Sus virtudes. —Sencillez , prudencia, fortaleza, humildad y mansedumbre
del Sr. De Andreis.
La sencillez, a la que algunos confunden torpemente con la ignorancia y debilidad de carácter, mirándola como señal de bajeza de alma, es cierta disposición de espíritu y de corazón por la cual el hombre mira a Dios con pura y recta intención de glorificarle, alejando a la vez toda doblez en el trato con el prójimo.
Siendo la virtud de la sencillez la primera que San Vicente recomienda a sus Hijos, el Sr. De Andreis hizo también de ella el principal objeto de sus esfuerzos. «He conocido por experiencia—escribía el 3 de Noviembre de 1811— que no hay nada tan provechoso en el servicio divino como hacer todas las obras con sencillez, dirigiéndolas sólo a Dios. Una vez, la alegría que experimentaba en padecer me hizo creer que sería bueno desear y aun pedir estar continuamente en este estado, sin lo cual pensaba que la flaqueza humana no podría sostenerse entre los trabajos y espinas del ministerio; pero ahora veo que es preciso aún más, a saber: sufrir sin gozar de consuelo alguno, y aprender a decir: «¡Cruz, cruz, siempre cruz y Dios sólo!» Al menos quisiera saber cuál es la inspiración que me guía sin descubrirse enteramente a mi espíritu. Pero la voluntad de Dios es que renuncie hasta esta satisfacción, y que mi voluntad, memoria y entendimiento estén completamente abandonadas en sus manos, a fin de poder decir con el Salmista: Dominus regit me: «El Señor me conduce», etc., añadiendo: Ut jumentunz factus sum apud te, et ego semper tecum: «Delante de Vos, ¡oh Dios mío!, he venido a ser como un jumento, y así quiero permanecer siempre en tu presencia». La cruz en toda su desnudez, las penas y la ignominia, tal debe ser mi herencia.
Sin embargo, recuerdo muy bien lo que, hace ya dieciocho años, obró en mí la divina Misericordia, cuando era yo todavía seminarista. Porque ni aun ahora puedo darme razón de cómo ya tenían entonces tanto atractivo para mi alma la soledad, el silencio, las penalidades, la muerte y el recogimiento y sacrificio interiores. ¡Oh bondad infinita! En todas las cosas debe ser Dios mi único fin. Debo esforzarme continuamente en reprimir todas las intenciones torcidas que pueden venirme al tratar y trabajar con los hombres.
¡Oh hermosa y amable sencillez! ¡Tú te diriges recta al corazón de Dios! Jamás te abandonaré, sean cuales fueren los encantos y silbidos que la infernal serpiente me diere para encaminarme por sus tortuosas sendas; siempre exclamaré en tales casos: ¿Qué hay para mí provechoso, así en el cielo como en la tierra, fuera de Vos, mi Dios y Señor? Donec deficiam non recedam a simplicitate mea. Mientras dure mi vida, no dejaré la sencillez. Mi corazón, siguiendo siempre sus secretos impulsos, ha procurado extender el conocimiento de Dios entre una multitud que de Él vivía olvidada Sed Assur sine causa calumniatus est eum Pero mi intención fue mal interpretada, y tal semejanza con Jesucristo en este asunto me transporta de alegría, y me hace prorrumpir en aquellas palabras : Et unde hoc mihit».
Penetrado de tales sentimientos, era sencillo en sus afectos, intenciones, palabras y obras, hasta el punto de no saber disfrazar sus pensamientos ni dar el color y artificio que muchos acostumbran a sus planes. Era su conversación abierta y sincera, incapaz de decir una cosa con intención de dar a entender otra, y ni siquiera sabía dar cierta apariencia de misterio y reserva a sus acciones, cosa tan general hoy día. Su fin único era agradar a Dios y agradar al prójimo cuanto le fuese posible, sin tener otra preocupación ni en público ni en secreto. Explicaba siempre el sagrado Evangelio con la mayor claridad que podía, sin entretenerse a pensar si predicaba bien o mal, ni si agradaba o desagradaba; ni se ocupó jamás en adornar sus discursos y enseñanzas. Ni menos se cuidaba de si su auditorio lo formaban ricos o pobres, sabios o ignorantes; y esta era precisamente la causa de que su predicación agradase a todos, porque se dejaba claramente entender que ignoraba por completo esas vanas habilidades y despreciables modos de presentar el Evangelio sin su natural fuerza y vigor para no desagradar a los ricos o para granjearse los aplausos del vulgo.
Siguiendo el precepto del Salvador, juntaba a su mucha sencillez la santa virtud de la prudencia, la cual manifestaba de un modo admirable en el cuidado que tenía de evitar el falso celo que tantas veces se cubre con capa de caridad, haciendo que nos busquemos a nosotros mismos aun cuando parece que sólo buscamos la honra de Dios y el bien del prójimo; contra lo cual nos previene Kempis cuando dice: «A menudo somos movidos de pasión, y creemos ser obra del celo.» Movido del deseo de evitar las astucias de este celo engañador, tomó la firme resolución de hacerse todo a todos y de no emprender cosa alguna a la cual no fuese llamado por sus Superiores, o por urgente necesidad; oyéndosele decir a este efecto en muchas ocasiones: «Trabajando continuamente en santificarme más y más, aprovecharé a los demás con más ventajas que con miles de sermones y misiones».
Tenía gran ojeriza con la prudencia de la carne, respecto de la cual decía: «El demonio se sirve de la lengua de muchos tenidos por prudentes, para apartar las almas del camino de la cruz y del ejercicio de la mortificación, so pretexto
de conservar la salud, siendo así que está más segura al amparo de la cruz y de los padecimientos. Por esto yo quiero conservar la costumbre que tengo de no hacer siesta y dejar algo de cena. En otras ocasiones hablaba en los siguientes términos: «¡Cuán fácil es dejarse arrastrar de la corriente del mundo y ensanchar la doctrina evangélica para acomodarla a las intenciones y costumbres mundanas! Si no andamos con mucho tiento, a lo mejor nos hallaremos hechos «enemigos de la cruz», y habremos convertido el Evangelio en un modo de vida llana y natural, con sólo una sombra de religión, o andaremos buscando medios de servir a dos señores, juntando a Cristo con el mundo. So pretexto de que Dios es misericordioso y Jesucristo vino a padecer y morir para salvar a los pecadores, el vicio ha ido extendiéndose, y algunas máximas, nacidas de la prudencia de la carne, y nada conformes con la doctrina y vida de Cristo, de sus Apóstoles y Santos Padres, han sido de muchos recibidas y aun predicadas. El mundo pide predicadores «sin preocupaciones» y clama contra el rigorismo y fanatismo (así llama al desprendimiento, humildad y santidad). ¡Oh desgraciados tiempos! Muy ciego se necesita estar para no exclamar con el Profeta: «‘Prevalecieron contra nosotros las palabras de los impíos!».
Educado en la escuela de San Vicente, enemigo declarado de la precipitación, también la evitaba en sus planes y decisiones. Por esto, si no le obligaba una necesidad urgente, dejaba que el negocio madurase, y antes de dar su parecer consideraba el asunto bajo todos sus aspectos. Y aunque era muy instruido, consultaba a los hombres de ciencia y experiencia, a más de encomendarlo a Dios por medio de la mortificación y oración. Después de practicadas tales precauciones y seguro de la voluntad de Dios, ponía manos a la obra sin dudas ni temores, trabajando con todas sus fuerzas.
El Sr. De Andreis dio también muestras claras de la virtud de la fortaleza, en las muchas penas interiores que, por quererlo así su divina Majestad, hubo de padecer por largos años. Difícil cosa es de entender para quien no tiene de ello experiencia, lo mucho que abruman las penas de este género. Casi todos los Santos las han pasado, especialmente Santa Teresa de Jesús, Santa María Magdalena de Pazzis, Santa Verónica Juliana y San Juan de la Cruz, quien nos legó una acabada pintura de ellas en su Noche obscura. Allí describe las espesas tinieblas que a su alma envolvían, y la casi mortal agonía que en medio de sequedad de espíritu parecía hacerle probar los crueles tormentos de los condenados. El Sr. De Andreis pasó también por estas penas, y su salud y ser físico quedaron resentidos por toda su vida. No obstante, luchó con tares padecimientos sin que nadie, por entonces, supiera la causa verdadera de sus enfermedades. Repetía en tales ocasiones las palabras que Job dirigía a Dios: «Aunque me mate, en Él esperaré, porque después de las tinieblas espero la luz».
