Federico Ozanam según su correspondencia (28)

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Pativilca · Año publicación original: 1957.
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Capítulo XXVIII: La enfermedad. Los Pirineos.

Ahora precisa el valor, Eneas, ahora pecho firme.
Virgilio (Eneida. Lib. VI)

1.— Últimos días en la Sorbona

La estancia en Sceaux y, sobre todo, el aire del mar en Dieppe, fueron propicios a la salud de Ozanam, al menos por algún tiempo. Después de unas vacaciones forzosamente prolongadas, se creyó en el deber, hacia fines de diciembre, de recomenzar sus clases en la Sorbona. Su hermano, el sacerdote, trató de disuadirlo de esa idea. «No —contestó él—. Tengo un deber que cumplir. ¿Qué dirías tú de un soldado que se negase a subir a la quebrada, por miedo a la muerte? Debo ocupar mi puesto y allí moriré, si hay que morir.»

Al mismo tiempo, aseguraba a los médicos que encontraba más insoportable la inacción que la misma enfermedad. «Soy un obrero —decía—. Debo hacer mi jornada…» ¡Ay!, ya su jornada estaba hecha y cercana estaba la hora de recibir el salario.

Subió, pues, de nuevo a la cátedra. Reanimado, pero no curado. Es cierto que no siente ahora la fatiga que antes sentía al hablar. Pero también es cierto que trata en lo posible de evitar toda emoción. Además, ya no da las lecciones de pie. Los discípulos lo comprenden con discreta consideración.

2. El siglo V

Pasó así el semestre de invierno de 1852 y, aunque las fuerzas no volvían, sí se sentía mejor, lo que le llenaba de esperanza. Quiso entonces trabajar en su Siglo V, pero él mismo confiesa que se sentía agobiado por una esterilidad aplastante. La pluma se le escapa de los dedos. Iba a conocer Ozanam la intensa amargura de no poder comunicar a los demás las ideas que bullen en su cabeza, por falta de voz, por falta de fuerzas. Y ésta será la angustia cruel en la que se debatirá en adelante aquella noble existencia. Pero, para semejante amargura estaba preparada el alma de Federico Ozanam, quien, a la edad de veintidós años, decía: «El que muere dejando su tarea sin terminar merece, a los ojos de la divina Justicia, lo mismo que el que disfruta del placer de verla concluida.»

Proyectaba pasar la semana de Resurrección con su mujer y su hija en Sens, al lado de Lallier. Pero no pudo ir. En Notre Dame recibió la Comunión pascual, y al día siguiente, le atacó una fiebre alta en medio de sufrimientos terribles, que quebrantaron aquella voluntad de acero. Se vio obligado a guardar cama y, desde la cama tuvo que suplicar al decano de la Sorbona que anunciase en la Universidad que quedaba aplazada la continuación de su curso.

Al abrirse de nuevo las clases y leer los estudiantes semejante noticia, que venía a arrebatarles el placer que esperaban disfrutar de oír a Ozanam, se sintieron muy decepcionados, y como ignoraban la enfermedad del maestro, llegaron en su desagrado hasta a exclamar: «Esos señores profesores llevan la vida cómoda y se permiten suspender los cursos sin recordar que esas clases se les pagan.»

3.— La última lección

Esto llegó a oídos de Ozanam, quien sufrió mucho por ello. El tenía su lección preparada y, no pudiéndose contener, dijo: «Daré mi clase por el honor de mi profesión». Llegada la hora dejó el lecho y, a pesar de las instancias de sus amigos presentes, a pesar de las lágrimas de su mujer y de la prohibición del médico se hizo conducir a la Sorbona, donde apoyado en el brazo de un amigo, se mostró inesperadamente en la cátedra, extenuado y pálido como un espectro.

Conmovidos por la compasión y por el remordimiento, los estudiantes lo saludaron aclamándolo unánimemente. Ozanam pidió silencio y, con voz profunda, pero clara, dijo: «Señores, acusan a nuestro siglo de ser el siglo del egoísmo y dicen que los profesores estamos atacados de ese mal del siglo. Sin embargo, señores, nosotros consumimos aquí nuestra salud. Aquí agotamos nuestras fuerzas, mas no me quejo por ello. Nuestra vida os pertenece. Os pertenece hasta el último suspiro y lo tendréis. Por mi parte, si muero, será sirviéndoos.»

