, C.M. Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica


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Roma, 25 de septiembre de 2010

El Espíritu del Señor está sobre mí; Me ha enviado a llevar la Buena Noticia a los pobres (Lc 4,18)

Evangelizare pauperibus missit me.

Esta palabra de Señor nos mete en el corazón mismo de la celebración de hoy. Palabra que resonó tantas y tantas veces en el alma y en los labios de San Vicente de Paúl. Palabra que resuena y debe resonar en los labios y en el corazón de todos vicenciano que entra en su escuela. Nos hemos reunido aquí esta tarde, para celebrar, en acción de gracias el 350 aniversario de la muerte de Santa Luisa de Marillac y de San Vicente de Paúl. Si el inicio de este Año Jubilar se celebró en los lugares donde vivieron nuestros Santos, la clausura del mismo, que es un envío renovado, la vivimos en esta Basílica Papal que conserva los recuerdos más antiguos de la Iglesia y que guarda los cuerpos de tantos mártires, comenzando por el de San Pedro, en el «corazón mismo de la Iglesia católica: un corazón palpitante, gracias al Espíritu Santo que lo mantiene vivo«.1 Nos ponemos como hijos e hijas de Vicente y Luisa, en la corriente ininterrumpida de peregrinos que a través de los siglos han venido aquí a rezar sobre la Tumba de Pedro, a prolongar su misma profesión de fe: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16.16). Es la profesión de fe de Pedro, es la fe inquebrantable de la Iglesia, la fe que animó a Vicente y Luisa. Es nuestra fe.

Estamos tantos aquí, esta tarde, para repetir nuestro «gracias», para cantar con el salmista «Lauda anima mea Dominum» (Alaba, alma mía, al Señor). Gracias por haber dado al mundo y a cada uno de nosotros, a Vicente de Paúl y a Luisa de Marillac, dos genios de la caridad, dos atletas de la santidad. Gracias por los numerosos hijos e hijas que, a ejemplo de nuestros Fundadores, han acogido la invitación ad evangelizare pauperibus (a evangelizar a los pobres). El «gracias» que hoy se eleva al Señor nos conmueve profundamente al ver qué fecundidad ha tenido en la Iglesia el carisma vicenciano: esta tarde junto a la Congregación de la Misión y a las Hijas de la caridad están aquí para dar gracias al Señor, innumerables hijos e hijas de Vicente y Luisa; somos parte de una familia formada por más de 300 grupos, institutos y movimientos que comparten el mismo carisma, que han elegido dedicarse completamente al apostolado de los pobres, a los que reconocen como «amos y señores«.2 Permitidme estrecharos a todos en un único y afectuoso abrazo fraterno. Todos, los responsables y todos los miembros de esta familia espiritual unida por el amor: amor de Dios y amor de los pobres. Un saludo particular y agradecimiento a los superiores de la Congregación de la Misión, P. Gregory Gay, y de las Hijas de la Caridad Sor Evelyne Franc, y a una con ellos, a los responsables de la Asociación Internacional de las Caridades y de la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Este Año Jubilar ha tenido dos palabras claves: «Caridad y Misión». «Poniendo este jubileo bajo el signo de la caridad y de la misión – ha subrayado el Santo padre en la carta a los Superiores Generales-, habéis querido significar justamente algo que está en el corazón de la herencia que habéis recibido«.3 Caridad y Misión han sido los pernios de la vida y de la acción de Vicente y Luisa, piedras angulares que nos han querido dejar a todos nosotros, expresadas ya en el nombre de sus primeras obras: Las Caridades, Las Hijas de la Caridad y los Sacerdotes de la Misión.

Una pléyade de famosas e ilustres personalidades hicieron grande la Francia del 1600. De la literatura (baste recordar a Corneille, Racine y Molière), a la filosofía con el cógito de René Descartes y los Pensamientos de Pascal: «¿Qué diferencia entre conocer a Dios y amarlo?».4 Es el siglo de Richelieu y de Mazzarino y de las innumerables intrigas de poder. Es el siglo de San Francisco de Sales, del cardenal Pierre de Bérulle, de Juan-Santiago Olier, del gran orador Santiago Bossuet.