Finalmente, donde se vio a las claras su probada fortaleza, fue en la Misión de América. Las fatigas de tan largo viaje, peligro de naufragio, rudeza del clima, hambre, sed, escasez de las cosas necesarias para vivir y continuas enfermedades; todas estas pruebas no quebrantaron su firmeza, la cual parecía aumentar, conforme era más combatida. Sin duda que así lo habrá podido comprender el lector en varios de los casos de que hicimos mención; por eso no es necesario repetirlos.
Pero no podemos pasar en silencio lo que mira a su mucha humildad, virtud que, en sentencia de los Santos Padres, es el fundamento y base sobre que debe alzarse el edificio de la perfección espiritual. Sírvannos también esta vez de guía las palabras del siervo de Dios: «Al pensar en la humildad, y considerando los esfuerzos que para conseguirla he hecho, sin haber alcanzado nada, me siento desanimado y casi caído en desesperación; gracias a que su divina Majestad se apiada de mí en tales trances, manifestándome con toda claridad y a simple vista el origen de todas mis miserias de alma. Veo entonces que, al dejarme llevar de tales pensamientos perturbadores, estoy faltando manifiestamente a la debida resignación a la Providencia divina, y que la tristeza de que estoy poseído es señal evidente de que fío más en mis pobres fuerzas que en el poder de la divina gracia. Además, que en la meditación de hoy he conocido que nunca tendré la mansedumbre debida para con mis hermanos si no la tengo primero conmigo. ¡Oh Dios mío! ¡Cuánto daño me causo con tales excesivos cuidados e inquietudes a que soy tan inclinado!
Tal inquietud no puede venir de Dios, cuyo espíritu es dulce y tranquilo; por tanto, preciso es que venga o del espíritu humano, que siempre es impetuoso y turbado, ó, lo que es más probable, del demonio, que pretende conseguir de esta manera sus intentos, que son: en primer lugar, destruir la paz del corazón con escrúpulos y congojas; en segundo lugar, estorbar la frecuente comunicación del alma con Dios, impidiéndole seguir la inclinación de la gracia y haciéndola obrar según sus naturales apetitos; en tercer lugar, despertar el espíritu de orgullo, haciendo creer que es mucho el bien que uno hace, que puede confiar ya en sus propias fuerzas, sirviéndose de éstas como de alas; y en cuarto y último lugar, exponernos a muchos peligros, particularmente al de no cuidar de la propia perfección, y hasta ponernos a riesgo de cometer grandes faltas por orgullo o desesperación. La falsa humildad ha servido muchas veces de pretexto para descuidar los avisos y amonestaciones que a este fin se nos dan. ¡Oh pobre y ciega criatura! ¡Si hubieses reflexionado un poco hubieras conocido bien que no era aquello humildad, sino orgullo refinado! ¡Ea, pues, alma mía, ánimo! San Vicente mismo conoció, en sus varios ejercicios espirituales, la necesidad de formar resoluciones sobre este particular. No te turbes por las faltas; sigue entonces la doctrina de San Francisco de Sales, quien decía: «Anímate, «alma mía; cuida de no poner obstáculos a la gracia; antes, «por el contrario, coopera a ella».
Inspiraciones que he recibido en el día de Pentecostés, y sobre las que he de meditar cada mañana.— «Primera. «Dios «quiere que yo sea santo. » Segunda. «No lo seré si no soy «humilde.» Tercera. «Ni seré humilde si en vez de buscar las «humillaciones las temo y huyo, y, lo que es peor, si me «envanezco.» Cuarta. «No llegaré a huir las honras y amar «las humillaciones si no hago diariamente actos de esto mismo.» Quinta. «Nunca haré tales actos como conviene si no «los prevengo en la meditación de la mañana».
Tres clases de actos en los que debo de insistir mucho:
Primera clase.-1.° Reconocer delante de Dios mi nada, así en el orden de naturaleza como en el de gracia, diciendo, por ejemplo : Substantia mea tamquam nihilum ante te… Todo mi ser, Dios mío, es delante de Vos como la nada. (Psalm).
2 ° Tenerme por indigno de tratar con mis hermanos por mis muchos defectos e infidelidades, admirándome y espantándome de que me traten con tanta dulzura y caridad.
3.° Reconocer mi miseria cuando vea que no tengo en mi corazón los sentimientos que acabo de decir, conforme a aquello de San Agustín : Quid miserius misero non miserante seipsum, añadiendo esta súplica: Noverinz me, noverim me, etc. «¿Qué cosa más miserable que quien ignora su «miseria? Conózcate, Señor, a Ti, y conózcame a mí.» (San Agustín.)
Segunda clase.-1.° Vigilar atentamente sobre todos los pensamientos y afectos de vanidad y orgullo que se despierten en mi alma ; y reprimirlos al instante, renunciando a cuantos pretextos pueda por entonces, sugerir el amor propio ; porque el corazón fácilmente se alimenta de esta clase de veneno.
2.° No hablar jamás de mí mismo, ni en pro ni en contra, excepto en caso de verdadera necesidad.
3.° Escoger siempre el último lugar, oficio ú empleo; procurando con ahínco ser poco conocido, olvidado, malquisto y despreciado.
Tercera clase. — 1.° Hablar con gusto de las alabanzas de otros particularmente ausentes, y, sobre todo, respecto de aquellos hacia los cuales siento más repugnancia interior.
2.° No excusarme jamás, sin clara necesidad ; y si de algo me acusan, debo creer que soy mucho más culpable de lo que se dice, y por tanto debo ponerme en más inferior grado del en que me pone quien me acusa ; humillarme, además, interiormente y creer que he merecido tales humillaciones.
3.° Huir, en lo posible, todo cuanto pueda ser causa de ser tenido en más estima ; abrazando, por el contrario, con alegría cualquiera ocasión de humillarme ; y aun debo alegrarme mucho de que se presenten tales ocasiones.
Si encuentro dificultad en practicar estas resoluciones, no debo desanimarme por esto, antes bien, haré más generosos esfuerzos para salir con mi intento, valiéndome para ello de la oración; y al mismo tiempo considerar cuán grande es mi ignorancia y poquedad en comparación de los Santos y de Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, que tanto se humillaron por mi amor.
Tampoco debo presumir por los favores que de Dios haya recibido. Porque, ¿quién recibió más que Saúl, Salomón y Judas? Y, no obstante, ¿qué fue de ellos? Yo ignoro si aquel a quien desprecio es más grande en la divina presencia, y de mí no sé si estoy en gracia. Y aun cuando supiera que yo estoy bien con su Majestad divina, y que el otro es su enemigo, ¿no puede suceder que se truequen las cartas? ¿Qué sé yo cuáles son los intentos de Dios?
Así que, para estar más seguro, lo mejor es humillarme y escoger siempre el último lugar. Y, efectivamente, si me antepongo aunque no sea sino sólo a uno, bien puedo equivocarme en ello; pero posponiéndome a todos, aun dado caso que fueran ellos peores, yo nunca pierdo, sino que gano; porque entonces imito al que vino al mundo «para servir, y no para ser servido», y que quiso ser tenido por el último de los hombres y desprecio del pueblo: Novissimus virorum (Isa.) et abjectio plebis. (Psalm.) ¡Oh y cuán necesaria es esta aniquilación! Para lograr grabarla en mi alma es necesario que esté bien convencido de que soy un vaso de abominación, y que nadie hay que a mí sea tan perjudicial como yo mismo, y que a los demás les sirvo de ocasión de continua paciencia, mortificación y otras virtudes. Todo pensamiento contrario a cuanto acabo de afirmar, debo alejarlo de mi alma. Está claro que de mí nada puedo, y Dios no me abre más camino que el de la humillación… Yo debo aniquilarme por completo, para no poner impedimento a la obra que Dios va haciendo en este madero seco y vaso de debilidades y pecados. Entonces toda la gloria a Él será dada, sin que yo le robe ni la más mínima parte. Debo alegrarme de ser tenido por tonto e inepto para cosa alguna de provecho, y temblar de ser tenido en alguna estima y aprecio: Salva me ex ore leonis. «Salvadme, Señor, de la boca del león». Hoy mismo me ha dado a conocer el Señor el gran monstruo del amor propio que todavía vive en mi pecho. Parécese a una bestia feroz que está para tragar la presa. Y tiene aún tanto poder sobre mí este monstruo, que de vez en cuando aún me roba algunas acciones, y se las tragara si inmediatamente no se las arrancara de la boca. ¡Oh Dios mío! Salva nos, perimus… «Salvadme, porque si no, perezco».