Dio su lección con una fuerza y poder tales, que jamás se le habían visto semejantes. Sería imposible describir el entusiasmo y la emoción que despertó en el auditorio. Se diría que presentían que lo escuchaban por última vez. Al descender de la cátedra y abandonar la clase en medio de las efusiones de todos, uno de sus discípulos le apretó la mano diciéndole: «Ha estado Vd. sublime». Ozanam contestó con una dulce sonrisa.

Aquella noche no durmió. Por el contrario, la pasó presa de un malestar extraordinario, de carácter alarmante. En realidad, era un adiós lo que había dicho a aquel auditorio tan amado por él y que lo había aplaudido frenéticamente durante doce años.

El P. Lacordaire supo todo eso y se aterró. Se encontraba entonces en su convento de Flavigny, a donde se había retirado al verse obligado a abandonar el púlpito de Notre Dame y la ciudad de París. Escribió inmediatamente a Ozanam regañándole por cometer semejantes imprudencias y prescribiéndole que se limitase, durante algunos años, únicamente a sus clases y que el resto del tiempo lo dedicase a hacer viajes de salud y de descanso: «Piense, amigo mío, que Vd. pertenece al pequeño número de católicos que han honrado nuestro país por su talento y carácter. Piense que Vd. ha permanecido puro en medio de las agitaciones que han arrastrado a tantos otros. Lo necesitamos junto a nosotros mucho, tiempo todavía. Siempre ¡ay!, llegará muy pronto nuestra hora de partida y, si la vida vale poco para uno mismo, preciso es conservarla para los demás».

La enfermedad se agravó. Al pasar la crisis, las fuerzas le abandonaron totalmente. Pero, ¡admirable carácter!… en medio de aquella debilidad agotadora conservaba íntegro su espíritu de apóstol y su ardiente celo por la caridad. Testimonio de esto lo tenemos en una carta del 16 de junio de 1852, carta que es más bien un monumento.

Es el caso que, durante su enfermedad había recibido Ozanam la visita de uno de sus antiguos compañeros de estudios, que le escribía ahora, manifestándole las dudas que sobre la fe atormentaban su corazón, e implorando al mismo tiempo el apoyo de su amigo, que sabía era ilustrado y más feliz que él.

4.— Carta de apóstol

Ante eso, se olvidó Ozanam de su estado de salud y, aunque sin fuerzas, para dejar la cama, arriesgó todo por el bien de aquella alma. Su respuesta es tan sólo una demostración católica en sus principales líneas. Empieza por reconocer al misterio su parte necesaria en el insondable dominio de lo infinito. Contra la objeción de crueldad lanzada por el amigo contra el dogma de las penas eternas, contesta así: «Los que juzgan ese dogma como inhumano, ¿hablarán así movidos por su amor a la Humanidad? No; es porque tienen un sentimiento débil del horror del pecado y de la justicia de Dios.»

Luego le manifiesta que, después de haber pasado diez años de su vida estudiando la Historia del Cristianismo, puede asegurarle que cada paso que ha dado en esos estudios ha sido para encontrar nuevas pruebas que lo reafirmaran en sus convicciones. Por lo tanto, pruebas históricas las tiene en abundancia. Y pruebas sociales las tiene también, convencido como está que es al Evangelio a quien se debe la libertad, la fraternidad y la igualdad. Que sólo de él dependen la grandeza y la felicidad de todos los individuos, lo mismo que de todas las sociedades. «Tal vez Vd. ignora, querido amigo, hasta qué punto obra fuertemente en la sociedad esa fe en Cristo, fe que muchos quisieran figurarse ya apagada. Vd. no sabe hasta qué punto es amado el Salvador del mundo. Vd. no sabe qué cúmulo de virtudes y de abnegación suscita. Virtudes y abnegación de una pureza tal, que son semejantes a las de los primeros siglos de la Iglesia»… Y termina con esta súplica personal y ardiente: «¡Ay!, amigo mío, amigo mío, no nos metamos en esas discusiones infinitas. Recuerde que no poseemos dos vidas: una para buscar la verdad y otra para practicarla. Por eso Cristo no se hace buscar. El se presenta completamente vivo, en medio de esta sociedad que nos rodea. Delante de nosotros está… Pronto tendrá Vd. cuarenta años: ya es tiempo de que se decida. Entréguese a ese Salvador que lo llama. Entréguese a su fe como se han entregado tantos de sus amigos. Allí encontrará Vd. la paz… Le falta a Vd. tan poco para ser un buen cristiano, ¡le falta tan sólo un poco de voluntad! Creer es querer creer: quiéralo un día. Quiéralo a los pies del sacerdote, que hará bajar la sanción del Cielo sobre su vacilante voluntad. Tenga ese valor, amigo mío, tenga esa fe. Quiera su salvación. Sea cristiano, sea feliz. Ese es el deseo de su amigo»… Y ese deseo se realizó.