Pero el siglo XVII es también el siglo de la miseria, espiritual y material. Describiendo la situación y pidiendo su intervención, el Señor Vicente escribía así al Papa Inocencio X: «¿Me atreveré a exponerle el estado miserable y ciertamente digno de compasión de nuestra Francia? La casa real dividida por las disensiones, las ciudades y provincias asoladas por las guerras civiles, los pueblos divididos en facciones, las aldeas, las villas, los más pequeños rincones destruidos, arruinados e incendiados, los trabajadores sin poder recoger lo que sembraron y sin poder sembrar nada para los años siguientes. Los soldados se entregan impunemente a toda clase de desmanes. Los pueblos, por su parte, no sólo se ven expuestos a las rapiñas y a los actos de bandolerismo, sino incluso a los asesinatos y a toda clase de torturas. Los habitantes del campo que no han sido matados por la espada tienen que morir casi todos de hambre. Los sacerdotes, a quienes los soldados no tratan con mayor miramiento que a los demás, se ven tratados inhumana y cruelmente, torturados y asesinados. Las vírgenes son deshonradas; las mismas religiosas expuestas a su libertinaje y a su furor; los templos profanos, saqueados o destruidos. Los que quedan en pie se han visto de ordinario abandonados de sus pastores, de forma que los pueblos están casi totalmente privados de sacramentos.«.5

Ante esta situación, Vicente de Paúl se remanga para evangelizar a los pobres. Dice a sus misioneros: «Por tanto, nuestra vocación consiste en ir, no a una parroquia, ni sólo a una diócesis, sino por toda la tierra; ¿para qué? Para abrasar los corazones de todos los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios, que vino a traer fuego a la tierra para inflamarla de su amor. ¿Qué otra cosa hemos de desear, sino que arda y lo consuma todo? Mis queridos hermanos, pensemos un poco en ello, si os parece. Es cierto que yo he sido enviado, no sólo para amar a Dios, sino para hacerlo amar. No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo«.6

Nuestra misión es pues «abrasar el corazón de los hombres». Caridad y Misión son por lo tanto las dos caras de la misma medalla. Amar a Dios y hacerlo amar. Amar al Señor y amar a los hermanos. Un amor afectivo y efectivo: «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente«.7  «¡Ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura!«.8 Y no temía decir que la Iglesia necesita más de hombres apostólicos que de solo contemplativos: «La Iglesia […] lo que necesita es tener hombres evangélicos, que se esfuercen en purgarla, en iluminarla y en unirla a su divino esposo«.9 Al misionero Claudio Dufour, que quería dejar abandonar la Compañía para entrar en la Cartuja le escribe: «la vida apostólica no excluye la contemplación, sino que la abraza y se sirve de ella para conocer mejor las verdades eternas que tiene que anunciar; por otra parte, es más útil para el prójimo, al que tenemos obligación de amar como a nosotros mismos, ayudándole de una manera distinta de como lo hacen los solitarios«.10 Vicente invita a ser cartujos en casa y apóstoles en el campo.11

Cuantas veces nosotros también corremos el peligro de ser cristianos en pintura, o peor aún vicencianos en pintura, precisamente por la falta de esta unión continua, de este movimiento de sístole y diástole, de contemplación y de acción; porque hemos olvidado doblar las rodillas ante el Padre y de remangarnos con el sudor de nuestra frente. En nuestro apostolado hacen falta rodillas, brazos y sudor. Efectivamente hay diversas maneras de hablar de espiritualidad. La nuestra es una espiritualidad encarnada, una espiritualidad «al servicio»…; no un refugio en un mundo del espíritu en el que todo resulta perfecto y purísimo, sino una espiritualidad que recobra su carácter original de vida según el Espíritu y de enraizamiento en la vida cotidiana con sus fatigas y tensiones, con sus entusiasmos y sinsabores, reflejando así la solidez de caminos espirituales – personales y comunitarios – repletos de vida y de misterio.

Para permanecer firmes en este espíritu, para ser perseverantes, Santa Luisa invita a sus hijas a un amor fuerte: «Lo mismo digo a todas nuestras queridas hermanas; deseo que todas estén llenas de un amor fuerte que las ocupe tan suavemente en Dios y tan caritativamente en el servicio de los pobres, que su corazón no pueda ya admitir pensamientos peligrosos para su perseverancia. Animo, queridas Hermanas, no pensemos más que en agradar a Dios por la práctica exacta de sus santos mandamientos y consejos evangélicos, puesto que la bondad de Dios se ha dignado llamarnos a ellos; para lo cual nos debe servir la exacta observancia de nuestras reglas, pero alegremente y con diligencia. Sirvan a sus amos con gran dulzura«.12