A la práctica de la humildad, el Sr. De Andreis juntaba la de su inseparable compañera, la mansedumbre, cuya posesión le costó largos y heroicos esfuerzos. Muy sensible por naturaleza; acostumbrado, como él mismo decía, a tener todo a medida de sus deseos; estimado, aplaudido por todos, favorecido de Dios en el principio de su vida espiritual con los más deliciosos consuelos, la contradicción hizo sobre él tal impresión que hasta llegó a resentirse su salud. Sin embargo, de tal modo se dominó que acabó por hallar sus mayores delicias en lo que había sido para él motivo de las pruebas más penosas. Dios, que se sirve de las penas para habitar y reposar anticipadamente en ciertas almas y para obligarlas a desasirse de todas las cosas y buscar su vida y alimento en el pan de la tribulación, dejó muchas veces de consolar su espíritu de predestinado. La mansedumbre del Sr. De Andreis soportó con resignación primero, con calma después, y por último con alegría, todas estas pruebas de la mano de Dios. Las primeras fueron angustia de espíritu, abatimiento, obscuridad y abandono, a través de las cuales, la mansedumbre le conservó en estado de perfecta calma, en aquella dichosa tranquilidad de los santos, que le hacía suspirar y desear otras pruebas y otras cruces.
«Dios—decía en uno de sus soliloquios—me conduce por caminos tenebrosos y sembrados de espinas, cuales son las penas y pruebas de todo género que padezco, sin poder hallar medio de librarme de ellas. De tiempo en tiempo me envía un rayo de luz que disipa las tinieblas en que estoy cercado, y desaparece la turbación de mi alma derramando en ella consolaciones imposibles de describir. Entonces comprendo claramente la dicha de mi estado y el inestimable valor de los efectos producidos en mi espíritu por tales pruebas, y no puedo menos de exclamar: «Sí, he aquí el verdadero camino; poner bajo mis pies todas las cosas y no buscar más que a Dios. Cuanto más mortifico mis sentidos; «cuanto más me humillo, más me despego de todo afecto a «las criaturas y más me acerco a Dios. En el momento en «que más seriamente me esfuerzo en olvidar mi propia satisfacción, entonces es cuando gozo de más celestiales delicias. Oh, si ellas permanecieran en mí!… Mas ¡ay! que poco después me encuentro tan miserable como antes. Efecto «inefable del amor que Dios nos tiene, es el llenar nuestra «vida de tristezas ‘y de angustias para hacernos ver que el «verdadero reposo sólo se halla en Él».
Un hombre tan acostumbrado a mirarlo todo en Dios y como venido de su mano; a abandonarse tan completamente a su divina Providencia, no podía menos de sobreponerse a cualquier mal tratamiento que la malicia de los otros le ocasionara. No hacía esto por sentimientos de altivez o de desprecio, sino más bien por resignarse a la voluntad de Dios, y llevado de tierna caridad hacia todos los hombres.
Escuchemos cómo nos revela los secretos de su corazón con motivo de esta hermosa virtud de la dulzura.
Tú debes, alma mía, apartar la vista de todo cuanto los hombres puedan decir o hacer, teniéndola siempre fija en los amorosos designios de Dios… Rechaza prontamente todo pensamiento que se te ofrezca acerca de la conducta de los otros respecto de ti; atribuye sus acciones a motivos caritativos, pensando que les estás muy obligado por la paciencia con que sobrellevan tus faltas… En el soliloquio 34 añadía: «Algunas veces permite Dios que el demonio ordene las cosas de tal modo, que las personas más piadosas y caritativas se engañen en sus juicios o al menos duden; no lo suelen hacer temerariamente, y, por lo mismo, por su parte no hay pecado alguno; y tales juicios recaen muchas veces sobre una pobre alma afligida, la cual vese obligada entonces a exclamar: Hominem non habeo… Opprobrium vicinis meis valde. «No tengo quien me ayude… He llegado a ser motivo de oprobio hasta para aquellos con quienes trato más íntimamente. Todo lo echan a mala parte, y la pobre alma, a su pesar, lo advierte y sufre; todos parecen conspirar contra ella: In eodem convenerunt simul; accipere anímam meara consiliati sunt. Algunas veces, durante la recreación, te parecerá que contra ti se dirigen todas las miradas, todas las palabras… Pero yo he esperado en el Señor, y he dicho: «Vos sois mi Dios; mi suerte está puesta en vuestras manos». Ego autem in te speravi, Domine; dixi: Deus meus es tu, in manibus tuis sortes meae. Tal es el único consuelo de mi alma. Un rayo de luz basta para volverle la paz.
Noli ergo vinci a malo, sed vince in bono malura, escribía en otro lugar (núm. 71): No nos dejemos vencer por «el mal; sino triunfemos del mal por el bien.» Alabado sea Dios, la nube se va disipando por grados, y deja ver el más claro cielo… ¡Oh bondad de Dios, cuán grande apareces permitiendo las cosas que pasan por mí! Habéis querido probarme para establecer con arraigo en mí la caridad, virtud característica de San Vicente de Paúl y de San Francisco de Sales; esta virtud de que tanta necesidad tengo, aun cuando desgraciadamente no advierto bastante mi pobreza! … Ayer celebramos la fiesta de San Vicente; también yo quiero ser Vicente (es decir, victorioso). Estoy determinado a vencer morir, pero no usando más que estas tres armas: humildad, caridad y mansedumbre.
Vincenti dabo manna absconditum et nomen novum «Daré a quien venciere un maná escondido y un nombre nuevo». ¡Oh maná delicioso! ¡Refrigerio y descanso deseado! Tú no serás concedido más que a los vencedores. Y no nos engañemos acerca del sentido de esta palabra. Es muy cierto que el mundo entiende las cosas de muy diferente manera que el Evangelio, y es preciso, por lo tanto, tomar el sentido del Evangelio y no el del mundo. Vencer según el mundo, es triunfar, cubrir de confusión a nuestro rival y gloriarse de su caída. Pero según Jesucristo, es cosa muy distinta ; Él nos dice que no seremos vencedores sino cuando, despreciados por los otros, nos humillarnos todavía más; cuando, calumniados, no nos excusamos; cuando volvemos bien por mal ; cuando aplacamos a nuestro adversario por medio de la humildad, caridad y dulzura. «Observad bien «vuestra conducta—dice San Crisóstomo en la 24 homilía sobre San Mateo;—cuando nos mostramos corderos, triunfamos, aunque a nuestro alrededor haya millares de lobos; pero si nos hacemos lobos, quedamos vencidos, porque entonces nos vemos privados del socorro del pastor que guarda, no los lobos, sino las ovejas».
Aun cuando el Sr. De Andreis llevaba a tan alto grado la delicadeza, los miramientos, la condescendencia para con el prójimo, jamás, empero, cedía hasta el punto de aprobar el mal o tolerarlo por flaqueza. Al contrario, era, en virtud de la fortaleza, como un dique inquebrantable para oponerse a las menores infracciones de las reglas o del espíritu de su estado; y de ello pueden verse pruebas en sus resoluciones (núm. 56).
Qui in verbo non offendit perfectus est vir. Después de reflexionar mucho, escribe, me parece que el mejor partido que puedo tomar durante la recreación es hablar muy poco. Primero, porque, siendo joven, no me pertenece dirigir la conversación; segundo, porque entre los asuntos de que se trata hay muchos acerca de los cuales apenas puedo decircuatro palabras, y en tercer lugar, porque con frecuencia me tengo que arrepentir de haber dicho esas pocas palabras. Por tanto, procuraré mostrarme jovial y amable en cuanto pueda; si soy preguntado, responderé con modestia y me esforzaré en mantener la conversación en los límites prescritos por la regla».