Tres semanas después de escrita esta carta, el 16 de julio, al permitirlo su salud, salió Ozanam de París y salió con profundo sentimiento, al ver sus trabajos suspendidos y su carrera interrumpida en el momento en que podía aspirar a un puesto académico. Pero él sabía hacer el sacrificio de lo que la Providencia le exigía, y sabía también pedir a esa Providencia el cumplir su voluntad como en el Cielo se cumple.

El viaje de París a Eaux Bonnes, adonde se dirigían, lo hicieron por cortas etapas, que duraron diez días. Se detuvieron en Orleans, en Tours, Poitier, Burdeos y en Pau. En cada lugar se ocupó Ozanam de visitar los centros de las Conferencias de San Vicente de Paúl, que en cada una de esas ciudades existía.

Al llegar a Eaux Bonnes, su principal preocupación fue el fundar allí una Conferencia que habría de ser, según su deseo, algo así como un punto de reunión para todos los socios de San Vicente de Paúl que tuviesen que hacer una cura en ese lugar. Paralela a esta Conferencia, emprendió Ozanam y logró la fundación de un hospital para aquellos pobres que tuviesen necesidad de ese mismo tratamiento. Cada Conferencia local debería encargarse de los gastos de viaje de sus socorridos. Los enfermos ricos o acomodados que perteneciesen a la Sociedad y que estuviesen en el balneario, se encargarían de la protección de los enfermos que llegasen al hospital.

5.— Los Pirineos

En medio de esas obras de caridad, no dejó Ozanam de admirar las bellezas de los Pirineos. Encuentra incomparable la majestad de las grutas de Gavarnie, que se le antojan como el ábside de una catedral, coronada de nieve. Pero si se deleitó en la contemplación de los bellos lugares, tuvo también el placer, mayor aún, de encontrar allí almas muy bellas, llamadas a congeniar con la suya, por su piedad y exquisita distinción. Una de ellas, el P. Perreyve, su discípulo. Y el otro, el P. Mermillod, futuro obispo de Hebron.

6.— El P. Henry Perreyve

El P. Perreyve, hijo querido del P. Lacordaire y del P. Gatry, lo era también de Ozanam. Se encontraba enfermo y sentía que la vida se le escapaba, pero él, lo mismo que Ozanam, ya había presentado al Divino Maestro esa ofrenda de su vida. Y eran justamente esas perspectivas, tan dolorosas como generosas, las que prestaban a sus conversaciones ese carácter triste y dulce de un mismo holocausto, ofrecido por dos.

Cuando, al terminar su cura, tuvo el P. Perreyve regresar a París, quiso Ozanam acompañarlo hasta Bayona, y esa hora que pasaron en el coche, fue la última de su conversación en la tierra. Ozanam pareció comprenderlo así, y durante todo el camino habló sólo de cosas graves, mientras su discípulo lo escuchaba con religioso silencio. Cuando divisaron las torres de Bayona, cambió el tema de su conversación, nos dice el P. Perreyve: «Me dijo que se sentía herido de muerte. Y de la muerte me habló con tal seguridad, que arrancó de mi corazón todo motivo de esperanza. Cuando el coche se detuvo delante de la diligencia que debía llevarme a París, me apretó la mano largamente. Bajamos del coche. Me abrazó entonces largo tiempo con ternura, mientras me decía: «Enrique, es un adiós efectivo el que nos decimos». Yo tenía el corazón destrozado pero, cuando se separó de mí, logré seguirlo con la vista sin derramar una sola lágrima, hasta que una vuelta del camino me arrebató ese último consuelo, cortando bruscamente el último hilo. Y ya yo no lo volví a ver más en la tierra.»

7.— El P. Mermillod

El P. Mermillod, comenzaba entonces a dar pruebas de su gran talento en los púlpitos de las catedrales de Francia, donde ya era considerado como un gran orador. Muchas veces, escribió él después sobre la impresión que ejerció en su persona la grandeza de alma de Ozanam. De éste para él, nos quedan unas líneas, donde podemos ver por entero aquella grande alma humillada y probada, pero siempre paciente, sometida y generosa: «Pida por mí, mi tierno amigo, porque la enfermedad no le hace bien al alma, al contrario. Me vuelve más irritable que nunca, más egoísta y preocupado tan sólo de mí mismo. Yo acepto el sufrimiento, si me ha de santificar, pero entonces que Dios permita que me santifique.»