Así que el centro de toda la vida de nuestros Fundadores, es Jesús: su encarnación y su misión. «Jesucristo es nuestro padre y nuestra madre: él es nuestro todo» son palabra sorprendentes de San Vicente. Y todavía más: «El fin principal para el que Dios nos ha llamado es para amar a Nuestro Señor Jesucristo… si nos alejamos aunque sea poco del pensamiento de que los pobres son los miembros de Cristo, indefectiblemente disminuirán en nosotros la dulzura y la caridad«. Vicente no anima tanto a perderse en Dios cuanto a consumirse por Él y en Él. La caridad nace en efecto de una atención que no se distrae jamás, ni aún por un instante del estar referido a Cristo vivo, reconocido, amado. Según sus biógrafos, «Jesús» fue la última palabra que el Señor Vicente pronunció antes de entrar en la agonía. Y en las Constituciones de las Hijas de la Caridad leemos: «La regla de la Hija de la Caridad es Cristo, Adorador del Padre, Siervo de su designio de amor, Evangelizador de los pobres«.13 Cristo es lo esencial. Con el corazón en Él y con Su corazón es posible regenerar la voluntad de amar a los pobres, nuestros «Amos y Maestros».14 Y ésta es la misión confiada por Vicente a Luisa y en ella a todas sus Hijas: «Vaya, pues, señorita, en nombre de Nuestro Señor. Ruego a su divina bondad que ella le acompañe, que sea ella su consuelo en el camino, su sombra contra el ardor del sol, el amparo de la lluvia y del frío, lecho blando en su cansancio, fuerza en su trabajo y que, finalmente, la devuelva con perfecta salud y llena de obras buenas«.

Es un camino exigente, que pone al descubierto todas nuestras debilidades: la flaqueza de nuestra fe; la dificultad de nuestras comunidades para ser y mostrarse como casas acogedoras para todos; el cansancio de un empeño de la caridad que no es capaz de interpretar la vida y de acompañarla por caminos de unidad. La dificultad para comprender un mundo que cambia y la dureza del enfrentamiento con él, han hecho nacer en muchas comunidades y en muchos religiosos y religiosas frustración por una sensación de ineficacia de la propia actividad; cansancio de una actividad que desemboca, cada vez con más frecuencia, en el activismo, resultado de una generosidad con demasiada frecuencia angustiada y miedosa; encierro sobre sí mismo y comunidades demasiado concentradas sobre las propias actividades, proyectos, iniciativas.

Peros los tiempos difíciles, lo sabemos, son aquellos en los que hace falta radicalizarse en lo esencial, dejando que las raíces profundicen, en los que es necesaria la oración más fervorosa para que el Espíritu Santo vuelva a llenar nuestras jornadas y descienda sobre nosotros. Son tiempos en los que debe resonar con mayor insistencia en nuestro corazón la palabra del Señor Jesús: tened confianza: ¡yo he vencido al mundo!15

Las Constituciones de la Congregación de la Misión nos piden estar siempre en estado de continua renovación, fieles al Evangelio, atentos a los signos de los tiempos, abriendo nuevos camino y usando nuevos medios.16 Esta «renovación continua» debe ser ante todo obra del Espíritu: Él nos hará continuamente creaturas nuevas, capaces de dar respuestas concretas y duraderas a las urgencias de nuestro tiempo.

«El programa del cristiano, –escribe el Papa Benedicto- es un corazón que ve. Este corazón ve dónde es necesario el amor y obra en consecuencia«.17 Vicente y Luisa reciben del Señor un corazón grande, ancho, inmenso,18 y en este corazón son capaces de acoger a todos los hombres y a todas las mujeres. «Si nada podemos por nosotros mismos, -dice el Señor Vicente a sus sacerdotes- lo podemos todo con Dios. Sí, la Misión lo puede todo, porque tenemos en nosotros el germen de la omnipotencia de Jesucristo; por eso nadie es excusable por su impotencia; siempre tendremos más fuerza de la necesaria, sobre todo cuando llegue la ocasión; pues cuando llega la ocasión, el hombre se siente totalmente renovado«.19

Desde los tiempos de San Vicente y Santa Luisa hasta hoy, han cambiado muchas cosas, pero la demanda de amor es hoy tan insistente como lo era en el siglo XVII, y aún quizá, mayor. Los cambios acelerados que caracterizan el mundo en el que hoy vivimos y las repercusiones que tienen sobre el modo de pensar la vida, de concebir la persona y su dimensión religiosa, exigen de cada uno de nosotros y de las comunidades cristianas una creciente concienciación. En el mundo actual, cada vez más secularizado y replegado sobre sí mismo, en medio de una crisis mundial sin precedentes, moral, cultural, económica y espiritual, ¿cómo puede resonar la voz de estos dos grandes Santos? En un mundo en el que se vive «como si Dios no existiese» en el que «a veces se tiene una especie de temor al silencio, al recogimiento, al pensar las propias acciones, al sentido profundo de la propia vida, frecuentemente se prefiere vivir sólo el momento que pasa, haciéndose la ilusión de que trae una felicidad duradera; se prefiere vivir porque parece más fácil, con superficialidad, sin pensar; se tiene miedo a buscar la Verdad o quizá se tiene miedo a que la Verdad nos encuentre«,20 ¿cómo puede ser útil la experiencia de Dios que vivieron Vicente y Luisa? ¿De qué manera, podemos, nosotros vicencianos, continuar siendo dignos hijos de nuestros Fundadores?