Por último, una de las cosas en que más ejercitó esta virtud de la dulzura el Sr. De Andreis, fue en el sufrir con paciencia sus propios defectos; le eran tanto más penosos cuanto más progresaba en el amor de Dios, sin verse, no obstante, jamás libre de ellos. San Francisco de Sales dice que una alma que aspira a la perfección tiene más necesidad de mansedumbre para consigo mismo que para los demás, porque cuanto más adelanta en la vida espiritual, más defectos nota en su conducta. «Heme aquí al fin—escribía el Sr. De Andreis en sus ejercicios espirituales de 1813—cansado ya de procurar buscar a mi Dios. Yo no veo ni hallo otra cosa que a mí mismo y mi gran necesidad y pobreza; Mucha necesidad tengo de la gracia, aun cuando me creo indigno de obtenerla Comprendo bien que la santidad no consiste solamente en tener esta gracia, sino en llegar al grado de virtud que Dios nos ha fijado, y nada más. Yo debo adelantar cada día, a medida que Dios me hace conocer los designios de su providencia; rogar porque se cumpla en mí su voluntad santísima, y procurar cumplirla sin desear tal o cual don: Ipse dividil singulis prout vult. «Él es quien los distribuye según le place».
CAPÍTULO XIII
Sus virtudes.—Mortificación y celo del Sr. De Andreis
Con certidumbre podemos asegurar que todos cuantos trataron con intimidad al Sr. De Andreis pueden dar testimonio de que la ocupación continua de su vida fue morir a sí mismo por medio de la mortificación más severa y universal, unido estrechamente con la cruz de su Salvador. Apenas descubría en su corazón las menores inclinaciones viciosas, procuraba trabajar con ahínco para desarraigarlas por medio de la mortificación, dirigiendo a esto todas sus resoluciones. Bastará apuntar aquí algunas de éstas para tener una idea del grado en que poseía esta virtud.
Cuando pienso en la conducta que hasta ahora he tenido, observo que el bien que he practicado ha sido muy superficial. Me parece que no tengo nada de fervor interior, mies bien soy un árbol cargado de flores que nunca llegan dar fruto, a cuya savia falta vigor suficiente. He practican virtud por rutina, y no llevado de espíritu interior. En una palabra, veo muy a las claras que el viejo Adán vive en
mi, y que tiene la talla de un gigante, mientras que Jesucristo no es mayor que un niño, si es que realmente está en mi. Es preciso luchar con valor contra este hombre viejo, exterminarlo, destruirlo a fin de que Jesucristo viva en mí. Tantum proficies quantum tibi ipsi vim intuleris. «Tanto «más adelantarás en la virtud cuanto mayor sea la violencia «que te hagas». (De Imít).
Las siguientes resoluciones fueron tomadas el día del Corpus.
Resoluciones. — Motivos
1. Dios me ha honrado sobremanera llamándome a una íntima unión con Él, dándome a gustar las delicias del amor divino a fin de desasirme enteramente de mí mismo; mas viendo que yo no acabo de romper de una vez con mi amor propio para abrazar la mortificación, que es el fundamento de esta unión, permite que sea combatido por muy recias y horrorosas tentaciones, a las cuales considero como varas empleadas por su amor para obligarme a hacer lo que él desea. Oh. qué grande es su bondad!
2. Para quitar completamente estas imperfecciones, la experiencia me ha enseñado que no hay mejor medio que revestirse del espíritu de mortificación.
3. Para tener acierto y sacar fruto en las funciones sagradas de nuestro ministerio, y para quitar los defectos que veo arraigados en mi corazón, es de absoluta necesidad un alto grado de unión con Dios, el cual es imposible adquirir sin esta mortificación.
4. Postrándome ayer a los pies de la Santísima Virgen y suplicándola me mostrase el camino por donde salir de las tinieblas que me cercan y salvar mi alma, me pareció que me presentaba la cruz y la aplicaba sobre mí, diciendo: «Abrázate a ella y no la abandones nunca».
Formo desde ahora la resolución, y ella será el principal objeto de estos ejercicios, de abrazar la virtud de la mortificación y ponerme en la cruz de modo que jamás me separe de ella. Y bajando más al particular, tendré presentes los artículos siguientes:
Mortificación de la imaginación y de la memoria.
1. Ponerme en la presencia de Dios, pero sin inquietud ni esfuerzo; rechazar todo pensamiento inútil, vano o curioso, o toda idea que no envuelva en sí alguna utilidad.
2. En la oración, y particularmente recitando el Oficio divino, seré exacto en poner en práctica las resoluciones tomadas en los ejercicios de 1811.
Juicio y entendimiento.
Evitar toda investigación curiosa, y someterme con gusto al parecer de los otros, mientras que mi conciencia no me exija otra cosa.
La voluntad.
Observar minuciosamente todos los puntos de la regla, sobre todo lo que se prescribe en el art. 3.°, capítulo II, De la conformidad con la voluntad de Dios.
La lengua.
Amar el silencio, y no hablar jamás cuando la regla lo prohíbe.
Evitar siempre hablar mucho, aun en tiempo de recreación.
3. No hablar jamás de mí mismo sin necesidad, y entonces hacerlo con humildad y cuidado, a fin de que el amor propio pierda más que gane en lo que pueda decir, y muy particularmente en lo que toca al país, amigos, parientes y otros semejantes asuntos.
No hacer jamás alarde u ostensión de ciencia hablando sin necesidad sobre asuntos científicos o religiosos, y cuando fuere necesario hablar sobre estas materias, procurar hacerlo de modo que la humildad nada pierda.
No despreciar ni acusar jamás a nadie, antes al con trario, estimar y excusar a todo el mundo, reservando el desprecio para mí sólo.
El gusto.
1. Negarme completamente los manjares hacia los que siento desmedido atractivo; esto se entiende de aquellos hacia los cuales el apetito natural me arrastra con ardor.
2. No comer jamás todo lo que me sirvan, a menos que tenga una verdadera necesidad.
3. Sacrificar o abstenerme de algo que sea más agradable al gusto, con la disposición interior de privarme de todo si esa fuese la voluntad de Dios.
Oído, vista y olfato.
Rehusar en esto toda satisfacción que no sea necesaria o al menos útil, y entonces dirigir mi intención hacia Dios.
Composición del cuerpo.
1. Dormir sobre la paja, conservando el cuerpo en modesta postura durante el sueño.
2. Moderar mi natural impetuosidad y procurar caminar y obrar con gravedad, modestia y humildad, buscando siempre el último lugar.
3. Sufrir con paciencia las picaduras de los insectos que vengan a molestarme, y pensar que ellos me sirven de cilicio.
4. En una palabra, buscar siempre medios de estar sobre la cruz de una manera o de otra.
Estas resoluciones son, en verdad, difíciles de cumplir; pero espero que la práctica las hará cada vez más fáciles; Dios es quien me las ha inspirado, y, por lo mismo, Él me dará gracia para ejecutarlas y la Santísima Virgen la alcanzará para mí. Por mi parte, emplearé los medios siguientes: primero, meditar con frecuencia estas resoluciones y leer la vida de los Santos que más se han distinguido por su amor a la mortificación; segundo, examinarme frecuentemente sobre este punto y no dejar falta sin castigo; tercero, rogar a Nuestro Señor me dé fuerza para llevar mi cruz y que no permita que viva un solo momento según las sugestiones de la naturaleza: Fortis est ut mors dilectio. «El amor de Dios es fuerte como la muerte».
Aun cuando parece imposible dar más extensión a esta práctica de la mortificación, sin embargo, el Sr. De Andreis Id llevó más lejos todavía renunciando hasta los mismos consuelos que de tiempo en tiempo recibía en el servicio de Dios. Véase lo que escribió acerca de esto:
«Debo también alejar de mi espíritu otra ilusión, que consiste en imaginar que en esta vida miserable puedo gozar de un modo permanente de la dulzura y gozo que se experimenta en practicar la virtud.
Si así fuera, no serían ciertas las palabras de Nuestro Señor, que nos manda tomar nuestra cruz y llevarla todos los días, renunciándonos a nosotros mismos por medio del sufrimiento para entrar en el reino de Dios.