8.— Cartas de dolor y resignación

Semejantes palabras tienen un acento más cristiano aún en la carta del 11 de septiembre, dirigida al P. Maret: «Dios ha querido concederme algunos días más de vida, sin duda para que me santifique. ¡Bendito sea por ello!… Pero, ¿será su designio el devolverme la salud o será más bien el hacerme expiar mis pecados, con grandes sufrimientos? ¡Bendito sea, de todos modos!… Pero, que me dé valor y que me envíe el dolor que purifica. Que si he de llevar la cruz, que sea la del buen ladrón. Continúe por lo tanto, Padre, concediéndome un buen puesto en sus recuerdos delante de Dios, así como se le da al enfermo el mejor lugar cerca del fuego: no lo merece, pero sí lo necesita.»

Estas líneas están fechadas en Biarritz, donde gozó de unos días de mejoría y pudo disfrutar de ese lugar, que llama el más bello del mundo. Pero no goza de él sin cierto resquemor, ya que le atormenta el pasar lo días sin hacer nada, y eso en una edad en la que no se debe perder un momento. Y, cuando llega la hora de la tarde, le pesa esa ociosidad como un remordimiento. Y le parece que no merece el pan que come, ni la cama donde duerme.

Biarritz le hizo bien. El atribuye esa mejoría en gran parte a la visita de su hermano Carlos, quien, abandonando su clientela por dos semanas, vino a su lado a consolarlo y animarlo. «Llegó como un arcángel —dice Ozanam—; un día en que llovía a torrentes, símbolo de la esperanza que con él renacía en mí.» Habla también Ozanam de la dulzura que experimenta al ver a su mujer ya su hija, gozando de salud, y al poder dedicar a la educación de su pequeña María un tiempo que antes no podía. Habla de todo esto a su amigo Lallier, con la confianza que siempre tuvo con él: «Pero —le dice—, ¿qué será de ellas?» Y vuelve al doloroso pensamiento de su carrera perdida y de esa familia abandonada a la incertidumbre del más negro porvenir. En cada línea de esa carta, se ve la honda melancolía que embarga aquel corazón:

«Me siento muy triste —le dice— y necesito más que nunca de sus oraciones. El pensamiento de la fe no tiene poder suficiente para apartarme de esas conjeturas. Y no es que la religión sea impotente para mi pobre corazón, ya que me preserva de la desesperación. Sin embargo, no creo tampoco que ofenda a Dios, al abrir mi corazón como lo hago a un amigo que es más fuerte que yo y que puede socorrerme.» Así se desborda el torrente de amargura que no podía contener aquel corazón destrozado.

En los mismos términos que a Lallier, escribió también a Dufieux, y la respuesta que éste le envía es tan hermosa que no renunciamos a transcribirla: «Mi querido Federico: mi salud se va. Acabo de pasar otra grave enfermedad y apenas si tengo fuerzas para trazar estas líneas. En estos últimos sufrimientos, pensé mucho en usted. Me he informado sobre su salud, por medio de un amigo, y parece que el médico de Eaux Bonnes tiene muchas esperanzas de curarlo. En cuanto a sus intereses de familia, déjese llevar por la voluntad de Dios. El se encargará de todo… ¡Ay!, querido amigo, ¿qué podría yo dejar de temer, si no supiera que la divina Providencia está ahí?… Tengo siete hijos pequeños. Apenas poseo veinticinco mil francos, adquiridos en un rudo trabajo, donde consumo los últimos restos de mi juventud, mi salud y pronto hasta mi vida. A todo se suma que no tengo ni padres, ni amigos, ni herencia, ni puesto, ni favor alguno que pueda esperar de nadie. Tengo tan sólo mi trabajo y unas fuerzas insuficientes para desempeñarlo. Sin embargo, mi mujer y yo dormimos en paz sobre la almohada de la pobreza. Bien sabido tengo que la mano de Dios sólo me abandonará el día en que yo cese de agarrarme a ella. ¡Valor, por lo tanto, amigo mío! La salud volverá seguida de la prosperidad. Y el, genio y la gloria sobrevivirán. Esa será la dote y la herencia de los vuestros. Pero, ¿y los míos?… Federico, ¡puedo asegurárselo! Únicamente me he sentido desgraciado, cuando he sentido flaquear mi confianza en Dios. Cuando, por el contrario, he ido a Él humilde y sometido, como un perrito al que su amo hubiera corregido, me he sentido acariciado por esa mano misericordiosa que es también omnipotente.»