Ser vicenciano hoy significa continuar siguiendo a Cristo Evangelizador de los pobres, poner a Jesús y su Misión en primer lugar; significa ser misioneros, «abrasar el corazón de los hombres» con un estilo de vida sencillo, humilde, suave, mortificado y celoso,21 significa ser «cartujos en casa y apóstoles fuera». Vivir el espíritu vicenciano es vivir como el Hijo que se nos ha dado: el mismo amor total, que no hace acepción de personas, que más bien, prefiere a los más pobres entre los pobres, aquel amor que día a día se hace palabra de confianza, gesto de misericordia, actitud de atención y de gratuidad, compromiso de compartir las inquietudes la búsqueda de sentido y de libertad de tantos hermanos de hoy; aquel amor que abre la puerta a la vida definitiva más allá de la muerte.

Un vicenciano debe tener algo más que conocimiento de los pobres: el verdadero vicenciano conoce a Cristo, lo pone en el centro, conoce a San Vicente, a Santa Luisa y a los santos vicencianos y conoce a los pobres.22 Se deja evangelizar y cambiar por ellos y actúa y obra por ellos, porque «la caridad no puede permanecer ociosa«.23 Ser Vicenciano significa tener un corazón lleno de imaginación, porque «la caridad es inventiva hasta el infinito».24 Un Vicenciano dobla las rodillas, y usa los brazos con el sudor de su frente, Un Vicenciano es ante todo «totalmente de Dios» y «al servicio de todos».25

La caridad es «un fuego» que abrasa a las personas, dirá con frecuencia San Vicente,26 dejémonos abrasar ante todo por este amor, por intercesión y a ejemplo de Vicente y Luisa y todos los santos vicencianos. Concluyo con las palabras y una exhortación de Santa Luisa, pidiendo la bendición del Señor sobre nuestros propósitos: «Continuad, os ruego, sirviendo a nuestros queridos amos, con gran dulzura, respeto y cordialidad, mirando siempre a Dios en ellos«.27

  1. Benedicto XVI, Discurso con ocasión de la Visita a la Fábrica de San Pedro, 14 de marzo de 2007.
  2. SVP,Conf.15, Explicación del Reglamento (14 de junio de 1643) IX 119; FdC 196
  3. Benedicto XVI, Carta al Superior General de la Congregación de la Misión y a la Superiora General de la Compañía de las Hijas de la Caridad, 14 de junio, 2010.
  4. Blaise Pascal, Pensieri, 280
  5. Antonio Sicari, Santi nella caritá, discepoli, amici di Vincenzo di Paoli, 1998, ed. Jaca Book; SVP.ES IV,427
  6. SVP, XII,262; SVP.ES, XI,4,553
  7. SVP,XI,40 SVP.ES,IX,1,539
  8. SVP, XII,271; SVP.ES XI,4,561
  9. SVP,III,202; SVP.ES III, 181
  10. SVP,III.246-247; VP.ES III, 320
  11. SVP.Cfr. DIF, vol. II (1975), coll. 1543-1551, voce a cura di L. Chierroti; Abelly, I,22,109
  12. SLM, Ecrites 76 SLM.ES.C.73 (L.441) p.82
  13. Cos. C 8
  14. SVP,Conf.15, Explicación del Reglamento (14 de junio de 1643) IX 119; FdC 196
  15. Jn 16,33
  16. Cfr. Cost CM, n.2
  17. Deus Caritas est, 31b
  18. SVP, XI, 203;SVP.ES XI,3,122
  19. Ib.
  20. Benedicto XVI, Angelus, 25 agosto, 2010
  21. Cfr Cost, 1
  22. Cfr. R.P. Maloney Abdate in tutto il mondo! Predicate il Vangelo ad ogni creatura. La spiritualitá missionaria de San Vincenzo de Paoli, a cura de S.ANGIULI, Edizione Vincenziani, Napoli.
  23. SVP.XII, 264; SVP.ES XI,4, 555
  24. SVP XI, 142-148; SVP.ES XI,3,65
  25. Cfr. SVP XI,402; SVP.ES XI,281
  26. SVP.XI, Repetizione della meditazione, 4 agosto, 1655; SVP.ES XI, 132
  27. SLM lettera 631, junio 1653;SLM.ES, C. 435, p.411

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