Ciertos consuelos son propios del cielo, y la bondad divina nos da de tiempo en tiempo algunas gotas, como aliciente para alentarnos a sufrir con constancia. Desear que sean completos, es anhelar lo que no se puede obtener más que en el paraíso. Por eso, dejando todo a la voluntad de Dios, he tomado, inspirado por Él, según creo, la resolución siguiente:
«Como las dulzuras de Dios no son el mismo Dios, y el desearlas con avidez puede impedir el que pueda decir: Mi Dios y mi todo, y unirme a Él solo;
He resuelto renunciar a todas las alegrías espirituales hasta la muerte, es decir, no buscarlas, ni desearlas, ni pedirlas, ni aspirar de ningún modo a ellas, plenamente convencido de que soy indigno de tales favores».
Celo.— El fin que el Sr. De Andreis se proponía en esta eran perfecta y universal mortificación, no era otro que el de llegar más seguramente a la unión con Dios y adquirir esa ardiente caridad que no puede menos de comunicar su fuego a los demás, procurando su salvación con el completo sacrificio de sí mismo, según las palabras del Apóstol: Optabanz ego ipse anathenza esse a Christo pro fratribus meis. (Romanos, IX, 3.)
«A la verdad—escribía en 1814—nunca se está más dispuesto a amar al prójimo como es necesario, puramente por, caridad, que cuando se considera uno como muerto en el corazón de los hombres. Bajo el especioso pretexto de caridad, de obligación, de urbanidad, ¡cuánta escoria, cuántos motivos secundarios se encuentran escondidos! Para que la llama que en mi corazón arde pueda inflamar los corazones de los otros, debe antes consumir y purificar el mío; el fuego no se extiende ni despide calor sino después de haber devorado los elementos que le cercaban. Debo, pues, activar la llama y obligarla a destruir primero el hombre viejo, apartando todo lo que pudiese afianzar su imperio».
Si juzgásemos de él por la descripción que hace de esta llama de amor divino, diremos que verdaderamente era ardentísima en él y capaz de despedir y extender su calor aun en los corazones menos dispuestos a recibirlo.
«Todo el que es llamado a trabajar en la salvación de los prójimos—dice el Sr. De Andreis (Soliloq. 44), — debe ser como un rayo reflejado sobre un cuerpo. Su corazón debe primeramente ir a Dios, y volviendo de allí, mezclarse con las criaturas, conversando con ellas, predicando, aconsejándolas en sus dificultades. Entonces solamente es cuando el obrero apostólico trabaja con celo y buen éxito, porque la bendición de Dios le acompaña según las palabras del Salmista: Beatus vir cujus voluntas in lege Domini; omnia quaecumque faciet prosperabuntur».
Con tales principios puestos en práctica, fácil es comprender cómo el Sr. De Andreis renunció, no sólo a las esperanzas del mundo, sino también a las que pudiera ofrecerle la misma Congregación, y cómo él se consideraba feliz en medio de los trabajos, de los sacrificios, de las enfermedades y aun de las persecuciones.
«Estimación, honor, alimento, reposo—decía él (Soliloquio 33), todo he de mirarlo como basura para ganar a Jesucristo. Jamás debo permitir a mi espíritu pararse un instante. Quid ad te? Tu me sequere. He aquí lo que he de hacer: seguir a Jesucristo en el sublime ministerio a que se ha dignado llamarme, aplicándome como dirigidas a mí las palabras que dijo en el Evangelio a aquél que antes de seguirle le pidió permiso para ir a enterrar a su padre: «Deja a los muertos enterrar a los muertos, y tú anda a anunciar el reino de Dios.» ¡Oh Dios mío, qué glorioso destino negociar en almas, entrar en sociedad de comercio con el Hijo de Dios encarnado, tener la misma vocación especial: la de extender el reino de Dios y destruir el imperio del demonio y del pecado; convertir las almas a Dios, enseñarlas y volverlas a las vías de la justicia y de la salvación; conducirlas a su primer principio y último fin! ¡Oh mi Diosl el unde hoc mihi! ¡Qué no ha hecho el Todopoderoso en mi Alma para hacerla capaz de un tan noble empleo! ¿No sería una vergüenza para el que es llamado a ministerio tan sublime, entregarse a la vanidad y a las alegrías del mundo? ¿Buscar honores terrenos entreteniéndose en tejer telas de araña? Duc in altum, duc in altum et mitte retia in capturam; non in capturam auri vel argenti, vel vanitatis, sed in capturara animarum.»
Por aquí comprenderemos cómo el Sr. De Andreis, a pesar de la delicadeza de su salud, pudo en su juventud, como estudiante y como sacerdote, soportar tanta aplicación y trabajo; cómo no sucumbió en medio de tantos peligros y fatigas que, según todas las apariencias, debieran haberle costado la vida.
Fortis est ut mors dilectio — escribía él: el amor no se satisface sino con la muerte. La propia estimación y orgullo están más estrechamente unidos al alma que la piel a la carne a quien cubre. El perfecto desasimiento del espíritu no es menos penoso que la muerte del cuerpo; es preciso morir cada día».
«Mil años—añadía—delante de Vos, ;oh Dios!, son como el día de ayer que ya no existe.—Lo que vemos no es más que temporal: lo que no vernos es eterno.—El mundo pasa con todas sus concupiscencias, pero la verdad del Señor permanece para siempre.–He aquí tres palabras a cuya luz penetrante debe el cristiano juzgar todas las cosas: los trabajos, los sucesos desagradables, los honores, los placeres y los consuelos de esta miserable vida. ¡Oh! feliz el que puede bañar sus pensamientos en esta bendita eternidad! Seguramente se formará idea exacta de lo que es y vale todo lo de acá abajo, y aprenderá a vivir como peregrino que recorre el mundo; aprenderá a suspirar continuamente por las alegrías del cielo, a tener en nada todo lo que acaba con el tiempo y a permanecer contento en medio de los disgustos que le sobrevinieren, porque nada vale lo que no es eterno».
Jamás acabaríamos si quisiéramos reproducir aquí los sentimientos y afectos del celo más puro que andan esparcidos en sus escritos, pruebas inequívocas del ardor que había en su corazón, pues de la abundancia de éste habla la boca. Terminaremos, pues, con dos pasajes en los que describe las cualidades que debían adornar su celo. «He considerado que esta virtud debe mantenerse igualmente distante de dos extremos, esto es, del respeto humano y de la excesiva severidad, de modo que pueda uno mostrarse firme y magnánimo sin dureza ni aspereza y a la vez dulce y agradable sin cobardía ni pusilanimidad…
«La inquietud y actividad naturales son siempre muy malos consejeros en materia de celo. Por eso, formo la resolución de no hablar ni obrar jamás cuando me sienta muy estimulado a hacerlo, consultando entonces con seriedad y detención a la caridad y humildad, a fin de que estas virtudes templen el ardor de mi celo. ¡Oh, qué santa franqueza y libertad sugiere la humildad, y qué valor tan ardoroso inspira la caridad!».
CAPÍTULO XIV
Progresos de la Religión católica en los Estados Unidos, particularmente en la Luisiana, desde principio de este siglo hasta el año 1860. Anexión de la comunidad de Hermanas fundada por la Sra. Setón, a la Compañía de las Hermanas de San Vicente de Paúl.
Este capítulo servirá de complemento a la vida del Sr. De Andreis; porque es evidente que si la Religión ha hecho progresos tan considerables en la parte occidental de los Estados Unidos, ellos son debidos en gran parte a sus trabajos y a los de los Misioneros de quienes aquél era Superior.
A principios de este siglo no había en todo el país más que dos Obispos: el Ilmo. Sr. D. Juan Caroll, natural de Maryland y nombrado primer Obispo de Baltimore el 6 de Noviembre de 1789 por el Papa Pío VI, y el ilustrísimo señor D. Luis Peñalver y Cárdenas, creado primer Obispo de Nueva Orleans en 1793, ambos notables por sus talentos, piedad y celo apostólico. En el Sudoeste, los cristianos se hallaban asistidos por algunos sacerdotes franceses y unos cuantos franciscanos españoles; en el Este, Norte y Noroeste, por algunos sacerdotes franceses o ingleses, casi todos pertenecientes a la Compañía de Jesús. Así es que dos Obispos y un muy reducido número de Misioneros celosos tenían que proveer a las necesidades espirituales de un país inmenso, que abraza un espacio de muchos centenares de millar de leguas cuadradas.