En Bayona, encontró Ozanam una Conferencia muy floreciente y bien penetrada del espíritu de la Sociedad, con una voluntad infatigable para las buenas obras. Su presidente, el doctor Franchisteguy, se consagró con tanto afecto a Ozanam, que les parecía imposible haber hecho tan profunda amistad en tan corto tiempo.

9.— Burgos

Estando tan cerca de España, nació en Ozanam el deseo de visitarla. Hubiera querido llegar hasta Sevilla, pero el médico le permitió tan sólo un ensayo hasta Burgos, y para allí salió el 16 de noviembre, con su mujer y su hija. El 18, en la tarde, pudieron divisar las torres de la catedral de Burgos. Poco después, oraban de rodillas en la sombría iglesia. Largas horas pasó allí Ozanam, sumergido en los recuerdos de la Edad Media. Admiró aquella soberbia catedral, con el mismo entusiasmo que siempre demostró ante toda basílica consagrada a María Santísima, ya que se imaginaba que aquellas maravillas de arte eran regios presentes con los cuales el Hijo divino recompensaba a su Madre por las pobrezas sufridas en la casita de Nazaret. (Todas estas impresiones se encuentran relatadas con cariño por el mismo Ozanam, en el poema que salió publicado después de su muerte: Una peregrinación a la tierra del Cid).

Por corta que fuera su estancia en Burgos, no se olvidó Ozanam de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Y parece como si Dios hubiera querido bendecir su estancia en España, ya que hasta ese momento existían allí tan sólo dos Conferencias: la de San José, de Madrid, y la del propio Burgos, y para fines de ese mismo año de 1852, ya se habían multiplicado visiblemente. Diez años más tarde, de las dos mil Conferencias existentes fuera de Francia, quinientas eran españolas.

De regreso a Bayona, el 24 de noviembre, renació en Ozanam el deseo de ingresar en la Academia, y tuvo un momento la intención de dirigirse a París para lar su candidatura. Pero, ¿para qué tanto esfuerzo?, respondió él con dolor a ese deseo que lo impulsaba a París. Si llego a ocupar ese honroso sitial, será para dejarlo pronto vacío. Mejor era para su alma aprovechar los momentos presentes y las energías que le quedaban en cumplir con más celo sus tareas apostólicas, en fomentar en lo posible las Conferencias de San Vicente de Paúl y en visitar a los pobres.

El invierno se acercaba y resolvieron dirigirse a Italia. Hipólito Fortoul, antiguo amigo de Ozanam, ministro de Instrucción Pública bajo el segundo Imperio, fiel a su antigua amistad, le procuró un ligero trabajo en Pisa sobre los Orígenes de las Repúblicas italianas, trabajo por el cual habría de recibir una pequeña remuneración y en el cual, sobre todo, encontraría una gran distracción.

10.— Visita a Pouy

No quiso Ozanam abandonar esos lugares, sin visitar la aldea donde naciera San Vicente de Paúl y a Pouy se dirigió, pudiendo admirar la vieja encina bajo la cual el pastorcito Vicente se resguardaba, junto con sus ovejas, de los rigores del sol. El párroco del lugar le regaló una rama del árbol memorable para que la enviase al Consejo general de las Conferencias. Y Ozanam veía encantado cómo su pequeña María acariciaba las ovejitas del lugar, convencida de que eran las nietecitas de las ovejas que el Santo cuidara.

11.— Hacia Italia

En los primeros días de diciembre, se pusieron en camino hacia Italia, deteniéndose primero en Tolosa donde, además del deseo de visitar una Conferencia que había allí fundada, lo retuvo en aquel lugar, durante dos días, su amor a Santo Tomás de Aquino. Y luego, en Montpellier, nueva parada, no para descansar, sino para admirar y avivar una nueva hoguera de caridad que allí funcionaba. Nuestra pequeña Sociedad de San Vicente nunca deja de actuar, decía Ozanam complacido.

En Marsella, pasó días mejores, y toda la familia se sintió feliz al verlo más animado. El mismo se daba cuenta del cambio operado en su salud y, poniéndose bajo la protección de Notre Dame de la Garde, repetía con unción: Redde mihi laetitiam salutaris tui.

De estación en estación, llega por fin Ozanam, el 10 de enero, a Pisa, fatigado pero lleno de esperanzas. Se dirigió, primero, a la gran catedral para dar gracias a Dios y admirar aquel edificio incomparable, donde resplandecen la fe, el amor y la belleza.

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