En 1801, el Ilmo. Sr. Peñalver fue trasladado a la Silla metropolitana de Guatemala, en la América central, siendo consagrado en Roma en 1802 otro Obispo de Nueva Orleans, que murió poco tiempo después sin llegar a ocupar su Silla. La ausencia del primer pastor y los frecuentes cam bios de Gobierno contribuyeron en gran parte a retardar y aun disminuir los progresos de la Religión en la Luisiana.
Cuando el país fue tomado de nuevo en 1803 por los franceses, el Ilmo. Sr. Caroll fue canónicamente encargado de la administración de la diócesis de Nueva Orleans. El señor Olivier, capellán entonces de las Religiosas ursulinas de esta ciudad, fue constituido su Vicario general con los más amplios poderes. Este distinguido eclesiástico murió en 181o, sucediéndole en el cargo, según se cree, el Sr. Libourd hasta el nombramiento del Sr. Dubourg en 1812, el cual administró la diócesis por espacio de dos años. Según parece, en esta época había en la diócesis unos 6o.000 católicos, aun cuando la mayor parte sólo lo eran de nombre,
A petición del Ilmo. Sr. Caroll, los sulpicianos llegaron a este país en 1792; a la primera tanda, presidida por el señor Pagot, siguióse muy luego otra colonia de la misma Congregación. Establecieron en Baltimore el primer Seminario eclesiástico, prestando también importantes servicios al colegio de Georgetown, fundado en 1788 por el Sr. Caroll, por aquel tiempo Vicario general. También comenzaron los sulpicianos el célebre colegio de Monte de Santa María, cerca de Emmittsburg, en el Maryland.
El aumento de la población católica exigía también mayor número de obispados; así es que a instancias del ilustrísimo Sr. Caroll, Pío VII, por Breve de 8 de Abril de 18o8, estableció cuatro nuevas Sillas: Bardstown, Filadelfia, Nueva-York y Boston. El Ilmo. Sr. Flaget, sulpiciano, fue nombrado para Bardstown; el Ilmo. Sr. Miguel Eagan, franciscano, para Filadelfia; el Ilmo. Sr. Luce-Concanon para Nueva-York, y el Ilmo. Sr. J. B. Cheverus para Boston. Charleston tuvo también su Obispo en 1820; Cincinnati y Richrnond, en 1821; Movil, en 1824; San Luis, en 1826; Strecho, en 1832; Vicennes, en 1834; Nashville, Dubuque y Natchez, en 1837; Pittsburg y Little Rock, en 1843; Hartford, Chicago y Milwaukee, en 1844; Oregón, en 1845.
En 1841, el Ilmo. Sr. Ryan, más tarde Obispo de Buffalo, Provincial entonces de los Misioneros de San Vicente de Paúl o lazaristas, fue enviado a Tejas en calidad de Vicario apostólico. Poco después volvió a Barrens, sustituyéndole en aquel puesto el Sr. Odín, de la misma Congregación. El 6 de Marzo de 1842, este último fue consagrado Obispo in partibus y en 1847 se le confirió el obispado de Galveston. En el mismo año se erigieron tres nuevas sedes episcopales: Albany, Buffalo y Cleveland. En otros países anexionados a la Unión, constituidos ya en Estados los territorios occidentales, se crearon también obispados; tales fueron: en 185o, Nesqualy, Santa Fe y San Pablo. El mismo año Wheeling fue erigido en Silla episcopal, y en 1851 se estableció un Vicariato apostólico para las Montañas. En 1853 se fundaron nuevas Sillas episcopales en Brooklyn, Burlington, Natchitoches y Monterey y en 1855 en Portland. Alton y FortWayne lo fueron en 1857, y en este mismo año La Florida y Salto Santa María vinieron a ser residencias de dos Vicarios apostólicos, ambos Obispos in partibus; privilegio que alcanzó Nebraska en 1859.
A medida que crecía el número de Obispos aumentaba también el de sacerdotes, iglesias, comunidades religiosas, seminarios, colegios, escuelas gratuitas, hospitales, hospicios y asociaciones piadosas. Los libros católicos, a principio de este siglo tan caros y raros, se multiplicaron gradualmente; hoy la prensa católica ejerce poderosa influencia, contribuyendo no poco al adelanto de las ciencias y de la literatura.
Difícil por demás sería fijar de un modo exacto el término medio del aumento anual de la población católica en los Estados Unidos; se puede, no obstante, formar alguna idea por el hecho de establecer algunas sedes episcopales cada año, por las numerosas emigraciones de católicos alemanes é landeses que llevaron a América su religión, su industria y parte de sus riquezas.
En 1847 recibió el palio el digno Prelado que ocupaba la Silla de la archidiócesis de San Luis; Baltimore había sido hasta entonces la única sede arzobispal de los Estados Unidos. En 185o fueron establecidas otras cinco: Nueva Orleans, Nueva-York, Cincinnati, Oregón y San Francisco. De modo que de sólo la provincia eclesiástica de Baltimore se formaron siete; después han sido creadas otras, todo lo cual dio nuevo impulso a la Religión católica en este país, puesto que entonces apenas era conocido el catolicismo, a excepción de la Luisiana y el Maryland, y el Obispo de Baltimore, con sólo veinticinco sacerdotes, tenía que proveer a las necesidades espirituales de los fieles dispersados sobre aquel vasto continente.
Pero volvamos a la Luisiana. El país así llamado abarcaba en su origen el inmenso territorio que hoy pertenece a los Estados Unidos, y que se extiende desde el Mississipi hasta el océano Pacífico. Se le llamó Luisiana en 1632, en honor de Luis XIII, entonces Rey de Francia. Según las más probables conjeturas y narraciones, fue visitada antes, en 1541, por Fernando de Soto, fundando la primera colonia Herville, que fue del Canadá en 1699. Antes de 1763 este territorio pertenecía a Francia.
La Compañía del Mississipi poseía allí una buena porción de terreno que le había sido cedido, mas sus especulaciones no fueron muy felices. Al terminar la guerra de los franceses en América, la Luisiana quedó en poder de los ingleses, pasando poco después a manos de los españoles.
En 1800 pasó otra vez a poder de Francia, quien la vendió en 1803 a los Estados Unidos por 60 millones de francos. La diócesis de la Luisiana comprendía todo el vasto territorio de las dos Floridas, descubierto por Cabot en 1496, 6 más probablemente por Ponce de León en 1512, quien la llamó Florida por ser este país de la más rica y exuberante vegetación En virtud de un tratado con España, las Floridas vinieron a ser propiedad de los Estados Unidos en 1821.
Puede formarse alguna idea del triste estado del Catolicismo en la Luisiana y Floridas, al ver que en 1820 eran escasamente unas veinte las comuniones pascuales que se hacían en Nueva Orleans. El Ilmo. Sr. Dubourg que, como hemos visto, fue enviado en 1812, se hizo en seguida cargo de las necesidades espirituales del país; por eso, luego que fue nombrado Obispo de Nueva Orleans en 1815, marchó a Roma con el fin de obtener sacerdotes que le ayudasen a cultivar esta porción del campo del Padre de familias que le había sido confiada. El número de iglesias de esta diócesis era muy corto: en Nueva Orleans no había más que una. San Luis tenía una capillita para los católicos angloamericanos, y la capilla de las Ursulinas. Mas luego que este celoso Prelado obtuvo algunos sacerdotes, multiplicáronse las iglesias, renaciendo la fe y la piedad entre los fieles. Una piadosa viuda, la Sra. Smith, cedió un terreno, en donde los Padres jesuitas establecieron el colegio de la Gran Ladera. Otro colegio se comenzó en el mismo San Luis por la misma Compañía, y al Seminario de esta ciudad dio principio, como hemos visto, el Sr. De Andreis. Las señoras del Sagrado Corazón abrieron un pensionado en la Gran Ladera, otro se erigió poco después en San Miguel y un tercero en in Luis. La religión continuó así gradualmente, estableciéndose y progresando con solidez, y buena prueba de ello el cambio verificado en el número de comuniones pascuales, , que en 1838, sólo en la ciudad de Nueva Orleans, llegó a 10.000.
Este mismo año los Misioneros de San Vicente de Paúl, bajo los auspicios del Arzobispo, Ilmo. Sr. Blanc, comenzaron el Seminario diocesano en la parroquia de la Asunción. Este Seminario, lo mismo que la parroquia y la del Donaldsonville, fueron dirigidos por los Sres. Armengol, Bouillier, Chandy y otros. Incendiado el 28 de Febrero de 1855, construyóse otro en Jefferson-City merced a la pro tección y apoyo del Sr. Delcros, siendo también encargado a los Hijos de San Vicente, quienes cuidaban de la parroquia. En 1858 la Congregación de la Misión se encargó de la–parroquia y del hospital de San José.
En 1829 las Hermanas de la Caridad, fundadas por la Sra. Setón, tomaron la dirección del Asilo de huérfanos de Poydras , y más tarde del hospital de la Caridad. En 1844 una colonia de las mismas Hermanas se estableció en Donaldsonville, en donde dirigieron una casa de huérfanos y una escuela. En 1851 se encargaron de la casa de salud, en la que permanecieron hasta su transformación completa en el hospital general en 1858. En 1855 comenzaron las mismas una escuela en Bouligny, y un año después la casa de huérfanos de Santa Isabel para los huérfanos ya adultos. Ensr858 abrieron un asilo, y en 186o añadieron una escuela a los ya numerosos establecimientos que tenían en aquella ciudad. Desde 1850 los redentoristas trabajan con fruto en la salvación de las almas, y su celo apostólico ha recogido abundantes frutos en Lafayette, distrito confiado a su solicitud. Los jesuitas establecidos en Nueva Orleans han hecho en esta ciudad un bien inmenso por medio de la educación de la juventud y por el ejercicio del santo ministerio en una parroquia confiada a sus cuidados. En una palabra, a medida que crecen las necesidades espirituales, aumentan también las iglesias, escuelas, asociaciones piadosas y las sociedades de caridad.
Cuando el Sr. De Andreis y sus compañeros llegaron a San Luis, no había allí más que una miserable capilla construida con maderos, visitada de tiempo en tiempo por un sacerdote que residía en Florissant. La población llegaba a unos cuatro mil habitantes, la mayor parte católica, pero más bien de nombre que de práctica. Toda la Alta Luisiana, que en 1326 constituyó la diócesis de San Luis, no tenía más que siete capillitas de madera, cuatro sacerdotes y ocho mil católicos. Las capillas estaban en San Luis, Santa Genoveva, Kaskaskia, Florissant, Pradera de Rocher, Cahokia y Nuevo Madrid. De los cuatro sacerdotes, tres eran de muy avanzada edad y murieron poco tiempo después; el cuarto, Sr. Olivier, se retiró a los Barrens, en donde, quedándose ciego y sordo, dio en su santa vejez los más edificantes ejemplos de piedad, muriendo a los doce años de su retiro en olor de santidad (1840). Por espacio de muchos años los la- zaristas (p3úles) y los Padres jesuitas fueron los únicos sacerdotes de la diócesis de San Luis. Entre estos últimos el P. Van de Valde, más tarde Obispo de Natchez, el P. Elet y otros, hicieron grandes servicios a la Iglesia.
El Sr. Rosati, Obispo de San Luis, reedificó la iglesia, y construyó una casa más cómoda en la que él y su clero vivían en comunidad. Más tarde tuvo el buen Obispo el consuelo de construir una catedral que él mismo consagró en 1834 con gran solemnidad. Difícil es comprender cómo encontró el Ilmo. Sr. Rosati medios para construir un tan magnífico edificio, sobre todo si se tiene en cuenta que en aquella época el material de construcción costaba sumas inmensas. Por fortuna tuvo a su servicio al Hermano Oliva, coadjutor de la Congregación de la Misión, excelente arquitecto y escultor, el cual dirigió en gran parte la construcción de la fachada de la iglesia. Este magnífico edificio, que era no solamente el más hermoso monumento de la población, sino también la iglesia más bella de todo el Oeste, proporcionó a los católicos el medio para asistir a los diversos oficios y oír instrucciones en francés, inglés y alemán. Los protestantes, atraídos unas veces por la curiosidad, guiados otras por sentimientos religiosos, acudían, sobre todo en las fiestas más solemnes, para contemplar las ceremonias del culto católico; y muchas veces, tocados por la gracia, se aprovechaban de las instrucciones y abrazaban la fe. Los católicos alemanes aumentaron considerablemente, comenzando en 1839 tina iglesia, la de Santa María, que terminaron felizmente en 1843.
Las señoras del Sagrado Corazón comenzaron su establecimiento en San Luis en 1835, en un terreno cedido para colegio por el juez Mullanphy. Esta misma Comunidad dirigió por espacio de veinticinco años el establecimiento de Florissant, gobernado hoy por las Hermanas de San José.
Las Hermanas de la Caridad fundadas por la Sra. Setón se establecieron en San Luis en 1827. El mismo juez Mullanphy les dio para hospital fin vasto terreno, sobre el que edificaron una casita de madera. Este hospital de San Luis fue el primer establecimiento católico de este género en los Estados Unidos. El Ilmo. Sr. Rosati les regaló su propio reloj, que durante muchos años fue el único que usaron. Su pobreza era tan extremada, que durante el primer invierno, teniendo en casa un enfermo de mucha gravedad, una de las Hermanas se creyó autorizada a tornar dos trozos de leña a un protestante, vecino suyo, a quien al día siguiente refirió lo sucedido; este hombre, compadecido de tanta miseria, envió gran provisión de leña al hospital. Otra colonia de las mismas Hermanas se encargó de un asilo de huérfanos, primero en una casa de madera, y más tarde en otro edificio más cómodo cerca de la catedral. San Luis contaba ya en 1860 190.000 habitantes, de los cuales 95.000 eran católicos, y en 1859 había 30.000 comuniones pascuales. Posteriormente ha aumentado la población.
Un tal progreso es verdaderamente digno de admiración, y sin ejemplo, porque no creemos ni sabemos que en épocas precedentes haya habido en ninguna parte del mundo un tan rápido crecimiento de la fe católica.
Bueno y justo es que conozcamos quién es, después de Dios, la fuente que ha producido tanto bien en los Estados Unidos, o mejor, que descubramos el principal instrumento de que Dios se ha querido servir para renovar la faz de una tierra tan estéril a principios de este siglo. El primer instrumento de la misericordia de Dios, fue el Ilmo. Sr. Luis Guillermo Dubourg.
«Yo debo dar gloria a Dios—escribía el Sr. De Andreis en 1816—y rendir testimonio a la verdad. Puedo afirmar que después de Dios, el mérito de cuanto aquí se ha obrado y se obrará es debido a los raros talentos, a la industria, experiencia, actividad, prudencia, vigilancia, paciencia, celo, en una palabra, a la constancia de este hombre extraordinario. El Ilmo. Sr. Dubourg, hombre incomparable, servirá de modelo a las edades futuras. Él fue quien encuentra sujetos y recursos en abundancia; quien nos provee de dinero; quien nos dirige y recomienda a las personas más influyentes de cada comarca; quien nos prepara el camino, apartando todos los obstáculos, y quien, aun estando en Francia, gobierna todo tan admirablemente, que aquí en América no hacemos más que seguir a ojos cerrados sus instrucciones. Su influencia, sus agradables modales, predisponen los corazones en su favor y en favor de sus compañeros. Bajo sus auspicios via jamos a través de este inmenso país, encontrando en todas partes el más cordial recibimiento».
Si poseemos un colegio para la educación de la juventud—escribía el Sr. De Andreis en 1819;—si tenemos un pensionado de Religiosas para las niñas, un Seminario para los clérigos, una catedral en la que podemos celebrar con comodidad los divinos Oficios, todo lo debemos a la actividad, a la discreción, a la intrepidez de su celo. Predica continuamente, lo mismo en inglés que en francés, con un éxito por nadie alcanzado. Las numerosas conversiones que se obran; en una palabra, todo el bien que se practica, que gracias a Dios es muy grande, deben atribuirlo a él. Se encuentra en todas partes; él predica, confiesa, bautiza, celebra, asiste a los matrimonios, visita los enfermos, es todo a la vez, capitán y soldado. Pasa gran parte de la noche contestando a las numerosas cartas que recibe de Europa o de diversas partes de América; sobre él pesa el trabajo diario de una diócesis inmensa. Dios quiera conservarle la salud, que si así continúa, el bien que esperamos de un hombre tan apostólico sobrepujará indudablemente cuanto pudiera imaginarse. La mano de Dios le acompañó visiblemente, y sólo ella puede también recompensarle debidamente: «Notum est Domino opus ejus».
No debemos dejar pasar en silencio la parte que el ilustrísimo Sr. Dubourg tuvo en la fundación de las Hermanas de la Caridad en los Estados Unidos. Hacia el fin del año 1806 conoció en Nueva York a la Sra. Setón. Desde entonces le sugirió la idea de establecer en los Estados Unidos una sociedad que respondiese a los deseos que ella tenía de consagrarse a Dios viviendo en comunidad. Él fue quien más tarde procuró a la Sra. Setón y a sus compañeras una casa en Baltimore; y nombrado Superior de la nueva comunidad por el Ilmo. Sr. Caroll, Arzobispo de esta ciudad, trazó las primeras reglas de la naciente Congregación. Derramada por su hábil mano esta preciosa semilla sobre el suelo virgen de la América, recibió las bendiciones de la divina gracia, produciendo un árbol lleno de savia que esparcía en torno de sí el buen olor de la divina caridad, hasta que la Providencia vino a injertarlo en el árbol frondoso plantado más de doscientos años antes por San Vicente de Paúl. Hoy es una de las ramas de este árbol inmenso, de raíces profundas que extiende su sombra sobre el mundo entero, abrigando al huérfano, a la viuda, al enfermo, al anciano y al niño abandonado, socorriendo, en una palabra, todas las miserias humanas.
Admirable fue la rápida extensión de esta mínima comunidad de América. Ya en 1848 contaba más de trescientas Hermanas en treinta y seis establecimientos, asilos, escuelas y hospitales. En esta época, el Sr. Deluol, Superior de la comunidad, se ocupó seriamente del proyecto de unir esta tan prospera familia a la Compañía de las Hijas de la Caridad, instituida por San Vicente. Durante muchos años, las Hermanas, después de bien consultado, ofrecieron a Dios sus cotidianas oraciones para la realización de un proyecto, que había sido el objeto constante de los deseos de la señora Setón, y que muchos años antes de su muerte había sido intentado por el Ilmo. Sr. Roseti, aunque sin fruto, porque no había llegado el momento señalado por la Providencia. El Arzobispo de Baltimore, Sr. Euleston, primer Superior de esta comunidad, quien había tenido encargo de velar sobre sus constituciones, aprobó completamente el plan propuesto por el Sr. Deluol. El Ilmo. Sr. Chauce, Obispo de Natches, de camino para Europa, tuvo precisión de visitar a Baltimore; allí se encargó muy de su gusto de la comisión que le confiaron los Superiores de la nueva comunidad, es decir, de tratar de la deseada unión con el Sr. J. B. Etienne, Superior general de las dos familias fundadas por San Vicente, la de los sacerdotes de la Misión y la de las Hijas de la Caridad.
El Sr. Etienne, a las primeras propuestas que le fueron hechas por el Prelado, dio una respuesta que equivalía a una formal negativa, pero que no desalentó al digno intermediario. Después de unos momentos de reflexión, añadió éste: «Señor, si fuese la voluntad de Dios que esta unión se efectuara, ¿se opondría Ud. a ello?—De ninguna manera—replicó el Sr. Etienne;— pero no veo que esa sea la voluntad- de Dios.—¿Qué pruebas queréis para quedar convencido de que Dios quiere esta unión?— En primer lugar, es preciso que las Hermanas deseen unirse. y que, en consecuencia, se haga una petición oficial, formulada por sus Superiores. En segundo lugar, que el Arzobispo de Baltimore y la mayoría de los Obispos de las diócesis en las que están dichas Hermanas, den su consentimiento a esta medida. Y, por fin, que las Hermanas consientan en adoptar las reglas y costumbres de las Hijas de la Caridad de Europa». Entonces el Ilmo. Sr. Chance presentó la carta que el Sr. Deluol le dirigió, confiándole el encargo de tratar este asunto, añadiendo que estaba completamente seguro del consentimiento general de los Obispos, puesto que él mismo había hablado de este asunto con muchos de ellos. En cuanto a la tercera condición, la consideraba como consecuencia natural, que no dejaría de ponerse en caso que se realizara la unión. El Sr. Etienne, después de examinar el documento presentado, no le encontró suficiente, y continuó reclamando la petición oficial hecha por las Hermanas. Pretendía ganar tiempo para reflexionar y encomendarlo a Dios.
El 5 de Abril de 1849 el Sr. Etienne escribió al Sr. Maller, Visitador de la Congregación de la Misión en los Estados Unidos, rogándole conferenciase con el Sr. Arzobispo de Baltimore, y visitase la casa de San José de Emmittsburg y preguntase a las Hermanas, y que hecho esto, fuese en persona a darle la respuesta. El Sr. Maller, después de haber ejecutado estas órdenes, partió para París. Al mismo tiempo, el Sr. Deluol, a punto de embarcarse para Europa, hizo su última visita a San José, y con los más paternales sentimientos habló a las Hermanas de la próxima unión proyectada. Poco después llegó a París para presentar la solicitud en debida forma. El Sr. Etienne consintió entonces en que el Sr. Maller tomara la dirección de las Hermanas de los Estados Unidos; su unión perfecta con las de Europa se verificó el 25 de Marzo de 1850, día en que aquéllas pronunciaron sus votos, según la forma prescrita por San Vicente a las Hijas de la Caridad.
No se cambiaron, sin embargo, de repente todos los usos y costumbres; los Superiores juzgaron más oportuno el introducir las nuevas poco a poco, y solamente en las casas que lo solicitaban. Al principio, la novedad del traje llamaba la atención del pueblo, que no había visto cosa igual; pero poco h poco se acostumbró, y hasta lo encontró más hermoso y adaptado mejor que el precedente a los empleos de las Hermanas, sobre todo para el servicio de los enfermos.
Por lo demás, el hecho edificante de trescientas Hermanas que cambian de hábito sin pérdida de una sola vocación, es un hecho tal vez único en la historia de la Iglesia, y que dice mucho en favor del buen espíritu que animaba a las Hermanas de América. Dios, por lo mismo, bendijo su generosidad aumentando en gran manera su número; sus establecimientos crecieron también en importancia y en número, y nuevas obras de caridad fueron confiadas a sus cuidados. En 1860 había en los Estados Unidos 800 Hermanas y 67 establecimientos, número que no ha cesado de crecer desde entonces.
Mientras vivió el Sr. De Andreis fue el alma de los consejos del Ilmo. Sr. Dubourg; su brazo derecho en sus traban), y su más celoso cooperador en el gran bien que produjo en su vasta diócesis. Fue, además, el primer Superior y fundador de los establecimientos de Misioneros de San Vicente de Paúl en América, y con sus instrucciones y ejemplos se formaron muy excelentes sujetos, a los que él mismo llamaba «ángeles de virtud». Por medio de sus discípulos la Religión se extendió tan prodigiosamente en la Baja Luisiana, de suerte que bien puede aplicarse a su breve vida las palabras de la Sagrada Escritura: Consummatus in brevi, etcétera.
En pocos años hizo una larga carrera. La historia de su vida lo confirma plenamente; más frutos se deben acaso a sus méritos y a su intención delante de Dios, que a todos los trabajos que después se han hecho. Dios hizo respecto de la Iglesia de América lo que se dice del templo de Salomón y del templo de la celestial Jerusalén: ocultó en sus cimientos los zafiros, topacios y otras piedras preciosas; esto es, hombres de rara santidad y de virtud heroica.
Tomado de Anales Españoles, Tomos I-II y III. Años 1893, 1894 y 1895.